Autor: P. Alberto
Hurtado
Fuente: Pontificia Universidad Católica de Chile
¡Espera! ¡Espera! ¡Espera!
¿Cuál debe ser la posición de los padres ante la vocación del hijo? Reflexión centrada en el apoyo de los padres al llamado de Dios.
Yo en
tu lugar no me apresuraría tanto. Conoce el mundo. Los sacerdotes que hacen
bien son los que han sido bien probados antes y llevan una experiencia
personal de la vida.
Ciertamente que un conocimiento inmediato de los hombres, ayuda. En ese
sentido, aquellos a quienes Dios ha llamado en el mediodía de su vida aportan
una experiencia que les será útil después. Pero ¿será éste motivo para que el
que ha sido llamado a llevar el yugo desde su mocedad dilate el ponerse al
servicio de Dios? ¿Compensará esa experiencia, muy problemática por otra
parte, los miles de misas, confesiones oídas, almas salvadas? Esa espera, ¿no
significará, más bien, un peligro para su vocación?
Es algo que ignoran los padres, pero que no por eso es menos real. Puede un
joven tener verdadera vocación y llegar a perderla. Y los casos abundan. El
amor también se pierde, como se pierde la salud, aunque ésta sea fuerte,
cuando se la expone indebidamente.
Jesú s, verdad infalible, al joven que le pedía tiempo para sepultar a su
padre, respondió: «Deja a los muertos que entierren a sus muertos; tú, ven y
sígueme».
Resumiendo este punto de tus relaciones de familia, cuando ésta se opone a la
vocación, cabe recordar el pensamiento de Santo Tomás:
«En el asunto de la vocación los padres no son aliados, sino más bien enemigos
de vuestra alma, según la palabra del profeta: Los enemigos del hombre están
en su propia casa».
El mismo Doctor escribe:
«Desde que el hombre llega a la pubertad, no depende más que de sí mismo para
todo lo que se relacione con su alma: así puede, sin ningún permiso, hacer
voto de entrar en religión».
Pueden los padres imponer reflexión a su hijo antes de dejarlo partir. Esto es
muy natural: es hasta necesario para impedirle tomar una decisión tan grave
sin rodearlo de todo género de garantías.
Los padres, con todo, no tienen un poder absoluto sobre s us hijos, y como
bien anota el P. Ballerini, famoso tratadista de Teología Moral:
«El poder de los padres no puede arrogarse el derecho que tienen sus hijos e
hijas de hacer por sí mismos la elección del estado de vida que les convenga,
o de seguir, si así lo quieren, los consejos evangélicos. La reverencia, sin
embargo, que pide la piedad filial, no debe despreciarse y por eso debe
requerirse el asentimiento paterno; y si éste es rechazado, no deben los hijos
en seguida dejar a sus padres, sino que convendría esperar algún corto tiempo,
hasta que aquéllos caigan en la cuenta de sus obligaciones. Si, a pesar de
todo, se pudiera temer peligro de que los padres, injustamente impidieran la
ejecución de la vocación de sus hijos, pueden éstos y deben marcharse sin el
consentimiento de sus padres».
San Alfonso Ligorio enumera multitud de teólogos que sostienen que «pecan
mortalmente los padres que impiden a sus hijos entrar en religión».
El apoy o paterno
Muchos padres, felizmente, son el más firme apoyo de la vocación de sus hijos.
No son pocos los sacerdotes que al volver la vista a sus primeros años pueden
exclamar llenos de gratitud que deben su felicidad al vigilante cuidado de sus
padres, a sus oraciones y al ejemplo que siempre les dieron de una vida santa.
Dios ocupaba el puesto de honor en el hogar, los nombres de Jesús y de María
fueron las primeras palabras que sus labios aprendieron a balbucear. Mientras
estaban en su cunita les contaban las historias de los amigos de Dios, los
Santos, y las manos de su madre sostenían las suyas mientras rezaban sus
sencillas oraciones infantiles.
Pocos años después, con todo el esplendor que le proporcionaban su inmaculado
sobrepelliz y su sotana, arrodillábase ante el altar para ayudar por vez
primera la Misa. ¿Sería entonces, mientras se movía entre ángeles invisibles,
cuando el gran Dios lo eligió para ser su sacerdote?
Así, paso a paso , los buenos padres guiaron a su hijo con sus consejos y
advertencias por entre los peligros de la juventud hasta que por fin tuvieron
la dicha inmensa de sentir las manos consagradas de su hijo que reposaban
sobre las cabezas inclinadas de aquellos que lo habían dirigido al altar del
Señor.
La madre del Cardenal Vaughan empleó por espacio de 20 años una hora todas las
tardes para pedir a Dios que todos sus hijos fueran religiosos. Sus 5 hijas
entraron al Convento y 6 de sus hijos fueron sacerdotes. Esa madre comprendía
lo que significaba ser ¡Madre de Sacerdotes!
El 26 de setiembre de 1926 moría en Canadá el P. José Gras, que mucho tiempo
fue misionero en el país de los iroqueses. Cuando decidió consagrarse a las
misiones, su padre no sólo le dio permiso, sino que quiso acompañarlo hasta la
ciudad vecina, pero en el camino se detuvo de repente y volviéndose hacia su
hijo:
«José, le dijo, voy a despedirme aquí porque siento que la emoción me va a d
ominar. He dado ocho hijos a Dios sin derramar una lágrima, no quiero empezar
a llorar al dar el noveno; demasiado honor me hace Dios».
Abrazó, pues, una última vez a su hijo y se volvió para no dejar correr sus
lágrimas.
Varios de ellos viven todavía: los Padres Zurbitu, que debieron la sotana que
llevan al espíritu cristiano de sus generosos progenitores. Dios siete flores
les dio y ellos agradecidos al cielo, las siete a Dios ofrendaron.
El anciano padre se complacía en narrar la vocación de sus hijos y no faltó
quien, impresionado al oírla tejió con los datos oídos al venturoso padre la
narración poética que transcribimos:
«Es un padre que tiene siete hijos,
que los lleva en el alma...
y un día ve al primero que acercándose
pide... el permiso... porque Dios le llama.
-¡Oh, dichoso de mí! —responde el padre.
¡Qué así Dios en mis frutos se complazca!
De mil amores, hijo,
toma mi bendición, y a legre marcha.
Pero otro día se acercó el segundo:
— Padre, el Señor también a mí me llama.
— También de mil amores, toma mi bendición y alegre marcha.
Pasó un tiempo, y lo propio que los otros
sintió el tercero: el cielo le llamaba.
Con no poco reparo: — Padre, dice, puede ser... quisiera... me otorgara,
como a los otros dos... — Sé lo que quieres...
¡Lo exige Dios! no hay que negarle nada;
también a Dios te entrego, toma mi bendición y a El te consagro.
Así el cuarto también, también el quinto,
el pobre padre iba quedando en casa
cada vez más solito,
mas lleno de un placer casi infinito.
— D. Sotero, que bueno es ese hombre
de quien usted me habla—
le interrumpió una voz... Insinuándose,
él seguía la historia comenzada:
«Cinco hijos para Dios... mas ved que un día
la única hija... ¿Resistirse? ¡Nunca!...
Hincóse ante la Reina Inmaculada
y, enjugando los ojos empañados,
—Madre, le dice, ¿la pedís?... ¡tomadla!
Y quedóse... risueño,
por que aún Dios le dejaba al más pequeño.
¿Querréis creerlo? Pues también un día
sintió éste que Cristo le invitaba...
El joven no se atreve
a sus padres hablar; fuera una espada
con que les heriría
profundamente el alma.
Dios en tanto llamaba fuertemente
y esa lucha interior veló su frente.
—Qué te sucede, Juan? —hablóle el padre.
—No me atrevo, son bromas bien pesadas
las que hace Dios... Usted va siendo anciano
dejarle solo en casa...
más, veo que el Señor.., será preciso...
—¿También Dios al pequeño me demanda?
Pues ¡al pequeño entrego!
¡Si yo el cuerpo le di, Dios le dio el alma!
Vete en paz, hijo mío,
de mí Dios cuidará, yo en El confio...
Aquí el anciano quedó
sin poder ya proseguir.
— Ese padre un héroe fue,
—vino una voz a decir—;
¿Vive acaso , D. Sotero?
— Vive todavía, si,
pero su ambición no es otra
que entre sus hijos morir,
y ¡ojalá con la sotana
que ellos logran ya vestir!
Vestido con la sotana
que vivamente anheló,
y cercado de sus hijos,
así en Cristo se durmió
aquel héroe, aquel anciano
que esta historia nos contó.
A cinco vio aquí en la tierra
sacerdotes del Señor...
por mejor ver al pequeño,
irse al Cielo prefirió.
¡Era un santo aquel anciano!
Siete flores dio al Señor...
¡Ellas serán en el Cielo
su diadema mejor!
La Chacra, 30 de marzo de 1914.
«Mi hijito, hace tres días hemos llegado y no encontraba una facilidad para
escribirte una palabrita como tanto lo deseaba. Estoy feliz, como tú te lo
imaginarás, en esta casa que es tan de mi gusto y sólo faltas tú; pero tus
cartas me han dado mucha satisfacción y consuelo. Bendigo al Señor y le ruego
que te dé cada vez más con vencimiento de tu vocación y amor cada vez mayor a
esa vida ideal que estás haciendo. Mi hijito tan querido, en medio de las
inquietudes y tristezas que no faltan en esta vida de familia que, con razón,
tú miras con tanto entusiasmo, pues que es la única felicidad humana
verdadera, el pensar en tu vocación casi segura me es como un osasis y
consuelo inmenso. Me digo que, en mi inutilidad y en las deficiencias de todo
lo demás, ya sólo eso de dejar un buen sacerdote es algo tan grande que
llenará la medida de mi misión sobre la tierra.»
«Lunes de Pascua, 5 de abril de 1920. Juan vino a almorzar; se agrandó nuestra
mesita. Quedó aquí hasta las seis y volvió al Colegio pasando primero conmigo
a la Trinitá del Monti para arreglar la Misa de mañana. Yo quedé en la Iglesia
y tuve la Bendición. Estaba privada desde hacía varios días de ver al
Santísimo expuesto y me hacía falta para desahogarme con El y decirle todo lo
que tenía en el corazón de alegría y gratitud. Me vení an ganas de gritar y
decirle a las monjas que veía por delante: ¡tengo un hijo sacerdote!»
«Aquí deberé Dios mío, levantar otra vez más mi alma a Ti y renovar en tu
presencia mis acciones de gracia. ¿Cómo es posible que lo que tanta madre ha
deseado en vano, yo, sin merecerlo, lo hubiera conseguido? Pensando en esa
época de alegría espiritual, me viene de nuevo a la mente la comparación que
antes hice de mi vida con los misterios que van siguiéndose en la meditación
del Rosario. ¿No podría decirse en estas circunstancias, que había llegado
para mi existencia el turno de los misterios gloriosos?» «El mismo día de la
Resurrección de Cristo, mi hijo celebró su primera Misa en la Capillita de
Nuestra Señora de Luján, en el Colegio Pío Latino Americano. Fue completamente
en privado; nosotros, sus padres, Pedro que ayudaba la Misa, Elvira, León,
Elisabeth y unos pocos compañeros de colegio, éramos los únicos asistentes.
Todos comulgamos de manos del recién ordenado».
También en nuestra Patria el Señor nos ha bendecido con hogares semejantes.
Numerosos son por la gracia de Dios, en todas las condiciones sociales, los
padres cristianos que no han soñado siquiera en discutir a Dios el derecho a
sus hijos, más aún, que los han formado para El. Si quisiéramos citar
ejemplos, la lista sería muy larga, muy larga, y muchos reconoceríamos en esa
lista a seres que nos son muy queridos.
Citaremos con todo por tener un testimonio auténtico, las hermosas páginas de
la señora Amalia Errázuriz de Subercaseaux, con ocasión de la ida de su hijo
Juan al Seminario y después con motivo de su primera misa. ¿Qué habría escrito
su santa madre si hubiese contemplado su labor de sacerdote, de Obispo, y su
muerte de caridad en acto de servicio apostólico como Arzobispo de La Serena?
«La misa solemne se celebró al día siguiente, Lunes de Resurrección, en la
Capilla grande y hermosa del Pío Latino. Allí tuvo lugar el ceremonial
acostumbrado: la pom pa de la liturgia, el lujo de los ornamentos, el canto
con la música de Perosi y trozos de la música chilena de Pereira, el besamanos
final y la numerosísima concurrencia de amigos y compatriotas. El pobre niño
estaba pálido como la cera. ¿Cuál será la sensación del que comprende la
magnitud de la gracia y la magnitud de las obligaciones que, desde esos
instantes, pesan sobre su alma, sobre su cuerpo, sus acciones, sus palabras,
sus pensamientos y sobre su vida entera? ¡Qué tremendo será para una criatura
que se sabe débil con la humana fragilidad, pobre de méritos, pobre de
virtudes, sentirse sacerdote del Altísimo; debiendo llevar, en adelante, una
vida más de espíritu que de materia, debiendo dar ejemplo de santidad en todas
sus acciones y en todas sus apariencias; siendo, en una palabra, como lo dijo
Jesús, la sal de la tierra para que jamás se corrompan ni su mente ni su
corazón y que pueda ser tan puro que con su sola presencia purifique el
ambiente que lo rodea. ¡Pobre niño! ¿ Cómo no había de estar impresionado al
sentir sobre sí tanta grandeza?»
«Más todavía conmovió a la asistencia el ver al joven sacerdote de pie,
recibiendo el homenaje de sus padres, de sus maestros, de sus hermanos y
compañeros, de sus amigos y de todos lo que presenciaban el acto. Uno por uno
iban a ponerse de rodillas, le tomaban con respeto ambas manos perfumadas para
besar en ellas la unción que les permite consagrar la hostia y el vino y
convertirlos en el Cuerpo y Sangre de Jesús. Juan, alto, delgado y blanco de
palidez, se tenía sin embargo en perfecta serenidad. ¿Acaso no sabía él que
ese homenaje no era destinado a su persona, sino era a Nuestro Señor
Jesucristo, a Aquel que sus manos acababan de poseer, a quien se quería honrar
con el ósculo de una rendida y tierna devoción?»
Padres de familia que leáis estas líneas. Jóvenes que hayáis recorrido estas
páginas, pensad, vosotros, en el honor insigne que significa Ser Sacerdote.
Del libro "E lección de carrera", escrito por el Padre Hurtado en el año 1943