20. Formación Humana: Dimensión moral y comportamiento social


Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
- ¿Qué importancia dan los formadores a la virtud de la sinceridad y a la formación de la conciencia? ¿Qué opinan del ejemplo que se cita en el texto: que los seminaristas hagan sus exámenes en su habitación confiando en su sinceridad?

Seminaristas
- ¿Te ayudan tus formadores a vivir la virtud cristiana de la gratitud? ¿eres consciente de que tienes mucho que agradecer a Dios y a los demás?

Otros sacerdotes
- ¿Qué consecuencias –positivas o negativas– puede tener la formación de la conciencia en un seminarista de cara a su futuro ministerio?

Otros participantes
- Las formas externas son espejo del alma. ¿Están de acuerdo con la frase? ¿No es una “cuestión cultural” el tema aquí tratado (educación social, distinción y cortesía, etc.)?

 

20. Formación Humana: Dimensión moral y comportamiento social


Formación de la dimensión moral

Podemos encontrarnos con un hombre que sabe mucho: será un hombre sabio; o uno que ha desarrollado su voluntad: será un hombre vigoroso y firme... Cuando encontramos uno que vive buscando el bien, rechazando todo mal, decimos: es un "hombre bueno", a secas.

La formación humana incluye necesariamente la educación de esa dimensión moral por la cual un ser humano es "bueno" en cuanto ser humano.

El centro de esa dimensión es la conciencia moral. En efecto, ¿cómo no ha de ser central para quien pretende ser "hombre de Dios", formar aquello que es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla? (GS 16) Formar la conciencia será entonces preparar el encuentro con Dios, escuchar su voz.

La conciencia será faro para el camino: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está enfermo todo tu cuerpo estará a oscuras. Y si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6,22-23). La conciencia formada será garantía de que no habrá doblez, insinceridad, hipocresía en su vida. Una conciencia deformada será en cambio fuente de tinieblas y de zozobra.

Pero además la conciencia del sacerdote está puesta al servicio de los demás. Él ha sido llamado a ser maestro en la fe, guía en el camino hacia Dios, educador de la conciencia moral de los fieles a él encomendados. Una buena parte de su ministerio diario consistirá en iluminar las conciencias y aconsejar a los hombres y mujeres en la confesión, en la dirección espiritual, en reuniones y conferencias, y hasta en el diálogo informal. En estas ocasiones ayudarán, sí, los conocimientos teóricos de teología moral; pero, en definitiva, la rectitud y oportunidad de su juicio sobre las vidas de los demás quedarán fuertemente marcadas por la formación de su propia conciencia, por sus profundas convicciones morales.

La formación de la conciencia tomará un matiz u otro dependiendo de la concepción que se tenga del hombre, y de cómo se conciba y se perciba el bien y el mal; es decir del concepto que se tenga de la moral. Aquí partimos de la concepción personalista del hombre que se ha venido esbozando desde el inicio.

Para trabajar en la formación de la conciencia es importante lograr un sano equilibrio entre las dimensiones objetiva y subjetiva de la moralidad. Podemos afirmar que existe una serie de valores morales objetivos -provenientes en el fondo de la ley moral natural y de la Revelación- que la conciencia ha de reconocer y hacer propios. Por otra parte, el carácter "moral" (bondad o maldad moral) de los actos humanos, proviene últimamente del sujeto, de su adhesión responsable y libre al "bonum" o al "malum". Tenemos así una norma moral objetiva (relacionada con los valores objetivos) y una norma moral subjetiva (el juicio de la conciencia). Hay que ir educando al seminarista para que considere no sólo la mera objetividad, sino también los factores subjetivos (intencionalidad, condicionamientos, etc.). De ese modo podrá evitar, en su propia vida, sentimientos de culpabilidad o remordimientos desmedidos e infundados; o, en el extremo opuesto, justificaciones fáciles de sabor subjetivista y relativista. Después, cuando su servicio pastoral le exija orientar a los demás, podrá ayudarles a descubrir y vivir la verdad moral sin tormentos innecesarios.

Es importante asimismo mantener el equilibrio al distinguir los factores morales que dependen de la "naturaleza" del ser humano en cuanto tal, y los que se deben a su "historicidad". Sólo así se evitarán dos extremos erróneos: considerar universal y permanente algo que es solamente histórico-cultural; o reducir todo a lo histórico-cultural.

Podemos distinguir las funciones de la conciencia en tres operaciones complementarias: percibir el bien y el mal como algo por hacerse o evitarse (función antecedente a la acción), impeler a hacer el bien y a evitar el mal (fuerza que lleva a la acción), y emitir juicios sobre la bondad o maldad de lo hecho (función subsiguiente a la acción). Formar la conciencia significa fortalecer esos tres aspectos, pues las deformaciones de conciencia pueden darse en una o varias de estas tres funciones.

Puede haber quien sea demasiado amplio o demasiado estricto en su manera de percibir el bien por hacer o el mal por evitar (conciencia laxa o escrupulosa respectivamente). Puede haber quien percibiendo lo que debe evitar, lo hace de todos modos o, percibiendo lo que debe hacer, no lo hace; la fuerza prescriptiva de la conciencia viene acallada por otros motivos (conciencia inoperante). Puede haber quien después de haber actuado en contra de su conciencia ahogue el juicio que ésta emite. En este último caso la persona ha llegado ya a un punto peligroso que puede llevar a la deformación global de la conciencia.

Un primer objetivo de la formación de la conciencia será educarla a abrirse a los valores objetivos y conformarse a la norma moral objetiva. Cuando se da esta conformidad, hablamos de una conciencia rectamente formada.

No basta. Es preciso trabajar para fortalecer el influjo de la conciencia sobre la voluntad. Podríamos identificar la fuerza que la conciencia ejerce, con las convicciones interiorizadas que se han hecho operantes y que de un modo efectivo gobiernan el comportamiento. Podríamos también asociarla al hábito de la coherencia, entendido como la constancia en actuar conforme a lo que la conciencia pide. Una conciencia bien formada en este segundo aspecto ayudará siempre a la persona a actuar como debe.

Pero será en el tercer ámbito, el juicio ulterior de la conciencia, donde se juegue de modo definitivo la formación o deformación de la conciencia. Quien se permite actuar en contra de la conciencia, se adentra, más o menos gravemente, en el campo del mal moral. Pero si después reconoce haber obrado mal y toma las debidas medidas para reparar y pedir perdón, ha dado un paso firme en la educación de su conciencia; si en cambio acalla la conciencia no prestando oído a su llamamiento, puede llegar a dañarla irreparablemente: quizás un día será incapaz de reaccionar ante el bien y el mal.

Es evidente la importancia en este campo de algunos de los medios señalados en el apartado de la formación espiritual. El examen de conciencia, el sacramento de la reconciliación y la dirección espiritual pueden ayudar a iluminar, vivificar y purificar la conciencia del futuro sacerdote.

La dimensión moral de la persona incluye la vivencia de las virtudes morales. Un horizonte inagotable. Cuando Santo Tomás estudia en la Suma Teológicae cincuenta y cuatro diversas virtudes no pretende abarcarlas todas. Es un campo variado y fecundo en el que el seminarista puede ir enriqueciendo su personalidad humana, cristiana y sacerdotal. Para no perdernos en este trabajo puede ser útil centrar la atención en las cuatro virtudes morales cardinales. En torno a la prudencia, justicia, fortaleza y templanza, pueden de algún modo ser reagrupadas todas las demás. En cuál de ellas conviene insistir, y cómo hacerlo, depende de la situación personal de cada formando. Baste aquí mencionar solamente algunas que parecen tener una especial importancia en la preparación y en la vida de un sacerdote.

Pensemos, por ejemplo, en la sinceridad. No parece que haga falta ponderar la necesidad de esta virtud en la vida de un sacerdote, llamado a ser reflejo de quien dijo «yo soy... la verdad» (Jn 14,6) y afirmó que para eso había venido, «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). ¿Quién acudirá a pedir consejo a un sacerdote que se muestra insincero? Es esencial que cada formando se forje en el sentido de la veracidad, la honestidad, la rectitud. Podrá saber mucha teología y hasta ser piadoso: si hay en él doblez y mentira será sólo una caricatura de sacerdote, un cristiano a medias, un ser humano dividido y disminuido. Hay que valorar esta virtud a los seminaristas y educarles a ella en la práctica diaria. Mientras no logremos que se comporten del mismo modo cuando son vistos y cuando están solos, y que lleguen a ser capaces, por ejemplo, de hacer los exámenes escritos en su propia habitación sin copiar, no podemos estar tranquilos.

Otra virtud elemental, y sin embargo muchas veces descuidada, es la gratitud. «Te doy gracias, Padre, por haberme escuchado» (Jn 11,41; cf. Mt 15,25). De nuevo Cristo como modelo. La gratitud es fruto y signo de grandeza de alma, de humildad, de respeto y caridad. La ingratitud indica raquitismo, egocentrismo, tosquedad del espíritu. El sacerdote suele ser objeto de innumerables favores y gestos de benevolencia por parte de sus mismos fieles. Una palabra, una tarjeta, un pequeño detalle de agradecimiento por su donativo, por su colaboración en la catequesis parroquial... pueden ser verdaderas semillas del Reino de Dios. Al contrario, cuánto mal puede hacer un sacerdote que da la impresión de sentirse con derecho a ser servido sin necesidad de agradecer. Hay que educar a los seminaristas a la práctica sincera y fina de la gratitud en la vida ordinaria, en su trato con los compañeros, los formadores, las personas que prestan sus servicios en el seminario, los fieles que colaboran económicamente para el mantenimiento del centro, etc.


Formación en el trato y el comportamiento social

El ser humano es esencialmente un ser social, dialogal. La realización humana del sacerdote pasa también por ahí. La transformación que se debe operar en el candidato al sacerdocio debe alcanzar también su modo de relacionarse con los demás, e incluso el modo de presentarse y comportarse en el ambiente social que le rodea. Las formas externas son espejo del alma.

Por otra parte, esos aspectos relacionales y sociales de su formación tendrán grande importancia en su futuro apostolado. En ocasiones podrán ser decisivos. No olvidemos la "economía de la encarnación". Dios podía salvar al hombre desde su morada eterna. Pero lo quiso hacer acercándose a él, haciéndose uno como él. Desde ese momento la figura humana del Salvador, su modo de hablar, de acoger, de dialogar, de sonreír, y hasta su porte externo, se convirtieron en signo e instrumento de salvación. La gente se sentía atraída por su personalidad, estaba a gusto con él. Y esa atracción natural favorecía su acercamiento al Reino de los cielos.

También en el sacerdote es preciso que todo, desde lo más interno hasta lo más exterior, ayude a quienes se acerquen a él a encontrar al Salvador. Cuántas veces una palabra amable o un gesto educado pueden abrir las puertas de un alma. Cuántas en cambio se cierran a la gracia por culpa de un trato brusco, o poco agradable.

Naturalmente, cada sacerdote tiene su modo de ser, y es necesario que se comporte con naturalidad. Pero cabe siempre preguntarse si hay algo que se pueda, y quizás se deba, cambiar para parecerse más a Cristo y para cumplir mejor la misión encomendada.


Trato amable y abierto

Conviene ayudar a los seminaristas para que entiendan que el sacerdote es un hombre para los demás. Su ministerio les obligará a estar constantemente en contacto con toda clase de personas. Unas amables, agradables y abiertas. Otras indiferentes, irritables, quizá casi intratables. Deben acostumbrarse desde ahora a tratar con todos, respetándolos y amándolos como son. La base de fondo de su apertura universal será el hábito de ver en cada persona un miembro de Cristo, un hermano, hijo de Dios llamado a la salvación. Sólo así serán capaces de tratarlos como los trataría el Señor, buscando ganarlos, no para sí, sino para el Reino.

Igual que su Maestro, el pastor de almas debe ser manso y humilde de corazón (cf. Mt 11,29). Por eso los seminaristas deben esforzarse para que en todas sus relaciones humanas resplandezcan la benignidad y la mansedumbre, de modo que las personas que traten con ellos se sientan acogidas y aceptadas y no encuentren frialdad, indiferencia o aspereza.

Habrá ocasiones en las que el sacerdote se verá obligado a exigir. Pero una cosa es exigir despóticamente y otra hacerlo con amabilidad y comprensión. La sabiduría popular conoce la diferencia: "más abejas atrae una gota de miel que un barril de vinagre".

El sacerdote es el hombre de la palabra. Pero debe saber también guardar silencio y escuchar. ¡Cuántas veces lo único que necesita una persona atribulada es ser escuchada! En su trato con los compañeros o con las demás personas, los seminaristas tienen que ir aprendiendo a interesarse sinceramente por los demás, por lo que les interesa, por lo que piensan y dicen. Un sacerdote que tiende siempre a acaparar la conversación con sus propios intereses impedirá que los fieles le hablen de sus cosas. Quizás tendrá la sensación de haber hecho mucho porque ha hablado mucho; pero las personas se habrán marchado con sus problemas, sin haberlos podido explicar.

Hombre de diálogo. ¡Qué importante! Malo, cuando el sacerdote cree tener él la razón siempre y en todo. Perderá ocasiones preciosas para aprender de los demás, enriquecer su mundo interior y recibir luces útiles para su actuación en el apostolado. No sólo, los demás dejarán también de acercarse a él con el deseo de colaborar: es inútil, ya lo sabe todo. El sacerdote de nuestros días tiene que saber dialogar además con todo tipo de personas y mentalidades. En nuestras sociedades pluralistas y secularizadas se hace imprescindible aprender a dialogar con el agnóstico, el ateo y el creyente; con el cristiano que vive anclado en el pasado y con el que, por querer correr, se sale del camino plurisecular de la Iglesia. Naturalmente, dialogar no es ser ecléctico, inseguro o indiferente. El diálogo del sacerdote-profeta con el mundo de hoy tiene que partir de una sólida base de convicciones fundamentales que nacen de la fe y se nutren en el inagotable depósito de la tradición de la Iglesia. Pero solidez no es rigidez, y mucho menos imposición. La misión del sacerdote no es "vencer" sino "con-vencer". No hay peor "profetismo" que el que se convierte en "dogmatismo".

Hay que procurar que los seminaristas aprendan el difícil arte del diálogo. Sobre todo en la convivencia diaria. Insistir para que escuchen al otro, traten sinceramente de entender su punto de vista, reconozcan con humildad y sencillez lo que tenga de verdad, expongan con seguridad su visión personal de las cosas, y estén dispuestos a matizarla o cambiarla si fuera necesario.


Trato distinguido y cortés

Dentro puede haber un tesoro. Pero la gente ve primero el exterior. Una cosa es que llevemos el tesoro en vasos de barro y otra que el vaso se presente tan tosco y desagradable que nadie quiera acercarse a él.

En nuestro mundo actual, sobre todo en algunos ámbitos, cobra particular importancia la distinción en el trato y hasta en la propia presentación exterior. Desde los miembros de los más altos círculos de la sociedad hasta los indígenas más humildes pueden llegar a sentirse profundamente ofendidos si el sacerdote ignora las reglas elementales de su código de comportamiento social. El sacerdote no puede permitirse esta ignorancia, esta falta de educación social. Su mensaje es demasiado valioso para perder de este modo oportunidades de predicarlo. También ésta es una forma de "inculturación".

La formación integral de los seminaristas habría de incluir la educación en el trato distinguido y cortés con los demás. Distinción y cortesía en el modo de hablar, en el vocabulario, en el trato personal. Evitar lo que sepa a timidez, encogimiento, apocamiento. Evitar el trato brusco, agresivo o excesivamente irónico que puede alzar una barrera entre él y los demás. Cada uno tendrá su estilo propio. Pero alguien que es ante los demás representante de Cristo, maestro y pastor, debe esforzarse por presentar siempre un modo de ser firme, amable, natural, alegre, sereno, equilibrado...

Podríamos seguir indefinidamente comentando aplicaciones de la formación social. En realidad lo que importa es el principio. Es labor de los formadores ayudar a sus seminaristas a afinar los mil detalles que pueden contribuir a la configuración de su perfil como sacerdotes de Cristo para el pueblo de Dios. Han de tener en cuenta que estas virtudes no se adquieren en un día, y que en el centro de formación no siempre se percibe el alcance que en el apostolado tiene una buena educación en este campo. Habrá que motivar, ilustrar y explicar. Y habrá que procurar que comiencen a esforzarse por educarse desde el primer momento. Esta formación de la propia fisonomía no puede improvisarse el día de la ordenación o al afrontar la primera responsabilidad ministerial. Posiblemente será tarde.

Por otra parte, el cultivo de estas cualidades en la vida ordinaria del seminario será sin duda un factor importante en el esfuerzo por crear un ambiente agradable, digno, amable, en el que todos se sientan a gusto conviviendo con los demás. También estos pequeños detalles de convivencia social contribuyen a que el salmo se haga realidad: «ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum» (Sal 133,1).

La tarea puede parecer abrumadora. Se pierde uno en este bosque de virtudes, cualidades, comportamientos, actitudes... Pero en realidad las cosas son más sencillas de lo que parece. Si se tiene claro el cuadro completo de la formación, será relativamente fácil detectar en cada caso y momento aquellos aspectos que se hacen más necesarios en la personalidad de cada formando. Si se tiene interés por ayudarle en este campo de la formación humana, se encontrará el modo de orientarle y motivarle aprovechando las actividades y ocasiones formativas de que se dispone. Los encuentros personales, incluida la dirección personal, pueden servir en este sentido. Se pueden organizar algunas clases o conferencias sobre temas de formación humana. Todo dependerá de la importancia que se dé a este campo de la formación sacerdotal.


LECTURAS RECOMENDADAS

Del ciclo de conferencias organizado por la Congregación para el Clero (www.clerus.org), ofrecemos el texto de esta conferencia pronunciada en julio de 2005.
La formación permanente y la dimensión humana
Prof. Alfonso Carrasco Rouco (Facultad de Teología "San Dámaso", Madrid)
"La formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está el sacerdote". En efecto, la formación permanente es una llamada a vivir conscientemente la propia identidad personal, renovada por la vocación recibida del Señor. Es, por tanto, una reafirmación de la esperanza, de la riqueza de vida, de amor y de sentido, que fundamenta la propia vida y ha determinado la propia ordenación. Pero, al mismo tiempo es una invitación a la vigilancia, a responder con la propia libertad al don de Dios, a no dar por descontado el cumplimiento de la propia existencia y de la propia misión.
En este sentido, la formación permanente, vivida como expresión e instrumento para un mejor seguimiento de Cristo, está llamada a contribuir al crecimiento personal de cada uno hacia su madurez. Este camino hacia la plenitud de la propia humanidad es imprescindible para la vida del sacerdote y para su ministerio; pues, de alguna manera, es la expresión primera de la propia fe en Jesucristo, que "ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad", libera del mal y acompaña la vida de quien lo sigue hacia su destino pleno. Si el sacerdote no pudiera reconocer en su existencia los frutos del don de Dios, se debilitaría la entrega personal y el cumplimiento de la propia misión. Del mismo modo, se desplegaría difícilmente en su ministerio la novedad humana que aporta el Evangelio; se empobrecería el testimonio vivido de la misericordia y de la salvación que anuncia, la capacidad de comprender y acoger los ruegos y las urgencias de los fieles, de iluminar y acompañar sus esperanzas y sus dificultades, sus dolores y sus alegrías.
Este crecimiento personal del sacerdote acontece, por supuesto, en la entrega cotidiana a la propia misión; no puede separarse del vivir la propia vocación, de la memoria del amor de Dios, de la relación personal y sacramental con Él, del anuncio del Evangelio, de su cercanía a la vida de sus fieles en todas las circunstancias, especialmente en las dolorosas. Pues sólo la realización en acto manifiesta la verdad profunda de la propia fe y de la propia vocación: que lo humano es verdaderamente comprendido, redimido y conducido a plenitud por obra y en el encuentro con el Señor Jesús.
Esta experiencia es esencial para el sacerdote, para su vida y su misión. Por ello, tiene gran importancia la reflexión, el esfuerzo de comprensión y de juicio inteligente sobre la propia experiencia pastoral, a lo que está llamada a servir también la formación permanente. Pues este crecimiento personal no es simplemente espontáneo, se paraliza si se separa de la propia experiencia de vida, pero se ralentiza también si esta experiencia no es acompañada por la inteligencia que la comprende a la luz de la fe y con la ayuda de los hermanos. La ausencia de esta dimensión verdaderamente fraterna, en la que es posible compartir y ayudarse a comprender el significado de la propia vivencia personal y pastoral, oscurecería el sentido de la formación permanente –destinada a cuidar, a reavivar el carisma recibido por cada uno– y disminuiría su fecundidad.
Por el contrario, si la formación permanente presta realmente atención a la vida del sacerdote, redundará muy positivamente en la relación de los presbíteros con sus fieles. Pues podrá experimentarse mejor la unidad y la cercanía del sacerdote con todos aquellos, laicos o religiosos, con los que compartirá más conscientemente el camino de la fe y de la entrega al Señor, la esperanza en su significado salvador para la propia vida en toda circunstancia. Y este ámbito de unidad vivida, de acompañamiento real, de verdadera comunión en el seguimiento de Cristo, facilitará a su vez el crecimiento personal, haciendo posible con la contribución y con los dones de todos lo que a la persona aislada, también al sacerdote, resultaría imposible.
Pues el Señor quiso que los dones dados a cada uno den fruto a favor de todos, de modo que así, en la unidad del Cuerpo, todos sus miembros, y por supuesto los presbíteros, lleguen "al estado de hombre perfecto, a la plena madurez en Cristo".