Autor: Carlos Llano Cifuentes
| Fuente:
www.yoinfluyo.com
El diccionario de la tolerancia
Pocos conceptos sociológicos se han usado con tanta profusión en los discursos internacionales y poquísimos se encuentran tan mal aclarados y entendidos
Pocos conceptos sociológicos se han usado con tanta
profusión en los discursos internacionales y poquísimos se encuentran tan mal
aclarados y entendidos. La tolerancia se ha convertido, como tantas, en una
palabra retórica. (...) la tolerancia es "el único modo de hacer consonantes
los bienes comunes de una sociedad y los derechos inalienables del individuo".
La sociedad tiene bienes comunes y universales que deben respetarse, pero el
individuo posee igualmente derechos inalienables que se deben salvaguardar. La
tolerancia no se entiende del todo del solo lado de los bienes universales ni
del solo lado de los derechos individuales, porque es el equilibrio entre
ambos.
Para muchos la tolerancia sólo se hace posible en un clima cultural laxo, en
donde no se admiten verdades absolutas.
¿Puede coexistir la tolerancia con convicciones firmes y seguras?
Pocos conceptos sociológicos se han usado con tanta profusión en los discursos
internacionales y poquísimos se encuentran tan mal aclarados y entendidos. La
tolerancia se ha convertido, como tantas, en una palabra retórica. El año
mundial de la tolerancia debería servir, qué duda cabe, para vivirla (con
verdadera tolerancia no se daría el penoso, vergonzoso y trágico desastre de
Yugoeslavia), pero más aún para aclararla. Tal parece que los intelectuales se
han dado más, con motivo de este año, a hablar de la tolerancia que a precisar
lo que significa.
Un error histórico
En la recta intelección de esta importante categoría de la convivencia humana
se parte de un supuesto histórico equivocado: que la intolerancia aparece en
la historia del hombre cuando una doctrina religiosa, el cristianismo, y aun
el catolicismo, pretende sostener una verdad absoluta, más: trascendente y
sobrenatural, y la tolerancia nace cuando el moderno racionalismo de la
Ilustración defiende los fueros de la libertad religiosa, precis amente en el
momento (1753) en que Françoise Marie Arouet, conocido como Voltaire, pone en
circulación su Tratado sobre la tolerancia.
Hay en esto no uno, sino varios equívocos
Por un lado, el notable fenómeno de los mártires pone de manifiesto que el
cristianismo, lejos de introducir la intolerancia en la sociedad de su tiempo,
la padece, con un padecimiento que no ha sido fácilmente igualado, ni siquiera
tal vez en las masacres soviéticas y nazis. Pero, sobre todo, se ignora que la
definición y precisión del riguroso concepto de tolerancia (la tolerancia
sugiere en algún caso falta de rigor pero su concepto exige una precisión
rigurosa), fue definido, de manera que hasta ahora no ha podido superarse, por
un fraile ¡dominico y medieval! Dice Tomás de Aquino que "en el régimen humano
la autoridad tolera con acierto algunos males para no impedir algunos bienes o
para que no se incurra en males peores" y apela para ello a una afirmación
hecha por San Agustí n ocho siglos antes, que tiene aún plena vigencia: "si
proscribes a las meretrices de la sociedad humana, perturbarás las pasiones
libidinosas de toda la sociedad".
No se sabe que la tolerancia de Voltaire, de donde arranca nuestro concepto
contemporáneo, es muy poco tolerante. Por un lado, el escrito de Voltaire más
que un estudio sobre la tolerancia es un ataque a la intolerancia, a todo
fanatismo, y especialmente al fanatismo religioso. Por otro lado, la
exaltación poco menos que absoluta de la tolerancia se logra mediante la
infravaloración de las verdades absolutas (llámese esta devaluación
relativismo, escepticismo, agnosticismo, indiferentismo) pues todas las
verdades trascendentes "contribuyen igualmente al bien de la sociedad", no
importando más que esta finalidad utilitaria y no su valor de verdad.
Finalmente, siendo para él la tolerancia el bien máximo de la convivencia
humana, pone a la religión, cualquier religión, a su servicio: las religiones
son útiles, pragmáticamente útiles, sirva el pleonasmo, para que la tolerancia
no se convierta en libertinaje; son un freno, ésta es la palabra que emplea,
para los posibles excesos de la tolerancia. Pero, además, la tolerancia
volteriana es intolerable con el intolerante; no ya con la intolerancia sino
con la persona que la sustenta. No deja de ser una paradoja que la consigna
principal del autor del Tratado sobre la tolerancia consista precisamente en
aplastar al infame, sea quien fuere el o la infame que habría de ser
aplastado.
La tolerancia, el bien y el mal
El mérito de la definición de tolerancia de Aquino, a que acabamos de aludir
(tolerar es permitir la existencia de ciertos males para no provocar otros y
para no impedir ciertos bienes), consiste en hacer compatibles dos instancias
que en este momento se encuentran en contradicción: la inequívoca existencia y
oposición entre el bien y el mal; y al mismo tiempo la inexcusable tolerancia
que en determi nadas coyunturas debe tenerse con quien hace el mal. El mal se
tolera y padece, y el bien se defiende y difunde. Para ello es necesaria la
convicción de que el bien y el mal existen y son discernibles. Ambas
realidades, difusión del bien y tolerancia del mal, se complementan
autolimitándose: la defensa y difusión del bien tiene su límite en la
autonomía de la persona, que debe también defenderse, como un bien que es: por
ello no puede coaccionarse para que la persona acepte contra su conciencia el
bien que defiendo y difundo, y, en salvaguarda de esa autonomía de su dignidad
tolero y padezco que él defienda y difunda el mal, siempre que a su vez la
defensa y difusión del mal, que tolera mi tolerancia, no perturbe la autonomía
que yo, igualmente, poseo para difundir y defender el bien.
Esto puede aún sostenerse hoy día: Robert Spaëman ha dicho recientemente que
la tolerancia es "el único modo de hacer consonantes los bienes comunes de una
sociedad y los derechos inalienable s del individuo". La sociedad tiene bienes
comunes y universales que deben respetarse, pero el individuo posee igualmente
derechos inalienables que se deben salvaguardar. La tolerancia no se entiende
del todo del solo lado de los bienes universales ni del solo lado de los
derechos individuales, porque es el equilibrio entre ambos.
Tolerancia, autorización y permiso
La definición de tolerancia dada por Tomás de Aquino incluye sobriamente el
verbo permittere, permitir (Deus permittit aliqua mala fieri in universo: Dios
permite que acaezcan males en el universo, para que no se impidan bienes
mayores o se sigan peores males).
Pero la tolerancia, contemporáneamente entendida, no distingue entre cometer,
autorizar y permitir. No se trata ya de que los males se cometan al amparo de
la tolerancia, pues una ley elemental de la ética humana, que aún rige al
menos teóricamente en todas las civilizaciones, nos impide obrar el mal para
conseguir bienes o ev itar males (ley que se expresa sucintamente, como todos
saben, diciendo que el fin bueno no justifica los medios malos ). Pero tampoco
se trata de autorizar que se hagan males, sino sólo de permitirlos.
Es importantísimo entender -porque ahí se encuentra la vértebra del conflicto-
que tolerar el mal no significa que el mal se convierta entonces, por magia de
la tolerancia, en algo bueno. Sigue siendo malo, y por eso sólo se tolera o
permite. Autorizar, en su sentido más extremo, significa dar autoridad a
alguien para que haga algo. Y permitir, también en su sentido límite, tiene el
sentido de no castigar. Podrán darse circunstancias en que la frontera entre
el autorizar y el permitir pueda llegar a hacerse muy sutil, pero el
discernimiento será más fácil si se mantienen vivos en la conciencia del
hombre los significados extremos del dar autoridad, por el lado de autorizar,
y no castigar del otro lado. Esto explica por qué los partidarios del aborto
tienen tanto cuidado en hablar de la despenalización y no de la autorización
del aborto.
Tolerancia y proporción
A propósito: ¿no será válido despenalizar, esto es, permitir el aborto, para
evitar los evidentes males que se siguen de su prohibición o penalización? La
tolerancia no sólo requiere de la distinción entre el bien (el bien no se
tolera, sino que se auspicia) y el mal (si no fuera mal no sería tolerado,
sino auspiciado); sino además el de una objetiva proporción entre los bienes y
los males. Éste es otro punto de los aciertos entrañados en la breve e
insuperable definición tomista de la tolerancia: se permite el mal para evitar
males mayores o para no anular superiores bienes. La proporción es aquí
importante. El permitir cualquier mal, por cualquier razón, es precisamente el
permisivismo, cuya fronda hace impracticables los caminos de la sociedad
contemporánea, y confunde las sendas de la tolerancia.
Inspirémonos, como siempre, en la acción de Dios: ¿por qu é permite Dios que
el hombre cometa acciones malas?, ¿por qué permite que la cizaña crezca junto
al trigo? Porque al arrancar ahora la cizaña se corre el peligro de arrancar
el trigo, ¡y lo que queremos es que haya trigo, no que no haya cizaña! De la
misma manera, el único modo de conseguir que el hombre no ejerza acciones
malas, es el privarle de la libertad de hacerlas. Se conseguiría un buen
comportamiento del autómata, no del hombre. Así traslada San Agustín sus
propias cavilaciones a las presuntas cavilaciones de Dios: "pensó que los
hombres serían mejores servidores si libremente le servían"; es preferible que
haya males con tal de que se salve la libertad.
No es ése el caso del aborto: si se admite que el embrión es vida humana -y no
hay modo de no admitirlo sin transgredir el sentido científico y el sentido
común- , con la tolerancia de su muerte no podríamos evitar males mayores
(¿qué mayor mal que la muerte intencional de un inocente?), ni podrían
salvarse mayore s bienes (¿qué bien mayor que el procurar la subsistencia de
un ser humano inerme?).
Tolerancia y relativismo
Esto nos introduce en el meollo de la cuestión. El concepto moderno de
tolerancia parece basarse en el indiferentismo o el relativismo: esto es, en
la convicción de que no hay bienes absolutos, que deban defenderse por encima
de todo, ni verdades objetivas, en las que no me esté permitido ceder. La
tolerancia fincada en el relativismo es herencia indudable de Voltaire, para
el que es absurda la pretensión de quien juzga que posee la verdad. El
relativismo es, en fin de cuentas, un subjetivismo: no hay bienes ni verdades
absueltas (esto es, ab-solutas) de su relación conmigo. De modo y manera que
la verdad y el bien lo son sólo en la medida de la relación que yo guarde con
ellos; es decir, en el grado en que yo considere aquello como bueno o como
malo, como verdadero o como erróneo. Para decirlo al modo del relativismo, no
deberíamos personalizar: no es bueno o verdadero lo que yo considere como tal,
sino lo que considere como tal cada uno. Claro se ve que, si hay tantas
verdades y bienes como individuos, la tolerancia es el valor absoluto válido
para todos. Pero, ¿nos salva la tolerancia del caos que se genera por este
giro antropológico? Si el bien y la verdad no me trascienden, sino que
arrancan de mí, ¿quién me defenderá del atropello de los que consideren que mi
mal es su bien? ¿No será la tolerancia el derribo, desde su inicio, de toda
eventual defensa?
Si no hay verdades ni bienes absolutos, la tolerancia se convierte,
curiosamente, en producto espurio del egoísmo humano. En efecto, si mi verdad
es equivalente a la tuya, ¿por qué debo tolerar tu verdad, que es diferente de
la que yo sustento, y en cambio no defenderla y difundirla como si fuera la
mía? Se me diría que debo tolerarla porque los demás tienen el derecho de
sostener sus propias verdades. Esto está muy bien dicho, pero no es lo que yo
pregunto. Lo que yo pregunto es: ¿por qué debo sostener mi verdad y tolerar tu
verdad si las dos, la mía y la tuya, tienen, por definición, total
equivalencia? La única razón que puede darme el relativista es que yo no
tolero mi verdad, sino que la sostengo, la defiendo y la difundo, y en cambio
no sostengo ni defiendo ni difundo la verdad del otro, sino que la tolero, por
la sola y mera razón de que la primera verdad es mi propia verdad y la segunda
es la verdad ajena. La tolerancia se ha convertido, así, en el énfasis del
egoísmo: a la verdad del otro la tolero, y a la mía no la tolero sino que la
afirmo y defiendo. Se ve que la tolerancia del relativista se encuentra a un
paso milimétrico de la intolerancia más peligrosa, puesto que tiene su origen
en el egoísmo, sostenido como principio.
En efecto, si por el camino de la verdad absoluta y de la tolerancia al error
puedo llegar a un equilibrio, por el camino de la verdad sólo relativa y la
tolerancia puedo llegar a la tiranía. (Par ece indiscutible que el dictador
Robespierre, durante el despotismo de la libertad o la época del terror, se
inspiró en las ideas de Rousseau y Voltaire).
Ya sabemos lo que ocurre cuando alguien considera que su verdad debe imponerse
sobre la de los demás (porque ésta es precisamente su verdad: que "su verdad
debe ser impuesta") y tiene poder para hacerlo. Si yo, serbio, considero bueno
que los bosnios deban ser extinguidos -y parece que estoy muy cerca de
considerarlo- y si toda verdad es verdadera para cada uno, ¿qué defensa
tendrán los bosnios?, ¿qué defensa tuvieron los judíos en tiempos del
nazismo?, ¿no era la verdad del racista tan verdadera como la de cada uno?
Bien pronto se ve que el relativismo tiene que entrar en retroceso y admitir
que hay al menos una verdad universal que debe ser respetada por todos, so
pena de extinción: la defensa de la vida humana, de la dignidad de la persona.
Y esta verdad es universal y absoluta: porque no hablo de mi vida humana, sino
de toda vida humana; ni de mi persona, sino de toda persona: el relativismo se
ha desvanecido.