El apostolado según san Pablo testigo y Apóstol de Cristo (I)


lunes, 01 de febrero de 2010
Josemaría Monforte
 


 

Diálogos de Almudí, Valencia, 17 de febrero de 2009

Sumario

Primera parte:

Introducción: Un año paulino.- 1. San Pablo testigo y siervo de Cristo: a) El nuevo planteamiento de la interpretación racionalista; b) Breve historia de un largo debate; c) El Cristo de san Pablo y el Jesús de los Evangelios.- 2. Pablo, el «apóstol de los Gentiles»: a) ¿El principal título de Pablo?; b) Pablo y los judíos de la diáspora; c) Pablo y los judíos de Jerusalén; d) ¿Pablo predica un evangelio al gusto de los hombres?; e) La actitud narrativa de san Lucas; f) Conclusiones.- 3. San Pablo, y los Doce Apóstoles: a) Pablo con las "columnas" de la Iglesia; b) La "traditio" apostólica; c) La traditio sobre la Resurrección y las apariciones del Resucitado; d) La traditio sobre la Eucaristía.-

Segunda Parte:

4. San Pablo, el Evangelio y su tarea apostólica: a) Vocación de Pablo apostolado; b) Apóstol de los gentiles, pero primero son los judíos; c) El prestigio jurídico del Imperio: soy ciudadano romano; d) Rumbo a Occidente: Roma y España.- 5. El "apostolado" según san Pablo, el siervo de Cristo: a) Un oficio profesional y el apostolado ¿son compatibles?; b) Sólo Cristo es el fundamento; c) Rasgos principales del apóstol; d) Conclusiones.

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Introducción: Un año paulino

Iniciamos este año 2009 los Diálogos de Almudí con la figura de san Pablo, ya que estamos en el año paulino proclamado por Benedicto XVI [1]; y lo haremos reflexionando en tres grandes aspectos de la vida y doctrina de Saulo de Tarso: 1º) como apóstol y evangelizador de Jesucristo: D. Josemaría Monforte y Mons. D. Salvador Giménez; 2º) como portavoz de la llamada universal a la santidad de todos los bautizados: D. Juan Chapa y Mons. Mario Iceta; y 3º) como pedagogo de nuestro nuevo modo de vivir en Cristo: D. Juan Miguel Díez Rodelas y Mons. D. César Franco.

Hoy nos ocuparemos de la primera de ellas. «Hay figuras insignes en los comienzos de la vida de la Iglesia —afirma el Papa Benedicto XVI— además de los Apóstoles elegidos por Cristo directamente. El primero de éstos, llamado por el Señor mismo, por el Resucitado, a ser también él auténtico Apóstol, es sin duda Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera magnitud en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los orígenes. Ciertamente, después de Jesús, él es el personaje de los orígenes del que tenemos más información, pues no sólo contamos con los relatos de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino también con un grupo de cartas que provienen directamente de su mano y que, sin intermediarios, nos revelan su personalidad y su pensamiento.

»San Lucas nos informa de que su nombre original era Saulo [2], en hebreo Saúl [3], como el rey Saúl [4], y era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso está situada entre Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel [5]. Había aprendido también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas [6], que más tarde le permitiría proveer él mismo a su propio sustento sin ser una carga para las Iglesias [7]» [8].

«Todo lo que Pablo recibió en herencia de su mundo judío —afirma Fitmyer—, de sus contactos con el helenismo y lo que, más tarde, extrajo de la tradición de la primitiva Iglesia y de su experiencia misionera personal fue transformado de manera inigualable por la visión del misterio de Cristo que adquirió en el camino de Damasco. Los demás autores del Nuevo Testamento podrían alegar también antecedentes judíos o contactos con el mundo helénico, pero ninguno de ellos puede alcanzar la comprensión profunda que tuvo san Pablo del acontecimiento Cristo, salvo quizá Juan» [9]. Con aquella luz del cielo que le envolvió de resplandor, San Pablo recibió una revelación prodigiosa: que todos los cristianos formamos en Cristo un solo cuerpo, con una unidad más estrecha que la que procede de los vínculos de la carne y de la sangre, porque se fundamenta en el Bautismo, que nos hizo hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina.

San Josemaría meditando esta verdad, decía: «Comprendemos perfectamente aquellas palabras de San Pablo: vivo autem, iam non ego, vivit vero in me Christus [10]; yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. Pablo se sentía Cristo. Los que no le querían, decían que era pequeño de cuerpo, de lengua torpe, de ojos torcidos... ¡y él se sentía grande, fuerte, con autoridad!: de cetero nemo mihi molestus sit; ego enim stigmata Domini Iesu in corpore meo porto [11]; por lo demás, que nadie me moleste en adelante, porque yo traigo impresas en mi cuerpo las señales del Señor Jesús. Con aquellas llagas invisibles, se sentía alter Christus, ipse Christus. ¡Sí, Pablo, gran Pablo! ¡Gracias por esta doctrina que nos has dejado, porque el Espíritu Santo te la inspiró! ¡Tú eres Cristo! ¡Pablo, alégrate de que te queramos los cristianos, de que te agradezcamos este tesoro de doctrina!» [12].

Vamos ahora a tratar fundamentalmente de tres asuntos: las relaciones de Pablo con Jesúcristo como testigo y apóstol; Pablo como «apóstol de los Gentiles» y sus relaciones con los demás Apóstoles del Señor; y, finalmente, Pablo y su tarea apostólica así como su concepción del apostolado.

1. San Pablo testigo y siervo de Cristo

Cualquiera que se acerque a las Cartas de san Pablo concederá sin dificultad que la figura de Cristo constituye el centro y el resumen de todo el pensamiento paulino. A la pregunta: «¿Quién es Cristo?», el más docto de los Santos Padres se hubiese quedado perplejo. En el caso de que hubiera logrado salir de su asombro, nos habría respondido: «Naturalmente, Jesús de Nazaret, de quien hablan los evangelios y el credo, muerto bajo Poncio Pilato y resucitado al tercer día». De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. A su luz, cualquier otro valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias [13]. La validez de esta respuesta no fue nunca puesta en duda mientras los estudios bíblicos se condujeron en una óptica cristiana. En esa perspectiva, la fe y la historia iban de la mano, indisolublemente unidas. La fe nacía de la historia, se apoyaba en la historia. Y la historia era el fundamento de la fe.

a) El nuevo planteamiento de la interpretación racionalista.- Este planteamiento cambió; y cambió con la introducción del racionalismo en la lectura de los textos bíblicos. La exégesis liberal trataba de leerlos sin lo que ella llamaba «prejuicios dogmáticos», prescindiendo de la interpretación cristiana. La naciente ciencia histórica trataba de reconstruir los hechos —lo cual es perfectamente legítimo, y hasta viene exigido por el mismo credo—, pero se partía del supuesto que todos los elementos sobrenaturales, milagrosos, etc., no podían pertenecer a la historia. Son una mitificación de la historia, una deformación de la historia consciente o inconsciente. Fe e historia se habían separado irremediablemente. No vamos a estudiar aquí el enorme problema planteado por ese prejuicio filosófico. Tampoco podemos detenernos a ver hasta qué punto este problema ha condicionado la evolución del pensamiento protestante —y, en menor medida, también el católico— durante los dos últimos siglos. Ciñéndonos a nuestro tema, diremos tan sólo que el resultado ha sido el siguiente: que el Cristo de san Pablo, al igual que el evangelio paulino en su conjunto, han sido desgajados del mensaje y la persona de Jesús que nos presentan los evangelios [14].

Por eso hay que recordar que para el Apóstol fue decisivo conocer a la comunidad de quienes se declaraban discípulos de Jesús. Por ellos tuvo noticia de una nueva fe, un nuevo «camino», como se decía, que no ponía en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús, crucificado y resucitado, a quien se le atribuía el perdón de los pecados. Como judío celoso, consideraba este mensaje inaceptable, más aún, escandaloso, y por eso sintió el deber de perseguir a los discípulos de Cristo incluso fuera de Jerusalén.

«Precisamente, en el camino hacia Damasco, —enseña Benedicto XVI— a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue «alcanzado por Cristo Jesús» [15]. Mientras san Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles —la manera en que la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando radicalmente toda su vida—, él en sus cartas va a lo esencial y no habla sólo de una visión [16], sino también de una iluminación [17] y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado [18]. De hecho, se definirá explícitamente «apóstol por vocación» [19] o «apóstol por voluntad de Dios» [20], como para subrayar que su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible. A partir de entonces, todo lo que antes tenía valor para él se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura [21]. Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Desde entonces su vida fue la de un apóstol deseoso de «hacerse todo a todos» [22] sin reservas» [23].

b) Breve historia de un largo debate.- El problema de las relaciones entre san Pablo y Jesús comienza en la historia de la exégesis por obra de F.Ch. Baur. En un famoso trabajo, aparecido en 1831 con el título El partido de Cristo en la comunidad de Corinto, Baur declaraba que san Pablo había desarrollado su teología en abierta oposición a la de la rama jerosolimitana de la Iglesia, representada por la figura de san Pedro [24]. No es difícil percibir las implicaciones de tal postura. El Cristo de la fe caía del lado de san Pablo, el Jesús de la historia del lado de la comunidad de Jerusalén. Pero uno y otro se hallan separados, entre uno y otro existe una ruptura, y el responsable de esa ruptura es, en buena medida, san Pablo. Lo cierto es que Baur marcaría toda una época [25].

Quien habría de plantear en toda su crudeza la cuestión de las relaciones entre san Pablo y Jesús sería A. Schweitzer [26]. Este autor, que es una de las figuras más interesantes e influyentes en la exégesis del siglo XX, había publicado una obra con el título Historia de la investigación sobre la vida de Jesús. Esta obra cerró un importante período de estudios sobre Jesús -el de las «vidas de Jesús»-, y puso las bases de una nueva orientación. Lo mismo sucedería con otra obra de Schweitzer, en 1911, dedicada a los estudios paulinos y publicada con el título Historia de la investigación sobre Pablo desde la Reforma hasta hoy. En este trabajo, Schweitzer precisará los problemas capitales que formarán desde entonces el núcleo del debate. Merece la pena detenemos a citar algunos pasajes. Dos problemas aparecen aquí:

1º) El primero es el deslizamiento de acentos que se da desde la predicación de Jesús hasta el «evangelio» de san Pablo. Schweitzer precisa así el cambio intuido, aunque mal interpretado, por Baur. El reino de Dios y su irrupción en el mundo ocupaban el centro del mensaje de Jesús. En san Pablo es diferente. Es verdad que conoce el concepto, pero el reino de Dios no constituye en modo alguno el núcleo de su predicación. El centro del evangelio paulino es el mismo Jesucristo, crucificado y resucitado. Éste es el cambio más importante. Según los evangelios sinópticos, Jesús no parece situarse en el centro: él es, naturalmente, quien predica el mensaje del reino, pero no el objeto de la predicación. Dicho con otras palabras: Jesús predicaba el reino de Dios, san Pablo predica a Jesucristo.

2º) El segundo problema puesto de relieve por Schweitzer refuerza nuestra impresión de que san Pablo no se interesaba apenas por la predicación y las obras de Jesús. ¿Cómo, si no, se explica que en los escritos del Apóstol haya tan pocas referencias a las palabras y las enseñanzas de Jesús? ¿Por qué san Pablo parece prescindir de esas enseñanzas, incluso allí donde el recurso a una palabra del Maestro «sería lo más indicado»? Sin duda es éste un hecho extraño, que necesita explicación.

Pero —podemos pensar— cuando Schweitzer subraya la diferencia que existe entre la predicación de Jesús y la de san Pablo, ¿no está diciendo lo mismo que ya otros habían dicho antes que él? ¿No está afirmando que el cristianismo, tal y como nosotros lo profesamos —que es fe en Jesucristo resucitado— se debe pura y simplemente a san Pablo? Si Schweitzer tiene razón, ¿no nos da un motivo más para considerar al Apóstol como «un segundo fundador del cristianismo»? [27]. A la luz de este texto vemos ya cuál es la postura de Schweitzer, y en qué consiste su aportación al debate [28]. Por una parte, se precisa el cambio que se percibe entre la doctrina de Jesús y la de san Pablo: este cambio consiste, sobre todo, en el abandono de la predicación del Reino para predicar a Jesucristo, muerto y resucitado. El desinterés de san Pablo por la doctrina de Jesús parece confirmarse al comprobar el escaso número de citas de las palabras de Jesús que encontramos en sus cartas.

Por otra parte, este cambio no es primariamente obra del Apóstol, sino de la comunidad primitiva. La ruptura no se produce en san Pablo: se daba ya en el cristianismo anterior a él, y san Pablo se limita a extraer de forma lógica sus consecuencias.

No podemos entrar aquí a discutir en detalle el pensamiento de Bultmann [29]. Estrictamente hablando, Bultmann no considera a Pablo «inventor» de una síntesis teológica que él ha recibido de la comunidad helenística; tampoco creemos que Bultmann haya propugnado la adhesión a la fe en Cristo-Dios predicada por Pablo; habría que tener en cuenta el programa bultmaniano de desmitologización. Bultmann no ha reconciliado al Jesús de la historia con el Cristo de la fe, y el Cristo de que habla san Pablo es éste último [30]. En todo caso, la indiferencia y el desinterés de san Pablo por el Jesús terreno es una especie de axioma en la escuela de Bultmann, uno de esos supuestos que el uso convierte en dogmas, pero que difícilmente resistirían un análisis crítico concienzudo [31].

Ya en los días de Baur y la escuela de Tubinga se suscitaron agrias polémicas, y H. Paret respondió a los trabajos de Baur en un largo artículo de 1858 («Pablo y Jesús»), en el que aparecían ya los principales argumentos esgrimidos por todos aquellos en desacuerdo con Baur y su escuela [32]. Podríamos señalar toda una lista de autores que han seguido, más o menos de cerca, la línea de argumentación sugerida por Paret. Casi cincuenta años más tarde, la obra de A. Resch, El paulinismo y las palabras de Jesús (1904), pretendía haber descubierto en las nueve cartas paulinas (incluyendo Colosenses) nada menos que 925 alusiones a las enseñanzas de Jesús, 133 más en Efesios, 100 en las Pastorales, y 64 en los discursos paulinos de Hechos. No contento con esto, Resch encuentra incluso en las cartas de san Pablo decenas de alusiones a dichos de Jesús hasta ahora desconocidos. La obra de Resch roza la fantasía, pero sirvió al menos para hacer sentir la necesidad de unos criterios metodológicos seguros antes de hacer juicios de valor sobre el número de alusiones a las palabras de Jesús que aparecen en los escritos paulinos.

Una dirección algo distinta se inició con los trabajos de A. Seeberg, especialmente en su obra El catecismo del cristianismo primitivo (1903), en la que se prestaba atención por primera vez al papel básico que el concepto de tradición jugaba en la exhortación moral del Apóstol. Esta obra mereció la aprobación de Dibelius y Bultmann, pero encontró sobre todo un recibimiento entusiasta por parte de los exegetas escandinavos y anglosajones, entre los que suscitó varios estudios más por las mismas sendas. Entre los autores más importantes que han seguido este camino podemos señalar a Ph. Carrington, C.H. Dodd y WD. Davies [33], así como los escandinavos H. Riesenfeld y B. Gerhardsson. Hay, por supuesto, otros nombres. Pero no se trata de darlos todos, sino de mostrar que el debate sobre la relación entre san Pablo y Jesús sigue abierto.

En la brevedad que el espacio de que disponemos nos impone, no podemos entrar de lleno en el debate [34]. Una solución exhaustiva implicaría adentrarnos en algunas de las cuestiones más espinosas del estudio del Nuevo Testamento, como la relación entre la predicación cristiana primitiva y la de Jesús, el lugar que ocupaba la tradición evangélica en la vida de la primitiva Iglesia, el género literario de las cartas paulinas, la relación de san Pablo con la comunidad helenística, etc. Por eso añado ahora el magnífico y reciente resumen que hace Benedicto XVI sobre esta cuestión:

«El siglo XIX, recogiendo la mejor herencia de la Ilustración, conoció una nueva reviviscencia del paulinismo, ahora sobre todo en el plano del trabajo científico desarrollado por la interpretación histórico-crítica de la Sagrada Escritura. Prescindamos aquí del hecho de que también en aquel siglo, como en el XX, emergió una verdadera y propia denigración de san Pablo. Pienso sobre todo en Nietzsche, que se burlaba de la teología de la humildad en san Pablo, oponiendo a ella su teología del hombre fuerte y poderoso.

»Pero prescindamos de esto y veamos la corriente esencial de la nueva interpretación científica de la Sagrada Escritura y del nuevo paulinismo de este siglo. Aquí se subraya sobre todo como central en el pensamiento paulino el concepto de libertad: en él se ha visto el corazón del pensamiento de Pablo, como por otra parte ya había intuido Lutero. Ahora sin embargo el concepto de libertad era reinterpretado en el contexto del liberalismo moderno. Y después se subraya fuertemente la diferenciación entre el anuncio de san Pablo y el anuncio de Jesús. Y san Pablo aparece casi como un nuevo fundador del cristianismo.

»Es cierto que en san Pablo la centralidad del Reino de Dios, determinante para el anuncio de Jesús, se transforma en la centralidad de la cristología, cuyo punto determinante es el misterio pascual. Y del misterio pascual resultan los Sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, como presencia permanente de este misterio, del que crece el Cuerpo de Cristo, se construye la Iglesia.

»Pero diría, sin entrar ahora en detalles, que precisamente en la nueva centralidad de la cristología y del misterio pascual se realiza el Reino de Dios, se hace concreto, presente, operante el anuncio auténtico de Jesús. Hemos visto en las catequesis precedentes que precisamente esta novedad paulina es la fidelidad más profunda al anuncio de Jesús.

»En el progreso de la exégesis, sobre todo en los últimos doscientos años, crecen también las convergencias entre las exégesis católica y protestante, realizando así un consenso notable precisamente en el punto que estaba en el origen de la mayor disensión histórica. Por tanto una gran esperanza para la causa del ecumenismo, tan central para el Concilio Vaticano II» [35].

c) El Cristo de san Pablo y el Jesús de los evangelios.- Nuestra intención es mucho más modesta. Al final de este breve recorrido, el lector se habrá hecho inevitablemente una pregunta: El Cristo de que habla san Pablo en sus cartas, ¿es el Jesús de los evangelios, sí o no? Dicho con otras palabras: ¿Se interesaba san Pablo por el Jesús terreno, por su vida, por su enseñanza, o el Cristo que predica el Apóstol es una construcción teológica, sea del propio san Pablo o de la Iglesia primitiva?

Para responder a estas preguntas vamos a tomar como punto de partida el razonamiento de Bornkamm, basándonos en estudios recientes que ofrecen una explicación, a nuestro juicio, más conforme con los datos literarios del Nuevo Testamento. Examinaremos, pues, sucesivamente, los tres puntos centrales en que Bornkamm apoyaba su argumentación: la interpretación de 2 Cor 5,16, la visita de san Pablo a Cefas mencionada en Ga 1,18 y, por último, el problema de las citas y alusiones a la enseñanza de Jesús en las cartas paulinas.

«La importancia que san Pablo confiere a la Tradición viva de la Iglesia, —afirma Benedicto XVI— que transmite a sus comunidades, demuestra cuán equivocada es la idea de quienes afirman que fue san Pablo quien inventó el cristianismo: antes de proclamar el evangelio de Jesucristo, su Señor, se encontró con él en el camino de Damasco y lo frecuentó en la Iglesia, observando su vida en los Doce y en aquellos que lo habían seguido por los caminos de Galilea. En las próximas catequesis tendremos la oportunidad de profundizar en las contribuciones que san Pablo dio a la Iglesia de los orígenes; pero la misión que recibió del Resucitado en orden a la evangelización de los gentiles necesita ser confirmada y garantizada por aquellos que le dieron a él y a Bernabé la mano derecha como señal de aprobación de su apostolado y de su evangelización, así como de acogida en la única comunión de la Iglesia de Cristo (cfr. Ga 2, 9) [36].

Al decir de Bornkamm, la opinión según la cual san Pablo se habría interesado por obtener información acerca de Jesús es desautorizada por él mismo en 2 Cor 5,16. Es preciso, pues, analizar este pasaje difícil, uno de los más controvertidos de las cartas paulinas. Para ello, seguiremos de cerca un estudio de J. Cambier: como veremos, la interpretación del texto supuesta por Bornkamm no es, por ser la más extendida, evidente (ni siquiera posible); hay otra interpretación, menos corriente, pero que da más razón de las dificultades del pasaje [37] . Éste dice así en una traducción literal: «De modo que, desde ahora, a nadie conocemos según la carne. y si conocimos a Cristo según la carne (kata sárka Christón) ya no conocemos a nadie así».

Se comprende entonces que la expresión: «Si conocimos a Cristo según la carne» [38] no significa que su existencia terrena tenga poca importancia para nuestra maduración en la fe, sino que desde el momento de la Resurrección cambia nuestra forma de relacionarnos con él. Y concluye Benedicto XVI: «Él es, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, "nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos", como recuerda san Pablo al principio de la carta a los Romanos [39]. Cuanto más tratamos de seguir las huellas de Jesús de Nazaret por los caminos de Galilea, tanto más podemos comprender que él asumió nuestra humanidad, compartiéndola en todo, excepto en el pecado. Nuestra fe no nace de un mito ni de una idea, sino del encuentro con el Resucitado, en la vida de la Iglesia» [40].

Según la interpretación habitual, la fórmula «según la carne» modifica a «Cristo»; es lo que se llama sentido objetivo, pues el peso de la frase recae sobre el objeto del conocimiento, Cristo. San Pablo habla aquí del «Cristo según la carne», es decir, del Cristo histórico, tal como hubiera podido conocerle, por ejemplo, en Jerusalén. Este «Cristo según la carne» es el que ahora no interesa a san Pablo [41].

Para los autores que defienden la otra interpretación, en cambio, la expresión «según la carne» no modifica a «Cristo», sino al verbo conocer. El peso de la frase recae ahora sobre el sujeto, san Pablo, y por eso se puede hablar de sentido subjetivo. Es san Pablo quien en otro tiempo ha conocido «según la carne» a Cristo, pero quien ahora, gracias a la fe, lo conoce de otro modo. Es claro que el texto establece una oposición entre dos tiempos de la vida del Apóstol, pero esa oposición es expresada de forma muy distinta en las dos interpretaciones: según la primera, san Pablo ha conocido en otro tiempo al Cristo según la carne, esto es, al Cristo humano, histórico; ahora ese Cristo no le interesa y ha sido sustituido por el Cristo celeste, místico, que vemos aparecer a cada paso en sus cartas. En la segunda interpretación, la oposición entre los dos tiempos se ve de otra forma: en otro tiempo, san Pablo ha conocido de forma carnal a Cristo; ahora ya no lo conoce así, sino mediante la fe. La oposición se da entre dos formas de conocimiento: una «según la carne»; la otra, religiosa y espiritual.

De esta breve presentación aparece con toda claridad el problema central de nuestro texto, esto es, el sentido que hay que dar a la locución «según la carne». ¿Significa simplemente «humano», según un sentido frecuente de la palabra «carne» en hebreo, o indica una cualidad religiosa, «carnal» como opuesto a «espiritual»? Sobre todo, ¿modifica al verbo conocer o al complemento «Cristo»? En torno a estos dos grandes tipos de exégesis, que denominaremos en adelante interpretación histórica y religiosa de 2 Cor 5,16, gravitan muchas de las explicaciones, reunidas en los grandes comentarios [42]. Las razones que podemos invocar para justificar la interpretación religiosa son, según el Prof. Herranz: el contexto, la estructura de la frase y el vocabulario [43].

Podemos ya concluir. El principal argumento de Bornkamm (y de muchos otros) para ver en san Pablo un desinterés por la persona de Jesús carece de base. El texto en que se apoya sólo puede ser interpretado así al precio de introducir en él toda una serie de inconsecuencias. San Pablo no afirma, en 2 Cor 5,16, que el conocimiento del Cristo histórico carece de valor, sino que el conocimiento de Cristo al margen de la fe carece de valor. Él ha conocido así a Cristo, pero ahora su conocimiento brota de la fe, y rige toda su vida.

Con ello san Pablo viene a decir algo muy distinto de lo que leen en él los intérpretes modernos: el pasaje no habla para nada de un desinterés por la figura de Jesús, sino de dos formas de conocerla y de acercarse a ella: una con los ojos de la «carne», otra con los de la fe, con el Espíritu. Pero el Cristo al que san Pablo ha perseguido, cuando conocía «carnalmente», es el mismo en quien ahora cree, y por el que ahora «ha perdido todas las cosas y las tiene por basura» [44].

«En las últimas catequesis sobre san Pablo —escribe Benedicto XVI— hablé de su encuentro con Cristo resucitado, que cambió profundamente su vida, y después, de su relación con los doce Apóstoles llamados por Jesús —particularmente con Santiago, Cefas y Juan— y de su relación con la Iglesia de Jerusalén. Queda ahora la cuestión de qué sabía san Pablo del Jesús terreno, de su vida, de sus enseñanzas, de su pasión. Antes de entrar en esta cuestión, puede ser útil tener presente que el mismo san Pablo distingue dos maneras de conocer a Jesús y, más en general, dos maneras de conocer a una persona. En la segunda carta a los Corintios escribe: "Así que en adelante ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así" (2 Co 5,16). Conocer "según la carne", de modo carnal, quiere decir conocer sólo exteriormente, con criterios externos: se puede haber visto a una persona muchas veces, conocer sus rasgos y los diversos detalles de su comportamiento: cómo habla, cómo se mueve, etc. Y sin embargo, aun conociendo a alguien de esta forma, no se le conoce realmente, no se conoce el núcleo de la persona. Sólo con el corazón se conoce verdaderamente a una persona» [45].

Si el Apóstol hubiera oído hablar de sus intérpretes, y de la supuesta separación entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, se hubiese sorprendido extraordinariamente. Y es que el Cristo en quien san Pablo cree no es un personaje mítico o una creación teológica. Es Jesús de Nazaret, muerto y resucitado al tercer día. Es Jesucristo, para quien ha de vivir ahora el cristiano, que ha entrado gracias a él en una vida nueva, según el Espíritu y no según la carne.

«De hecho los fariseos y los saduceos conocieron a Jesús en lo exterior, —sigue diciendo el Papa— escucharon su enseñanza, muchos detalles de él, pero no lo conocieron en su verdad. Hay una distinción análoga en unas palabras de Jesús. Después de la Transfiguración, pregunta a los Apóstoles: "¿Quién dice la gente que soy yo?" y "¿quién decís vosotros que soy yo?". La gente lo conoce, pero superficialmente; sabe algunas cosas de él, pero no lo ha conocido realmente. En cambio los Doce, gracias a la amistad, que implica también el corazón, al menos habían entendido en lo sustancial y comenzaban a saber quién era Jesús. También hoy existe esta forma distinta de conocer: hay personas doctas que conocen a Jesús en muchos de sus detalles y personas sencillas que no conocen estos detalles, pero que lo conocen en su verdad: "El corazón habla al corazón". Y san Pablo quiere decir esencialmente que conoce a Jesús así, con el corazón, y que de este modo conoce esencialmente a la persona en su verdad; y después, en un segundo momento, que conoce sus detalles [46].

San Pablo, pues, no despreciaba al Jesús histórico, ya que era él en quien creía, y por el que había de dar su vida. Tras esta comprobación, nos queda aún examinar si en las cartas paulinas hay indicios positivos del interés de san Pablo por la persona y la tradición de Jesús.

Dicho esto, queda aún la cuestión: ¿Qué sabía san Pablo de la vida concreta, de las palabras, de la pasión, de los milagros de Jesús? Parece seguro que nunca se encontró con él durante su vida terrena. A través de los Apóstoles y de la Iglesia naciente, seguramente conoció también detalles de la vida terrena de Jesús. En sus cartas encontramos tres formas de referencia al Jesús prepascual.

«En primer lugar, hay referencias explícitas y directas. San Pablo habla de la ascendencia davídica de Jesús [47], conoce la existencia de sus "hermanos" o consanguíneos [48], conoce el desarrollo de la última Cena [49], conoce otras palabras de Jesús, por ejemplo sobre la indisolubilidad del matrimonio [50], sobre la necesidad de que quien anuncia el Evangelio sea mantenido por la comunidad, pues el obrero merece su salario [51]; san Pablo conoce las palabras pronunciadas por Jesús en la última Cena [52] y conoce también la cruz de Jesús. Estas son referencias directas a palabras y hechos de la vida de Jesús» [53].

Pero, sigue diciendo Benedicto XVI, «en segundo lugar, podemos entrever en algunas frases de las cartas paulinas varias alusiones a la tradición atestiguada en los Evangelios sinópticos. Por ejemplo, las palabras que leemos en la primera carta a los Tesalonicenses, según la cual «el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche» [54], no se explicarían remitiéndonos a las profecías veterotestamentarias, porque la comparación con el ladrón nocturno sólo se encuentra en los evangelios de san Mateo y de san Lucas, por tanto está tomado de la tradición sinóptica.

Así, cuando leemos que Dios «ha escogido más bien lo necio del mundo» [55], se escucha el eco fiel de la enseñanza de Jesús sobre los sencillos y los pobres [56]. Están también las palabras pronunciadas por Jesús en el júbilo mesiánico: «Te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» [57]. San Pablo sabe —es su experiencia misionera— que estas palabras son verdaderas, es decir, que son precisamente los sencillos quienes tienen el corazón abierto al conocimiento de Jesús. También la alusión a la obediencia de Jesús "hasta la muerte", que se lee en la carta a los Filipenses [58] hace referencia a la total disponibilidad del Jesús terreno a cumplir la voluntad de su Padre [59]» [60].

Pablo conoce bien la Pasión del Señor, es decir, «su cruz, el modo como vivió los últimos momentos de su vida. La cruz de Jesús y la tradición sobre este hecho de la cruz está en el centro del kerigma paulino. Otro pilar de la vida de Jesús conocido por san Pablo es el Sermón de la Montaña, del que cita algunos elementos casi literalmente, cuando escribe a los Romanos: "Amaos unos a otros. (...) Bendecid a los que os persiguen. (...) Vivid en paz con todos. (...) Venced al mal con el bien". Así pues, en sus cartas hay un reflejo fiel del Sermón de la Montaña [61]» [62].

Y, finalmente encontramos también en las cartas paulinas un tercer modo de presencia de las palabras de Jeús, cuando realiza una trasposicvión de la tradición prepascual a la situación después de la Pascua: «Un caso típico es el tema del reino de Dios, que está seguramente en el centro de la predicación del Jesús histórico [63]. En san Pablo se encuentra una trasposición de este tema, pues tras la resurrección es evidente que Jesús en persona, el Resucitado, es el reino de Dios. Por tanto, el reino llega donde está llegando Jesús. Y así, necesariamente, el tema del reino de Dios, con el que se había anticipado el misterio de Jesús, se transforma en cristología. Sin embargo, las mismas disposiciones exigidas por Jesús para entrar en el reino de Dios valen exactamente para san Pablo a propósito de la justificación por la fe: tanto la entrada en el Reino como la justificación requieren una actitud de gran humildad y disponibilidad, libre de presunciones, para acoger la gracia de Dios. Por ejemplo, la parábola del fariseo y el publicano [64] imparte una enseñanza que se encuentra tal cual en san Pablo, cuando insiste en que nadie debe gloriarse en presencia de Dios.

También las frases de Jesús sobre los publicanos y las prostitutas, más dispuestos que los fariseos a acoger el Evangelio [65] y sus deseos de compartir la mesa con ellos [66] encuentran pleno eco en la doctrina de san Pablo sobre el amor misericordioso de Dios a los pecadores [67]. Así, el tema del reino de Dios se propone de una forma nueva, pero con plena fidelidad a la tradición del Jesús histórico» [68].

Pero además podríamos añadir el uso de los títulos del Señor [69], el término «abbá padre» [70] y la muerte de Jesús como rescate [71].

Al llegar a este punto de nuestro estudio hemos de hacemos dos preguntas. En primer lugar, ¿no es extraño que el número de alusiones sea mucho mayor que el de verdaderas citas? Además, ¿por qué san Pablo utiliza en sus cartas las palabras de Jesús, y no alude, en cambio, a los relatos de milagros, las controversias o el material narrativo de los evangelios?

Lo primero que habría que decir a todo esto es que no hemos de imaginamos a san Pablo como un exegeta moderno, que no sabe hacer afirmación alguna sin indicar al pie de página la bibliografía y todas las referencias pertinentes. Sus cartas son escritos ocasionales, verdaderas cartas, no la proclamación oficial del evangelio, que san Pablo supone siempre que ha tenido lugar anteriormente. La transmisión de la tradición evangélica se había realizado en el curso de la misión directa en las comunidades, como una actividad apostólica específica. Eso explica que san Pablo no tenga que recurrir a ello sino ocasionalmente, y que cuando lo hace, se contente con «recordar» algo que sus fieles ya han recibido y conocen perfectamente. De ahí que también las «citas» conserven un cierto carácter alusivo.

En cuanto a la segunda cuestión, hay que tener en cuenta un hecho de vital importancia, incluso para la recta comprensión de lo que es la tradición evangélica. Gran parte del material narrativo contenido en los evangelios era inutilizable en unos escritos como las cartas paulinas. Episodios como los milagros o las controversias estaban tan arraigados en el misterio terreno de Jesús que difícilmente podían tener cabida en el marco de un escrito doctrinal o exhortativo. Su lugar era, justamente, la tradición sobre Jesús, el relato de su vida y de su obra, algo que formaba necesariamente parte de la instrucción de los apóstoles a sus comunidades, pero como una actividad perfectamente diferenciada: relatar y transmitir la tradición sobre Jesús. De esa tradición, sólo las palabras y las enseñanzas de Jesús podían fácilmente sacarse de su contexto y servir de base a desarrollos doctrinales o exhortaciones morales.

En conclusión, san Pablo no pensaba en Jesús en calidad de historiador, como una persona del pasado. Ciertamente, conoce la gran tradición sobre la vida, las palabras, la muerte y la resurrección de Jesús, pero no trata todo ello como algo del pasado; lo propone como realidad del Jesús vivo. Para san Pablo, las palabras y las acciones de Jesús no pertenecen al tiempo histórico, al pasado. Jesús vive ahora y habla ahora con nosotros y vive para nosotros. Esta es la verdadera forma de conocer a Jesús y de acoger la tradición sobre él. «También nosotros debemos aprender a conocer a Jesús, no según la carne, como una persona del pasado, sino como nuestro Señor y Hermano, que está hoy con nosotros y nos muestra cómo vivir y cómo morir [72].

2. Pablo, el «apóstol de los gentiles»

Conocemos por varias fuentes la visión que tuvo Pablo de Cristo y su mística religiosa: su experiencia de Damasco, como encendimiento inicial, como fuente fecunda que continúa brotando por toda su vida con fuerza no disminuida; la corriente de la tradición, que le unía con la primitiva Iglesia; el profundo estudio del Antiguo Testamento, a cuya luz medita los nuevos hechos, y cuya obscuridad, al contrario, se le esclarece por la nueva luz del Evangelio. Lo que él sabía del Antiguo Testamento, como doctor en las Escrituras, desde la creación del mundo y la vocación de Abraham, se juntaba con la nueva revelación de Jesús para formar una admirable armonía que le llenaba de atónita adoración.

Pero ¿por qué san Pablo afirma con tanta convicción que él es también apóstol? ¿Qué relación tuvo san Pablo con los Doce apóstoles escogidos directamente por el Señor? «Aunque era prácticamente contemporáneo de Jesús de Nazaret —dice el Papa—, nunca tuvo la oportunidad de encontrarse con él durante su vida pública. Por eso, tras quedar deslumbrado en el camino de Damasco, sintió la necesidad de consultar a los primeros discípulos del Maestro, que él había elegido para que llevaran su Evangelio hasta los confines del mundo» [73]. Las relaciones con los Doce estuvieron siempre marcadas por un profundo respeto y por la franqueza que en san Pablo derivaba de la defensa de la verdad del Evangelio.

Siguiendo a los Evangelios, solemos identificar los Doce con el título de Apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también san Pablo se siente verdadero apóstol y, por tanto, parece claro que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, san Pablo sabe distinguir su caso personal del de "los apóstoles anteriores" a él [74]: a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia.

Sin embargo, como todos sabemos, también san Pablo se considera a sí mismo como apóstol en sentido estricto. Es un hecho que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió tantos kilómetros como él, por tierra y por mar, con la única finalidad de anunciar el Evangelio [75]. San Pablo no fue el que inició la acción misionera de la Iglesia fuera de Palestina, en el mundo gentil; así lo dice ya el simple hecho de que su conversión tuvo lugar cuando se dirigía a Damasco para actuar contra los judíos de esta ciudad que habían creído en Jesús. Y, además, durante sus viajes misioneros por Chipre, Asia Menor y Grecia, según narra san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, san Pablo presenta primero el Evangelio de Jesucristo a las comunidades judías de las ciudades que visita, y en muchas ocasiones da la impresión de que a través de estos judíos de la Diáspora es como quiere llegar a los paganos; pero no para crear una comunidad religiosa nueva, distinta de la que formaba el pueblo de Israel, sino para insertar a los gentiles en el pueblo de Dios, el verdadero Israel, que es la Iglesia.

a) ¿El principal título de Pablo?.- El título que más se utiliza para referirse a san Pablo es quizá el de Apóstol de los gentiles. Título ciertamente acertado por dos motivos principales: el mismo Pablo lo coloca en el encabezamiento de sus cartas, y, además, es el apóstol que más información poseemos —entre los no judíos— de la actividad apostólica fuera de Palestina [76].

Es verdad que Pablo, a pesar de llamarse «apóstol de los gentiles», necesitaba anunciar el Evangelio también a los judíos. Por eso en sus viajes de misión, en cada ciudad que visita, comienza su actividad apostólica en la sinagoga; y este pertinaz afán por llevar primero a sus hermanos de raza las insondables riquezas de Cristo. La actividad apostólica de san Pablo entre los judíos —en su mayoría judíos de la Diáspora— viene muy bien reflejada en el relato lucano de Hechos cuando leemos: «Discutía cada sábado en la sinagoga, y se esforzaba por persuadir a los judíos y a los griegos. Pero cuando Silas y Timoteo bajaron de Macedonia, Pablo andaba ocupado enteramente en la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Mesías. Pero, como ellos le hiciesen oposición y respondiesen con ultrajes, él, sacudiendo sus vestidos, les dijo: 'Vuestra sangre recaiga sobre vuestra cabeza: yo, inocente de esa sangre, desde este momento me dirigiré a los gentiles'. Y trasladándose de allí, entró en la casa de uno llamado Tito Justo, que adoraba a Dios cuya casa estaba contigua a la sinagoga» [77].

Las palabras que san Lucas pone en boca de san Pablo pueden parecer duras, como si reflejaran una hostilidad entre los primeros cristianos y los judíos. En realidad, sin embargo, tras ellas se esconde una honda pena, la misma que el propio san Pablo expresa en su carta a los Romanos cuando dice: «Hermanos, la inclinación de mi corazón y mi oración a Dios es a favor de ellos (= de los judíos) para su salvación» [78]. Y también la fórmula que emplea san Pablo en el relato de Hechos parece hiriente: «Vuestra sangre recaiga sobre vuestra cabeza». Pero se trata de una fórmula frecuente en el judaísmo para expresar la culpabilidad o responsabilidad. El que aquí san Lucas la ponga en labios de san Pablo [79] viene a decir que el Apóstol no se dirigía a los judíos con un interés personal, sino con el deseo de enriquecerlos con la fe en Jesús; al no acoger la palabra del Apóstol, los perjudicados serán ellos, no él. Por eso quiere afirmar con toda claridad: los culpables de la pérdida que ese rechazo les acarrearía serán ellos mismos; san Pablo proclama su inocencia en este punto. «Pablo no entendió nunca la revelación que Dios le hizo de Jesucristo y la Buena Nueva del Evangelio, que deriva de ella, como una ruptura con el judaísmo: la vocación a la que Dios le llamó a ser apóstol de los paganos forzó a Pablo a convertirse al Dios que era ya suyo» [80].

Por lo que se refiere a la insistencia con que san Lucas presenta a san Pablo predicando en las sinagogas de los judíos, predicación que es interrumpida violentamente por éstos, tenemos un testimonio elocuente en la segunda carta a los Corintios. En la larga lista de trabajos y fatigas que le ha costado su acción misionera, san Pablo dice: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno» [81]. No hace falta demostrar que el delito por el cual las autoridades de las comunidades judías de la Diáspora aplican a san Pablo la pena de la flagelación no es un delito común, sino religioso. La mejor descripción de este delito es la que nos ofrece san Lucas en las palabras que Santiago y los presbíteros de Jerusalén dicen al Apóstol cuando llega a la ciudad santa al regreso de su tercer viaje [82]. Es importante entender bien la situación que suponen estas palabras de las autoridades judeo-cristianas de Jerusalén a san Pablo (cfr. Hch 21,18-24).

En primer lugar, sería inexacto leer en ellas simplemente un recelo de los cristianos de Palestina, que naturalmente eran judíos de raza, frente a la acción misionera de san Pablo entre los gentiles; y más inexacto todavía pretender que aquí se habla de hostilidad, próxima incluso a la ruptura, de los dirigentes de la Iglesia de Jerusalén contra san Pablo. La acusación contra éste de que aquí se habla no viene de los cristianos, sino de los judíos que no habían abrazado la fe en Jesús, que incluso se oponían violentamente a ella por celo de Dios.

En segundo lugar, los cristianos de Palestina, por una práctica inmemorial, estaban más apegados, como es lógico, a las tradiciones judías que los judíos de la Diáspora. Estos, por ejemplo, no podían participar en el culto del templo con la asiduidad de los que vivían en Judea; su culto era en realidad el de la sinagoga, aunque siguieran venerando Jerusalén como la ciudad santa y acudiesen a ella alguna vez, en peregrinación. Al mismo tiempo, lo que es muy importante, los cristianos de Palestina necesitaban evitar choques con los judíos no cristianos, especialmente con las autoridades religiosas de Jerusalén; sólo una actitud prudente respecto a la religiosidad judía —estrechamente unida al sentimiento nacional— podía evitar a los cristianos de Judea y Palestina la hostilidad y la persecución abierta. Era natural, por tanto, que los dirigentes de la Iglesia de Jerusalén sintieran preocupación por las acusaciones formuladas contra san Pablo: que exhortaba a apostatar del judaísmo, a romper con la práctica de la circuncisión y otras tradiciones judías [83].

b) Pablo y los judíos de la Diáspora.- Hay algunos (o muchos) que no le creen. Como estamos viendo, la primera vez que san Pablo habla de su apostolado entre los gentiles lo hace precisamente para aludir a las dificultades que los judíos no creyentes crean a su misión. Se trata de un pasaje de su primera carta a los Tesalonicenses, que es también la primera que escribió. Según el relato de san Lucas en Hechos, san Pablo llegó a Tesalónica, capital de la provincia de Macedonia, desde Filipos, en su segundo viaje. La comunidad judía de la ciudad tenía su sinagoga, y san Pablo, según su costumbre, acudió a la reunión y durante tres sábados predicó en ella, exponiendo a partir de las Escrituras cómo el Mesías debía padecer y resucitar de entre los muertos, y que Jesús era el Mesías anunciado. El éxito de la predicación de san Pablo entre los judíos y los griegos simpatizantes o prosélitos del judaísmo hace que los judíos, llenos de celo y sin creer la doctrina de Pablo, se aprovechan de algunos hombres maleantes —y camorristas podíamos decir hoy—, alborotando la ciudad. Los que habían creído en Jesús, en cambio, por la predicación de su Apóstol lo esconden y, por la noche, le ayudan a escapar [84].

El relato de san Lucas contiene tal número de precisiones —imposibles de reconstruir si se. tratara de una obra escrita muchos años después de los hechos—, que los estudiosos modernos ven en ello una garantía de historicidad. Pero por si esto fuera poco, la narración de san Lucas coincide con la descripción que san Pablo hace de su actividad en Tesalónica. He aquí sus propias palabras: «Vosotros, hermanos, os hicisteis imitadores de las Iglesias de Dios que están en la Judea en Cristo Jesús, pues las mismas cosas padecisteis vosotros de vuestros compatriotas que ellos de parte de los judíos; los cuales, además de matar al Señor Jesús y a los profetas, también a nosotros nos persiguieron; que no agradan a Dios y son contrarios a todos los hombres; que nos estorban a nosotros a predicar a los gentiles para que se salven, obstinados siempre en colmar la medida de sus pecados» [85]. Si estas palabras del propio san Pablo vienen a ratificar las de san Lucas cuando narra la predicación del Apóstol en Tesalónica y su brusca interrupción por obra de los judíos que no habían acogido su Evangelio, en el relato de san Lucas hay un dato que merece ser destacado: lo que mueve a los judíos de Tesalónica a actuar contra san Pablo y su colaborador Silas es el celo, el celo de Dios, o de la ley, que es una misma cosa. Este celo, en efecto, les hace ver en el proselitismo de san Pablo, tanto entre judíos de raza como entre paganos —griegos— más o menos adheridos a la religión judía —los llamados «adoradores o temerosos de Dios»—, una provocación a la apostasía.

Dicho de otra manera, san Pablo ha pasado de perseguidor a perseguido, el Apóstol padece ahora la acción del mismo celo que lo había llevado a él a perseguir a la Iglesia de Dios [86]. En ambos casos [87], la concisión con que se expresa san Pablo no merma en nada el calor de su lenguaje; tras él se lee perfectamente lo mismo que de forma explícita le hace decir el narrador san Lucas en el libro de los Hechos, en el discurso que pronuncia delante de Agripa II, como parte del proceso que lo llevará a Roma: «Yo había creído que contra el nombre de Jesús Nazareno debía oponerme con redoblados actos de hostilidad; y esto fue lo que hice en Jerusalén, y a muchos de los santos los encerré en prisiones, con autoridad recibida de los jefes de los sacerdotes; y cuando eran ajusticiados, yo contribuía con mi voto; y recorriendo todas las sinagogas, repetidas veces, ensañándome con ellos, les forzaba a blasfemar; y enfureciéndome más y más, les perseguía hasta en las ciudades extranjeras» [88]. Se ha dicho con razón que primero la predicación del propio Jesús y luego la de los apóstoles representó un reto muy fuerte para los judíos piadosos, sinceramente creyentes y celosos de su fe [89].

La historia de san Pablo, perseguidor de la Iglesia por celo de Dios, es la mejor prueba de ello. Sólo cuando, en el camino de Damasco, Dios se dignó revelar en él a su Hijo, pudo ver el deslumbrado Saulo que su celo era insensato, que no le hacía defender los derechos de Dios, sino todo lo contrario: guerrear contra Dios. No es de extrañar, por tanto, que san Pablo dedique en sus cartas amplios pasajes a explicar este misterio, ofreciendo lo que podríamos llamar una teología de la incredulidad del judaísmo oficial y la mayoría de los judíos frente a la predicación de Jesús y de la Iglesia; a pesar de que ellos eran los destinatarios de las promesas hechas por Dios a los padres y que vino a cumplir en Jesús de Nazaret.

Por lo que se refiere a la oposición del judaísmo oficial a la misión de san Pablo entre los gentiles, donde con más amplio vuelo lo vemos razonar es quizá en la carta a los Efesios, escrita -como él mismo dice- desde una prisión que padece por su obra misionera entre los gentiles. No es preciso demostrar que tras esta prisión a causa de los gentiles se esconde la acción de unos judíos celosos de Dios. El hecho de que san Pablo deba insistir tanto en este punto, y sobre todo el que se esfuerce por dar una justificación teológica de su obra —que, dice, es obra de Dios— indica que se trata de un problema que inquietó pertinazmente al Apóstol, y que en cierto modo lo consideraba natural; de igual modo que habla como de algo natural de su celo de perseguidor antes que Dios le concediera el verdadero conocimiento de Jesús y su Iglesia.

Como se sabe, son muchos los pasajes de las cartas de san Pablo en que encontramos lo mismo que aquí [90]: largos párrafos, de redacción a veces tan complicada, que los traductores modernos vacilan en establecer divisiones dentro de ellos. Sin embargo, en este pasaje de la carta a los Efesios las líneas generales del pensamiento del Apóstol son claras [91]. En esta misma Carta, antes de hablar de su vocación a la tarea de la incorporación de los gentiles a la Iglesia, san Pablo expone el contenido de su Evangelio por lo que se refiere a la relación entre judíos y gentiles, y dice: «Recordad que un tiempo vosotros, los gentiles según la carne, los llamados incircuncisión por la que se llama circuncisión -en la carne, hecha por mano de hombre-, que estabais en aquel tiempo apartados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas, sin esperanza de la promesa, sin Dios en el mundo; mas ahora en Cristo Jesús vosotros, los que un tiempo estabais lejos, habéis sido aproximados por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz; el que de los dos hizo uno y derribó el muro interpuesto de la valla, la enemistad..., para hacer en sí mismo de los dos (judíos y gentiles) un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar a entrambos en un solo cuerpo con Dios por medio de la cruz, matando en ella la enemistad; y, venido, anunció paz a vosotros, que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca (los judíos); pues por él tenemos abierta la entrada entrambos en un mismo Espíritu al Padre. Así, pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» [92].

Judíos y gentiles, unidos por la fe en Jesucristo, forman juntos la familia de Dios. Cristo es nuestra paz, el que de dos pueblos, el gentil y el judío, hizo uno, derribando el muro de separación. Con este muro, según los exegetas, san Pablo alude a la barrera que, en el templo de Jerusalén, separaba el atrio exterior, al que podían entrar los gentiles, y los atrios interiores, en los que sólo podían entrar los judíos [93]. Rompiendo esta barrera, matando en la cruz la enemistad, Cristo hizo de los dos pueblos uno solo. Por eso los gentiles que se convierten a la predicación de san Pablo, de la Iglesia, no adoptan una religión nueva: entran a formar parte del verdadero Israel, son la circuncisión no hecha por mano de hombres, el nuevo pueblo de Dios, del que forman parte todos los hombres sin distinción de judío o griego.

c) Pablo y los judíos de Jerusalén.- Pablo se encontró desde el principio con un serio problema. No con los que antes de ser bautizados se habían convertido al judaísmo; con estos no había ninguna dificultad. Pero el mayor número se componía de pagano-cristianos y medio prosélitos, los llamados «temerosos de Dios», los cuales no habían estado sino en una débil conexión con el judaísmo. Hacer depender su admisión en la Iglesia de la circuncisión y de la ley ritual significaba reducir la Iglesia a la estrechez de la sinagoga y negar la universalidad de la redención. Admitirlos como medio cristianos en la Iglesia, al lado de los plenamente cristianos, que se componían de judíos y de convertidos al judaísmo, significaba formar en la Iglesia una agrupación exterior y otra interior, significaba crear prosélitos de la Iglesia y así poner en medio de la Iglesia cristiana el antiguo muro de separación como lo tenía el judaísmo.

Pablo se dió cuenta de que no podía permitir que el cristianismo fuese una religión de raza, cuyo sumo valor estuviese ligado a la sangre judía. Admitirlos en la Iglesia, pero evitar la compañía de ellos en la mesa, significaba hacerlos parias cristianos. Había, pues, al mismo tiempo un problema religioso y otro social. Pablo fue el que lo conoció en toda su precisión y lo resolvió. Es, por tanto, una equivocación de nuestros días considerar a Pablo como agente de la raza judía, mientras que, al contrario, fue el que abrió camino a la libertad cristiana y a la universalidad de la Iglesia. Así se presentó el problema, visto desde Antioquía.

Ahora bien, ¿cuál era el aspecto de la cuestión, visto desde Jerusalén? En la comunidad cristiana de esta ciudad vivían aún muchos discípulos que habían sido testigos de cómo el Señor mismo, nacido bajo la Ley, observó la Ley, aunque en sentido espiritualizado; que habían oído de su boca, que no había venido a anular la Ley, que no dejaría de cumplirse ni una letra de ella; discípulos a quienes las leyes sobre la pureza e impureza de los manjares, las prescripciones sobre el sábado, el apartamiento de la impureza pagana simbolizado y asegurado en el rito de la circuncisión parecían pertenecer a la más hermosa e inamisible herencia de sus padres; discípulos que veían en el cristianismo la más elevada y espiritualizada forma de sus antiguos usos, la más hermosa florescencia del judaísmo. La noble raza que había dado al mundo lo sumo, ¿debía acabar de repente, después de haber llevado su más precioso fruto? Así pensaban muchos, pero no los apóstoles de primera elección [94].

La dificultad, por tanto, radicaba en los siguiente: Cristo resucitado, que había dado el precepto de evangelizar a todos los pueblos, no había dado ninguna instrucción sobre las condiciones en que los gentiles debían ser admitidos en la Iglesia. Las circunstancias de cómo la misión se había de ejecutar, estaban en la obscuridad. No se sabía si la enseñanza que recibió Pedro con la visión de Joppe tenía valor general o sólo valía para un determinado caso de excepción. Se admitía esto último. Por eso no debemos juzgar con demasiada severidad a 1a comunidad de Jerusalén, si tardó en incorporar sin más en la comunidad del Mesías, como miembros equivalentes, a los fieles que procedían de los gentiles. Se quería resolver la cuestión caso por caso y dejarse guiar por los hechos de Dios en la propagación del Evangelio. Ésta era la opinión de los apóstoles en Jerusalén.

Por eso, ¿qué decir de los «falsos hermanos» o de los llamados «judaizantes»? Hemos visto por sus propias palabras cómo san Pablo padece una oposición de los judíos a causa de su misión entre los paganos, oposición que llegó a castigos como la flagelación y estuvo también a punto de llegar a la muerte. Nos resta por ver otra, de menor gravedad, que le llega de los que él llama «falsos hermanos»: algunos creyentes de origen judío como él, pero sin su claridad de ideas respecto a la nueva situación en que la obra de Cristo colocaba a los gentiles respecto al judaísmo. Estos judeocristianos suelen designarse con el nombre de judaizantes, porque el aspecto central de su actitud consistía en la idea de que los paganos, para alcanzar la salvación que les ofrecía la Iglesia, debían antes hacerse judíos: recibir la circuncisión y observar las prescripciones de la ley judía.

No siempre se distingue bien, en las cartas de san Pablo, entre pasajes en que defiende a los fieles de sus comunidades de una acción evangelizadora cristiana no conforme al Evangelio, falsos hermanos o falsos profetas por su heterodoxia; y pasajes en que debe proteger la fe de sus evangelizados frente a ataques de judíos no convertidos, los judaizantes. Esto es causa de que la interpretación de ciertos pasajes resulte poco clara.

Así, por ejemplo, en el tercer capítulo de la Carta a los Filipenses los adversarios del Apóstol son sin duda judíos que habían rechazado a Jesús, no cristianos de origen judío que intentan judaizar a los gentiles convertidos. Lo mismo parece que debemos decir en cierto modo de la Carta a los Romanos, en la que se halla continuamente presente el problema de judíos y gentiles dentro de la Iglesia. Aunque la carta no fuese escrita por el Apóstol para defenderse de adversarios concretos, que ponían en peligro la fe de los cristianos de Roma, es claro que la amplia exposición teológica que contiene está pensada sobre la situación que en la Iglesia naciente creaba la existencia de judíos que habían rechazado el Evangelio junto a judíos y paganos que lo habían acogido. La situación que tiene ante los ojos san Pablo al escribir esta extensa carta no es siempre la nacida por la acción de judeo-cristianos judaizantes. Hay pasajes que se entienden mucho mejor, o que sólo son inteligibles, si la situación que suponen es la dificultad que creó a los judíos que habían creído en Jesús la hostilidad de un judaísmo que, en cuanto religión oficial del pueblo judío, veía en la fe cristiana una apostasía.

Donde más claramente vemos a san Pablo defendiendo su condición de Apóstol de los gentiles frente a cristianos judaizantes es en la carta a los Gálatas. Esta carta es la de tono más polémico de todas las de san Pablo. También las dos a los Corintios contienen pasajes de briosa polémica, pero junto a ellos hay otros en que el tono es suave, rebosante incluso de ternura. En cambio la carta a los Gálatas es toda ella un enérgico alegato. Que los adversarios del Apóstol son aquí cristianos, judeo-cristianos, no judíos, aparece claro en uno de los argumentos que presenta para defenderse de la acusación de que el Evangelio predicado por él no es el Evangelio de Jesucristo, el que predica la Iglesia [95].

d) ¿Pablo predica un evangelio al gusto de los hombres?.- En la carta a los Gálatas, san Pablo se defiende de la acusación de predicar «un Evangelio conforme al gusto de los hombres» [96]. Para ello, en el pasaje citado, narra dos hechos que demuestran su conformidad con las autoridades supremas de Jerusalén: que Tito, cristiano de origen gentil, no fue obligado a circuncidarse cuando subió con él a Jerusalén; que Santiago, Pedro y Juan, las columnas de la Iglesia, les dieron la mano a él y a Bernabé en señal de aprobación. La conclusión es clara: al no exigir la circuncisión a los paganos que acogían su predicación, san Pablo no anuncia un Evangelio propio, adaptado al gusto de los hombres, sino el Evangelio de Jesucristo, el que predica toda la Iglesia y por el que velan los que son columnas" de este edificio.

Pero antes de ofrecer este argumento externo sobre su fidelidad al único Evangelio, san Pablo proclama un hecho fundamental, que viene a ser el argumento decisivo: su apostolado no es una obra que él emprendió por iniciativa propia [97]. No es ésta la única ocasión en que san Pablo recurre a hechos de su vida para construir su argumentación. En este caso, la evocación de su fidelidad celosa a las tradiciones judías, que lo llevó a perseguir a la Iglesia, está diciendo: humanamente es inexplicable que un judío tan celosamente judío como Saulo llegase a la conclusión de que la circuncisión no era necesaria para la salvación que Dios ofrecía a los hombres en Jesús de Nazaret por medio del Evangelio.

Desde el punto de vista de un judío tan celoso, semejante conclusión sería una apostasía, un negar al Dios vivo y verdadero. Por tanto, la única explicación de que san Pablo, el judío celoso y fariseo, predicase una doctrina como ésta sólo podía ser: el mismo Dios cuyos derechos defendía celosamente el fariseo Saulo se había dignado revelar en él a su Hijo. Un cambio tan radical —está diciendo entre líneas— no puede ser obra de hombres, de «la carne y la sangre», para emplear su propia expresión.

«Admirad también el comportamiento de San Pablo —escribe san Josemaría—. Prisionero por divulgar el enseñamiento de Cristo, no desaprovecha ninguna ocasión para difundir el Evangelio. Ante Festo y Agripa, no duda en declarar: "ayudado del auxilio de Dios, he perseverado hasta el día de hoy, testificando la verdad a grandes y pequeños, no predicando otra enseñanza que aquella que Moisés y los profetas predijeron que había de suceder: que Cristo había de padecer, y que sería el primero que resucitaría de entre los muertos, y había de mostrar su luz a este pueblo y a los gentiles" [98]. El Apóstol no calla, no oculta su fe, ni su propaganda apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores: sigue anunciando la salvación a todas las gentes. Y, con una audacia maravillosa, se encara con Agripa: "¿crees tú en los profetas? Yo sé que crees en ellos" [99]. Cuando Agripa comenta: "poco falta para que me persuadas a hacer cristiano, contestó Pablo: pluguiera a Dios, como deseo, que no solamente faltara poco, sino que no faltara nada, para que tú y todos cuantos me oyen llegaseis a ser hoy tales cual soy yo, salvo estas cadenas" [100]» [101].

e) La actitud narrativa de san Lucas.- Esta defensa de su apostolado y de su Evangelio entre los gentiles, formulada aquí con gran sobriedad por san Pablo, es idéntica a la que hace san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, especialmente en los ocho capítulos finales, dedicados al largo proceso del Apóstol [102].

Por tanto, san Lucas sólo una vez ofrece lo que podríamos llamar una muestra de la predicación misionera de san Pablo a judíos y gentiles. En el resto de los casos, al describir la acción evangelizadora del Apóstol, sin duda da por supuesto que el lector puede imaginarse que la predicación mencionada se realiza con los mismos moldes presentados por extenso al narrar su actividad en Antioquía y Atenas [103]. Ante este cuidado por evitar repeticiones innecesarias, el hecho de que san Lucas narre tres veces la conversión de san Pablo llama mucho la atención [104]. En el primer caso, la narración está hecha directamente por san Lucas: el que habla es el autor del libro; en los otros dos, el relato está puesto en boca de san Pablo dentro de sendos discursos: uno pronunciado ante los judíos, amotinados contra él en la explanada del templo de Jerusalén, y otro ante el rey Agripa II; y en ambos casos la narración forma parte esencial de la defensa que san Pablo hace de sí mismo frente a las acusaciones que los judíos presentan contra él: que fomenta la apostasía del judaísmo. Pero lo curioso es que san Pablo propiamente no se detiene en proclamar la falsedad de estas acusaciones: lo que hace es justificar su acción misionera entre judíos y gentiles, haciendo ver que quien la ha puesto en marcha es el mismo Dios. Así se explica, en primer lugar, que, cuando es él mismo quien narra, comience afirmando enfáticamente su escrupulosidad de judío piadoso antes de su vocación [105].

Pasando a la narración debemos señalar un dato importante: en los tres casos, lo que en realidad tenemos no es un relato de la conversión de san Pablo, sino de su vocación al apostolado. Esta, naturalmente, es inconcebible sin la primera; pero lo que los relatos de san Lucas destacan, y con fuerte énfasis, es la llamada de Dios, que hace del perseguidor un apóstol. Así resalta sobre todo en el c.22, donde leemos: «Y cierto Ananías, hombre piadoso según la ley, recomendado por todos los judíos que allí (= en Damasco) habitaban, viniendo a mí y puesto a mi lado, me dijo: "Saúl, hermano, recobra la vista". Y yo, en el mismo instante, recobrada la vista, miré hacia él. Y él dijo: "El Dios de nuestros padres te eligió para que conocieras su voluntad y vieras al Justo y oyeras la voz de su boca; pues le serás testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído"» [106]. Dos cosas merecen ser destacadas en este pasaje del relato de san Lucas.

De Ananías, por una parte, el que comunica a san Pablo la misión para la que lo había elegido Dios, era «un hombre piadoso según la ley, recomendado por todos los judíos (no sólo los cristianos) que habitaban en Damasco». Es decir: en el comienzo de la acción misionera de san Pablo como Apóstol de los gentiles interviene como mediador de Dios un judío fiel, de estricta observancia, como pueden testificar todos los judíos de Damasco. Por otra parte, al comunicar a san Pablo el mensaje de Dios, Ananías se expresa con un lenguaje muy significativo: «El Dios de nuestros padres te ha elegido». Dicho con otras palabras: la vocación de san Pablo es obra del Dios de Israel, del Dios contra el que los judíos de Jerusalén creen que está actuando el Apóstol en su obra misionera; por tanto, la misión entre los gentiles y el Evangelio sin circuncisión que san Pablo predica son obra del Dios de Israel [107]. Una vez más, el narrador san Lucas está en perfecta armonía con lo que dice san Pablo mismo, y su lenguaje utiliza procedimientos que también encontramos en el Apóstol para expresar la misma idea [108].

f) Conclusiones.- Todo esto nos permite comprender mejor dos cosas que a primera vista, al leer hoy las cartas de san Pablo fuera de la situación en que fueron escritas, pueden extrañar: por qué defiende con tanta energía su Evangelio y su condición de apóstol, y por qué su misión entre los gentiles le creó tan fuerte hostilidad de parte de los judíos [109]. En cuanto a lo primero, el ardor que san Pablo pone en su defensa está justificado por dos motivos: la misión entre los gentiles era parte de los planes salvadores de Dios; a través de ella, el mismo Dios que había hecho de Israel su pueblo escogido quería llevar ahora a todos los hombres las insondables riquezas de Cristo. Por tanto, cualquier acción -de judíos no creyentes o cristianos judaizantes- que intentase poner trabas a la misión entre los gentiles era a la vez una acción contra el mismo Dios y contra la gran masa de los pueblos gentiles, a los que así se robaba una riqueza a la que tenían derecho.

En cuanto al hecho de que la misión entre los gentiles acarrease a san Pablo una tenaz oposición por parte del judaísmo que podíamos llamar oficial, lo expuesto nos permite comprenderlo en su raíz. El Apóstol de los gentiles no predica una fe o una religión nueva, cuyos adeptos son exclusivamente paganos; en tal caso, las autoridades judías, en su papel de defensoras de la ortodoxia, no habrían tenido nada que objetar. Lo que la predicación de san Pablo -y de la Iglesia en general- quiere lograr es la inserción de los gentiles en Israel, en el pueblo de Dios, proclamando una fe en Jesús de Nazaret a la que se había opuesto el alto tribunal judío, que lo condenó como blasfemo, y rompiendo con tradiciones que un judío celoso consideraba esenciales a la religión judía. Como el propio san Pablo antes que Dios se dignara revelar en él a su Hijo, cuando -como él mismo dice- sólo conocía a Cristo según la carne (2 Co 5,16), humanamente era natural que un judío celoso de Dios luchase contra este judío, de la estricta secta de los fariseos, que se llamaba a sí mismo «apóstol de los gentiles».

Para cesar en esta lucha contra él necesitaba convencerse de que era el mismo Dios de sus padres quien había separado para sí a san Pablo para encomendarle la obra de la salvación de los gentiles, que san Pablo estaba haciendo realidad las palabras de Dios a Abrahán, en que se expresaba la razón de ser de Israel: por él serían benditas todas las naciones de la tierra.

3. San Pablo y los Doce Apóstoles

¿Cómo fueron las relaciones entre San Pablo y los Doce Apóstoles? Es lógico que nos hagamos esta pregunta, porque Pablo desde el primer momento se siente «apóstol de Jesucristo», y en particular, como hemos visto, «apóstol de los gentiles». Pues bien para mostralo acudimos a dos de sus cartas: Gálatas y primera Corintios. ¿Por qué son clave para encontrar la respuesta en estos dos documentos? Porque en Gálatas, habla Pablo de las «columnas de la Iglesia» para referirse a Pedro, Juan y Santiago que viven en Jerusalén. Y después abordaremos la cuestión de la traditio, es decir la tradición que recibe el Apóstol y que era algo vivo en aquella primitiva comunidad cristiana y que él transmite con fidelidad a sus comunidades.

El Evangelio, en cuanto proclamación de la salvación realizada por Dios en Cristo, puede denominarse Evangelio de Dios [110]. Evangelio de Cristo [111] en una ocasión se denomina Evangelio de su (de Dios) Hijo [112]. Es palabra de Dios [113], palabra de la fe [114]. La predicación viene «a través de la palabra de Cristo», se apoya en su palabra [115]. Desde la perspectiva de los predicadores, Pablo puede hablar de «nuestro Evangelio» [116], «mi Evangelio» [117].

Se puede suponer que, al calificar el Evangelio desde su relación con Dios, el anuncio de ese Evangelio se contempla como acontecimiento de salvación, mientras que, al calificarlo desde su relación con Jesucristo, se tienen en cuenta más bien los contenidos. Pablo o los otros predican [118] a Jesucristo, el Hijo de Dios, el Señor, el crucificado.

a) Pablo con las "columnas" de la Iglesia.- El Evangelio juega con las paradojas. Lo hemos visto ya antes. Ahora se presenta de nuevo algo que parece una contraposición, pero que no lo es. ¿Es posible ser fiel a la tradición y a la vez estar abierto a lo nuevo, a lo distinto, a lo inesperado? ¿Es posible tal espiritu de iniciativa en Pablo y a la vez estar muy unido a las «columnas de la Iglesia»? El Evangelio lo consigue. La buena noticia de Jesucristo, transmitida fiel y creativamente por san Pablo, sabe sacar lo mejor de la tradición de la Sagrada Escritura y a la vez descubrimos la novedad de vivir como hijos de Dios.

En la carta a los Gálatas san Pablo elabora un importante informe sobre los contactos mantenidos con algunos de los Doce: ante todo con Pedro, que había sido elegido como Kephas, palabra aramea que significa roca, sobre la que se estaba edificando la Iglesia [119]; con Santiago, «el hermano del Señor» [120]; y con Juan [121]: san Pablo no duda en reconocerlos como "las columnas" de la Iglesia.

Así, pues, el anuncio del Evangelio no es otra cosa que la proclamación de la salvación universal acontecida en Jesucristo. Si la posibilidad de asumir esa tarea está abierta también a los que vienen después, Pablo aparece como primer receptor de la revelación. Por ello anuncia de un modo singular en su predicación el Evangelio que le ha sido revelado. Y en esa tarea alcanza el mismo rango que los que eran apóstoles antes que él [122] y que, como en el caso de Cefas y los Doce [123], fueron el fundamento del Evangelio y dan testimonio de él.

«Particularmente significativo —apunta el Papa Benedicto XVI— es el encuentro con Cefas (Pedro), que tuvo lugar en Jerusalén: san Pablo se quedó con él 15 días para "consultarlo" [124], es decir, para informarse sobre la vida terrena del Resucitado, que lo había "atrapado" en el camino de Damasco y le estaba cambiando la vida de modo radical: de perseguidor de la Iglesia de Dios se había transformado en evangelizador de la fe en el Mesías crucificado e Hijo de Dios que en el pasado había intentado destruir [125]» [126].

b) La «traditio apostolica»: "Yo recibí lo que os he transmitido".- Ahora bien, ¿qué información tiene Pablo sobre Jesús, en los tres años siguientes a su conversión? La TRADITIO, así con letras mayúsculas tiene que ver con la transmisión. Se transmite siempre lo que se aprecia y se valora; se oculta, por el contrario, lo que se considera inservible, atrasado, injustificable.

Pablo era un hombre de la segunda generación cristiana. Él encontró ya configurada de algún modo una fe cristiana, que había fraguado en formas tradicionales y que ha llegado a nosotros envuelta en esas fórmulas. Es muy probable que, ya en su época precristiana, cuando perseguía a la Iglesia, conociera a grandes rasgos los contenidos de esa fe. Pero Pablo no recibe el Evangelio por vía de una tradición transmitida, sino de forma independiente, a través de una revelación directa [127].

Y es claro que por esa revelación hemos de comenzar. Del Evangelio que le ha sido revelado habla Pablo en el capítulo primero de la Carta a los Gálatas, en el contexto de una confrontación provocada por sus adversarios, en la que se le discute la autenticidad de su predicación. El se defiende con vehemencia de las acusaciones de sus enemigos: ser un hombre de la segunda generación y haber recibido y aprendido el Evangelio a través de hombres. Frente a ello afirma Pablo: «Yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo». Tras haberse referido a su alejamiento del Evangelio y hostilidad frente a él durante su actividad de perseguidor, mostrando así cuán inesperada y admirable fue aquella revelación, continúa: «Mas cuando Aquel que me separó del seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí [128] a su Hijo, para que lo anunciase a los gentiles...» [129].

La revelación, pues, como acontecimiento del que Pablo fue hecho partícipe y que constituye el fundamento de su Evangelio, tiene que interpretarse como el descubrimiento definitivo, es decir, como el descubrimiento que estaba fijado para el final de los tiempos y que determina a su vez ese final; se trata de un descubrimiento de algo que se hallaba totalmente oculto hasta entonces. ¿Y de qué se trataba?. El Evangelio tiene su origen, por tanto, en una revelación de Jesucristo [130]. Es decir, el Jesucristo que se le ha revelado es su Evangelio. Y, sin embargo, esa afirmación concentrada se adecúa muy bien a su objeto, pues en la revelación de Jesucristo como resucitado y exaltado ha acontecido la salvación definitiva y universal.

Se trata, claro, del mismo Evangelio, que tiene su origen en la revelación de Jesucristo. Pablo está profundamente convencido de que sólo puede haber un Evangelio. Desde este convencimiento sobre la unicidad del Evangelio cita la fórmula de fe de 1 Co 15,3-5, que incluye la muerte y la resurrección de Cristo y que constituye para él el Evangelio de los «primeros apóstoles» [131]. Hay que tener en cuenta que, salvo el riesgo de que se silencie y de que, como consecuencia, no sea testimoniado, el acontecimiento revelador tiene que expresarse a través del lenguaje; es más, debe ser un lenguaje que se mantenga incluso en su expresión literal (15,2) [132].

La «transmisión de la fe» es hoy uno de los temas estrella en la pastoral de la Iglesia [133]. San Pablo recuerda dos grandes «tradiciones» fundamentales y, además, irrenunciables. Una es la tradición-transmisión de la Resurrección de Jesucristo. De hecho, si una persona no recibe la noticia de que Cristo está vivo, no podrá comprender el misterio salvífico. La resurrección de Jesús es el núcleo del mensaje de la Iglesia, de su kerygma [134]. La otra tradición, también con mayúsculas, es la Eucarística [135]. Las comunidades cristianas continúan con la memoria viva que el Señor les ha encomendado. El «haced esto en memoria mía» sigue siendo la tradición irrenunciable de la Iglesia. Pablo así nos lo transmitió entonces y así lo sigue transmitiendo hoy la Iglesia.

c) La "traditio" sobre la Resurrección del Señor y las apariciones del Resucitado.- Un texto importante de la traditio sobre la Resurrección, nos transmite la fórmula de fidelidad, que será idéntica a la eucarística. San Pablo escribe: «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» [136].

También en esta tradición transmitida a san Pablo vuelve a aparecer la expresión «por nuestros pecados», que subraya la entrega de Jesús al Padre para liberarnos del pecado y de la muerte. De esta entrega san Pablo saca las expresiones más conmovedoras y fascinantes de nuestra relación con Cristo: «A quien no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» [137].

En el kerygma (anuncio) original, transmitido de boca a boca, merece señalarse el uso del verbo "ha resucitado", en lugar de "fue resucitado", que habría sido más lógico utilizar, en continuidad con el "murió" y "fue sepultado". La forma verbal "ha resucitado" se eligió para subrayar que la resurrección de Cristo influye hasta el presente de la existencia de los creyentes: podemos traducirlo por "ha resucitado y sigue vivo" en la Eucaristía y en la Iglesia [138].

Habría que añadir otra «traditio» La que refiere al testimonio sobre las apariciones del Resucitado. En efecto, la enumeración de las apariciones del Resucitado a Cefas, a los Doce, a más de quinientos hermanos, y a Santiago se cierra con la referencia a la aparición personal que recibió san Pablo en el camino de Damasco: «Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo» [139]. «La metáfora del aborto expresa una humildad extrema, comenta Benedicto XVI; se la vuelve a encontrar también en la carta a los Romanos (9,2) de san Ignacio de Antioquía: "Soy el último de todos, soy un aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios". Lo que el obispo de Antioquía dirá en relación con su inminente martirio, previendo que cambiaría completamente su condición de indignidad, san Pablo lo dice en relación con su propio compromiso apostólico: en él se manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un hombre cualquiera en un apóstol espléndido. De perseguidor a fundador de Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habría podido considerarse un desecho [140].

«Dado que él había perseguido a la Iglesia de Dios, en esta confesión expresa su indignidad de ser considerado apóstol al mismo nivel que los que le han precedido: pero la gracia de Dios no fue estéril en él [141]. Por tanto, «la actuación prepotente de la gracia divina une a san Pablo con los primeros testigos de la resurrección de Cristo: "Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" [142]. Es importante la identidad y la unicidad del anuncio del Evangelio: tanto ellos como yo predicamos la misma fe, el mismo Evangelio de Jesucristo muerto y resucitado, que se entrega en la santísima Eucaristía» [143].

d) La traditio sobre la eucaristía.- Entre los muchos dones recibidos por la comunidad de Corinto [144], uno es precisamente el de la Eucaristía. San Pablo dedica un largo capítulo tanto a recordar la tradición que él ha recibido como a amonestar a una comunidad que se empeña en no hacer las cosas bien.

¿Como lo hizo el Apóstol? En la primera carta a los Corintios podemos encontrar dos temas que Pablo había conocido en Jerusalén y que ya habían sido formulados como elementos centrales de la tradición cristiana, una tradición constitutiva. Él los transmite verbalmente tal como los había recibido, con una fórmula muy solemne: «Os transmito lo que a mi vez recibí». Insiste, por tanto, en la fidelidad a cuanto él mismo había recibido y que transmite fielmente a los nuevos cristianos. Son elementos constitutivos y conciernen a la Eucaristía y a la Resurrección; se trata de textos ya formulados en los años treinta. Así llegamos a la muerte, sepultura en el seno de la tierra y a la resurrección de Jesús [145].

Podemos aproximamos a la celebración de la Eucarisía, tal como tenía lugar en la primera comunidad cristiana, tanto desde el libro de los Hechos de los Apóstoles como desde los relatos de la Última Cena. En los Hechos de los apóstoles, en tres textos, recibe el nombre de «fracción del pan». 1º) Rasgos de las celebraciones eucarísticas: En un sumario de la vida de la primitiva comunidad de Jerusalén, Lucas subraya cuatro rasgos: «Eran constantes en (1) escuchar la enseñanza de los apóstoles (2) en la unión fratema, (3) en partir el pan y (4) en las oraciones» (Hch 2,42). 2º) Celebración en casa particulares: En él debemos destacar que la Eucaristía se celebra en pequeñas comunidades, en las casas particulares que algunos miembros ponían a disposición de la comunidad; de la misma forma, Lucas insiste en la alegría y en la sencillez: «Todos los días acudían juntos al templo, partían el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (He 2,46). Y 3º) La celebración del domingo: Hay un episodio característico que confirma el uso de la celebración eucarística en las casas particulares, y además en día de domingo. En su tercer viaje misionero, al volver a Jerusalén, Pablo se detiene siete días en Tróade y se reúne con la comunidad. Allí tiene lugar el suceso del accidente y posterior resucitación de un joven: «El primer día de la semana nos reunimos para partir el pan. Pablo, que debía marcharse al día siguiente, estuvo hablando con ellos hasta media noche» (Hch 20,7).

La Eucaristía, en efecto, es el gran don de Dios a su Iglesia. Forma parte de la tradición que pasa de generación en generación con la fidelidad en el espíritu en que fue instituida [146]. Ya san Pablo descubrió la importancia de mantener fielmente el relato que se remonta al Señor y a la vez la necesidad de preservarlo de las contaminaciones y escándalos que podían adulterarlo. En este complejo contexto debemos situar la celebración de la Eucaristía y contemplar su significado profundo en la vida de la Iglesia. En primer lugar, porque es signo máximo del amor fraterno, ya que no se puede celebrar destruyendo la comunidad en grupos. Tampoco se puede celebrar cuando se humilla al pobre que no tiene casi qué comer ni al débil en la fe. Pablo mostrará una sensibilidad especial por los débiles en la fe en el conflicto de la carne sacrificada a los ídolos, cuando renuncia a su libertad personal para no escandalizarlos. Ante los dones carismáticos espectaculares de algunos miembros que ofendían a la comunidad, él propone el camino del amor.

Pero, en su Carta a los Corintios, Pablo no sólo nos transmite uno de los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía que poseemos, sino que además nos da cuenta de las dificultades de aquella comunidad para celebrarla bien [147]. Corinto era una comunidad dividida. Ya al comienzo de la carta, san Pablo tiene que enfadarse y les reprende porque está dividida en «grupos rivales» según la persona que les ha anunciado el Evangelio: «Me he enterado de que existen discordias entre vosotros. Uno dice "yo soy de Pablo", otro "yo soy de Apolo", otro "yo soy de Cristo"» [148].

Este suceso se produjo probablemente por influencia de ritos orientales, que propougnaban que la persona que se convierte queda unida de forma misteriosa a quien le ha anunciado el Evangelio. Pablo preguntaba de forma directa: «¿Acaso Pablo fue crucificado por vosotros?». Reclama así la única prevalencia de Cristo. Si las escuelas filosóficas pretendían iniciar en la sabiduría y los judíos en la observancia de la Ley, Pablo proclamará la única salvación en la muerte y resurrección de Cristo: «Nosotros predicamos un Mesías crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos» [149].

San Pablo de alguna manera contrapone «dos cenas»: la «Cena del Señor o fracción del pan» y la «propia cena o ágape» [150]. La primera reúne a los hermanos en torno a la mesa eucarística, mientras que la segunda deshace la comunión. «Cuando os reunís en común, ya no es eso comer la cena del Señor. Porque cada cual se adelantó a comer su propia cena». Pablo realiza la denuncia con palabras contundentes, que no admiten réplica: «Mientras uno pasa hambre, otro se emborracha». Y concluye con cierto sarcasmo: «¿Qué os voy a decir? ¿He de felicitaros? En esto no os puedo felicitar» [151].

La Eucaristía, por tanto, no puede seguir la clasificación humana por categorías sociales, económicas o culturales. Hacer esto es muy grave, e imposibilita en la celebración la humillación de los débiles, de los pobres, de los que no cuentan a los ojos del mundo. Semejante actitud es un grave desprecio a la misma Iglesia, dice san Pablo. La unidad entre Iglesia y Eucaristía es incuestionable [152]. Es más, la Iglesia está llamada a ser signo visible del amor de Dios en el mundo, a ser fermento del reino de Dios, sacramento de salvación... Entonces, ¿cómo tolerar o compaginar una celebración eucarística donde se va contra lo que se quiere representar y vivir, o si comulgamos el cuerpo de Cristo a la vez que rompemos con la Iglesia?

Notas

[1] Benedicto XVI, San Pablo, apóstol de las gentes. El Año Paulino, Ed. San Pablo, Madrid 2008.

[2] Cfr. Hch 7,58; 8,1; etc.

[3] Cfr. Hch 9,14.17; 22,7.13; 26,14.

[4] Cfr. Hch 13,21.

[5] Cfr. Hch 22,3.

[6] Cfr. Hch 18,3.

[7] Cfr. Hch 20,34; 1 Co 4,12; 2 Co 12,13-14.

[8] Benedicto XVI, Audiencia general, 25-X-2006.

[9] Joseph Fitmyer, Teología de san Pablo, Ed. Cristiandad, madrid 2008, p. 65.

[10] Ga 2,20.

[11] Ga 6,17.

[12] San Josemaría, Meditación, 28-IV-1963.

[13] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 25-X-2006.

[14] Cfr. Miguel de Burgos Núñez, Pablo, predicador del Evangelio, Edibesa, Salamanca 1999, pp. 7 y ss.

[15] Fil 3,12. Cfr. L. Cerfaux, Jesucristo en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1963.

[16] Cfr. 1 Co 9,1.

[17] Cfr. 2 Co 4,6.

[18] Cfr. Ga 1,15-16. Cuatro términos (visión, iluminación, revelación y vocación) con valor teológico y que se dan entrelazados en el encuentro de Pablo con Cristo en el camino de Damasco.

[19] Cfr. Rm 1,1; 1 Co 1,1.

[20] 2 Co 1,1; Ef 1,1; Col 1,1.

[21] Cfr. Fil 3,7-10.

[22] 1 Co 9,22.

[23] Benedicto XVI, Audiencia general, 25-X-2006.

[24] La teología paulina, en la tesis de Baur, había ignorado deliberadamente las palabras y los hechos de Jesús en beneficio de una relación directa con Cristo resucitado. Para Baur y otros autores, esa «relación directa con Cristo resucitado» introduce en el cristianismo un factor místico que era —dicen— desconocido para las comunidades de Palestina. Para ellas Jesús era un rabbí, un maestro, a lo sumo un profeta, pero en modo alguno lo que sería para Pablo y el cristianismo posterior. El origen de ese nuevo factor aparecido en la evolución de la fe cristiana, o de la «religión paulina», como solía llamarse, es la «experiencia de Damasco». Experiencia que recibe las más de las veces una explicación psicológica, y que se hincha de modo que hasta los más menudos detalles del pensamiento paulino puedan deducirse fácilmente de ella. Seguimos aquí de cerca: M. Herranz, San Pablo en sus Cartas, Ed. Encuentro, Madrid 2008, pp. 211-252.

[25] Durante la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX no dejó de repetirse que «hay que considerar a san Pablo como un segundo fundador del cristianismo» (W. Wrede). Con su oposición entre el pensamiento paulino y el de la Iglesia de Jerusalén, Baur había iniciado un debate que ha tenido ocupada a la ciencia bíblica durante más de siglo y medio. Un debate que está lejos de haber concluido, pese a la monotonía evidente con que algunas posiciones han venido manteniéndose a lo largo de los años.

[26] Refiriéndose a los estudios de la segunda mitad del siglo XIX, Schweitzer escribe: «Los investigadores de esta época no han sentido en su entera dificultad el problema que supone el abandono, en el evangelio de Pablo, de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios y su justicia. No parecen extrañarse de que Pablo no se refiera a palabras u ordenanzas del maestro, ni siquiera donde sería lo más indicado. Algunos ni se plantean la cuestión» A. Schweitzer, Geschichte der Paulinischen Forschung von der Reformation bis auf die Gegenwart, Tübingen 1911, 33.

[27] «En suma, los investigadores de este período se mueven, con respecto al problema "Pablo y Jesús", en la más notable oscuridad. Pues no han percibido que estas dos figuras no pueden compararse directamente entre sí, debido a que ven a Pablo completamente aislado, y no como un producto del cristianismo primitivo. Las diferencias y oposiciones que se dan entre la doctrina de Jesús y la suya existen ya entre el primero y el cristianismo primitivo. El desarrollo decisivo no se llevó a cabo por primera vez en Pablo, sino en la primera comunidad. Su "religión" no es idéntica a la doctrina de Jesús y no se origina de ella, sino que se funda en su muerte y resurrección. Lo "nuevo" no lo ha introducido Pablo en el cristianismo: se encontraba ya allí, y Pablo se ha limitado a pensarlo consecuentemente hasta el final. Las diferencias de doctrina entre él y Jesús no son personales, sino que se explican en su mayor parte por el hecho de que el Apóstol pertenece al cristianismo primitivo» (A. Schweitzer, op. cit. p. 34).

[28] La influencia de Schweitzer ha sido tan decisiva que es posible trazar una línea recta desde él hasta Bultmann y su escuela, pasando por W. Heitmüller y W. Bousset. Es cierto que Bultmann ha tratado de reaccionar contra los objetivos básicos de la escuela liberal, prácticamente asfixiada.

[29] El intento del protestantismo liberal de reconstruir objetivamente los orígenes cristianos prescindiendo de la fe había acabado —en parte, al menos, por obra de Schweitzer— en un rotundo fracaso. El intento de Bultmann es, aparentemente, una reacción, pero permanece prisionero de una dialéctica en que la fe y la historia han renunciado a encontrarse. «Si la escuela liberal —escribe J. Cambier— estudiaba el Jesús de la historia excluyendo a priori una interpretación del acontecimiento, la escuela de Bultmann, al contrario, rechaza el terreno de la historia evangélica, que no puede —se nos dice— ofrecemos nada críticamente seguro sobre Jesús, y propone la fe en Cristo-Dios predicada por Pablo. Así, de uno y otro lado, Pablo sería el inventor de un Cristo al que los primeros rehúsan la fe en nombre de la historia, y al que los segundos se adhieren por la fe al margen de la historia y sin que se pueda afirmar nada de su historicidad. El resultado práctico es, respecto a la teología paulina, que ésta se presenta como un pensamiento totalmente distinto de la doctrina de Cristo que aparece en los sinópticos» (J. Cambier, «Paul» 344).

[30] Para un estudio más profundo de la historia del debate, con abundante bibliografía, véase J. Blank, Paulus und Jesus. Eine theologische Grundlegung, München 1968, 61-130 (Das Problem "Paulus und Jesus» in der jüngeren Forschung). También D.L. Dungan, The Sayings of Jesus in the Churches of Paul, Oxford 1971, XVII-XXXIII.

[31] Un ejemplo entre muchos otros. Un discípulo de Bultmann, G. Bornkamm escribe: «Como sucede en toda la predicación cristiana primitiva, es también característico de la de Pablo el que no se limita simplemente a repetir y transmitir la predicación del Jesús prepascual, sino que anuncia su muerte y resurrección como hechos salvíficos. Pablo mismo no ha conocido al Jesús histórico. (...). Un total de cuatro citas de palabras del Señor, de muy diferente contenido (1 Cor 7,10s; 9,14; 11,23-25; 1 Ts 4,15-17), ninguna de las cuales habla del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios, a las que en todo caso podrían añadirse algunas alusiones a palabras del Señor en la parte exhortativa de las cartas (Rm 12,14; 13,10; 16,19; 1 Cor 13,2), no refutan esta impresión sino que la refuerzan. Y más si pensamos que las palabras citadas le valen a Pablo en cuanto que son palabras del Señor exaltado. Pablo no habla nunca de Jesús como rabbí de Nazaret, como profeta o taumaturgo, sino sólo como "Cristo", "Hijo de Dios" y "Señor", por cuya muerte y resurrección se ha llevado a cabo la salvación» (G. Bornkamm, «Paulus»: RGG V, 175s. Cf. también su obra Paulus, Stuttgart 1969, 121ss).

[32] Estos argumentos son: a) el Cristo predicado por Pablo y, en general, toda su teología, presupone un amplio conocimiento de la vida terrena de Jesús, así como de sus enseñanzas; b) las cartas paulinas contienen, de hecho, información sobre la historia de Jesús; más aún, hay en ellas numerosas explícitas y alusiones o paralelos a palabras de Jesús; c) y la afirmación de «indiferencia» por parte de san Pablo hacia el Jesús terreno es infundada debido a que nosotros sólo poseemos datos de una pequeña parte de la actividad misionera del Apóstol; además, tal afirmación comete el error de suponer que las cartas paulinas son un ejemplo típico de su predicación. Muy al contrario —opina Paret— sus cartas presuponen la predicación misionera; es en ésta donde san Pablo trataría extensamente de los hechos y las palabras de Jesús.

[33] «Las palabras de Jesús -escribe Davies- constituyen la fuente primaria de Pablo en su tarea de enseñanza moral». Tras repasar los paralelos entre la exhortación moral del Apóstol y la de Jesús, así como las citas y alusiones a palabras de Jesús que aparecen en sus cartas, Davies concluye: «Pablo está arraigado en el recuerdo y las palabras de su Señor... mezclándolas inconscientemente con el material exhortativo que ha tomado de otras fuentes» (W.D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism, London 21955, 136ss).

[34] Para una visión más amplia y detallada de esta cuestión: cfr. Rinaldo Fabris, Pablo el apóstol de las gentes, Ed. San Pablo, Madrid 1999, pp. 556-588.

[35] Benedicto XVI, Audiencia general 4-II-2009.

[36] Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008.

[37] J. Cambier, «Connaissance charnelle et spirituelle du Christ dans 2 Co 5,16», en Littérature et Théologie Pauliniennes (RechBib 5), Bruges 1960, 72-92. Cfr también Günther Bornkamm, Pablo de Tarso, Sígueme, Salamanca 2002.

[38] 2 Co 5,16.

[39] Rm 1,3-4.

[40] Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008.

[41] ¿Qué sabía un fariseo de Jesús?: cfr Jerome Murphy-O’Conor, Pablo, su historia, Ed. San Pablo, Madrid 2008, pp. 46-48.

[42] En su clásico diccionario del griego del Nuevo Testamento, W. Bauer trata de 2 Cor 5,16 a propósito de la preposición katá. Allí recuerda que, salvo unos pocos autores, los estudiosos unen la locución «según la carne» (kata sárka) a «Cristo». Su opinión personal aparece más claramente en su estudio del término «carne»(sárx): nuestro versículo aparece en la acepción 6, donde la carne se define como «la parte exterior, tal y como es visible también a los ojos de un no creyente, esto es, lo natural, lo terreno..., "el Cristo según la carne": Cristo en su aspecto natural (2 Cor 5,16)». Esta posición, que también recoge H. Seeseman en el otro gran diccionario griego del Nuevo Testamento, el Theologisches Worterbuch de Kittel, tiene una larga historia en la exégesis: ya H. Meyer, en su comentario a la segunda carta a los Corintios (3,18-62), traduce «según la carne» por «según las apariencias sensibles» y lo une a «Cristo». Meyer, como más tarde J. Weiss, H. Windisch y H. Lietzmann, creía que san Pablo había podido conocer a Jesús; lo que el Apóstol diría aquí es precisamente que ese conocimiento no tiene valor religioso alguno. Con diferencias de detalle, esta interpretación es seguida por M. Dibelius, W.G. Kümmel, Strachman y H.J. Schoeps. Casi todos estos autores recurren a la carta a los Gálatas para interpretar la enigmática frase; algunos citan expresamente Ga 1-2, donde san Pablo afirma la independencia de su evangelio, y que no lo ha recibido de hombre alguno, sino por revelación. Algunos autores, en su mayoría católicos, defienden una variante más mitigada de la interpretación histórica: aunque la fórmula «según la carne» sigue modificando a «Cristo», san Pablo se estaría refiriendo «al conocimiento que había tenido de Cristo en el tiempo en que le consideraba como un doctor herético, justamente condenado por el Sanhedrín» (E.-B. Allo). Pero, como Bauer admitía, hay autores que no han creído poder alistarse en las filas de la interpretación histórica: J. Cambier cita a Ph. Bachmann, H.D. Wendland, J. Sickenberger y O. Michel. El mismo Cambier se une, claro está, a esta explicación, al igual que, más recientemente, C. ED. Moule. Este último autor ha escrito: «Por mi parte, estoy de acuerdo en que la renuncia de Pablo en 2 Cor 5,16 a un conocimiento de Cristo según la carne no tiene nada que ver con una cuestión de historia. Kata sárka, tal como se usa aquí, es un término moral que describe una actitud de interés personal o, más profundamente, un término religioso, que indica una postura perteneciente a un mundo al que Pablo ha renunciado» (C.ED. Moule, «The Techniques of NT Research: A Critical Survey", en Jesus and Man's Hope, II, Pittsburg 1971, 29s).

[43] Cfr M. Herranz, San Pablo en sus Cartas, Ed. Encuentro, Madrid 2008, pp. 224-231.

[44] Fil 3,8. Es interesante el resumen que hace Bruno Maggioni en su obra: El Dios de Pablo y el Evangelio de la Gracia, Ed. San Pablo, Madrid 2008, pp. 37-46.

[45] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[46] Ibid.

[47] Cfr. Rm 1,3.

[48] Cfr. 1 Co 9,5; Ga 1,19.

[49] Cfr. 1 Co 11,23. Para ver el tema del culto en la dodctrina paulina cfr. Ugo Vanni, La plenitud en el Espíritu, Ed. San Pablo, Madrid 2006, pp. 255 y ss.

[50] Cfr. 1 Co 7,10 con Mc 10,11-12.

[51] Cfr. 1 Co 9,14 con Lc 10,7.

[52] Cfr. 1 Co 11,24-25 con Lc 22,19-20.

[53] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[54] 1 Ts 5,2. Cfr. Simon Légasse, Pablo Apóstol, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005.

[55] 1 Co 1,27-28.

[56] Cfr. Mt 5,3; 11,25; 19,30.

[57] Mt 11,25.

[58] Cfr. Fil 2,8.

[59] Cfr. Mc 3,35; Jn 4,34.

[60] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[61] Cfr. Mt 5-7.

[62] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[63] Cfr. Mt 3,2; Mc 1,15; Lc 4,43.

[64] Cfr. Lc 18,9-14.

[65] Cfr. Mt 21,31; Lc 7,36-50.

[66] Cfr. Mt 9,10-13; Lc 15,1-2.

[67] Cfr. Rm 5,8-10; y también Ef 2,3-5.

[68] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[69] «Otro ejemplo de transformación fiel del núcleo doctrinal de Jesús se encuentra en los "títulos" referidos a él. Antes de Pascua él mismo se califica como Hijo del hombre; tras la Pascua se hace evidente que el Hijo del hombre es también el Hijo de Dios. Por tanto, el título preferido por san Pablo para calificar a Jesús es Kýrios, "Señor" (cf. Flp 2, 9-11), que indica la divinidad de Jesús. El Señor Jesús, con este título, aparece en la plena luz de la resurrección. (Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008)

[70] «En el Monte de los Olivos, en el momento de la extrema angustia de Jesús (cf. Mc 14, 36), los discípulos, antes de dormirse, habían oído cómo hablaba con el Padre y lo llamaba "Abbá-Padre". Es una palabra muy familiar, equivalente a nuestro "papá", que sólo usan los niños en comunión con su padre. Hasta ese momento era impensable que un judío utilizara dicha palabra para dirigirse a Dios; pero Jesús, siendo verdadero hijo, en esta hora de intimidad habla así y dice: "Abbá, Padre". En las cartas de san Pablo a los Romanos y a los Gálatas, sorprendentemente, esta palabra "Abbá", que expresa la exclusividad de la filiación de Jesús, aparece en labios de los bautizados (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6), porque han recibido el "Espíritu del Hijo" y ahora llevan en sí mismos ese Espíritu y pueden hablar como Jesús y con Jesús como verdaderos hijos a su Padre; pueden decir "Abbá" porque han llegado a ser hijos en el Hijo» (Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008).

[71] «Por último, quiero aludir a la dimensión salvífica de la muerte de Jesús, como la encontramos en la frase evangélica: "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28). El reflejo fiel de estas palabras de Jesús aparece en la doctrina paulina sobre la muerte de Jesús como rescate (cf. 1 Co 6, 20), como redención (cf. Rm 3, 24), como liberación (cf. Ga 5, 1) y como reconciliación (cf. Rm 5, 10; 2 Co 5, 18-20). Aquí está el centro de la teología paulina, que se basa en estas palabras de Jesús» (Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008).

[72] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[73] Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008.

[74] Ga 1,17. Cfr J. Holzner, o.c., pp. 148-149.

[75] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 10-IX-2008.

[76] Entre la abundante literatura sobre san Pablo Apóstol, en gran parte obras de divulgación, recomendamos la excelente síntesis de J. Cambier, «Paul (vie et doctrine de Saint)»: DBS 7 (1962) 279-387, esp. 319-329; y también L. Cerfaux, Itinerario espiritual de San Pablo, Barcelona 1968.

[77] Hch 18,4-7. Una escena semejante narra san Lucas otras dos veces en su libro (13,45-47; 28,23-29). Esta repetición es significativa: indica la importancia que el narrador san Lucas daba al hecho de que san Pablo iniciase su predicación por los judíos antes de dirigirse a los gentiles.

[78] Rm 10,1.

[79] Al comentar este pasaje del libro de los Hechos nos hemos referido a las palabras que en él pronuncia san Pablo como a «palabras que san Lucas pone en boca de san Pablo». Quizá esto haya extrañado. Por eso nos apresuramos a hacer una aclaración. Por ser una obra narrativa, el libro de los Hechos de los Apóstoles es necesariamente una presentación literaria de los acontecimientos, de los cuales forman parte las palabras que pronuncian los personajes que intervienen en el relato. En esto, el libro de san Lucas no se diferencia de cualquier otro libro de historia de la antigüedad. Todo relato entraña necesariamente una estilización. El que nosotros hoy tengamos la certeza de que esta presentación literaria responde a la realidad depende de datos sacados del libro mismo o externos a él. En nuestro caso, para controlar la exactitud de la información de san Lucas poseemos un medio excelente: las cartas del Apóstol. Los datos que encontramos en ellas, aunque no siempre tan abundantes y explícitos como desearíamos, son de total garantía.

[80] Daniel Marguerat (ed.), Introducción al Nuevo Testamento. Su historia, su escritura, su teología, Desclée de Brouwer, Bilbao 2008, p. 145.

[81] 2 Co 11,24. Esta noticia escueta de los azotes conviene explicarla. Las colonias judías que, tras un largo proceso de emigración, habían surgido en todas las ciudades importantes del Imperio Romano vivían en cierto modo una existencia independiente, sobre todo en materia religiosa. Protegidas oficialmente por las autoridades romanas, estas comunidades gozaban de jurisdicción para regular sus asuntos internos. La pena de los cuarenta azotes menos uno es típicamente judía, y si san Pablo, antes de terminar su tercer viaje misionero -durante el cual escribió la segunda carta a los Corintios-, había sufrido esta pena cinco veces, ello supone que, a pesar de la hostilidad con que era acogido, intentó esforzadamente predicar el Evangelio a los judíos de la Diáspora en sus sinagogas.

[82] Después de dar gloria a Dios por las cosas que san Pablo narraba de su ministerio entre los gentiles, aquéllos le dan un consejo desacertado y muy inoportuno: «Ves, hermano, cuántas son entre los judíos las miríadas de los que han abrazado la fe, y todos son celosos de la ley; y han oído decir acerca de ti que enseñas la apostasía de Moisés a todos los judíos diseminados entre los gentiles, diciendo que no circunciden a sus hijos ni observen los usos tradicionales. ¿Qué hacer, entonces? Inevitablemente oirán que has venido. Haz, pues, esto que te decimos. Tenemos aquí cuatro hombres que tienen un voto que cumplir; tomando a éstos contigo, purifícate con ellos, y paga tú los costes del necesario rapado de sus cabezas, y conocerán todos que de esas cosas de que han sido informados acerca de ti no hay nada, sino que también tú procedes de acuerdo con la ley» (Hch 21,18-24).

[83] La acción de las autoridades y de los judíos de Jerusalén contra san Pablo podía prolongarse en una acción contra los que, como él, creían en Jesús y predicaban la misma fe. Así lo confirmaron los sucesos posteriores. El año 62, el sumo sacerdote Anano, aprovechando la muerte del procurador Festo, convocó el Sanhedrín e hizo lapidar a Santiago y otros cristianos, acusados —dice Flavio Josefo— de quebrantar la ley. Dos años antes, el procurador Festo había enviado a san Pablo a Roma para comparecer ante el tribunal del César, al cual había apelado tras dos años de prisión para evitar una condena a muerte por obra de los judíos de Jerusalén.

[84] Cfr. Hch 17,1-10. Pero hay que insistir en la idea de que Pablo no se convirtió del judaísmo al cristianismo. Es contrario a la comprensión que Pablo tiene de su historia. Para el Apóstol fue el Dios de Abraham quien se reveló a él en Jesucristo, de manera que para Pablo el Evangelio no se presenta como una alternativa a la tradición judía. Al revés, lo percibe como la comprensión que Dios le ha dado de la bendición de Abraham, de la promesa y de la elección; es decir, de los elementos esenciales de la tradición judía. Cfr Daniel Marguerat (ed.), Introducción al Nuevo Testamento. Su historia, sus escrituras, su teología, Bilbao 2008, p. 45.

[85] 1 Ts 2,14-16.

[86] Sus propias palabras, aunque breves, sonsuficientemente expresivas: «Porque habéis oído —escribe a los Gálatas— mi vida un tiempo en el judaísmo: con cuánto exceso perseguía yo a la Iglesia de Dios y la asolaba..., siendo extraordinariamente celoso de las tradiciones de mis padres» (Ga 1,13s). Y a los Filipenses dice: «Si otro alguno cree poder confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; por lo que se refiere a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la Iglesia» (Fil 3,4-6).

[87] Gal 1,13ss; Fil 3,4-6.

[88] Hch 26,9-11.

[89] Véase, por ejemplo, D.E.H. Whiteley, The Theology of S. Paul, Philadelphia 1972, 74.

[90] El pasaje de la carta a los Efesios a que nos referimos dice: «Por causa de esto, yo, Pablo, el prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles...» (Ef 3,1-12).

[91] Destacaremos las ideas principales. San Pablo se halla en prisión a causa de su acción misionera entre los gentiles. Esta misión es una honrosa tarea, de la cual él se considera indigno. El fin principal de esta acción misionera es proclamar que los gentiles son coherederos con los judíos, que participan de una misma herencia como miembros de una misma familia o componentes de un solo pueblo. Que esta predicación lleva a todos los hombres, judíos y gentiles, una insondable riqueza: «las riquezas de Cristo», los bienes que Dios ha otorgado a los hombres por medio de Cristo, y que llegan a todos los hombres por medio de la Iglesia. Así se explica que san Pablo, a pesar de escribir desde la cárcel, no manifieste la menor sombra de tristeza: el largo párrafo que hemos trascrito respira un vivo y profundo sentimiento de adoración gozosa a Dios, que ha querido servirse de un instrumento tan frágil y pobre como la persona de san Pablo para realizar este acercamiento de los gentiles al Dios vivo y verdadero, comunicándoles las riquezas de Cristo y haciéndoles partícipes de la misma herencia prometida al pueblo escogido.

[92] Ef 2,11-19.

[93] El sentimiento de respeto a la santidad del lugar sagrado era tan fuerte que a lo largo de esta barrera se habían colocado inscripciones en griego que decían: «Que ningún extranjero penetre en el interior de la barrera y del períbolo que rodean el recinto sagrado; quien fuere sorprendido (dentro) cúlpese a sí mismo de la muerte que le siga». Esta separación material era símbolo de una separación espiritual, y en este sentido alude a ella san Pablo en la carta a los Efesios.

[94] «Según el testimonio unívoco de los Hechos de los Apóstoles —dice Holzner—, consta que los antiguos apóstoles de Jerusalén no defendían en modo alguno un punto de vista particular y estrecho. Si ya la religión del Antiguo Testamento representada por los profetas no era una religión nacional, si Jesús mismo había anunciado la universalidad de su religión y el apostolado universal de sus Doce, no podemos suponer que la comunidad primitiva de Jerusalén hubiese podido olvidar todo esto y no ver más allá de los límites del judaísmo. El acontecimiento de Pentecostés fue ya anunciado como un suceso que tenía significación para los pueblos de todo el mundo, conforme al profeta Joel. Pero Jesús no había querido traer la salvación en su persona sin historia, sino como consumador de la promesa de salvación para todos los pueblos predicha en el Antiguo Testamento. Y la Iglesia por Él fundada debía ser la sostenedora de sus ideas de salvación para todo el género humano» (J. Holzner, o.c., p. 143).

[95] Dice así: «Después, transcurridos catorce años, subí de nuevo a Jerusalén en compañía de Bernabé, llevando también a Tito... Y les expuse el Evangelio que predico entre los gentiles, y en particular a los que figuraban, para que me dijesen si yo corría o había corrido en vano. Mas ni siquiera Tito, mi compañero, que era gentil, fue forzado a circuncidarse. Por más que, a causa de los falsos hermanos intrusos, que solapadamente se habían introducido para espiar nuestra libertad, que tenemos en Cristo Jesús, con el intento de esclavizamos... A los cuales ni por un instante cedimos dejándonos subyugar, a fin de que la verdad del Evangelio se sostenga en orden a vosotros... Los que figuraban nada me impusieron. Antes al contrario, viendo que me ha sido confiado el Evangelio de la incircuncisión como a Pedro el de la circuncisión —pues el que infundió fuerza a Pedro para el apostolado de la circuncisión, me la infundió también a mí para el de los gentiles—, y reconociendo la gracia que me ha sido dada, Santiago, Cefas y Juan, los que eran considerados como columnas, nos dieron las diestras en prenda de comunicación a mí y a Bernabé, de suerte que nosotros nos dirigiéramos a los gentiles y ellos a la circuncisión» (Ga 2,1-10).

[96] Ga 1,11. Sobre el género literario epistolar es interesante el resumen de Paul Dreyfus, Pablo de tarso. Ciudadano del Imperio, Palabra 2008, pp. 232-237.

[97] Ya el saludo de la carta entraña una afirmación rotunda: «Pablo, apóstol, no de parte de hombres ni por obra de hombres, sino de Jesucristo y de Dios Padre..., a las Iglesias de Galacia». Luego, tras evocar su vida anterior en el judaísmo, su persecución a la Iglesia de Dios y su celo por las tradiciones judías -la principal de las cuales era sin duda la circuncisión-, recuerda el acontecimiento fundamental de su vida: «Pero cuando plugo a Dios, que me separó para sí desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, revelar en mí a Su Hijo, para que lo predicase entre los gentiles, entonces no me aconsejé de la carne y la sangre».

[98] Hch 26,22-23.

[99] Hch 26,27.

[100] Hch 26,28-29.

[101] San Josemaría, Amigos de Dios, nº 270.

[102] Pero san Lucas se diferencia de san Pablo en dos cosas. En primer lugar, porque lo que escribe es una obra narrativa, no una carta; en segundo lagar, porque la defensa que de san Pablo hace san Lucas narrando está pensando en los judíos que habían rechazado el Evangelio y veían en la misión del Apóstol de los gentiles una acción contra Dios.

[103] Veamos cómo pone san Lucas su habilidad de narrador al servicio de esta defensa del Apóstol de los gentiles. Es ya significativo que, dentro del libro, san Lucas narre tres veces la conversión-vocación de san Pablo. En el relato de los dos primeros viajes misioneros del Apóstol, san Lucas repite una y otra vez el mismo esquema: llegada de san Pablo a una ciudad nueva, predicación, resultado de la misma. Sólo en dos ocasiones pone en labios del Apóstol un largo discurso: en Antioquía de Pisidia, durante el primer viaje, y en Atenas —ante el Areópago—, durante el segundo. En la primera de estas ciudades, san Pablo predica el Evangelio a judíos, habla en la sinagoga de la ciudad (Hch 13,1641); en la segunda habla a unos oyentes paganos; de ahí la gran diferencia en la presentación de un mismo Evangelio (Hch 17,22-31).

[104] Cfr. Hch 9,1-25; 22,3-21; 26,9-18. Cfr. Joseph A. Fitmyer, Teología de san Pablo, Ed.Cristiandad, Madrid 2008, pp. 23-24.

[105] En el c.22, por ejemplo, dice: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad (= Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel en todo el rigor de la Ley de nuestros padres, celoso de Dios, como todos vosotros lo sois el día de hoy» (v.3). Sigue una descripción más bien breve de su actividad de perseguidor de la Iglesia, y a continuación la conocida historia de su conversión En el segundo discurso (c.26), el relato va precedido de esta proclamación: «Mi vida a partir de la juventud, cual la pasé desde el principio en mi nación y en Jerusalén, la saben todos los judíos, que ya de antes y muy de atrás me conocen, y saben, si quieren dar testimonio, que conforme a la secta más estricta de nuestra religión viví como fariseo» (v. 4-5).

[106] Hch 22,12-16.

[107] En suma, sin una intervención directa de este Dios de los padres, el fariseo Saulo hubiera sido incapaz de emprender e incluso idear semejante misión. Para una amplia exposición de la intención de san Lucas al escribir el libro de los Hechos de los Apóstoles, véase D. Fuller, Easter Faith and History, London 1968, 188-229. Sobre las relaciones entre la Iglesia e Israel y el problema del rechazo de Jesús y del Evangelio por el judaísmo oficial recomendamos el breve, pero serio y delicado, trabajo de P. Benoit, L'Eglise et Israel (Fleche 7), Paris 1969.

[108] En el relato de san Lucas, el que elige y llama a san Pablo es «el Dios de nuestros padres». En la carta a los Gálatas, el propio san Pablo se refiere al mismo acontecimiento con palabras que imitan las del Antiguo Testamento cuando hablan de que Dios llama a un profeta: Dios, que lo separó para sí desde el seno de su madre y lo llamó por su gracia, se dignó revelar en él a su Hijo para que lo predicase entre los gentiles (Ga 1,15s, Is 49,1; Jr 1,5). Con este modo de narrar su vocación, san Pablo y san Lucas están diciendo: la evangelización de los gentiles es una obra nueva en la historia del pueblo de Dios, historia que es presentada siempre en la Sagrada Escritura como dirigida por el mismo Dios. El que pone en marcha la misión de san Pablo entre los gentiles, el que hace de él el Apóstol de los gentiles, es el mismo Dios que escogió a Israel para que en él fuesen benditas todas las naciones de la tierra.

[109] Cfr. Joachim Gnilka, Pablo de Tarso, apóstol y testigo, Herder, Barcelona 2002, pp. 19 y ss.

[110] Rm 1,1; 15,16 y passim.

[111] Rm 15,19; 1 Co 9,12 y passim.

[112] Rm 1,9.

[113] 1 Ts 2,13.

[114] Rm 10,8.

[115] Rm 10,17.

[116] 2 Co 4,3; 1 Ts 1,5.

[117] Rm 2,16.

[118] 1 Co 1,23; 2 Co 1,19; 4,5; Fil 1,18. Vid. R.E. Brown (ed.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Verbo Divino, Estella 2004, pp. 1168-1175.

[119] Cfr Ga 1,18.

[120] Cfr. Ga 1,19.

[121] Cfr Ga 2,9.

[122] Ga 1,17.

[123] 1 Co 15,5.

[124] Cfr. Ga 1,19.

[125] Cfr Ga 1,23.

[126] Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008.

[127] Cfr. Bruno Maggioni, El Dios de Pablo y el Evangelio de la Gracia, Ed. San Pablo, Madrid 2008, pp. 47-91.

[128] «Dada la importancia de ese acontecimiento revelador, la información reticente del Apóstol puede resultar algo extraña: Dios le reveló a su Hijo en mí (Ga 1,16). La expresión en emoi no debería traducirse «en mí», como si la vocación de Pablo fuera el signo de la revelación. Posiblemente, el Apóstol quiere mostrar la intensidad de la revelación. Así al menos lo interpreta también Schlier, Gal, p. 55» (J. Gnilka, Pablo de Traso. Apóstol y testigo, Herder, Barcelona, 2ª ed., 2002, pp. 32 y ss.).

[129] Ga 1,12-16.

[130] Cfr Ga 1,12.

[131] Cfr 1 Co 15,11. La afirmación de que este Evangelio de los primeros apóstoles es algo que él ha recibido y que él a su vez ha transmitido, es decir, es tradición, contradice lo dicho en Ga 1, donde subraya haber recibido su Evangelio directamente de Dios. Pero al incluirse en 1 Cor 15,8-10 en la serie que comienza con los nombres de Cefas y de los Doce, da a entender que no se considera inferior a éstos. Hay autores como Stuhlmacher,(Evangelium, p. 70), que recubren el problema al hablar de una aporía aparentemente irresoluble)

[132] La entrada del acontecimiento revelador en el testimonio hablado, a cuya transmisión está ordenado, pone en movimiento a su vez una serie de tradiciones propias. Cfr. Roloff, Apostalat, pp. 88-90.

[133] Y un tema clave a su pesar, porque en el sentir y en el quehacer diario de la vida eclesial se sabe a ciencia cierta que hay una ruptura en la transmisión de la fe. Sin ánimo de ser pesimista, hay que reconocer que en muchos ambientes hoy es mucho más difícil, o incluso se ha «tirado la toalla». Una razón puede ser de tipo social: la fe ya no la transmite el ambiente, por lo que los que dejaban la educación a ese deslavazado e indefinido ambiente cristiano han asumido esta situación como algo normal. Otros porque rechazan la fe en general (todos los credos, no sólo el cristiano), o porque rechazan en particular la fe cristiana en la que un día fueron educados. Y, finalmente, otros siguen con preocupación esta situación, si bien delegan en los catequistas una misión que en realidad pertenece a todo bautizado.

[134] Esta «tradición» que es inalterable tanto en su contenido como en su forma es la confesión de fe de la primera comunidad cristiana, que pasaba de boca en boca. Pablo quiere dejar bien claro que este mensaje no es creación suya. Él sí que se ha encontrado con el Señor resucitado, pero el anuncio de la Resurrección le ha sido entregado como tesoro precioso por parte de los primeros testigos: «Hermanos, os recuerdo el Evangelio que os anuncié. (...) Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Pedro y luego a los doce. (...) Luego se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; y después de todos, como a uno que nace antes de tiempo, también se me apareció a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles, indigno de ser llamado apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (l Cor 15,1).

[135] En griego se emplean dos términos técnicos para referirse a la transmisión de algo importante. Uno es el verbo «recibir»; el otro, «entregar». No se puede variar el mensaje. El fiel debe transmitir fielmente la tradición que le ha sido confiada. San Pablo usa estos dos verbos en dos ocasiones, las dos en la Carta a los Corintios. En ambos casos se trata de contextos de gran importancia. La primera vez que lo utiliza se refiere a la Eucaristía. Estas palabras son de un gran valor, pues nos hallamos ante una tradición que se remonta al mismo Señor Jesús: «Yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que Jesús, el Señor, en la noche que fue entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía". Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que la bebáis, hacedlo en memoria mía". Pues siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,23).

[136] 1 Co 15, 3-5.

[137] Vale la pena recordar el comentario con el que Martín Lutero, entonces monje agustino, acompañaba estas expresiones paradójicas de san Pablo: "Este es el grandioso misterio de la gracia divina hacia los pecadores: por un admirable intercambio, nuestros pecados ya no son nuestros, sino de Cristo; y la justicia de Cristo ya no es de Cristo, sino nuestra" (Comentario a los Salmos, de 1513-1515). Y así somos salvados. (Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008).

[138] Así todas las Escrituras dan testimonio de la muerte y la resurrección de Cristo, porque —como escribió Hugo de San Víctor— "toda la divina Escritura constituye un único libro, y este único libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de Cristo y tiene en Cristo su cumplimiento" (De arca Noe, 2, 8). Si san Ambrosio de Milán pudo decir que "en la Escritura leemos a Cristo", es porque la Iglesia de los orígenes leyó todas las Escrituras de Israel partiendo de Cristo y volviendo a él. (Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008).

[139] 1 Co 15,8. «Así escribe Saulo de Tarso con una personalidad y empuje que la historia no ha hecho sino agrandar» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, nº 3).

[140] Cfr Benedicto XVI, Audiencia general, 10-IX-2008.

[141] Cfr 1 Co 15,10.

[142] 1 Co 15,11.

[143] Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008.

[144] Ninguna comunidad causó a Pablo tantos quebraderos de cabeza y con ninguna mantuvo una comunicación tan intensa. San Pablo hace frente al libertinaje reinante reclamando la libertad cristiana que nos lleva al amor al prójimo sin trabas. Hay que decir que, en el argot de la época, para expresar una vida licenciosa y escandalosa se decía «vivir a la corintia». La joven comunidad de Corinto era zarandeada por numerosos y graves peligros: la influencia del culto a Diana que promovía la promiscuidad sexual; las escuelas filosóficas que negaban la resurrección; los cultos orientales que propugnaban experiencias místicas espectaculares; e incluso aquellos falsos apóstoles (los judaizantes) que insistían en que los paganos que querían ser cristianos debían hacerse antes judíos.

[145] Cfr 1 Co 15,3-4. Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008.

[146] Los textos de la Sagrada Escritura recogen por cuatro veces el relato de la Última Cena y las palabras de Jesús. Los especialistas distinguen a su vez entre dos tradiciones: la tradición «paulina», presente en la Carta a los corintios de san Pablo y en el evangelio de Lucas, y la tradición «petrina», presente en los relatos de Marcos y Mateo.

[147] Pablo predica en Corinto en torno a los años 50-51, por lo que la tradición que él ha recibido, probablemente en Antioquía, puede remontarse a unos cuantos años antes. Pablo hace referencia a su experiencia en la comunidad de Antioquía, que practicaba ya la liturgia eucarística, y recoge el formulario de esta ceremonia, casi idéntico al que encontramos en Lucas. Esto nos lleva precísamente a los orígenes mismos de la liturgia eucarística, quizá al 40 d.C., es decir, a pocos años después de la muerte de Jesús.

[148] 1 Co 1,11ss.

[149] 1 Co 1,23.

[150] 2 Co 5,21. O también «Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). «Las palabras de Jesús en la última Cena (cfr. 1 Co 11,23-25) —comenta Benedicto XVI— son realmente para san Pablo centro de la vida de la Iglesia: la Iglesia se edifica a partir de este centro, llegando a ser así ella misma. Además de este centro eucarístico, del que vuelve a nacer siempre la Iglesia —también para toda la teología de san Pablo, para todo su pensamiento—, estas palabras tuvieron un notable impacto sobre la relación personal de san Pablo con Jesús. Por una parte, atestiguan que la Eucaristía ilumina la maldición de la cruz, convirtiéndola en bendición (cf. Ga 3, 13-14); y por otra, explican el alcance de la misma muerte y resurrección de Jesús. En sus cartas el "por vosotros" de la institución se convierte en "por mí" (Ga 2, 20) —personalizando, sabiendo que en ese "vosotros" él mismo era conocido y amado por Jesús— y, por otra parte, en "por todos" (2 Co 5, 14); este "por vosotros" se convierte en "por mí" y "por la Iglesia" (Ef 5,25), es decir, también "por todos" del sacrificio expiatorio de la cruz (cfr. Rm 3, 25). Por la Eucaristía y en la Eucaristía la Iglesia se edifica y se reconoce como "Cuerpo de Cristo" (1 Co 12, 27), alimentado cada día por la fuerza del Espíritu del Resucitado» (Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2008)

[151] 1 Cor 11,20. No conocemos bien el origen de esta costumbre. Para algunos, tenía que ver con los banquetes sagrados de otros cultos paganos en los que participaban los miembros de ese grupo religioso. Para otros se trataría de una cena de fraternidad que antecedía a la Eucaristía propiamente dicha, en la que se compartía con los más necesitados. Prescindiendo de todas las buenas intenciones que podían haber inducido a aquellos cristianos a introducir la práctica de un banquete fraternal antes de la celebración de la Eucaristía, Pablo interviene porque se ha desvirtuado su sentido. Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, nº 151.

[152] «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, todos formamos uno solo, pues todos participamos del mismo pan» (1 Cor 10,16).