El sentido último de la vida, según la "Fides et ratio"


Juan Bautista Torelló
 



 

 

El Prof. Torelló es Doctor en Teología y Psiquiatra (Viena). Publicado en 1999.

Sumario

El balance del empirismo.- La cuestión del sentido de la vida.- El sentido de la vida como dirección.- El sentido de la vida como significado.- Resumen del contenido.

Sólo Dios lo sabe, pero no me parece "humildad de garabato", como diría el Beato Josemaría Escrivá, y ni siquiera una captatio benevolentiae de baratija, declarar de antemano mi sorpresa agradecida por la invitación a tomar parte en una reunión de filósofos a uno que no lo es de profesión, y que por lo mismo se expone a "vender miel al colmenero", según otra expresión favorita del primer Gran Canciller de esta Universidad, o a llevar lechuzas a Atenas, como se usa decir en Centroeuropa. Los filósofos son por lo general gente pacífica, pero por lo visto también atrevida, si dejar oír en su coro la voz algo peregrina de un psiquiatra casado con la teología, que es combinación explosiva, ya que la teología desciende del luminoso cielo abierto por la revelación divina, para aterrizar en la patria de la razón, mientras que la psiquiatría, y en particular la psicoterapia, emerge de las oscuras profundidades del Aqueronte, revuelto por sus antepasados, para tratar de entenderse con los que han perdido la razón. Sin embargo, como los psiquiatras, a fuer de médicos vinculados en su mayoría al pensamiento científico-natural y por ello de espaldas a la filosofía, son hombres a fin de cuentas, y todos los hombres —nos dice el Papa en esta encíclica (n. 64)— son filósofos por naturaleza, también ellos lo fueron siempre, aunque, por desgracia y paradójicamente dado su oficio, a menudo inconscientemente o al menos "subconscientemente".

El balance del empirismo

Es una realidad humana: la filosofía es ineludible, también para sus detractores so capa de sobriedad científica. Una concepción previa del mundo y del ser humano preside e influye todas las observaciones, todos los experimentos y todas las interpretaciones científicas. A sabiendas o menos, toda ciencia natural presupone una meta-física, una meta-psicología, una meta-clínica, una meta-sociología… De otro modo, física, psicología, medicina y sociología no sabrían ni siquiera de qué hablan [1].

Ciertamente, se muestran menos ingenuos los contemporáneos investigadores, y reconocen la necesidad y el valor de la elaboración teórica no sólo como colofón de los resultados empíricos, sino también como premisa de su trabajo. Ya en el XXIV Congreso Italiano de Filosofía se hizo constar que las teorías científicas modernas —desde Copérnico hasta Max Planck y Einstein— se edificaron y definieron no sólo al margen de la facticidad empírica, sino en contraposición a la misma.

Malaventuradamente, se encuentran entre estos "convertidos" muy pocas personalidades que posean una suficiente formación filosófica, que les permita reconocer los límites del saber científico, y por tanto, evitar las transgresiones de su competencia. Refiriéndome a la psiquiatría de este siglo y dejando aparte al "tránsfuga" Karl Jaspers, representan R. Allers y su discípulo Viktor E. Frankl excepciones notables. De aquí también que un "hombre religioso" pueda confiarse a la "Logoterapia" frankliana sin turbación, esto es, con la seguridad de que la consideración fenomenológica de este terapeuta reconocerá y respetará la "autenticidad" de lo religioso, sin intentar jamás rebajarlo a categorías que le son extrañas.

En el "balance del empirismo" antes aludido hizo constar Norberto Bobbio que esa ideología, que favoreció el surgir de la democracia moderna y el proceso de industrialización, y con ello buena parte del "bienestar" actual, no fue capaz de ofrecer al hombre valores que le asistieran para encontrar sentido a una vida cada vez más opulenta, cuando aparecieron en su seno las angustias, agresiones, náuseas, aburrimientos y alienaciones, que reclamaron urgentemente la atención y los cuidados de la psiquiatría. Juan Pablo II se refiere a ello, cuando afirma (n. 88) que el cientifismo lamentablemente considera lo relativo al sentido de la vida como algo que pertenece al campo de la imaginación.

Por este motivo, una buena parte de la psiquiatría, a lo largo de este siglo, se ha visto obligada a practicar, por decirlo con Edmund Husserl, "un heroísmo de la razón, como capacidad de superar el naturalismo, para conquistar de nuevo lo más humano en el hombre, la autotrascendencia del espíritu, que busca sobre todo, con libertad, la realización del sentido de la vida" [2]. Pues, en efecto, una psiquiatría regida por la mentalidad científico-natural y que sigue siendo una ciencia "hipotética" [3], poco o nada puede ofrecer al malestar del hombre desnortado y a su reacción hoy más difundida, que algunos franceses llaman "àquoibonisme: À quoi bon?" [4], ¿para qué luchar por el bien, la justicia, la paz, la producción, si la vida no tiene ningún sentido?

Después del fracaso rotundo de las ideologías nacidas del iluminismo —racionalismo, idealismo, marxismo, progresismo a ultranza— la sociedad occidental desenraizada de sus fundamentos cristianos se ha hundido poco a poco en un relativismo total, que Robert Spaemann califica de "nihilismo banal" [5], para el cual no hay posibilidad alguna de conocer la verdad objetiva, ni de admitir la existencia de algún valor que no sea ilusión. Así se ha forjado la imagen de una llamada "sociedad liberal", en la que se juzga real tan sólo el placer (a conseguir cueste lo que cueste) y el dolor (a evitar también a cualquier precio). Muchos contemporáneos, desquiciados por su profundo "vacío existencial", se han convertido en "dependientes del placer" y "fugitivos del dolor" —según la conocida terminología de Frankl—, que configuran la que L. Kolakowski llama "cultura de los analgésicos" [6], y que "patologizando" todas las adversidades de la existencia (como la esterilidad, la menopausia, la soledad, la ancianidad, las crisis matrimoniales o profesionales, etc.) exigen de la medicina lo que ella no puede dar: un bienestar sin fisuras y una existencia prolongada a voluntad.

Como consecuencia de una visión de la vida sin sentido, muchos se refugian en la enfermedad: en una autismo esquizoide fuera de la realidad, en la depresión, en el masoquismo que se complace en el pesimismo, en el delirio paranoico que echa la culpa de todo a los demás. La angustia, por otra parte, ha dejado de ser, desde hace unos 15 años, síntoma de neurosis —como la entendió Freud— y se ha autonomizado: se presenta, diríase, al estado puro, en forma de "ataques de pánico" de breve duración, repentinos en cualquier lugar y situación, acompañada de sudores fríos, temblores, mareos, corazón desbocado y sensación de ahogo —que esto significa la palabra "angustia": angostura, estrechez, estrangulación. Ninguna "causa" orgánica se descubre en estos accesos, que hacen presentir la muerte, aunque ésta no se siga nunca de ellos, y no hay, por tanto, medicamentos que los curen de verdad, sólo calmantes y placebos. La psicoterapia encuentra en estos pacientes "planes de vida erróneos", "mentiras existenciales", egocentrismos tenaces y la convicción subcutánea de que una persona sin éxito social o profesional ni vale algo ni puede ser amada.

Junto a estos "atarazados débiles", cuyas crisis tienen la "ventaja" de ofrecer una singular ocasión de verdadera "metanoia", se afanan otros por la vía "fuerte" de una afirmación de sí brutal y casi terrorista, mientras otros muchos, hoy día optan por los caminos diversos de la disolución embriagada de la personalidad en una supuesta Energía Universal, a la manera de la New Age.

El esoterismo, la gnosis, el espiritismo y aún el satanismo constituyen el refugio frecuente de los que no han encontrado el sentido de sus vidas se entregan a cuerpo perdido a los numerosos "donadores de sentido" oculto, irracional, "preternatural" o demoníaco. Incluso el suicidio —por desgracia tan extendido— representa un intento paradójico de la búsqueda de significado individual. Ante estos fenómenos aberrantes fracasa lógicamente todo reduccionismo naturalista —biologismo, psicologismo, sociologismo—: sólo su superación antropológica permite a la psicoterapia afrontarlos, comprenderlos y aún curarlos.

La cuestión del sentido de la vida

Y aquí debo necesariamente referirme al célebre psiquiatra vienés Viktor E. Fankl, entrañable amigo mío y de esta Universidad, nacido en 1905 y fallecido hace un año y medio, por tener el mérito exclusivo de haber colocado en el centro de sus reflexiones sobre el hombre y de su método psicoterapéutico el tema del "sentido de la vida". Ya jovencísimo fue admirado por Sigmund Freud, que le admitió en la "Sociedad Internacional del Psicoanálisis", de la que poco después le expulsó por rebelde a su estricta "ortodoxia". Pasó entonces al primer círculo de la "Psicología Individual" de Alfred Adler, en el que conoció a sus mayores maestros: Rudolf Allers (católico y tomista) y Oswald Schwarz, el fundador de la "Medicina psicosomática" en la zona de lengua alemana. También de este grupo fue eliminado (junto con sus dos maestros) porque ya en 1921, siendo estudiante de medicina, afirmaba que lo que caracteriza a la persona humana no es la freudiana "voluntad de placer" ni la adleriana "voluntad de poder", sino la "voluntad de sentido", en torno a la cual desarrolló la psicoterapia, que ya entonces llamó "Logoterapia", basada en la consideración de la dimensión espiritual de la persona, que obliga a un estudio de su normalidad y de sus enfermedades mentales "desde las alturas" y no desde sus llamadas "profundidades", esto es, desde aquella "autotrascendencia" que la abre a la fe en Dios [7].

No tengo indicios para decir si Joseph Ratzinger, el actual prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Karol Wojtyla, el actual Pontífice, conocían el pensamiento de Frankl cuando el primero escribió su Introducción al cristianismo y el segundo su máxima obra filosófica Persona y acto, pero resulta asombroso comprobar la coincidencia de sus ideas e incluso de su articulación verbal con las de Frankl en su primera obra, Cura médica de almas, que tuvo que destruir en un campo de concentración nazi, y reescribir después de su liberación, y cuyo contenido y aplicación aparecen en su libro mundialmente conocido Un psicólogo en el Lager.

Ratzinger se expresaba así: "La fe es aquella otorgación de sentido, sin la cual el hombre en su totalidad queda sin el fundamento (ortlos) que precede a su calcular y su obrar y sin la cual a fin de cuentas no puede ni calcular ni obrar, porque esto puede hacerlo tan solo en el lugar de un sentido que le sostenga… El sentido es el pan, del cual el hombre en cuanto hombre vive. Sin la Palabra, sin el sentido, sin amor el hombre cae en la situación de no-poder-ya-vivir, aunque disponga de un confort terreno sobreabundante" [8]. Casi al pie de la letra había formulado lo mismo Fankl muchos años antes [9], no sólo a base de un esfuerzo intelectual para superar lo que él llama el "subhumanismo" y también "homunculismo" de las escuelas reduccionistas, sino como fruto de sus observaciones en los 24 centros de asistencia a la juventud por él fundados en varias ciudades europeas y en el infierno de cuatro campos de exterminio hitlerianos.

Su Logoterapia, dedicada a ayudar a sus clientes a encontrar el sentido de sus vidas en

cada situación existencial, les acompaña hasta la "puerta de la fe", que deja abierta: basta un "paso ulterior" para que el hombre se adentre en la sede del sentido definitivo [10].

Este sentido de la vida no puede "dárselo" nadie, tiene que ser "descubierto" por cada uno. Todos vivimos buscando ese significado objetivo, no subjetivo, ni factible a gusto: es dado en cada situación, que hay que aceptar como se recibe un encargo, como se acepta una tarea o cometido a cumplir, no de palabra sino con todo el propio existir.

"Toda la vida es respuesta", dice Fankl, y esta libre respuesta es lo que hace al hombre

personalmente "responsable", en última instancia, para el creyente, ante el "Comitente", el "Personalísimo", como él le llama [11]. Como un eco desde el fondo del alma del homo religiosus resuenan las palabras de Ratzinger: "El sentido, que uno mismo se construye, no es en realidad ningún sentido. Sentido, propiamente dicho, esto es, el terreno sobre el cual puede afincarse y vivir toda nuestra existencia, no puede ser hecho, sino tan sólo recibido… Con esto desembocamos inmediatamente en el modus de la fe cristiana.

Creer cristianamente significa confiarse a aquel sentido que me sostiene y sostiene al mundo; aceptarlo como firme fundamento, sobre el cual puedo estar sin temor. Y algo más podemos decir con el lenguaje de la Tradición: creer cristianamente significa concebir nuestra existencia como respuesta a la Palabra, al Logos que sostiene todas las cosas y las mantiene en el ser. Quiere decir, afirmar que el sentido que no nos construimos sino que tan sólo podemos recibir, nos ha sido ya dado, y que no tenemos más que aceptarlo y abandonarnos a él. Según esto, la fe cristiana es aquella opción a favor de un recibir que antecede al hacer, con lo que el hacer no se desvirtúa ni se declara superfluo. Sólo "porque hemos recibido podemos también hacer" [12].

Frankl, judío de nacimiento y de creencia hasta la muerte, su persona, su doctrina y su ética profesional se mantuvieron siempre respetuosísimos ante la opción ("o momento de elección fundamental") de la fe cristiana, que anuncia la última verdad del hombre y de la vida, "el sentido último de la existencia", que él llamaba "suprasentido" (Übersinn) porque no es una simple potenciación de los "sentidos parciales" de la vida temporal (Teilsinne), captables y evidenciables caso por caso, sino de otra cualidad superior, como a él le gustaba ilustrar con las palabras de Isaías: "Cuanto son los cielos más latos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos" (Is 55, 9) [13].

El "sentido de la vida" puede entenderse como "dirección" y como "significado".

El sentido de la vida como dirección

1) La existencia del homo viator, descrita por Gabriel Marcel14, tiene sentido en todos sus momentos: el sentido del camino, de lo que conduce al fin, a la meta, y que no es otra cosa que la vida eterna (status comprehensoris de la teología) ya sin "dirección", sin tendencia, sin más deseos ni afanes. Baltasar Gracián presenta la existencia humana, ya que en la primera "Crisi" del "Criticón" como un naufragio, y el protagonista Critilo "luchando con las olas, contrastando los vientos y más los desaires de la fortuna, entre los fatales confines de la vida y de la muerte" exclama: "¡Oh vida, no habías de comenzar, pero ya que comenzaste no habrías de acabar!". Pero se trata en realidad de algo más profundo, que subraya G. Marcel: El camino no tiene el sentido de lo autosuficiente… No es la meta, pero como los dos están tan íntimamente relacionados, tiene que tener el camino ya algo de la meta, pues de otro modo no llegaría nunca a alcanzarla. Algo hay en el viandante ya perteneciente al fin, en germen, pero real, algo imperecedero, pues, si no, no pudiera ni tan sólo desearlo: es lo que llamamos "inmortalidad del alma" o "incorruptibilidad" al decir de Santo Tomás, pues sólo Dios es inmortal (Tu solus inmortalis). En el alma hay la imago Dei impresa por el Creador, que la hace tan preciosa y de algún modo tan incomprensible por nosotros (San Agustín abunda en esta meditación), que algunos imaginaron algo de "increado". Podemos colegir, que de esta interioridad sobrehumana nace el deseo de consumar el camino para entrar en la eternidad. Superado el preconcepto freudiano del sueño como satisfacción de deseos inconscientes y de éstos como pura ilusión por escuelas analíticas más recientes (M. Boss, por ejemplo) [15] sorprenderá tan sólo a algún psicólogo anquilosado que el Papa, sin extremar posiciones, afirme que "no se puede pensar que una búsqueda en la naturaleza humana sea del todo inútil o vana…El hombre no comenzaría a buscar lo que desconoce del todo o considera absolutamente inalcanzable (n. 29).

No se trata por tanto del puro instinto de conservación y de reproducción: ya "el placer quiere eternidad, profunda eternidad" (Nietzsche), pero sobre todo el amor personal tiene ansias de eternidad y dice a la persona amada "tú no morirás" (G. Marcel). El amor, en efecto, atraviesa las regiones de la pura atracción sensible y de la estima de las cualidades del otro, que caracterizan al "enamoramiento", y alcanza al verdadero tú, a la persona, única, irrepetible y trascendente. (Aquí podrían señalarse las "coincidencias" de los "personalismos" del Papa y de Frankl) [16]. "Tú no morirás" revela el descubrimiento de la dimensión espiritual de la persona que está "por encima" y es independiente de lo psicosomático, y que le sobrevive, por tanto, en todo caso, como Max Scheler, en sus mejores tiempos expuso magistralmente [17]. Una ilustración de esta trascendencia de lo espiritual, que el amor detecta y vive, la ofrece Frankl, cuando cuenta que en un día de trabajo forzado en un campo de concentración se acordaba con nostalgia de su joven esposa —alejada de él en otro Lager y de la que no tenía noticia alguna—, vivió la actualidad de su amor, pese a no saber si ella continuaba en vida o no, y tuvo la evidencia-vivencia de que para su amor esto no tenía importancia alguna, porque estaba por encima de la vida y de la muerte: fortis ut mors dilectio (Cant 8, 6). Gabriel Marcel, a quien impresionó fuertemente este relato, habló en una famosa conferencia en Milán, 1952 sobre esta presencia recíproca de personas, que es mucho más que sentimiento: es intersubjetividad, una categoría de la realidad, que la muerte no puede destruir [18].

El sentido de la vida, concebido como "dirección", es pues la vida eterna. Sentido que el cristianismo lleva a su articulación más preciosa porque anuncia la entrada real de lo divino en lo humano, de la eternidad en el tiempo por la Persona y en la Persona del Hijo de Dios encarnado, que se continúa en la Iglesia y se actualiza en sus miembros mediante la fe ("El que cree en el Hijo de Dios tiene la vida eterna", nos dice San Juan 3, 36) y mediante los sacramentos: De entrada pregunta el ministro del bautismo a los padres y padrinos: "¿Qué pedís a la Iglesia para este niño?" y ellos responden escuetamente: "La vida eterna". Sobre todo la Eucaristía, "fuente y culmen de toda la vida cristiana" [19], y según declaración del mismo Cristo que en ella se nos entrega, posee el que lo recibe ahora ya la vida eterna (Jn 6, 54). "El Cuerpo de Cristo nos custodia para la vida eterna" (Liturgia de la Misa).

Esta fe en la vida que no perece sino que se transforma (vita mutatur, non tollitur, reza el prefacio de difuntos) está tan enraizada en la mentalidad del cristiano, que le permite enfrentarse con la muerte no sólo con serenidad sino incluso con buen humor. Y no hay que recurrir para comprobarlo al heroísmo de algunos mártires famosos o de místicos sedientos de la visión beatífica: No pocos simples creyentes ofrecen ejemplos de esta certeza vivida y no privada de agudeza. Julien Green cuenta que el general De Gaulle ya casi agonizante dijo a su mujer: "Cuando me muera, cerrad enseguida el ataúd, antes de que llegue el Primer Ministro: no tengo ningunas ganas de verle" [20].

Un hermoso texto de la primera Carta de San Pedro ha sido eliminado sin miramientos de la Neovulgata, pero el Breviario Romano lo ha conservado (3, 22) y reza así: "(Christus) qui est in dextera Dei, deglutiens mortem, ut vitae aeternae heredes efficeremur". Este expresivo "engullir la muerte para hacernos herederos de la vida eterna" hace eco a aquella "absorción de la muerte en la victoria", de que habla San Pablo en 1 Cor. 15, "cuando lo corruptible vestirá lo incorruptible y lo mortal la inmortalidad", victoria que Dios nos ha dado por Nuestro Señor Jesucristo (1 Cor 15, 53-58).

El hecho de que no se alcance, ni en el futuro ni en el presente, sino lo que ya, de algún modo, se tiene, abarca lo natural y lo sobrenatural: "No me buscarías, si no me hubieras ya encontrado"; la gracia, que perfecciona la naturaleza es semen gloriae; "non potestis amare me, nisi habueritis me" (San Agustín, Sermo 34).

Lo dicho vale también para el sentido de la historia en general, que no podemos encontrar en el interior de la misma, sino creer en él en virtud de la Revelación de un Dios, dador y único conocedor del sentido, como asevera el propio L. Kolakowski [21] y el Papa dice explícitamente: "Conocer a fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos" (n. 16).

El sentido de la vida como significado

2) Por lo que se refiere al significado de la vida y de sus diversos momentos, hay que reconocer que, junto a muchos "hechos significativos" (como trabajo, cultura, amor y solidaridad, etc.) nos vemos enfrentados con muchos aconteceres sin un sentido obvio e incluso, a nuestros ojos, absurdos (catástrofes naturales, como terremotos, sequías, inundaciones, con innumerables víctimas inocentes, accidentes mortales de tráfico, que dejan de pronto una familia sin padre, enfermedades incurables que reducen existencias infantiles a una pura calamidad, etc.). Y la angustia nos acucia: ¿Vencerá al final lo significante o lo absurdo?

Resulta inútil querer convencer o consolar a los que sufren sin saber por qué con las teorías sobre la "armonía del universo" o sobre una evolución general, de la que los males particulares serían "escalones" o "grados" del bien y la felicidad terminales… Sin embargo, es cometido humano buscar el sentido de cada situación y procurar cumplirlo, con la certeza de su intrínseca ordenación al último sentido que se escapa a la razón y sólo la fe descubre. No resignarse y combatir el mal con el bien (vince in bono malum, Rom. 12,21), siempre vislumbrable y factible, también en el dolor, la enfermedad y la muerte. A esto dedicó su trabajo Viktor E. Frankl. Para él, el sentido de cada situación vital se cumple con la "realización de valores", sea actuando en el mundo (valores creativos), sea experimentándolo (gozar de la naturaleza, del arte, de la comunidad: valores de vivencia), sea sufriendo (valores de aceptación). El dolor, la enfermedad se pueden "fecundar", llenar de significado en la medida en que se aceptan y se trascienden, sobre todo en la forma del "sacrificio" abierto y ofrecido a otro, no fin en sí mismo (sería masoquismo), convirtiéndolos en una activísima prestación (Leistung) de servicio y de amor. La autotrascendencia de la persona —"esencia de su existencia"— explica que el sentido humano de cada situación tenga el carácter extático del servir y del amar, del don de sí, en que se realiza el ser personal [22] "sentido parcial", que, como toda "verdad parcial", está orientado e incluso incoa el sentido último de toda la vida, la última verdad, que, dígase una vez más, sólo la Revelación cristiana hace patentes (n. 30).

Ciertamente, dado que nuestra naturaleza es semper recurva in se ipsa, se podría pensar que ella sola no logra salir nunca de sí misma, que tiende sólo a su bien y no al bien en sí mimo y por sí mismo, al Bien último, que es Dios, y que por tanto sólo la acción de la gracia divina sería capaz de abrirla al conocimiento y al amor verdadero.

Santo Tomás se opone en este punto a su maestro Alberto Magno, y asigna la "recurvatio" al pecado, no a la naturaleza humana, que en virtud del espíritu que la anima es esencialmente "extática", capaz de autotrascenderse: la gracia no le es extraña, no la violenta, sino que perfecciona lo que ella tiene en sí. En la doctrina de Santo Tomás, que el Papa otra vez en Fides et ratio propone como maestro incomparable (nn. 43, 57, 78), las perspectivas teleológicas platónicas, aristotélicas, estoicas y cristianas se integran en una estructura unitaria de grandiosa simplicidad (Spaemann) [23].

A través de enigmas y de atisbos, de interrogantes e hipótesis llega, "en la plenitud de los tiempos" (Gal. 4, 4) la revelación del sentido y fin último de la vida, que ya San Ireneo resumió en una sola, brevísima frase: Deus homo factus est, ut homo fieret Deus [24]. Este es el significado último de la vida humana: la divinización, o como gustaba decir al Beato Josemaría Escrivá, el "endiosamiento", que no será una novedad absoluta más allá de la linde de la muerte, sino "revelación" de lo que ya somos por la Creación y más todavía por el don de Cristo: la gloria de los hijos de Dios (Rom 8, 19-23). Cuando en la Parusía aparecerá Cristo con toda su gloria, aparecerá a las claras lo que somos ya ahora realmente aunque ocultamente y poseemos a modo de primicias, como escribe San Pablo a los Colosenses: Cum Christus apparuerit, vita vestra, tunc et vos apparebitis cum ipso in gloria (3, 4). Y el Beato Josemaría: "la fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina…" [25], y cita a San Basilio: "Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras… la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios" [26].

Y como "Dios es Amor" (1 Jn. 4, 8), es el amor en el hombre lo que da, en último término, significado a la vida, y que es la vida misma, su peso y su medida (amor meus, pondus meus). El amor no tiene porqué ni para qué: amo quia amo; amo ut amem (amo porque amo; amo para amar) . De aquí que el sentido de la vida sea un "sentido sin sentido": es pura revelación de Dios en el hombre: lucir de Su luz, como a su modo las estrellas, al decir el profeta Baruc: "las estrellas brillan en sus atalayas y se complacen. Dios las llama, y contestan: ‘Henos aquí’. Lucen alegremente en honor del que las hizo" (3, 34). Somos ciertamente "luz del mundo" (Mt. 5, 14), pero no de luz propia, sino como Juan el Bautista siendo "testigos de la luz" (Jn. 1, 7), que "arden y lucen" (Jn 5, 35), "para que Dios se luzca", como decía donosamente el Beato Josemaría, esto es, como repite San Pablo una y otra vez in laudem gloriae eius (Eph 1, passim). Buscar el sentido de la vida es siempre esforzarse para conocerse a sí mismo.

Este esfuerzo común, también de los científicos, incluso cuando atañe a aspectos limitados de nuestro ser, leemos en Fides et ratio, "remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de estos estudios, a los interrogantes, que abren el acceso al Misterio" (n. 106), al misterio por excelencia: el misterio de Cristo, que se continúa en cada cristiano, "pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque ya vivamos, ya muramos, del Señor somos" (Rom. 14, 7-8). Somos del Señor, que es la Vida, y por tanto "vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2, 20). Esta vida vive en sí, por sí y para sí, y "si alguien le preguntara ‘¿por qué vives?’, ella diría, si quisiera responder: ‘vivo para vivir’ " [27], obrando por sobreabundancia del bien que me posee, brillando y haciendo brillar, ardiendo y haciendo arder, in laudem gloriae eius, sin otro porqué ni para qué.

Notas

[1] MERLEAU-PONTY, Sens et non sens (trad. ital.), Milano 1962, p.120.

[2] HUSSERL, E., Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, Den Haag 1954.

[3] KATSCHNIG, H., Was ist aus der guten alten Angstneurose geworden?, Wien 1996.

[4] AMEDÉE-MEGGLÉ, Le moine et la psychiatre. Entretiens sur le bonheur, Paris 1995, p. 16 y ss.

[5] SPAEMANN, R., Relación al Sínodo de los Obispos, Roma 1991.

[6] VETTER, H., Der Schmerz und die Würde der Person, Frankfurt, Main 1981.

[7] FRANKL, V., Was nicht in meinen Büchern steht, München 1995.

[8] RATZINGER, J., Einführung in das Christentum. München 1968, p. 46-47.

[9] FRANKL, V., Ärztliche Seelsorge, Wien 1947, II, A. 1-2.

[10] FRANKL, V., Zeit und Verantwortung, Der Wille zum Sinn, Wien 1972, y Ärztliche Seelsorge, III.

[11] FRANKL , V., Op. cit., p. 62 ss.

[12] RATZINGER, J., Op. cit., p. 46.

[13] FRANKL, V., Anthropologische Grundlagen der Psychotherapie, Ber, 1975, Passim.

[14] MARCEL, G., Homo viator, Paris 1978.

[15] BOSS, M., Der Traum und seine Auslegung, Bern 1953.

[16] La concepción de la persona es casi idéntica en los dos. El actual Pontífice hablaba entonces de la insuficiencia de la definición de Boecio por no poner en evidencia la unicidad y la irrepetibilidad de la persona humana, cosa en la que insistía Frankl también (véanse sus claras "Diez tesis sobre la persona" en Der Wille zum Sinn, Viena 1972, p. 108 ss.).

[17] SCHELER, M., "Tod und Fortleben", en Schriften aus dem Nachlab, Bern 1957, I, p. 9-65.

[18] MARCEL, G., Presence et immortalité, Milano 1952.

[19] CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, n.11.

[20] GRENN, J., Lìavenir nìest à personne, Journal, 1990-1992, Paris 1993, p. 323.

[21] KOLAKOWSKI, L., Falls es keinen Gott gibt, Freiburg 1992, p. 141-143.

[22] FRANKL, V., Op. cit. (nota 13), p. 213 ss.

[23] SAPEMANN-LÖW, Die Frage "Wozu?", München 1981, p. 92-93.

[24] Adversus haereses, 5, praef.

[25] ESCRIVÁ DE BALAGUER, J., "El gran desconocido", en Amigos de Dios, Madrid 1973, n. 133.

[26] BASILIO, SAN, De Spiritu Sancto, 9, 23.

[27] ECKEHART, M., Deutsche Predigten und Traktate, München 1955, p. 18.

Resumen contenido

About the ultimate meaning of life in the Fides et Ratio.- From the perspective of psychiatry, empiricism and modern scientism has meant the loss of the meaning of life. Existence has shifted towards a banal nihilism in which only pleasure and pain are real. From this meaningless life, man has taken refuge in illness, anxiety, the brutal affirmation of himself or in the impersonal dissolution of beguiling givers of meaning. The Viennese psychiatrist, Viktor E. Frankl, places the meaning of life in the centre of his reflection on man and of his psychotherapy. A meaning of life that is objective, open to faith and that must be accepted as an assignment, as an answer. This meaning extends itself like a direction towards eternal life, already present in existence and as meaning in the action of creative values, of experiencing and of accepting. Love, in the final analysis, is the essence that gives meaning to life.