23. Formación espiritual.
      Algunas virtudes sacerdotales I


Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
- “El celibato no se improvisa el día de la ordenación”. ¿Cómo ayudar a los seminaristas a comprender la belleza y las exigencias de este don?

Seminaristas
- ¿Es fácil o difícil obedecer a tus formadores? ¿cuál es la motivación profunda que nos debe llevar a vivir la obediencia?

Otros sacerdotes
- Al hablar de la pobreza, se ha comentado el aprovechamiento del tiempo como un don de Dios que hay que saber administrar. ¿Cuál es el reto para los sacerdotes en este sentido?

Otros participantes
- Pobreza, castidad y obediencia no son sólo virtudes para sacerdotes y religiosos. ¿Cómo está llamado a vivirlas todo cristiano, a ejemplo de Jesucristo?

 

23. Formación espiritual. Algunas virtudes sacerdotales I


La imitación de Cristo sacerdote se concreta en la vivencia de las virtudes. Además de las tres teologales, otras muchas enriquecen y embellecen la vida del cristiano. La espiritualidad sacerdotal, lo decíamos arriba, es una espiritualidad cristiana, en la que se subrayan ciertos rasgos propios de la condición de quien ha sido llamado al servicio ministerial. En ese sentido, podemos hablar de "virtudes sacerdotales": virtudes cristianas que configuran de un modo especial la vida y la misión del ministro de Jesucristo.


Castidad por el Reino de los cielos

Por la promesa de celibato emitida formalmente al recibir el diaconado, el futuro sacerdote se consagra total, definitiva y exclusivamente al único y supremo amor de Cristo. De esta forma se mantendrá en un estado de plena disponibilidad afectiva y práctica para el servicio del Reino de los cielos (cf. Mt 19,12), y su vida será para los hombres una invitación a la contemplación y a la esperanza de los bienes futuros.

La promesa del celibato no es una mera formalidad jurídica. Es, al contrario, una donación profunda, que nace de un corazón enamorado. El celibato no se improvisa el día de la ordenación. Es importante que desde el inicio de su formación sacerdotal el seminarista vaya formando su corazón y orientándolo hacia el amor exclusivo a Jesucristo.

Los formadores deben explicar a sus seminaristas cuál es el sentido profundo del celibato que la Iglesia latina pide al sacerdote católico. Procurar que entiendan su por qué, su valor, su belleza, sus exigencias.

Hay que ayudarles también a que tengan una visión recta y equilibrada del cuerpo humano, de modo que lo valoren en su justa medida, dentro del marco de la dignidad de la persona humana: el cuerpo es obra de Dios y, además, es templo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 6,19); por tanto debe ser rodeado del pudor y de la modestia cristianos, sin despreciarlo como algo pecaminoso ni idolatrarlo con un culto sustitutivo de la adoración a Dios. En este sentido, es importante también proporcionar a los seminaristas, en el momento y del modo más oportuno, una equilibrada, serena, clara y apropiada educación sexual.

La renuncia al matrimonio que implica el celibato por el Reino no tiene nada que ver con una actitud de temor, represión o desprecio. Al contrario, será solo un don agradable a Cristo si el candidato al sacerdocio conoce el valor de esa realidad, y le entrega amorosa, libre y generosamente algo que considera un bien. La formación en el seminario debe presentar una correcta visión de la mujer, que ayude a reconocer su dignidad como persona, y los valores específicos de su feminidad como riqueza querida por Dios para la Iglesia y para el mundo.

Educar en la castidad es también enseñar a encauzar, no a reprimir, las propias tendencias y pasiones, de acuerdo con la propia vocación. La represión impide la maduración. Como se ha dicho ya varias veces, Dios no quiere que el sacerdote sea menos hombre; lo quiere hombre íntegro, con todas sus potencialidades en armonía con la vocación para la cual lo ha creado. Hay que lograr que el seminarista llegue a poner positivamente y con entusiasmo todo el rico arsenal de sus pasiones al servicio de su vocación y misión sacerdotal.

En eso consiste la verdadera madurez afectiva del candidato al sacerdocio: en la integración armoniosa de la capacidad de amar, y de la necesidad de ser amado, con la propia condición de vida. No se reduce simplemente a la recta integración de la sexualidad en la personalidad, sino que abarca más bien toda la capacidad de relación interpersonal. Implica la orientación de todos los afectos, y en la medida de lo posible también de los sentimientos, hacia el ideal que se ha escogido, de modo que la persona esté plenamente identificada consigo misma y no se encuentre dividida entre lo que pretende ser y lo que sus afectos exigen de ella.

Ordinariamente, la experiencia de un amor totalizante y exclusivo resulta el mejor catalizador de la madurez afectiva. Para muchos la preparación para el matrimonio, y la misma vida matrimonial, son ocasión natural para lograr esta madurez. La afectividad madura bajo los rayos del verdadero amor personal. La afectividad de quien ha sido llamado a vivir sólo para Dios madurará bajo los rayos de un amor totalizante y exclusivo a Dios, del cual brota su amor de donación universal a todos los hombres.

Si no perdemos esto de vista, la maduración afectiva de los seminaristas no es tan complicada como a veces la presentan algunos. Todo lo que favorezca esa integración armoniosa de las naturales tendencias afectivas y sexuales con el ideal de consagración a Dios y la condición célibe del sacerdote, será un elemento positivo para esa maduración. Todo lo que de algún modo dificulte esa integración será negativo y habría de ser evitado.

Para hacer una correcta valoración de los factores positivos o negativos es necesario tener presente el principio del "realismo antropológico y pedagógico" expuesto anteriormente. Las tendencias y pasiones que un seminarista, como cualquier ser humano, lleva consigo, son impulsos naturales, queridos por el Creador. Pero el pecado ha creado una situación de desorden en el hombre, en su capacidad de orientar esos impulsos de acuerdo con su razón y voluntad. Hay que evitar el error de creer que una opción consciente y libre, por muy profunda que sea, es ya suficiente para encauzar correctamente las pasiones. Estas son automáticas y ciegas, y buscan siempre sus objetos propios, por más elevado que se halle el sujeto en su camino de purificación interior. Cientos de historias de santos y místicos cristianos nos lo ilustran con creces. La presencia de un estímulo exterior correspondiente a una tendencia interna hará que ésta reaccione en esa dirección. Si la dirección es contraria a la opción vital de consagración a Cristo propia del sacerdocio, será ocasión de desorden y tensión interior, y dificultará más o menos seriamente la integración armoniosa de toda la persona en torno al ideal escogido.

Si un seminarista se permite todo tipo de lecturas, películas, espectáculos o diversiones, en la variada oferta de mercado de una sociedad hedonista como la nuestra, encontrará fácilmente estímulos fuertes que provocarán sus tendencias naturales en contra de su vocación a la castidad sacerdotal. Si cultiva un tipo de relación con la mujer que es propicio para suscitar sentimientos de afecto y llegar al enamoramiento, lo más probable es que surjan de hecho esos sentimientos, y que supongan un serio obstáculo para su maduración afectiva, en una vocación que pide la entrega total del propio corazón y de la propia vida a Cristo y a su Reino.

La naturaleza tiene sus propias leyes. No podemos jugar con ellas. Los formadores tienen que ser muy realistas y sensatos en este campo. No sólo: deben ser también justos. ¿Con qué derecho podemos exponer a nuestros seminaristas -o permitir sin más que se expongan- a experiencias que van en dirección contraria a la castidad implicada en la vocación a la que Dios, y no nosotros, les ha llamado? ¿Con qué derecho podemos hacer o dejar que durante su período de formación cultiven un tipo de relaciones a las que luego habrán de renunciar por la promesa del celibato?

Sensatez no es estrechez. Educar para la madurez afectiva no es aislar al seminarista en una torre de marfil. Tampoco es pretender que no existan en él las tendencias propias de todo individuo humano. Hemos comentado ya que la educación a la castidad consiste en ayudar a encauzar y no a reprimir. Debe ser un trabajo sumamente positivo, abierto, alegre. La alegría de quien ofrece todas sus renuncias por amor.

La adquisición de esta madurez requiere ordinariamente un amplio período de tiempo, pues está íntimamente ligada al desarrollo físico y psicológico del individuo. Tanto el formador como el formando han de tener en cuenta que, por circunstancias diversas -fisiológicas, psicológicas, circunstanciales, etc.- puede haber períodos de mayores o menores dificultades, de afectos más o menos fuertes que tocan a la puerta del corazón, de tentaciones más o menos marcadas. Y han de proceder con prudencia, con serenidad y constancia en la aplicación de aquellos medios que la Iglesia por su milenaria experiencia, por su profundo conocimiento del hombre, aconseja para la adquisición y salvaguarda de la castidad sacerdotal.


Siendo rico, se hizo pobre

Al contemplar la vida de Cristo nos admira su total y continua libertad de espíritu. Cristo es un hombre libre porque tiene un solo señor, el Padre, y porque no ha apegado su corazón a ninguna creatura. Quiso despojarse de su grandeza divina para hacerse uno como nosotros (Flp 2,7); «siendo rico, se hizo pobre» (2 Co 8,9). No puso su corazón en los bienes de esta tierra, pero tampoco los despreció, y, llegado el caso, supo usarlos con la misma libertad de espíritu con la que en otras ocasiones prescindía de ellos. Ahí tiene su origen la pobreza sacerdotal.

El futuro sacerdote, cuya parte y herencia es el Señor (cf. Nm 18, 20) ha de buscar imitar este ejemplo de Cristo recibiendo con espíritu agradecido los bienes materiales que la Providencia le asigna, usándolos con moderación, responsabilidad y desprendimiento, y apartando su corazón del afán de posesión de bienes innecesarios, superfluos o impropios de una persona que quiere seguir más de cerca a su Señor. Su corazón pobre le llevará, también, a descubrir a Cristo en los más necesitados, y a hacer de ellos objeto privilegiado de su atención y caridad pastoral.

El formador debe ayudarle a fomentar esta confianza filial y plena en la Providencia de Dios (Mt 6,25-34), para evitar que su seguridad personal se apoye en los bienes materiales. No es difícil que la avaricia vaya, poco a poco, buscando entrada en el corazón del sacerdote, particularmente en algunos ambientes. Cuando este vicio hace presa en el sacerdote, produce grave escándalo entre los fieles cristianos y limita grandemente su acción apostólica. Y no siempre es necesaria la abundancia de bienes para que el corazón humano se apegue a ellos. La avaricia se puede dar entre los pobres y los ricos, por poseer riquezas, comodidades, privilegios o seguridades superfluas, o por desear poseerlas.

Para llegar a amar la pobreza de espíritu, el aspirante al sacerdocio debe cultivarla desapegando su corazón de las cosas que usa, evitando la vana ostentación y viviendo como peregrino en camino hacia la posesión eterna de Dios. Tanto el ambiente del seminario como el formador han de llevar al formando a apreciar esta virtud, a experimentar cómo, con sencillez, la pobreza evangélica mantiene el alma abierta a Dios y a los hombres, crea un clima espiritual propicio a la docilidad interior, a la oración, al diálogo y a la colaboración; alimenta la esperanza, engendra la justicia y la misericordia, aumenta el amor, y dona serenidad, paz y libertad de espíritu. Cuando se han gustado estos frutos la pobreza llegará a ser para el alma un bien precioso, un tesoro codiciado.

Ahora bien, el espíritu de pobreza sacerdotal, la libertad de los apegos, no se identifica con la miseria, ni se opone en línea de principio al uso de los bienes materiales en el trabajo apostólico. Ya Cristo lamentaba que los hijos de las tinieblas sean más astutos que los hijos de la luz (cf. Lc 16,8); sabía bien que ellos sí aprovechan todos los medios a su alcance para lograr sus fines. El sacerdote, ya desde sus años de formación, ha de ser él también diligente en el uso de cuanto puede servir para promover la causa de Cristo y para servir mejor a la Iglesia y a sus fieles. No hacerlo bajo el pretexto del espíritu de pobreza sería malinterpretar este espíritu y reducirlo a un parapeto de la falsa prudencia humana o de la pereza en el cumplimiento de la misión.

Por la pobreza que le corresponde observar, el sacerdote queda también sujeto a la ley del trabajo, y por tanto ha de hacer rendir al máximo su tiempo, teniendo presente, sí, aquellas palabras de Cristo: «... porque el obrero merece su sustento» (Mt 10,9), pero también aquellas otras de san Pablo a los Tesalonicenses: «si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (2 Ts 3,10). Nada menos edificante para el pueblo cristiano que un sacerdote perezoso que no aprovecha su tiempo.


Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte

Hemos recordado varias veces que la santidad sacerdotal consiste sobre todo en la identificación con Cristo sacerdote. Ahora bien, una de las características más propias de la figura sacerdotal de Jesús es su obediencia al Padre. Ésta fue el máximo testimonio de amor. Según san Pablo, fue la obediencia de Cristo la que justifica a los hombres (cf. Rm 5,19). Por eso invita a los cristianos a tener «los mismos sentimientos que Cristo, el cual... se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,5.8). Es el camino de la redención: «... y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia, y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen...» (Hb 5,8-9).

Así el sacerdote, llamado a ser "otro Cristo", ha sido llamado también ejercitarse en ésta que es la virtud por excelencia porque entraña la ofrenda amorosa del don más grande de Dios al hombre: la libertad. La libertad es el regalo de Dios que más amamos después del don de la vida, y del que más nos cuesta deshacernos. Si lo ofrecemos es sólo por amor y obsequio, como imitación de Cristo. La obediencia es la virtud cuya práctica entraña la mayor dificultad por ser la expresión más radical de la libre y constante entrega total de todo nuestro ser.

A imitación de su Maestro, el sacerdote ha sido llamado también para que consagre su voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, aceptando y ejecutando con espíritu de fe lo que se manda o recomienda por parte del Sumo Pontífice, del propio obispo y de los otros superiores. (Presbyterorum Ordinis 15)

La clave de esta virtud, que desde el día de la unción sacerdotal llega a ser promesa al obispo, se encuentra en la vivencia práctica de un principio de fe que nos viene a través de la revelación: «El que os escucha a vosotros, a mi me escucha» (Lc 10,16), y del dinamismo del amor que quiere hacer propia la voluntad del amado: «porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5,30; 6,38), o en otras palabras de Cristo: «si alguno me ama, guardará mi Palabra» (Jn 14,23).

Por otra parte no hemos de olvidar que la obediencia de Cristo a su Padre pasó por el sometimiento a quienes tenían autoridad sobre él (cf. Lc 2,51). Es ejemplo y fundamento de la obediencia del cristiano, como afirma san Pedro en su primera carta: «sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana» (1 P 2,13).

Cuando el candidato aprende a obedecer así, iluminado por estas verdades, verá siempre en todos los superiores representantes del mismo Jesucristo, sin comparar la propia sabiduría, edad, experiencia o perfección con la del superior en cuestión.

No es la obediencia del esclavo, sino la que nace de la «gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). No es una obediencia ciega, sino motivada; no es puramente práctica, sino sobrenatural; no soportada, sino pronta y alegre; no pasiva, sino activa y dinámica. Quien obedece por amor no se limita a la simple ejecución mecánica de un mandato, sino que pone todas las fuerzas de su inteligencia y voluntad, así como los dones de la naturaleza y de la gracia en la realización de las indicaciones recibidas.

La obediencia cristiana y sacerdotal echa sus raíces en el amor a Cristo y en la humildad. No se trata de lograr que los seminaristas -o posteriormente, los sacerdotes- "se sometan", sino que "obedezcan" libremente.

Se ve así porque la obediencia no está reñida con el espíritu de iniciativa cuando éste procede con rectitud de intención y la debida dependencia. Más aún se podría decir que la iniciativa es parte de una obediencia activa. Iniciativa dentro del campo asignado: la cura pastoral de una parroquia o de un hospital, la enseñanza, los medios de comunicación social... E iniciativa también para proponer al obispo o a la autoridad competente nuevos proyectos apostólicos, nuevas metas pastorales. La obediencia sin iniciativa será una obediencia servil, poco fecunda. La iniciativa sin obediencia será independencia y lejanía de la bendición de Dios.

Por su parte para lograr este ideal en la práctica de la obediencia de los que se preparan al sacerdocio, los formadores, además de ser ellos los primeros modelos de esta virtud, han de ayudar ejerciendo su autoridad con espíritu de servicio a los seminaristas, de suerte que expresen la caridad con que Dios los ama, gobernándolos como a hijos de Dios, con respeto a su persona, escuchándolos con interés, y atención.


LECTURAS RECOMENDADAS

1. Encíclica Sacerdotalis coelibatus (Pablo VI, 1967)


2. ORIENTACIONES PARA LA EDUCACIÓN EN EL CELIBATO SACERDOTAL
(Congregación para la Educación Católica, abril 1974).


TERCERA PARTE: ORIENTACIONES PARA LA FORMACIÓN SEMINARÍSTICA

III. ORIENTACIONES PARA LA EDUCACIÓN AL CELIBATO


47. Verdad y autenticidad del celibato
El celibato es un valor, una gracia, un carisma, que debe presen-
tarse en su justo punto para que se le estime, elija y viva por lo que
es. Así, pues, es necesaria una serena presentación del mismo, refutando
a la vez los prejuicios y las objeciones contra él. Esto es un deber
primario del educador.
La educación seminarística debe ayudar a discernir el sentido de la
sexualidad en el matrimonio; para consagrarse al celibato se presupone
el conocimiento de lo que lleva consigo el amor de los cónyuges.
Sin embargo, la educación seminarística tiene como finalidad
primordial descubrir el sentido de la sexualidad y su función auténtica
en el celibato consagrado a Dios en Cristo", No se trata pues de su-
primir el amor y la sexualidad, sino de aprender a sublimarlos. Y
aquí, más que la simple instrucción, se requiere toda una pedagogía
que eduque a amar con amor de caridad.
El celibato sacerdotal es algo más que la simple castidad y no se
identifica con el hecho de no casarse o con la continencia sexual; es
la renuncia a una triple tendencia natural: a la función generativa, al
amor conyugal y a la paternidad humana; renuncia, sí, pero por
amor del reino de los cielos. Para que sea auténtico y verdadero testimonio
de los valores religiosos, no debe ser nunca una negación o
una huida, sino una sublimación de la sexualidad.

48. Dinamismo interior en la vida de celibato
Las motivaciones del celibato tienen dimensiones particulares para
cada sujeto. Por otra parte, en la vida del célibe consagrado tiene
lugar una evolución, mediante un aprendizaje de relaciones con Dios
y con los demás. Y aquí es donde se plantea el verdadero problema,
más que en el valor de las motivaciones iniciales.
No hay que olvidar la importancia de la actitud psicológica del seminarista
frente a la vida célibe61. El ideal del equilibrio humano, tanto
en el celibato como en el matrimonio, no se realiza completamente
de una vez para siempre’
<. >No hay tampoco que considerar como contradictoria la inclinación
del joven al matrimonio o a la familia, incluso el que le resulte
dolorosa la renuncia. El sacrificio puede hacerse sentir por toda la vida
y, sin embargo, no constituye prejuicio para el estado virginal, si
la exclusividad de la dedicación a Dios se vive con pleno consentimiento.
El celibato es una invitación de Dios, que puede costar incluso
el sacrificio de una fuerte propensión al matrimonio.

49. En un contexto de relaciones y de soledad
El celibato voluntario tiene sentido en un contexto de relaciones;
se debe vivir en el seno de una comunidad fraterna que supone intercambio
y permite llegar a los demás al margen de la necesidad que se
pueda tener de ellos: aprendizaje de la no-posesión. Señal de un celibato
bien abrazado es la capacidad de crear y mantener relaciones interpersonales
válidas; es la presencia de los amigos en su ausencia, el
rehusar imponerse a ellos, la prueba de no tener demasiada necesidad
de ellos. Por esto el celibato es también una aceptación de la soledad63.
Hay una soledad constitutiva, misteriosa, que forma parte de
nuestra condición humana. En una situación de soledad es donde
siempre se descubre mejor la propia identidad y las propias posibilidades,
y se maduran las grandes elecciones de la vida. La soledad del
celibato sacerdotal está llena de estos valores.
El sacerdote está destinado a conducir a los hombres a Dios a tra-
vés de Cristo y lo conseguirá cuando la bondad y el amor de Dios
irradien a través de su persona. En coherencia con su estado, el sacerdote
debe saber poner en un segundo plano los intereses personales
y subordinar la satisfacción de sus propias tendencias al amor
del prójimo, al que se ha entregado con su sacerdocio.

50. Condiciones de la educación para el celibato
Teniendo en cuenta el principio, ya enunciado, según el cual la
educación sexual se integra en la educación total de la persona, y
queriendo educar para el celibato, es indispensable inducir a los seminaristas
a cultivar cada vez más las virtudes naturales y sobrenaturales64
. Se les haga ver la conexión y la unión de las virtudes con la
caridad, que es la norma de toda conducta virtuosa; se les persuada
de la necesidad de dedicarse constante y enteramente a la perfección
de la caridad, vínculo de la perfección (Col 3, 14).
A medida que los seminaristas crezcan en convicciones y en sentido
de responsabilidad para la elección vocacional debe estimulárseles
a amar activamente el ideal y a querer vivir la castidad perfecta sin indulgentes
concesiones o compromisos, conscientes de que, incluso
desde el punto de vista humano, no son inferiores a los demás.
Cada aspirante debe conocerse a sí mismo, sus propias condiciones
físicas, psíquicas, morales, religiosas y efectivas, y valorar plenamente
su capacidad de responder a la llamada divina con una decisión
ponderada, madura y responsable’". Debe tener la plena y libre
voluntad de ofrecerse totalmente y de forma continua a Cristo, sumo
y eterno Sacerdote, y a su Iglesia66 . Debe poder y querer cumplir los
mandamientos de Dios y la disciplina de la Iglesia67 .

51. Educación al verdadero amor del celibato
La integración de la renuncia al matrimonio no sólo excluye la ignorancia
de la sexualidad, sino que exige que los jóvenes sean educados
a tomar conciencia de ella y a valorarla en toda su importancia
en el conjunto de los demás valores de la personalidad. Todo esto implica
una educación del corazón, de los afectos, de los sentimientos,
de la apertura a los demás, en una palabra, un progresivo y controlado
desarrollo de la propia sexualidad y afectividad. //
No basta vivir materialmente el celibato, hay que amarlo sacerdotalmente.
Sería una grave contraindicación para la vocación eclesiástica
si un joven fuese egoísta, cerrado al afecto y preocupado exclusivamente
de sí mismo y de sus propias conveniencias. Pero es
también verdad que un joven dotado de un temperamento excesivamente
afectuoso, fácil a simpatías y aficiones morbosas, no es muy
apto para la vida célibe.
El celibato es vocación a una forma de amor; hay que vivirlo en un
clima de amistad, ante todo con Dios en Cristos". El sacerdote debe
vivir de aquel amor de caridad que se remonta hasta Dios como a su
más elevado manantial y que se ejercita a imitación de Cristo, extendiéndose
a todos y dilatando aquel sentido de responsabilidad que es
índice de la personalidad madura.

52. Relación entre religiosidad y castidad
A la hora de hacer su elección de vida y para ser fieles a la misma
-ya que debe renovarse día a día- guíese a los seminaristas a fundarse
en los motivos que sean más válidos, y se les persuada a querer vivir
un auténtica, si no quieren consumirse en la mediocridad, sin las
alegrías humanas ni las divinas.
Dada la profunda relación existente entre religiosidad y castidad, y
por el significado específicamente sagrado y cristiano del celibato, es
indispensable que la formación religiosa de los seminaristas se perfeccione
más y más y alcance hasta lo más hondo del alma", que se
les ponga en contacto con las fuentes de una auténtica vida espiritual,
la única que puede dar sólido fundamento a la observancia de la
sagrada virginidad?".
El celibato, abrazado para toda la vida, ofrece la posibilidad de sa-
crificar nuevas situaciones al Señor, de enriquecerse con renovadas
dimensiones eclesiales, de verificar la generosidad sincera del primer
ofrecimiento, además de ir conformándose lenta y progresivamente
con Cristo Jesús en lo más hondo del propio yo, de perpetuar un
constante abandono confiado en la asistencia del Espíritu del Señor
y de simbolizar y testimoniar ante el Pueblo de Dios el sacerdocio
eterno de Jesucristo.



VI. DIFICULTADES DEL PROCESO DE FORMACIÓN

62. Deberes de la acción educativa en la adolescencia
El educador debe conocer la personalidad del educando a través
de las varias fases de la edad evolutiva. En lo que respecta especialmente
a la adolescencia, téngase presente que ésta se distingue por
el proceso de maduración fisiológica, por el brote del deseo sexual y
por el predominio de la actividad de la fantasía sobre lo relacionado
con la vida sexual.
El adolescente necesita ser ayudado para formarse una sana idea
de la función de la sexualidad, para tomar conciencia de su posición
en el orden de los valores, para aprender el recto modo de actuar en
el caso de tentaciones impuras y frente a situaciones que envuelven
elementos sexuales y para dominar sus instintos, no con terror, sino
con la serenidad que solamente el conocimiento de la verdad puede
proporcionar.
La educación debe tener presente todo esto y debe desarrollar en
la sociabilidad el potencial afectivo del adolescente, ayudándole a objetivar
su impulso sexual en una donación total. Es tarea particularmente
ardua la de integrar claramente este impulso. Nada de extraño,
pues, que se efectúe en el adolescente un repliegue sobre sí
mismo, unido a la sensación de que es dramáticamente incomprendido
por el ambiente que le rodea. Es comprensible que en este estado
el impulso sexual lleve alguna vez al adolescente a centrar en sí su
carga erótica, haciendo cada vez más difícil su integración.

63. El fenómeno del autoerotismo en la adolescencia
Una de las causas responsables del fenómeno de la masturbación
es el desequilibrio sexual; otras causas son sobre todo ocasionales y
secundarias, si bien facilitan su aparición y contribuyen a fomentarlo.
La acción pedagógica debe estar orientada más a estas causas que no
a enfrentarse directamente con el fenómeno; solamente así se podrá
favorecer eficazmente la evolución del instinto del muchacho, es decir,
el crecimiento interior que le llevará a una disciplina progresiva de
su mundo instintivo que estas causas contribuyen a obstaculizar más
o menos.
No hay que recurrir al miedo, a las amenazas o intimidaciones de
carácter físico o espiritual, si no se quieren favorecer estados obsesivos
que comprometan el equilibrio sexual y fijen al sujeto sobre sí
mismo; más bien hay que abrirlo a los demás. En ésta, como en otras
materias, la superación se obtiene en la medida en que se logra tomar
conciencia de la verdadera causa de la anomalía. Y en esta línea
se orientará particularmente la acción educativa.
El autoerotismo es un obstáculo contra el orden de vida a que conduce
la tarea formativa. El educador no puede permanecer indiferente
ante la cerrazón de horizontes causada por el autoerotismo. Sin
embargo, debe despojar de todo dramatismo el hecho de la masturbación
y no disminuir el aprecio y benevolencia al sujeto. Al establecer
contacto con el amor oblativo sobrenatural del educador, el joven
se siente acogido en la comunión caritativa y se siente arrancado de
su cerrazón en sí mismo.
No es conveniente ofrecer siempre una solución para cada una de
las dificultades, de forma que el sujeto sólo se limitara a acatarla, sino
que es mucho más eficaz -para los efectos de un verdadero crecimiento
interior- ayudar y estimular al sujeto a hallar por sí mismo la
solución. Así no sólo resuelve un determinado problema, sino que
aprende el arte de resolver todos los problemas que eventualmente
se le presenten.

64. La formación seminarística en la adolescencia
Admitido que la educación seminarística debe promover armónicamente
la formación natural, cristiana y sacerdotal de los alumnos,
el aspecto más difícil de esta educación en la adolescencia es el de
saber dosificar, en la proporción justa, la formación cristiana y la formación
sacerdotal. Esta última se iniciará gradualmente y se llevará
adelante, en el período adolescente, con mucha sensatez.
Para la mayoría de los aspirantes, los motivos de la vocación son,
al principio, muy vagos. Quieren ponerse al servicio de los hombres,
de la Iglesia y de Cristo, pero frecuentemente no tienen idea muy
concreta ni de la Iglesia ni de Cristo. Su actitud es más bien una disponibilidad
de carácter humanitario, con una polarización poco específica
a Dios, a Cristo y a la Iglesia. En efecto, para muchos ado-
lescentes la visión de la vida es todavía global. La actitud humanitaria
y la referencia religiosa están aún difuminadas.
Esta es la razón por la que muchos adolescentes se inclinan ini-
cialmente por el sacerdocio; pero cuando los intereses humanos se
presentan en su dimensión especifica, si el tenor religioso de su disposición
no se enriquece, abandonan la idea de la vocación y dejan el
seminario. Hay que hacerles descubrir oportunamente el sentido de
una vida consagrada a Dios y no imponerles desde el principio un estado
de vida ya sacerdotal.

65. Tarea de la acción educativa en la juventud
En la juventud, el amor tiende a expresarse en manifestaciones de
sexualidad muy definida, en la fusión del factor sexual fisiológico con
el psico-afectivo. A pesar de las apariencias y de la actual promiscuidad,
muchos jóvenes desconocen la verdadera psicología femenina.
La mujer les atrae, pero es un misterio para ellos y les desconcierta.
Pueden ceder fácilmente a las falsificaciones del amor, cuando en realidad
deberían descubrir que castidad y amor son una única virtud,
esencialmente activa, fecunda y generosa.
El educador ha de tener presente, en especial, el hecho de que la ju-
ventud es la época de la elección decisiva y definitiva de la vida. A los
jóvenes se les debe poner frente a todas sus propias posibilidades para
poder elegir libremente. Es el momento en que es necesario guiarles
para que conozcan la verdadera teología del matrimonio y del celibato
consagrado, es el tiempo en que deben serles disipados definitivamente
los prejuicios y las falsas teorías que afirman que la continencia
es imposible o nociva para el perfeccionamiento del hombre’".

66. El problema de la perseverancia en la vocación
Un grave problema, hoy, no es sólo el de la insensibilidad de los
jóvenes a la vocación sacerdotal, sino también el de su perseverancia
y adhesión completa a las exigencias que esta vocación comporta.
Entre las muchas causas de la no perseverancia, están ciertamente
las objetivas, que dependen de las condiciones ambientales y culturales
en que viven los jóvenes. Pero indudablemente hay también una
causa subjetiva de notable importancia, sobre la cual conviene llamar
la atención de los educadores: la indebida desvalorización del estado
de consagración a Dios en la vida sacerdotal.
Los jóvenes de hoy no son menos generosos que los de ayer, pero
necesitan ser guiados en el camino del deber, impulsados hacia el
heroísmo. Necesitan grandes ideales. Es un grave error reducir la vocación
sacerdotal a las dimensiones de una vida ordinaria, sin sacrificio,
sin obligaciones. Los jóvenes no podrán responder generosamente
si no se hace hincapié sobre las cualidades propias del alma
juvenil: el amor a lo difícil, la necesidad de la entrega, el gozo en el
sacrificio.
Los jóvenes deben llegar a sentir profundamente con cuánto agradecimiento
debe ser abrazado este estado, no solo por exigirlo la ley
eclesiástica sino porque ciertamente es un don precioso de Dios que
debe impetrarse humildemente y al que ellos, estimulados y ayudados
por la gracia del Espíritu Santo, deben apresurarse a corresponder libre
y generosamente".

67. Dificultades especiales en la edad adulta
Es señal de realismo psicológico pensar que el sacerdote, como
todo hombre, está sujeto a las crisis comunes del desarrollo humano
y a las dificultades especiales de su condición: crisis y dificultades
efectivas, sexuales, de relación con la autoridad, de inserción en la
Iglesia y en el mundo, y de orden espiritual. Por esto los aspirantes a
la vida sacerdotal deberán ser preparados para afrontar estas crisis
con espíritu de sacrificio y animosa coherencia.
En la vida del hombre, el paso de lo que suele llamarse la mitad
del camino de nuestra vida es un hecho muy importante. Las soluciones
fundamentales se han adoptado ya al resolver, entre los veinte
y los treinta años, los problemas cruciales de la vida: vocación, pro-
fesión, orientación de la vida. Las posibilidades de volver atrás son
mínimas.
A esta edad, han disminuido las perspectivas y prerrogativas de la
juventud: entusiasmos, esperanzas, sueños de santidad y de grandes
obras en el seno de la Iglesia. Empieza una vida más consciente, más
tranquila, más equilibrada; pero también más vulnerable. Se ha podido
ya gozar de consideraciones, de puestos de responsabilidad, de
éxitos; o sentirse uno humana y apostólicamente frustrado. Incluso
se puede uno hallar en una situación de resignada oscuridad.
Esta constatación puede llevar a algunos sujetos a una vida atormentada,
interiormente desasosegada, a una crisis de vacío, es decir,
de insatisfacción y de frustración respecto a los ideales malogrados.
En semejantes circunstancias, la urgencia de una amistad humana se
dejará sentir muy vivamente.

68. Razones de crisis en la vida sacerdotal
Desde el punto de vista de la situación familiar, el sacerdote se encuentra
solo; ya no vive, generalmente, la familia en la que estaba insertado
desde joven y no tiene una familia propia. La situación de su
apostolado señala una disminución del fervor que sostuvo al sacerdote
en su juventud; tiene la impresión de que las nuevas generaciones
le marginan. Por esto, a los cuarenta años le espera, por lo general,
una soledad interior y exterior. Entonces puede sentir más vivamente
el peso y el alcance de lo que renunció con el celibato.
Con frecuencia, a esto se añade una cierta monotonía en el ministerio,
siempre igual, muchas veces difícil, unido tal vez a una sensación
de desconfianza del ambiente y de la jerarquía eclesiástica,
desconfianza porque las cosas marchan siempre del mismo modo,
sin esperanza de cambiarlas.
Nacen así las penosas introversiones, las irritaciones, los malos
humores; surge el peligro de redescubrir y sobrevalorar las realidades
sensibles, de las que se separó para consagrarse a Dios. No faltará
la crisis espiritual, que a veces emprende el camino de la rutina
en el ministerio y en los ejercicios de piedad; otras veces le invade el
escepticismo sobre los progresos espirituales y juzga inútiles los esfuerzos.

69. Criterios para prevenir y resolver las crisis
Para quien se pueda encontrar en estas situaciones, la primera
norma a seguir es la de tener paciencia consigo mismo, aceptarse a
sí mismo y no irritarse cuando sobrevengan las dificultades. Estas forman
parte de la naturaleza, y la vocación no suprime la naturaleza.
La impaciencia frente a estas dificultades, la incapacidad de comprenderlas,
es una de las causas que conducen al abandono o al hastío
de la vocación.
Sin embargo, la aceptación paciente y serena de lo que los años
traen consigo no bastará, ni será tal vez posible tampoco, sin tener
vivo el sentido de la fe con una humilde y fructífera unión con Dios,
repitiendo a menudo las palabras del apóstol San Pablo: Scio cui credidi
et certus sum (2 Tim 1,12). Esta humilde y fructífera unión, hecha
con conciencia de sí mismo, confianza, abandono y oración, le
proporcionará una lozanía de vida espiritual que le mantendrá joven
a pesar del paso de los años. La unión con Dios y una visión de fe harán
también valorar de una manera justa y objetiva las dificultades
aludidas; si no suprimen las dificultades, al menos las aligeran y son
capaces de transformar en un don el vacío de la soledad.
y si la crisis fuese tan profunda hasta el punto de que el sacerdote
pidiese suspender su misión eclesiástica para reflexionar y, al mismo
tiempo, experimentar por algún tiempo la vida seglar, es preferible
poner al sacerdote en un ambiente comunitario, en el que se vea
favorecido o por un amor humano y caritativo o por una renovada visión
de fe en un ejercicio ascético y pastoral.