Entrevista


Una visión femenina del documento vaticano sobre la colaboración hombre-mujer (I)
Entrevista con Mary Shivanandan, de la Universidad Católica de América (EE. UU.)

WASHINGTON, viernes 17 septiembre 2003 (ZENIT.org).- Para llevar a cabo una renovada colaboración entre hombres y mujeres --a la que llama una nueva carta de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe-- se necesita comprender el plan divino para uno y otro sexo, afirma la teóloga Mary Shivanandan.

La teología del cuerpo expresada por el Papa explica este plan de Dios para el hombre y la mujer y su comunión, según explica en esta entrevista concedida a Zenit la profesora del Instituto Juan Pablo II de estudios sobre el matrimonio y la familia, en la Universidad Católica de América (Washington DC, Estados Unidos).

Mary Shivanandan es autora de «Crossing the threshold of love: a new vision of marriage in the light of John Paul II’s Anthropology» --«Cruzando el umbral del amor: una nueva visión del matrimonio a la luz de la antropología de Juan Pablo II»-- (CUA Press).

--La «Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo» --de la Congregación para la Doctrina de la Fe-- comienza afirmando que «la Iglesia se siente ahora interpelada por algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con la finalidad genuina de la promoción de la mujer». Brevemente, ¿cuáles son estas «corrientes de pensamiento»?

--Mary Shivanandan: Fundamentalmente estas corrientes de pensamiento están ligadas a la aparición del feminismo radical, que considera la vulnerabilidad de las mujeres, en sus papel de traer hijos al mundo y educarlos, como una irrenunciable ocasión para el hombre de ejercer su opresión. Aquí no estoy hablando de la mujer con un embarazo difícil.

Para superar esta vulnerabilidad a ser «dominadas», las mujeres deben a toda costa estar en control de su propio cuerpo para situarse al nivel de los hombres en la familia y en toda esfera de la sociedad.

Tal actitud se revela sin embargo hostil tanto a los hombres como a las propias mujeres. Como afirma el documento, ello tiene como consecuencia la introducción de una deletérea confusión respecto a la persona humana.

Al no ser posible eliminar del todo las diferencias sexuales, estas feministas intentan separar las diferencias sexuales físicas y biológicas del género. El género se convierte entonces en un concepto puramente cultural.

En esta perspectiva --cito a la feminista pionera francesa Simone de Beauvoir-- la femineidad de por sí ya no existe como una entidad fija con determinadas características. Ya no existe algo como el «eterno femenino».

Otras feministas han ido incluso más allá al rechazar las diferencias sexuales. Sostienen que hasta reivindicar el derecho a ser diferente significa reivindicar el derecho a ser oprimido. Las mujeres no quieren «ser» hombres, sino destruir la idea misma de hombre y de mujer.

Sobre todo, aquellas persiguen la autonomía individual y el control de la propia vida.

Como evidencia el documento, este deseo de autonomía y de determinar la propia identidad sexual comporta profundos efectos sobre la familia y sobre la sociedad.

En los años setenta participé en la conferencia anual de una organización nacional secular sobre la familia. Ya en aquel tiempo la definición de la familia era sometida a una revisión que la subdividía en varios tipos, situados en el mismo plano: el núcleo familiar tradicional formado por padre, madre e hijos; la familia monoparental; la familia mixta; y la familia con ambos «padres» del mismo sexo.

A finales de los ochenta este movimiento comenzó a usar literatura en cursos sobre la vida familiar en escuelas públicas a fin de validar el estilo de vida homosexual e incluso bisexual.

Recuerdo la frustración nuestra --éramos cuatro representantes católicos-
- en el marco de una comisión que tenía que elegir el material educativo para los cursos sobre la vida familiar: estábamos casi siempre en minoría en nuestros intentos de sostener la definición tradicional de matrimonio como la unión exclusiva y permanente de un hombre y una mujer, y el contexto adecuado para la procreación y la crianza de los hijos.

Con el tiempo estas ideas --tan incisivas en la cultura secular occidental-- han penetrado hasta en las instituciones católicas. Como evidencia el documento, ha habido un esfuerzo concertado por parte de estudiosas feministas para reinterpretar las Sagradas Escrituras a fin de acomodarlas a la llamada liberación de la mujer. Aquellas han tratado de contrarrestar lo que consideran como textos patriarcales y opresivos, declarando que todo lo que no está en línea con su concepción de dignidad de la mujer no puede ser verdaderamente Palabra de Dios.

Por ejemplo, Phyllis Bird y Phyllis Trible, al reinterpretar los relatos del Génesis sobre la creación, utilizan sus considerables habilidades exegéticas para unir la bendición de la fertilidad puramente a nuestra naturaleza animal, y el papel humano del dominio a nuestra humanidad. De ello resulta un gran empobrecimiento de la comprensión de la naturaleza del hombre y de la mujer y de su comunión.

--¿Qué entiende la Iglesia por «finalidad genuina de la promoción de la mujer»?

--Mary Shivanandan: El documento indica la respuesta de la Iglesia en la «colaboración activa» entre hombre y mujer. Este aporta una maravillosa síntesis de la teología del cuerpo desarrollada por Juan Pablo II durante las audiencias del miércoles desde 1979 a 1984 sobre el tema del plan de Dios para el hombre y la mujer y su comunión.

Sin comprender estos fundamentos no puede haber verdadera liberación ni del hombre ni de la mujer.

Según Simone de Beauvoir, la mujer había sido siembre definida como «otra» respecto al hombre, visto como «sujeto», «absoluto». En este sentido, la mujer entendida como «otra» es siempre «menos» en cuanto objeto del sujeto.

En la aproximación de Juan Pablo II al Génesis, la mujer es verdaderamente «otra» respecto al hombre, pero en modo alguno menos sujeto en relación con el hombre. Cada uno de ellos es sujeto, entendido como persona plenamente autoconsciente y autodeterminante, hecha a imagen de Dios.

La mujer es sencillamente una manifestación corpórea diferente de tal imagen.

Además, ninguno de ellos puede por sí solo reflejar plenamente la imagen de Dios. Juntos los dos en su comunión constituyen la imagen plena de la Trinidad.

Como afirmó Juan Pablo II en la audiencia del 14 de noviembre de 1979: «El hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad como en el momento de la comunión. Él, de hecho, es “desde el principio” no sólo imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige el mundo, sino también, y esencialmente, imagen de una divina comunión de Personas».

El «Absoluto» no es el hombre, sino que es Dios, y tanto el hombre como la mujer están en una asociación única con Él. A diferencia de algunas interpretaciones tradicionales de la Escritura, la mujer no se relaciona con Dios a través del marido. En todo aspecto ella es persona de manera igual.

El ser «otro» --tanto para el hombre como para la mujer-- no lo es en razón de la separación, sino de la comunión. El hombre nunca puede estar solo. Su existencia presupone siempre la existencia de la mujer.
Han sido creados el uno para el otro.

Lo expresa bien la canción del musical «South Pacific». El coro de marineros que se encuentran en una isla idílica del Pacífico en tiempos de guerra lamentan tener todo, excepto la compañía femenina: «There is nothing like a dame!».

Tal compañía femenina no sirve sólo para la satisfacción sexual; esto significaría tratar a la mujer como un objeto. Su comunión debe entrar siempre en lo que el Papa llama hermenéutica del don.

A través de la gracia de la inocencia original, Adán fue capaz de recibir a Eva en la plena verdad de su femineidad, y ella a él en su masculinidad. Podían verse según la perspectiva de Dios.

El cuerpo en su masculinidad y femineidad tiene un significado nupcial:
la capacidad de expresar amor. Esta perfecta comunión, expresada plenamente en la unión de la carne, constituye la felicidad original.
Dios ha bendecido esta comunión con el don de los hijos.

La norma para las relaciones entre hombre y mujer sigue siendo la armonía de la inocencia original. Si bien la pérdida de la gracia rompió la relación del hombre y la mujer con Dios, Juan Pablo II subraya que el significado nupcial del cuerpo fue distorsionado, pero no destruido.

Ahora la redención del cuerpo y de la sexualidad es una realidad a través de la redención en Cristo. No podemos regresar a la inocencia original –superar la concupiscencia que tan fácilmente se insinúa en una sana relación entre hombre y mujer es posible gracias al esfuerzo y a la gracia--, pero el matrimonio como sacramento puede representar la unión de Cristo que se dona de modo total con la Iglesia, y la virginidad consagrada representa una nueva vía privilegiada en el Reino.

Es en este contexto que la Iglesia presenta la «finalidad genuina de la promoción de la mujer».

--¿Cuáles son los puntos esenciales de la «colaboración activa»? ¿Y cómo puede ésta expresarse en el ámbito familiar, laboral y social?

--Mary Shivanandan: Si estas falsas concepciones han surgido en el campo de la sexualidad femenina, entonces es allí donde hay que encontrar también la solución. La Encíclica «Humanae vitae» del Papa Pablo VI –verdaderamente un signo de contradicción-- representa la piedra angular de un nuevo feminismo.

Si el cuerpo es expresión de la persona, entonces la forma en que éste ha sido proyectado para expresar el amor entre el hombre y la mujer ciertamente nos debe decir algo sobre su colaboración también en las otras esferas de la vida. «Humanae vitae» no trata simplemente de los males de la contracepción. Esta presenta el modelo para una verdadera felicidad conyugal y para relaciones auténticas entre hombres y mujeres.

Desde los años setenta he estado involucrada en el movimiento para la planificación familiar natural y he tenido la suerte de haber conocido parejas que ponen en práctica la enseñanza de la Iglesia. También he tenido la oportunidad de participar en investigaciones sobre por qué este modo de vivir ayuda a los matrimonios y genera una nueva apreciación tanto de los valores masculinos como femeninos.

Para la mujer es profundamente satisfactorio ser aceptada por su marido tal como ella es. El sacrificio del deseo sexual que él realiza en la gestión conjunta de la fecundidad de ambos aumenta fuertemente el amor de la mujer por el hombre. El hecho mismo de manejar juntos su fertilidad refuerza la íntima comunicación. Uno de los aspectos sobresalientes de su matrimonio es el de concebir consciente y conjuntamente un niño y compartir su crianza.

El esfuerzo de la abstinencia trae la recompensa del autodominio orientado al don de sí, como diría Juan Pablo II. Cuando el hombre y la mujer confían en el modo en que Dios les ha hecho, aprenden a confiar más en Él y a abandonarse a su voluntad en todas las áreas de sus vidas.

Me parece que aquí hay un modelo para una «colaboración activa» en el ámbito laboral y en la sociedad, además de la familia.

[La segunda parte de esta entrevista se publicará en Zenit el domingo
19 de septiembre de 2004]