Autor: Instituto Sacerdos
Fuente: Instituto Sacerdos
24. Formación Espiritual.
Algunas virtudes sacerdotales II
PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA
DISCUSIÓN EN EL FORO
Nota: no es
necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere
responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia
interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso
puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto
relacionado con el tema que estemos viendo.
Formadores
- ¿Cómo ayudar a los seminaristas a aceptar la condición que el mismo Cristo
puso para su seguimiento? "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá;
pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34)
Seminaristas
- ¿Cuáles son las mejores ocasiones que te presenta la vida en el seminario para
crecer en humildad y en amor a la cruz de Cristo?
Otros
sacerdotes
- ¿Cómo puede el sacerdote purificar constantemente su intención para que la
gloria de Dios sea el único motivo de sus actos? ¿Qué otras intenciones van
robando su lugar a Dios en nuestra vida sacerdotal?
Otros
participantes
- ¿Cuál es la respuesta cristiana al profundo misterio de la cruz y del
sufrimiento?
24. Formación Espiritual. Algunas virtudes sacerdotales II
Manso y humilde
de corazón
Pocas veces se presenta Cristo a sí mismo como modelo de una virtud concreta.
Sin embargo, hay una que él vivió de modo especial y en la que invita a todo
cristiano: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Por propia experiencia, el formador sabe que la humildad es una virtud cristiana
difícil de aceptar para la soberbia humana. Sólo el ejemplo de Cristo la
ilumina, le da su sentido y su trascendencia y la rescata de toda falsificación.
La humildad es la verdad y la justicia con las que el cristiano se presenta ante
a Dios, ante los demás y ante sí mismo. Por eso está íntimamente ligada a la
obediencia pues la hace posible y la perfecciona.
Virtud importante en todo cristiano, lo es aún más en el sacerdote, por estar
«también él envuelto en flaqueza» (Hb 5,3), por llevar su «tesoro en vaso de
barro», (2 Co 4,7) y porque, a pesar de ello, debe hacer las veces de Cristo,
«para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no
viene de nosotros» (2 Co 4,8). El sacerdote ha de ser humilde, a ejemplo de su
Maestro que «no vino a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28).
Cuando es auténtica no crea espíritus apocados ni propicia la timidez o la falta
de entrega en el cumplimiento de las propias responsabilidades sacerdotales, ni
la huida de la propia realización personal. La humildad, más bien, confirma el
compromiso de quien, en verdad, se sabe instrumento de Dios; imprime arrojo
apostólico porque no mide los peligros según las propias fuerzas ni se atribuye
los éxitos, ni se amedrenta ante los fracasos, sino que refiere todo a Dios. El
sacerdote humilde será, sin duda, un sacerdote celoso. La fecundidad apostólica
depende del poder de Cristo, y no tanto de las propias cualidades, aptitudes o
esfuerzos, ya que sin él nada se puede hacer en el orden de la gracia (cf. Jn
15,5).
Por otro lado, tanto el formador como el formando, han de ser conscientes de que
todo progreso en el conocimiento y en la experiencia de Cristo, y en la vida
espiritual en general, está relacionado con la humildad, basado en ella como en
su fundamento: mientras más humilde sea un seminarista, más lleno estará de
Dios, más justo será, más semejante a Cristo, más abierto, generoso y
comprensivo con los hombres.
Para ayudar al formando en la vivencia de la humildad, es necesario invitarle a
meditar frecuentemente en Dios, en sus atributos y perfecciones divinas; a
contemplar los grandes ejemplos de humildad que nos dejó Jesucristo durante su
vida mortal y nos ofrece ahora en la Eucaristía. El alma que saborea a Dios en
la oración jamás será soberbia.
El complemento necesario para avanzar en la humildad es la meditación y
reflexión serenas sobre uno mismo, reconociendo con sencillez los dones
recibidos de Dios y las propias imperfecciones, caídas y limitaciones. Así nace
en la persona la responsabilidad del administrador fiel que emplea con madurez
sus talentos, reconociendo sus éxitos y agradeciéndolos a Dios.
La mansedumbre no puede tampoco faltar en el corazón del sacerdote. Cuando una
persona está atribulada, cuando un pecador arrepentido busca una palabra de
perdón, cuando la conciencia pide luz, el corazón manso de quien los acoge obra
ya una transformación, abre el camino a la gracia, predispone a la docilidad. Al
contrario, la dureza y la insensibilidad pueden causar serios daños, en
ocasiones irreversibles.
La mansedumbre, que acompaña y perfecciona la humildad, se cultiva con
paciencia, con dominio de sí; pero, sobre todo, con mucho amor y comprensión. Es
una virtud más difícil para algunos que para otros dependiendo del carácter y
temperamento, pero sea como fuese, es una virtud indispensable en el futuro
sacerdote.
Para que el
Padre sea glorificado
Por su parte, como fruto de la humildad, el aspirante al sacerdocio debe buscar
en todo y sobre todo la gloria de Dios y la salvación de los hombres sin
pretender la propia gloria, sin dejarse llevar por la vanidad o la soberbia, sin
hacer su justicia delante de los hombres para que lo vean (cf. Mt 6,5). Ésta es
la orientación de fondo de toda la vida de Cristo (cf. Jn 11,4; 13,31-32;
14,13). Ésta debe ser la actitud fundamental de toda vida cristiana y
sacerdotal. Cuanto salga de ella será echar en saco roto; será pérdida de
tiempo, y tarde o temprano llevará al engaño y a la frustración.
Desde los primeros días de vida en el seminario, conviene ayudar al candidato a
emprender todos los actos del día con pureza de intención: la oración, la
celebración eucarística, las actividades académicas y deportivas, la vida común
en el seminario, las relaciones sociales, el trabajo apostólico... todo ha de
estar orientado hacia Dios, fuente de todo bien, y fin de todos nuestros afanes.
Hay algunas prácticas sencillas que pueden ayudar mucho en este sentido: el
ofrecimiento y la acción de gracias al inicio y al final de cada una de las
actividades del programa del seminario; el detenerse brevemente en distintos
momentos del día para analizar con sinceridad la intención que en la práctica
nos está moviendo; la corrección serena de nuestra intención cuando descubrimos
que se nos ha desviado, y la gratitud a Dios al advertir que nos mueve una
intención recta.
Si alguno
quiere venir en pos de mí...
Aunque la cruz no es el coronamiento de la vida cristiana, sin embargo es una
condición indispensable para el seguimiento de Cristo, quien para salvarnos, se
anonadó a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz (cf. Flp 2,8). Él lo dijo
sin medias palabras: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). San Pablo compara la vida del cristiano con
un entrenamiento para conquistar el triunfo en el estadio: «los atletas se
privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!» (1 Co 9,25). Y él mismo
confiesa que trabaja no como quien da golpes al viento, sino que domina su
cuerpo y lo somete a servidumbre para no ser descalificado (cf. 1 Co 9,27). Así
la abnegación aparece no como un fin, sino como un medio necesario para alcanzar
el fin: la santificación personal y la fecundidad apostólica.
Al pensar en los seminaristas debemos ser conscientes de que la abnegación no
tiene por sí misma sentido ni razón de ser, ni ejerce ningún atractivo sobre la
naturaleza humana, inclinada a concederse todas las satisfacciones posibles.
Sólo a la luz de la cruz de Cristo y con la fuerza que brota de ella se
convierte en un camino necesario de santidad y de eficacia apostólica. Es el
camino escogido por Cristo para realizar su obra de salvación y para llevar
fruto abundante: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo;
pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).
Esta virtud cristiana, lejos de significar desprecio, aversión o indiferencia
hacia los valores personales o los aspectos positivos de las realidades del
mundo, tiende a liberar el corazón del egoísmo, raíz de todos los males
personales y sociales, y a purificarlo de todas aquellas tendencias desordenadas
que lo cierran al amor a Dios y a los hermanos. Es, además, un medio apto para
cultivar una voluntad firme contra las veleidades de los sentimientos y de las
emociones, en el control de las reacciones emotivas desordenadas y en el temple
del propio carácter.
La abnegación es necesaria al aspirante al sacerdocio también como preparación
para su apostolado. Todo su trabajo como ministro del Señor requerirá
dedicación, inventiva, entrega y perseverancia; cualidades que no se pueden dar
sin un gran desprendimiento personal, y sin saber aceptar, por el bien de los
demás, la fatiga, la contrariedad, las dificultades, la incomprensión, los
fracasos parciales...
Conviene que el formador dé un testimonio sencillo de sacrificio en todo su
trabajo, y ayude al candidato a valorar las diversas ocasiones que la vida del
seminario le ofrece cada día para ofrecer algo al Señor, desde que se levanta a
una hora fija, hasta que se retira a descansar después de haber trabajado
intensa y amorosamente durante toda la jornada.
Me consume el
celo por tu casa
La vida de Cristo tiene un programa esencial: realizar la voluntad del Padre,
centrada en la salvación de todos los hombres. Esta es la explicación más
profunda de su encarnación y su nacimiento, de su vida oculta, de su predicación
incansable, de su muerte y resurrección.
El sacerdote ha sido llamado a participar de esa misma misión, prolongándola en
la historia. Si no logramos que quien se prepara para el sacerdocio adquiera un
ardiente celo apostólico, habremos fracasado. Es vital ayudar al seminarista a
dejarse penetrar por la caridad de Cristo hacia la humanidad, fuente inspiradora
de la vocación y actividad apostólica, de modo que se sienta llamado a luchar
denodada y ardientemente por anunciar y extender el Reino de Cristo mediante la
oración fervorosa, el testimonio y el trabajo apostólico intenso.
Al hablar, más adelante, de la formación apostólica se desarrollará con amplitud
este tema y se darán algunas sugerencias metodológicas para inculcar este celo
en el alma de los seminaristas.
Asimilación de
las verdades fundamentales
El sacerdote, maestro y guía, debe iluminar la vida de los fieles con los
multiformes rayos de la fe cristiana. Ha sido llamado a ser profeta, pregonero,
sobre todo del verdadero y definitivo sentido de la vida del hombre. Y él mismo
se encuentra necesitado de anclar toda su existencia en esa realidad profunda.
Es importante educar a los futuros sacerdotes en la meditación y la asimilación
de las llamadas "verdades fundamentales". La verdad de la creación, que hace ver
la propia vida como un don gratuito de Dios, y favorece la actitud humilde de
quien se sabe creatura. El sentido profundo de la vida, como una peregrinación
en la cual nos ha sido confiada una misión. La realidad inapelable de la muerte,
como término necesario de este camino, a cuya luz el tiempo adquiere un valor
definitivo: la vida es una y se vive una sola vez; lo que no hagamos en ella
quedará sin hacer. La vida eterna, meta última de nuestra existencia, abrazo
definitivo con nuestro Creador y Redentor.
La interiorización de estas verdades "radicales" ayudarán a "dar peso" a la vida
espiritual del seminarista, y le infundirá un vigoroso caudal de dinamismo y
optimismo cristiano.
LECTURAS
RECOMENDADAS
Aprovechamos este capítulo para recomendar la lectura de la encíclica AD
CATHOLICI SACERDOTII (1935), del Papa Pío XI. Aquí incluimos un segmento
relacionado con nuestro capítulo.
http://www.vatican.va/holy_father/pius_xi/encyclicals/index_it.htm
II. SANTIDAD Y VIRTUDES SACERDOTALES
Dignidad sacerdotal
25. Altísima es, pues, venerables hermanos, la dignidad del sacerdote, sin que
puedan empañar sus resplandores las flaquezas, aunque muy de sentir y llorar, de
algunos indignos; como tales flaquezas no deben bastar para que se condenen al
olvido los méritos de tantos otros sacerdotes, insignes por virtud y por saber,
por celo y aun por el martirio. Tanto más cuanto que la indignidad del sujeto en
manera alguna invalida sus actos ministeriales: la indignidad del ministro no
toca a la validez de los sacramentos, que reciben su eficacia de la Sangre
sacratísima de Cristo, independientemente de la santidad del sacerdote; pues
aquellos instrumentos de eterna salvación [los sacramentos] causan su efecto,
como se dice en lenguaje teológico, ex opere operato.
Santidad proporcionada
26. Con todo, es manifiesto que tal dignidad ya de por sí exige, en quien de
ella está investido, elevación de ánimo, pureza de corazón, santidad de vida
correspondiente a la alteza y santidad del ministerio sacerdotal. Por él, como
hemos dicho, el sacerdote queda constituido medianero entre Dios y el hombre, en
representación y por mandato del que es único mediador entre Dios y los hombres,
Jesucristo Hombre(50).
Esto le pone en la obligación de acercarse, en perfección, cuanto es posible a
quien representa, y de hacerse cada vez más acepto a Dios por la santidad de su
vida y de sus acciones; ya que, sobre el buen olor del incienso y sobre el
esplendor de templos y altares, lo que más aprecia Dios y lo que le es más
agradable es la virtud. «Los mediadores entre Dios y el pueblo —dice Santo
Tomás— deben tener limpia conciencia ante Dios y limpia fama ante los
hombres»(51).
Y si, muy al contrario, en vez de eso, quien maneja y administra las cosas
santas lleva vida censurable, las profana y comete sacrilegio: «Los que no son
santos no deben manejar las cosas santas»(52).
Mayor santidad que en el AT
27. Por esta causa, ya en el Antiguo Testamento mandaba Dios a sus sacerdotes y
levitas: «Que sean santos, porque santo soy Yo, el Señor, que los
santifica»(53). Y el sapientísimo Salomón, en el cántico de la dedicación del
templo, esto precisamente es lo que pide al Señor para los hijos de Aarón:
«Revístanse de santidad tus sacerdotes y regocíjense tus santos»(54). Pues,
venerables hermanos, si tanta justicia, santidad y fervor —diremos con San
Roberto Belarmino— se exigía a aquellos sacerdotes, que inmolaban ovejas y
bueyes, y alababan a Dios por beneficios temporales, ¿qué no se ha de pedir a
los que sacrifican el Cordero divino y ofrecen acciones de gracias por bienes
sempiternos?(55). Grande es la dignidad de los Prelados —exclama San Lorenzo
Justiniano—, pero mayor es su carga; colocados en alto puesto, han de estar
igualmente encumbrados en la virtud a los ojos de Aquel que todo lo ve; si no,
la preeminencia, en vez de mérito, les acarreará su condenación(56).
Santidad para celebrar la eucaristía
28. En verdad, todas las razones por Nos aducidas antes para hacer ver la
dignidad del sacerdocio católico tienen su lugar aquí como otros tantos
argumentos que demuestran la obligación que sobre él pesa de elevarse a muy
grande santidad; porque, conforme enseña el Doctor Angélico, para ejercer
convenientemente las funciones sacerdotales no basta una bondad cualquiera; se
necesita más que ordinaria; para que los que reciben las órdenes sagradas, como
quedan elevados sobre el pueblo en dignidad, lo estén también por la
santidad(57). Realmente, el sacrificio eucarístico, en el que se inmola la
Víctima inmaculada que quita los pecados del mundo, muy particularmente requiere
en el sacerdote vida santa y sin mancilla, con que se haga lo menos indigno
posible ante el Señor, a quien cada día ofrece aquella Víctima adorable, no otra
que el Verbo mismo de Dios hecho hombre por amor nuestro. Advertid lo que
hacéis, imitad lo que traéis entre manos(58), dice la Iglesia por boca del
obispo a los diáconos, cuando van a ser ordenados sacerdotes.
Santidad para administrar los sacramentos y la Palabra divina
Además, el sacerdote es el dispensador de la gracia divina, cuyos conductos son
los sacramentos. Sería, pues, bien disonante estar el dispensador privado de esa
preciosísima gracia, y aun que sólo le mostrara poco aprecio y se descuidara en
conservarla. A él toca también enseñar las verdades de la fe; y la doctrina
religiosa nunca se enseña tan autorizada y eficazmente como cuando la maestra es
la virtud. Porque dice el adagio que «las palabras conmueven, pero los ejemplos
arrastran».
Ha de pregonar la ley evangélica; y no hay argumento más al alcance de todos y
más persuasivo, para hacer que sea abrazada con la gracia de Dios que verla
puesta en práctica por quien encarece su observancia. Da la razón San Gregorio
Magno: «Penetra mejor en los corazones de los oyentes la voz del predicador
cuando se recomienda por su buena vida; porque con su ejemplo ayuda a practicar
lo que con las palabras aconseja»(59). Esto es lo que de nuestro divino Redentor
dice la Escritura: que empezó a hacer y a enseñar(60); y si las turbas le
aclamaban, no era tanto porque jamás ha hablado otro como este hombre(61) cuanto
porque todo lo hizo bien(62). Al revés, los que dicen y no hacen, se asemejan a
los escribas y fariseos, de quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en
su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo
de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: «En la cátedra de Moisés se
sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, os dijeren, guardadlas y
hacedlas todas; pero no hagáis conforme a sus obras»(63). El predicador que no
trate de confirmar con su ejemplo la verdad que predica destruirá con una mano
lo que edifica con la otra. Muy al contrario, los trabajos de los pregoneros del
Evangelio que antes de todo atienden seriamente a su propia santificación, Dios
los bendice largamente. Esos son los que ven brotar en abundancia de su
apostolado flores y frutos, y los que en el día de la siega volverán y vendrán
con gran regocija, trayendo las gavillas de su mies(64).
No descuidar la propia santificación
29. Sería gravísimo y peligrosísimo yerro si el sacerdote, dejándose llevar de
falso celo, descuidase la santificación propia por engolfarse todo en las
ocupaciones exteriores, por buenas que sean, del ministerio sacerdotal.
Procediendo así, no sólo pondría en peligro su propia salvación eterna, como el
gran Apóstol de las Gentes temía de sí mismo: «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo,
no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado»(65), pero
se expondría también a perder, si no la gracia divina, al menos, sí, aquella
unción del Espíritu Santo que da tan admirable fuerza y eficacia al apostolado
exterior.
Vocación a una especial santidad
30. Aparte de eso, si a todos los cristianos está dicho: «Sed perfectos como lo
es vuestro Padre celestial»(66), ¡con cuánta mayor razón deben considerar como
dirigidas a sí estas palabras del divino Maestro los sacerdotes llamados con
especial vocación a seguirle más de cerca! Por esta razón inculca la Iglesia
severamente a todos los clérigos esta su obligación gravísima, insertándola en
su código legislativo: «Los clérigos deben llevar interior y exteriormente vida
más santa que los seglares y sobresalir entre ellos, para ejemplo, en virtud y
buenas obras»(67). Y puesto que el sacerdote es embajador en nombre de
Cristo(68); ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: «Sed
imitadores míos como yo lo soy de Cristo»(69); ha de vivir como otro Cristo, que
con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando al mundo.
Oración
31. Pero si todas las virtudes cristianas deben florecer en el alma del
sacerdote, hay, sin embargo, algunas que muy particularmente están bien en él y
más le adornan. La primera es la piedad, según aquello del Apóstol a su
discípulo Timoteo: «Ejercítate en la piedad»(70). Ciertamente, siendo tan
íntimo, tan delicado y frecuente el trato del sacerdote con Dios, no hay duda
que debe ir acompañado y como penetrado por la esencia de la devoción. Si la
piedad es útil para todo(71), lo es principalmente para el ejercicio del
ministerio sacerdotal. Sin ella, los ejercicios más santos, los ritos más
augustos del sagrado ministerio, se desarrollarán mecánicamente y por rutina;
faltará en ellos el espíritu, la unción, la vida; pero la piedad de que
tratamos, venerables hermanos, no es una piedad falsa, ligera y superficial,
grata al paladar, pero de ningún alimento; que suavemente conmueve, pero no
santifica. Nos hablamos de piedad sólida: de aquella que, independientemente de
las continuas fluctuaciones del sentimiento, está fundada en los más firmes
principios doctrinales, y consiguientemente formada por convicciones profundas
que resisten a las acometidas y halagos de la tentación.
Esta piedad debe mirar filialmente en primer lugar a nuestro Padre que está en
los cielos, mas ha de extenderse también a la Madre de Dios; y habrá de ser
tanto más tierna en el sacerdote que en los simples fieles cuanto más verdadera
y profunda es la semejanza entre las relaciones del sacerdote con Cristo y las
de María con su divino Hijo.
Celibato
32. Intímamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y
aun la misma firmeza, es aquella otra preciosísima perla del sacerdote católico,
la castidad, de cuya perfecta guarda en toda su integridad tienen los clérigos
de la Iglesia latina, constituidos en Ordenes mayores, obligación tan grave que
su quebrantamiento sería además sacrilegio(72). Y si los de las Iglesias
orientales no están sujetos a esta ley en todo su rigor, no obstante aun entre
ellos es muy considerado el celibato eclesiástico; y en ciertos casos,
especialmente en los más altos grados de la jerarquía, es un requisito necesario
y obligatorio.
33. Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta
virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu(73), bien
se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en
cierta manera se despoje de su cuerpo. Ya los antiguos romanos habían
vislumbrado esta conveniencia. El orador más insigne que tuvieron cita una de
sus leyes, cuya expresión era: «A los dioses, diríjanse con castidad»; y hace
sobre ella este comentario: «Manda la ley que acudamos a los dioses con
castidad, se entiende del alma, en la que está todo, mas no excluye la castidad
del cuerpo; lo que quiere decir es que, aventajándose tanto el alma al cuerpo, y
observándose el ir con castidad de cuerpo, mucho más se ha de observar el llevar
la del alma»(74). En el Antiguo Testamento mandó Moisés a Aarón y a sus hijos,
en nombre de Dios, que no salieran del Tabernáculo y, por lo tanto, que
guardasen continencia durante los siete días que duraba su consagración(75).
34. Pero al sacerdocio cristiano, tan superior al antiguo, convenía mucha mayor
pureza. La ley del celibato eclesiástico, cuyo primer rastro consignado por
escrito, lo cual supone evidentemente su práctica ya más antigua, se encuentra
en un canon del concilio de Elvira(76) a principios del siglo IV, viva aún la
persecución, en realidad no hace sino dar fuerza de obligación a una cierta y
casi diríamos moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la
predicación apostólica. El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la
castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias(77); el
reconocerle a El como flor de Madre virgen(78) y criado desde la niñez en la
familia virginal de José y María; el ver su predilección por las almas puras,
como los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista; el oír, finalmente, cómo el
gran Apóstol de las Gentes, tan fiel intérprete de la ley evangélica y del
pensamiento de Cristo, ensalza en su predicación el valor inestimable de la
virginidad, especialmente para más de continuo entregarse al servicio de Dios:
«El no casado se cuida de las cosas del Señor y de cómo ha de agradar a
Dios»(79); todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes
de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a
ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra(80), y
hacerles voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto fue obligatoria,
por severísima ley eclesiástica, en toda la Iglesia latina. Pues, a fines del
siglo IV, el concilio segundo de Cartago exhorta a que guardemos nosotros
también aquello que enseñaron los apóstoles, y que guardaron ya nuestros
antecesores(81).
35. Y no faltan textos, aun de Padres orientales insignes, que encomian la
excelencia del celibato eclesiástico manifestando que también en ese punto, allí
donde la disciplina era más severa, era uno y conforme el sentir de ambas
Iglesias, latina y oriental. San Epifanio atestigua a fines del mismo siglo IV
que el celibato se extendía ya hasta los subdiáconos: «Al que aún vive en
matrimonio, aunque sea en primeras nupcias y trata de tener hijos, la Iglesia no
le admite a las órdenes de diácono, presbítero, obispo o subdiácono; admite
solamente a quien, o ha renunciado a la vida conyugal con su única esposa, o ya
—viudo— la ha perdido; lo cual se practica principalmente donde se guardan
fielmente los sagrados cánones»(82). Pero quien está elocuente en esta materia
es el diácono de Edesa y doctor de la Iglesia universal, San Efrén Sirio, con
razón llamado cítara del Espíritu Santo(83). Dirigiéndose en uno de sus poemas
al obispo Abrahán, amigo suyo, le dice: «Bien te cuadra el nombre, Abrahán,
porque también tú has sido hecho padre de muchos; pero no teniendo esposa como
Abrahán tenía a Sara, tu rebaño ocupa el lugar de la esposa. Cría a tus hijos en
la fe tuya; sean prole tuya en el espíritu, la descendencia prometida que
alcance la herencia del paraíso. ¡Oh fruto hermoso de la castidad en el cual
tiene el sacerdocio sus complacencias...!; rebosó el vaso, fuiste ungido; la
imposición de manos te hizo el elegido; la Iglesia te escogió para sí, y te
ama»(84). Y en otra parte: «No basta al sacerdote y a lo que pide su nombre al
ofrecer el cuerpo vivo (de Cristo) tener pura el alma, limpia la lengua, lavadas
las manos y adornado todo el cuerpo, sino que debe ser en todo tiempo
completamente puro, por estar constituido mediador entre Dios y el linaje
humano. Alabado sea el que tal pureza ha querido de sus ministros»(85). Y San
Juan Crisóstomo afirma que quien ejercita el ministerio sacerdotal debe ser tan
puro como si estuviera en el cielo entre las angélicas potestades(86).
36. Bien que ya la alteza misma, o por emplear la expresión de San Epifanio, la
honra y dignidad increíble(87), del sacerdocio cristiano, aquí por Nos
brevemente declarada, prueba la suma conveniencia del celibato y de la ley que
se lo impone a los ministros del altar. Quien desempeña un ministerio en cierto
modo superior al de aquellos espíritus purísimos que asisten ante el Señor(88),
¿no ha de estar con mucha razón obligado a vivir, cuanto es posible, como un
puro espíritu? Quien debe todo emplearse en las cosas tocantes a Dios(89), ¿no
es justo que esté totalmente desasido de las cosas terrestres y tenga toda su
conversación en los cielos?(90). Quien sin cesar ha de atender solícito a la
eterna salvación de las almas, continuando con ellas la obra del Redentor, ¿no
es justo que esté desembarazado de los cuidados de la familia, que absorberían
gran parte de su actividad?
3?. Espectáculo es, por cierto, para conmover y excitar admiración, aun
repitiéndose con tanta frecuencia en la Iglesia católica, el de los jóvenes
levitas que antes de recibir el sagrado Orden del subdiaconado, es decir, antes
de consagrarse de lleno al servicio y culto de Dios, por su libre voluntad,
renuncian a los goces y satisfacciones que honestamente pudieran proporcionarse
en otro género de vida. Por su libre voluntad hemos dicho: como quiera que, si
después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero
las órdenes mismas las reciben no forzados ni por ley alguna ni por persona
alguna, sino por su propia y espontánea resolución personal(91).
38. No es nuestro ánimo que cuanto venimos diciendo en alabanza del celibato
eclesiástico se entienda como si pretendiésemos de algún modo vituperar, y poco
menos que condenar, otra disciplina diferente, legítimamente admitida en la
Iglesia oriental; lo decimos tan sólo para enaltecer en el Señor esta virtud,
que tenemos por una de las más altas puras glorias del sacerdocio católico y que
nos parece responder mejor a los deseos del Corazón Santísimo de Jesús y a sus
designios sobre el alma sacerdotal.
Pobreza
39. No menos que por la pureza debe distinguirse el sacerdote católico por el
desinterés. En medio de un mundo corrompido, en que todo se vende y todo se
compra, ha de mantenerse limpio de cualquier género de egoísmo, mirando con
santo desdén toda vil codicia de ganancia terrena, buscando almas, no riquezas;
la gloria de Dios, no la propia. No es el hombre asalariado que trabaja por una
recompensa temporal; ni el empleado que cumple, sí, a conciencia, las
obligaciones de su cargo, pero tiene también puesta la mira en su carrera, en
sus ascensos; es el buen soldado de Cristo que no se embaraza con negocios del
siglo, a fin de agradar a quien le alistó para su servicio(92), pero es el
ministro de Dios y el padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus afanes, no
tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra. No le está
prohibido recibir lo conveniente para su propia sustentación, conforme a aquello
del Apóstol: «Los que sirven al altar participan de las ofrendas... y el Señor
dejó ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio»(93); pero
llamado al patrimonio del Señor, como lo expresa su mismo apelativo de clérigo,
es decir, a la herencia del Señor, no espera otra merced que la prometida por
Jesucristo a sus apóstoles: «Grande es vuestra recompensa en el reino de los
cielos»(94). ¡Ay del sacerdote que, olvidado de tan divinas promesas, comenzara
a mostrarse codicioso de sórdida ganancia(95) y se confundiese con la turba de
los mundanos, que arrancaron al Apóstol, y con él a la Iglesia, aquel lamento:
Todos buscan sus intereses y no los de Jesucristo!(96). Este tal, fuera de ir
contra su vocación, se acarrearía el desprecio de sus mismos fieles, porque
verían en él una lastimosa contradicción entre su conducta y la doctrina
evangélica, tan claramente enseñada por Cristo, y que el sacerdote debe
predicar: «No tratéis de amontonar tesoros para vosotros en la tierra, donde el
orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y roban;
sino atesoraos tesoros en el cielo»(97). Cuando se reflexiona que un apóstol de
Cristo, uno de los Doce, como con dolor observan los evangelistas, Judas, fue
arrastrado al abismo de la maldad precisamente por el espíritu de codicia de los
bienes de la tierra, se comprende bien que ese mismo espíritu haya podido
acarrear a la Iglesia tantos males en el curso de los siglos. La codicia,
llamada por el Espíritu Santo raíz de todos los males(98), puede llevar al
hombre a todos los crímenes; y cuando a tanto no llegue, un sacerdote tocado de
este vicio, prácticamente, a sabiendas o sin advertirlo, hace causa común con
los enemigos de Dios y de la Iglesia y coopera a la realización de sus inicuos
planes.
40. Al contrario, el desinterés sincero gana para el sacerdote las voluntades de
todos, tanto más cuanto que con este despego de los bienes de la tierra, cuando
procede de la fuerza íntima de la fe, va siempre unida una tierna compasión para
con toda suerte de desgraciados, la cual hace del sacerdote un verdadero padre
de los pobres, en los que, acordándose de las conmovedoras palabras de su Señor:
«Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo
hicisteis»(99), con singular afecto reconoce, reverencia y ama al mismo
Jesucristo.
Celo apostólico
41. Libre así el sacerdote católico de los dos principales lazos que podrían
tenerle demasiado sujeto a la tierra, los de una familia propia y los del
interés propio, estará mejor dispuesto para ser inflamado en el fuego celestial
que brota de lo íntimo del Corazón de Jesucristo, y no aspira sino a comunicarse
a corazones apostólicos, para abrasar toda la tierra(100), esto es, con el fuego
del celo. Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas debe,
como se lee de Jesucristo en la Sagrada Escritura(101), devorar al sacerdote,
hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impelerlo
fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez
más eficaces para desempeñarla con extensión y perfección siempre crecientes.
42. ¿Cómo podrá un sacerdote meditar el Evangelio, oír aquel lamento del buen
Pastor: «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuades también debo
yo recoger»(102), y ver «los campos con las mieses ya blancas y a punto de
segarse»(103), sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir estas
almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero
infatigable? ¿Cómo podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres,
no sólo en los lejanos países de misiones, pero desgraciadamente aun en los que
llevan de cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor(104),
que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces
conmovió al corazón del Hijo de Dios?(105). Nos referimos al sacercdote que sabe
que en sus labios tiene la palabra de vida, y en sus manos instrumentos divinos
de regeneración y salvación. Pero, loado sea Dios, que precisamente esta llama
del celo apostólico es uno de los rayos más luminosos que brillan en la frente
del sacerdote católico; y Nos, lleno el corazón de paternal consuelo,
contemplamos y vemos a nuestros hermanos y a nuestros queridos hijos, los
obispos y los sacerdotes, como tropa escogida, siempre pronta a la voz del
Supremo Jefe de la Iglesia para correr a todos los frentes del campo inmenso
donde se libran las pacíficas pero duras batallas entre la verdad y el error, la
luz y las tinieblas, el reino de Dios y el reino de Satanás.
43. Pero de esta misma condición del sacerdocio católico, de ser milicia ágil y
valerosa, procede la necesidad del espíritu de disciplina, y, por decirlo con
palabra más profundamente cristiana, la necesidad de la obediencia: de aquella
obediencia que traba hermosamente entre sí todos los grados de la jerarquía
eclesiástica, de suerte que, como dice el obispo en la admonición a los
ordenandos, la «santa Iglesia aparece rodeada, adornada y gobernada con variedad
verdaderamente admirable, al ser consagrados en ella unos Pontífices, otros
sacerdotes de grado inferior..., formándose de muchos miembros y diversos en
dignidad un solo cuerpo, el de Cristo»(106). Esta obediencia prometieron los
sacerdotes a su obispo en el momento de separarse de él, luego de recibir la
sagrada unción; esta obediencia, a su vez, juraron los obispos en el día de su
consagración episcopal a la suprema cabeza visible de la Iglesia, al sucesor de
San Pedro, al Vicario de Jesucristo.
Tenga, pues, la obediencia constantemente y cada vez más unidos, entre sí y con
la cabeza, a los diversos miembros de la sagrada jerarquía, haciendo así a la
Iglesia militante de verdad terrible a los enemigos de Dios como ejército en
orden de batalla(107). La obediencia modere el celo quizá demasiado ardiente de
los unos y estimule la tibieza o la cobardía de los otros; señale a cada uno su
puesto y lugar, y ése ocupe cada uno sin resistencias, que no servirían sino
para entorpecer la obra magnífica que la Iglesia desarrolla en el mundo. Vea
cada uno en las órdenes de los superiores jerárquicos las órdenes del verdadero
y único Jefe, a quien todos obedecemos, Jesucristo Nuestro Señor, el cual se
hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de cruz(108).
En efecto, el divino y Sumo Sacerdote quiso que nos fuese manifiesta de modo
singular la obediencia suya absolutísima al Eterno Padre; y por esto abundan los
testimonios, tanto proféticos como evangélicos, de esta total y perfecta
sujeción del Hijo de Dios a la voluntad del Padre: «Al entrar en el mundo dije:
Tú no has querido sacrificio ni ofrenda; mas a mí me has apropiado un cuerpo...
Entonces dije: Heme aquí que vengo, según está escrito de mí al principio del
libro, para cumplir, oh Dios, tu voluntad»(109). Mi comida es hacer la voluntad
del que me ha enviado(110). Y aun en la cruz no quiso entregar su alma en las
manos del Padre sin antes haber declarado que estaba ya cumplido todo cuanto las
Sagradas Escrituras habían predicho de El, es decir, de toda la misión que el
Padre le habia confiado, hasta aquel último, tan profundamente misterioso, Sed
tengo, que pronunció para que se cumpliese la Escritura(111), queriendo
demostrar con esto cómo aun el celo más ardiente ha de estar siempre regido por
la obediencia al que para nosotros hace las veces del Padre y nos transmite sus
órdenes, esto es, a los legítimos superiores jerárquicos.
Ciencia
44. Quedaria incompleta la imagen del sacerdote católico, que Nos tratamos de
poner plenamente iluminada a la vista de todo el mundo, si no destacáramos otro
requisito importantísimo que la Iglesia exige de él: la ciencia. El sacerdote
católico está constituido maestro de Israel(112), por haber recibido de Cristo
el oficio y misión de enseñar la verdad: «Enseñad a todas las gentes»(113). Está
obligado a enseñar la doctrina de la salvación, y de esta enseñanza, a imitación
del Apóstol de las Gentes, es deudor a sabios e ignorantes(114). Y ¿cómo la ha
de enseñar si no la sabe? En los labios del sacerdote ha de estar el depósito de
la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley, dice el Espíritu Santo por
Malaquías(115). Mas nadie podría decir, para encarecer la necesidad de la
ciencia sacerdotal, palabras más fuertes que las que un día pronunció la misma
Sabiduría divina por boca de Oseas: «Por haber tú desechado la ciencia, yo te
desecharé a ti para que no ejerzas mi sacerdocio»(116). El sacerdote debe tener
pleno conocimiento de la doctrina de la fe y de la moral católica; debe saber y
enseñar a los fieles, y darles la razón de los dogmas, de las leyes y del culto
de la Iglesia, cuyo ministro es; debe disipar las tinieblas de la ignorancia,
que, a pesar de los progresos de la ciencia profana, envuelven a tantas
inteligencias de nuestros días en materia de religión. Nunca ha estado tan en su
lugar como ahora el dicho de Tertuliano: «El único deseo de la verdad es,
algunas veces, el que no se la condene sin ser conocida»(117). Es también deber
del sacerdote despejar los entendimientos de los errores y prejuicios en ellos
amontonados por el odio de los adversarios. Al alma moderna, que con ansia busca
la verdad, ha de saber demostrársela con una serena franqueza; a los vacilantes,
agitados por la duda, ha de infundir aliento y confianza, guiándolos con
imperturbable firmeza al puerto seguro de la fe, que sea abrazada con un pleno
conocimiento y con una firme adhesión; a los embates del error, protervo y
obstinado, ha de saber hacer resistencia valiente y vigorosa, a la par que
serena y bien fundada.
45. Es menester, por lo tanto, venerables hermanos, que el sacerdote, aun
engolfado ya en las ocupaciones agobiadoras de su santo ministerio, y con la
mira puesta en él, prosiga en el estudio serio y profundo de las materias
teológicas, acrecentando de día en día la suficiente provisión de ciencia, hecha
en el seminario, con nuevos tesoros de erudición sagrada que lo habiliten más y
más para la predicación y para la dirección de las almas(118). Debe, además, por
decoro del ministerio que desempeña, y para granjearse, como es conveniente, la
confianza y la estima del pueblo, que tanto sirven para el mayor rendimiento de
su labor pastoral, poseer aquel caudal de conocimientos, no precisamente
sagrados, que es patrimonio común de las personas cultas de la época; es decir,
que debe ser hombre moderno, en el buen sentido de la palabra, como es la
Iglesia, que se extiende a todos los tiempos, a todos los países, y a todos
ellos se acomoda; que bendice y fomenta todas las iniciativas sanas y no teme
los adelantos, ni aun los más atrevidos, de la ciencia, con tal que sea
verdadera ciencia. En todos los tiempos ha cultivado con ventaja el clero
católico cualesquiera campos del saber humano; y en algunos siglos de tal manera
iba a la cabeza del movimiento científico, que clérigo era sinónimo de docto. La
Iglesia misma, después de haber conservado y salvado los tesoros de la cultura
antigua, que gracias a ella y a sus monasterios no desaparecieron casi por
completo, ha hecho ver en sus más insignes Doctores cómo todos los conocimientos
humanos pueden contribuir al esclarecimiento y defensa de la fe católica. De lo
cual Nos mismo hemos, poco ha, presentado al mundo un ejemplo luminoso,
colocando el nimbo de los Santos y la aureola de los Doctores sobre la frente de
aquel gran maestro del insuperable maestro Tomás de Aquino, de aquel Alberto
Teutónico a quien ya sus contemporáneos honraban con el sobrenombre de Magno y
de Doctor universal.
46. Verdad es que en nuestros días no se puede pedir al clero semejante primacía
en todos los campos del saber: el patrimonio científico de la humanidad es hoy
tan crecido, que no hay hombre capaz de abrazarlo todo, y menos aún de
sobresalir en cada uno de sus innumerables ramos. Sin embargo, si por una parte
conviene con prudencia animar y ayudar a los miembros del clero que, por afición
y con especial aptitud para ello, se sienten movidos a profundizar en el estudio
de esta o aquella arte o ciencia, no indigna de su carácter eclesiástico, porque
tales estudios, dentro de sus justos límites y bajo la dirección de la Iglesia,
redundan en honra de la misma Iglesia y en gloria de su divina Cabeza,
Jesucristo, por otra todos los demás clérigos no se deben contentar con lo que
tal vez bastaba en otros tiempos, mas han de estar en condiciones de adquirir,
mejor dicho, deben de hecho tener una cultura general más extensa y completa,
correspondiente al nivel más elevado y a la mayor amplitud que, hablando en
general, ha alcanzado la cultura moderna comparada con la de los siglos pasados.
Santidad y ciencia
47. Es verdad que, en algún caso, el Señor, que juega con el universo(119), ha
querido en tiempos bien cercanos a los nuestros elevar a la dignidad sacerdotal
—y hacer por medio de ellos un bien prodigioso— a hombres desprovistos casi
completamente de este caudal de doctrina de que tratamos; ello fue para
enseñarnos a todos a estimar en más la santidad que la ciencia y a no poner
mayor confianza en los medios humanos que en los divinos; en otras palabras: fue
porque el mundo ha menester que se repita de tiempo en tiempo en sus oídos esta
salvadora lección práctica: «Dios ha escogido a los necios según el mundo para
confundir a los sabios..., a fin de que ningún mortal se gloríe ante su
presencia»(120). Así, pues, como en el orden natural con los milagros se
suspende, de momento, el efecto de las leyes físicas, sin ser abrogadas, así
estos hombres, verdaderos milagros vivientes en quienes la alteza de la santidad
suplía por todo lo demás, en nada desmienten la verdad y necesidad de cuanto Nos
hemos venido recomendando.
48. Esta necesidad de la virtud y del saber, y esta obligación, además, de
llevar una vida ejemplar y edificante, y de ser aquel buen olor de Cristo(121)
que el sacerdote debe en todas partes difundir en torno suyo entre cuantos se
llegan a él, se hace sentir hoy con tanta mayor fuerza y viene a ser tanto más
cierta y apremiante cuanto que la Acción Católica, este movimiento tan
consolador que tiene la virtud de impulsar las almas hacia los más altos Ideales
de perfección, pone a los seglares en contacto más frecuente y en colaboración
más íntima con el sacerdote, a quien, naturalmente, no sólo acuden como a
director, sino aun le toman también por dechado de vida cristiana y de virtudes
apostólicas.