11. La relación entre el formador y el seminarista I

El formador en el seminario. 11. La relación entre el formador y el seminarista I. 14 de enero

 

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
- ¿Considera realista que se pueda establecer entre el formador y el seminarista una relación cercana, amistosa, caracterizada por la sinceridad, por la sencillez, por la apertura, la deferencia y la cordialidad? ¿ha sido ésta su experiencia?

Otros sacerdotes
- ¿Cree que –en general– los seminaristas se sienten atraídos y estimulados por el testimonio de vida de sus formadores y de los sacerdotes con los que tienen contacto?

Seminaristas
- ¿Crees que realmente tus formadores te conocen? ¿colaboras con ellos para que así sea y lo consideras importante por tu propio bien?

Otros participantes
- ¿Cómo se puede ayudar a otro a “formar su conciencia”, si ésta es lo más íntimo y personal del hombre?


 

11. La relación entre el formador y el seminarista I


El crecimiento humano y espiritual de la persona depende en gran parte de sus relaciones con los demás. Por ello, en todo proceso educativo -si ha de ser éste más que mera transmisión de información- la relación entre el formador y el seminarista constituye una de las facetas más importantes. Es en esa relación donde el formador puede ir ayudando personalmente a cada seminarista en su esfuerzo formativo.

Si no se logra establecer una correcta relación entre formador y seminarista, si los formadores se convierten en simples profesores o administradores, o los seminaristas viven su vida totalmente al margen de ellos, la tarea formativa puede quedar seriamente comprometida.

De la visión del formador como representante de Dios y de la Iglesia se deduce que la relación entre él y los seminaristas se debe situar, en primer lugar, sobre una base de fe. Es una relación que nace de una llamada divina. Es Dios quien quiere actuar a través de ese encuentro entre formador y seminarista, que por tanto no puede ser reducido a una simple amistad fortuita, o al trato profesional entre maestro y alumno o entre psicólogo y paciente. El formador debe ser el primero en ver así las cosas, y debe ayudar desde el inicio al seminarista a hacer otro tanto.

En ocasiones el trato con el formador es una tarea ardua para el seminarista. Su temperamento, sus circunstancias personales, su natural tendencia a la autoafirmación e independencia... pueden llevarle al alejamiento de todo aquél que representa alguna autoridad. También el formador puede experimentar dificultad para tratar con algún alumno. Pueden surgir antipatías, de uno u otro lado, o de ambos a la vez, difíciles a veces de superar en un plano meramente humano. Sin embargo, si se ha logrado una profunda visión sobrenatural en el trato mutuo, esas dificultades no serán absolutamente determinantes, y podrían ser superadas.

Ahora bien, el aspecto sobrenatural de esta relación no suprime los elementos humanos del trato personal. En la relación entre formador y seminarista entran en juego de modo finísimo la sensibilidad humana y la bondad cristiana, la intuición natural y la luz de Dios. Corresponde, por tanto, al formador y al seminarista prestar su colaboración y su buena voluntad para llegar a entablar una relación cercana, amistosa, caracterizada por la sinceridad, por la sencillez, por la apertura, la deferencia y la cordialidad.

Ese trato franco y amable (principalmente con el director espiritual) favorece notablemente la apertura de conciencia por parte del seminarista. El seminarista puede entonces confiar sus dudas y problemas, sin miedo ni reparos, en un clima de confianza mutua. Encontrará en el formador un apoyo personal y concreto, recibirá a través de sus orientaciones importantes luces y gracias de Dios, y podrá incluso desahogarse en los momentos de tensión.


Las funciones del formador

Al formador corresponde, por su parte, no sólo entablar rectamente su relación con cada seminarista sino actuar a través de ella hasta lograr las metas de formación que hemos ya esbozado arriba.


Orar, sacrificarse, testimoniar

La primera tarea que puede realizar todo formador en bien de los seminaristas es ofrecer su oración personal por ellos. El sabe que «toda dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces» (St 1,17). Así, como Pablo, ora y repite sin cesar: «con este objeto rogamos en todo tiempo por vosotros: que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien» (2 Ts 1,11). Pide las gracias que los seminaristass tal vez no se atreven a pedir para sí. Como Cristo, pide que ninguno de los que le han sido confiados se pierda (cf. Jn 17,12ss). Suplica también por sí mismo para que Dios ilumine su mente y su corazón y llegue a ser un guía sensato (cf. 1 Re 3,9; Sab 7,7).
A la oración añade el sacrificio personal que expía, que intercede, que gana gracias para sus seminaristass: «ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros...» (Col 1,24).

Uno de los instrumentos más eficaces con que cuenta el formador es su testimonio de vida sacerdotal: "Verba movent, exempla trahunt". El testimonio vivo es más eficaz y penetrante que los consejos, las motivaciones o las exigencias. Cuando el seminarista constata la coherencia y santidad de vida del formador, descubre en él un modelo de aquello que está buscando para sí, se siente inclinado a la estima, a la apertura, a la docilidad, a la imitación. Así cuando el formador propone algo, el seminarista lo acepta de antemano porque viene de esta persona que convence, porque vive primero él lo que luego predica. Modificando las palabras de Cristo, de los buenos formadores se debería poder decir: "Haced lo que os dicen e imitad lo que hacen" (cf. Mt 23,3).


Conocer profundamente a cada uno

Ahora bien, para que el formador pueda actuar debida y atinadamente resulta indispensable que tenga un conocimiento profundo de cada uno de los seminaristas. Este conocimiento le servirá para ayudar mejor a cada seminarista, para poder salir al paso de sus dificultades, para aplicar los recursos adecuados, para hacer referencia a las motivaciones que más le llegan a cada uno, etc.

El conocimiento del seminarista resulta indispensable para que los formadores, principalmente el rector, valoren rectamente la idoneidad del candidato para recibir las órdenes. De otro modo esta decisión tan importante se tomaría en base al resultado de alguna entrevista más o menos formal, o de una constatación lejana del modo de proceder del candidato.

Conocer al seminarista es conocer su temperamento, sus cualidades naturales, sus aptitudes. Es bueno también interesarse por la vida pasada del seminarista y el entorno familiar del que procede, especialmente aquello que pueda afectar a su vocación sacerdotal. Igualmente, conviene saber cómo se ha desempeñado en la etapa anterior de formación, cuáles han sido sus logros, sus mayores dificultades, sus actitudes, etc. Esto le permitirá adaptarse en seguida a la situación presente de cada seminarista sin tener que iniciar su conocimiento desde cero.

No se trata de un conocimiento adquirido de una vez para siempre. El interés sincero por el seminarista le impide "etiquetarlo" superficialmente basándose en alguna observación momentánea, o, peor aún, dejándose llevar por el "se dice". Al contrario, tratará de conocerlo personalmente, atento siempre a su situación presente, sin prejuicios de ninguna clase. Así podrá ajustar su proceder, día a día, especialmente cuando haya algún problema particular. Podrá escoger los recursos necesarios no sólo para esta persona, sino para esta persona aquí y ahora.

En este campo serán útiles los exámenes psicológicos que se pueden realizar en el momento de la admisión del candidato al seminario y en algún otro momento de su período de formación. Un medio imprescindible es el diálogo personal con cada uno. La persona es un misterio al que sólo nos podemos asomar si ella misma se autorrevela. Pero es importante también la observación concreta del comportamiento de cada uno. Son numerosas las ocasiones que tiene el formador para conocer el modo de actuar y reaccionar de los seminaristas si vive con y entre ellos y tiene verdadero interés por conocerlos bien, para así ayudarles lo mejor posible.

El buen pedagogo no sólo busca conocer al educando sino que le ayuda también a que él se conozca a sí mismo. Sobre todo en el diálogo personal puede invitarle a auto-analizarse, y comentar con él sus observaciones a propósito de su temperamento, su situación actual, etc. Si tenemos en cuenta el principio de la autoformación comprenderemos que es ésa una de las mayores aportaciones que el formador puede hacer al aspirante al sacerdocio.


Enseñar

En cuanto maestro, el formador está llamado a enseñar. El joven que ingresa al seminario se encuentra de pronto en un mundo desconocido. Toma contacto con una serie de valores, principios, normas y costumbres que son nuevos para él. Muchas cosas no las entiende, y no le es fácil captar por sí solo su sentido y su valor. Pero él no es un autómata. Necesita conocer para entender, de modo que pueda valorar y vivir libre y responsablemente todo lo que implica su vocación y su nueva vida. Por otra parte, esa vocación suya entraña también la función de enseñar. Tiene que hacerse con un amplio bagaje de conocimientos que deberá luego transmitir a los fieles, por ejemplo en el campo de la espiritualidad. Y tiene también que aprender el arte de enseñar. El mejor modo de aprenderlo será ver cómo lo ejercen sus formadores.

El horizonte de lo que un formador debe enseñar es muy amplio, y varía de acuerdo con las situaciones y necesidades de los seminaristas. Pero es evidente que lo más importante será la transmisión de los grandes principios de la vida cristiana y sacerdotal. En esos principios debe ser claro. Se requiere sentido de flexibilidad y adaptación, pero no se puede cambiar o dejar a un lado lo que constituye el entramado fundamental de la vocación sacerdotal. Buena parte de su labor de enseñanza consistirá en iluminar la conciencia del candidato, como primer requisito de su formación. Luego está todo el mundo del conocimiento de la vida espiritual, que el candidato necesita ir aprendiendo para irlo viviendo. Finalmente, hay que ilustrar lo que se refiere a las normas que rigen la vida del seminario, sus elementos disciplinares, sus costumbres...

En todos estos campos hay que enseñar desde luego el qué. Pero hay que presentar también su por qué: esas razones teológicas, pedagógicas, prudenciales o simplemente prácticas, que sostienen todo, desde los grandes principios hasta las costumbres del seminario.

En esta tarea el formador debe estar dispuesto a explicar con paciencia las cosas una y otra vez. No puede conformarse con decir: "yo ya lo he explicado, el que quiera entender que lo entienda". Hay momentos en que el candidato se encuentra cerrado en sí mismo. Hay cosas que se olvidan sin querer, o se sumergen tanto en los recovecos de la memoria que dejan de guiar el propio comportamiento. Es necesario repetir, ilustrar lo mismo desde otro ángulo... sembrar a voleo cuantas veces sea posible.


LECTURAS RECOMENDADAS

1. Recomendamos la lectura de los números 17 a 22 del documento “Directrices sobre la preparación de los formadores de seminarios” (Congregación para la Educación Católica, 4 de noviembre de 1993).
2. Aunque dirigido a los miembros de Institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, también puede ser útil la lectura de la reciente instrucción “El servicio de la autoridad y de la obediencia” (Congregación para los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, 11 de mayo de 2008), especialmente los números 4 al 12. http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccscrlife/documents/rc_con_ccscrlife_doc_20080511_autorita-obbedienza_sp.html


 

“Directrices sobre la preparación de los formadores de seminarios”



II. LOS FORMADORES Y LOS RESPONSABLES DE SU FORMACIÓN


17. Como claramente aparece en los Evangelios, la formación
de los Apóstoles fue una tarea que Jesús se reservó para sí, atribuyéndole
una importancia fundamental para la suerte futura de la
Iglesia. El confió más tarde esta tarea a los Apóstoles para que así
continuaran con la asistencia especial del Espíritu Santo su obra y
llegaran a ser, a su vez, formadores de sus discípulos y colaboradores.
Se puede decir, por tanto, que el Divino Maestro es el primer
inspirador y modelo de todo formador y que, por consiguiente, no
«hay verdadera labor formativa para el sacerdocio sin el influjo del
Espíritu de Cristo".
La ininterrumpida tradición de la Iglesia atestigua que los obispos,
sucesores de los Apóstoles, han ejercido esta misión de formadores
de los ministros de Cristo en servicio del pueblo de la nueva Alianza,
aunque ejerciendo esta inalienable responsabilidad de maneras diversas
según las distintas circunstancias ambientales e históricas, y utilizando
diferentes mediaciones y formas de colaboración. En efecto,
su misión comportaba de ordinario también la de escoger y preparar
idóneos formadores del futuro clero.

18. «El primer representante de Cristo en la formación sacerdotal
es el obispo´´: con estas palabras, la Exhortación apostólica postsinodal
afirma la responsabilidad del obispo en la formación inicial y
permanente de su presbiterio. El deber y el derecho propios y exclusivos
que pertenecen a la Iglesia para la formación de aquellos que
están destinados al sagrado ministerio7 , se ejercitan cuando el obispo
escoge, llama, prepara y admite al Sacramento del Orden a los candidatos
que juzga idóneos. De esta responsabilidad formativa de los
candidatos al sacerdocio deriva para el obispo la necesidad de que
"los visite con frecuencia y en cierto modo «esté» con ellos-".
No obstante, el obispo no puede normalmente desarrollar este
ministerio por sí sólo. El discernimiento vocacional y las tareas formativas
son tan complejas y graves que superan las posibilidades de
una sola persona. El obispo, por tanto, llama a otras personas para
que condividan con él una buena parte de sus responsabilidades en
este campo: debe escoger colaboradores especialmente capacitados
y cuidar de su formación con una atención y solicitud del todo particulares.
Necesita «sacerdotes de vida ejemplar» y «de personalidad
madura y recia... bajo el punto de vista humano y evangélico".
Los responsables y los profesores destinados al servicio educativo
en los seminarios son por consiguiente los colaboradores más directos
del obispo en su misión de formar el clero de su diócesis. Deben
ser conscientes, profundamente, de que tal misión la han recibido del
obispo, ejercerla estrechamente unidos a él y según sus orientaciones.
Se trata efectivamente de una actividad no privada, sino pública,
que forma parte de la estructura misma de la Iglesia: «El seminario es,
en sí mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia. En él, el
obispo se hace presente a través del ministerio del rector y del servicio
de corresponsabilidad y de comunión con los demás educadores»!".
Esto significa, por tanto, que se trata de un servicio eminentemente
eclesial, caracterizado por las relaciones de fraternidad y de
colaboración con los colegas, y de dependencia jerárquica en relación
con el obispo local, en comunión con el Sumo Pontífice, acogiendo
cordialmente sus directrices para la Iglesia universal.
El cumplimiento de los deberes directivos en el seminario requiere
sin embargo que el rector goce de una cierta autonomía, regulada
por el Código de Derecho Canónico (Cann. 238, 260, 261), Y
por el Estatuto y el Reglamento del seminario.

19. Análogo razonamiento, en la debida proporción y siempre
en referencia al Can. 659, 3 es válido para el derecho-deber
que corresponde a los Superiores Mayores de las Familias religiosas
y de las Sociedades de Vida apostólica canónicamente erigidas,
para brindar a sus comunidades los sacerdotes que necesitan para el
cumplimiento de su misión. Tal derecho-deber conlleva, efectivamente,
también para ellos, la responsabilidad de proveer, en conformidad
al n. 31 de las «Directrices sobre la formación en los Institutos Religiosos»,
a la preparación de los formadores de las comunidades en
las que los miembros de estas Familias de vida consagrada se preparan
al sacerdocio ministerial.

20 . Teniendo en cuenta las indicaciones de la Exhortación apostólica
«Christifideles laici» y de la Carta apostólica «Mulieris dignitatem
», citadas en la «Pastores dabo vobis», puede ser oportuno asociar
a la labor formativa del seminario «en forma prudente y adaptada a
los diversos contextos culturales, también fieles laicos, hombres y
mujeres, escogidos conforme a sus particulares carismas y probadas
competencias.
Espacios de fecunda colaboración podrán reservarse, también,
para los diáconos permanentes. La acción de estas personas «oportunamente
coordenada e integrada en las responsabilidades educativas
primarias, está llamada a enriquecer la formación sobre todo
en aquellos sectores en los que los laicos y los diáconos permanentes
son de ordinario especialmente competentes, tales como: la espiritualidad
familiar, la medicina pastoral, los problemas políticos, económicos
y sociales, las cuestiones de frontera con las ciencias, la bioética,
la ecología, la historia del arte, los medios de comunicación
social, las lenguas clásicas y modernas.

21. Útiles aportaciones formativas para los formadores del seminario
pueden provenir de parte de los sacerdotes en cura de almas y
de parte de los laicos comprometidos en el apostolado y en las asociaciones
y movimientos eclesiales. Los formadores pueden aprovechar
sus experiencias sobre los problemas que la vida diaria plantea a
la fe y a la pastoral´. Una relación asidua y viva de servicio y de estima
recíprocos entre seminario, presbiterio y comunidad diocesana es
premisa indispensable para que estas aportaciones a la formación de
los formadores puedan verificarse en toda su fecundidad.
Tal enraizamiento en la comunidad del presbiterio y de los fieles
se revela particularmente beneficioso en las diócesis que son ricas en
antiguas y sanas tradiciones educativas sacerdotales. Ellas modelan el
espíritu del seminario y de los formadores. Es preciso, por tanto,
apreciarlas y valorarlas en la preparación de los candidatos a las tareas
educativas, tratando no sólo de conservarlas, sino también de
transmitirlas, enriquecidas ulteriormente, a las generaciones futuras.

22. Toda la comunidad cristiana debe sentir como suyo el problema
de la elección y de la formación de los formadores del seminario.
Es éste un aspecto que no puede ser separado de la vida y responsabilidad
de la comunidad diocesana. La experiencia nos demuestra
que allí donde la fe es viva, los carismas suscitados por Dios pueden
actuar fructuosamente, al poder contar con la oración, el apoyo y la
solidaridad de muchos.
Sin embargo, la directa responsabilidad de la formación de los formadores
de los seminarios y de las casas religiosas corresponde al
obispo y a los superiores mayores.
Son ellos quienes deben preocuparse por garantizar a los colaboradores
que han elegido una adecuada y específica formación. Esto
lo deberán hacer sea por el contacto personal, sea mediante institutos
u otros medios apropiados.