12. La relación entre el formador y el seminarista II

El formador en el seminario. 12. La relación entre el formador y el seminarista II (17 de enero)

 

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
- ¿No podría llegar a confundirse la motivación con el así llamado “lavado de cerebro”? ¿dónde radica la diferencia?
- ¿Cuál es la clave para saber motivar a los seminaristas?

Otros sacerdotes
- ¿Está de acuerdo en que se realice una labor preventiva y de vigilancia en el seminario? ¿no hay que confiar absolutamente en los seminaristas?
- Sabiendo que lo ideal es el equilibrio, ¿dónde hay más riesgo: en tener formadores “bonachones” o en que sean demasiado exigentes?

Seminaristas
- ¿Te gusta que tus formadores te repitan las cosas y estén atentos a tu formación? ¿o prefieres más bien que te dejen tranquilo, a tu ritmo?

Otros participantes
- La formación requiere bondad y exigencia. ¿Cómo encontrar el equilibrio?


 

12. La relación entre el formador y el seminarista II



Continuamos con las funciones del formador y su relación con los seminaristas.

Motivar

No basta enseñar. Hemos recordado más de una vez que el ser humano actúa por motivos. El formador debe motivar además de enseñar. El seminarista puede entender muy bien lo que se le enseña, incluso su por qué, y no estar realmente motivado a ello. Él no es un empleado, al que se le pide que cumpla su deber aunque no le interese en sí lo que hace. La verdadera educación es la maduración que nace desde dentro. Es preciso que la persona, después de entender las cosas, perciba su valor como valor para ella. Ese valor será su motor, su motivo.

Motivar es, pues, presentar a una persona aquellos valores que pueden resultar atractivos y eficaces para ella. En ese sentido, el formador tiene que saber adaptarse a cada uno: a su sensibilidad y a su mundo axiológico interior. Pero, por otra parte, es preciso apelar de modo especial a aquellos valores que son en sí mismos más hondos y más propios de la realidad para la que se pretende motivar. Son éstos los que podrán poner en movimiento el núcleo interior de la persona y los que superarán la prueba del tiempo. Podemos encontrarnos con un seminarista en el que esos valores profundos encuentran escasa resonancia. Se requiere entonces la habilidad suficiente para apelar a los valores que él espontáneamente percibe, aunque sean más bien superficiales, e ir conduciéndolo desde ellos hacia los otros, más importantes y duraderos.

Como veíamos antes, el motivo más hondo y más propio en la formación de un sacerdote es el amor a Cristo y a la humanidad. El formador debe saber presentar ese amor como estímulo principal en la vida del futuro sacerdote. Cuando el seminarista encuentra dificultades en su entrega, cuando pasa por momentos de oscuridad o desaliento, lo mejor que puede hacer el formador es decirle: "¿Por qué no vas a consultárselo al Señor? Búscalo en el sagrario, contémplalo en el crucifijo y pídele su luz y su fortaleza".

La destreza del formador le permitirá echar mano de todas aquellas motivaciones secundarias que pueden estimular al seminarista, también las meramente humanas. Es todo un arte. En unas ocasiones convendrá reconocer y alabar lo bien que el alumno ha realizado su labor; en otras será más eficaz en cambio espolear su amor propio haciéndole ver lo que le falta. Hay casos en que lo mejor es poner por delante un reto difícil y exigente; hay otros en que es más prudente pedir metas fácilmente accesibles. A veces es necesario llamar la atención seriamente; otras veces, por ejemplo en un momento de tensión o agobio, lo más acertado es ofrecer un rato inesperado de descanso y entretenimiento...

Cabría repetir aquí lo que se decía hace un momento a propósito de la necesidad de repetir las cosas. También la fuerza de las motivaciones se desgasta con el tiempo. Tampoco los valores son siempre comprendidos y asimilados a la primera. Una nueva presentación de un valor ya conocido puede hacer que vibre en la conciencia del seminarista con una fuerza quizás nunca experimentada. No sólo repetir de vez en cuando; se podría casi decir que el buen formador nunca pide nada, sobre todo cuando es costoso, sin ofrecer alguna motivación. Por último, puede ser útil observar que en el arte de la motivación cuenta mucho la fuerza y el calor con que el formador presenta los valores. Para que se entienda algo basta que se muestre con claridad. Pero para que se capte como valor es importante el testimonio de quien, con su modo de decirlo y de vivirlo, muestra que de verdad vale.


Guiar

Ahora bien, el realismo antropológico nos ayuda a recordar que el seminarista experimenta, como todos, la fuerza de las pasiones y el peso del propio egoísmo, que muchas veces tiran de él en dirección opuesta a su elección consciente y libre. Si es realista y sincero, él mismo se da cuenta de que necesita el apoyo de un guía.

Por otra parte, el formador es responsable de la comunidad del seminario. Debe pues guiar también todo lo que se refiere a la organización y la vida comunitaria en el centro de formación.
Por tanto, el formador, además de enseñar y motivar tiene la misión de guiar a los candidatos. Guía es el que enseña un camino, no señalándolo en el mapa, sino caminando por él junto al otro. El formador se convierte así en el maestro que acompaña al seminarista en su camino de preparación al sacerdocio.

El formador es responsable de la marcha del seminario y de la auténtica formación de los candidatos. Esto significa que él no puede desentenderse de lo que hacen o dejan de hacer. Debe estar atento, informarse -directamente o a través de sus colaboradores-, seguir de cerca el desarrollo de las actividades comunes, interesarse por el camino formativo de cada seminarista...
Es importante que el formador sepa confiar en los candidatos, y deje que se vea su confianza. Lo cual no significa, sin embargo, que cierre los ojos o suponga inocentemente que nunca puede haber desviaciones. Aquí la "inocencia" podría ser sinónimo de irresponsabilidad. Es el mismo interés sincero por el bien de los seminaristas el que le lleva a confiar en ellos y a desconfiar de la debilidad humana.

Gracias a esa actitud atenta, el formador podrá realizar una adecuada labor preventiva, fundamental en un buen sistema de educación. El buen guía sabe mirar adelante para detectar posibles obstáculos y poner en guardia a quienes le siguen. En el camino de un candidato al sacerdocio hay obstáculos y peligros generales, que dependen de la naturaleza misma del hombre. Es fácil, sobre todo con un poco de experiencia, saber cómo y cuándo pueden presentarse. Otros dependen del modo de ser de cada uno, o de circunstancias y situaciones concretas. A veces aparecen de improviso. Pero una mirada despierta puede preverlos con frecuencia. Esa previsión permitirá removerlos o al menos avisar al interesado. La importancia de este servicio del formador podría ser sintetizada con el refrán popular: "más vale prevenir que remediar".

Guiar consiste también en "estar presente". Es el único modo de que aquello de "caminar junto al otro" sea algo más que poesía. La mera presencia del formador entre los seminaristas puede constituir un auténtico elemento formativo, una especie de reclamo que les ayuda a recordar el propio deber.

Al guiar a sus seminaristas, el formador no está haciendo más que cumplir la dimensión profética de su sacerdocio, en medio de aquellos a quienes ha sido enviado. También él ha sido puesto como «centinela» (Ez 3,17). En ocasiones su servicio de autoridad requerirá firmeza en la exigencia. Cuando le cueste exigir podrá alentarle el recuerdo de las palabras del Señor al profeta Ezequiel: «por no haberle advertido tú... yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al justo... vivirá él por haber sido advertido, y tú habrás salvado tu vida» (Ez 3,20-21).

Podría parecer extraño, pero en realidad sólo el formador humilde sabe exigir. Por una parte, la humildad hace que no actúe por quedar bien ante los seminaristas. El respeto humano cohíbe la acción del formador, llevándole a buscar el aprecio de los demás, y a evitar en consecuencia todo lo que pudiera desfigurar su imagen de persona "abierta" y "buena". En realidad esas personas suelen crear más bien la impresión del "bonachón", y no logran conquistarse la confianza de los jóvenes que quieren formarse y buscan un guía claro y firme.

Pero además, se requiere la humildad profunda para que la firmeza de la exigencia no se convierta en dureza. La brusquedad no guía, aleja. Quizás una de las fórmulas educativas que más debería recordar todo formador es la concentrada en el adagio clásico: suaviter in forma, fortiter in re. No se trata de la simple contraposición de dos opuestos. Ambos elementos son expresión de una misma intencionalidad. La firmeza de fondo es verdaderamente educativa cuando se une a la suavidad en la forma. El formador tiene que ser completamente dueño de sí para no dejar que el orgullo, la impaciencia o el enfado determinen nunca su relación con los seminaristas. La humildad profunda y el interés genuino por el bien de los candidatos a él confiados le permitirán dominarse en momentos en que sería quizás fácil desahogarse con una salida brusca, o imponer a la fuerza su voluntad. Por otro lado, estas mismas actitudes harán posible que el formador sepa dejar pasar el momento en que el seminarista se encuentra cegado por la pasión, y esperar a que se haga la calma, para tratar el asunto en el momento oportuno, cuando pueda sea posible dialogar.

El formador tiene que ser consciente de que la vida ordinaria del seminarista es ya en sí exigente y dura. Él no tiene derecho a hacerle más pesada la carga con un trato desconsiderado. Menos aún con un trato despectivo. Los jóvenes son muy sensibles a la ironía y el desprecio de quienes están constituidos en autoridad, sobre todo cuando lo muestran en público. De igual modo, hay que evitar todo lo que pueda llevar a un enfrentamiento entre el seminarista y el seminarista -de nuevo sobre todo, pero no sólo, en público-. El mejor modo de ganarse el respeto de los alumnos es tratarlos con respeto sincero.

Por último, guiar la formación de los futuros sacerdotes es también impulsarla. El formador no debe concebir su papel como freno. Tiene que moderar y encauzar, eso sí, pero no frenar. Al contrario. La Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes activos, creativos, celosos en su servicio pastoral. El formador tiene que fomentar en sus seminaristas el sentido de iniciativa, de empresa y de trabajo.

Las funciones educativas de los formadores cuentan con diversos cauces en la vida del seminario. En ocasiones actuarán en público, a través de conferencias o reuniones. A este respecto se puede pensar, por ejemplo, en algunas reuniones periódicas con todos los seminaristas o con algún grupo, en las que se recuerden, ilustren y motiven algunos aspectos de la vida del seminario que quizás se han ido olvidando o no son vividos por todos correctamente. Otras veces será el contacto personal con un seminarista la mejor ocasión para explicar algún punto que parece especialmente útil para él o que no logra entender suficientemente, o para motivarle o guiarle a él personalmente. Contacto personal que puede darse en el ámbito de la dirección espiritual, pero también en la confesión cuando se trata de materias de conciencia y progreso espiritual, y hasta en el trato espontáneo y amigable de cada día.


Algunas actitudes generales del buen formador

En los párrafos anteriores hemos venido recordando, mientras comentábamos sus principales tareas, algunas actitudes propias del buen formador de sacerdotes. Podemos, sin embargo, recoger sintéticamente algunas otras, de carácter general, que determinan vigorosamente el estilo de su trabajo como formador.

El formador debe ser una persona cercana y accesible. Poco podrá ayudar personalmente a sus seminaristas si se encierra en su despacho y reduce su labor a supervisar a distancia la marcha del centro. Cercanía significa convivir con los alumnos, estar con ellos y entre ellos; acompañarles en las celebraciones litúrgicas, en las comidas, en los momentos de recreación... Mostrarse accesible es estar siempre dispuesto a tratar sus asuntos y a escucharles con atención.

Una de las cosas que todos más apreciamos de los demás, es que muestren interés por nosotros. Un buen formador se interesa por cada uno de los seminaristas. Es el formador que pregunta sinceramente a uno cómo va aquél asunto que le tenía preocupado, que visita al que está en enfermo y se encarga, si hace falta, de que le atienda un buen médico, que se alegra de veras con los éxitos y comparte también sus tristezas.

Un punto al que todos los seminaristas suelen ser muy sensibles es la universalidad en el trato por parte del formador. Todo lo que sepa a exclusivismo o favoritismo es perjudicial. Viceversa, un trato substancialmente igual para todos favorece la confianza de cada uno, porque demuestra que el formador no se deja guiar por simpatías o antipatías, sino por su deseo de ayudar a cada uno según sus necesidades. Es natural que el formador se entienda más fácilmente con unos que con otros. Hay jóvenes agradables en su trato, abiertos y amables, otros menos. Pero debe siempre esforzarse para estar igualmente disponible para todos. Sobre todo el formador ha de cuidar que no surja en él el rechazo o desprecio por ninguno de los seminaristas. Nunca habrá razón suficiente para ello.

Trato universal no significa trato anónimo o despersonalizado. Interesarse por todos significa interesarse por cada uno y actuar conforme a sus particularidades, sus necesidades, sus circunstancias actuales. A unos habrá que dedicarles mayor atención porque necesitan más orientación y apoyo. Habrá casos especiales que requerirán su preocupación y su tiempo para ayudarles a salir adelante. No será tiempo perdido. El día de mañana sentirá quizás la satisfacción de ver convertido en un santo sacerdote a aquél seminarista problemático que con esfuerzo logró salvar del naufragio. A otros convendrá ayudarles especialmente para que desarrollen al máximo sus especiales dotes espirituales, humanas o intelectuales. En todo grupo humano hay algunos que influyen especialmente sobre los demás. Es muy oportuno identificarlos y ayudarles a potenciar su liderazgo en provecho de todo el seminario y en función de su futuro apostolado.

Al conocer a los candidatos, el formador conocerá también necesariamente sus defectos y sus límites. El buen formador debe saber comprender y aceptar a cada uno como es. Es inútil pretender que sea perfecto. Es perjudicial pretender que sea como a uno le gustaría que fuera. Al fin y al cabo es Dios quien lo ha escogido para el sacerdocio tal cual es. El formador debe acogerlo y colaborar con él y con el Espíritu Santo para que madure y se trasforme en Cristo de acuerdo con el plan eterno de Dios.

Esa transformación interior de las personas suele ser lenta, con frecuencia imperceptible y no siempre progresiva. La gracia actúa de modo misterioso, en ocasiones inesperado. Las ideas, los motivos, pero sobre todo los hábitos de vida se asimilan poco a poco. El comportamiento humano sufre frecuentes altibajos, y a veces se tiene la impresión de que el seminarista no avanza, o incluso pierde el terreno que ya había conquistado. Es necesario ser paciente y no desesperar. El formador paciente sabe esperar la hora de Dios y adaptarse al ritmo de su gracia. Comprende que tiene que ser el mismo seminarista quien entienda y acepte libremente lo que se le propone. Si percibe que el seminarista se encuentra en un momento difícil y es incapaz en ese instante de entender o aceptar algo, no tiene prisas, no presiona ni se precipita. Ya llegará un momento más propicio.

Todo esto requiere una buena dosis de prudencia. No se pueden formular reglas precisas sobre cómo conviene comportarse con cada persona en cada situación particular. Es la virtud de la prudencia la que ayuda a aplicar los principios generales a los casos particulares. La prudencia exige reflexión, discernimiento, análisis sereno de las circunstancias. No se trata solamente de un modo natural de ser. Es algo que se puede ir adquiriendo y perfilando, sobre todo con su esfuerzo diario por actuar en la práctica de modo prudente. El formador joven puede aprender mucho trabajando al lado de otros formadores experimentados, consultándoles sus dudas y observando su comportamiento en el trato educativo con los seminaristas.


LECTURAS RECOMENDADAS

1. Recomendamos la lectura de los números 23 a 42 del documento “Directrices sobre la preparación de los formadores de seminarios” (Congregación para la Educación Católica, 4 de noviembre de 1993).

2. Aunque dirigido a los miembros de Institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, también puede ser útil la lectura de la reciente instrucción “El servicio de la autoridad y de la obediencia” (Congregación para los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, 11 de mayo de 2008), especialmente los números 4 al 12. http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccscrlife/documents/rc_con_ccscrlife_doc_20080511_autorita-obbedienza_sp.html


 

"Directrices sobre la preparación de los formadores de seminarios”

III. CRITERIOS PARA LA ELECCIÓN DE LOSFORMADORES

Premisa



23. Respecto a los criterios para la elección de los formadores, la
Iglesia se muestra muy exigente. Según el decreto «Optatam toiius»
«los superiores y los profesores han de ser elegidos de entre los mejores
»!". Sobre este punto, el Concilio se hace eco de la encíclica de
Pío XI «Ad catholici sacerdoti», donde se dirige a los obispos la siguiente
exhortación: «Se ponga, ante todo, un cuidado especial en la
elección de los superiores y de los maestros... Dad a vuestros colegios
los mejores sacerdotes; no os pese el sustraerlos de tareas en
apariencia más importantes, pero que no se pueden parangonar con
esta obra capital e insustituible".
Tal preciso deber ha de entenderse en el sentido de una apremiante
invitación a considerar el problema de los formadores como
una de las prioridades pastorales más importantes. Nada se debe dejar
por hacer en las diócesis para poder dotar a los seminarios del
personal dirigente y docente que necesitan.

24. Las cualidades esenciales exigidas, de las que hablan los documentos
citados, han sido especificadas en «Pastores dabo vobis»16, en la «Ratio fundamentalis»
y, luego, en las «Ratio» nacionales en un modo más explícito y amplio.
Entre otras, se señalan la necesidad de poseer un fuerte espíritu de fe,
una viva conciencia sacerdotal y pastoral, solidez en la propia vocación,
un claro sentido eclesial, la facilidad para relacionarse y la capacidad de liderazgo,
un maduro equilibrio sicológico, emocional y afectivo, inteligencia unida
a prudencia y cordura, una verdadera cultura de la mente y del corazón,
capacidad para colaborar, profundo conocimiento del alma juvenil
y espíritu comunitario.

25. La vocación de formador supone poseer, por un lado, un
cierto «carisma», que se manifiesta en dones naturales y de gracia y,
por otro, en algunas cualidades y aptitudes que se han de adquirir.
Siempre que se hable de la personalidad del formador se deberá considerar
este doble aspecto: cada una de las características que deseamos
en el formador de seminario presenta elementos, que son, por
así decirlo, innatos unos, y otros que se deben adquirir gradualmente
mediante el estudio y la experiencia.
La individualización de los criterios para la elección de los formadores
supone siempre un ideal que refleja las cualidades arriba indicadas,
junto a muchas otras que se pueden deducir del conjunto de
objetivos formativos indicados por «Pastores daba vobis».
Aquí, seguidamente, se buscará presentar una rica relación de
ellas, sin pretender por ello que todas esas dotes y facultades se encuentren
en grado perfecto en cada persona. Se quiere ofrecer sola-
mente un punto de referencia para la búsqueda y selección de los formadores,
que pueda al mismo tiempo servir de criterio para programar
su formación, y para evaluar su servicio. Aun teniendo presentes
los límites impuestos por las situaciones concretas y las posibilidades
humanas, no se ha considerado inútil poner el ideal un poco por encima
de tales presumibles limitaciones, a fin de que constituya un
constante reclamo y estímulo hacia la superación.

A) Rasgos comunes a todos los formadores de los Seminarios

1. Espíritu de fe

26. El objeto y el fin de la tarea educativa en el seminario pueden
ser comprendidos solamente a la luz de la fe. Por esta razón, el formador
debe ser en primer lugar hombre de fe firme, bien motivada y
fundada, vivida en profundidad de modo que se transparente en todas
sus palabras y acciones. Animada por la caridad, la fe irradia en
la vida el gozo y la esperanza de una dedicación total a Cristo y a su
Iglesia. Se manifiesta en la elección de una vida evangélica y en una
adhesión sincera a los valores morales y espirituales del sacerdocio,
que trata de comunicar con prudencia y convicción. Ante la diversidad
de opiniones en el campo dogmático, moral y pedagógico el formador
se inspira en los criterios dictados por la fe, siguiendo con cordial
e inteligente docilidad las orientaciones del Magisterio. De esta
manera se siente «maestro de la fe» de sus alumnos, les hace descubrir
su belleza y sus valores vitales, y se muestra sensible y atento a su
camino de fe, ayudándoles a superar las dificultades.

27. El formador que vive de fe educa más por lo que es que por
lo que dice. Su fe se traduce en un coherente testimonio de vida sacerdotal,
animada de celo apostólico y de vivo sentido misionero.
«Adviertan bien los superiores y profesores que de su modo de pensar
y de su manera de obrar depende en gran medida el resultado de
la formación de los alumnos-l". Ellos manifiestan de manera sencilla
y apropiada la belleza y las riquezas espirituales, como también la fe-
cundidad de las buenas obras que brotan de una fe vivida en el ejercicio
del ministerio y de la vida sacerdotales. Quien ha encontrado, en
la perspectiva de la fe, el sentido de la vida en el propio sacerdocio es
capaz de irradiar el gozo de la propia vocación y de comunicarlo a los
demás.
El espíritu de fe va acompañado y sostenido por el amor a la oración.
Los seminaristas necesitan, hoy más que nunca, ser educados
«al significado humano profundo y al valor religioso del silencio»,20
como condición para conocer y experimentar el sentido auténtico de
la oración, de la liturgia, del culto eucarístico y de una verdadera devoción
mariana. Los maestros de la fe deben pues llegar a ser para
sus alumnos verdaderos maestros de oración y de ejemplares celebraciones
litúrgicas.

2. Sentido pastoral

28. «Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está
orientada a prepararlos de una manera específica para comunicar la
caridad de Cristo, buen Pastor. Por tanto, esta formación, en sus diversos
aspectos, debe tener un carácter esencialmente pastoral».21
Todos los formadores deben preocuparse en valorar cada uno de los
aspectos formativos teniendo presente este fin principal del seminario.
Especialmente los profesores, sin descuidar el aspecto científico
de su enseñanza, pondrán en evidencia su valor pastoral y harán que
«concurra armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias de
los alumnos al misterio de Cristo... de forma que adviertan el sentido
de los estudios eclesiásticos, su plan y su finalidad pastoral»22.
Los formadores cultivarán esta sensibilidad de la propia participación
en la caridad pastoral de Cristo, vivida en el ministerio desempeñado
antes de su nombramiento, y cultivada con generosidad
-aunque dentro de los límites que les permita su compromiso en el
seminario- incluso durante el servicio educativo. En sus diversas intervenciones
educativas, tratarán de que los seminaristas se abran cada
vez más «a la exigencia -hoy fuertemente sentida- de la evangeli-
zación de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe»23, haciéndoles
así «amar y vivir la dimensión misionera esencial de la Iglesia
y de las diversas actividades pastorales".

3. Espíritu de comunión

29. Los formadores vivan «una muy estrecha unión de espíritu y
de acción y formen entre sí y con los alumnos una familia que responda
a la oración del Señor: «que sean una sola cosa» (d. Jn 17,11)
Y fomenten en los alumnos el gozo por su propia vocación".
Esta comunión, competentemente pedida por el Concilio, toca de
cerca a la naturaleza del sacerdocio ministerial y al ejercicio de su ministerio.
Como se expresa al respecto «Pastores daba vobis», «precisamente
porque dentro de la Iglesia es el hombre de la comunión, el
presbítero debe ser, en su relación con todos los hombres, el hombre
de la misión y del diálogo»26. Se puede decir que el formador es auténtico
en su servicio y que responde a las exigencias de su ideal sacerdotal,
sólo en la medida en que se sabe comprometer y sacrificar por la
unidad, cuando en su pensamiento, en sus actitudes y en su oración refleja
solicitud por la unión y cohesión de la comunidad a él confiada.
Este aspecto de la labor educativa requiere dones de naturaleza y
de gracia, y es alimentado con una particular docilidad al Espíritu
Santo, vínculo de unidad en la vida íntima divina y en la vida de la
Iglesia.
Inspirándose en una verdadera «eclesiología de comunión», los
formadores estarán en condiciones de educar a la comunidad del seminario
«a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad,
de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de
la justicia y la paz. En primer lugar con los hermanos de las otras Iglesias
y confesiones cristianas; pero también con los fieles de otras religiones
y con los hombres de buena voluntad".

30. Como ya hemos señalado, este principio de comunión se
traduce en una espontánea y fraterna capacidad de colaboración.
En torno al rector, quien tiene en el seminario la responsabilidad
mayor y más onerosa, los formadores deben ser capaces de converger,
sobre todo cuando se trate de establecer o salvaguardar la unidad
del proyecto educativo. En la elaboración del reglamento de disciplina,
del programa de estudios, de la formación espiritual, pastoral y litúrgica
se requiere un mutuo acuerdo, y la disposición de considerar
los objetivos comunes y los criterios de discernimiento dados por la
Iglesia y por el obispo como normativos y prevalentes por encima del
punto de vista particular.
Este espíritu de colaboración y de entendimiento es de fundamental
importancia, en modo especial, en la adopción de los criterios de
discernimiento vocacional para la admisión de los candidatos en el
seminario y a las órdenes sagradas. Respecto a esto, quedando a salvo
las distintas funciones y las responsabilidades diferentes, todos los
miembros del equipo dirigente deben sentirse corresponsables, demostrando
la capacidad de dar juicios certeros y conformes a las normas
de la Iglesia. Pero también en otras situaciones es necesario tener
siempre presente que para el éxito de la formación son
responsables no sólo el rector o el director espiritual, sino todos los
miembros del equipo educativo.

31. Una reflexión aparte merece el espíritu de colaboración que
ha de establecerse entre los profesores de las distintas disciplinas.
Han de ser conscientes de que forman un único organismo, preocupándose
de las relaciones mutuas entre las diferentes materias y de
su unidad/". Esta tarea se presenta difícil en tiempos de difuso pluralismo
teológico y de fragmentación de los cuerpos docentes, obligados
a menudo a recurrir a la colaboración ocasional de profesores externos.
Pero la dificultad exige una capacidad de colaboración
todavía más intensa.

32. Un problema especial lo constituye la necesidad de establecer
una buena armonía entre la enseñanza teológica y la línea formativa
del seminario con su visión del sacerdocio y de las varias
cuestiones concernientes a la vida de la Iglesia. Y si tal espíritu de
entendimiento se ha de reforzar siempre en los centros que imparten
la enseñanza teológica internamente, con mayor razón ha de
serlo en aquellos casos en los que los estudios se realizan en Facultades
teológicas o en otros Institutos de estudios teológicos. A tal
propósito «el profesor de teología, como cualquier otro formador,
debe estar en comunión y colaborar abiertamente con todas las demás
personas dedicadas a la formación de los futuros sacerdotes, y
presentar con rigor científico, generosidad, humildad y entusiasmo
su aportación original y cualificada.´´´ Teniendo en cuenta la fluidez
y complejidad actual de los problemas en los campos teológico,
pastoral y educativo, se debe ser consciente de que la deseada unidad
de espíritu y de acción sigue siendo para los formadores un
ideal que se ha de ir conquistando día a día, no pudiendo conseguirse
de una vez por todas. Su capacidad de colaboración, su sentido
de comunión están sometidos a una necesaria evaluación continua,
y exigen, por lo tanto, personalidades particularmente
equilibradas y cualificadas en este sentido.

4. Madurez humana y equilibrio psíquico

33. Se trata de un aspecto de la personalidad que es difícil definir
en abstracto, pero que corresponde en concreto a la capacidad para
crear y mantener un clima sereno, de vivir relaciones amistosas que
manifiesten comprensión y afabilidad, de poseer un constante autocontrol.
Lejos de encerrarse en sí mismo, el formador se interesa por
el propio trabajo y por las personas que le rodean, así como también
por los problemas que ha de afrontar diariamente. Personificando de
algún modo el ideal que él propone, se convierte en un modelo a imitar,
capaz de ejercer un verdadero liderazgo y, por tanto, de comprometer
al educando en el propio proyecto formativo.
La importancia de este fundamental rasgo de la personalidad se
ha de tener siempre presente, incluso para evitar fallos pedagógicos,
los que pueden darse en formadores insatisfechos, exacerbados y ansiosos.
Ellos traspasan sus dificultades a sus alumnos, deprimiéndolos
y obstaculizando su normal desarrollo humano y espiritual.

34. Unida íntimamente a la madurez está la sabiduría, entendida
como el verdadero conocimiento de sí mismo, de la propia valía y de
los propios límites honestamente reconocidos y responsablemente
aceptados. Un formador maduro es capaz de poseer una buena distancia
crítica de sí mismo, está abierto para aprender, sabe aceptar
las críticas y observaciones y está dispuesto a corregirse. Sólo así sabrá
ser justo también en las exigencias a los demás, sin olvidar la fatiga
y las limitaciones que incumben a la humana capacidad. Una buena
y permanente predisposición a apreciaciones prudentes,
equilibradas y a la paciencia hará de modo que el sentido del deber
no sea confundido nunca con un descorazonador rigorismo, y que el
amor comprensivo no se transforme en indulgente condescendencia.

5. Límpida y madura capacidad de amar

35. Es importante asegurar en los formadores, como parte integrante
de la madurez global antes mencionada, y, al mismo tiempo,
como su consecuencia esencial, un buen grado de madurez
afectiva. Con esta expresión se entiende el libre y permanente control
del propio mundo afectivo: la capacidad para amar intensamente
y para dejarse querer de manera honesta y limpia. Quien la
posee, está normalmente inclinado a la entrega oblativa al otro, a
la comprensión íntima de sus problemas y a la clara percepción de
su verdadero bien. No rechaza el agradecimiento, la estima o el
afecto, pero los vive sin pretensiones y sin condicionar nunca a
ellos su disponibilidad de servir. Quien es efectivamente maduro jamás
vinculará los otros a sí; estará, por el contrario, en condición
de cultivar en ellos una afectividad igualmente oblativa, centrada y
basada en el amor recibido de Dios en Cristo Jesús y a Él siempre,
en última instancia, referida.
La Exhortación postsinodal subraya en varios de sus párrafos la
importancia de este aspecto de la formación de los futuros sacerdotes:
no será posible garantizarles el necesario crecimiento hacia el dominio
sereno y liberalizador de esta afectividad madura, si los formadores
no son los primeros en ser ejemplo y modelo".

36. Los formadores, por tanto, necesitan un auténtico sentido
pedagógico, esto es, aquella actitud de paternidad espiritual que se
manifiesta en un acompañamiento solícito, y al mismo tiempo respetuoso
y discreto, del crecimiento de la persona, unido a una buena
capacidad de introspección, y vivido en un clima de recíproca confianza
y estima.
Se trata de un carisma especial que no se improvisa. El sentido
pedagógico es, en cierta manera, innato, y no puede ser aprendido
como una teoría, ni sustituido por actitudes meramente externas; al
mismo tiempo, el ejercicio atento y autocrítico del servicio educativo,
y un buen conocimiento de los principios de una sana sicopedagogía
lo pueden desarrollar y perfeccionar.

6. Capacidad para la escucha, el diálogo y la comunicación

37. De estas tres aptitudes depende en gran parte el éxito de la
labor formativa. De un lado, se encuentra el formador en su papel de
consejero y guía y, del otro, el alumno como interlocutor invitado a
asumir actitudes por libre iniciativa. Para el establecimiento de esta
relación son muy decisivas las intervenciones sicológicamente acertadas
y bien dosificadas del formador. Es preciso evitar, por una parte,
un comportamiento demasiado pasivo que no promueve el diálogo;
y, por otra, una intromisión excesiva que pueda bloquearlo. La capacidad
de una comunicación real y profunda logra alcanzar lo más
profundo de la persona del alumno; no se contenta con una percepción
exterior, en el fondo peligrosamente ilusoria, de los valores que
se quieren comunicar; suscita dinamismos vitales a nivel de la relacionalidad,
que ponen en juego las motivaciones más auténticas y radicales
de la persona, al sentirse escuchada, estimulada y valorizada.
Tales contactos deben ser frecuentes a fin de estudiar el camino,
señalar las metas, acomodando al paso de cada uno la propuesta
educativa, y logrando de esta manera descubrir el nivel en el que se
encuentran los verdaderos problemas y las verdaderas dificultades de
cada persona.

38. Para ser capaces de ello, los formadores deben poseer no só-
lo una normal perspicacia, sino también los conocimientos fundamentales
de las ciencias humanas acerca de las relaciones interperso
nales y de las dinámicas de la toma de decisión en la persona. Los jóvenes
de hoy generalmente son generosos, pero frágiles, sienten una
fuerte, con frecuencia excesiva, necesidad de seguridad y de comprensión;
manifiestan la impronta de un ambiente familiar y social no
siempre sano, que es necesario curar e integrar con gran tacto pedagógico
y espiritual.

39. Para cumplir eficazmente su tarea el formador debe ser buen
comunicador, capaz de presentar los valores y los conceptos propios
de la formación de una manera clara y adaptada a la receptividad de
los alumnos. Por tanto, el seminario, con el planteamiento mismo de
la labor pedagógica, debe ser una escuela de comunicación que,
mientras estimula la verdadera vitalidad, prepara a los futuros sacerdotes
para los delicados deberes de la evangelización.
En un reciente documento, la Congregación para la Educación
Católica habla de la necesidad de crear un clima de comunicación entre
los alumnos entre sí y con los formadores, que los entrene al frecuente
diálogo interpersonal y de grupo, a cultivar la propiedad del
lenguaje, la claridad de la exposición, la lógica y la eficacia de la argumentación,
para integrar las comunicaciones prevalentemente unidireccionales
típicas de una cultura de la imagen en la que prevalece
el influjo de los «mass medía».
Igualmente, los profesores, en cuanto les compete, han de procurar
la máxima comunicabilidad, actualizando el propio lenguaje, teniendo
en cuenta las exigencias de una verdadera inculturación de las
verdades de la fe: «Todos indistintamente, en unión de voluntades y
de corazones, tiendan a aquella comunión que según la fe cristiana
constituye el fin primario y último de toda comunicación».

40. Deber de los formadores es también el de mantener viva la
comunidad educativa, orientarla y estimularla a fin de que alcance sus
fines. Es una actividad que exige previsión, llevar a cabo y guiar los
procesos en los que puedan madurar actitudes de participación responsable
y de disponibilidad a un generoso y diligente compromiso
en el seno de la comunidad. Para ello, se requiere saber gobernar las
diversas instancias y funciones de la comunidad educativa y los sub-
sectores que componen la comunidad más amplia del seminario, con
una sabia elección de los medios adecuados para coordinar, motivar
y dirigir las energías de todos hacia el fin prefijado.
Además de las cualidades naturales que pueda poseer, el formador
procurará adquirir los principios metodológicos que regulan la organización
y buena conducción de una compleja trama de relaciones
y responsabilidades.
La atención que se debe reservar a este respecto, manifestada,
por ejemplo, en la dinámica de grupo o en los métodos activos de la
enseñanza, no tiene otro fin que el de obtener un mayor y más profundo
compromiso de los alumnos en el proceso formativo, en el
cual todos deben tomar parte activa y no meramente ser objeto. Cada
candidato efectivamente «debe sentirse protagonista necesario e
insustituible de su formación".

7. Atención positiva y crítica a la cultura moderna

41. Iluminado por la riqueza cultural del cristianismo, que se funda-
menta en las fuentes bíblicas, litúrgicas y patrísticas, el formador de los
futuros sacerdotes no puede prescindir de un amplio conocimiento de
la cultura contemporánea. En efecto, el conocimiento de todo lo que
contribuye a plasmar la mentalidad y los estilos de vida de la sociedad
actual favorece grandemente la acción educativa y su eficacia. Esto tiene
validez en relación con el mundo industrializado occidental, con las
culturas indígenas de los territorios de misión, y también con los sectores
particulares de obreros, de campesinos, etc. Tal bagaje intelectual
ayuda al formador a comprender mejor a sus alumnos y a desarrollar
para ellos una pedagogía apropiada, enmarcándola en el contexto cultural
de nuestro tiempo. Piénsese, por ejemplo, en la diversidad de corrientes
de pensamiento, en los rápidos cambios de las condiciones políticas
y sociales, en las creaciones literarias, musicales y artísticas en
general, divulgadas con gran celeridad por los medios de comunicación
social, en los logros tecnológicos y científicos con sus incidencias en la
vida. Un conocimiento profundo, a la vez positivo y crítico, de estos fenómenos
contribuye notablemente a una´ transmisión orgánica y eva-
luadora de la cultura contemporánea, facilitando en los alumnos una
síntesis interior a la luz de la fe.
Síntesis que el formador deberá haber conseguido en sí mismo y
que deberá actualizar constantemente, mediante una amplia información
científica, pero también filosófica y teológica, sin la que no existe
una verdadera integración del saber humano".

42. Todo esto presupone en el formador una sana apertura de espíritu.
Lejos de encerrarse y replegarse dentro de sí, el formador debe
ser sensible a los problemas de las personas, de los grupos sociales,
de la Iglesia en su conjunto. Debe ser un hombre «magnánimo,
esto es, de amplias miras, que le permitan comprender los acontecimientos
con sus causas, su complejidad y sus implicaciones sociales y
religiosas, tomando las oportunas distancias de toda actitud superficialmente
emotiva y ligada a lo efímero y del momento.