4. Los protagonistas de la formación sacerdotal
Principios fundamentales de la formación sacerdotal. 4. Los protagonistas de la formación sacerdotal.
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Principios fundamentales de la formación sacerdotal
La formación del hombre, y por tanto también la formación del hombre que se
prepara para el sacerdocio, es un arte. Es el arte de lograr que la persona
crezca desde dentro hacia el ideal propuesto. No se trata, pues, de una teoría
o de una ciencia exacta, sino de un trabajo de acompañamiento del formando en
el camino vivo de cada día. Un camino que se recorre caminando, se realiza en
la atención al momento presente, a la necesidad específica de cada instante,
en los mil detalles diarios que pueden ayudar a que cada seminarista vaya
fraguando en sí la personalidad del sacerdote de Cristo.
Pero es evidente que la eficiencia, en cualquier campo humano, exige un orden,
un sistema. Por ello cabe hablar de "sistemas educativos". Es necesario, antes
de adentrarse en los vericuetos de la práctica formativa, contar con una guía,
una especie de mapa del camino. Sin él será fácil errar la ruta o girar
indefinidamente en torno al mismo punto. De algún modo hemos recordado hacia
dónde hemos de ir (la identidad y misión del sacerdote) y de dónde partimos
(la realidad humana que hay que formar para el sacerdocio). Ahora tendremos
que ver cómo y por dónde podemos ir. Dicho de otro modo, hace falta
contar con algunos principios fundamentales de la formación sacerdotal;
algunas columnas sobre las cuales podremos construir el edificio de la
formación sacerdotal. Naturalmente, algunos principios son propios de toda
labor formativa en general, pero están aquí referidos a lo específico de la
formación sacerdotal.
Muchas de las reflexiones pedagógicas prácticas podrán ser ignoradas o deberán
ser transformadas según las circunstancias. Pero, sin pretender demasiado, se
podría decir que no habría que olvidar nunca estos principios basilares, si se
pretende de verdad formar sacerdotes de la Iglesia católica.
Los protagonistas de la formación sacerdotal
Hemos comparado la tarea de la formación sacerdotal con la construcción de un
edificio. Lo primero que habrá que preguntarse al plantear esta obra -una vez
que se nos ha entregado los planos y se nos ha señalado el material con que
contamos- es quién puede y debe levantarla. Muchos podrán dar una mano; pero
hay tres protagonistas principales e imprescindibles: el Espíritu Santo, el
formando y el formador. Cada uno tiene su papel específico. La
formación sacerdotal se basa en la plena y armoniosa colaboración de los tres.
El Espíritu Santo
No hemos de olvidarlo: la preparación para el sacerdocio, la identificación de
un hombre con Cristo Sacerdote, es una tarea que sobrepasa y trasciende
completamente las capacidades y habilidades humanas. Quedaría truncada si no
contáramos con la ayuda de Dios mediante la acción de su Espíritu
Santificador.
A sus primeros sacerdotes, Jesús les prometió el Espíritu Santo, precisamente
para que les enseñara todo y les recordara todo lo que él les había dicho (cf.
Jn 14,26); y al conferirles el poder sacerdotal de perdonar los pecados les
comunicó el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22-23). Antes de su ascensión al cielo
les aseguró que recibirían la fuerza del Paráclito para que fueran sus
testigos hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Efectivamente, poco
más tarde, la irrupción impetuosa del Espíritu en la fiesta de Pentecostés les
marcó definitivamente y los impulsó de modo insospechado para la realización
de su misión de profetas del Reino de Dios (cf. Hch 2,1ss). Pablo comprendió
profundamente la importancia radical de la obra del Espíritu Santo en la vida
de los cristianos: reconocía que «el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5); más
aún, llegó a afirmar categóricamente que «nadie puede decir: "¡Jesús es
Señor!" sino con el Espíritu Santo» (1 Co 12,3).
Los himnos litúrgicos de la Iglesia sobre el Espíritu Santo, como el "Veni
Sancte Spiritus" o el "Veni Creator" son muy elocuentes al indicar lo que él
es para el alma: luz del corazón, consolador óptimo, dulce huésped, descanso
en el trabajo, consuelo en el llanto, don de Dios, fuente viva del amor...
Él es el guía y el artífice de la santificación del alma. Él es quien, con la
acción de la gracia, que trae como cortejo las virtudes y los dones
sobrenaturales, va transformando a la persona en la medida en la que ésta se
le presta.
El joven seminarista es también, y ante todo, un cristiano. Y, en el fondo, lo
más esencial en su preparación al sacerdocio es su santificación en su
esfuerzo de identificarse con Cristo sacerdote. Tendrá que ser por tanto el
Espíritu Santificador quien vaya iluminando en la conciencia del formando el
camino de la adquisición de la fisonomía sacerdotal.
Por otra parte, se trata de un proceso lento, laborioso, con horas de luz y de
oscuridad, con momentos de alegría y de quebranto. Nadie mejor que el Espíritu
Santo podrá sostener y alentar, desde dentro, el esfuerzo del seminarista, y
también el del formador.
El Espíritu Santo es, pues, el primer protagonista en el trabajo de formación
sacerdotal. Puede parecer obvio; pero no está de más recordarlo y subrayarlo.
Lo deberán tener en cuenta siempre tanto el formando como el formador, como
los programas educativos. Al Espíritu Santo no hará falta recordárselo. Él se
comprometió con ambos desde el momento en que llamó al sacerdocio a uno y
pidió la colaboración del otro, a través de la Iglesia, para que le ayudara en
esta tarea.
Pero conviene recordar también que, aunque Dios podría santificarnos contra o
al margen de nuestra voluntad, la acción misteriosa del Espíritu Divino
respeta con amor la libertad con que nos ha creado. Pide nuestra colaboración.
Colaboración que consiste no sólo en la disponibilidad pasiva para que él
realice su obra santificadora, sino que exige un esfuerzo consciente y
constante, una correspondencia que se actúa mediante el ejercicio de las
virtudes que preparan y acompañan la recepción de sus dones.
No habrá, pues, formación alguna, sin la colaboración responsable de los otros
dos protagonistas: del formando y del formador.
El formando
Desde el primer momento el formando debe tener muy en cuenta que él es también
protagonista de su propia formación; más aún, el primer interesado y el
primer responsable. Es él quien ha sido llamado por Dios para el sacerdocio;
es él quien ha respondido libremente; es él quien será ungido sacerdote y dará
más o menos fruto en su ministerio según esté más o menos formado, más o menos
unido a Dios.
Por otra parte, pretender lograr la formación de una persona, en cualquier
campo, sin la participación consciente y activa del propio interesado, es una
vana ilusión. Se podrá lograr en todo caso que el individuo pase por unos
cursos, se someta a unos reglamentos... pero no habrá, desde dentro, verdadera
formación.
Es importante, pues, que desde el primer momento, el seminarista sea
consciente de que nadie "lo formará" ni lo "hará" desde fuera. No hay lugar
para la pasividad, la indiferencia o el "dejarse arrastrar" o "ser vivido" por
un sistema formativo establecido. El joven que aspira al sacerdocio entra en
el seminario o centro de formación, no para "ser formado", sino para
"formarse". El principio de "autoformación" que se presentará más adelante no
es sino la consecuencia operativa de esta constatación.
Naturalmente, dado que el primer protagonista de la formación es el Espíritu
Santo, el formando debe concebir su trabajo personal como una colaboración con
él: dejar actuar al Espíritu Santo sin impedir o entorpecer su acción:
prestarse como cera blanda para que él imprima a placer en ella la figura de
Jesucristo Sacerdote. Esto significa que la oración, el silencio interior, la
atención a sus inspiraciones, la sinceridad en su respuesta dócil a las
mismas, forman parte integrante y principal de su esfuerzo por formarse
sacerdote.
Y significa también que, dado que Dios ha querido valerse de colaboradores
humanos, su atención y docilidad al Espíritu han de pasar por la atención y
docilidad a los formadores, que le irán ayudando a conocer las metas, las
tareas, los tiempos y lugares.
El formador
San Pablo se dirigía así a los Gálatas: «Hijos míos, por quienes sufro de
nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). Se
sentía él, personalmente, responsable de la maduración de los cristianos de
sus iglesias. A partir de la encarnación del Verbo de Dios, hemos entendido
que Dios quiere actuar, no desde la distancia de su alta atalaya, sino estando
en medio de los hombres: es «Emmanuel». Pero, además, su insistencia en mandar
profetas a su pueblo y la elección por parte de su Hijo de unos colaboradores,
nos obligan a comprender que su designio salvífico y santificador incluye la
participación de los hombres. Difícilmente podría pensarse que las cosas
fueran de otro modo cuando se trata de la santificación y formación de quienes
él llama al sacerdocio.
Por otra parte, la formación de cualquier persona, y en cualquier campo,
requiere la colaboración de alguien que pueda señalar el camino; un consejero
experimentado, un guía, un apoyo y hasta un modelo: un "formador".
El formador es, por tanto, el tercer personaje de la formación de sacerdotes.
Tiene que sentirse él también plenamente responsable y comprender la
importancia que tiene su misión para la Iglesia y para la sociedad. Su trabajo
está destinado a dejar una profunda huella en las vidas de sus formandos. Esa
conciencia le llenará de entusiasmo responsable y le llevará a poner en juego
todas sus cualidades espirituales y humanas, su tiempo y su esfuerzo con
desinterés y abnegación, valiéndose de todos los medios a su alcance.
Pero sería un error que se considerara como el único o principal
responsable. Conviene que sea muy consciente de que él es un colaborador,
un ayudante, y de que como tal debe actuar.
Colaborador, ante todo, del Espíritu Santo, el Gran Maestro y Pedagogo. El
formador es instrumento y canal por donde pasa la gracia de Dios.
Naturalmente, cuanto mejor sea el instrumento, cuanto más ancho y limpio sea
el canal, mejor fluirá la acción de Dios. Es esa acción divina la que debe
llegar al formando a través de él, a través de sus consejos, sus exigencias y
motivaciones. Por ello, su primera preocupación consiste en estar cerca de
Dios, abierto a su Espíritu. Ora íntima y profundamente para pedir luz en su
actuación; es dócil a sus inspiraciones, aunque vayan contra sus gustos y
deseos naturales; pide al formando lo que, delante de Dios, cree deberle
pedir, aunque sus sentimientos vayan en otra dirección. Sabe seguir el ritmo
de Dios con cada individuo... Implora la gracia divina en favor de quienes le
han sido confiados, y se sacrifica por ellos.
Con una mirada objetiva sobre sí mismo, el formador es consciente de las
propias limitaciones y de la enorme desproporción existente entre sus solas
posibilidades y recursos humanos y la trascendente misión que ha recibido. De
esta forma, reconoce que todo bien y todo progreso en la formación de los
seminaristas viene de Dios y es fruto de su acción santificadora. No hay lugar
para atribuirse a sí mismo lo que corresponde a Dios, ni para considerar las
propias cualidades, inteligencia, simpatía, y ni siquiera la propia cercanía a
Dios, como la causa del crecimiento en Cristo de los formandos. Por ello, los
éxitos en su labor no son ocasión de vanidad personal, sino más bien de
admiración y genuina gratitud hacia Dios, y de reconocimiento del esfuerzo que
ha hecho el educando en la medida de su generosidad.
Se sabe asimismo colaborador del mismo formando. El término "formador" no debe
engañarnos. Se puede dar forma desde fuera a una vasija de barro; cuando se
trata de una persona la forma surge desde dentro. El formador no "forma", sino
"ayuda a formarse". Eso significa que no debe exigir sin motivar, guiar sin
iluminar, diseñar a ciegas un molde e imponerlo, a ciegas, a todos por igual.
Pero significa también que no puede sin más lavarse las manos y dejar que la
barca flote a la deriva. Él tiene un papel activo, imprescindible. Sólo que su
papel consistirá sobre todo en lograr que el formando asuma plenamente el
suyo, que quiera formarse y trabaje personal y responsablemente en su
formación. El éxito de la labor de un formador comienza cuando logra suscitar
la iniciativa consciente y libre del formando, de modo que éste tome las
riendas de su propia formación, en la docilidad al Espíritu Santo y a las
orientaciones del formador mismo.
Otros colaboradores
El Espíritu Santo, el formando, el formador. El dinamismo formativo eficaz
depende de la colaboración armoniosa de esos tres protagonistas, realizando
cada uno su propio papel en relación con los otros dos.
Sin embargo, ellos no son los únicos responsables. Conviene recordar,
aunque sea brevemente, que toda la comunidad eclesial debe sentirse
responsable de la preparación de sus sacerdotes.
Al frente de ella, naturalmente, el obispo. Él es el pastor de sus
futuros pastores. Él establece o aprueba los programas formativos de su
seminario; escoge cuidadosamente a los formadores de sus alumnos; orienta su
labor educativa y, si es necesario, la corrige; él participa personalmente en
la formación de los estudiantes con su presencia alentadora y motivadora, a
través de conferencias y predicaciones, coloquios personales (y hasta
impartiendo clases, si fuera necesario y posible); él es el último responsable
en la delicada función de aprobar a los candidatos para las sagradas órdenes.
Al imponerles, finalmente, sus manos, quedará ligado a ellos para siempre con
un vínculo profundo y sagrado de paternidad. Es importante que tanto los
formadores como, sobre todo, los mismos seminaristas, vean siempre en él a un
padre cercano, interesado, disponible. Y es importante que él, consciente de
que su responsabilidad nace de una misión divina, se ponga siempre en las
manos de Dios: "¡Ven, Espíritu Santo!".
Los sacerdotes de la diócesis, sea cual sea su encargo, no pueden
tampoco desentenderse de la marcha del seminario y de la formación de sus
futuros hermanos en el sacerdocio. Ya desde que entran al seminario deberían
sentir a esos jóvenes como hermanos. En la medida de las necesidades y de sus
posibilidades, también ellos deben dar una mano. Hay mil modos de hacerlo,
según las circunstancias: desde ofrecerse para impartir alguna clase, hasta
acoger a los jóvenes como colaboradores en su trabajo, pasando, desde luego,
por su testimonio sacerdotal genuino y lúcido, y por su oración personal.
Finalmente, todos los fieles cristianos deben sentir el seminario como cosa
propia. No puede serles indiferente. Se debería lograr una efectiva
sensibilización de todo el pueblo en este sentido. No basta que den una
limosna cada año. Deberían conocer el seminario, sus programas, logros y
necesidades; conocer incluso a los seminaristas, saber cuántos y quiénes serán
ordenados cada año, ofrecer sus oraciones por ellos... Sentirlos -en una
palabra- parte de su misma vida cristiana. Todo un reto para el obispo, los
directores del seminario, los sacerdotes y los mismos seminaristas.
LECTURAS RECOMENDADAS
Al terminar esta lección, pueden ayudar mucho estas lecturas:
Pastores Dabo Vobis, 65 – 69. Los protagonistas de la formación
sacerdotal
http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_exhortations/documents/hf_jp-ii_exh_25031992_pastores-dabo-vobis_sp.html
Optatam Totius, 5.
http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_optatam-totius_sp.html
Preguntas para el foro
SACERDOTES:
1. ¿Hay conciencia en los seminaristas y en sus formadores de que el Espíritu
Santo es el principal protagonista de esta obra? ¿cómo se manifiesta? ¿cómo se
puede incrementar esta conciencia?
2. ¿Qué actitud hay, en general, ante la misión pastoral de ser formador en el
seminario? ¿somos conscientes de su necesidad y trascendencia?
LAICOS:
1. ¿Se percibe en sus diócesis la importancia del seminario? ¿o se desconoce
esta realidad? ¿qué iniciativas se pueden emprender para que todos los fieles
la conozcan, se interesen y colaboren desde su propio estado?