GIUSEPPE DE ROSA S.J.
HUMANITAS 54
Desde su primera aparición, la
teoría darwiniana de la evolución de los seres vivos por obra de la selección
natural ha planteado graves problemas a la fe y la teología católicas. De hecho,
esa teoría parecía negar lo afirmado por la Biblia sobre la creación de los
seres vivos, sobre el origen del hombre, creado directamente por Dios y dotado
de un alma espiritual, señalando que proviene del mono, y excluía toda
intervención divina en el paso de la materia sin vida a la vida y de los seres
sin inteligencia al hombre, un ser inteligente y libre. En otras palabras, la
teoría de la evolución parecía favorecer el ateísmo y el materialismo
.
En realidad, no sólo la Iglesia veía en la evolución una grave
amenaza para la fe cristiana, sino los mismos evolucionistas, que interpretaban
la evolución en forma materialista y veían al hombre como un producto casual del
proceso evolutivo, por lo cual el pensamiento y el sentido moral eran productos
de la materia. Señalaba E. O. Wilson: “El cerebro es producto de la evolución.
El comportamiento humano corresponde a la técnica indirecta mediante la cual el
material genético humano es (y será) conservado intacto. Ninguna otra función
última de la moral puede tomarse en consideración”
. A su vez, R.
Dawkins consideraba a los organismos vivos como el medio inventado por los genes
para reproducirse, y por eso afirmaba el “carácter egoísta” de estos últimos
. J. Monod
terminaba Il caso e la necesita (La casualidad y la necesidad) con
estas palabras: “El hombre finalmente sabe estar solo en la inmensidad
indiferente del Universo del cual surgió por casualidad. Su deber, así como su
destino, no está escrito en lugar alguno. A él le corresponde elegir entre el
Reino y las tinieblas”
.
La creación
La afirmación fundamental que hace
la fe cristiana con respecto al mundo es que todo cuanto existe, tanto en el
campo de la materia como del espíritu, es creado libremente y por amor por Dios,
el Ser trascendente, eterno e infinito, y es por Él guiado de acuerdo con un
“designio” y conducido a su plena realización. Por este motivo, también el
proceso evolutivo se desarrolla en situación de absoluta dependencia de Dios y
bajo su paterna y amorosa providencia. ¿Cómo debemos entender estas
afirmaciones, propias del orden de la fe y no del orden de la ciencia y la
filosofía, y por tanto no verificables científicamente ni totalmente
comprensibles racionalmente, pero que no están en oposición ni con la ciencia ni
con la filosofía?
Es necesario ante todo comprender qué es la creación y cómo se lleva
a cabo la realización de los seres creados. ¿Qué es entonces la creación? El
Credo cristiano inicia la profesión de fe con las siguientes palabras: “Creo
en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra
(…)”. Para el cristianismo, por lo tanto, la creación es un “misterio” en el
cual debemos creer. Es propia únicamente de Dios, hasta el punto que en la
Sagrada Escritura, que comienza con las palabras “En el principio creó
Dios el cielo y la tierra”(Gn 1, 1), el verbo empleado para “creó” es
bara’, término que aparece 48 veces en la Biblia, cuyo sujeto es
exclusivamente Dios, para indicar que la “creación” pertenece exclusivamente a
Él.
Al decirse que Dios creó “el cielo y la tierra”, se quiere indicar
que Dios creó “todo cuanto existe”, porque en el idioma hebreo la “totalidad” se
indica con los “extremos” (cielo-tierra). Cuando se dice que Dios creó “en el
principio”, se quiere decir que todo cuanto existe tuvo un “principio”, no en el
sentido de que Dios haya creado el mundo en el “tiempo”, sino en sentido de que,
con el mundo, Dios creó el tiempo como elemento constitutivo de su devenir. Por
consiguiente, para la Biblia, el mundo no es eterno, sino que tuvo una
iniciación temporal.
Para la Biblia, Dios crea con su Palabra (Y dijo Dios…
Gn 1) o con su Sabiduría (Pr 8, 22-31), con lo cual quiere indicar
el carácter del obrar de Dios en la creación. Ésta en realidad no es fruto de la
acción fabricadora y ordenadora de Dios, que hace pasar al mundo del no ser o de
la nada a la existencia. La creación no entra en la categoría de la acción (Dios
creando no obra), sino en la categoría de la relación, en
cuanto la creación establece una relación de dependencia de la criatura
con Dios creador. Por este motivo, la creación no es una “operación” de Dios,
sino la dependencia misma del ser creado en relación con el principio que le da
fundamento
.
En ese sentido, la creación por parte de Dios es Dios mismo que
decide eternamente dar el ser a las criaturas; por parte de éstas, la creación
es su total y absoluta dependencia de Dios, el hecho de estar suspendidas de
Dios con todo su ser, de llegar al ser en absoluta dependencia de Dios, pero sin
que Él “actúe”. Si en las criaturas la dependencia de Dios es real, ya que
existen en virtud de semejante dependencia, no existe dependencia de Dios de las
criaturas, porque la creación no genera un cambio en Dios: Dios no pasa de no
ser Creador a ser Creador. Él es en realidad eternamente inmutable: las
criaturas dependen de Él, pero Él no depende de ellas. Únicamente las criaturas
comienzan a existir sin que exista algún ser en el cual haya operado Dios para
dar el ser a las criaturas. Esto significa la “creación a partir de la nada” (creatio
ex nihilo).
La creación a partir de la nada
Para tener una idea exacta de la
creación, es preciso comprender que la “creación a partir de la nada” no
significa que para crear el mundo Dios haya partido de la nada, como si la
“nada” fuese algo distinto a Dios y las cosas creadas de lo cual Dios partió
para crear. La “nada” de la cual se habla no es una potencialidad que Dios con
la creación llevaría al acto, ni un caos que Dios pondría en orden,
sino simplemente la nada. “En la creación –escribe Santo Tomás de Aquino- la
nada no es lo que recibe la acción de Dios, sino lo que es creado”
. Por
consiguiente, la creación no parte de la nada para llegar al ser. No existe
en primer lugar la nada y luego el ser. Es así como de hecho
algunos conciben la creación: como si al mundo se le hubiese dado el ser, es
decir, fue creado en un momento dado, con anterioridad al cual sólo
Dios existía, y por consiguiente el acto creador de Dios tuvo lugar en un
tiempo en el cual Dios decidió hacer existir el mundo. De ese modo, la
creación sería un devenir, un paso de la nada a la existencia.
En todo caso, ésta es una forma imaginaria de pensar y hablar. En
realidad, el mundo no fue creado en un momento dado, antes del cual no
existía. En la creación no hay un antes y un después, un antes
de la creación y un después de la creación. El tiempo, en realidad, es
la medida de las cosas, y por este motivo no existe antes de ellas, pero es
creado con ellas
. Resumiendo en pocas proposiciones lo dicho hasta ahora: 1) Dios no
crea a partir de la nada, como si la nada fuese algo y el mundo pasase de la
nada al ser. 2) Dios no crea en un tiempo vacío y un espacio vacío, sino que con
las cosas crea el espacio y el tiempo. 3) La creación no es la acción
fabricadora y ordenadora de Dios, porque Dios no obra, y la creación no es una
“operación” de Dios. 4) La creación no se ubica en la categoría de la “acción”,
sino de la “relación”, en el sentido de que la creación establece una “relación
de dependencia” de la criatura con Dios Creador. Ésta no es sino la
“dependencia” del ser creado por Dios, Principio que le da el ser con un acto
eterno de voluntad.
Creación y evolución
Por consiguiente, el mundo existe
porque Dios lo deseó libremente y por amor. ¿Pero cómo lo deseó Dios y
con qué objetivo? Dios creó el mundo libremente, sin estar condicionado
por absolutamente nada, por lo cual el mundo existe como Él lo deseó y lo desea
y se mueve de acuerdo con las leyes que Él le dio libremente, siempre sostenido
en su ser y su acción por la fuerza creadora de Dios. No debemos pensar, de
hecho, en Dios como aquel que dio el ser al mundo, lo encaminó por el sendero
que debe recorrer y luego lo abandonó a sí mismo, como la conocida imagen del
relojero que construyó el reloj, lo puso en movimiento y luego lo dejó existir
por sí mismo, dispuesto en todo caso a intervenir cuando se estropease o se
detuviese para darle nuevamente su carga.
En realidad, la creación es “continua”. Dios está siempre presente
en el mundo y lo sostiene continuamente en su ser y su obrar con su providencia
y su amor. Permite en todo caso que la vida en el mundo se desarrolle de acuerdo
con las leyes que Él le dio, por lo cual el Creador no sustituye la actividad de
las causas naturales, permitiendo en cambio que éstas actúen de acuerdo con su
propia naturaleza, recibida de Dios. Efectivamente, Él “es causa no sólo de la
existencia, sino también causa de las causas”. Dios no hace
las cosas Él mismo, sino actúa de tal manera que éstas se hagan, ya que “Dios es
la Causa primera que obra en las causas segundas y por medio de las mismas”
.
Eso significa que “la acción de Dios no sustituye la actividad de
las causas creadoras, pero sí hace que éstas puedan obrar según su naturaleza y
no obstante logren las finalidades por Él deseadas. Al haber deseado libremente
crear y conservar el universo, Dios quiere activar y sostener todas las causas
segundas cuya actividad contribuye al despliegue del orden natural que Él quiere
producir. A través de la actividad de las causas naturales, Dios hace que tengan
lugar aquellas condiciones necesarias para la aparición de los organismos vivos
y además para su reproducción y diferenciación”
.
Por consiguiente, el acto creativo de Dios consideró la actividad de
las causas creadoras. Éstas han obrado como Dios quiso que obrasen. ¿Pero
cómo quiso Dios que obrasen? Dada la plena libertad de Dios, se puede
pensar que Él haya deseado un mundo en evolución, en el cual, bajo la
acción de las causas naturales, existiese el paso de “menos” a “más”, de la
materia no viviente a la vida, inicialmente unicelular y luego con formas de
vida cada vez más complejas y diversificadas hasta llegar al hombre.
Evidentemente, las causas naturales han obrado de acuerdo con su
propia naturaleza, imperfecta y contingente, por lo cual han encontrado su lugar
en el proceso evolutivo de manera más o menos amplia la casualidad y la
aleatoriedad, y por lo tanto han podido existir estructuras evolutivas sin
significado, mutaciones genéticas perjudiciales y procesos evolutivos
catastróficos, que han conducido a la extinción lenta y a veces rápida de
especies animales y vegetales. Así ocurrió en el caso de los dinosaurios, sobre
cuya súbita desaparición hay muchas hipótesis.
Esto significa que no existe una oposición entre creación y
evolución y por tanto no estamos obligados a optar entre creación y evolución.
Por consiguiente no se trata de creación o evolución, sino de creación
y evolución. Del mismo modo, tampoco estamos obligados a optar entre el
azar y la finalidad, ya que en el proceso evolutivo hay espacio tanto para la
casualidad como para la finalidad. De hecho Dios alcanza el fin que se ha
propuesto con la creación valiéndose también de la casualidad y la aleatoriedad.
Eso es así porque Dios es Creador, pero Creador Providente
.
Existe en cambio una oposición entre el “creacionismo” fixista,
según el cual Dios creó todas las especies como son hoy, y el evolucionismo
ateo, según el cual todo el mundo viviente ha evolucionado casualmente, sin un
fin por alcanzar, dirigido ciertamente por un “relojero” (la selección natural),
pero un relojero “ciego” (la casualidad). Escribe R. Dawkins: “La selección
natural, el proceso ciego, inconsciente, automático descubierto por Darwin y
que, como hoy lo sabemos, es la explicación de la existencia y la forma
aparentemente finalista de todo ser viviente, no tiene en perspectiva fin
alguno. No tiene una mente ni alguna forma de conciencia. No proyecta el futuro.
No ve, no tiene forma alguna de prever. Si se puede decir que despliega en la
naturaleza un rol de relojero, es el relojero ciego”
.
En cambio, “según la concepción católica de la causalidad divina, la
verdadera contingencia en el orden creado no es incompatible con una Providencia
divina intencional. Así, también el resultado de un proceso natural realmente
contingente puede tener cabida en el plano providencial de Dios para la
creación”
.
En realidad, los neodarwinistas, que se apoyan en la selección
natural y las mutaciones genéticas casuales para afirmar que el proceso
evolutivo de los seres vivos es totalmente “ciego”, es decir, carente de guía,
van más allá de lo que es científicamente demostrable. El proceso evolutivo
puede ser contingente o necesario según lo que Dios haya establecido que sea. En
ambos casos, se encuentra bajo la guía providencial de Dios y alcanza el fin que
Él ha establecido; pero la causalidad divina y su acción de guía del orden
creado no están al alcance de la ciencia, de manera que el hombre docto no puede
afirmarlas ni negarlas, y sólo puede constatar que el proceso evolutivo de los
seres vivos, a pesar de existir mutaciones genéticas no siempre favorables e
incluso perjudiciales, a pesar de producirse eventos desastrosos y destructivos,
está dirigido hacia lo “mejor”, produciendo seres vivos cada vez más complejos y
diversificados, y reflexionando sobre este hecho puede afirmar que el proceso
evolutivo se desarrolla de acuerdo con un “designio” y está dirigido hacia un
“fin”. Esto es tan evidente que el mismo J. Monod, para quien todo ocurre
casualmente, habla de teleonomía
, que es la
característica de los seres vivos en cuanto “objetos dotados de un proyecto, es
decir, la réplica inalterada de su estructura”.
El fin del proceso evolutivo y el hombre
¿Hacia qué fin apunta Dios Creador al guiar el
proceso evolutivo? La teología católica responde esta pregunta diciendo que el
objetivo de Dios en la creación de un mundo en evolución, al cual ha dado la
capacidad de trascenderse y superarse a sí mismo y por tanto ir de lo “menos”
perfecto a lo “más” perfecto, ha sido el hombre, es decir, la aparición de un
ser inteligente y libre, un ser que por una parte fuese material y por
consiguiente, como todos los seres materiales, descendiese mediante la evolución
de otro ser material, y por otra parte fuese espiritual, es decir, inteligente y
libre, y por consiguiente capaz de trascender la materia, y no fuese un producto
de la misma.
De hecho, únicamente el ser humano –material y espiritual- puede dar
sentido al enorme esfuerzo creativo de la evolución de los seres vivos, ya que
en su cuerpo expresa y sintetiza, con toda su sabiduría, belleza y perfección,
el universo material, y en su espíritu da sentido a la realidad material, en
cuanto con su inteligencia descubre la riqueza, la perfección y la belleza,
poniéndolas al servicio de la alabanza y gloria de Dios Creador y en beneficio
de los otros seres humanos con los descubrimientos científicos y las invenciones
tecnológicas. En realidad, es la presencia del hombre, como culminación y fin de
toda la creación, lo que justifica la pregunta que se hace todo hombre que
reflexiona: “¿Por qué existe algo en vez de la nada?”.
No importa que el hombre no haya aparecido en el centro del
universo, sino en un pequeño planeta en la periferia del universo, en expansión
permanente y cada vez más acelerada, y por consiguiente en una zona cada vez más
marginal. El espíritu trasciende la materia, porque es capaz de pensar en la
misma, evaluarla y modificarla; es capaz de hacerla llevar a cabo con la
cultura, el arte, la ciencia y la técnica algo que abandonada a sí misma no
podría realizar; es capaz de universalizar la materia, que es siempre singular
(no existe un gato “universal”, sino que todos los gatos existentes son
“particulares”), y formar conceptos generales (el gato), que se aplican
a todos los sujetos de una especie. Por tanto, lo que importa no es que el
espíritu haya aparecido en un punto marginal del universo, sino el hecho mismo
de que haya aparecido. La grandeza del universo es insignificante ante la
grandeza del espíritu humano. Un “pensamiento” de Pascal expresa perfectamente
este concepto: “El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza,
pero es una caña pensante. No es necesario que todo el universo se arme para
abatirlo; es suficiente un vapor o una gota de agua para darle muerte. Con todo,
aun cuando el universo lo abatiese, el hombre sería aún más noble que el que le
da muerte, porque sabe que muere y conoce la superioridad del universo sobre
él; el universo en cambio nada sabe”
.
La aparición del hombre implica un “salto ontológico”
En todo caso, precisamente por su
condición de ser espiritual, el hombre no puede ser producto de la materia en
evolución: entre la materia y el pensamiento consciente, entre la materia y la
voluntad libre y moralmente responsable hay una zanja que no puede atravesar el
impulso evolutivo que condujo a la formación del philum, el cual luego
se dividió en la línea que llevó a la formación de los primates y en la que
llevó a la formación de los australopitecos y los homínidos, es decir, formas
prehumanas a partir de las cuales se desarrolló el hombre, inicialmente en forma
de Homo erectus, luego de Homo habilis y por último de
Homo sapiens, con el cual se alcanzó la plena “hominización”.
En otras palabras, como afirma Juan Pablo II, “con el hombre nos
encontramos ante una diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico”.
Sin embargo, “¿proponer semejante discontinuidad ontológica no significa
oponerse a esa continuidad física que parece ser el hilo conductor de las
investigaciones sobre le evolución en el plano de la física y la química?”. Juan
Pablo II responde él mismo a esta pregunta que él se hace, observando que se
trata de dos órdenes distintos del saber: el científico y el
filosófico-teológico. El momento del paso al ámbito espiritual no es objeto de
la observación científica, aun cuando ésta puede descubrir a nivel experimental
“una serie de señales preciosísimas del carácter específico del ser humano”,
como la capacidad de proyectar el futuro, su autoconciencia, su capacidad de
simbolización y por tanto de hablar empleando el leguaje simbólico, de
expresarse mediante representaciones pictóricas de hombres y animales. “La
experiencia del saber metafísico, de la conciencia de uno mismo y de la propia
reflexividad, la conciencia moral, la libertad y también la experiencia estética
y religiosa son de competencia del análisis y la reflexión de la filosofía,
mientras la teología capta el sentido último de acuerdo con el designio del
Creador”
.
Este “salto ontológico” requirió una intervención especial de Dios
Creador, que infundió en una o más formas prehumanas un principio espiritual, es
decir, de orden no material y por consiguiente no incluido ni siquiera en la
potencialidad de la materia más evolucionada. Semejante principio espiritual, no
pudiendo provenir de una transformación creadora de la materia, la cual no
piensa, no tiene conciencia de sí misma y carece de libertad, no puede tener
como causa inmediata posible sino un acto propiamente “creador” de aquel que es
por esencia el Espíritu subsistente e infinito, Dios.
Por consiguiente, en el proceso evolutivo de los seres vivos, Dios
dio a la materia la capacidad de trascenderse a sí misma y dar así origen a
formas de vida cada vez más complejas hasta llegar a los homínidos, dotados de
características de extraordinaria complejidad, como la vertebralización, la
homeotermia y la bipedia. En cambio, en la formación del hombre, en cuanto ser
pensante, autoconsciente y libre, capaz de llevar a cabo actos no materiales,
superiores a las capacidades transformadoras de la materia, Dios debió crear en
el cuerpo de un homínido un alma espiritual.
Evidentemente, la infusión de un principio espiritual (el alma) en
un principio material (el cuerpo) sólo pudo tener lugar cuando el cuerpo,
después de sucesivas transformaciones evolutivas, estuvo preparado y dispuesto
para recibir la intervención creadora de Dios. En realidad, la “hominización”,
por la cual se pasó del homínido al hombre, fue precedida por formas prehumanas,
que con ciertas formas de psiquismo y ciertos cambios físicos, como el aumento
de la capacidad craneana, preparaban y disponían al cuerpo para la infusión del
alma espiritual. Ésta, al informar el cuerpo animal-material, lo asumió en un
nuevo orden, que es el orden del espíritu, y por tanto lo adaptó para
desarrollar las funciones “humanas”, que siempre son conjuntamente funciones
espirituales-materiales.
Así, según la teología católica, el hombre representa la culminación
y el fin del proceso evolutivo de los seres vivos, la culminación porque con el
hombre la evolución alcanza el punto más elevado, ya que el cuerpo humano es el
ser más complejo producido por la evolución, en el cual se sintetiza y concentra
todo el camino evolutivo (microcosmos), y el fin porque únicamente el hombre, en
cuanto ser pensante e inteligente, consciente de sí mismo y la realidad que lo
rodea, libre y responsable, da sentido al proceso evolutivo, es capaz de captar
su significado, comprenderlo, admirarlo y darle voz. Sin el hombre, el mundo,
aun cuando la evolución hubiese alcanzado el punto más alto, sería un mundo
mudo, oprimido por un silencio eterno, porque no existiría ningún ser capaz de
darle voz. “El silencio eterno de los espacios infinitos me atemoriza”, afirmaba
Pascal
. ¡Únicamente
el hombre, al hacer hablar al universo con la cultura, el arte y la ciencia,
rompe este angustioso silencio!
Cristo, fin del hombre y el cosmos
En realidad, con la creación
inmediata del alma espiritual, el hombre se convierte en “imagen de Dios” (imago
Dei), y por lo tanto “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado
por sí misma” (Gaudium et spes, n. 24). Como imágenes de Dios, “los
seres humanos asumen el rol de administradores responsables del universo físico.
Bajo la guía de la Divina Providencia y reconociendo el carácter sagrado de la
creación visible, la humanidad da nueva forma al orden natural y se convierte en
agente de la evolución del universo mismo (…). Actuando como causas reales, si
bien secundarias, los seres humanos contribuyen a transformar el universo y
darle nueva forma”
.
Sin embargo, el hombre, como “fin del universo” e “imagen de Dios”,
no es sino la prefiguración del Hombre, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.
El ser humano de hecho es la imagen de Cristo (imago Christi), ya que
los “orígenes” del hombre se buscan en Cristo: él fue creado “por él y para él”
(Col 1, 16) y recibe la vida y la luz de Jesús, el Verbo de Dios, en el
cual “era la vida y la vida era la luz de los hombres (…), que ilumina a todo
hombre” (Jn 1, 4 y 9). Así, en Cristo se busca el fin del hombre y el
cosmos
.
En realidad, los hombres son orientados por Cristo hacia el reino de
Dios como realización de la existencia humana y todos los seres vivos encuentran
en Jesús su dirección y su destino. Jesús, en su humanidad, que Dios, el Padre,
sobreexaltó, haciendo sentarse a Cristo Resucitado a su derecha, como Señor de
la historia, es Aquel hacia el cual todo tiende como fin, y desde el cual todos
los seres se someten al Padre, para que el Padre “sea todo en todos” (1 Cor
15, 28).
Es entonces cuando el fatigoso y dramático proceso evolutivo de los
seres vivos adquirirá todo su significado, que en tantos aspectos hoy es oscuro
y difícilmente descifrable en sus mecanismos, su proceder a saltos, su avance y
su retroceso. En realidad, a través de las causas segundas que operan según sus
propias leyes, es guiado por Dios Creador hacia el hombre y más profundamente
hacia el Hombre-Dios, Jesucristo, en el cual encuentra su plena y definitiva
realización.
El proceso histórico de la actitud de la Iglesia y la teología católica ante la teoría de la evolución desde 1860 hasta 1970 es descrito por C. MOLARI, “La teología católica ante el evolucionismo darwinista ayer y hoy”, en G. CHIARA (ed.), Il darwinismo nel pensiero scientifico contemporaneo, Nápoles, Guida, 1984, 217-296. El volumen se refiere a las Actas de la Convención en el primer centenario de la muerte de Charles Robert Darwin, Nápoles, 27-28 de noviembre de 1982.
E. O. WILSON, Sociobiologia. La nuova sintesi, Bolonia, Zanichelli, 1979.
R. DAWKINS, Il gene egoista, ivi, 1979, 5 s.
J. MONOD, Il caso e la necessità, Mondadori, Milán, 1972, 172.
Escribe Santo Tomás de Aquino: “La creación no es una mutación, sino la dependencia misma del ser creado en relación con el principio que lo hace existir. Por consiguiente, se encuentra en la categoría de relación” (Summa contra gentiles, II, 18). Y agrega: “La creación, en la criatura, no es sino cierta relación (relatio quaedam) con el Creador como principio de su ser” (Summa Theol., I, c. 45, a. 3, c).
“In creatione, non ens nos se habet sicut recipiens actionem divinam, sed est id quod creatum est” (De Potentia, c. 3, a. 3 ad 1).
“La nada no es sino nada y no puede servir de punto de partida para obra alguna. Un momento en el cual nada existiese es puramente sin sentido, ya que para que exista un momento es necesario que haya algo. Un momento es una parte del tiempo, y el tiempo es un atributo de las cosas existentes. No podemos representarnos algo fuera de las formas del tiempo. Al tratar de evocar el no ser anterior al mundo, lo ubicamos también en el tiempo, y de ese modo constituimos una especie de tiempo vacío, infinito, indiferenciado, dispuesto a recibir en uno de sus supuestos instantes al mundo y su duración ya definida y constante, pero esto carece enteramente de sentido” (A.-D. SERTILLANGES, Les grandes thèses de la philosophie thomiste, París, Bloud et Gay, 1928, 86).
Catecismo de la Iglesia Católica, Ciudad del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 1992, n. 308.
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Comunión y servicio. La persona humana creada a imagen de Dios (n. 68), en Civ. Catt.2004, IV, 277.
“En la concepción católica, la contingencia del orden creado, precisamente por ser tal, no es incompatible con un designio divino, intencional y providencial. En otras palabras, una concepción evolutiva radicalmente contingente, guiada por la selección natural y las variaciones genéticas, no es automáticamente contraria a la concepción creyente del mundo creado (…). También un proceso natural contingente tiene cabida en el plano divino, ya que para la fe también los mecanismos evolutivos contingentes apuntan en último término al obrar de Dios. Aun cuando esté marcado por la contingencia, el proceso evolutivo nunca está al margen de la influencia de Dios, nunca está al margen de su guía” (B. COLZANI, “Teologia cristiana ed evoluzionismo”, en La Rivista del clero italiano, 86 (2005), 672).
R. DAWKINS, L’orologiaio cieco, Milán, Rizzoli, 1988, 21.
COMISIÒN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Comunión y servicio, op. cit., 277 s.
J. MONOD, Il caso e la necessità, op. cit., 21.
B. PASCAL, Pensieri e altri scritti su Pascal, Cinisello Balsamo (Mi), Ed. Paoline, 1986, n. 347. Agrega en el n. 348: “No debo pedir mi dignidad al espacio, sino al debido uso de mi pensamiento. Mediante el espacio, el universo me rodea y me traga como un punto; mediante el pensamiento, yo lo comprendo”.
JUAN PABLO II, Message C’est avec un grand plaisir a los Miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias reunidos en Asamblea plenaria, 24 de octubre de 1996, en Oss. Rom., 24 de octubre de 1996, 6.
B. PASCAL, Pensamientos, op. cit., n. 206.
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Comunión y servicio, op. cit., nn. 66 y 68.
Ver. J.-M. MALDAMÉ, Cristo e il Cosmo. Cosmologia e teologia, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1995.