Explicación sencilla de la misteriosa vida de la gracia


Juan Francisco Pozo
 



 

 

Cfr. Juan Francisco Pozo, La vida de la Gracia, Rialp, Madrid 1996, pp. 53-84

Sumario

La gracia como participación en la vida de Dios.- La gracia como divinización o endiosamiento del alma.- Hijos de Dios.- Hijos de Dios en Cristo.- Hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo.- Relación entre la gracia y la inhabitación de la Santísima Trinidad.- La gracia actual en la santificación.- Los caminos de la gracia.- La cooperación de la libertad.- Otros dones de la gracia.- Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.

 

Hemos visto en el capítulo anterior que la justificación es obra de la gracia de Dios. Y hemos adelantado que la gracia es una participación de la vida de Dios.

Esto es una novedad tan radical, que no es exagerado describirlo como un «nuevo nacimiento», el origen de una «nueva criatura», porque sin dejar de ser la misma persona humana, comienza a vivir en un orden que excede por completo sus capacidades naturales.

Podemos deslindar, para una mejor comprensión, dos cuestiones:

a) en qué consiste ese nuevo nacimiento;

b) qué cambio se produce en la persona que «nace» a la gracia.

La respuesta a la primera es: en participar de la vida de Dios; y a la segunda: el cambio que experimenta la persona con la gracia es una verdadera divinización.

La gracia como participación en la vida de Dios

«Había entre los fariseos un. hombre, llamado Nicodemo, judío influyente. Este vino a Él de noche y le dijo: Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él.

Contestó Jesús y le dijo: en verdad, en verdad te digo que si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios. Nicodemo le respondió: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?

Jesús contestó: en verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,1-5).

La conversación nocturna de Jesús con Nicodemo se abre con la pregunta de éste a Jesús; tanto la pregunta como la respuesta del Señor sugieren que Nicodemo se ha hecho una idea excelente del Maestro, pero muy corta; alguien que viene de Dios, posiblemente otro profeta en línea con los anteriores, si bien de una santidad del todo singular. Y quiere conocerle y escuchar de Él su doctrina.

Jesús no empieza a tratar alguno de los temas que quizá podría esperar Nicodemo; comienza revelándole una verdad asombrosa: lo que Él nos va a traer supone una vida nueva, requiere un nacimiento nuevo (Cfr Jn 3,3.8 y nota en Santos Evangelios, Universidad de Navarra)No son planteamientos doctrinales más atractivos, o una conducta moral más elevada. Es infinitamente más.

La vida nueva que menciona Jesús es vivir en el «hogar», en la familia del Padre, Hijo y Espíritu Santo, no como un extraño sino como un hijo que puede llamar con propiedad Padre a Dios.

a) La gracia es vida.- La gracia es precisamente esa vida nueva que Dios nos proporciona, cuyos rasgos esenciales podemos resumir en las siguientes palabras del Catecismo: «La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria» (CEC, 1997).

b) La gracia supone un «nacimiento».- La introducción en la vida divina no sucede como término de un progreso espiritual que el hombre pueda llevar a cabo con su conocimiento y voluntad, con sus solas fuerzas: «Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo El puede revelarse y darse a sí mismo» (CEC, 1998). De aquí se pueden extraer varias consecuencias:

—Dios es el autor de la gracia y el hombre el que la recibe;

—hay un cambio desde la no posesión a la posesión; y por tanto se da un comienzo en poseer vida;

—la vida que se inicia es semejante en naturaleza a la de su Autor.

Estas tres características ponen de manifiesto que lo que sucede al recibir la gracia es verdaderamente un «nacimiento», el nacimiento de un hijo: la vida de la gracia «consiste en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: "A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; el cual no nació de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios" (...)» (EV, 37)

Quien nace de Dios empieza una vida «nueva». Todo ser vivo tiene un principio vital que es el alma. La cuestión que ahora se plantea es: ¿cuál es el principio vital -el «alma»- del que vive en gracia?

La respuesta nos la proporciona un breve texto de Santo Tomás: «Dios mismo es la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo» (Sobre el cielo, 8, 1c). Estas palabras dan pie para establecer una analogía (con las debidas precisiones) comparando vida sensible-vida intelectiva con vida intelectiva-vida de la gracia.

Un ser vivo capaz de conocimiento sensible pero carente de razón, tiene un principio vital -alma- por el que desarrolla un tipo de vida inmerso por completo en la esfera de lo sensible. Solo conoce y se mueve en pos de lo que puede captar por los sentidos. A partir de ellos es imposible realizar el menor acto de la vida espiritual, pues la diferencia entre ambos grados de vida es insalvable.

El hombre también posee facultades sensibles. Pero además tiene facultades espirituales (entendimiento, voluntad) porque su alma es espiritual. Y el alma es principio vital que integra y rige todo lo que es vida en el hombre: por ella el hombre crece, se desarrolla, se mueve, siente, y sobre todo conoce y ama. El conocimiento y el amor son precisamente las instancias supremas que orientan la vida de cada persona.

Pues bien. La gracia es un nuevo «principio vital» que integra toda la actividad espiritual del hombre en un grado de vida que excede infinitamente la anterior. y consiste en la participación de la vida de Dios.

El límite de esta analogía es el siguiente: el alma no se puede perder (es principio sustancial en el hombre; sin ella no hay vida), pero la gracia se puede perder permaneciendo la persona (la gracia no es principio sustancial del hombre).

c) La conexión entre gracia y vida.- Tras las consideraciones precedentes, la conexión entre gracia y vida aparece con nitidez. La gracia es un «modo» de vida. Es necesario tener presente este concepto para mejor entender lo que es la gracia. Si no, expresiones como «vivir en gracia» pueden significar muy poco; normalmente, por vía de negación: vivir en gracia es no estar en pecado mortal. Y no vivir en gracia, estar en pecado. Quien muere en tal estado se excluye de la bienaventuranza eterna.

Evidentemente esto es cierto. Pero seguiríamos en las puertas del misterio. Y tarde o temprano se corre el riesgo de relegarlo a un rincón como algo que tiene poca transcendencia en el vivir cotidiano. En efecto. Podemos imaginar a dos personas, colegas de trabajo, que sacan adelante con responsabilidad y honradez su labor, y se ocupan de su familia. Uno se alejó de Dios, no vive algunos aspectos importantes de la moral o sacramentos, pero no transciende externamente. El otro sí vive en gracia.

Ante un observador externo, la vida de ambos es muy semejante y llena de valores. No se distingue si uno de ellos no está en gracia: La única diferencia perceptible desde fuera suele ser alguna práctica de piedad y la participación en algunos sacramentos. Entonces, ¿por qué es tan importante algo que parece relegado al ámbito subjetivo de la conciencia personal?

El fondo de la cuestión no está en descubrir un elenco de acciones específicas, que lleve consigo el vivir en gracia, que se añadan a las de la existencia ordinaria. Se trata de algo completamente distinto.

Es toda la vida humana la que queda informada por la vida de Dios porque «el hombre, en estado de gracia, está endiosado, es decir, metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina (...); esa es la esencia y la radical novedad de la nueva creación, del orden sobrenatural» (Fernando Ocáriz, Vivir como hijos de Dios, p. 28).

«La vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo» (EV, 38).

Vida de Dios y a la vez vida de los hijos de Dios. Si Dios es Amor, y crea con sabiduría y perfección, cuida de cada persona, sale a su encuentro incansablemente..., la vida de la persona en gracia quedará descrita, de modo análogo, por estas mismas notas: vivirá por amor a Dios, trabajará con la mayor perfección posible, se ocupará de las cosas de sus hermanos, se interesará por que conozcan a Dios y procurará sembrar a su alrededor la alegría de un hijo de Dios. En una palabra, la vida de Dios se derrama en la «vida del espíritu» del hombre, que adquiere de este modo, dimensión divina.

La gracia como divinización o endiosamiento del alma

El hombre en gracia experimenta un cambio real: queda endiosado -según la feliz expresión del beato Josemaría (cfr por ejemplo , los textos citados en F. Ocáriz, op. Cit., pp. 28-29)-, o lo que es lo mismo, divinizado. Este cambio se realiza sin forzar su naturaleza ni destruir su condición de criatura singular.

La Vida perfectísima de Dios, en su intimidad familiar, Amor y Sabiduría, se hace presente de manera estable en la persona, haciéndose también principio vital de sus acciones en el orden sobrenatural. De este modo, la persona en gracia es elevada y capacitada para amar a Dios y al prójimo, trabajar, convivir, etc. de un modo que supera la medida de la estricta razón o la fuerza de voluntad.

Esta divinización, conviene recalcarlo,.es don de Dios; no es resultado de un despliegue de las posibilidades humanas elevadas a su máxima potencia.

Tampoco es una disolución de lo humano en lo divino, al estilo de algunas místicas orientales y planteamientos de cuño panteísta. Ni siquiera puede verse como algo que se parezca a un «alienarse» de la persona, que renuncie a algo de sí en beneficio de Dios (cfr Juan L. Ruiz de la Peña, El don de Dios, pp. 337 y ss).

Para ilustrarlo nos serviremos de dos comparaciones sucesivas. Un navegante a bordo de un pequeño bote, provisto sólo de los remos, no se puede plantear la travesía del océano. Es una tarea que supera sus posibilidades.

Pero puede tener la fortuna de encontrar una de las corrientes que recorren el mar, y transportado por ella, alcanzar la otra orilla. Él ha colaborado orientando su esfuerzo en el sentido de la corriente, pero es la fuerza inmensa del mar la que le ha llevado a la meta.

Esta primera imagen sirve para ilustrar un aspecto solamente; la barca es movida por la corriente y puede alcanzar metas absolutamente por encima de sus posibilidades físicas (como la persona que es «movida» por la gracia); pero no sirve para otro aspecto (la unión con Dios): la barca y la corriente son elementos extrínsecos uno al otro.

La segunda comparación ilustra mejor este aspecto. Está tomada de las tareas agrícolas: los injertos. San Pablo utilizó esta imagen (cfr Rm 11,17) en un contexto estrechamente relacionado con la doctrina de la gracia, por lo que se puede aplicar a nuestro caso sin dificultad. Injertar es unir un pequeño trozo de una planta a otra. La planta que lo recibe se beneficia de las cualidades del injerto: unas veces el injerto rejuvenece a una planta envejecida; otras veces hace que la planta que daba frutos de mala calidad los de buenos y más abundantes. Se trata de la misma planta, pero sus funciones vitales alcanzan una calidad superior a su condición originaria.

Algo parecido sucede en el alma. La gracia es como el «injerto» divino que se une a nuestra naturaleza y la renueva, sana sus inclinaciones torcidas y la hace capaz de dar frutos de santidad.

La gracia, en definitiva, es la vida nueva del hombre renovado: «supone una nueva manera de ver, de creer y de amar» (GER, voz Gracia III, nº 8) que está presente en todo y lo informa todo.

El latir del corazón, el respirar, están presentes en cada instante de la vida. No es posible separar, por ejemplo, caminar y respirar, o hablar y latir el corazón.

De forma análoga, tampoco tendrían sentido disecciones como las siguientes: estudiar y, aparte, dar gloria a Dios; cultivar la amistad y en otras ocasiones el amor al prójimo; vivir la justicia en determinados momentos, y en otros, la presencia de Dios.

Este nuevo modo de «existir» tiene la característica, por tanto, de una divinización, que se posee como propia, de modo estable.

El Catecismo de la Iglesia sintetiza del siguiente modo la realidad divinizadora de la gracia en el alma: «La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma (...): es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación (...)» (CEC, 1999).

Y la faceta de propiedad y estabilidad: «La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor» (CEC, 2000).

Ambas perspectivas son necesarias para no desvirtuar la realidad de la gracia. Por una parte, al hablar del don habitual que perfecciona el alma se evita el error de concebir la gracia como algo extrínseco (tesis luterana), o como simple afinidad moral o afectiva con Cristo.

Y por otra parte, al subrayar la divinización o endiosamiento se pone el acento en el carácter vital de la misma, y por tanto en su vocación a crecer y desarrollarse; nunca, mientras vivimos en esta existencia temporal, puede decirse que se ha alcanzado el término de la plena comunión con Dios.

Ahora debemos dar un paso más, explicitando lo dicho hasta aquí. La participación de la vida divina que recibimos como un don estable, consiste en la participación en la vida del Hijo, de Cristo. Y vivir la vida de Cristo nos llevará al Padre y al Espíritu Santo.

Hijos de Dios

El modo en que Dios nos concede participar de su vida y por tanto nos hace miembros de su familia es la filiación: «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos» (1 Jn 3,1-2). Es decir, Dios, en su bondad, no sólo «quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la única Filiación divina en sentido estricto: la que constituye la. Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre» (F. Ocáriz, Vivir como hijos de Dios, p. 30).

Al adoptamos, Dios Padre podría haberlo hecho de muchas maneras, ya que la diferencia entre las criaturas y Él es infinita. Pues bien: ha querido hacerla de la forma más alta, que es introducimos en la Filiación del Verbo, el Hijo muy amado. Esto se expresa también diciendo que nos hace «hijos en el Hijo», configurados, formados a la imagen del Hijo, para que sea el primogénito entre muchos hermanos (cfr Rm 8,29).

La expresión «hijo adoptivo de Dios» requiere una breve precisión para no inducir a error por defecto.

—En la familia humana, la filiación (y la paternidad) es una relación real (cuyo fundamento es la generación) que lleva consigo un trato paterno-filial y unos vínculos jurídicos y morales;

—La filiación adoptiva lleva consigo sólo la relación jurídica y moral: una persona, inicialmente extraña, es introducida en una familia donde se la tratará con afecto y cariño, como al hijo verdadero;

—La filiación adoptiva respecto a Dios se diferencia de la adopción humana en que tiene un fundamento real en la criatura, puesto que supone generación, nuevo nacimiento. Por tanto quien es introducido en la Familia divina ya no es un extraño.

Pero tampoco se identifica en su ser real y sustancial con el Hijo: sólo Él posee la misma naturaleza que el Padre, por quien es eternamente engendrado. Y es con relación a la Filiación del Hijo por lo que la nuestra se llama adoptiva.

Ser hijo y tratar como tal a Dios, es la dimensión más radical de la divinización que la gracia produce en el hombre. Por eso se entiende bien que la filiación divina puede -y debe- ser el fundamento de la vida espiritual: un cristiano deberá vivir la unidad de vida de un hijo de Dios, actuará con la libertad de los hijos de Dios, su oración es la de un hijo de Dios, y lo mismo su trabajo, alegría, dolor, etc. (Cfr F. Fernández-Carvajal y P. Beteta, Hijos de Dios, pp. 145 y ss).

Hijos de Dios en Cristo

Dios quiso que el misterio de nuestra filiación divina nos fuese revelado con toda claridad dándonos a Cristo, su Hijo hecho hombre. Él es el Camino para ir al Padre, porque por su Humanidad Santísima nos «introduce» en su Filiación al Padre.

«Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipso Christus. Nunca podremos alcanzar una completa comprensión de esta realidad. Sin embargo, saber que "el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipso Christus, otro Cristo, el mismo Cristo" (...) orienta decisivamente nuestra vida, nuestro modo de corresponder a la acción divina, que es la única capaz de hacemos más y más el mismo Cristo, y en Él, más y más hijos de Dios» (F. Ocáriz, o.c., p. 33).

Es fácil comprender lo que significa seguirle e imitarle, esforzarse en tener sus mismos sentimientos. Pero afirmar que si nos esforzamos por imitar a Jesús, por tener sus sentimientos, conseguiremos identificarnos con Él (sin dejar de ser nosotros mismos), es una audacia impensable si no fuese el mismo Cristo el que nos lo ha confiado: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador(...). Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es echado fuera como los sarmientos y se seca» (Jn 15,1-6).

La imagen a la que recurre esta vez Jesús expresa la distinción (el sarmiento no es la vid) pero también la unión estrechísima: toda la vida del sarmiento procede de la vid. Lo único que se pide al sarmiento es que esté unido a la vid. Lo demás corre por cuenta de la vid.

Así, el cristiano que correspondiendo a la gracia se esfuerza por cumplir los mandamientos, amar al prójimo, cumplir la voluntad de Dios..., es decir, imitar en todo al Señor, ese cristiano no solamente consigue parecerse al Señor, sino que recibe el don gratuito de la vida de Cristo:

«Seguir a Cristo; éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él... Tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo» (Amigos de Dios, 299).

La presencia de Cristo en el cristiano va configurando toda su existencia y se manifiesta en el progresivo crecimiento en la fe y el amor, alentado por la esperanza. San Pablo lo expresaba exhortando a los cristianos de Efeso: «que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad (...), seáis colmados de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,17-19).

y ese amor a Cristo, que presupone la fe, «es nuestra participación en el Amor, en el Espíritu Santo» (F. Ocáriz, Vivir como hijos de Dios, p. 37). La revelación del misterio nos lleva ahora a contemplar la actuación del Espíritu Santo.

Hijos de Dios en Cristo, por el Espíritu Santo

«La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma»24. El fundamento de esta afirmación es que toda la vida de Cristo procede de la plenitud del Espíritu Santo que hay en Él (cfr DoV, 22): «No se puede comprender lo que ha sido Cristo y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu Santo (...). El Espíritu Santo ha dejado la impronta de su personalidad divina en el rostro de Cristo» (Juan Pablo II, Audiencia General, 28-III-90).

En la conversación entrañable de Jesús con los suyos la noche antes de padecer, empieza a dar a conocer de forma abierta, este misterio: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre (...).

(...) El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14,15ss).

«Cuando venga Aquél, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad (...). Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16,7ss).

Jesús debe marchar por su Muerte, Resurrección y Ascensión. La Humanidad Santísima del Hijo ha cumplido ya su misión redentora; la tarea de hacer de cada cristiano «otro Cristo» la llevará a cabo el Espíritu Santo.

Dicha tarea se suele describir diciendo que Cristo es el modelo y el Espíritu Santo el modelador. ¿Por qué precisamente el Espíritu Santo? Porque Él es el Amor del Padre y el Hijo, y al hacerse presente en el alma, difunde en ella la caridad que nos configura con Cristo y nos impulsa a vivir y actuar como Él: «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. En efecto (...), recibisteis un espíritu de hijos de adopción en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rm 8,14-17).

El Espíritu Santo formó a Cristo en las entrañas de María. De modo análogo, es Él quien hace «nacer» a Cristo en cada cristiano.

Relación entre la gracia y la inhabitación de la Santísima Trinidad

Podemos ya describir la gracia como el don que nos hace hijos de Dios Padre, en Cristo, por obra del Espíritu Santo. Entonces, la gracia ¿es lo mismo que la inhabitación de la Trinidad en el alma?

Están íntimamente relacionadas, pero se trata de dos dimensiones diferentes -a la vez que inseparables- del misterio de la participación de la vida divina. En efecto: la inhabitación es la causa de la gracia. Santo Tomás lo explica con una comparación: «la gracia es causada en el alma por la presencia de la divinidad, como la luz en el aire por la presencia del sol» (S. Th. III, q. 7, a. 13 c).

Análogamente, trascendiendo los límites de cualquier ejemplo al referirlo a Dios, podemos afirmar que el misterio Trinitaria se «proyecta» en el alma mediante las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, de tal manera que:

a) La vida intratrinitaria se prolonga en el alma; las Personas divinas viven en ella. Esto es la inhabitación.

b) El alma queda elevada, endiosada al ser introducida en la intimidad de Dios. Este cambio en el alma es la gracia.

Si las Personas divinas inhabitan en el alma, necesariamente el alma está en gracia. Y viceversa, si el alma está en gracia es por la inhabitación.

Se suele expresar esto con las categorías de gracia increada y gracia creada. Gracia increada es el mismo Dios dándose al hombre; gracia creada es el don producido en el alma cuando Dios habita en ella. También se utiliza otra expresión equivalente: don in creado -el

mismo Espíritu Santo que mora en el alma-, y su efecto, el don creado (cfr Ch. Baumgratner, La gracia de Cristo, p. 199).

Imaginemos dos faroles contiguos en la calle. Ambos están apagados. Al anochecer se enciende uno de ellos. La electricidad procedente de la gran central eléctrica empieza a circular por él, en la medida de su capacidad; en el farol no cabe «toda» la energía eléctrica que es capaz de generar la central. Pero la que recibe es la misma que ha salido de ella.

La consecuencia es que el filamento del farol se pone incandescente, y luce, brilla. En esto precisamente se diferencia del farol que permanece apagado.

Así, las Personas divinas, mediante las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, inhabitan en el alma (como es lógico, dentro de sus límites: el alma no tiene «capacidad» para albergar la plenitud de la Santísima Trinidad en sí misma). Y la consecuencia es la divinización o endiosamiento: la gracia en el alma.

La gracia actual en la santificación

El Catecismo de la Iglesia se refiere a las gracias actuales como «intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación» (CEC, 200).

Ya vimos que sin ellas el hombre en pecado mortal ni siquiera puede dar los primeros pasos para salir de tal situación.

Ahora hay que añadir algo muy importante: estas intervenciones divinas no se dirigen sólo al hombre que está lejos de Él. Resultaría extraño que justamente cuando ha sido divinizado por la gracia santificante, quedase al margen de la actuación divina de que se benefició cuando estaba en pecado.

Cuando amanece un día nublado, el sol queda oculto. No es deficiencia del sol, que sigue brillando con toda su fuerza muy por encima de las nubes. Sólo a través de los intermitentes claros que dejen las nubes pueden abrirse paso una parte de sus rayos. Otros son rechazados.

De manera análoga, el que ha cometido un pecado grave, ha interpuesto entre él y Dios un obstáculo que le impide beneficiarse de su acción. Si la gracia consigue abrirse paso, el alma puede ser elevada por encima de las barreras que se interponían entre ella y Dios. Entonces, la actuación de la gracia podrá ser mucho más fructífera.

La gracia santificante hace «ser» hijos de Dios; pertenece al orden de lo que somos. Pero además hay que obrar. Y aquí es donde intervienen las gracias actuales: nos capacitan para obrar en consonancia con lo que somos.

Por eso parece razonable que, al ser hijos de Dios por la gracia santificante, sea incluso mucho mayor la actividad santificadora de Dios a través de las gracias actuales, pues estas gracias se ordenan a nuestra santificación.

Y sobre todo, es una verdad revelada que para progresar en el camino de la santificación, necesitamos el auxilio de la gracia actual para movemos a obrar y para sostenernos en la obra comenzada, tal como reza la liturgia de la Iglesia: «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras (aspirando práeveni et adiuvándo proséquere), para que todo nuestro trabajo comience en ti, y tienda siempre a ti como a su fin» (Liturgia de las Horas, or. Laudes, feria 2ª de la semana 1ª).

San Pablo lo enseña con claridad: «Doy gracias a mi Dios cada vez que os recuerdo y ruego siempre con gozo en todas mis oraciones por todos vosotros (...), convencido de que quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,3-6). y poco más adelante añade: «porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito» (Flp 2,13).

También se desprende esta misma verdad de la alegoría de la vid y los sarmientos: inseparable de la vida que la cepa comunica a los sarmientos es el cuidado del viñador, el Padre, que la cuida y la poda, riega, abona, etc... para que dé más fruto» (Cfr DS 242, 246, 248; DS 373,376; DS 1520-1545).

Los caminos de la gracia (cfr Johann Auer, El Evangelio de la gracia, pp. 239 ss)

«He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Cada gracia es una visita del Señor que llama al interior del hombre y pide que se le escuche, y después que se le abra.

Muchas veces, en la Sagrada Escritura, se ve primeramente como un abrirse de la inteligencia a la verdad de Dios, que permite la entrada de Dios al corazón. El relato de la conversión de una mujer, Lydia, que escucha la predicación de san Pablo, lo hace patente: Dios le abrió la inteligencia para creer (cfr Hch 16,14).

En otras muchas ocasiones aparece el influjo sobre la voluntad: Dios que llama y pide algo que requiere una decisión por parte del llamado; a veces para apartamos de algo, para hacernos salir de nosotros mismos, y en definitiva para dirigimos a Él. Así sucede en «el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat (...) -¡hágase en mí según tu palabra!-, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios» (Amigos de Dios, 25).

También, con ocasión de la llamada de los primeros discípulos: «Cuando Jesús partió de allí, vio a un hombre sentado en el telonio, llamado Mateo, y le dijo: Sígueme. El se levantó y le siguió» (Mt 9,9).

El modo en que Dios toca el corazón y la mente del hombre, tiene siempre una dimensión interna. Pero llega a través de infinidad de caminos:

—dentro del diálogo personal de la oración;

—la lectura del Evangelio;

—la predicación de la palabra de Dios;

—la conversación de amistad que ayuda a caer en la cuenta de un error, o que abre horizontes de mejora espiritual;

—el buen ejemplo, los actos virtuosos de personas cercanas que estimulan tanto a imitar, como a rectificar;

—acontecimientos externos, a veces alegres; otras, dolorosos;

—intervenciones especiales de Dios: En la Anunciación a María, Dios se sirve de un ángel; lo mismo en el posterior anuncio a san José.

En definitiva, de un modo u otro, todas las circunstancias de la vida son camino para la gracia: «La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad» (Conversaciones..., 97).

La cooperación a la libertad

«Está muy lejos de la verdad decir que los movimientos voluntarios sean menos libres a causa de esta intervención de Dios; (...) Antes bien, la gracia -ilustrando el entendimiento e impeliendo el bien moral a la voluntad, robustecida con saludable constancia- hace más fácil y al mismo tiempo más seguro el ejercicio de la libertad» (LP, 593).

La gracia actúa «a favor» de la libertad, pero no la hace superflua, ni la «adormece»; al contrario, la fortalece, la defiende y la posibilita para su más alta realización. Nunca tiene carácter de imposición, sino de invitación, llamada, reto.

Por parte del hombre se pone en juego una verdadera capacidad de decidir sobre su propio destino, y a veces esta decisión rechaza la llamada divina: «Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto (...) dice al joven rico. Aquél muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis (...), que se retiró entristecido...: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios» (Amigos de Dios, 24).

La gracia no entra en conflicto con la libertad en sentido auténtico. El contraste puede darse entre:

a) gracia y desenfoques teóricos de la libertad;

b) gracia y libertad en nuestra situación presente: libertad creada y afectada por las heridas del pecado.

a) Entre las manifestaciones desenfocadas de libertad más comunes podemos citar las siguientes:

—Libertad entendida como ausencia de límites. Es decir, poder hacer lo que se quiere sin que nada obstaculice el pensamiento o la acción. En realidad, esto es independencia absoluta. Algo de este estilo, simplemente no existe (aunque se pueda imaginar o desear).

—Libertad como espontaneidad, que consistiría en dar cauce a todas las apetencias" deseos, ganas, etc., sin cortapisas. Es fácil advertir que este planteamiento lleva a la negación de la libertad misma, porque la inteligencia y la voluntad pierden la función rectora de la conducta, que pasa a ser desempeñada en mayor o menor medida por los sentidos y tendencias sensibles.

—Libertad como puro poder electivo abierto a cualquier posibilidad. El hecho de que la elección verse sobre algo bueno o malo queda subordinado a que es una elección personal: «Si una persona posee una razonable cantidad de sentido común y experiencia, su propio modo de disponer de su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí mismo, sino porque es su modo propio» (John Stuart Mill, Sobre la libertad, p. 161). Por tanto, tener que ajustarse a unas normas morales (por ejemplo, los preceptos del Decálogo) se enfoca como limitación de la libertad.

Estos planteamientos coinciden en haber perdido de vista el vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad. En consecuencia, la relación entre la libertad y la gracia no se podrá describir en términos de cooperación, sino de antagonismo (y la noción misma de gracia acaba por no significar nada).

b) La libertad auténtica consiste en dirigirse al verdadero Bien con iniciativa propia, con dominio de los propios actos. El hombre ama a Dios porque quiere; ama al prójimo porque quiere; hace el bien, cumple la ley moral, etc., porque quiere. La libertad no es «hacer lo que quiere», sino «hacer el bien porque quiere». Por eso, la gracia con la que Dios atrae al hombre hacia sí, siempre va a favor de la verdad y la libertad.

Ahora bien, la armonía entre ambas no es algo dado: hay que conquistarla con esfuerzo y, a veces, con sacrificios notables, pues «como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: No hago lo que quiero, sino lo que detesto (...) No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (...)» (VS, 102).

La libertad del hombre está debilitada como consecuencia del pecado de origen, y experimenta en sí misma el empuje desordenado de la concupiscencia. «Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos» (VS,102).

Otros dones de la gracia

Hay otras gracias que están comprendidas también dentro de todo el conjunto de dones que el Espíritu Santo nos concede en orden a la santidad, a la salvación de los otros y al crecimiento de la Iglesia. Entre estas gracias hay que mencionar:

a) Las gracias sacramentales.- Son dones propios de los distintos sacramentos. La doctrina de los sacramentos no se puede separar de la teología de la gracia, pues las acciones sacramentales son del mismo Cristo que está presente en la Iglesia. Corresponde su estudio a la teología sacramentaria.

Aquí, a título de ejemplo, podemos referimos al sacramento de la Confesión. Además de la gracia santificante que limpia y regenera al pecador, el sacramento le otorga una gracia especial (sacramental) que le fortalecerá para vencer justamente en las virtudes en que había sido derrotado. De ahí la importancia de la confesión frecuente también para los que, con la ayuda de Dios, no incurren ordinariamente en pecados graves.

b) Los carismas.- Son gracias que Dios concede a determinadas personas para realizar misiones en favor de la santidad de los demás. Están al servicio del bien común de toda la Iglesia.

c) Las gracias de estado.- Dios las concede para ayudar a cumplir las responsabilidades de la vida cristiana. Así, por ejemplo, los padres tienen gracia de estado para todo lo que atañe a la educación de sus hijos; los maestros y todos los que tienen misión de aconsejar, para llevar a cabo su tarea rectamente; los que ejercen la autoridad, para hacerla con solicitud, etc. Todas las profesiones y trabajos cuentan con la correspondiente gracia de estado para que quien los desempeña lo haga de modo que los santifique y él mismo se pueda santificar.

Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo (cfr R. García de Haro, La vida cristiana, pp. 655 y ss)

La lectura de textos de la Sagrada Escritura y enseñanzas del Magisterio sobre la vida de la gracia enseña la estrecha conexión de la gracia con la fe, con el amor y con la esperanza.

Se trata de las virtudes teologales que nos son infundidas en el alma junto con la gracia. Son el despliegue de la gracia desde el alma por la inteligencia y la voluntad. Mediante estas virtudes, quien «es» hijo de Dios, puede «obrar» como tal. En efecto:

a) La fe permite participar del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de todas las cosas; nos proporciona la luz para saber conducimos como hijos de Dios en todos los momentos de la vida, conscientes de la meta a la que estamos llamados. La fe guía la entera vida del cristiano.

b) Como somos en esta vida caminantes, la voluntad es reforzada mediante la esperanza, que hace que podamos confiar en vivir como hijos de Dios y alcanzar la bienaventuranza.

c) La voluntad es ulteriormente perfeccionada por la caridad, que nos confiere un amor que es participación del Espíritu Santo.

Las virtudes teologales «informan y vivifican todas Las virtudes morales» (CEC, 1813). Sin entrar en la cuestión de si existen o no virtudes morales infusas, no hay inconveniente en hablar, en términos generales, de virtudes morales sobrenaturales entendidas como hábitos vivificados por la fe, esperanza y caridad, que permiten actos sobrenaturales de templanza, fortaleza, etc.

Quien modera, por ejemplo, su comida según lo razonable para la salud, la buena educación, etc. realiza actos de templanza en cuanto virtud humana.

Quien, además de moderarse por motivos de salud lo hace por mortificar un poco el gusto por amor a Dios, realiza un acto de virtud de la templanza que adquiere valor sobrenatural.

Los dones del Espíritu Santo son infundidos, junto con la gracia, con la misión de perfeccionar y facilitar el dinamismo de las virtudes infusas. «Gracias a ellos el alma se dispone y fortalece para seguir más fácil y prontamente las inspiraciones divinas» (DIM, 646ss).

La Sagrada Escritura habla de siete: Sabiduría, Entendimiento, Ciencia, Consejo, Fortaleza, Piedad y Temor de Dios (cfr Is 11,1-2).

Se pueden dividir en dones del entendimiento y dones de la voluntad, según la facultad sobre la que principalmente recae su influjo.

Los dones que perfeccionan el entendimiento son:

sabiduría: don que, apoyado en la caridad, permite conocer la intimidad divina del más alto modo posible. Ese conocimiento íntimo y gustoso de Dios torna connatural querer todo y sólo lo que lleva a Él, cuando Él lo quiera y como Él lo quiera (cfr. R. García de Haro, o.c., p. 675);

entendimiento: luz sobrenatural que hace al hombre captar de forma más viva y profunda lo que ya sabe por la fe;

ciencia: facilita ver las cosas creadas según el valor que tienen para la consecución de la santidad;

consejo: facilita apreciar lo que en concreto es más agradable a Dios, tanto en la propia vida como a la hora de aconsejar a otros;

Y los que perfeccionan la voluntad son:

fortaleza: otorga fortaleza en la fe y firmeza en la lucha para vencer las dificultades de la vida interior;

piedad: fomenta la conciencia de saberse hijos de Dios, en Cristo. Y por Él, hermanos de todos los hombres;

temor de Dios: no es el miedo a Dios, sino el temor a ofenderle, a contristarle.