El apostolado según san Pablo, testigo y Apóstol de Cristo (II)


lunes, 01 de febrero de 2010
Josemaría Monforte
 


 

Diálogos de Almudí, Valencia, 17 de febrero ede 2009 

Sumario

Primera parte:

Introducción: Un año paulino.- 1. San Pablo testigo y siervo de Cristo: a) El nuevo planteamiento de la interpretación racionalista; b) Breve historia de un largo debate; c) El Cristo de san Pablo y el Jesús de los Evangelios.- 2. Pablo, el «apóstol de los Gentiles»: a) ¿El principal título de Pablo?; b) Pablo y los judíos de la diáspora; c) Pablo y los judíos de Jerusalén; d) ¿Pablo predica un evangelio al gusto de los hombres?; e) La actitud narrativa de san Lucas; f) Conclusiones.- 3. San Pablo, y los Doce Apóstoles: a) Pablo con las "columnas" de la Iglesia; b) La "traditio" apostólica; c) La traditio sobre la Resurrección y las apariciones del Resucitado; d) La traditio sobre la Eucaristía.-

Segunda Parte:

4. San Pablo, el Evangelio y su tarea apostólica: a) Vocación de Pablo apostolado; b) Apóstol de los gentiles, pero primero son los judíos; c) El prestigio jurídico del Imperio: soy ciudadano romano; d) Rumbo a Occidente: Roma y España.- 5. El "apostolado" según san Pablo, el siervo de Cristo: a) Un oficio profesional y el apostolado ¿son compatibles?; b) Sólo Cristo es el fundamento; c) Rasgos principales del apóstol; d) Conclusiones.

4. San Pablo, el Evangelio de Dios y su tarea apostólica

Al Evangelio corresponde el apostolado. Cuando Pablo recibió el Evangelio por una revelación de Cristo, se convirtió en apóstol. Esta vocación constituye el elemento biográfico de la teología paulina. Cuando Pablo expresa algunas ideas sobre el apostolado, transmite siempre algo de la vocación que se le otorgó personalmente. Veremos ahora esa identificación entre su persona y vocación apostólica con la estrategia vital que desarrolla en la evangelización. Primero trataremos de su vocación al apostolado; después dentro de la universal de su misión, acude con prioridad a mostrar su mensaje primero a las sinagogas de los judíos. Pablo se mueve en el ámbito de un Imperio Romano pagano, pero al que reconoce el prestigio del Derecho. Finalmente, mostraremos como san Pablo tiene la intención de llegar cuanto antes a los confines de la tierra hacia Occidente, pasando por un lugar clave en la evangelización: Roma.

a) Vocación de Pablo al apostolado.- Naturalmente tiene noticias de los otros apóstoles, de los que eran apóstoles antes que él. Pero la auto conciencia de estos tales permanece oculta en buena medida para nosotros. Gracias a Pablo podemos acceder a la autoconciencia de un apóstol; es lógico que nuestras concepciones sobre lo que es un apóstol estén muy marcadas por él [153].

La vocación de Pablo al apostolado se concreta en la tarea de anunciar el Evangelio sin límites y a todos. Una de las lecciones fundamentales que nos da san Pablo es la dimensión universal que caracteriza a su apostolado. El acceso a Dios de los gentiles (o los paganos), que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción. San Pablo se dedicó a dar a conocer este Evangelio, literalmente «buena nueva», es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás [154].

Así, pues, no se caracteriza únicamente por el hecho de asumir la proclamación de la salvación que Dios ha realizado en Cristo, sino que desde un principio se dirige también a todos los hombres. La superación de una idea particularista de la salvación, limitada sólo al pueblo judío, tiene así en Pablo su representante más vehemente. La revelación del Hijo de Dios, de la que fue objeto el Apóstol, se produjo para que éste lo anunciara entre los gentiles mediante el Evangelio [155].

«El punto de partida de sus viajes fue la Iglesia de Antioquía de Siria, donde por primera vez se anunció el Evangelio a los griegos y donde se acuñó también la denominación de «cristianos» como relata el libro de los Hechos [156], es decir, seguidores de Cristo, o creyentes en Cristo. Desde allí en un primer momento se dirigió a Chipre; luego, en diferentes ocasiones, a las regiones de Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia); y después a las de Europa (Macedonia, Grecia). Más importantes fueron las ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar Berea, Atenas y Mileto.

En el apostolado de san Pablo no faltaron dificultades, que afrontó con valentía por amor a Cristo [157]. Deseaba, sin duda, cumplir el mandato del Señor de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En un pasaje de la carta a los Romanos [158], por ejemplo, se refleja su propósito de llegar hasta España, el extremo de Occidente. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un Apóstol de esta talla? —comenta Benedicto XVI—. Es evidente que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, a veces desesperadas, si no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que ningún límite podía considerarse insuperable. Para san Pablo, como sabemos, esta razón es Jesucristo, de quien escribe: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que (...) murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» [159], por nosotros, por todos» [160]. De hecho, el Apóstol dio el testimonio supremo con su sangre bajo el emperador Nerón en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales [161].

San Pablo actúa y se siente verdadero apóstol de Cristo. Desde luego, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el título de "apóstoles", para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también Pablo de Tarso se siente verdadero apóstol y, por tanto, parece claro que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, san Pablo sabe distinguir su caso personal del de aquellos que llama «los apóstoles anteriores» [162] a él: a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia. Sin embargo, como todos saben, también san Pablo se considera a sí mismo como apóstol en sentido estricto. Es un hecho que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió tantos kilómetros como él, por tierra y por mar, con la única finalidad de anunciar el Evangelio.

Ya ha quedado claro que apostolado, Evangelio y comunidad constituyen realidades inseparables. Tras el anuncio del Evangelio, la actividad apostólica sólo alcanza un objetivo provisional con la fundación de comunidades. El comienzo de dicha tarea le corresponde al Apóstol, que llama a la vida a nuevas comunidades allí donde no se conoce aún a Cristo. Él no es sólo su padre, sino además el que planta la comunidad, su sabio arquitecto, que ha puesto el único fundamento posible, Jesucristo [163], y a quien se le ha dado el poder de edificar comunidades, no de destruirlas [164]; el apóstol sigue además vinculado a sus comunidades.

La comunidad es una carta que puede ser escrita por todos los hombres. La transmisión del Evangelio, cuyo contenido es Jesucristo, se realiza a través del Apóstol de un modo muy personal y eficaz, es decir, mediante la imitación. En repetidas ocasiones llama Pablo a que le imiten: «¡Sed imitadores míos!» [165]. «Todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra» [166]. Pero el valor de esa imitación se funda únicamente en el hecho de que Pablo es imitador de Cristo [167]; del mismo modo hay quienes, siendo imitadores de Pablo, se convierten a su vez en modelo para otros [168]. De este modo el Apóstol se convierte en forma del Evangelio, en la que se puede y se debe leer cómo se ha de vivir la existencia cristiana.

Damos ahora un paso más. ¿La acción apostólica que emprende san Pablo tiene alguna estrategia prefijada? Cuando, la primavera del año 45, se embarca por vez primera en Seleucia rumbo a Chipre tiene por fin llevar a los hombres un mensaje religioso nuevo. Pero un mensaje religioso sólo puede encontrar acogida en un hombre religioso, con un mínimo al menos de inquietud religiosa; es natural, por tanto, que san Pablo proceda con una táctica misionera que, desde el punto de vista humano, facilite la acogida a ese mensaje. El Apóstol sabe que la palabra que va a predicar es una Buena Nueva, un Evangelio, que representará en quienes lo reciban, aunque profesen ya otra fe, un enriquecimiento. Pero esto sólo podían verlo y sentirlo quienes lo hubiesen escuchado y acogido. Por eso le interesa asegurar una primera audición de su palabra [169].

b) Apóstol de los gentiles, pero primero son los judíos.- Los hombres que pueblan las regiones que va a recorrer san Pablo se dlividen en dos grupos: paganos de religiones diversas, con más o menos sensibilidad religiosa auténtica, y judíos de la Diáspora. Los centros de población más importantes contaban con colonias judías, algunas muy numerosas. Con el florecimiento que muchas ciudades del Mediterráneo oriental habían experimentado en un siglo de paz y organización romana, la próspera vida de estos centros había atraído a los judíos de la no muy rica, y en parte muy pobre, Palestina. Es significativo que los dos primeros apóstoles que inician un viaje misionero en gran escala, Pablo y Bernabé, son judíos de la Diáspora.

«Aquí viene bien una palabra —dice Holzner— sobre el método exterior de misión de Pablo. Aunque no tenía preparado de antemano un mapa de misión, con todo no se puede creer que hubiese procedido sin plan. Dos miras determinan muchas veces su camino. Pablo sigue comúnmente el surco que había hecho la emigración judía desde largo tiempo. Los judíos helenizados de la diáspora habían cubierto el Imperio romano de una red de sinagogas. Además, Pablo eligió sitios donde, al mismo tiempo, podía ejercer su oficio de tejedor. Esto requería bastante tiempo, pero con ello tuvo ocasión de conocer mejor a la gente y conservar la independencia económica, aunque defendía el principio evangélico de que el predicador de la fe tiene derecho a vivir también del Evangelio. Pero está orgulloso de poder decir que ningún gasto ocasionaba a la comunidad. Así pensaba también Bernabé. Este método imprime a la vida de misión de Pablo cierta regularidad y uniformidad: llega a una ciudad, va al barrio de los judíos, busca y halla un taller donde, conforme a la costumbre oriental, es admitido en la comunidad de familia, y comienza inmediatamente el trabajo en el telar...» [170].

Ahora bien, una cosa es la predicación a los judíos y otra la aceptación del mensaje que les llega de Pablo. En el primer caso, el Evangelio representaba la culminación de la Revelación de Dios, o de la Historia sagrada de salvación, que comienza con la vocación de Abrahán [171]. El primer sábado va a la sinagoga, se presenta como doctor de la Ley y se le asigna su sitio honorífico. Después de la lección de la Sagrada Escritura se acerca a él el ayudante de la sinagoga por encargo del presidente de la misma, y le ruega que dirija un discurso religioso a la concurrencia. A Pablo no le quedaba otro camino. Predicar en el Imperio una nueva religión que no quería asimilarse a la religión del Estado, estaba prohibido por la ley imperial de la religio illicita. Sólo la sinagoga tenía el derecho, autenticado por un documento del Estado, de juntar prosélitos. Por espacio de varios decenios los gentiles no pudieron distinguir el cristianismo del judaísmo. Pero ambos a dos, tanto los cristianos como los judíos, tuvieron que padecer algunas veces con esta equivocación [172].

De ahí que la presentación del Evangelio a judíos fuese fácil. San Lucas —en el libro de los Hechos— nos ha conservado un modelo de esta presentación, que san Pablo repetiría en todas las sinagogas de la Diáspora donde entrase por primera vez: el discurso pronunciado en Antioquía de Pisidia. Dice así: «Varones israelitas y los que teméis a Dios, escuchad. El Dios de este pueblo de Israel se escogió a nuestros padres y exaltó al pueblo cuando eran advenedizos en la tierra de Egipto, y con brazo extendido los sacó de ella; y por el tiempo de unos cuarenta años, como al niño la madre que lo cría, los llevó en el desierto; y exterminando siete naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su tierra; todo ello en el espacio de unos cuatrocientos cincuenta años. Y tras esto les dio jueces, hasta Samuel profeta. y entonces pidieron rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. y habiéndole depuesto, les suscitó por rey a David, sobre el cual dio testimonio diciendo: 'He hallado a David, el hijo de Jesé, varón según mi corazón, que cumplirá todos mis deseos'. De la descendencia de éste, Dios, según la promesa, envió a Israel un salvador, Jesús, cuyo advenimiento anunció Juan, predicando un bautismo de penitencia a todo Israel» [173]. Así de sencilla era la presentación del Evangelio a judíos, y así de fácil era para un judío enterarse de la doctrina nueva que predicaban aquellos judíos que se llamaban creyentes en Cristo Jesús.

Mucho menos fácil, en cambio, era la aceptación de aquella novedad. San Pablo dirá que el Cristo crucificado predicado por él era «escándalo para los judíos» [174], como lo había sido para él antes de su conversión. El hecho de que el Evangelio era la culminación de la fe judía explica la contradicción que parece darse en el proceder de san Pablo: mientras él mismo se llama "apóstol de los gentiles", y defiende encarnizadamente contra los judaizantes la no necesidad de la circuncisión para la salvación, cuando en Listras toma a Timoteo como colaborador en su acción misionera, y lo circuncida [175]. Porque, cuando san Pablo entra en una sinagoga y predica a Cristo, lo hace y es admitido no en su condición de cristiano, sino como judío. Lo mismo quiere que pueda hacer Timoteo, y por eso lo circuncida, es decir, lo hace plenamente judío [176].

En las sinagogas, san Pablo podía encontrar también paganos simpatizantes o prosélitos del judaísmo, los llamados «temerosos de Dios» [177], de los que al menos debemos decir que eran hombres con una especial inquietud religiosa. De este modo cuando el Apóstol iniciaba su presentación del Evangelio "a los gentiles", por su iniciación judía, estos paganos podían entender más fácilmente el lenguaje que exigía la presentación de la Buena Nueva, y además por su mayor inserción en la masa pagana podían ser luego un excelente punto de partida para la evangelización de la gentilidad. Esta "técnica apostólica" aparece utilizada sistemáticamente por san Pablo en su primer viaje, pero combinada con otra que facilita más aún la acogida de los misioneros y, en consecuencia, de su predicación.

El primer viaje de san Pablo propiamente no es obra exclusiva suya: lo acompaña Bernabé [178]. Para un primer contacto con esta colonia judía, Bernabé era una persona muy indicada. Por ser oriundo de la isla, sin duda tenía familiares o conocidos en ella, que podrían prestarles la ayuda material y el apoyo que su labor exigía, y al mismo tiempo servirles de presentadores ante las autoridades de las comunidades judías locales. y como en la emigración un emigrado tiende un puente a otro, san Pablo podía poner este recurso al servicio de su acción misionera. A lo largo del camino, el Apóstol podía fundadamente esperar que irían encontrando otras personas que se encargasen de hacerles nuevos contactos y prepararles la entrada en otros centros de población [179].

San Pablo en su estrategia procuraba comenzar siempre por las sinagogas de los judíos. Las comunidades judías de la Diáspora vivían en cierto modo como islotes dentro de la gran masa pagana. Se han conservado edictos de las autoridades de muchas ciudades de Asia Menor, en que se hace saber a la población que los judíos gozan de ciertos privilegios debidos a sus peculiares creencias y prácticas religiosas, reconocidas por los romanos (religio licita).

Uno de estos privilegios era el de arreglar sus litigios en materia religiosa mediante tribunales propios. La pena de los cuarenta azotes menos uno es judía, y fue sin duda decretada contra san Pablo en tribunales de este tipo [180]. Pero para que el tribunal de la comunidad judía de una ciudad griega se considerase obligado a intervenir, era preciso que san Pablo insistiese en su presentación del Evangelio dentro de la misma y, naturalmente, lograse adeptos [181].

Veamos, por ejemplo, cómo narra san Lucas —antes hemos mencionado su intervención en la sinagoga de Antioquía de Psidia— los acontecimientos a que da lugar la predicación del Apóstol en Tesalónica, capital de la provincia de Macedonia: «Haciendo el viaje por Anfípolis y Apolonia, llegaron a Tesalónica, donde había una sinagoga de los judíos. Y, según su costumbre, Pablo entró en su reunión, y por tres sábados discutió con ellos a base de las Escrituras, declarándolas y poniendo de manifiesto que el Mesías había de padecer y resucitar de entre los muertos, y que "ese es el Mesías, Jesús, a quien yo os anuncio". Y algunos de entre ellos quedaron convencidos, y se pusieron en manos de Pablo y Silas; y de los griegos adoradores de Dios, gran multitud; y de las mujeres principales, no pocas. Pero los judíos, ardiendo en celo y echando mano de algunos hombres maleantes, gente del arroyo, y armando motines, alborotaron la ciudad; y presentándose en casa de ]asón, los buscaban para llevados ante el pueblo; y no hallándolos, arrastraron a Jasón y a algunos de los hermanos ante los magistrados de la ciudad, vociferando: "Estos, que han trastornado todo el mundo, también aquí se han presentado, y Jasón los ha acogido y todos estos obran Contra los edictos del César, diciendo que hay otro rey, Jesús", y alborotaron a la multitud y a los magistrados, que esto oían; y habiendo recibido la fianza de Jasón y de los demás, los soltaron. Los hermanos, inmediatamente, de noche, hicieron salir a Pablo y Silas hacia Berea» [182]. A primera vista pudiera parecer que san Pablo, aquí como en otras ciudades, es simplemente un fugitivo con suerte: escapa a la acción de las autoridades cuando ve que su estancia en la ciudad es insostenible, y éstas nunca logran apoderarse de él.

En realidad, el relato de san Lucas nos presenta en este aspecto un Pablo que sabe aprovechar las condiciones particulares del gobierno de las ciudades helenísticas para evitar que las actuaciones de los judíos celosos impidan su acción misionera; y para ello le prestan una valiosa ayuda las pequeñas comunidades cristianas que van naciendo a su paso [183]. Un testimonio precioso de lo acertado de esta estrategia apostólica de san Pablo lo encontramos en una de sus cartas: la dirigida a los Colosenses. La ciudad de Colosas se hallaba en el extremo oriental de la provincia proconsular de Asia, cuya capital era Éfeso, en el extremo occidental. San Pablo no había estado nunca en esta pequeña ciudad, pero durante su tercer viaje había centrado su acción misionera precisamente en la capital de la provincia. Por obra sobre todo de Epafras, al que nombra en la carta y que sin duda entró en contacto con san Pablo durante su estancia en Éfeso, en la ciudad de Colosas nació una comunidad cristiana. Pasado algún tiempo, mientras san Pablo se halla preso —probablemente en Roma—, la amenaza de doctrinas extrañas, que ponen en peligro la buena marcha de la vida de la comunidad, obliga a Epafras a visitar al Apóstol e informarle de la situación. Entonces san Pablo interviene por medio de la Carta [184].

Cuando los cristianos de Tesalónica lo esconden para evitar que sea llevado ante las autoridades y luego le hacen salir hacia Berea por la noche, están explotando el hecho de que en los vastos territorios del Oriente griego no existía jurisdicción o autoridad interurbana, excepto la del gobernador romano. Pero el gobernador romano sólo intervenía en el caso de que corriese peligro la paz y el orden político en la provincia; el gobierno propiamente dicho y la administración de justicia corría a cargo de las autoridades municipales, que naturalmente eran distintas en cada ciudad.

De este modo, si el representante de Roma, el procónsul o el legado, no tenía noticia de algo que se pareciese a un movimiento de insurrección, un alborotador de cualquier índole podía continuar indefinidamente su acción moviéndose de ciudad en ciudad. Las autoridades municipales podían ejercer un control sobre sus habitantes fugitivos por el procedimiento indirecto de confiscar sus propiedades, si las tenían; contra un vagabundo que carecía de bienes inmuebles, les era muy difícil, si no imposible, cualquier tipo de acción. Así se explica que las autoridades de Tesalónica, al no lograr apoderarse de san Pablo y Silas, carguen la mano sobre Jasón, el cristiano que los había hospedado, al que exigen una fianza como garantía de buen comportamiento de sus huéspedes [185]. Los judíos de Tesalónica, al no conseguir que las autoridades locales pongan fin a la acción de san Pablo, deben marchar a Berea y empezar allí de nuevo, ante las autoridades de un nuevo municipio.

Para ganar a los judíos se había hecho predicador ambulante en las sinagogas de la Diáspora; y su insistencia le acarreó cinco veces la pena de los azotes. Para ganar a algunos en las ciudades importantes del mundo griego llegó a hacerse delincuente vagabundo, aprovechando las ventajas que le ofrecían el régimen de gobierno de provincias y municipios, y el peculiar sistema policial de la época [186]. Ahora bien, es sabido que según la Ley Julia, promulgada en tiempo de Augusto, un ciudadano romano no podía ser castigado sumariamente, ajusticiado o torturado sin juicio previo; y llegado el caso, no podía ser juzgado en un tribunal fuera de Italia. Pues bien, en tres ocasiones hace uso san Pablo de este derecho: en Filipos, cuando los pretores de la ciudad le piden que se marche, sin duda porque prefieren verse libres así de los engorros que les acarrearía su presencia [187]; en Jerusalén, cuando el tribuno de la cohorte de guarnición en la fortaleza Antonia ordena que le den tormento para interrogarlo [188]; y en Cesarea, ante el procurador Festo, para evitar que éste acceda a las peticiones de los judíos, que quieren juzgado en Jerusalén [189]. A esto se debe sin duda el que san Pablo retrase su apelación [190].

c) El prestigio jurídico del Imperio: «soy ciudadano romano».- Su proceso en Jerusalén y Cesarea se inicia durante la procuraduría de Félix. Flavio Josefo, el historiador judío, nos hace de este Procurador un retrato bastante negro: crueldad, soborno, codicia. De su comportamiento con san Pablo nos dice san Lucas: «Félix, conociendo con bastante exactitud lo referente al Camino, les dio largas (a los acusadores judíos) diciendo: 'Cuando el tribuna Lisias baje, resolveré vuestro asunto' y dio orden al centurión de que lo custodiase, que le permitiese cierta libertad y que no estorbase a ninguno de los suyos el asistirle... Pues esperaba también recibir dinero de Pablo» [191]. Por animosidad contra las autoridades judías o por codicia, o por ambas cosas a la vez, el procurador Félix, aunque no hace justicia a san Pablo dejándolo en libertad, tampoco extrema la dureza y lo protege.

Su sucesor Festo fue un hombre de bien; pero como el caso de san Pablo era una herencia que le había dejado su antecesor, es natural que sus primeros contactos con las autoridades locales estén marcados por el signo de la condescendencia. Todo esto explica el proceder de san Pablo. En un principio el Apóstol no utiliza sus derechos de ciudadano romano, sin duda porque confía en que tiene ganado el proceso; pero cuando ve que éste puede desarrollarse a gusto de sus acusadores, y que el problema es grave, pues éstos piden para él la pena de muerte —lo acusan de haber introducido paganos en el recinto sagrado del templo—, aun conociendo las dificultades, los engorros y los riesgos de un juicio en Roma, apela al tribunal del César. Este comportamiento de san Pablo en Jerusalén y Cesarea concuerda con el que ha seguido siempre. En el libro de los Hechos, antes de su arresto en Jerusalén, lo vemos comparecer ante las autoridades, directa o indirectamente, al menos cinco veces, que ha sido «golpeado con varas tres veces» [192]. Este castigo de las varas es romano; si lo recibió tres veces, quiere decir que en esos casos san Pablo no hizo valer sus derechos de ciudadano romano, o porque no quiso o porque no pudo. Quizá sea más probable lo primero; según el libro de los Hechos, sólo lo hace una vez: en Filipos. Y es curioso que lo haga precisamente en una ciudad que era colonia romana, es decir, ante unas autoridades que sin duda estaban en mejores condiciones de pesar su responsabilidad si no respetaban los derechos de un ciudadano romano [193].

Leyendo las cartas a los Corintios, sobre todo la segunda, vemos cómo san Pablo se entrega en cuerpo y alma a su misión, a su tarea de apóstol. Lo que hemos expuesto hasta aquí nos hace ver cómo no pone sólo al servicio de su acción misionera un amor inmenso a Jesucristo y una inigualable profundidad teológica, sino también un sentido práctico de un gran realismo. En su afán de crear el mayor número de comunidades, y para crearlas en el menor tiempo posible, utiliza inteligentemente las posibilidades que le ofrecen el régimen administrativo de las ciudades en el mundo romano oriental y su condición de ciudadano romano.

En la estrategia apostólica de san Pablo observamos una cierta conducta paradójica: por una parte, vivir olvidado de este mundo por estar sumergido en los misterios del mundo superior y, por otra, poner hábilmente las realidades de este mundo al servicio de su acción misionera. La explicación última de que sólo una vez, y sólo como solución desesperada, recurra a sus privilegios de ciudadano romano apelando al César nos desvela su profunda estrategia apostólica.

d) Rumbo a Occidente: Roma y España.- En el invierno del 57 al 58, san Pablo se encuentra en Corinto, adonde ha venido por tierra desde Éfeso para dos cosas principalmente: sellar la paz con la levantisca comunidad cristiana de la ciudad y recoger la colecta para los santos de Jerusalén. Son los últimos meses del tercer viaje misionero del Apóstol [194].

Mientras en Corinto espera que pase el invierno y sea practicable la navegación, san Pablo escribe la más extensa de sus cartas: la dirigida a los cristianos de Roma. En ella, después de la amplia exposición doctrinal [195] y una más breve exhortación pastoral [196] antes de los saludos finales encontramos una descripción de los planes futuros y la acción misionera del Apóstol; esta descripción constituye un documento precioso para entender la obra apostólica de san Pablo [197].

Una vez más, la información que aquí nos ha llegado no está dada por sí misma, sino en función de los intereses concretos del Apóstol; por eso también, como en otros casos, la información es más implícita que explícita. San Pablo piensa ir a España, y para preparar su viaje y su tarea en los confines de la tierra necesita la colaboración de los fieles de Roma. Al justificar este proyecto de viaje misionero a Occidente, el Apóstol hace dos afirmaciones que a primera vista tienen cierto aire de exageración retórica, si no de fanfarronada. La primera dice: «Pues desde Jerusalén hasta el Ilírico, y en todas direcciones, lo he llenado todo del Evangelio de Cristo» [198]. El relato de san Lucas en Hechos y los datos que contienen sus cartas hacen que nos sorprendamos ante esta afirmación de san Pablo [199]. Debe haber, por tanto, un motivo que permita al Apóstol afirmar que desde Jerusalén, y en todas direcciones, lo ha llenado todo del Evangelio de Cristo.

Este motivo no es difícil de adivinar: para san Pablo, el centro del mundo, visto desde la obra y el plan de Dios que proclama el Evangelio, es Jerusalén, la ciudad santa del judaísmo; y Jerusalén es también el punto de partida del Evangelio que predica. Por eso, aun sin haber misionado en Judea, puede decir con verdad que desde Jerusalén, y en todas direcciones, lo ha llenado todo del Evangelio de Cristo. Pero también el lugar geográfico que escoge para indicar el límite occidental de su acción misionera es extraño: ni el libro de los Hechos, ni ninguna de las cartas escritas antes que Romanos aluden a una actividad de san Pablo en el Ilírico (= Albania, Montenegro, Serbia, Bosnia y Croacia). Las ciudades más cercanas a esta región visitadas por san Pablo son las de Tesalónica y Berea, en la provincia de Macedonia. Es innegable que tras esta aparente inexactitud geográfica se esconde algún misterio. A descubrirlo nos ayudarán algunos datos de geografía de la época.

Cuando san Pablo recorre los territorios del Mediterráneo oriental, las antiguas unidades políticas llevan más de cien años incorporadas al Imperio de Roma. Por lo que se refiere a la parte Norte de la península balcánica, la unión con la capital del Imperio estaba asegurada por la via Egnatia. Esta importantísima vía romana partía del puerto de Dirraquio, en el Adriático, en la costa del Ilírico, y pasando por la capital de Macedonia —Tesalónica— y Filipos llegaba a Bizancio. San Pablo utilizó sin duda esta vía por primera vez en su segundo viaje, al marchar de Filipos a Tesalónica. Desde aquí, dejando la calzada, se dirigió hacia el Sur, fijando su pasajera residencia en Corinto.

Si hubiera seguido en dirección Oeste, dejándose llevar por la calzada, habría terminado en Dirraquio, ciudad del Ilírico, donde le habría sido fácil embarcarse en una nave que lo trasladase a Brindis, en la costa italiana, y aquí hubiera estado esperándolo otra excelente calzada que lo hubiese llevado a Roma: la via Appia. Porque, en realidad, la vía Egnatia estaba concebida como la prolongación de la vía Appia. A través de ella, Roma quedaba unida por tierra con las provincias más orientales del Imperio, Siria y Palestina.

A la luz de estos datos, las palabras de san Pablo en la carta a los Romanos comienzan a revelar su misterio. El Apóstol, que es un ciudadano de la parte oriental del Imperio, quiere decir que ha predicado en toda esa mitad oriental, y por eso nombra el Ilírico: esta región marcaba el límite occidental del mundo griego; desde allí, pasando del extremo occidental de la vía Egnatia al extremo oriental de la vía Appia en suelo italiano, se entraba en el Occidente del Imperio, el mundo que san Pablo no ha podido evangelizar hasta ahora. Por otra parte, aunque no llegase a pisar suelo ilirio —y, repetimos, ni Hechos ni las cartas hablan de ello—, podía decir sin mentir ni exagerar que había llevado el Evangelio hasta el Ilírico, es decir, hasta los confines occidentales de la porción oriental del Imperio. Su actividad en varias ciudades de Macedonia, especialmente la capital, y su utilización del tramo oriental de la vía Egnatia justificaban su afirmación.

La explicación de este deseo quizá nos venga del otro aspecto que da a las afirmaciones del Apóstol un aire extraño, como de exageración desmesurada. «Lo he llenado todo del Evangelio de Cristo»; «no tengo ya campo de acción en estas regiones» [200]. ¿Cómo puede decir san Pablo que ha terminado de misionar todo el Oriente romano? Dada la pobreza de referencias a las comunidades cristianas en los historiadores paganos, posteriores incluso al Apóstol, y por los mismos datos que nos ofrecen los escritos del Nuevo Testamento, el balance de la acción misionera al final de su tercer viaje es más bien precario: unas pocas comunidades cristianas en los mayores centros de población; comunidades más bien poco numerosas, que viven en medio de la inmensa masa de paganos [201]. Todo esto nos permite leer las afirmaciones de san Pablo en la carta a los Romanos sin encontrar en ellas ninguna exageración.

Cada comunidad cristiana representa para san Pablo toda una región o provincia. La región que cuenta con una comunidad de creyentes, por pequeña que sea, es una región que está llena ya del Evangelio de Cristo. Sería ridículo pensar que el Apóstol consideraba ya creyentes a las masas de paganos que poblaban estas regiones, de los cuales sólo una porción reducidísima había oído hablar de Cristo, la Iglesia y el Evangelio. Su modo de expresarse al resumir los resultados de su acción misionera denuncian un plan de evangelización concebido y ejecutado casi sistemáticamente desde el comienzo, y a la vez un convencimiento firme: una vez predicado en un lugar, el Evangelio encontrará el modo de penetrar en todo el territorio circundante, sobre todo si el lugar escogido para poner la semilla de una primera comunidad cristiana es una ciudad que, por su situación geográfica, su importancia política o comercial, facilita el contacto con las poblaciones menores de la región.

San Pablo supone que el fuego se difundirá en todas direcciones a partir del foco central encendido por él; y el hecho de que nunca se detenga a explicado es una excelente prueba de lo seguro que se siente de los resultados. La razón de este convencimiento es quizá muy simple: las comunidades creadas no son en realidad comunidades pasivas de creyentes, sino comunidades evangelizadoras, misioneras. Por eso san Pablo tiene prisa por recorrer el imperio, por llegar a Occidente: mucho más eficaz que aumentar el número de comunidades cristianas en una provincia, o el de creyentes en cada comunidad, es crear nuevas comunidades en otras provincias. De ahí también que casi considere pérdida de tiempo, provocada por el maligno, el que le han exigido las idas y venidas por Macedonia y Acaya para atender a las comunidades fundadas ya en el segundo viaje.

Creer en el Evangelio es difundir el Evangelio. Parece como si el Apóstol diese por supuesto como totalmente natural que en todo convertido a la fe en Jesucristo nacería a la vez —como le ocurrió a él en el camino de Damasco—, el creyente y el apóstol. Por eso en el invierno del 57 al 58, cuando escribe a los romanos desde Corinto, puede decir con verdad que lo ha llenado todo del Evangelio de Cristo, que no tiene ya campo de acción en aquellas regiones: cada provincia de Anatolia y de la península balcánica cuenta ya con una o varias comunidades cristianas, desde las que, sin estar él presente, se irá difundiendo el Evangelio entre las masas paganas que lo ignoran. Él ha terminado su tarea; mejor dicho, pensaba que debía haber concluido mucho antes. Por eso mira más allá del Ilírico, más allá del Adriático, al hemisferio occidental del Imperio. y como en Roma no era necesaria su presencia porque tenía ya su comunidad cristiana, piensa en el remoto Occidente, en los confines de la tierra, en España.

5. El «apostolado» según san Pablo, el siervo de Cristo

Llegamos ya al final de nuestra exposición. ¿Qué es evangelizar? Para Pablo, el Evangelio no es un conjunto de ideas nuevas que hay que contraponer a las ideas ya conocidas de las filosofías de la época. Tampoco es una variante de la religión judía, como si cambiando los «acentos» todo lo demás sirviera. «Me llamó a evangelizar» [202]. Con estas palabras adustas y contundentes el Apóstol de los gentiles resume el sentido de su vida. En su encuentro con Cristo en el camino de Damasco, Pablo no sólo descubre el motivo por el que debe dar un giro radical a su vida, sino que además comprende que ya sólo puede vivir para anunciar esta novedad. No estamos ante el comercial de un producto que le es ajeno; tampoco ante el ideólogo que ha elaborado un complejo sistema de pensamiento; ni ante un político que propone una forma de alcanzar el poder [203].

a) Un oficio profesional y el apostolado ¿son compatibles?.- Si nos preguntan qué oficio tenía san Pablo para ganarse la vida, más de uno respondería que era «tejedor de tiendas de campaña», como él mismo dice. Siendo esta una respuesta correcta, no le hace, sin embargo, justicia. Pablo es, ante todo, un «evangelizador». El solemne comienzo de la Carta a los Romanos da buena prueba de esta afirmación precedente: «Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por la llamada de Dios, elegido para predicar el evangelio de Dios» [204].

«En las familias de los fariseos —relata J. Holzner— reinaba entonces el sano principio de sabor moderno: "Hermoso es el estudio de la Torá (la Ley) en unión con una ocupación profana". Como su padre, según todas las apariencias, era un pañero y tendero bien acomodado, el muchacho aprendió en el taller de su padre, con los obreros o esclavos allí ocupados, a tejer lona de tienda del célebre pelo de cabra de aquel país, y a hacer tiendas. En Tarso, en aquel tiempo, como hoy todavía, estaba desarrollada en gran estilo la fabricación de tiendas de campaña. Aunque la profesión de tejedor, así como la de curtidor, gozaban de poca consideración por parte de los rabinos, en realidad, esto no se tenía siempre en cuenta. Así Pedro permaneció en Joppe en casa del curtidor judío Simón [205]. De esta manera, el joven Pablo, en la industria de su padre, aprendió de los obreros y esclavos empleados a tejer el célebre pelo de cabra de Cilicia para hacer piezas de tienda, o bien a coser unas a otras las tiras del tejido para confeccionarlas. Todavía hoy los pastores de Cilicia llevan unas capas impermeables de pelo de cabra, que son tan resistentes, que dejadas en el suelo se mantienen tiesas y sirven de tienda [206]. No nos olvidemos de que, mientras el joven Saulo trabajaba en el taller de su padre, y por la noche se lavaba las cansadas manos y soñaba con pueblos remotos, por el mismo tiempo, muy lejos, en un pueblo pequeño, otro adolescente de algunos años más de edad deponía también sus herramientas manuales. El muchacho de Tarso nada sabía del joven de Nazaret. Y, sin embargo, cuando, éste se tendía sobre su dura cama para descansar, puede que dirigiera una oración a su Padre celestial por el pequeño Saulo de Tarso» [207].

Pablo habla de lo que él ha vivido; pero no sólo de eso, no sólo de lo suyo, sino de lo que supone esta noticia para toda la humanidad. Es un mensaje que alcanza a cualquier persona, pues ¿quién no se ha interrogado sobre el sentido de su vida? ¿Quién no se ha preguntado qué tiene que ver Dios con él? ¿Quién no se ha sentido alguna vez bajo el peso de la culpa o bajo la amenaza de una muerte a la que teme? Es más, ¿qué salida ofrecen las distintas religiones y filosofías a estas preocupaciones? [208].

b) Sólo Cristo es el fundamento.- La Buena Noticia es una persona. Para Pablo, el Evangelio es una persona, la persona de Cristo. Desde él y por él todo adquiere una dimensión totalmente nueva, inesperada, inaudita. Es la gran novedad de que la «Buena Noticia» no es un catálogo de consejos, un decálogo de buenas intenciones, ni un tratado de normas para alcanzar el equilibrio personal. La Buena Noticia es una persona, es Jesús el Cristo [209].

En su retirada al desierto varios años tras su bautismo, san Pablo «comenzó bajo la dirección del santo pneuma, del espíritu de Jesús, aquel gran proceso de refundición en el alma de Pablo, que él indica a los Filipenses: «Todo lo que en otro tiempo consideré como ganancia, lo he tenido por pérdida por amor de Cristo. Todo lo juzgo como pérdida en comparación del conocimiento de mi Señor Jesucristo, que todo lo sobrepuja, por cuyo amor lo he sacrificado todo» [210]. ¡No que se le hubiesen abierto propiamente puertas nuevas! Antes bien, la extraordinaria condición de su espíritu le hacía predispuesto a lo que estremece, a lo que pasa una sola vez. Pues fue arrebatado por la revelación de Cristo hasta el último límite posible. Este proceso de refundición debió ser de género emocional e intelectual, conforme a la división en dos partes de la vida del alma humana. El cambio de dirección de su vida de emoción llámalo Pablo «revestirse de nuestro Señor Jesucristo» [211] o la apropiación de los «sentimientos de Jesús» [212]. La elevación de su estado espiritual trajo consigo una suprema claridad. A la seguridad a que se inclinaba en virtud de toda su índole natural, añadió se ahora la nueva seguridad de la fe sobrenatural y de la conciencia de su vocación, fomentada por Ananías. A esto, además, se asoció poco a poco una tranquilidad segura de sí misma y una ternura que estaba muy lejos del rígido aislamiento del fariseo. Nada de sus dotes naturales y de la posesión adquirida se perdió: ni la amplitud y profunda visión profética de su espíritu, ni la sutilidad de su inteligencia formada en la Ley, ni la excitabilidad de su ánimo, ni la inconmovible consecuencia de su carácter, ni la prodigiosa pujanza de su voluntad, herencia de muchas generaciones. Los intereses terrenos se le desvanecieron, pareciéndole un brillo sin substancia, a la vista del nuevo ideal de vida, que excluía como irreligiosa toda otra conducta fuera del amor abnegado y servicial. En una palabra: los supremos intereses del alma religiosa ardían como una viva llama» [213].

Los comunicadores tienen que tener cuidado de no adulterar el mensaje. Cuántas veces los oradores explican sus prejuicios y consideraciones secundarias, dejando oculta la buena noticia sin aditamentos [214]. ¿En que técnicas se debe basar este anuncio? ¿Qué fundamentos son los más apropiados para asegurar una base sólida y estable? Sólo Cristo es el único «fundamento» desde el que organizar toda la historia y en el que basarse. Pablo no tenía un evangelio esencialmente diferente del de los demás apóstoles; pues de ser así, habría sido expulsado de la primitiva Iglesia. Pero él lo anunció con una energía, consecuencia y fuerza de palabra sin igual, con un sello personal, y lo introdujo en el mundo de las ideas helénicas. En el proceso de esta metamorfosis de su conocimiento religioso sobresalen por encima de todo dos cosas: su nuevo concepto de Cristo y su nueva idea de la fe.

La nueva imagen que el Apóstol se formó de Cristo se conexiona íntimamente con la experiencia que tuvo de Cristo en Damasco. Ya de su tiempo farisaico, Pablo había traído consigo un conocimiento histórico bastante exacto de Jesús y de su condición personal. «Yo soy Jesús, ti quien tú persigues.» ¿Cómo se puede perseguir a quien y lo que no se conoce? «Duro es para ti dar coces contra el aguijón». Este aguijón no puede haber sido la celestial aparición. Pues en aquel momento su resistencia había sido ya quebrantada.

Pablo se lo recuerda a la comunidad de Corinto, muy dada a buscar apoyos y seguridades en lo humano, tanto en sus dotes espectaculares como en su poderío según lo humano [215]. Sólo en Cristo se puede fundamentar la fe [216]. Si san Pablo se consideraba verdaderamente apóstol de Jesucristo, con una misión confiada por el Resucitado para evangelizar a los gentiles... ¿Qué noción de apostolado se había formado el Apóstol?

Por un lado, san Pablo tenía un concepto de apostolado que rebasaba el vinculado sólo al grupo de los Doce y transmitido sobre todo por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles [217]. En efecto, en la primera Carta a los Corintios hace una clara distinción entre «los Doce» y «todos los apóstoles», mencionados como dos grupos distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado [218]. Y en ese mismo texto él se llama a sí mismo humildemente «el último de los apóstoles», comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente [219].

¿No tuvo san Pablo dificultades en la evangelización? Sí que las tuvo, y tremendas como ya hemos dicho varias veces. Estas dificultades procedían de dos frentes: por una parte, Pablo tiene que salir al paso de los que con sorna llama «eminentes apóstoles», que anuncian «otro evangelio». No sabemos quiénes son. ¿Podría tratarse de otros grupos cristianos de los primeros tiempos de sabor gnóstico que despreciaban la cruz de Cristo?: «Si alguno viene a predicaros otro Jesucristo diferente del que yo os he predicado, (...) u otro evangelio que el que abrazasteis, lo aceptáis con gusto. Pero yo creo que en nada soy inferior a esos eminentes apóstoles (...) ¿Acaso cometí un pecado porque me humillé a mí mismo para ensalzaros a vosotros, predicándoos de balde el evangelio de Dios?» [220].

Por otra parte, se enfrentó al acoso de los judaizantes, que, provenientes de Jerusalén, iban minando su trabajo. Pablo comienza su Carta a los Gálatas reivindicando tanto su título de «apóstol» como su derecho a usarlo: «Pablo, apóstol —no de parte de los hombres ni por mediación de los hombres, sino por Jesucristo y por Dios Padre; que lo resucitó de entre los muertos—, y todos los hermanos que están conmigo, a las iglesias de Galacia» [221].

En una serie de preguntas retóricas, Pablo va engarzando el núcleo de la cuestión [222]. No se puede invocar a Cristo si no se cree; no se puede creer si nadie ha anunciado al Señor. El anuncio del Evangelio no es una opción entre otras; es «la opción». La única para alguien que ha sido tomado del todo por Cristo; es una responsabilidad que brota de la experiencia propia antes que una exposición externa:

«Ahora bien, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Cómo van a creer en él si no han oído hablar de él? ¿y cómo van a oír hablar de él si nadie les predica? ¿y cómo predicarán si no son enviados? (...). Por consiguiente, la fe proviene de la predicación, y la predicación es el mensaje de Cristo» [223]. Y comenta san Josemaría que «no basta la presencia, para trabajar cristianamente. ¡No es verdad! Lo dicen los que se avergüenzan de Cristo. Jesús se hacía presente, y hablaba y daba doctrina. No basta la presencia. No tiene razón quien diga que eso basta. Hay que hablar, con don de lenguas, con simpatía. Tenemos lengua para hablar, también con imprudencia. Vamos por el mundo alegres e imprudentes. ¡Cuanto más imprudentes seáis, mejor! Yo siempre, y también ahora, pienso en los tiempos de San Pablo, y me acuerdo de aquella amonestación: argüe, obsecra, increpa...; opportune, importune [224]. Os decía que pienso en los tiempos de San Pablo, con aquel imperio romano, lleno de fastuosidad, donde el emperador, con una soberbia tonta, inclinaba la cabeza para que su grandeza personal no chocase con los arcos de triunfo Aquellos hombres paganos vivían animalmente, pensando en su vientre, en su sensualidad, en su poder humano. Y Pablo, frente a esa concepción de la vida, se lanza a predicar a Cristo, a ese Jesús que ha exigido ser humildes, que ha llevado una vida limpia... Es todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión» [225].

La evangelización no se puede entender de forma contrariada, como a quien le ha tocado una mala suerte. Para Pablo, el anuncio del Evangelio es, por este orden, un «privilegio», una «tarea sagrada» y un «servicio a Dios» [226]. ¿Qué es evangelizar sino dar a luz, engendrar, provocar una nueva vida? ¿Acaso la fe no es un alumbramiento, un nuevo nacimiento? No se trata tampoco de algo repetitivo, cargado desde el inicio de unas rémoras imposibles de sobrellevar. Tiene la frescura y la novedad del recién nacido [227].

Una mentalidad utilitarista como la nuestra, que piensa en beneficios y resultados, podría preguntarse: ¿Qué ganancias puedo conseguir de una vida dedicada al Evangelio? ¿En qué me aprovecha? Y también, ¿qué estrategias seguir para alcanzar el objetivo que me he propuesto? Evangelizar sin rodeos, ropajes ni medias tintas. A la cuestión, tan debatida a lo largo de la historia, de cómo evangelizar para que nuestro esfuerzo tenga resultados, san Pablo ofrece una respuesta determinante. Nos remite, de nuevo, a la cruz. Se trata de una novedad, de un escándalo, pero a la vez del crisol donde probar si nuestro esfuerzo es de Dios o no lo es: «Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a evangelizar; y esto sin alardes liteararios, para que no se desvirtúe la cruz de Cristo. Porque el lenguaje de la cruz es una locura para los que se pierden; pero para nosotros, que nos salvamos, es poder de Dios» [228].

c) Rasgos principales del apóstol.- ¿Qué es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que los convierte a él y a los demás en apóstoles? En sus cartas aparecen tres características principales que constituyen al apóstol:

1º) La primera es "haber visto al Señor" [229], es decir, haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta a los Gálatas [230], dirá que fue llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción.

El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es "apóstol por vocación" (Rm 1,1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Ga 1,1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor, haber sido llamado por él.

2º) La segunda característica es "haber sido enviado". El término griego apóstolos significa precisamente «enviado, mandado», es decir, embajador y portador de un mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado.

Por eso san Pablo se define «apóstol de Jesucristo» [231], o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también «siervo de Jesucristo» [232]. Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.

3º) El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente fundación de Iglesias. Por tanto, el título de «apóstol» no es y no puede ser honorífico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva.

En la primera carta a los Corintios, san Pablo exclama: «¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?» [233]. Análogamente, en la segunda carta a los Corintios afirma: «Vosotros sois nuestra carta (...), una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo» [234].

Los apóstoles son, pues, colaboradores de Dios [235] que han sido testigos del Señor, han sido enviados por Él para anunciar el Evangelio de Dios. No sorprende que san Juan Crisóstomo hable de san Pablo como de «un alma de diamante» [236], y siga diciendo: «Del mismo modo que el fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aún más..., así la palabra de san Pablo ganaba para su causa a todos aquellos con los que entraba en relación; y aquellos que le hacían la guerra, conquistados por sus discursos, se convertían en alimento para este fuego espiritual» [237].

«Lo fundamental que se le descubrió en Damasco —afirma Holzner—, fue que Dios en Jesús había intervenido en la historia de los hombres y obrado poderosamente en pro de la salud de ellos, y que Jesús es poder-habiente de Dios, su enviado y mensajero de la buena nueva, esto es, el Mesías. Con la muerte expiatoria de Jesús ha amanecido una nueva edad del mundo, su resurrección es el sello de que es el Hijo de Dios, no en el sentido de encargado o enviado, que los judíos unían a este título, sino en esencia, tal y como Jesús frente a Caifás se atribuyó. Este Cristo celestial, pues, ha intervenido lleno de misericordia en la vida de Saulo, ha hecho en él eficaz lo que había obrado para la salud de todo el género humano, y Saulo ha podido contemplar en su rostro el resplandor luminoso de su divinidad. El estudio de los profetas le descubre a Jesús cada día más como al Salvador de los pecadores y Salvador del mundo. Ya ahora se le ha hecho clara la conciencia de que, según la voluntad de Cristo, las barreras que había erigido el judaísmo entre él y los otros pueblos han de ser derribadas» [238].

d) Conclusiones.- Hay, pues, un elemento típico del verdadero apóstol, claramente destacado por san Pablo, que es una especie de identificación entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma suerte. De hecho, nadie ha puesto de relieve mejor que san Pablo cómo el anuncio de la cruz de Cristo se presenta como «escándalo y necedad» [239], y muchos reaccionan ante él con incomprensión y rechazo. Eso sucedía en aquel tiempo, y no debe extrañar que suceda también hoy. Así pues, en esta situación, de aparecer como "escándalo y necedad", participa también el apóstol y san Pablo lo sabe: es la experiencia de su vida.

A los Corintios les escribe, con cierta ironía: «Pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos» [240]. Es un autorretrato de la vida apostólica de san Pablo: en todos estos sufrimientos prevalece la alegría de ser portador de la bendición de Dios y de la gracia del Evangelio [241].

Por otro lado, san Pablo comparte con la filosofía estoica de su tiempo la idea de una tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan, pero él supera la perspectiva meramente humanística, basándose en el componente del amor a Dios y a Cristo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como dice la Escritura: "Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero". Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» [242].

«Esta es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol san Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana» [243]. Como se ve, concluye Benedicto XVI, «san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su existencia; podríamos decir las veinticuatro horas del día. Y cumplía su ministerio con fidelidad y con alegría, «para salvar a toda costa a alguno» [244]. Y con respecto a las Iglesias, aun sabiendo que tenía con ellas una relación de paternidad [245], e incluso de maternidad [246], asumía una actitud de completo servicio, declarando admirablemente: «No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» [247]. La misión de todos los apóstoles de Cristo, en todos los tiempos, consiste en ser colaboradores de la verdadera alegría» [248].

Acabo con un comentario de Holzner: «el hombre de por sí no tiene ninguna grandeza. Sólo la grandeza. de la vocación y la entrega sin límites a una obra sobrehumana le hacen verdaderamente grande. Y en esto ninguno es mayor que san Pablo. La completa consunción y extinción del propio yo en Cristo: éste fue el secreto de su grandeza. Todo lo verdaderamente grande produce efecto en el más lejano porvenir. En esto está la importancia histórica del Apóstol. Cuando Alejandro Magno, como tan bellamente dice Burckhardt, colocó el manuscrito de la Ilíada en el magnífico cofrecito de joyas del vencido Darío, llevó a cabo sin darse cuenta una acción altamente simbólica, que tan sólo realizan hombres en el momento de cumplir una elevada misión: engarzar el espíritu helénico en las riquezas del Oriente. Fue la hora del nacimiento del helenismo. Y el helenismo fue el puente dorado por el que pasaron Pablo y sus adalides, llevando la perla de oriente hacia las tierras occidentales. También en nuestros días hemos de permanecer conscientes de que el hombre que formó por primera vez el nuevo sentimiento social procedente del espíritu de su divino Maestro y de la mejor herencia de la antigua humanidad, no fue otro sino precisamente Pablo de Tarso. Este ethos cristiano es el elemento que une el tiempo pasado y el actual. Casi dos mil años de historia cristiana y occidental se mueven en él» [249].

Notas

[153] Poseemos además la imagen de apóstol de la obra lucana, cuya influencia en la tradición eclesial ha sido aún mayor. Esta imagen es el producto de la teología lucana, sobre la cual volveremos en su momento. Aquí nos limitamos a la concepción paulina del apostolado, dejando aparte el empleo más general del término apóstol, tal y como aparece, por ejemplo, en 2 Cor 8,23, «los apóstoles de la comunidad», o en Flp 2,25, «Epafrodito, vuestro apósto!».

[154] «Desde el primer momento había comprendido que esta realidad no estaba destinada sólo a los judíos, a un grupo determinado de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos, porque Dios es el Dios de todos» (Benedicto XVI, Audiencia general, 25-X-2006).

[155] Cfr Ga 1,16. Sobre la expresión «vaso de elección», cfr. Antonio Pavía, Llamada y misión de Pablo, Ed. San Pablo, Madrid 2008, pp. 119-122.

[156] Cfr Hch 11,20.26.

[157] Él mismo recuerda que tuvo que soportar «trabajos..., cárceles..., azotes; muchas veces peligros de muerte. Tres veces fui azotado con varas; una vez lapidado; tres veces naufragué. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias» (2 Co 11,23-28). Cfr San Josemaría, Es Cristo que pasa, nº 60.

[158] Cfr. Rm 15,24.28.

[159] 2 Co 5,14-15.

[160] Benedicto XVI, Audiencia general, 25-X-2006.

[161] «San Clemente Romano, mi predecesor en esta Sede apostólica en los últimos años del siglo 1, escribió: «Por la envidia y rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia. (...) Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite de Occidente, sufrió el martirio ante los gobernantes; salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de perseverancia» (Benedicto XVI, Audiencia general, 25-X-2006).

[162] Ga 1,17.

[163] 1 Co 3,9s. «Las cartas de san Pablo hacen una detenida descripción de la situación universal de la maldad. Pero su función es la de simple telón de contraste para la puesta en escena de la salvación del acontecimiento mesiánico, que es lo que realmente le interesa». Cfr Senén Vidal, Iniciación a Pablo, Sal Terrae, Santander 2008, p. 137.

[164] Cfr. 2 Co 10,8.

[165] 1 Co 4,16; cfr. 1 Ts 1,6. «Nunca leer a pablo para saber; a Pablo hay que leerlo para vivir, para imitarlo» (Gonzalo Aparicio Sánchez, San Pablo, el apóstol de Jesús, Edibesa, Madrid 2007, p. 45).

[166] Fil 4,9.

[167] 1 Cor 11,1.

[168] Fil 3,17.

[169] «Pablo es un gran comunicador y mediador de la Revelación del Evangelio, por eso es apóstol, pero no de Israel, sino de los pueblos, y así se convierte en el heraldo y siervo de todos. Es un gran comunicador por vocación» (Giancarlo Biguzzi, Pablo comunicador, Ed. San Pablo, Madrid 2008, pp. 29-46).

[170] J. Holzner, o.c., p.114.

[171] Por eso san Pablo dice: «Si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán» (Ga 3,29).

[172] Hch 18,2; 19,33.

[173] Hch 13,16-24.

[174] 1 Co 1,23. Cfr. Juan M. Díaz Rodelas, primera carta a los Corintios, verbo Divino, Estella 2003, pp. 64 y ss.

[175] El motivo de la circuncisión de Timoteo es de índole pastoral; no hay en ella ninguna claudicación del Apóstol ante las presiones de los judaizantes. Timoteo era hijo de madre judía, pero su padre era pagano. Los judíos de la colonia de Listras sabían que no había sido circuncidado, y la noticia podía llegar o haber llegado a las comunidades judías de otras ciudades. San Pablo, como vemos por sus cartas, piensa hacer de él uno de sus más cercanos colaboradores. Y como dentro de su táctica misionera la predicación en las sinagogas judías es un primer paso esencial, necesita que Timoteo tenga acceso también a las sinagogas, acceso que estaba totalmente cerrado a un no judío, es decir, a un no circuncidado.

[176] A este proceder se refiere san Pablo cuando, en forma de postulado de su estrategia apostólica, dice a los Corintios: «Me hice con los judíos como judío, para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley —no estando bajo la Ley—, para ganar a los que están bajo la Ley. Y con los que están sin Ley (me hice) como quien está sin Ley, no estando sin Ley de Dios, sino con la Ley de Cristo, para ganar a los que están sin Ley» (1 Co 9,20s).

[177] Cfr Hch 13,16.

[178] Y hay razones para pensar que la elección de Chipre como primer punto de destino está relacionada con la persona de Bernabé. La importancia de la colonia judía en la isla se deduce de las escuetas palabras con que san Lucas describe la actividad de los dos misioneros en la primera ciudad de la misma. «Llegados a Salamina -escribe-, predicaban la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos» (Hch 13,5). La ciudad de Salamina, por tanto, tenía varias sinagogas, y esto exige una notable población judía. Sin duda, la emigración judía a la isla había aumentado desde que Augusto arrendó a Herodes el Grande la explotación de las ricas minas de cobre.

[179] Con el tiempo, las autoridades judías de Jerusalén o de centros importantes de la Diáspora, alertadas ya contra la nueva doctrina, intervendrían para cortar la acción de san Pablo; pero, como había ocurrido ya en Palestina con Jesús, un número suficiente de judíos había acogido la predicación, dando lugar a pequeñas comunidades de cristianos. y de este modo se ponían al servicio del Evangelio toda clase de vínculos, los naturales de la familia, los de la amistad o el comercio, los múltiples que componen las relaciones humanas. y en este sentido, las poblaciones judías de la Diáspora ofrecían una gran variedad de posibilidades a los misioneros: por su condición de inmigrantes, estos judíos no eran sedentarios en el pleno sentido de la palabra; la mayoría de ellos se dedicaba a oficios que entrañaban un cierto nomadismo y un amplio trato con gentes, especialmente las dedicadas al mismo género de vida. San Pablo pondría todo esto al servicio de su acción misionera. Cfr. Giuseppe Barbaglio, La teología de san Pablo, Secret. Trinitario, Salamanca 2005, pp. 446-453, donde el autor estudia cómo es la hermenéutica que usa san Pablo para los textos del Antiguo Testamento.

[180] Está claramente atestiguada en las palabras que escribe a los Corintios: «Cinco veces he recibido de los judíos cuarenta azotes menos uno» (2 Co 11,24).

[181] Según el relato de san Lucas, la actuación de san Pablo en Antioquía de Pisidia y Licaonia durante el primer viaje y en el Norte de Grecia durante el segundo sigue siempre el mismo esquema: predicación en la sinagoga, éxito inicial, reacción de las autoridades judías locales y judíos celosos, salida de la ciudad. Pero la salida propiamente no está provocada por la acción de las autoridades judías, que no tenían jurisdicción para ello, sino por las autoridades civiles, ante las que los judíos celosos presentan acusación contra san Pablo y sus colaboradores.

[182] Hch 17,1-10.

[183] Son interesantes las condiciones prácticas de la evangelización paulina para judíos, gentiles y cristianos que expone Antonio Salas en Pablo de Tarso el primer teólogo cristiano, Ed. San Pablo, Madrid 2000, pp. 92-98.

[184] Pero la carta no testimonia sólo el nacimiento de una comunidad cristiana en la zona interior de la provincia de Asia, no misionada por san Pablo. En los saludos finales, el Apóstol dice: «Cuando haya sido leída esta carta entre vosotros, haced que sea leída también en la Iglesia de Laodicea; y la que recibiréis de Laodicea, leedla también vosotros» (Col 4,16). San Pablo, por tanto, había escrito también una carta a los cristianos de Laodicea, carta que se ha perdido. Poco antes dice de Epafras que «se toma mucho trabajo por vosotros —los de Colosas—, y por los de Laodicea, y por los de Hierápolis» (v.13). Estas tres pequeñas ciudades recibieron el Evangelio ya en vida de san Pablo, que, siguiendo su plan misionero, consideraba evangelizada toda la provincia por el hecho de haber predicado y fundado una comunidad cristiana en la capital de la misma, Éfeso, situada en el extremo occidental.

[185] Estas maniobras, a su vez, estaban facilitadas por una imperfecta organización policial. Sólo los gobernadores de las provincias fronterizas del Imperio tenían a su disposición fuerzas militares de consideración. Los procónsules y legados de las provincias pacíficas, como eran las de Grecia y Anatolia, sólo disponían de pequeños contingentes, estacionados en la capital respectiva. Su actuación, por tanto, en un lugar distante de ésta no podía ser fulminante, y además sólo tendría lugar -como hemos dicho- en el caso de delincuentes políticos; jamás se movilizarían para capturar un ladrón común o un predicador de doctrinas nuevas. En cuanto a las autoridades municipales, las fuerzas policiales de que disponían, llamadas comúnmente «guardianes de la paz», estaban centradas en las ciudades, muy distantes entre sí y con extensos territorios bajo su control. No hay testimonios de que las fuerzas policiales de las distintas ciudades actuasen alguna vez en común. Por tanto, el delincuente que dejaba el territorio de una ciudad donde era buscado, tenía la seguridad de no serlo apenas entrase en el territorio de otra.

[186] Escribiendo a los Corintios, en un largo inciso dedicado a exponer el desinterés personal que ha animado siempre su acción misionera, san Pablo termina diciendo: «Me he hecho todo para todos, para de todos modos salvar a algunos. y todo esto lo hago por causa del Evangelio, para tener yo también alguna parte en él» (1 Cor 9,22s).

[187] Cfr Hch 16,36-39.

[188] Cfr Hch 22,24-29.

[189] Cfr Hch 25,9-12.

[190] En este último caso, los autores han señalado la extrañeza de que san Pablo no apelase al tribunal del César hasta pasados dos años de prisión en espera de comparecer ante el tribunal del procurador. Sin embargo, las dos cosas, el retraso y la apelación final, se explican perfectamente. La legislación decía que si un ciudadano romano de provincias apelaba al tribunal del César, el gobernador correspondiente —en el caso de Judea, el procurador— estaba obligado a enviarlo a Roma. Algunos gobernadores, como el procónsul Plinio el Joven, preferían desentenderse del proceso y embarcar el acusado hacia la capital. Pero cabía siempre la posibilidad de que el reo, sobre todo si no pertenecía a la clase pudiente, prefiriese no recurrir a su derecho de apelación. Si contaba con la honestidad del juez y con la posibilidad de una buena defensa en su provincia, el traslado del proceso a Roma podía resultarle perjudicial: no siempre era fácil que los testigos en que debía basar su defensa viajasen con él a Roma. Precisamente para paliar esta dificultad, el emperador Augusto limitó el número de testigos que se exigían en Roma.

[191] Hch 24,22-26.

[192] 2 Co 9,25.

[193] El que en otras ocasiones san Pablo silencie su condición de ciudadano romano puede obedecer a una medida inteligente: donde podía ser difícil o imposible probada, era mejor silenciada. Por otra parte, ante autoridades predispuestas a escuchar acusaciones falsas, el Apóstol podía verse envuelto en acciones judiciales más graves que, como la de Jerusalén y Cesarea, le habrían obligado a apelar al César; y esto habría entorpecido o paralizado en mucho mayor medida su acción misionera.

[194] Según san Lucas, la intención de san Pablo era hacer el regreso por mar, pero las asechanzas de los judíos le hacen cambiar de plan y emprende un largo viaje por tierra, bordeando de Sur a Norte las costas del Egeo, hasta Mileto, desde donde por fin iniciará el regreso por mar. Este cambio de ruta permitirá a san Pablo visitar de nuevo las comunidades de Macedonia y Asia Menor; en cierto modo nos parece extraño que el plan primitivo del Apóstol no incluyera esta visita. ¿La consideraba innecesaria? Aunque resulte sorprendente, quizá debamos responder que sí: san Pablo consideraba innecesarias estas nuevas visitas. Es más: hay motivos para pensar que no sólo las consideraba innecesarias, sino incluso contraproducentes para su plan misionero. Ciertamente, una nueva visita a unas comunidades que sólo contaban unos años de vida sería una oportunidad que el Apóstol aprovecharía para consolidar la fe y la organización dentro de ellas; pero él mismo nos va a ofrecer una interpretación distinta de estas forzadas visitas a comunidades ya en marcha.

[195] Cfr Rm 1-11.

[196] Cfr Rm 12,1-15,13.

[197] Cfr Rm 15,14-33. Cfr. François Vouga, Yo Pablo. Las confesiones del Apóstol, Sal Terrae, Santander 2008, pp. 227 y ss.

[198] Rm 15,19.

[199] En ninguno de los dos lugares que nombra para dar los límites geográficos de su actividad, Jerusalén y el Ilírico, ejerció una acción misionera. En primer lugar, por lo que se refiere a Jerusalén y Judea, él mismo insiste en su carta a los Gálatas en lo reducido de sus contactos con las autoridades cristianas de Jerusalén; su presencia allí, entre viaje y viaje, es accidental y está motivada por necesidades de su misión fuera de Palestina.

[200] Pero la aparente exageración de san Pablo se debe a otras dos frases muy semejantes que leemos en esta presentación de sus proyectos que hace a los cristianos de Roma. «Lo he llenado todo del Evangelio de Cristo», dice; y poco más adelante añade: «Pero ahora, no teniendo ya campo de acción en estas regiones, y teniendo vivos deseos de ir a vosotros desde hace bastantes años...» (Rm 15,23). Estas palabras parecen sugerir, en primer lugar, que san Pablo se ha detenido en las ciudades de Grecia y Asia más de lo que deseaba; que su plan inicial era recorrer el Imperio a una velocidad mayor. Leyendo el libro de los Hechos más bien nos asombra el escaso tiempo que el Apóstol se detiene en las ciudades que visita; y la mayoría de sus cartas nos hacen pensar que las comunidades fundadas en ellas más bien hubieran necesitado una presencia más prolongada o nuevas visitas de san Pablo. Sin embargo, al final de su tercer viaje misionero dice que lleva mucho tiempo deseando predicar en Occidente.

[201] Leyendo el libro de los Hechos sin ayuda de un mapa, e incluso con ayuda de éste pero sin un acto reflejo para representarse las distancias, puede parecer que los saltos de san Pablo cuando se traslada de una ciudad a otra son pequeños. Veamos un ejemplo. El primer centro del interior de Anatolia que san Pablo visita en su primer viaje es Antioquía, la ciudad más importante de la región de Pisidia. Su predicación allí termina bruscamente: los judíos hostigan a los magistrados de la ciudad contra los apóstoles, y éstos -dice san Lucas-, «sacudiendo el polvo de los pies contra ellos, marcharon a Iconio» (Hch 13,51). El relato continúa: «Y aconteció en Iconio, según su costumbre, que entraron en la sinagoga de los judíos y hablaron de tal manera, que creyó gran multitud» (16,1). El carácter esquemático de la narración puede hacer pensar que Iconio se encuentra a tres o cuatro horas de camino de Antioquía. La realidad geográfica es muy distinta: Iconio se halla a casi 200 kilómetros de Antioquía de Pisidia, y en una región distinta: Licaonia. San Pablo, por tanto, no pudo predicar en Iconio al día siguiente de habedo hecho en Antioquía.

[202] 1 Co 1,17. Cfr. Antonio Marcos García, Vida de Pablo de Tarso. Cuando los caminos se iluminan, Ed. San Pablo, Madrid 2008, pp. 13-17.

[203] ¿Qué hay que anunciar? ¿En qué consiste esa «buena noticia»? ¿Acaso debemos tener miedo de algo o de alguien? ¿Hay una misma suerte para toda la humanidad que nos afecta aunque no lo reconozcamos? La Buena Noticia, sin embargo, no es una respuesta que tenga que debatirse en la arena con otras. La Buena Noticia es una persona: Jesús, el Cristo, quien ha vencido a los dos grandes enemigos del ser humano: uno se llama «pecado», que reseca el corazón y deja mal sabor de boca, que nubla la inteligencia y que hace de una persona libre una marioneta de los demás; el otro enemigo se llama «muerte», que acecha detrás de cada esquina y actúa de forma inmisericorde y repentina. Pablo proclamará que la vida humana no está sometida a estas dos amenazas, pues Cristo en su muerte y Resurrección las ha vencido y nos hace partícipes de su victoria.

[204] Rm 1,1. Cfr. Anselm Grün, Pablo y la experiencia de lo cristiano, Verbo Divino, Estella 2008, pp. 104-119; una interesante exposición de la experiencia existencial del enviado.

[205] Cfr Hch 9,43.

[206] También Pablo se serviría de una de estas capas en sus viajes por el Tauro (cfr. 2 Tm 4,13) (...). El muchacho no preveía aún el día en que estaría obligado a este ejercicio de sus dedos, y que precisamente este oficio le había de juntar con sus posteriores colaboradores en el evangelio, con Áquila y Priscila, y que debía trabajar en el taller de los mismos. Todavía no presentía aquellas admirables noches de Éfeso, en que sus manos se deslizan mecánicamente sobre la tosca tela que está sobre sus rodillas, mientras habla lleno de fuego con Apolo sobre el tejido del espíritu en el alma y sobre el Verbo Eterno, que «se hizo carne y levantó entre nosotros su tienda de campaña». Así se dan la mano la naturaleza y la gracia, la libre elección y la disposición de Dios, y con la celeridad de la lanzadera del tejedor traban mil enlaces y tejen la divina trama en el hilado del hombre. Más tarde. cuando desde un elevado punto de vista miró atrás el camino de su vida y el de su pueblo, escribió temblando estas palabras: «¡Oh profundidad de la riqueza y de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán impenetrables son sus designios, cuán inescrutables sus caminos!» (Rm 11,33).

[207] Josef Holzner, San Pablo, heraldo de Cristo, Herder, 15ª ed., Barcelona 2002, pp. 28-29.

[208] El joven estudiante de Tarso no terminaba de encontrar una respuesta satisfactoría a tpdas estas cuestiones. De lo contrario, nuynca habría abrazado otra fe. Saulo de Tarso, antes de su conversión, tenía un corazón inquieto y necesitaba algo que nadie le daba. El joven Saulo, inquieto y celoso estudiante de Jerusalén, después del encuentro de Damasco descubrió que su vida sólo tenía sentido desde Jesús y que sólo podía vivir para anunciarle a él personalmente. Llegará a decir que lo único que le importa es que, «a tiempo o a destiempo», la buena noticia de Jesús sea anunciada (2Tim 4,2).

[209] «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, del linaje de David, según el Evangelio que predico» (2Tm 2,8)..

[210] Fil 3,7-11.

[211] Rm 13,14.

[212] Fil 2,5.

[213] J. Holzner, o.c., pp. 60-61.

[214] Pablo es consciente de ello y así lo advierte: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor; nosotros somos vuestros siervos por amor de Jesús» (2 Co 4,5). Cfr. Michel Quesnel, Pablo de Tarso, Ciudad Nueva, Madrid 2008, pp. 67-72.

[215] «Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está ya puesto, que es Jesucristo: Sobre este fundamento uno puede construir con oro, plata, piedras preciosas, maderas, caña y paja» (l Co 3,11-129).

[216] Posteriormente encontramos esta misma reflexión en la Carta a los efesios, que insiste en la misma idea: sólo en Cristo se puede fundar la fe: «Ya no sois extranjeros y huéspedes, sino que sois ciudadanos de los consagrados y miembros de la familia de Dios. Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas. La piedra angular de este edificio es Cristo Jesús» (Ef 2, 19-20).

[217] Cfr. Hch 1,2.26; 6,2. Me hago todo para todos. Vid. Franco Brovelli, En el corazón del apóstol. A la escucha del Apóstol, Ed. San Pablo, Madrid 2004, pp. 93-106.

[218] Cfr. 1 Co 15,5.7.

[219] «Indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Co 15,9-10).

[220] 2 Co 11,47.

[221] Ga 1,1-2. En Gálatas, Pablo contrapone Ley y gracia. ¿Cómo es posible que después de que los gálatas hubieran aceptado la gracia de Dios, no tengan reparos en escuchar a los que le piden que se sometan a la Ley? «Estoy sorprendido de que tan rápidamente os hayáis apartado de Aquel que os llamó por la gracia de Cristo y os hayáis pasado a otro evangelio. Eso no es otro evangelo que pasa es que algunos siembran entre vosotros la confusión y quieren deformar el evangelio de Cristo» (Ga 1,6-7). La contundencia y el enojo de Pablo son evidentes, pues llega a maldecir a quien deforma la buena noticia de Cristo: «Pero si yo mismo o incluso un ángel del cielo os anuncia un evangelio distinto del que yo os anuncié, sea maldito. (...) Hermanos, os aseguro que el Evangelio predicado por mí no es un producto humano; pues yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Ga 1,8-12).

[222] La evangelización, ¿no es en algunos ambientes una palabra con «mala prensa»? Es verdad que el anuncio del Evangelio en ocasiones ha ido de la mano, desgraciadamente, de la «conquista» y de la «colonización», tanto social como cultural. Otras veces se identifica con la «ideologización». ¡Qué lejos estamos del sentido que san Pablo le da al anuncio del Evangelio! Para él no tiene ningún tinte negativo o peyorativo, todo lo contrario, es una responsabilidad y un encargo. «Todo lo hago por el Evangelio, para participar de sus bienes» (l Co 9,23).

[223] Rm 10,14-17.

[224] 2 Tm 4,2.

[225] San Josemaría, Tertulia, 25-VIII-1968.

[226] «A pesar de todo, me he atrevido a escribiros para recordaros algunas cosas. Lo hago en virtud del privilegio que Dios me ha concedido de ser ministro de Cristo Jesús entre los paganos; mi tarea sagrada consiste en anunciar el evangelio de Dios, para que la ofrenda de los paganos sea agradable a Dios, consagrada por el Espíritu Santo. Como creyente en Cristo Jesús, tengo motivos para estar orgulloso de mi servicio a Dios» (Rom 15,15-17).

[227] «Porque aunque tuvierais diez mil pedagogos que os hablaran de Cristo, no tendríais muchos padres, pues por medio del Evangelio yo os he engendrado en Cristo Jesús. Os suplico, por tanto, que sigáis mi ejemplo» (1 Cor 4,15).

[228] 1 Co 1,17.

[229] Cfr. 1 Co 9,1.

[230] Cfr. Ga 1,15-16.

[231] 1 Co 1,1; 2 Co 1,1.

[232] Rm 1,1.

[233] 1 Co 9,1.

[234] 2 Co 3, 2-3. Vid. Benedicto XVI, Audiencia general, 10-IX-2008.

[235] 1 Co 3,9; 2 Co 6,1. Raul Berzosa, San Pablo nos habla hoy, PPC, Madrid 2008, pp. 103-112.

[236] San Juan Crisóstomo, Panegíricos, 1, 8.

[237] Ib., 7, 11

[238] Josef Holzner, o.c., p. 61.

[239] 1 Co 1,23.

[240] 1 Co 4,9-13. He de aclarar que en ningún momento de esta exposición he tratado el problema de la autenticidad de las cartas paulinas. Cfr. Jordi Sánchez Bosch, Nacido a tiempo. Una vida de Pablo el apóstol, Verbo Divino, Estella, 1994, pp. 235 y ss.

[241] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 10-IX-2008.

[242] Rm 8,35-39.

[243] Benedicto XVI, Audiencia general, 10-IX-2008.

[244] 1 Co 9,22.

[245] Cfr. 1 Co 4,15.

[246] Cfr. Ga 4,19.

[247] 2 Co 1,24.

[248] Benedicto XVI, Audiencia general, 10-IX-2008.

[249] J. Holzner, San Pablo, heraldo de Cristo, Herder, 15ª ed., Barcelona 2002, pp. 503-504.