El hombre como ser libre


Lluis Clavell
 



 

 

Profesor en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma)

Sumario

1. El progresívo aprecio de la libertad.- 2. Aproximación teológica.- 3. Aspectos filosóficos.- 4. Autenticidad e identidad.- 5. Consideración metafísica conclusiva: del dinamismo al ser.

Agradezco profundamente la invitación del Director del Instituto de Antropología y Ética, el Prof. Miguel Lluch, a participar en este 111 Simposio Internacional. El hecho de invitarme es más meritorio, si se tiene en cuenta que después de haber aceptado acudir al I Simposio, luego no me fue posible hacerlo. Me alegra especialmente estar aquí, porque el Instituto de Antropología y Ética constituye una de las novedades más importantes de los últimos años en la vida de la Universidad de Navarra, desde mi punto de vista de antiguo alumno que sigue con interés su crecimiento.

Su configuración responde a una necesidad de todas las universidades en este periodo caracterizado por la fragmentación del saber. En general, hasta ahora la estructura administrativa de las universidades, con sus facultades y departamentos, ha consolidado la separación entre los métodos y lenguajes propios de las diversas ciencias en su desarrollo actual, como ha señalado con acierto Alasdair Maclntyre. Suelen faltar centros institucionalmente dedicados a promover el diálogo interdisciplinar dentro de las corporaciones universitarias. En este sentido, el Instituto de Antropología y Ética es un adecuado instrumento de síntesis, articulado en torno a las grandes cuestiones contemporáneas sobre qué es el hombre y cuál es el camino hacia una vida lograda. De este modo todas las facultades cuentan con unas asignaturas, en cierto modo atípicas, porque de modo más inmediato que otras invitan a los alumnos a pensar radicalmente acerca de sí mismos y del sentido de la existencia humana, con una orientación dirigida a su futura actividad profesional y a su entero proyecto de vida.

Como en centros similares, las lecciones u otros medios de comunicación tienen un objeto específico, en cuanto son cursos caracterizados por un alto grado de síntesis, que implican un estudio antropológico y ético en relación con las diversas ciencias estudiadas por los alumnos y con la compleja situación cultural contemporánea en la que viven, que cambia con mucha rapidez. Además, la finalidad no es principalmente la adquisición de hábitos intelectuales sectoriales, sino más bien estimular y orientar una reflexión personal que abraza muchas dimensiones del ser humano. Desde este punto de vista, los simposios anuales representan un medio excelente en este esfuerzo por superar el fraccionamiento de los saberes, que se complementa con lo más importante, que es el trabajo diario de profesores plenamente dedicados al Instituto en esta tarea de síntesis, que redunda en beneficio de la investigación y docencia de los profesores de los diversos centros universitarios. Como la docencia de nivel universitario no es nunca mera actividad didáctica o simple transmisión de unos conocimientos ya disponibles o prefabricados, sino fruto de la investigación y de la asimilación interior de los profesores; sólo con ese trabajo de vida intelectual personal, la tradición no se anquilosa en una repetición poco incisiva, sino que se hace fenómeno vital en el que se da un desarrollo, una renovación necesaria para dar respuestas convincentes en cada momento de la historia.

Hace unas semanas Walter Veltroni, alcalde de Roma, convocó a muchos representantes de las diversas confesiones religiosas presentes en la Urbe para un encuentro en el que se quería manifestar el común ideal de paz de todas las religiones después del terrible atentado terrorista del 11 de septiembre. Conociendo la formación cultural marxista de Veltroni, me sorprendió su afirmación de que cuando los hombres pierden toda seguridad humana han de recurrir justamente a la religión para encontrar respuestas. Pensé en los aspectos positivos de su declaración y a la vez en la incongruencia de una sociedad que limita el papel de la religión a esos momentos. El acto en su conjunto no pretendía ser un diálogo de reflexión, más bien un gesto político de solidaridad.

En este simposio, en cambio, deseamos contrastar con profundidad nuestros pareceres sobre la idea cristiana del hombre, sin poder olvidar ese acto de violencia. Una acción de terrorismo que nos obliga a pensar en el odio que la ha motivado y que parece contar con las simpatías de no pocos miembros de comunidades y países profundamente heridos especialmente por la victoria bélica de Israel en 1967 y por muchas otras actuaciones de la sociedad occidental, como sostiene en su reciente e interesante libro El Islam, el profesor José Morales, que ha tenido la amabilidad de hacer mi presentación para esta conferencia.

Quizá una de las primeras reflexiones que acuden a la mente es que la vida política está prescindiendo desde hace tiempo casi de cualquier antropología, después de haberse guiado durante otro periodo de tiempo por concepciones ideológicas del ser humano sumamente empobreced oras. Por eso, una propuesta como la del prof. Alejandro Llano en su libro Humanismo cívico ha suscitado un interés notable entre muchos políticos, que sienten el vacío de vida intelectual desde el que se agitan queriendo construir una convivencia pacífica.

En esta conferencia, después de exponer brevemente la creciente valoración de la libertad en la cultura actual, trataré del hombre como ser libre, primero desde un punto de vista teológico y luego en la perspectiva de la filosofía. Este modo de proceder es poco usual, pero en un simposio sobre la idea cristiana del hombre puede ayudar a destacar el impulso teológico del que se ha beneficiado la filosofía de la libertad en lo que llamamos sociedad occidental.

1. El progresívo aprecio de la libertad

Una de las realidades más importantes en juego en los cambios culturales modernos y contemporáneos es sin duda la libertad, junto a la autenticidad, como ha puesto muy bien de relieve Charles Taylor en su célebre obra Las fuentes del yo, aunque él mismo no parece acabar su tarea de diagnóstico de la modernidad. En los últimos siglos ha tenido lugar un progresivo descubrimiento de la radicalidad de la libertad, hasta el extremo de llegar a concebirla como una libertad fundante y no fundada, concepción que surge de un antropocentrismo cerrado a la trascendencia. Esto es compatible con el hecho de que en el racionalismo esencialista la libertad acabe reducida a la necesidad del sistema y de que en el factualismo existencialista se disuelva en la espontaneidad de actos desconectados y sin sentido.

Junto a los desarrollos especulativos, también en el plano existencial de las personas singulares y de la sociedad, se ha consolidado una fuerte conciencia de la dignidad de la persona y de sus derechos, a la vez que se ha afirmado la autonomía relativa de las realidades terrenas. En el centro de estos cambios se encuentra la experiencia vivida de la libertad. A mi modo de ver, ha tenido lugar un proceso de maduración de algunas verdades cristianas, que ha requerido siglos de historia para manifestar cada vez más plenamente sus virtualidades. Como no es alcanzable una cultura perfectamente cristiana, esa profundización en la libertad ha estado siempre acompañada de escorias que tienen su origen en el pecado.

Después de la exaltación de una libertad individualista propia del liberalismo, a lo largo del siglo XX se sucedieron ideologías y experiencias políticas, que tuvieron en común la negación de la libertad personal. Totalitarismos en sentido estricto: comunismo y nacionalsocialismo; y otras formas políticas de excesiva limitación de la libertad dominadas por un partido único.

En el ámbito de la vida eclesial también se dieron fenómenos de escasa conciencia de lo que implica la libertad cristiana: clericalismos; intentos de una única solución a los problemas de orden temporal; gentes con mentalidad de partido único; concepciones de la dirección espiritual, en las que ésta sustituye a la conciencia cristiana de la persona singular. En parte, estos hechos pueden atribuirse a una reacción contra los excesos del liberalismo; reacción que engendró actitudes de miedo a la libértad y de renuncia a tomarse responsabilidades.

A lo largo del siglo XX bastantes teólogos y filósofos cristianos han ido redescubriendo el sentido cristiano de la libertad. Esta ganancia ha dado sus frutos en los desarrollos doctrinales del Concilio Vaticano 11, en los que tiene un fuerte peso la expresión paulina "la libertad de los hijos de Dios". No han faltado extremismos en la línea de asumir un liberalismo fuerte o en la, aparentemente opuesta, de algunas formas de teología de la liberación de orientación marxista. Digo "aparentemente opuesta", porque ambas tienen una matriz común de antropocentrismo de cerrada inmanencia.

En el ámbito estrictamente académico se ha constatado entre pensadores cristianos la tendencia a un sentido más alto de la libertad que el usual en la teología y filosofía escolásticas de la pimera mitad del siglo XX. La idea de libertad como mera propiedad de la facultad volitiva espiritual producía insatisfacción y se intentaba verla como una expresión de toda la persona. Como escribe Alejandro Llano, "la decisión libre implica existencialmente al ser humano de modo más profundo y global que el propio conocimiento" (Sueño y vigilia de la razón, p. 363) o como señala Paul Ricoeur, al decidir, yo me decido, poniendo en mi decisión todo el peso de mi ser. También la noción de libertad como pura capacidad de elegir medios se mostró reductiva y muchos autores - como, por ejemplo Joseph de Finance o Karol Wojtyla subrayaron la autodeterminación o autotrascendencia hacia la perfección y la plenitud, que se manifiestan especialmente en la donación, punto en el que también convergen filósofos bastante diversos como Leonardo Polo, Carlos Cardona o Robert Spaemann.

En el contexto de lo que cabría llamar "maestros de vida cristiana", me siento gozosamente deudor del ejemplo y la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá. La conciencia explícita de la "libertad personal", de la "libertad de los hijos de Dios", de la "libertad responsable" estaba constantemente presente en sus actuaciones y palabras. Además de los factores de su educación familiar, pienso que su penetración en la libertad se debe sobre todo a la luz fundacional recibida de Dios y a su propia experiencia cristiana. No parece, desde luego, tener su origen en la mentalidad dominante en el ambiente eclesiástico en que se formó, ya que mucho tuvo que luchar por defender la libertad personal.

2. Aproximación teológica

Es sabido que Hegel - por citar un testimonio importante - reconoce el papel innovador del cristianismo en la idea de la libertad universal radical, como núcleo de la espiritualidad de todo hombre. En efecto, en el Nuevo Testamento el término "libertad" (eleuthería) no significa sólo un estado o situación opuesta a la esclavitud, sino que se refiere a la condición ontológica de los hijos de Dios.

La historia de la humanidad está profundamente marcada por el pecado original y por los pecados personales, pero, con la gracia divina conquistada por Cristo con su muerte en la Cruz y su resurrecci6n, se pasa de la esclavitud de la propia miseria a la libertad de los hijos. El hombre es sanado y elevado por la gracia, haciéndose partícipe del Verbo y del Espíritu Santo que es Amor, para poder libremente conocer a Dios con verdad y amarle con rectitud: "fit particeps divini Verbi et procedentis Amoris, ut possit libere Deum vere cognoscere et recte amare" (Tomás de Aquino, S. Th. 1, 38, 1 c). Desde una lectura unilateralmente intelectualista resultaría sorprendente la colocación del adverbio libere en este texto, como abrazando tanto al conocer como al amar.

La acción gratuita que Dios realiza "hacia fuera" divinizando las personas humanas tiene un término ad intra, ya que introduce a cada mujer y a cada hombre cristianos en la vida trinitaria como "hijos en el Hijo". El profesor Fernando Ocáriz —en Hijos de Dios por el Espíritu Santo ("Scripta Theologica" (1998), pp. 479-503)— explica esta acción como un nuevo nacimiento ex Spiritu Sancto que implica una cierta novedad de ser, no en cuanto acto de la esencia, sino en cuanto acto fundante de la relación del hombre con Dios, de manera que el cristiano es relativo al Padre en el Hijo y por el Espíritu Santo (esse ad Patrem in Filio per Spiritum Sanctum). No se trata de tres relaciones distintas, sino de una relación triple, dirigida a las tres Personas divinas.

Incorporados a Cristo, de algún modo entramos a formar con El y en El parte del mismo Hijo del Padre y participamos en las procesiones eternas del Hijo y del Espíritu Santo. El Hijo tiene el mismo señorío que el Padre; cumple la voluntad del Padre, pero no está subordinado a El, porque es de su misma naturaleza. Los "hijos en el Hijo" participamos —de manera finita— de ese señorío, tenemos la libertad de los hijos. No somos esclavos ni siervos, sino hijos y amigos que conocen los secretos del Padre comunicados por el Hijo y por la acción interior del Espíritu de verdad. Pero, como en el caso de Cristo, la libertad y el señorío es servicio y donación, que pasa por la Cruz.

Esta conexión entre la condición de hijos de Dios y estar en la Cruz ha sido expresada de un modo autobiográfico especialmente profundo por el Beato Josemaría Escrivá en una meditación del 28 de abril de 1963: "Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabra: tú eres mi hijo (Ps. 11, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! Ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios" (Apuntes citados por C. Cardona en "Studi Cattolici" (1993), p. 779).

En cuanto hijos, nuestra libertad y nuestra participación en el señorío divino se ejercen trabajando, identificados con Cristo mediante la acción del Espíritu Santo, en la misión confiada por el Padre a su Hijo encarnado. Se nos ha asignado la tarea de instaurar el Reino de Dios amando y sirviendo a los demás de tal modo que, como instrumentos del Hijo, les ayudemos a salir de la privación de amor propia del pecado facilitándoles el acceso a la libertad del amor.

La misión del Espíritu Santo nos conduce al Hijo, nos hace capaces de recibir la verdad y consigue que cada cristiano pueda obrar y hacer el bien a partir de sí mismo (ex seipso) y así obre libremente (libere agit). El que evita el pecado no porque es un mal, sino sólo a causa del mandato divino no es libre, afirma Santo Tomás de Aquino. En cambio es libre el que rechaza el mal porque es malo. Obrar así - libremente, movido por sí mismo y no por otro - es algo que la persona debe a la acción del Paráclito, que perfecciona el alma con ún hábito bueno, con el cual se busca el bien por amor, del mismo modo que si lo prescribiera la ley divina (Cfr. Sto. Tomás de Aquino, In Ep. " ad Coro 111, lect. 3: "Quicumque ergo agit ex seipso, libere agit; qui vero ex alio motus, non agit libere. lile ergo qui vitat mala, non quia mala, sed propter mandatum Domini, non est liber: sed qui vitat mala quia mala, est liber. Hoc autem facit Spiritus Sanctus, qui mentem interius perficit per bonum habitum, ut sic ex amore caveat, ac si praeciperet lex divina: et ideo dicitur liber, non quia subdatur legi divina e, sed quia ex bono habitu inclinatur ad hoc faciendum quod lex divina ordinat'). Es evidente que nos hallamos muy lejos de la dialéctica hegeliana "siervo-señor" que ha sido aplicada luego a la relación paterno-filial. En el cristianismo el Señor hace a sus hijos e hijas libres y partícipes de su señorío.

El Espíritu Santo es el Amor consustancial del Padre y del Hijo, es la Caridad infinita. Gracias a su misión invisible, existe en el cristiano una participación en ese Amor-Persona que es el Paráclito. Es sobre todo mediante esta participación que es la caridad como somos libres. De nuevo Tomás de Aquino lo expresa de modo estupendo: cuanto más amor tiene uno, más libre es ("Quanto aliquis plus habet de carita te, plus habet de libertate: quia "ubi Spiritus Domini, ibi Iibertas"(2 Cor 3, 17); Y quien posee un amor perfecto, es máximamente libre ("Sed perfectam caritatem habens, potissime habet libertatem" (In III Sent. 29, un., a. 8, qla 3, sc». Quien obra por amor de Dios y por El ama a las demás personas creadas es más libre, porque tiene un grado más alto de autodeterminación hacia el bien, hacia la vida plena.

La filiación divina es una realidad ontológica destinada a crecer y desarrollarse mediante el ejercicio de la libertad por parte del hombre. Se trata de una participación en la naturaleza y en la vida divina intratrinitaria ordenada a una intensificación cada vez mayor a lo largo del camino terreno del cristiano, para continuar de modo pleno en la vida eterna. La participación se hace más intensa con una mayor participación en las procesiones eternas divinas y especialmente en el Espíritu Santo, que es Amor y Espíritu de Verdad. Con el aumento de la caridad crece la libertad del hijo de Dios.

En mi opinión, lo dicho hasta ahora permite afirmar que la libertad cristiana tiene en primer lugar un aspecto que se refiere al ser de cada cristiano, en cuanto le compete el dominio o señorío - que es servicio hasta la cruz - propio del hijo de Dios, mediante la gracia que cura las heridas del pecado y eleva el alma misma no sólo su capacidad operativa —y la pone en relación cada vez más estrecha con las tres Personas divinas. Después viene el ejercicio de esta divinización mediante el dinamismo de las facultades, con el que el hijo de Dios adquiere las virtudes, alcanzando así una mayor perfección. Por lo tanto, se es libre y no siervo, porque se es hijo de Dios Padre en Cristo por el Espíritu Santo, y consiguientemente se obra libremente.

Así la libertad cristiana, al contrario de la visión antropocéntrica individualista, consiste en el salir de sí mediante el amor, porque el espíritu está máximamente ordenado a la comunión interpersonal. Esta noción contiene la paradoja fundamental del cristianismo, propia de la Encarnación, del anonadamiento y kénosis del Verbo. La paradoja llega a su tensión más alta en la Cruz, donde Cristo ejercita de modo sublime y con libertad plena su amor infinito a la voluntad del Padre y a la liberación de todos los hombres mediante su Pasión y Muerte, que le llevará a la victoria de la Resurrección.

3. Aspectos filosóficos

En su conocida lección inaugural en la cátedra de teoría política en la Universidad de Oxford, dedicada al concepto de libertad y publicada en 1958, Isaiah Berlin avivó el debate sobre esta realidad fundamental. Su distinción entre una libertad negativa ("libertad de" coacciones, interferencias, imposiciones) y una libertad positiva ("libertad para" hacer o ser algo, para proyectar y comprometerse) supuso un enriquecimiento en el diálogo entre los filósofos de la política. La libertad positiva es una concepción más alta que responde a la creatividad propia de la persona humana, pero todavía no llega al punto más alto que Cristo ha traído al mundo ampliando las perspectivas humanas, con ese "exceso" característico del cristianismo del que habla mi colega romano, el profesor José María Yanguas.

No obstante su fuerte paradoja, la Cruz —con sus dimensiones de entrega, sacrificio, perdón, compromiso, aparente fracaso— encuentra en el corazón humano una intensa resonancia, porque ya en el plano humano el nivel más alto de libertad se manifiesta en la capacidad creativa desinteresada, en amar el bien en sí independientemente de que lo sea para mí, en la amistad y benevolencia de querer a las personas, en razón de su bondad y dignidad innatas. Recordando una obra de Robert Spaemann, el hombre alcanza su plenitud y con ella su felicidad (Glück), en la benevolencia (Wohlwollen) hacia los demás, queriendo su bien en cuanto tal.

Mi maestro Carlos Cardona ha hecho de la relación entre ser, libertad y amor de benevolencia, el núcleo de su obra más lograda desde el punto de vista propositivo: la Metafísica del bien y del mal. En ella sostiene que la libertad es una característica trascendental del ser del hombre; es el núcleo de toda acción realmente humana y lo que confiere humanidad a todos sus actos. El acto primero y fundamental de la libertad consiste en decidirse, con un amor electivo, por el bien en sí mismo, superando el amor natural hacia el bien para mí. Significa, por tanto, un éxtasis, con el que se sale de sí mismo. Encontramos aquí un influjo agustiniano de la noción de libertas maior, que va más allá del simple arbitrio.

Alejandro Llano afirma algo similar al proponer, en uno de sus artículos teológicos, que 105 sentidos de libertad de y libertad para de Isaiah Berlin no bastan y que hay un tercer sentido que llama libertad de sí mismo, que es vaciamiento de uno mismo, kénosis y apertura amorosa a los otros. Nota, con acertada observación psicológica, que la "clave de la autenticidad de tal amor personal no sólo la proporciona, por cierto, la capacidad de sentir establemente amor por otra persona, sino sobre todo la apertura a dejarse amar. Quien se deja amar puede entender lo que implica liberarse de sí mismo, porque entonces sabe que lo que tiene ya no es suyo, sino de quien le ama". Además de su presencia en toda la tradición cristiana, en nuestro tiempo esta idea de libertad de sí mismo procede de Schelling y ha sido actualizada por Fernando Inciarte.

Al hablar de la imagen de Dios en el hombre, que es uno de los temas importantes que según Pannenberg el cristianismo —en su característico "exceso"— aporta al humanismo, Tomás de Aquino se refiere en varias ocasiones a la libertad, al dominium sui actus, siguiendo a San Juan Damasceno (por ejemplo, en el prólogo de la S. Th. I-II). Ciertamente la criatura humana es imagen de Dios con la inteligencia, pero este aspecto parece ser sólo un primer momento ordenado a su vez al señorío y autodeterminación propios de la trascendencia del dinamismo espiritual. La imagen de Dios en las personas creadas se halla sobre todo en la libertad. Dios crea por amor sujetos semejantes a Sí: personas angélicas y humanas dotadas de un autodinamismo limitado, concedido de manera participada por Dios como difusión de una semejanza suya que procede de la Plenitud de Ser que El es. Hombres y mujeres son sujetos con una creatividad participada -con una dignidad y una tarea expresadas en el Génesisque se realiza a la vez con el cuidado y servicio amoroso referido al mundo y a los demás mediante el trabajo, y con la misión de llenar la tierra mediante el amor conyugal y la familia.

Subrayando la globalidad de la actuación libre, Tomás de Aquino afirma que "no decimos que el libre arbitrio sea una parte del alma, sino toda el alma, no porque no sea una potencia determinada, sino porque su imperio no se extiende sólo a algunos actos determinados, sino a todos los actos del hombre que están bajo el libre arbitrio" (In II Sent. 24, 1, 2 ad 1).

Pienso que el fundamento metafísico de la libertad humana se encuentra en el carácter espiritual del alma humana. Cada alma emerge por encima del mundo material y constituye una estricta novedad respecto a él. Según Hannah Arendt, la única innovación radical es el nacimiento de un nuevo ser humano. Cuando una niña o un niño vienen al mundo asistimos a una novedad maravillosa, fruto de la colaboración de los padres con el mismo Dios. Tomás de Aquino explica metafísicamente esta novedad, afirmando que el alma recibe de manera inmediata el ser participado de Dios y luego, con posterioridad no cronológica sino ontológica, lo comunica al cuerpo, del que es forma sustancial superando todo dualismo. La persona humana, una vez creada, tiene el ser del alma necesariamente y para siempre. Este acto de ser personal es fuente originaria de dinamismo. La novedad de ser, propia del espíritu, da lugar a una novitas agendi, a un obrar que no tiene más causas intramundanas que la misma persona libre. Por eso, Cornelio Fabro habla de "creatividad participada", con la que el hombre introduce en el mundo operaciones no precontenidas en la potencialidad de las cadenas causales mundanas.

La persona es dueña de los propios actos —intelligo quia volo; volo quia volo— porque participa del ser teniéndolo en propiedad inalienable (C. Cardona), en cuanto recibido directamente de Dios y no como fruto de la generación biológica.

4. Autenticidad e identidad

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La aspiración a la autenticidad que acompaña inseparablemente al gran amor a la libertad propio del tiempo moderno y que Charles Taylor ha descrito de modo notable, me parece una dimensión antropológica importante de origen cristiano.

Desde una mirada metafísica, la autenticidad remite a la identidad de cada "Singular", de acuerdo con la profunda defensa de la persona llevada a cabo por Kierkegaard. Algunas corrientes de la filosofia contemporánea han subrayado acertadamente la relacionalidad de la persona, como manifestación de su apertura trascendental. En la identidad de cada persona singular entran relaciones muy importantes. Para todos, la filiación a los padres, porque la persona humana es radicalmente hijo o hija. En la gran mayoría de los casos existe la relacionalidad esponsal. Además existen otras relaciones de amistad, de parentesco, de colaboración en el trabajo, en el deporte, en el arte, etc. La creatividad humana propia de la libertad no significa obrar independientemente de esta apertura relacional de la persona. Al contrario, la autenticidad se manifiesta en un dinamismo que expresa la propia identidad singular, en la que estos lazos positivos con los demás son un elemento enriquecedor de gran peso.

Pero la relacionalidad de la persona remite a una relación fundamental: la que todo espíritu tiene hacia Dios, triplemente modulada porque Dios es origen, fin y modelo. Si la creaturalidad consiste en una relación con Dios curo novitate essendi (De Pot., q. 3, a. ), esta relación consiguiente al ser recibido de Dios tiene en el caso de cada persona un carácter muy singular, porque se funda en un acto de ser que llega por creación inmediata del alma espiritual. La persona humana no es pura relación, ni tampoco ésta es su esencia, pero esa relación a Dios es decisiva para la identidad de la persona, porque es una referencia singular, única e irrepetible, como lo es el ser de cada uno.

Cada persona singular, en cuanto es consciente de su relación creatural, sabe quién es, de dónde viene y a dónde va, tiene una memoria de su ser, de tipo agustiniano, como afirma Cardona en su trabajo póstumo Olvido y memoria del ser. La elaboración heideggeriana de la autenticidad se limita a la determinación de sí del sujeto que sale del estado de inautenticidad propio de quien conduce una existencia impersonal y masificada. Se trata sin duda de aportaciones interesantes, pero no definitivas, y pueden llegar a ser nihilistas si cierran el camino a la relación fundamental. Mediante la libertad, el hombre adquiere una plenitudo essendi, en cuanto su obrar refleja la relación fundamental a Dios, sobre todo como ejemplar, es decir cuando se vive como imagen del Dios vivo, que comunica su ser y su vida con la libertad del Amor.

La relación de creaturalidad en sus aspectos de origen y de fin es ineliminable, si bien cada singular puede olvidarla o incluso negarla. Pero la relación de imagen de Dios está más en manos de la libertad humana, que puede actuarla o no. En este contexto, el mal es un obrar inauténtico, en el que el sujeto olvida voluntariamente la propia identidad, perdiendo la memoria ontológica del propio ser y, de algún modo, del ser sin más. Se trata de acciones inauténticas, que prescinden de las relaciones que forman parte de la identidad singular: del ser o estar ante Dios, del ser con los demás, de la propia historia personal. Ese olvido libremente elegido —en forma de sospecha sobre Dios— aconteció por vez primera en el pecado original, que facilita los olvidos sucesivos. Por eso acierta Pannenberg al señalar los límites del humanismo, cuando éste no cuenta con la realidad del pecado de origen. El olvido se supera en el "estadio religioso", del que habla Kierkegaard, donde la persona adquiere la conciencia de su auténtica identidad en un saberse ante Dios que preside y orienta el obrar libre.

Junto a la relacionalidad de la. persona, es decisivo también su carácter histórico para la autenticidad del obrar libre. La voluntad se mueve a sí misma y a las otras potencias operativas en el contexto de una sucesión de elecciones. El bien realizado no desaparece en el agujero del pasado, sino que permanece en el sujeto como perfeccionamiento suyo en forma de hábitos. Nace así una mayor capacidad de autodeterminación para el bien, una mayor libertad, un dominio más fuerte sobre los propios actos. Al contrario, el obrar mal permanece en el sujeto como incapacidad habitual, como debilidad para vencer la resistencia a hacer el bien.

La moralidad, por tanto, no es una mera característica o calificación de los actos aislados y puntuales según su conformidad a la ley moral, sino que se refiere al sujeto en su mismo ser: con las decisiones acontece un potenciamiento o un debilitamiento del sujeto personal en su libertad, es decir en la manifestación más específica de su ser persona. El hombre puede devenir cada vez más libre, más creativo o puede perder libertad, ser menos capaz de obrar, puesto que la actuación mala no es tanto un hacer (agere) cuanto un "deshacer" (deagere).

Los hábitos que se forjan en las biografías individuales no afectan sólo a cada uno en el camino por alcanzar una vida lograda y plena, sino que afectan a la sociedad. Además de las realizaciones externas del obrar humano, se forman hábitos objetivos presentes en los varios elementos constitutivos de la cultura: en el lenguaje, el derecho, la jerarquía de bienes y de aspiraciones, las técnicas, la economía. La creatividad propia de la libertad se mueve entre estos elementos y trata de corregirlos y mejorarlos. De ahí que la libertad esté parcialmente condicionada por estos espacios que existen objetivamente fuera de nosotros y que son, en gran medida, fruto de la libertad.

5. Consideración metafísica conclusiva: del dinamismo al ser

La libertad se presenta, en primer lugar, en el ámbito del dinamismo de la persona, pero su fundamento está en el acto de ser del sujeto. El ser como acto es la fuente del obrar, en el sentido de que incluye la acción como su desarrollo perfectivo y final. Un buen número de pensadores metafísicos han sentido la necesidad de profundizar en la conexión entre ser y obrar (como, por ejemplo, Karol Wojtyla, Joseph De Finance, Carlos Cardona, Ignacio Guiu, y otros) para evitar una visión unilateral, puramente estática de la metafísica y un extrinsecismo del obrar respecto al ser. Se trata, en el fondo, de sacar las consecuencias de la superación del formalismo y por tanto de verlo todo desde el punto de vista de la perfección por excelencia que es el ser, siempre que este no sea considerado como simple existencia o estado de realidad, como han mostrado bien Camelia Fabro o Etienne Gilson.

La actualidad y energía del ser participado no queda completamente encerrada en los límites de la esencia, sino que hace que de ésta fluyan las potencias activas, las capacidades operativas o facultades, que tienen más razón de acto que de potencia. El ser es siempre fuente de actividad, y en Dios es idéntico a su obrar inmanente de sabiduría y de amor.

Tradicionalmente se ha situado la libertad a nivel de propiedad de la voluntad, lIamándola libertad psicológica y considerándola una mera consecuencia de la racionalidad, aduciendo que Tomás de Aquino afirma que toda la raíz del libre albedrío está en la razón. En este contexto, un notable paso adelante lo da Antonio Millán-Puelles, tanto en su magnífica obra El valor de la libertad como en otros importantes trabajos anteriores. Ese estudio ofrece un cuidadoso tratamiento de los distintos sentidos de la libertad. La libertad moral es el autodominio que el hombre adquiere mediante la posesión de las virtudes morales. A esa libertad moral correspondería en el plano de la gracia "la libertad de los hijos de Dios". La libertad moral es adquirida y nace de la libertad innata de arbitrio o de elección propia de la voluntad. Millán-Puelles retrotrae acertadamente esta libertad de arbitrio a una libertad trascendental de la voluntad, como apertura a todo el bien, y a una libertad trascendental del intelecto, en cuanto apertura al ser.

Otras profundizaciones en la libertad, como las realizadas por Camelia Fabro o por Carlos Cardona, han hecho notar —también con el apoyo de textos de Tomás de Aquino— la originalidad de la voluntad y su poder activo en cuanto se refiere al fin, sin caer por ello —a mi entender— en un voluntarismo. En definitiva, en la libertad están presentes las dos facultades espirituales de la persona: la inteligencia y la voluntad.

Mi pregunta final es si la libertad, aunque se manifieste en primer lugar en las operaciones, no haya que radicarla últimamente más bien en el orden del ser (en un actus essendi absolutus, inmortal, es decir independiente del cuerpo), a nivel humano, y en el orden de la gracia, como elevación del alma humana y no sólo de sus facultades, por lo que se refiere al plano sobrenatural. Quizá se puede decir también que el ser de la persona es libre, y como todo ser es activo, hay un actus operandi absolutus, que es la elección libre.

A mi modo de ver, un uso del término "libertad" a nivel del ser aflora más claramente una vez que el cristianismo ha aportado la libertad como propiedad íntima de todo sujeto humano y como condición ontológica de los hijos de Dios. Mi propuesta se inspira en afirmaciones de Carlos Cardona en su Metafísica del bien y del mal, de Comelio Fabro en un libro póstumo de aforismos entresacados de sus últimos cursos universitarios, publicado recientemente con el título de Libro dell'esistenza e della liberta vagabonda (Piemme, Casale Monferrato 2000), de Tomás Melendo en Las dimensiones de la persona, así como, desde un planteamiento gnoseológico distinto, en la consideración de Leonardo Polo de la libertad en su antropología trascendental, comentada recientemente por Salvador Piá.

La emergencia del ser espiritual del alma humana por encima de todos los determinismos causales intramundanos constituye al hombre como un cierto ab-soluto si bien limitado y, como hemos visto, relativo. Entonces la libertad se retrotrae al nivel del principio constitutivo primero que es el ser, no como idéntica al ser espiritual, pero sí como su actuación fundamental. De este modo, la persona se define más plenamente por su libertad, que incluye ciertamente la inteligencia y su conocimiento de la verdad.

En esta línea del ser espiritual como ser libre, la libertad está relacionada con la libertad de Dios y con la libertad de las demás personas, angélicas y humanas. La creación como participación y comunicación del Ser divino sólo se entiende plenamente a la luz de la Vida interpersonal trinitaria de Sabiduría y de Amor, como ha puesto de relieve J. Miralbell en un estudio sobre "El Dinamismo de la Participación en las Q. D. De Potentia de Santo Tomás de Aquino". A la vez esa autocomunicación es significativa porque de ella nacen personas libres ordenadas a corresponder a la libre donación. Dios "nos amó primero" (1 Juan, 4, 10).