EL ABANDONO EN EL PADRE
Les invito a reflexionar en un tema que constituye hoy una espiritualidad maravillosa. Es el tema sobre el abandono, vivido por Jesús en su relación con el Padre. De tal manera se abandonó en Él que su voluntad es la del Padre y su alimento es hacer la voluntad de su querido Padre celestial. El Santo Abandono es el acto más perfecto de amor a Dios que un alma pueda producir. El que da a Dios su voluntad se da así mismo y lo da todo. Es esta la manera más noble, más perfecta y más pura de amar. Si el abandono perfecciona las virtudes, perfecciona también la unión del alma con Dios.
Como nuestra reflexión es sobre el abandono en el Padre, les invito a mantener nuestra mirada fija en el símbolo con que se pinta al Padre: un triángulo y en el centro un ojo, que representa a Dios Padre. El ojo es símbolo de Dios que cuida del hombre. Este ojo nos habla de una gran verdad: Dios nos ve, nos está cuidando en todo momento, nos está amando y vela por nosotros: “Tú me sondeas y me conoces” (Salm 139, 1). Su mirada sobre nosotros es una presencia, un cuidado y un amor permanente. Si el hombre intenta huir de Dios, el Señor le sigue con su amor; nos ama, y en ningún momento deja de amarnos, a pesar de nuestro desamor.
Naturaleza: el abandono consiste en una amorosa, entera y
entrañable sumisión y concordia de nuestra voluntad con la voluntad amorosa del
Padre en todo cuanto disponga o permita de nosotros.
Hacemos de su voluntad nuestra voluntad: mi comida es hacer la voluntad del
que me ha enviado” (Jn 4,34). Cuando es perfecta como
en Cristo se le conoce como Santo abandono.
El abandono en las manos del Señor exige el sufrimiento, que es llevado con amor y con la confianza de que Dios nos esta purificando, para unirnos a Él. Esta unión con Él no puede darse si no nos desprendemos de nosotros mismos, si no curamos nuestro orgullo y no obedecemos a Él con espíritu dócil y con decisión firme de hacer su voluntad, de abandonarnos a su querer para que Él pueda gobernar nuestra vida.
En el huerto
Jesús, nos enseña el abandono y entrega a la voluntad del Padre, en los momentos de sufrimiento y de dolor en su entrega en le huerto de los olivos. En Getsemaní ha alcanzado una cumbre el abandono de Jesús en su Padre, salvando a la humanidad. Allí conoció el mundo el poder del amor sin límites (cf. Jn 13,1), del amor que consiste en dar la vida por los amigos (cf. Jn 15,13). Jesús, en el Huerto de los Olivos, solo, ante el Padre, has renovado la entrega a su voluntad.
San Ambrosio dice, “el que tiene por su porción a Dios, no debe tener otro cuidado que el de aplicarse a él, y todo cuanto se emplea en otra cosa es un robo que se hace al servicio y culto que se le debe.” El abandono tiene su fundamento en el amor. Jesús mismo alimenta nuestra entrega incondicional al Padre.
Excelencia: lo que constituye la excelencia del santo abandono es la incomparable eficacia que posee para remover todos los obstáculos que impiden la acción de la gracia, para hacer practicar con perfección las más excelsas virtudes y para establecer el reinado absoluto de Dios en nuestra vida. El Santo abandono es el que, después de todo nuestro crecimiento en la vida de virtud, acabará de purificar y de despegar nuestra alma para dirigirla completamente a Dios.
En presencia del Padre
Talvez, la página cumbre del abandono nos ha sido regalada por el evangelista san Juan. Es el capítulo 17 de su evangelio. Una página marcada por una emotividad conmovida y al mismo tiempo dramática. Las palabras que Jesús pronuncia son sencillas y, saliendo del corazón del Hijo, van directamente hasta el corazón del Padre en una total sumisión. En esta oración de Jesús hay una entrega incondicional de Jesús a su Padre.
En esta oración Jesús, afianzado en su amor infinito al Padre, se ofrece, en total abandono, como víctima al Padre intercediendo por los que Él le ha confiado. La actitud de abandono de Jesús es como la de un niño con su padre. La misma que él nos había pedido: “Si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos” (Mt 18,3).
El valor de lo “pequeño”
Jesús nos entrega un secreto para nuestro crecimiento espiritual, cuando nos dice: “si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt. 18,3). Él no está invitando a sus discípulos a vivir de manera infantil, eternamente incapaces de tomar una responsabilidad. Habla de convertirse en niños. Nuestros niños nos han enseñado el valor del ser pequeño del que habla el Evangelio. Es el sentido del abandono confiado al Padre que en los niños se manifiesta con claridad como la serenidad y la alegría de su vida.
Aprender de los niños
Los niños son una “escuela” de sencillez, de humildad, de su misión, de solidaridad con el papá. Nos enseñan a escuchar, a someternos al padre. La proximidad a los niños nos lleva a comprender y respetar al otro y a responder a sus necesidades.
Si es verdad que los niños tienen que aprender muchas cosas, también es verdad que tienen muchas cosas que enseñar. Nos enseñan el valor de la confianza, del abandono confiado en los demás. Nos enseñan a no esconder la propia debilidad. De alguna manera aprendemos de ellos a comprender cómo cada persona necesita de las demás, no sólo para crecer, sino también para ser más feliz. Mirando las vidas difíciles de nuestros niños y adolescentes, hemos aprendido, también, a reconocer los males de la sociedad.
Nuestra relación con los niños se ha caracterizado siempre por el respeto hacia ellos. Aún cuando se trate de niños considerados difíciles, excluidos de la escuela, despreciados muchas veces porque son incapaces de expresarse bien, la Comunidad ha visto siempre en ellos las potencialidades de una vida que todavía tenía que crecer y que necesitaba la confianza de los otros. Por esto la defensa de la vida de los más pequeños, una vida muchas veces poco respetada, ha sido un compromiso constante de nuestra acción.
Hacerse como un niño es una condición que Jesús presenta como indispensable para alcanzar el recto camino que lleva al destino trascendente. El niño es presentado como ideal, como maestro existencial del hombre, que siempre deberá fidelidad a esa límpida etapa inicial de su vida, aun no contaminada por los miedos y los apegos, los resentimientos y los prejuicios de una adultez devaluada. Por eso la frescura y la espontaneidad, la alegría y la capacidad de vivir el momento presente, extrayéndole todo el gozo posible, la actitud de asombro y de admiración frente a todo lo bello del universo son lecciones magistrales que dan los niños a los adultos distraídos.
Se requiere una actitud de discípulo para acercarse a los niños. Es difícil no caer en las actitudes de juez, de doctor sabelotodo, de superioridad aplastante, de burla ridiculizante, de impaciencia exigente, de susceptibilidad condenatoria,
Hacerse significa trabajar sobre si mismos no tanto para adquirir más de lo que se tiene sino para quitar todo lo que sobra. No se trata de hacer un complicado reglamento adulto inspirado en el modelo infantil sino intuír una actitud que dice sí a la verdad, al amor y a la vida y decide, aquí y ahora, ser feliz compartiéndolo todo. Todos estamos hechos para entrar. Sólo se excluye el que no decidió vivir eso que parece carencia y es plenitud: la infancia espiritual de todos los llamados a ser hijos, para siempre, en la alegría de Dios”