Autor: P Antonio Rivero LC
Fuente: Catholic.net
Eucaristía y muerte
La Eucaristía es prenda de inmortalidad. Quien comulga aquí en la tierra está ya alimentándose con el germen de la vida eterna.
En dos sentidos quiero enfocar mi
reflexión: primero, la Eucaristía es prenda de inmortalidad; y segundo, en cada
Eucaristía yo debo también morir con Cristo a mis tendencias malas para
resucitar con Él a una vida nueva.
Primero, la Eucaristía es prenda de inmortalidad.
Nadie quiere morir. Todos queremos vivir. Por eso el hombre huye de la muerte.
Es un instinto que tenemos.
La historia del hombre está definida y determinada por un comienzo y un fin. Lo
mismo que el mundo, el hombre se comprende si examinamos su origen y su fin.
Esta peregrinación debe tener un sentido que sólo se alcanza a la luz de la fe.
"Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por
la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un
destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre" (Gaudium
et spes, 49).
La muerte no admite excepciones: todos hemos de morir, pues todos nacimos
manchados con el pecado original, autor de la muerte, como nos dice la carta a
los Romanos 5, 12. Y un día nos tocará a nosotros, pues "lo mismo muere el
justo y el impío, el bueno y el mal, el limpio y el sucio, el que ofrece
sacrificios y el que no. La misma muerte corre para el bueno que para el que
peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se
reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales" (San Jerónimo, Epístola
39). Todo acabará: cada cosa a su hora.
Pero el hombre se resiste a morir. No quiere morir.
A este deseo profundo de vivir siempre y eternamente ha venido a dar respuesta
la Eucaristía. Cristo nos dijo: "El que coma mi carne vivirá para siempre y no
morirá".
La Eucaristía es prenda de inmortalidad. Quien comulga aquí en la tierra está ya
alimentándose con el germen de la vida eterna. Su alma, que ya desde su creación
Dios hizo inmortal, con la comunión se hace más transparente, más limpia, más
fuerte, más brillante, para gozar de la eternidad de Dios cuando se tenga que
separar del cuerpo con la muerte temporal.
Segundo, en cada Eucaristía yo tengo que morir a mí mismo.
Cristo instituyó la Eucaristía la víspera de su muerte, en la noche en que se
entregó. Por eso, a la santa Misa se le llama con toda propiedad Santo
Sacrificio, porque ahí Cristo renueva su sacrificio en la cruz, aunque de manera
incruenta. Cristo vuelve a morir por la humanidad.
Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte
del Señor hasta que él vuelva, nos dice san Pablo en 1 Corintios 11, 26.
Muerte mística de Cristo. En cuántas iglesias podemos percibir esta realidad.
Ese altar es una tumba que encierra huesos de mártires. Encima preside una cruz,
alumbrada con una lámpara, como en las tumbas. Envuelve la Santa Hostia el
Corporal, nuevo sudario. Cuántas casullas que el sacerdote se pone al celebrar
la santa Misa tienen por adelante y por atrás el signo de la cruz, símbolo de la
muerte. Todo nos recuerda a ese Cordero inmolado por nuestros pecados y para
nuestra salvación.
Y en la comunión consumimos ese sacrificio de Cristo, y con su muerte Él nos da
su vida divina.
¿Por qué quiso Cristo establecer una relación tan íntima entre el
sacramento de la Eucaristía y su muerte?
Primero, para recordarnos el precio que le costó su sacramento. La
Eucaristía es el fruto de la muerte de Jesús. La Eucaristía es un testamento, un
legado, que sólo tiene efecto por la muerte del testador. Jesús necesitó morir
para convalidar su testamento.
Segundo, para volvernos a decir incesantemente cuáles deben ser los
efectos de la Eucaristía en nosotros. En primer lugar, nos debe hacernos
morir al pecado y a las inclinaciones viciosas; en segundo lugar, morir al
mundo, crucificándonos con Jesús y exclamando con san Pablo: "Para mí el mundo
está crucificado y yo para el mundo". Finalmente, morir a nosotros mismos, a
nuestros gustos, deseos y sentidos, para revestirnos de Jesús de tal forma que
Él viva en nosotros y que nosotros seamos apenas sus miembros, dóciles a su
Voluntad.
En tercer lugar, Cristo quiso establecer una relación íntima entre la
Eucaristía y su muerte para hacernos partícipes de su resurrección gloriosa.
Cristo mismo como que "se siembra él mismo" en nosotros con la comunión. Al
Espíritu Santo cabe reanimar ese germen y darnos nuevamente la vida, Vida
gloriosa que nunca tendrá fin.
Aquí están algunas de las razones que llevaron a Cristo a envolver en insignias
de muerte este sacramento de la Eucaristía, sacramento de Vida verdadera,
sacramento donde reina glorioso y triunfa su amor.
Cristo quiso ponernos incesantemente sobre los ojos cuánto le costamos y cuánto
debemos hacer para corresponder a su amor.
Terminemos diciendo con toda la Iglesia:
"Oh Dios, que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu
Pasión, concédenos venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y
Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de tu
Redención. Amén".