Benedicto XVI: El sacerdote, “puente” entre Dios y el hombre (I)
“Lectio divina” del Papa con los sacerdotes de Roma
CIUDAD DEL VATICANO, martes 23 de febrero de
2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la Lectio
divina sobre el sacerdocio, que el Papa celebró el pasado 18 de febrero
con los presbíteros de la diócesis de Roma. El texto bíblico fue tomado de la
Carta a los Hebreos.
Dado que se trata de una intervención muy
extensa, será publicada en tres partes, entre hoy y el próximo jueves 25 de
febrero. En esta primera, el Papa reflexiona sobre la importancia de la
relación con Dios en la vida del sacerdote.
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Eminencia,
queridos hermanos en el Episcopado
y
en el Sacerdocio,
es
una tradición muy gozosa y también importante para mí poder iniciar la
Cuaresma siempre con mi Presbiterio, los Presbíteros de Roma. Así, como
Iglesia local de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos emprender
este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la Cruz, el camino
pascual.
Este año queremos meditar sobre los pasajes de la Carta a los Hebreos ahora
leídos. El autor de esta Carta ha abierto un nuevo camino para entender el
Antiguo testamento como libro que habla sobre Cristo. La tradición precedente
había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, en la clave de la promesa
davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero Rey de
Israel, verdadero Rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción sobre la Cruz
había realmente anunciado al mundo esta realidad: ahora está el verdadero Rey
de Israel, que es el Rey del mundo. El Rey de los Judíos está en la Cruz. Es
una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera
mesiánica del Antiguo Testamento, la cual, en el fondo del corazón, es una
esperanza de todos los hombres que esperan al verdadero Rey, que da justicia,
amor y fraternidad.
Pero el Autor de la Carta a los Hebreos ha descubierto una cita que hasta
aquel momento no había sido observada: Salmo 110, 4 — “tu eres sacerdote según
el rito de Melquisedec”. Esto significa que Jesús no solo cumple la promesa
davídica, las expectativas del verdadero Rey de Israel y del mundo, sino que
realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo
Testamento, sobre todo también en Qumran, hay dos líneas separadas de espera:
el Rey y el Sacerdote. El Autor de la Carta a los Hebreos, descubriendo este
versículo, ha comprendido que en Cristo se unen las dos promesas: Cristo es el
verdadero Rey, el Hijo de Dios – según el Salmo 2, 7 que él cita – pero es
también el verdadero Sacerdote.
Así
todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio,
que está en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio,
encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer
el Antiguo Testamento y mostrar como precisamente también la ley cultual, que
tras la destrucción del Templo fue abolida, en realidad iba hacia Cristo; por
tanto, no fue simplemente abolida, sino renovada, transformada, porque en
Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio aparece entonces en su pureza
y en su verdad profunda.
De
este modo, la Carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo,
Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo;
Melquisedec; y el mismo Cristo, como el verdadero sacerdocio. También el
sacerdocio de Aarón, aún siendo diferente del de Cristo, aún siendo, por así
decirlo, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, con todo es
“camino” hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos
esenciales. Después está Melquisedec – volveremos sobre este punto – que es un
pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Testamento, entra en una figura
misteriosa, sin padre, sin madre – dice la Carta a los Hebreos –,
sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera veneración del Dios
Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así también desde el mundo
pagano viene la esperanza y la prefiguración profunda del misterio de Cristo.
En Cristo mismo todo está sintetizado, purificado y guiado hacia su fin, a su
verdadera esencia.
Veamos ahora cada uno de los elementos, en cuanto sea posible, sobre el
sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón, aprendemos dos cosas, nos dice
el autor de la Carta a los Hebreos: un sacerdote, para ser realmente mediador
entre Dios y el hombre, tiene que ser hombre. Esto es fundamental, y el Hijo
de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la
misión del sacerdote. Debe ser hombre – volveremos sobre este punto –, pero no
puede por sí mismo hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una
autorización, de una institución divina y sólo perteneciendo a las dos esferas
– la de Dios y la del hombre –, puede ser mediador, puede ser “puente”. Esta
es la misión del sacerdote: combinar, unir estas dos realidades aparentemente
tan separadas, es decir, el mundo de Dios – lejano a nosotros, a menudo
desconocido para el hombre – y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio
es la de ser mediador, puente que une, y así llevar al hombre a Dios, a su
redención, a su luz verdadera, a su vida verdadera.
Como primer punto, por tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y
solamente en Cristo esta necesidad, esta condición de la mediación se realiza
plenamente. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace
hombre para que se dé el verdadero puente, se dé la verdadera mediación. Los
demás deben tener al menos una autorización de Dios, o, en el caso de la
Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo,
en el ser divino. Sólo con el Sacramento, este acto divino que nos crea
sacerdotes en comunión con Cristo, podemos realizar nuestra misión. Y esto me
parece un primer punto de meditación para nosotros: la importancia del
Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme,
puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de
Cristo; solo Dios puede entrar en mi vida y tomarme de la mano. Este aspecto
del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no
podemos realizar, esta pasividad nuestra – ser elegidos y tomados de la mano
por Dios – es un punto fundamental en el que entrar. Debemos volver siempre al
Sacramento, volver a este don en el que Dios me da lo que yo no podría nunca
dar: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de
Cristo.
Hagamos esta realidad también un factor práctico en nuestra vida: si es así,
un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de
cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Debemos por tanto vivir esta
comunión y la celebración de la Santa Misa, la oración del Breviario, toda la
oración personal,son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios.
Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijados en Dios, en
este punto del que no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día tras
día, también con breves oraciones en las que nos volvemos a conectar con Dios
y nos convertimos cada vez más en hombres de Dios, que viven en su comunión y
que pueden así hablar de Dios y guiar a Dios.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
Benedicto XVI: El sacerdote, “puente” entre Dios y el hombre (II)
“Lectio divina” del Papa con los sacerdotes de Roma
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 24 de febrero de 2010 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la segunda parte de la Lectio divina sobre el
sacerdocio, que el Papa celebró el pasado 18 de febrero con los presbíteros de
la diócesis de Roma. El texto bíblico fue tomado de la Carta a los Hebreos.
En
la primera parte el Papa explicaba la importancia de la relación con Dios en
la vida del sacerdote, de su participación en la vida divina a través de
Jesucristo, el verdadero Sacerdote.
La
tercera y última parte de la Lectio divina se publicará en el servicio
de mañana jueves 25 de febrero.
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El
otro elemento es que el sacerdote tiene que ser hombre. Hombre en todos los
sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero
humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas;
debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos;
debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor,
porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión de “qué es el
hombre” está oscurecida por el hecho del pecado, que ha lesionado la
naturaleza humana hasta en lo profundo. Así se dice: “ha mentido”, “es
humano”; “ha robado”, “es humano”; pero esto no es el verdadero ser humano. Lo
humano es ser generoso, ser bueno, ser hombre de la justicia, de la verdadera
prudencia, de la sabiduría. Por tanto salir, con la ayuda de Cristo, de este
oscurecimiento de nuestra naturaleza para llegar al verdadero ser humano a
imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar en la formación al
sacerdocio, pero que debe realizarse también y continuar en toda nuestra
existencia. Pienso que las dos cosas van fundamentalmente juntas: estar en
Dios y con Dios y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que quiso el
Creador, al plasmar esta criatura que somos nosotros.
Ser
hombre: la Carta a los Hebreos hace un subrayado de nuestra humanidad que nos
sorprende, porque dice: debe ser uno con “compasión hacia los ignorantes y
extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (5, 2) y después –
mucho más fuerte aún - “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos
y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte,
fue escuchado por su actitud reverente” (5, 7). Para la Carta a los Hebreos el
elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, es el sufrir con los
demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado no es
nunca solidaridad, sino siempre desolidarización, es un tomar mi vida para mí
mismo, en lugar de entregarla. La verdadera humanidad es participar realmente
en el sufrimiento del ser humano, quiere decir ser hombre de compasión –
metriopathèin, dice el texto griego – es decir, estar en el centro de la
pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las
tentaciones de este tiempo: “Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?”.
Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico,
según el cual el verdadero hombre sería aquel que vive solo en la
contemplación de la verdad, y así es beato, feliz, porque tiene amistad solo
con las cosas hermosas, con la belleza divina, mientras que “los trabajos” los
hacen otros. Esta es una suposición, mientras que aquí se supone que el
sacerdote entra como Cristo en la miseria humana, la toma consigo, va a las
personas sufrientes, se ocupa de ellas, y no sólo exteriormente, sino que las
tome sobre sí interiormente, recoja en sí mismo la “pasión” de su tiempo, de
su parroquia, de las personas a él confiadas. Así Cristo mostró su verdadero
humanismo. Ciertamente su corazón está siempre fijo en Dios, ve siempre a
Dios, íntimamente está siempre en diálogo con Él, pero Él lleva, al mismo
tiempo, todo el ser, todo el sufrimiento humano entra en la pasión. Hablando,
viendo a los hombres que son pequeños, sin pastor, Él sufre con ellos, y
nosotros sacerdotes no podemos retirarnos a un Elysium, sino que
estamos inmersos en la pasión de este mundo y debemos, con la ayuda de Cristo
y en comunión con Él, intentar transformarlo, de llevarlo hacia Dios.
Precisamente esto se dice, con el siguiente texto realmente estimulante:
«habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con
poderoso clamor y lágrimas” (Hb 5, 7). Esto no es solo una indicación
de la hora de angustia en el Monte de los Olivos, sino que es un resumen de
toda la historia de la pasión, que abraza toda la vida de Jesús. Lágrimas:
Jesús lloraba ante la tumba de Lázaro, estaba realmente tocado interiormente
por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Personas que pierden
al hermano, como en este caso, a la madre y al hijo, al amigo: toda la
terribilidad de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones,
que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús es puesto a
prueba y se confronta hasta lo profundo de su alma con este misterio, con esta
tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la
destrucción de la bella ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas
las destrucciones de la historia del mundo; llora viendo cómo los hombres se
destruyen a sí mismos y sus ciudades en la violencia, en la desobediencia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó
desde la Cruz, gritó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc
15, 34; cfr. Mt 27, 46), y que gritó una vez más al final. Y este grito
responde a una dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles
de la vida humana, muchos salmos son un fuerte grito a Dios: “¡Ayúdanos,
escúchanos!”. Precisamente hoy, en el Breviario, hemos rezado en este sentido:
¿Donde estás, Dios? “Como ovejas de matadero nos entregan” (Sal 44,
12). ¡Un grito de la humanidad sufriente! Y Jesús, que es el verdadero sujeto
de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a los oídos
de Dios: “¡Ayúdanos y escúchanos!”. Él transforma todo el sufrimiento humano,
tomándolo en sí mismo en un grito a los oídos de Dios.
Y
así vemos que precisamente de este modo se realiza el sacerdocio, la función
del mediador, transportando en sí, asumiendo en sí el sufrimiento y la pasión
del mundo, transformándola en grito hacia Dios, llevándola ante los ojos y en
las manos de Dios, y así llevándola realmente al momento de la Redención.
En
realidad la Carta a los Hebreos dice que “ofreció oraciones y súplicas”,
“gritos y lágrimas” (5, 7). Es una traducción correcta del verbo
prosphèrein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de
los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del
sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a las oraciones y lágrimas
de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de los
Olivos, el grito de la Cruz, todo el sufrimiento no son algo al lado de su
gran misión. Precisamente de esta forma Él ofrece el sacrificio, hace de
sacerdote. La Carta a los Hebreos, con este “ofreció”, prosphèrein, nos
dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva la humanidad a Dios,
así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Digamos, justamente, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a
sí mismo, y este ofrecerse a sí mismo se realiza precisamente en esta
compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del
mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual
de la Santa Misa, en el que todo es puesto en las manos de Cristo, sino que
toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios,
es acto sacerdotal, es prosphèrein, es ofrecer. En este sentido, me
parece que debemos entender y aprender a aceptar más profundamente los
sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es acción
sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es comunicación
con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también
sacramental.
Una
segunda palabra en este contexto es importante. Se dice que Cristo así – a
través de esta obediencia – se hizo perfecto, en griego teleiothèis (cfr.
Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es
decir, en toda la legislación cultual, la palabra tèleion, aquí
utilizada, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la Carta a los Hebreos
nos dice que precisamente haciendo esto Jesús se hizo sacerdote, se realizó en
su sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y
concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente
en este llevar al mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos
convertimos realmente en sacerdotes, teleiothèis. Por tanto, el
sacerdocio no es una cosa para algunas horas, sino que se realiza precisamente
en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus
tristezas y también en sus alegrías, naturalmente. Así nos convertimos cada
vez más en sacerdotes en comunión con Cristo.
La
Carta a los Hebreos resume, finalmente, toda esta compasión en la palabra
hypakoèn, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos
gusta, en nuestra época. La obediencia aparece como una alienación, como una
actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a la voluntad de
otro, por tanto uno ya no es libre, sino que está determinado por otro,
mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera
existencia humano. En lugar de la palabra “obediencia”, nosotros queremos como
palabra clave antropológica la de “libertad”. Pero considerando desde cerca
este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia de Cristo es
conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es un llevar la voluntad
humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra voluntad a la
voluntad de Dios.
San
Máximo Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos, de la angustia
expresada precisamente en la oración de Jesús, “no mi voluntad, sino la tuya”,
describió este proceso, que Cristo lleva en sí como verdadero hombre, con la
naturaleza, la voluntad humana; en este acto – “no mi voluntad, sino la tuya”
– Jesús resume todo el proceso de su vida, es decir, del llevar la vida humana
natural a la vida divina, y de esta forma transformar al hombre: divinización
del hombre, y así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una
voluntad tiránica, no es una voluntad que esté fuera de nuestro ser, sino que
es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde
encontramos nuestra verdadera identidad.
Dios nos ha creado y somos nosotros mismos conformes con su voluntad: sólo así
entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos alienados. Al contrario, la
alienación se realiza precisamente saliendo de la voluntad de Dios, porque de
este modo salimos del diseño de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y
caemos en el vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad,
la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización.
Jesús, llevando al hombre, el ser hombre, en sí y consigo, en la conformidad
con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la conformación perfecta
entre las dos voluntades, nos ha redimido y la redención es siempre este
proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es
un proceso por el que rezamos cada día: “hágase tu voluntad”. Y queremos rezar
realmente al Señor, para que nos ayude a ver íntimamente que esta es la
libertad, y a entrar, así, con gozo en esta obediencia y a “recoger” al ser
humano para llevarlo – con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra
oración, con nuestra acción pastoral – a la comunión con Dios.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
Benedicto XVI: El sacerdote, “puente” entre Dios y el hombre (III)
“Lectio divina” del Papa con los sacerdotes de Roma
CIUDAD DEL VATICANO, jueves 25 de febrero de
2010 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la tercera y última parte de la Lectio divina
sobre el sacerdocio, que el Papa celebró el pasado 18 de febrero con los
presbíteros de la diócesis de Roma. El texto bíblico fue tomado de la Carta a
los Hebreos.
En la primera parte el Papa explicaba la
importancia de la relación con Dios en la vida del sacerdote, de su
participación en la vida divina a través de Jesucristo, el verdadero
Sacerdote. En la segunda parte, el Papa hacía referencia a la humanidad de
Cristo y al carácter del sacerdocio inaugurado con él.
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Continuando la lectura, sigue una frase difícil de interpretar. El Autor de la
Carta a los Hebreos dice que Jesús oró fuertemente, con gritos y con lágrimas,
a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su pleno abandono, fue escuchado
(cfr. He 5, 7). Aquí quisiéramos decir: “No, no fue
escuchado de verdad, pues murió”. Jesús rezó para ser liberado de la muerte,
pero no fue liberado, murió de una forma muy cruel. Por eso el gran teólogo
liberal Harnack dijo: “Aquí falta un no”, debía estar escrito: “No fue
escuchado”, y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero esta es una solución
que no es exegesis, sino que es una violencia al texto. En ninguno de los
manuscritos aparece “no”, sino “fue escuchado”; por tanto, debemos aprender a
entender qué significa este “ser escuchado”, a pesar de la Cruz.
Yo
veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel, se puede
traducir el texto griego así: “fue redimido de su angustia”, y en este
sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por tanto, una indicación a cuanto nos
relata san Lucas de que “un ángel venido del cielo que le confortaba” (cfr.
Lc 22, 43), de modo que, tras el momento de la angustia, pudiese andar
derecho y sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre
todo el de san Juan. Sería la escucha en el sentido de que Dios le dio la
fuerza para llevar todo este peso, y así fue escuchado. Pero a mí me parece
que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado en el sentido más
profundo – lo subrayó el padre Vanhoye – quiere decir que “fue redimido de la
muerte”, pero no en aquel momento, para aquel momento, sino para siempre, en
la Resurrección: la verdadera respuesta de Dios a la oración de ser redimido
de la muerte es la Resurrección, y la humanidad es redimida de la muerte
precisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros
sufrimientos, del misterio terrible de la muerte.
Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección de Jesús
no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que sea de ayuda tener
presente en este breve texto en el que san Juan, en el capítulo 12 de su
Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Monte de los
Olivos. Jesús dice: “Mi alma está turbada” (Jn 12, 27), y, en toda la
angustia del Monte de los Olivos, qué diré: “O sálvame de esta hora, o
glorifica tu nombre” (cfr Jn 12, 27-28). Es la misma oración que
encontramos en los Sinópticos: “Si es posible sálvame, pero hágase tu
voluntad” (cfr. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en
el lenguaje joánico aparece: “O sálvame, o glorifica». Y Dios responde: “Le he
glorificado y de nuevo le glorificaré" (cfr. Jn 12, 28). Esta es la
respuesta, la escucha divina: glorificaré la Cruz; es la presencia de la
gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la Cruz, Jesús fue
elevado sobre toda la tierra y atrae a la tierra hacia sí; en la Cruz aparece
ahora el “Kabod”, la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta la
Cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.
La
oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su muerte se
convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime al hombre,
desde donde atrae al hombre hacia sí. Si la respuesta divina en Juan dice “te
glorificaré”, significa que esta gloria trasciende y atraviesa toda la
historia siempre y de nuevo: desde tu Cruz, presente en la Eucaristía,
transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza en la
Santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de la
Eucaristía es, por tanto, la profundidad del misterio sacerdotal.
Aún
unas breves palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa que
entra en Génesis 14 en la historia sagrada: tras la victoria de Abraham sobre
algunos reyes, aparece el Rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y
trae pan y vino. Una historia no comentada y un poco incomprensible, que
aparece nuevamente solo en el salmo 110, como ya se ha dicho, pero se entiende
que después el Judaísmo, el Gnosticismo y el Cristianismo hayan querido
reflexionar profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus
interpretaciones. La Carta a los Hebreos no hace especulaciones, sino que trae
solamente lo que dice la Escritura, y son diversos elementos: es rey de
justicia, habita en la paz, es Rey allí donde hay paz, venera y adora al Dios
Altísimo, el Creador del cielo y de la tierra, y trae pan y vino (cfr. Hb
7, 1-3; Gen 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el Sumo
Sacerdote del Dios Altísimo, Rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios
Creador del cielo y de la tierra. Los padres han subrayado que es uno de los
santos paganos del Antiguo Testamento y esto muestra que también del paganismo
hay un camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al
Creador, cultivar justicia y paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con
estos elementos fundamentales, también el paganismo está en camino hacia
Cristo, hace, de cierta forma, presente la luz de Cristo.
En
el canon romano, tras la Consagración, tenemos la oración supra quae,
que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su
sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en
intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero dado por Dios; y
Melquisedec, Sumo Sacerdote del Dios Altísimo, que trae pan y vino. Esto
quiere decir que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mismo tiempo,
está presente en toda la historia, a través de a historia, y la historia va
hacia Cristo. Y no solo la historia del pueblo elegido, que es la verdadera
preparación querida por Dios, en la que se revela el misterio de Cristo, sino
que también desde el paganismo se prepara el misterio de Cristo, hay caminos
hacia Cristo, el cual lleva todo en sí.
Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está
recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera
devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente
realizada en Cristo. Finalmente hay que decir que ahora se abre el cielo, el
culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino verdadero, porque el
cielo se ha abierto y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en
uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice la Carta a los Hebreos:
“tenemos un Sumo Sacerdote sentado a la diestra del trono de la Majestad en
los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el
Señor” (cfr. 8, 1-2).
Volvamos al punto en que Melquisedec es Rey de Salem. Toda la tradición
davídica se refiere a esto, diciendo: “éste es el lugar, Jerusalén es el lugar
del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene ya de los
tiempos de Abraham. Jerusalén es el verdadero lugar de la justa veneración de
Dios”.
Demos un nuevo paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el
Cuerpo de Cristo, la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que
san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús “la tienda de Dios”,
eskènosen en hemìn (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda
en el mundo y esta tienda, esta nueva, verdadera Jerusalén, está al mismo
tiempo en la tierra y en el celo, porque este Sacramento, este sacrificio se
realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a
la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo
celeste y terrestre, la tienda, que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo
resucitado es siempre cuerpo y abraza a la humanidad, y al mismo tiempo,
siendo Cuerpo resucitado, nos un e con Dios. Todo esto se realiza siempre de
nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a ser
ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Oremos al
Señor para que nos haga entender cada vez mejor este Misterio, vivir cada vez
mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a
Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]