21. Formación Espiritual: Algunos recursos I
Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos
PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO
Nota: no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en
eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea
o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se
trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro
asunto relacionado con el tema que estemos viendo.
Formadores
- Comente algunas de las iniciativas que más les han ayudado a fomentar en su
seminario la vida de oración y la vida litúrgica.
- ¿Se “prescriben” algunos compromisos espirituales en su seminario? ¿hay un
momento fijo en el horario para la oración personal? ¿se reza la Liturgia de las
horas en común?
Seminaristas
- Algunos dicen que es mejor rezar sólo “cuando te nace”. ¿Estás de acuerdo?
¿Cómo se vive la vida de oración y la vida litúrgica en tu seminario?
Otros sacerdotes
- ¿Cuál es la importancia de estos aspectos de la formación espiritual de cara
al futuro ministerio? O en otras palabras: ¿Qué le recomendaría a un seminarista
en este tema?
- ¿Cómo renueva el sacerdote su amor a la oración y su trato íntimo con Cristo
Eucaristía?
Otros participantes
- ¿Es la oración algo que se puede enseñar? ¿cómo?
21. Formación Espiritual: Algunos recursos I
Siguiendo el esquema de la Pastores dabo Vobis, ya hemos tratado varios aspectos
de la vida espiritual del sacerdote (temas 14, 15 y 16 de nuestro curso). Hemos
ya comentado ciertos recursos particulares para ayudar a adquirir tal o cual
virtud.
Hay sin embargo algunos medio generales y fundamentales, sobre los que se apoya
todo el proceso de formación espiritual. Son medios que van configurando su
personalidad, pues lo ponen en contacto con las verdaderas fuentes de la vida
espiritual: los sacramentos, la oración, el Evangelio. Lo acercan a Dios,
modelan su corazón de apóstol, lo abren permanentemente a los valores del
espíritu, y le sostienen en el camino de su santificación.
Lejos de ser una añadidura que "distrae y roba tiempo" al estudio o al
apostolado, son necesidades profundas y exigencias normales de una auténtica
vida cristiana y sacerdotal que busca la santidad y la realización de la propia
misión (cf. Ratio Fundamentalis 54). Sin ellos, el seminarista no será un buen
seguidor de Cristo, ni mucho menos, un buen sacerdote.
La oración
La oración es en cierta manera la primera y la última condición de la
conversión, del progreso espiritual y de la santidad. Tal vez en los últimos
años -por lo menos en determinados ambientes- se ha discutido demasiado sobre el
sacerdocio, sobre la "identidad" del sacerdote, sobre el valor de su presencia
en el mundo contemporáneo, etc., y, por el contrario, se ha orado demasiado
poco. No ha habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de
la oración, para hacer eficaz su auténtico dinamismo evangélico, para confirmar
la identidad sacerdotal. (Juan Pablo II, Carta Novo Incipiente, 10).
La oración es fuente de luz para el alma: en ella se robustecen las certezas de
la fe. La oración es generadora de amor: en ella la voluntad se identifica con
el querer santísimo de Dios. La oración es vigorosa promotora de la acción: en
ella Dios nos llena de celo en su servicio y en la entrega a los demás.
Es necesario orientar al seminarista para que quiera orar, aprenda a orar y ore
de hecho. El seminario debe ser una escuela de oración, un lugar de oración, y
una comunidad de oración.
Para ello, es necesario que los programas del centro de formación contemplen
ciertos momentos dedicados a la oración, tanto a la comunitaria como a la
personal. De la primera hablaremos más abajo al referirnos a la liturgia. Ahora
serán suficientes algunas reflexiones sobre la meditación personal.
La meditación, más que una elucubración intelectual, es un diálogo personal e
íntimo con Dios, que ilumina y robustece en la mente, en la voluntad y en el
corazón la decisión de identificarse con su voluntad. Alguien que ha dedicado su
vida al servicio de Dios entenderá bien que no puede vivir su jornada sin
dedicar algún momento amplio a dialogar personal y exclusivamente con él. No
podemos llenar el día de actividades, estudios, trabajos... y darle al Señor las
migajas que caen de nuestra mesa. Por otra parte, la meditación, si ha de ser
profunda y jugosa, no puede ser una ráfaga repentina, una práctica hecha a la
carrera, por cumplir. Requiere tiempo para que el alma vaya entrando en contacto
íntimo con Dios y el Espíritu Santo pueda decir cuanto desee.
Naturalmente, no hay un lugar o un tiempo exclusivamente aptos para la oración.
Ya llegó el momento en que los adoradores verdaderos adoran al Padre en espíritu
y en verdad (cf. Jn 4,23). Sin embargo, es muy oportuno proporcionar al
seminarista algunos auxilios externos que le faciliten la adquisición del hábito
de la oración. En ese sentido, puede ser conveniente que el horario del centro
prevea una hora fija en la que todos se dediquen a ella, en un clima de
silencio. Quizás convenga situarla al inicio del día, para que ese encuentro con
Dios marque la orientación espiritual y apostólica de la jornada. De ese modo,
por una parte los seminaristas comprenderían, sin necesidad de explicaciones,
que la oración no es una actividad más de su formación, sino un momento
primordial en la vida del sacerdote; por otra se evitaría el riesgo siempre real
de que la pereza o ciertos compromisos y quehaceres surgidos a lo largo del día
lleven a dejar la meditación "para mañana".
A unos les ayudará hacer la meditación en la capilla, ante Cristo Eucaristía.
Otros preferirán retirarse a la soledad de su habitación. Lo importante es que
tanto el lugar, como el tiempo, como el ambiente del centro, favorezcan de veras
el encuentro con Dios y consigo mismo.
La oración de meditación es un arte difícil, que se aprende con la práctica
continua. No podemos pretender que un joven recién llegado haga una oración
perfecta. Y por tanto, hemos de ayudarle desde el inicio a introducirse serena y
entusiastamente en esa aventura del espíritu.
Es... muy importante que los candidatos al sacerdocio se formen en la oración.
Ante todo, deben adquirir la convicción de que la oración es necesaria para su
vida sacerdotal y para su ministerio. Luego, deben aprender a orar, a orar bien,
a utilizar de la mejor manera posible, según el método que les resulte más
conveniente, los momentos de oración. Finalmente, deben desarrollar el gusto por
la oración, el deseo y, al mismo tiempo, la voluntad de oración. (Juan Pablo II,
Angelus, 11 de marzo de 1990)
Cuando se trata de los alumnos de un seminario menor, es muy útil que alguno de
los formadores, o incluso algún seminarista mayor especialmente dotado, les
dirija la meditación a modo de exhortación o de comentario evangélico en voz
alta, con un contenido muy práctico y concreto, que toque su propia vida y les
enseñe a dialogar con Dios; de vez en cuando se pueden ir intercalando breves
pausas de silencio para que ellos mediten algún punto particular ya comentado o
respondan en privado a alguna pregunta que les formula el director de la
meditación.
Si son jóvenes que están dando sus primeros pasos en el seminario mayor, hay que
ayudarles también a iniciarse en la oración. Desde luego, explicarles con
suficiente detención los elementos de la oración discursiva, afectiva,
discursivo-afectiva y contemplativa, enseñando a los alumnos a poner en la
oración toda su persona: inteligencia, voluntad, afectos, imaginación,
sentimientos, problemas, debilidades, inquietudes, anhelos... Ayuda mucho
encaminarles también a ellos en el ejercicio de la meditación con la guía de
algún formador durante varios meses. Al inicio los nuevos seminaristas
agradecerán que el guía les desarrolle ampliamente el contenido de la
meditación. Poco a poco se les puede ir dejando un mayor margen de reflexión
personal, hasta que hayan aprendido en la práctica a orar y se les pueda soltar
las amarras para que naveguen solos.
Dada la importancia de la oración para la vida del futuro sacerdote conviene que
sea tema frecuente en la dirección espiritual, de forma que se pueda ayudar a
cada uno a superar las dificultades que surjan con el paso de los años y
alentarle en la entrega constante e ilusionada a su encuentro diario con Dios.
La vida interior
El espíritu de oración es mucho más que la práctica de una oración. El sacerdote
que anhela su propia santificación y quiere de verdad dar fruto, quiere vivir
unido a la Vid (cf. Jn 15,4). No se conforma con cumplir con el deber de la
oración matutina como quien paga un tributo y se olvida de él. Quiere vivir toda
su jornada en espíritu de oración, quiere vivificar sus quehaceres, sus
trabajos, su vida exterior, con una vigorosa y fresca vida interior.
Hay que hacer ver a los seminaristas la importancia de esta dimensión de la vida
espiritual, y orientarles con consejos prácticos a cultivarla en su vida diaria.
No se trata, lo sabemos bien, de pasarse todo el día en la capilla o pensando
exclusivamente en Dios. Es algo mucho más natural y sencillo. Se trata del
desarrollo de la semilla que Dios deposita en el alma del cristiano el día de su
bautismo -gracia y virtudes sobrenaturales- según la propia vocación. A esta
luz, todo sacerdote debe esforzarse por llevar a total cumplimiento su
maduración cristiana y sacerdotal hasta llegar a la madurez de la plenitud de
Cristo (cf. Ef 4,13), aprovechando todas las oportunidades para robustecer y
enriquecer la vida del espíritu.
Para fomentar la vida interior contribuye en gran medida el silencio interior y
exterior, el aprender a vivir la jornada en una actitud de diálogo sencillo,
espontáneo, cordial con Dios, como con el mejor amigo: ofreciendo y
agradeciéndole cada una de las actividades a lo largo del día; cultivando la
docilidad y prontitud a sus inspiraciones; comentándole las propias alegrías,
los proyectos, las dificultades y fracasos, y pidiéndole perdón por las propias
faltas y debilidades; uniéndose a él mediante sencillas jaculatorias, que son
auténticos actos de amor.
Estas actividades requieren apenas tiempo, pueden realizarse en cualquier lugar
y mantienen fresca la unión con Dios. De este modo se opera en la propia vida
una progresiva invasión de lo divino y la conquista de lo humano que así queda
iluminado, robustecido y ennoblecido.
Vida litúrgica y sacramental
La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza (Sacrosantum Concilium 10). Por
su parte, el sacerdote ha sido llamado para que ofrezca y presida el culto de
los fieles. Es uno de sus principales servicios a la comunidad. Por tanto, es
imprescindible que el futuro sacerdote reciba una adecuada formación litúrgica
que le permita comprender los sagrados ritos y participar en ellos con toda el
alma, de modo que su futuro ministerio litúrgico y sacramental sirva
verdaderamente para la edificación de los fieles.
En esa formación pueden ayudar algunas clases específicas, teóricas o prácticas,
sobre la liturgia, su sentido y el modo de celebrarla.
Pero no cabe duda de que lo más importante es la vivencia misma de la liturgia.
De algún modo, la vida litúrgica debería constituir el centro de una comunidad
eclesial como debe ser el seminario. Los horarios, la organización interna, e
incluso la disposición física de las dependencias del centro pueden reflejar esa
centralidad. La mejor forma de educar a la liturgia es procurar que su
celebración en el seminario corresponda a su más profundo significado. Que sea
digna y viva; que todos participen en ella de modo consciente y activo. Y, dado
que estamos formando sacerdotes de la Iglesia católica, es deber de honestidad
elemental formarles en la liturgia de acuerdo con las directrices de la Iglesia
universal y local. No se pide al seminario que produzca geniales inventores de
ritos litúrgicos, sino buenos celebrantes del culto que Cristo ha confiado a su
Iglesia.
En este punto será decisivo el testimonio vivo de los formadores, por su modo de
celebrar y dirigir el culto y los sacramentos.
Sacramento de la Eucaristía
El centro de toda la vida litúrgica es la celebración de la Eucaristía. Si de
veras los miembros del seminario constituyen una comunidad eclesial, no puede
faltar el momento diario en que se reúnan a celebrar juntos la cena del Señor,
en memoria suya.
Resulta muy provechoso asimismo, dar todo su realce a las distintas fiestas y
solemnidades litúrgicas con una celebración eucarística preparada con especial
dedicación y empeño por parte de todos los alumnos y formadores; preparación que
comprenda la meditación personal de los misterios celebrados, el arreglo
particularmente cuidado de toda la ornamentación de la capilla, los cantos y
moniciones preparados por los alumnos, etc.
La devoción eucarística es la manifestación de nuestro aprecio por el don que
Cristo nos hace de sí mismo, en su voluntad de amarnos hasta el fin con una
prueba de amor abrumadora, que debe mover especialmente el corazón del sacerdote
al amor, la gratitud y el respeto. Posiblemente un día, cuando sean sacerdotes y
se encuentren quizás solos en una parroquia o en un territorio de misiones,
nuestros jóvenes encontrarán en el sagrario su único refugio y su mejor
descanso. Es necesario que desde sus años de seminario vayan gustando del
coloquio personal con Cristo sacramentado. Convendrá que los formadores fomenten
entre ellos las visitas frecuentes a Cristo Eucaristía, quien, desde el
sagrario, ordena las costumbres, forma el carácter, alimenta las virtudes,
consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, invita a su imitación a todos
los que se acercan a él, y llena a los sacerdotes de gracias para incrementar y
santificar el Cuerpo Místico.
Hay también otras posibles actividades que ayudarán a fortificar el sentido
eucarístico. Se pueden organizar horas eucarísticas periódicas o en algunas
fiestas principales, turnos de adoración en alguna ocasión especial...
Sacramento de la reconciliación
El sacerdote es administrador del perdón de Dios (cf. Jn 20,23). Pero está
también él necesitado de ese perdón. Difícilmente será un buen confesor si no ha
hecho frecuente y profundamente la experiencia personal del sacramento de la
reconciliación.
Consciente de la necesidad permanente de la conversión del corazón para la
realización plena de la voluntad de Dios sobre su vida, el futuro sacerdote debe
acercarse frecuentemente al sacramento de la reconciliación, haciendo de él un
encuentro vital y renovador con Cristo y con la Iglesia.
La recepción frecuente del sacramento de la reconciliación, recomendada por la
Iglesia (cf. PO 18, CIC 246, 4), favorece el conocimiento de sí mismo, hace
crecer la humildad, ayuda a desarraigar las malas costumbres, aumenta la
delicadeza de conciencia, evita caer en la tibieza o en la indolencia, fortalece
la voluntad y conduce al alma a una identificación más íntima con Jesucristo.
Para prepararse mejor y no caer en la rutina podría ser útil que el seminarista
dé un especial sentido penitencial al día en que piensa acercarse al sacramento
de la penitencia, a través del tema elegido para la meditación, de un especial
examen de conciencia y de una mayor actitud de reparación durante toda esa
jornada.
Ordinariamente es oportuno que se tenga un mismo confesor para que el trabajo
espiritual gane en profundidad, unidad y eficacia. Esto no quita que se deba
dejar total libertad a cada uno para acudir al confesor que prefiera, entre los
ordinarios y extraordinarios, e incluso a cualquier sacerdote dotado de la
debida autorización.
Liturgia de las Horas
Otro capítulo importante de la vida espiritual del futuro sacerdote es la
liturgia de la horas. A través de ella la Iglesia, Esposa de Cristo, habla al
Esposo (cf. SC 84), cumple el mandato del Señor de orar incesantemente, alaba al
Padre e intercede por la salvación de los hombres.
Durante su formación seminarística el futuro sacerdote tiene que aprender
gradualmente a recitarla con atenta devoción, sea en privado, sea en común. Para
la recitación en particular conviene que el seminarista forme el hábito de
concederse el tiempo necesario para ella, sin precipitaciones, eligiendo los
lugares y momentos más adecuados. Aunque cuando sea sacerdote quizás no podrá
recitar siempre comunitariamente el oficio divino, el seminarista encontrará en
esa práctica una ayuda al fervor personal y un modo de vivir en la práctica el
sentido eclesial de su oración.
Esta fuente de piedad y alimento de la oración personal produce mayor provecho
si se profundiza en el espíritu de los salmos y de las lecturas, para así poder
comprender mejor las luces que el Espíritu Santo derrama en el corazón. Será,
por tanto, oportuno que este elemento no falte en la formación litúrgica y
teológica.
LECTURAS RECOMENDADAS
Pastores dabo vobis, 45-48
Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros (1994) 48-54
El sacramento de la Eucaristía
48. El misterio eucarístico
Si bien el ministerio de la Palabra es un elemento fundamental en la labor
sacerdotal, el núcleo y centro vital es, sin duda, la Eucaristía: presencia real
en el tiempo del único y eterno sacrificio de Cristo.(147)
La Eucaristía — memorial sacramental de la muerte y resurrección de Cristo,
representación real y eficaz del único Sacrificio redentor, fuente y culmen de
la vida cristiana y de toda la evangelización (148) — es el medio y el fin del
ministerio sacerdotal, ya que « todos los ministerios eclesiásticos y obras de
apostolado están íntimamente trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan
».(149) El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio, manifiesta
así, del modo más evidente, su identidad.
De hecho, existe una intima unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad
pastoral y la unidad de vida del presbítero: (150) en ella encuentra las señales
decisivas para el itinerario de santidad al que está específicamente llamado.
Si el presbítero presta a Cristo — Sumo y Eterno Sacerdote — la inteligencia, la
voluntad, la voz y las manos para que mediante su propio ministerio pueda
ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de la redención, él deberá hacer
suyas las disposiciones del Maestro y como Él, vivir como don para sus hermanos.
Consecuentemente deberá aprender a unirse íntimamente a la ofrenda, poniendo
sobre el altar del sacrificio la vida entera como un signo claro del amor
gratuito y providente de Dios.
49. Celebración de la Eucaristía
Es necesario recordar el valor incalculable, que la celebración diaria de la
Santa Misa tiene para el sacerdote, aún cuando no estuviere presente ningún
fiel.(151) Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio
cotidiano, como fruto de un deseo sincero y como ocasión de un encuentro
profundo y eficaz con Cristo. Pondrá cuidadosa atención para celebrarla con
devoción, y participará íntimamente con la mente y el corazón.
En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e
imágenes, el sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el
decoro y el aspecto sagrado de la celebración. Es importante que en la
celebración eucarística haya un adecuado cuidado de la limpieza del lugar, del
diseño del altar y del sagrario,(152) de la nobleza de los vasos sagrados, de
los ornamentos,(153) del canto,(154) de la música,(155) del silencio
sagrado,(156) etc. Todos estos elementos pueden contribuir a una mejor
participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a
estos aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, la prisa a,
la superficialidad y el desorden , vacían de significado y debilitan la función
de aumentar la fe.(157) El que celebra mal, manifiesta la debilidad de su fe y
no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar bien constituye una
primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.
El sacerdote, entonces, al poner todas sus capacidades para ayudar a que todos
los fieles participen vivamente en la celebración eucarística, debe atenerse al
rito establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente,
sin añadir, quitar o cambiar nada.(158)
Todos los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los
Moderadores de las sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo
de preceder con el ejemplo, sino de vigilar para que se cumplan fielmente las
normas litúrgicas referentes a la celebración eucarística en todos los lugares.
Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los
ornamentos sagrados prespcritos por las rúbricas.(159)
50. La adoración eucarística
La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa
celebración del Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del
Sacramento. El presbítero debe mostrarse modelo de la grey también en el devoto
cuidado del Señor en el sagrario y en la meditación asidua que hace — siempre
que sea posible — ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes
encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo
para la adoración en comunidad, y tributen atenciones y honores, mayores que a
cualquier otro rito, al Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la
Santa Misa. « La fe y el amor por la Eucaristía hacen imposible que la presencia
de Cristo en el sagrario permanezca solitaria ». (160)
La liturgia de las horas puede ser un momento privilegiado para la adoración
eucarística. Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo largo de la
jornada, del sacrificio de alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa
Misa el centro y la fuente sacramental. En ella, el sacerdote unido a Cristo es
la voz de la Iglesia para el mundo entero. La liturgia de las horas también se
celebrará comunitariamente cuando sea posible, y de una manera oportuna, para
que sea « intérprete y vehículo de la voz universal, que canta la gloria de Dios
y pide la salvación del hombre ».(161)
Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de canónigos.
Siempre se deberá evitar, tanto en la celebración comunitaria como en la
individual, reducirla al mero « deber » mecánico de una simple y rápida lectura
sin la necesaria atención al sentido del texto.
Sacramento de la penitencia
51. Ministro de la reconciliación.
El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la resurrección,
que se da a los Apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los
pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos
» (Jn 20, 22-23). Cristo confió la obra de reconciliación del hombre con Dios
exclusivamente a sus Apóstoles y a aquellos que les suceden en la misma misión.
Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los únicos ministros del sacramento
de la reconciliación.(162) Como Cristo, son enviados a convertir a los pecadores
y a llevarlos otra vez al Padre.
La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos
sus hijos en su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, ésta se rejuvenece y
se construye en todas sus dimensiones: universal, diocesana y parroquial.
A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado muy extendida
en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y
dedicación el ministerio de la formación de la conciencia, del perdón y de la
paz.
Conviene que él, en cierto sentido, sepa identificarse con este sacramento y —
asumiendo la actitud de Cristo — se incline con misericordia, como buen
samaritano, sobre la humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la
dimensión medicinal de la Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar.(164)
52. Dedicación al ministerio de la Reconciliación
El presbítero deberá dedicar tiempo y energía para escuchar las confesiones de
los fieles, tanto por su oficio (165) como por la ordenación sacramental, pues
los cristianos — como demuestra la experiencia — acuden con gusto a recibir este
Sacramento, allí donde saben que hay sacerdotes disponibles. Esto se aplica a
todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas
y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable con
los sacerdotes religiosos y los ancianos.
Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve el valor de
la confesión individual y la absolución personal e íntegra de los pecados en el
coloquio directo con el confesor.(166) La confesión y la absolución colectiva se
reserva sólo para casos extraordinarios contemplados en las disposiciones
vigentes y con las condiciones requeridas.(167) El confesor tendrá oportunidad
de iluminar la conciencia del penitente con unas palabras que, aunque breves,
serán apropiadas para su situación concreta. Éstas ayudarán a la renovada
orientación personal hacia la conversión e influirán profundamente en su camino
espiritual, también a través de una satisfacción oportuna.(168)
En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la Reconciliación a
nivel sacramental, superando el peligro de reducirla a una actividad puramente
psicológica o de simple formalidad.
Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina
vigente acerca del lugar y la sede para las confesiones.(169)
53. La necesidad de confesarse
Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus
propios pecados y debilidades. É1 es el primero en saber que la práctica de este
sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de
la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio
personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón. Además,
esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del
sacramento de la Reconciliación. En este sentido, es una cosa buena que los
fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad:
(170) a Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable decaimiento si viene a
faltarle por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado
por auténtica fe y devoción, al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que
no se confesara más o se confesara mal, su ser sacerdotal y su hacer sacerdotal
se resentirán muy rápidamente, y también la comunidad, de la cual es pastor, se
daría cuenta ».
54. La dirección espiritual para sí mismo y para los otros
De manera paralela al Sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará
de ejercer el ministerio de la dirección espiritual. El descubrimiento y la
difusión de esta práctica, también en momentos distintos de la administración de
la Penitencia, es un beneficio grande para la Iglesia en el tiempo
presente.(172) La actitud generosa y activa de los presbíteros al practicarla
constituye también una ocasión importante para individualizar y sostener la
vocación al sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.
Para contribuir al mejoramiento de su propia vida espiritual, es necesario que
los presbíteros practiquen ellos mismos la dirección espiritual. Al poner la
formación de sus almas en las manos de un hermano sabio, madurarán — desde los
primeros pasos de su ministerio — la conciencia de la importancia de no caminar
solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de
este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros
tendrán plena libertad en la elección de la persona a la que confiarán la
dirección de la propia vida espiritual.