El sacerdote en el siglo XXI,
según el cardenal Mauro Piacenza, prefecto Congregación Clero
LOS ANGELES, martes 4 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación
la intervención realizada el pasado lunes en Los Angeles por el cardenal Mauro
Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, con ocasión de un encuentro
con los sacerdotes de esta archidiócesis norteamericana.
Muy queridos Sacerdotes: Dorothy Thompson, escritora estadounidense, hace
algunos decenios publicó en un artículo para una revista los resultados de una
cuidada indagación sobre el mal afamado campo de concentración de Dachau.
Una pregunta clave dirigida a los supervivientes fue la siguiente: «¿Quién en
medio del infierno de Dachau ha permanecido más largo tiempo en condiciones de
equilibrio? ¿Quién ha mantenido por más tiempo el propio sentido de identidad?».
La respuesta fue coral y siempre la misma: «los sacerdotes católicos». Sí, ¡los
sacerdotes católicos! Éstos han logrado mantener el propio equilibrio, en medio
de tanta locura, porque eran conscientes de su Vocación. Tenían su escala
jerárquica de valores. Su entrega al ideal era total. Eran conscientes de su
misión específica y de los motivos profundos que la sostenían.
¡En medio del infierno terreno, daban su testimonio: el de Jesucristo!
Vivimos en un mundo inestable. Existe una inestabilidad en la familia, en el
mundo del trabajo, en las diversas asociaciones sociales y profesionales, en las
escuelas y en las instituciones.
El sacerdote debe ser, sin embargo, constitucionalmente un modelo de estabilidad
y de madurez, de entrega plena a su apostolado.
En el camino inquieto de la sociedad, se presenta con frecuencia un interrogante
a la mente del cristiano: «¿Quién es el sacerdote en el mundo de hoy? ¿Es un
marciano? ¿Es un extraño? ¿Es un fósil? ¿Quién es?».
La secularización, el gnosticismo, el ateísmo, en sus varias formas, están
reduciendo cada vez más el espacio de lo sagrado, están chupando la sangre a los
contenidos del mensaje cristiano.
Los hombres de las técnicas y del bienestar, la gente caracterizada por la
fiebre del aparentar, experimentan una extrema pobreza espiritual. Son víctimas
de una grave angustia existencial y se manifiestan incapaces de resolver los
problemas de fondo de la vida espiritual, familiar y social.
Si quisiéramos interrogar la cultura más difundida, nos daríamos cuenta de que
está dominada e impregnada de la duda sistemática y de la sospecha de todo lo
que se refiere a la fe, la razón, la religión, la ley natural.
«Dios es una inútil hipótesis – escribió Camus – y estoy perfectamente seguro de
que no me interesa».
En la mejor de las hipótesis, cae un denso silencio sobre Dios; pero se llega
con frecuencia a la afirmación del insanable conflicto de las dos existencias
destinadas a eliminarse: o Dios o el hombre.
Si después tuviéramos que dirigir la mirada al conjunto del panorama de los
comportamientos morales, no podríamos no constatar la confusión, el desorden, la
anarquía que reina en este campo.
El hombre se hace creador del bien y del mal.
Concentra egoístamente la atención sobre sí.
Sustituye la norma moral con el propio deseo y búsqueda del propio interés.
En este contexto, la vida y el ministerio del sacerdote adquieren importancia
decisiva y urgente actualidad. Mejor aún – permitídmelo decir – cuanto más
marginado, más importante es, cuanto más considerado superado, se convierte en
más actual.
El sacerdote debe proclamar al mundo el mensaje eterno de Cristo, en su pureza y
radicalidad; no debe rebajar el mensaje, sino, más bien, confortar la gente;
debe dar a la sociedad anestesiada por los mensajes de algunos directores
ocultos, detenedores de los poderes que valen, la fuerza liberadora de Cristo.
Todos sienten la necesidad de reformas en el campo social, económico, político;
todos desean que, en las luchas sindicales, y en la proclamación económica se
reafirme y se observe la centralidad del hombre y el perseguimiento de objetivos
de justicia, de solidaridad, de convergencia hacia el bien común.
Todo esto será sólo un deseo, si no se cambia el corazón del hombre, de tantos
hombres, que renueven por su parte la sociedad.
Mirad, el verdadero campo de batalla de la Iglesia es el paisaje secreto del
espíritu del hombre y en él no se entra sin mucho tacto, sin mucha compunción,
además de contar con la gracia de estado prometida por el Sacramento del Orden.
Es justo que el sacerdote se inserte en la vida, en la vida común de los
hombres, pero no debe ceder a los conformismos y a los compromisos de la
sociedad.
La sana doctrina, pero también la documentación histórica nos demuestran que la
Iglesia es capaz de resistir a todos los ataques, a todos los asaltos que las
potencias políticas, económicas y culturales pueden desencadenar contra ella,
pero no resiste al peligro que proviene del olvidar esta palabra de Jesús:
«Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo». El mismo
Jesús indica la consecuencia de este olvido: «Si la sal se hace insípida, ¿cómo
se preservará el mundo de la corrupción?» (cfr. Mt 5,13-14).
¿A qué serviría un sacerdote tan semejante al mundo, que se convierte en
sacerdote mimetizado y no en fermento transformador?
Ante un mundo anémico de oración y de adoración, el sacerdote es, en primer
lugar el hombre de la oración, de la adoración, del Culto, de la celebración de
los santos Misterios.
Ante un mundo sumergido en mensajes consumistas, pansexuales, atacado por el
error, presentado en los aspectos más seductores , el sacerdote debe hablar de
Dios y de las realidades eternas y, para poderlo hacer con credibilidad, debe
ser apasionadamente creyente, ¡como también ser “limpio”!
El sacerdote debe aceptar la impresión de estar en medio de la gente, como uno
que parte de una lógica y habla una lengua diversa de los otros («no os
conforméis a la mentalidad de este mundo», Rm 12,12). Él no es como “los otros”.
Lo que la gente espera de él es precisamente que no sea “como los demás”.
Ante un mundo sumergido en la violencia y corroído por el egoísmo, el sacerdote
debe ser el hombre de la caridad. Desde las alturas purísimas del amor de Dios,
del que realiza una particularísima experiencia, desciende al valle, donde
muchos viven su vida de soledad, de incomunicabilidad, de violencia, para
anunciarles misericordia, reconciliación y esperanza.
El sacerdote responde a las exigencias de la sociedad, haciéndose voz de quien
no tiene voz: los pequeños, los pobres, los ancianos, los oprimidos, marginados.
No pertenece a sí mismo sino a los demás. No vive para sí y no busca lo que es
suyo. Busca lo que es de Cristo, lo que es de sus hermanos. Comparte las
alegrías y los dolores de todos, sin distinción de edad, categoría social,
procedencia política, práctica religiosa.
Él es el guía de la porción del Pueblo, que le ha sido confiada. Ciertamente, no
jefe de un ejército anónimo, sino pastor de una comunidad formada por personas
que cada una tiene un nombre, su historia, su destino, su secreto.
El sacerdote tiene la difícil tarea, pero eminente, de guiar estas personas con
la mayor atención religiosa y con el escrupuloso respeto de su dignidad humana,
de su trabajo, de sus derechos, con la plena conciencia de que, entonces, la
condición de hijos de Dios corresponde en ellos a una vocación eterna, que se
realiza en la plena comunión con Dios.
El sacerdote no dudará en entregar la vida, o en una breve pero intensa
temporada de dedicación generosa y sin límites, o en una donación cotidiana,
larga, en el estilicidio de humildes gestos de servicio a su pueblo, tendiendo
siempre a la defensa y formación de la grandeza humana y del crecimiento
cristiano de cada fiel y de todo su pueblo.
Un sacerdote debe ser contemporáneamente pequeño y grande, noble de espíritu
como un rey, sencillo y natural como un campesino. Un héroe en la conquista de
sí, el soberano de sus deseos, un servidor de los pequeños y débiles; que no se
humilla ante los poderosos, pero que se inclina ante los pobres y pequeños,
discípulo de su Señor y cabeza de su grey.
Ningún don más precioso se puede regalar a una comunidad de un sacerdote según
el corazón de Cristo.
La esperanza del mundo consiste en poder contar, también para el futuro, con el
amor de corazones sacerdotales límpidos, fuertes y misericordiosos, libres y
mansos, generosos y fieles.
Amigos, si los ideales son altos, el camino difícil, el terreno quizás menos
minado, las incomprensiones son muchas, pero todo podemos con Aquel que nos da
fuerzas (cfr. Flp 4,13).
El eclipse de la Luz de Dios y de su Amor, no es el apagarse la Luz y el Amor de
Dios. Ya mañana lo que se había interpuesto, obscureciendo la fe, arrojando el
mundo en una oscuridad espantosa, puede convertirse en menos espeso, y después
de una larga pausa, demasiado larga del eclipse, volver el sol, lleno y
espléndido.
Más allá de las inquietudes y contestaciones que agitan el mundo, y se hacen
sentir también dentro de la Iglesia, están en acción fuerzas secretas,
escondidas y fecundas en santidad..
Más allá de los ríos de palabras y discursos, de programas y planes, de
iniciativas y organizaciones, hay almas santas que rezan, sufren, expían
adorando al Dios-con nosotros.
Entre éstas hay niños y adultos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, cultos e
ignorantes, enfermos y sanos, y hay también tantos sacerdotes, que no sólo son
dispensadores de los Misterios de Cristo, pero en la babel actual permanecen
signos seguros de referencia y de esperanza, para cuantos buscan la plenitud, el
sentido, el fin, la felicidad.
Estemos unidos, queridos amigos, en el Cenáculo de la Iglesia, en torno a María
nuestra Madre, con Pedro y los Apóstoles, sumergidos en la comunión de los
santos, para ser también nosotros, de verdad, signos seguros de referencia y de
esperanza para todos.
Es mi deseo, que convierte en oración por todos vosotros que estáis aquí
presentes y por todos vuestros Hermanos, que no están aquí ahora. Os llevaré, de
ahora en adelante, siempre conmigo.