Autor: Carl A.
Anderson
Fuente: Bilioteca Electrónica Cristiana -BEC- VE Multimedios
El rol de la familia en la conversión de la cultura
Carl A. Anderson es Decano del "Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia".
François Mauriac relata su primer encuentro con Elie Wiesel cuando el joven
Wiesel era periodista de un diario de Tel Aviv y estaba haciendo una historia
sobre la ocupación francesa. Wiesel había buscado las impresiones de Mauriac
sobre la ocupación y Mauriac le había dicho que de todas las cosas de las
cuales él había sido testigo, ninguna imagen había quedado tan vívidamente
impresa en él como la visión de cientos de niños judíos separados de sus
madres y enviados por tren desde la estación de Austerlitz. Sin saber que éste
también había sido el destino de Wiesel en 1944, Mauriac decía lo siguiente:
«Yo creo que aquel día toqué por primera vez el misterio de la iniquidad, cuya
revelación habría de marcar el fin de una era y el comienzo de otra. El sueño
que el hombre occidental había concebido en el siglo XVIII -cuya aurora creyó
haber visto en 1789, y que, hasta el 2 de agosto de 1914, se fortaleció con el
progreso de la Ilustración y los descubrimientos d e la ciencia-, este sueño
se desvaneció finalmente para mí ante esos trenes cargados de pequeños niños.
Y sin embargo, yo estaba aún a miles de kilómetros de pensar que ellos habrían
de ser combustible para la cámara de gas y el crematorio» (0).
Continúa Mauriac: «Fue entonces que entendí lo que me había traído en primer
lugar [a Wiesel]: esa mirada, como de Lázaro resucitado de entre los muertos,
pero aún prisionero de los sombríos confines donde había estado perdido,
tambaleándose entre los cadáveres vergonzosos. Para él, el grito de Nietzsche
expresaba casi una realidad física: Dios está muerto, el Dios del amor, de la
amabilidad, del consuelo, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, había
desaparecido para siempre jamás... y yo, que creo que Dios es amor, ¿qué
respuesta le podría dar a mi joven interrogador?... ¿Qué le dije? ¿Le hablé de
ese otro judío, su hermano, que podría haberse parecido a él, el Crucificado,
cuya Cruz ha conquistado el mundo? ¿Le afirmé que la pi edra de tropiezo de su
fe era la piedra angular de la mía, y que la conformidad entre la Cruz y el
sufrimiento de los hombres era a mis ojos la clave de ese misterio
impenetrable sobre el cual la fe de su niñez había perecido?... No conocemos
lo que vale una sola gota de sangre, una sola lágrima. Todo es gracia. Y si el
Eterno es el Eterno, la última palabra para cada uno de nosotros le pertenece
a Él. Esto es lo que yo debería haberle dicho a este niño judío. Pero sólo
pude abrazarlo, llorando» (1).
Como lo sugiere esta historia de Mauriac, el fin de la modernidad ya no es un
argumento; es una realidad. La modernidad ha sufrido una desintegración
interna o, mejor, una deconstrucción por parte de sus críticos. Los cambios en
la cultura y, lo que es aún más importante, los cambios en la conciencia ya
emergentes con la entrada de la post-modernidad, serán la realidad central en
que la Iglesia en Occidente tendrá que llevar a cabo su misión evangelizadora.
Hoy en día, la Igle sia se enfrenta a una cultura cuya comprensión de la
persona, de la razón, y de la acción humana es radicalmente diferente de
aquélla propuesta por la Ilustración. Juan Pablo II, en su Carta a las
familias, aborda esta situación en el contexto de la necesidad de su reciente
encíclica Veritatis splendor. El Santo Padre escribe: «¿Quién puede negar que
la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como
profunda "crisis de la verdad"? Crisis de la verdad significa, en primer
lugar, crisis de conceptos. Los términos "amor", "libertad", "entrega sincera"
e incluso "persona", "derechos de la persona", ¿significan realmente lo que
por su naturaleza contienen?» (2). Juan Pablo II concluye que «es evidente que
en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse
amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos» (3).
En su Introducción al cristianismo, el Cardenal Joseph Ratzinger expone el
dilema que enfrenta la cristiandad por esta presente "crisis de conceptos". Lo
hace contando la conocida historia de Kierkegaard sobre el payaso del circo.
En la historia, como muchos de nosotros sabemos, un circo llega a un pueblo
escondido, y todos los actores del circo vestidos con sus disfraces y
exhibiendo a los animales desfilan a través del pueblo anunciando la apertura
del circo para el día siguiente. El desfile del circo marcha a través del
pueblo y entra en un bosque cercano donde establece su campamento y se prepara
para la gran función. Temprano, a la mañana siguiente, uno de los payasos del
circo se pone su disfraz y va a través del bosque en dirección al pueblo para
practicar su acto. Al hacerlo, ve al amanecer que un fuego del bosque está
rodeando silenciosamente el pueblo y que amenaza con destruirlo. Aún vestido
con su disfraz, corre por las calles del pueblo dando gritos de auxilio y
despertando a sus dormidos habitantes. Los pobladores, sin embargo, se rehúsan
a creerle al payaso que están en peligro inminen te. Piensan, en cambio, que
esta advertencia es de hecho una propaganda insólita e interesada para la
función del circo a realizarse más tarde aquel día. Cuanto más desesperado se
pone el payaso, más se ríe de él la gente. Habiendo hecho lo mejor que podía
para advertir a la gente del pueblo, el payaso regresa al circo, mientras el
pueblo es destruido (4).
El Cardenal Ratzinger usa esta historia para describir el problema de la
Iglesia para comunicar la verdad salvífica del Evangelio al mundo moderno. Yo
sugeriría que, como un modelo para la comprensión de la presente crisis
cultural, esta historia ya no es del todo exacta. Como Mauriac sugiere,
nosotros no hemos llegado al pueblo antes del fuego para advertir a los
pobladores de su terrible peligro; más bien hemos llegado después del
holocausto para encontrar a los sobrevivientes. La resistencia de esos
sobrevivientes a creer puede ser tan fuerte o tal vez aún más fuerte que la de
la gente del pueblo de la historia de Kie rkegaard, pero yo sugeriría que
surge de una base enteramente diferente a aquella planteada por Kierkegaard.
Tal vez la situación es aún más difícil. Estamos ahora a cincuenta años de ese
fuego. Los valores culturales que ahora existen en el nuevo pueblo que los
sobrevivientes han construido han sido asumidos irreflexivamente por sus hijos
e hijas, quienes a su vez tienen poco o ningún recuerdo de los terribles
eventos que le dieron forma a la cultura que ellos han heredado.
Entender la crisis contemporánea de la cultura y, lo que es más importante,
entender la crisis de fe contemporánea, es comprender que la confianza del
hombre occidental en los presupuestos de la Ilustración -su visión de la
naturaleza, de la persona humana, y del progreso de la historia- ha colapsado.
No es solamente que esta confianza ha llegado a su fin, sino que ya no es
posible recobrarla. La conciencia occidental, habiendo rechazado la fe en el
destino trascendental de la persona humana, ahora se encuentra a sí misma a la
deriva después de su rechazo de las presuposiciones que apoyaban ese
alejamiento de lo trascendental. Ciertamente esta crisis involucra el colapso
de conceptos tales como "verdad" y "persona", pero con la misma profundidad
también involucra el colapso, en cierto sentido, de la capacidad para la "fe"
y para la "esperanza" que hace posible la fe.
Al explorar la cuestión de la "conversión de la cultura" debe admitirse que
«la situación intelectual post-moderna es profundamente compleja y ambigua»
(5). La situación cultural y filosófica post-moderna, por sus propios
"estándares", se resistirá e incluso podría ser incapaz de realizar sobre sí
misma un tipo de definición concisa como aquella con la que Kant fue capaz de
resumir la Ilustración en su ensayo Was ist Aufklärung? Podría aún
argumentarse que el post-modernismo no es realmente un rechazo de la
modernidad sino, en un sentido más profundo, un resumen de la modernidad. Como
observa Richard Tarnas , «el hombre occidental protagonizó una dialéctica
extraordinaria en el curso de la era moderna, pasando de una confianza casi
ilimitada en sus propios poderes, su potencial espiritual, su capacidad para
un conocimiento cierto, su dominio sobre la naturaleza, y su destino de
progreso, a lo que frecuentemente aparece como una condición marcadamente
opuesta: un debilitante sentido de insignificancia metafísica y futilidad
personal, una pérdida espiritual de fe, una incertidumbre en el conocimiento,
una relación mutuamente destructiva con la naturaleza, y una intensa
inseguridad con respecto al futuro de la humanidad» (6).
Como sugiere Tarnas, la entrada a la post-modernidad podría haber estado todo
el tiempo inherente a la estructura de la modernidad misma. Pero lo que es
pertinente ahora es el hecho de que el cambio ha ocurrido, y ha tenido lugar
junto con un juicio acerca de los cimientos de la modernidad que viene a ser
tanto un desafío como un rechazo.
El juic io post-moderno busca librar al futuro de la cultura de todas y cada
una de las ataduras con la modernidad, habiendo concluido que la modernidad es
«una construcción ideológica, simbólica... que por lo tanto es... una mentira»
y que debe ser abandonada (7). El post-modernismo es en sí mismo una fuente de
alejamiento de esta "mentira", y al mismo tiempo propone la búsqueda de un
contexto no ideológico de la existencia humana. Como sostiene Jean-François
Lyotard, «en el término "post-moderno" el "post" indica algo como una
conversión: una dirección nueva respecto a la anterior... estamos inaugurando
algo completamente nuevo, las manecillas del reloj deben ser puestas
nuevamente en cero... es al mismo tiempo posible y necesario romper con la
tradición e instituir maneras absolutamente nuevas de vivir y de pensar» (8).
No se necesita ser post-modernista, sin embargo, para estar de acuerdo con
Lyotard en su rechazo de los cimientos "ideológicos" o "simbólicos" de la
modernidad; en pocas palabras, para entender que hay esencialmente una
cualidad mítica sobre la modernidad (9). Carl Becker, en La ciudad celestial
de los filósofos del siglo XVIII, hace notar el punto de los cimientos
fundamentalmente "religiosos" de la construcción de los philosophes: «Ellos
negaron que alguna vez hubieran ocurrido milagros, pero creían en la
perfectibilidad de la raza humana. Creemos que estos filósofos fueron al mismo
tiempo demasiado crédulos y demasiado escépticos» (10). La confianza de la
Ilustración en la perfectibilidad de la humanidad estaba ineludiblemente
ligada a la idea del progreso. La preocupación de los philosophes por la idea
del progreso no se debía principalmente a un interés en el progreso material o
tecnológico, como sería el caso más tarde durante la Revolución Industrial.
Ellos más bien abrazaban la idea del progreso debido a sus implicancias
morales (11). La sensibilidad moral detrás de la idea del progreso nunca fue
totalmente desplazada por las preocu paciones más materialistas y tecnológicas
de los siglos XIX y XX.
Mientras que la idea del progreso de la Ilustración fue propuesta en términos
empíricos, Charles Frankel ha argumentado que, sin embargo, permaneció
cartesiana y racionalista en sus raíces: «La consecuencia fue una teoría del
progreso que, paradójicamente, recapitulaba en un lenguaje diferente las
principales características de la interpretación teológica [esto es,
providencial] de la historia que los philosophes estaban combatiendo. El
surgimiento de la ciencia se convirtió ya sea en el producto de una
revelación, un certificado de validación, ya en la culminación de un proceso
en el que todo mal no era real o finalmente mal, y todos los errores eran
pasos necesarios para el mejoramiento de la humanidad. El orden armonioso de
la naturaleza surgía como una versión más tenue de la Providencia» (12).
Los post-modernistas, sin embargo, rechazaron los fundamentos tanto morales
como racionalistas de la idea del progreso. Lyotard ha dado voz contemporánea
a este alejamiento por parte de pensadores post-ilustrados de las "grandes
narrativas" y "meta-narrativas" optimistas, especialmente de la idea del
progreso. Para él, «hay una especie de aflicción en el Zeitgeist [espíritu del
tiempo]» que refleja un empobrecimiento fundamental del proyecto occidental
hacia el progreso general de la humanidad. Cita Auschwitz como el símbolo de
este fracaso (13). Otros eventos de las dos guerras mundiales, o cercanos a
ellas, incluyendo Hiroshima y el gulag soviético, han contribuido a
deslegitimar la autoproclamación de la modernidad como la influencia
progresiva responsable de la emancipación de la humanidad. Este pesimismo no
es meramente retrospectivo. Percibe los problemas de la guerra, el racismo, el
genocidio, la devastación ambiental, la hambruna y la pobreza como endémicos
de la condición humana contemporánea, y que ésta no está en capacidad de
resolver.
La clase de optimismo en la idea del progreso reflejada en el libro de Francis
Fukuyama El fin de la Historia y el último hombre provee un claro ejemplo de
que lo que los post-modernistas sostienen es el carácter falso y destructivo
de la modernidad. Fukuyama afirma que hemos alcanzado «el fin de la historia
como tal: esto es, el punto final de la democracia occidental liberal como la
forma final de gobierno humano» y de la conciencia humana (14). La tesis de
Fukuyama es rechazada por los post-modernistas por lo menos en base a dos
aspectos. En primer lugar, por abrazar la ilusión del progreso pasado. En
segundo lugar, porque la comprensión moderna del "progreso" exige por sí misma
la destrucción de la pluralidad, la diversidad y de lo "particular" como
condición sine qua non para la realización de un "universal" ideológicamente
construido.
Ambas críticas sugieren que la modernidad ha llegado a su idea de progreso por
medio de una inversión de la comprensión cristiana de reforma. Gerhart Ladner
ha mantenido que «la idea de reforma puede ser considerada como esencialmente
cristiana en su origen y en su desarrollo temprano» (15). Esto no quiere decir
que la idea de regeneración, renovación o transformación no pueda ser
detectada en la cultura pagana pre-cristiana. Pero con el advenimiento del
cristianismo el concepto mismo sufrió un dramático desarrollo y alcanzó un
nivel de importancia de proporciones sin precedentes.
Ciertamente no es posible separar la idea cristiana de reforma de su
comprensión de la persona humana como imago Dei. Como señala Ladner, la idea
cristiana de reforma se ha desarrollado a lo largo del tiempo. Los Padres de
la Iglesia de los primeros tiempos expusieron la idea bíblica de reforma
(16)como guía para una comprensión cristiana de la personalidad, de la
conciencia y del ideal de vivir cada vez más conformes con la imagen de Dios.
Más tarde, la idea se amplió durante el pontificado de Gregorio VII hasta
incluir a la Iglesia misma, y, final mente, bajo Inocencio III y Tomás de
Aquino, hasta incluir toda la vida cultural de la comunidad política y
económica (17). Sin embargo, la idea cristiana de reforma permaneció centrada
en la redención de la persona humana individual y sólo de manera secundaria en
la relativa perfectibilidad de las estructuras políticas, sociales, económicas
y culturales. Esta comprensión de la persona humana y de su destino difiere
profundamente de aquélla de la modernidad post-cristiana, que propone una idea
del progreso que implica en sí misma un desarrollo continuo y aparentemente
inevitable hacia lo perfecto en humanidad a través de un desarrollo similar en
sus estructuras sociales, económicas y políticas.
La secularización de la idea cristiana de reforma (y de historia) dio lugar a
la inversión de esta síntesis cristiana: se entendió la perfectibilidad de la
humanidad como dependiente de la realización de una perfectibilidad absoluta
en las estructuras políticas, sociales, económicas y culturales. La
contribución del post-modernismo aquí ha sido la revelación patente de que
esta inversión es una ilusión. Para muchos ya no es posible una confianza como
la exhibida por Kant en su descripción de la Aufklärung. Por el contrario, el
carácter destructivo de la modernidad, lo que Lyotard señala con el uso de
Auschwitz como un símbolo del proyecto moderno, ha dejado a la era
post-moderna como una era de «incertidumbre radical, insuperable» (18). Más
aún, Auschwitz no debe ser visto solamente como un símbolo histórico de la
modernidad, pues representa más apropiadamente un símbolo filosófico de la
dinámica inherente de la modernidad de sacrificar lo concreto y particular por
lo universal y, por lo tanto, necesariamente ideológico.
El desafío que enfrenta el cristianismo dentro del contexto post-moderno es el
de escapar de la reducción del cristianismo a una forma "meta-narrativa" de la
experiencia humana. En otras palabras, evitar la reducción del cristianismo a
ser meramente otro sistema ético constrictivo de la libertad humana y el
autodesarrollo, esto es, el sacrificio de lo concreto y particular por un
universal artificialmente construido. Este desafío debe ser entendido no
solamente como un desafío externo, como una especie de invasión a la Iglesia
desde afuera, sino como un desafío que también surge desde dentro de la
Iglesia misma. El rechazo de las categorías esencialmente cristianas por parte
de la modernidad no ocurrió fuera de la cultura cristiana de Europa, sino
desde dentro de esa misma cultura. La tendencia a buscar el confinamiento del
siempre actual "evento" del cristianismo dentro de categorías aceptables a la
modernidad es una tendencia contra la que ninguno de nosotros ha estado
completamente inmune. De cualquier manera, la modernidad está en las últimas
etapas de colapso, y la transición a una cultura post-moderna, que actualmente
estamos experimentando, nos afecta no de una manera periférica, sino
fundamental. Es más, yo sugeriría que este cambio requiere, y -lo que es más
importante- así lo han visto el Concilio Vaticano II y el Papa Juan Pablo II,
un nuevo discurso por parte de la Iglesia.
Juan Pablo II se ha referido a este problema precisamente al abordar el tema
de la reconciliación de lo particular con lo universal a través de la
Encarnación de la Palabra de Dios. En Redemptoris missio, por ejemplo, señala:
«El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre
elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre
de Jesús de Nazaret» (19). De las implicancias de esta verdad es de lo que
Veritatis splendor se ocupa, y la estructura de esta encíclica en sí misma se
vuelve una especie de exposición de esta realidad, al empezar, como lo hace,
con el encuentro de Jesús con el joven rico. El primer capítulo de la
encíclica enfoca el llamado del cristiano como sequela Christi; en el llamado
al discipulado «no se trata... solamente de esc uchar una enseñanza y de
cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona
misma de Jesús, compartir su vida y su destino» (20). Como lo sugiere
repetidamente Juan Pablo II en Veritatis splendor, la respuesta del
cristianismo a esa pregunta no puede ser separada de la realidad de que «Jesús
mismo es el "cumplimiento" vivo de la Ley... Él mismo se hace Ley viviente y
personal, que invita a su seguimiento» (21).
Es de vital importancia enfatizar en este contexto la afirmación de la
encíclica de que Jesucristo mismo es quien permanece contemporáneamente
presente con cada persona a través de la historia (22), quien a través de la
Encarnación se ha ligado a sí mismo misteriosamente a cada ser humano
particular y que de una manera absolutamente única llama a cada persona hacia
sí mismo en la misma "concretez" de su existencia. Como afirma la encíclica,
«urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe
cristiana, que no es simplemen te un conjunto de proposiciones que se han de
acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido
personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de
hacer vida... es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente
con Jesucristo» (23).
La persona individual, por lo tanto, no sacrifica su particularidad ante la
universalidad absoluta; por el contrario, sólo de esta manera puede
verdaderamente encontrar y afirmar su individualidad única, irrepetible. Esta
verdad fundamental del cristianismo es afirmada, por supuesto, en el párrafo
22 de Gaudium et spes: sólo en el misterio de la Encarnación se revela
plenamente el misterio de la persona humana. Pero como enfatiza Juan Pablo II
en su Carta a las familias, la enseñanza del Concilio según la cual «Cristo...
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» no puede ser separada de la
segunda parte de la afirmación conciliar: al revelar al hombre su verdadera
identidad, Cr isto al mismo tiempo revela al hombre «la grandeza de su
vocación» (24).
Así, si la Buena Noticia del Evangelio ofrece la única esperanza auténtica,
entonces lo hace no como un conjunto de proposiciones morales, sino como un
llamado a una relación personal con un Dios personal. Sin embargo, esta
relación tiene su propia identidad y estructura moral que apunta en una
determinada dirección, a saber, la sequela Christi o, en palabras de Lumen
gentium y de la Gaudium et spes, el llamado universal a la santidad. Esa
relación también tiene un contexto particular que es, prácticamente para
todos, la familia.
La introducción de la Carta a las familias de Juan Pablo II comienza con una
meditación sobre la Gaudium et spes acerca de este mismo punto. Si el «hombre
es el camino de la Iglesia» (25), como anotó el Santo Padre en Redemptor
hominis, entonces en su Carta el Papa encuentra que «entre los numerosos
caminos, la familia es el primero y el más importante» de la Igles ia (26). Es
más, como enfatiza Juan Pablo en la conclusión de su Carta, «la familia se
encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida
y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor» (27). En una ocasión
menos pública observó que la familia es punto de encuentro fundamental entre
la Iglesia y la cultura contemporánea. De hecho, la evangelización de la
familia es garantía de la Nueva Evangelización, a la cual el Santo Padre se ha
referido tan frecuentemente. En efecto, ya no es posible conceptualizar una
Nueva Evangelización que no esté centrada en la misión de la Iglesia hacia el
matrimonio y la familia. La evangelización de la cultura solamente puede
proceder por medio de la familia. Esto quiere decir que la conversión de la
cultura sólo puede ser lograda a través de la influencia siempre presente de
una cultura de evangelización, y esa cultura de evangelización ha de
encontrarse en los millones de familias cristianas en las que, como observa
Fami liaris consortio, «todos los miembros... evangelizan y son evangelizados»
(28).
La Carta a las familias presenta una profunda iniciativa en la respuesta
pastoral tanto a la crisis de la cultura como a la crisis de la vida en
familia en nuestra sociedad. En su comprensión de la familia como «iglesia
doméstica», la Carta promueve un camino de investigación teológica que nos
urge a explorar tanto la evangelización de la vida familiar como el rol de la
familia en la evangelización, en maneras tradicionalmente reservadas para la
Iglesia como un todo. En su Carta, Juan Pablo II indica: «La familia misma es
el gran misterio de Dios. Como "iglesia doméstica", es la esposa de Cristo»
(29). Entendida de esta manera, la familia cristiana como iglesia doméstica
hace al Evangelio concretamente presente en nuestros barrios y comunidades. La
Nueva Evangelización está dirigida a la conversión de una cultura antes
cristiana pero ahora profundamente secularizada. La secularización de nuestr
as instituciones es síntoma de una realidad más elemental: la pérdida de un
modo de vida inspirado por la fe. Este modo de vida o bien existe en la
realidad concreta de la vida cotidiana o no existe por mucho tiempo. La
secularización de la cultura ha procedido en base a la secularización de la
familia -familia por familia-. La conversión de esta cultura puede ser lograda
sólo familia por familia.
Así, el esfuerzo dirigido hacia la conversión de la cultura consiste
principalmente no en un discurso en el que ya no hay ningún significado común
en las palabras empleadas, sino en un discurso vivo, una Nueva Evangelización
llevada a cabo como un modo de vida. Al respecto Juan Pablo II cita a Pablo VI:
«"El hombre contemporáneo escucha más de buena gana a los testigos que a los
maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos" (30) » (31). De
esto debe quedar claro que tal propuesta no incluye la proposición de un
cristianismo politizado o de una nueva forma de resp ublica christiana.
Si la pérdida de fe en Cristo se ha convertido finalmente en una propuesta
cultural en nuestra sociedad, entonces sólo puede ser adecuadamente superada a
través de la propuesta explícita y vivida de millones de pequeñas culturas en
toda la sociedad. Las familias están llamadas a ser testimonio viviente de una
esperanza en el amor de Dios que sobrepasa todo el mal, la desesperación y la
pérdida de fe en el mundo de hoy en día. En ese camino de la Iglesia se
encontrará una gran promesa y una enorme alegría.
Carl A. Anderson es Decano del "Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el
Matrimonio y la Familia". Entre sus artículos más recientes se encuentran: El
futuro del cristianismo en la era post-moderna y La familia más allá de la
ideología.
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Notas
0. Elie Wiesel, Night, Hill and Wang, Nueva York 1960, pp. vii-viii.
< br />1. Allí mismo, pp. ix-xi.
2. Juan Pablo II, Carta a las familias, 13.
3. Lug. cit.
4. Ver Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca
1979, pp. 21-22.
5. Richard Tarnas, The Passion of the Western Mind, Harmony Books, Nueva York
1991, p. 395.
6. Allí mismo, pp. 393-394.
7. Alice Jardine, Gynesis: Configurations of Woman and Modernity, Cornell
University Press, Ithica 1985, p. 145.
8. Jean-François Lyotard, The Postmodern Explained: Correspondence 1982-1985,
University of Minnesota Press, Minneápolis 1992, p. 65.
9. Ver, p. ej., Johan van der Vloet, Faith and the Postmodern Chalenge, en «Communio:
International Catholic Review», vol. 17, verano 1990, p. 133.
10. Carl Becker, The Heavenly City of the Eighteenth Century Philosophers,
Yale University Press, New Haven 1932, p. 31.
11. Charles Frankel, The Faith of Reason, Columbia University Press , Nueva
York 1948, p. 153.
12. Allí mismo, p. 154.
13. Jean-François Lyotard, ob. cit., p. 66.
14. Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, The Free Press,
Nueva York 1992, p. 198.
15. Gerhart Ladner, The Idea of Reform: Its Impact on Christian Thought and
Action in the Age of the Fathers, Harper and Row, Nueva York 1967, p. 9.
16. Gerhart Ladner, The Idea of Reform: Its Impact on Christian Thought and
Action in the Age of the Fathers, Harper and Row, Nueva York 1967, p. 9.
17. Allí mismo, pp. 423-424.
18. Matei Calinescu, Five Faces of Modernity, Duke University Press, Durham,
NC 1987, p. 305.
19. Redemptoris missio, 18.
20. Veritatis splendor, 19.
21. Veritatis splendor, 15; ver también Kenneth Schmitz, From Anarchy to
Principles: Deconstruction and the Resources of Christian Philosophy, en «Communio:
International Catholic Review», vol. 16, primavera 1989, p. 50.
22. Ver Angelo Scola, Following Christ: On John Paul II´s Veritatis splendor,
en «Communio: International Catholic Review», vol. 20, invierno 1993.
23. Veritatis splendor, 88.
24. Juan Pablo II, Carta a las familias, 13.
25. Redemptor hominis, 14.
26. Juan Pablo II, Carta a las familias, 2.
27. Allí mismo, 23.
28. Familiaris consortio, 52.
29. Juan Pablo II, Carta a las familias, 19.
30. Pablo VI, Discurso a los miembros del "Consilium pro Laicis", 2/10/1974.
31. Juan Pablo II, Carta a las familias, 23.