Educar es responder a la pregunta del otro

 

(Revista  Edetania)

 

Pedro Ortega Ruiz

   

                                                                                                         

              “Los niños no están ahí principalmente para nosotros. Somos nosotros quienes estamos ahí principalmente para ellos”. M. van Manen (2003) El tono en la enseñanza, p. 19.

                     

                                                               

1. Educar es responder a la pregunta del otro

 

Afirmar que educar es responder a una pregunta del otro rompe todos los esquemas en los que se ha venido asentando nuestro discurso y nuestra práctica educativos. Podría entenderse esta afirmación como un intento de minusvalorar la figura del profesor, de relegar su función a un segundo plano. No es esa mi intención. Más bien pretendo recuperar la antigua tradición del ejercicio del maestro que enseña y educa, que hábilmente suscita las preguntas del educando sacándole de la indiferencia y provocándole el interés y el gusto por saber sobre sí y sobre el mundo, por conocerse y saber interpretar el mundo que le rodea, por dar “sentido” a su existencia. Leer desde esta óptica los Diálogos de Platón, y acercarse a la antigua tradición que recoge la literatura rabínica judía nos permite poner en cuestión el modo de entender la educación en el que estamos instalados. Pretendo que volvamos sobre nuestra tarea de educadores e investigadores y descubramos cuál es su naturaleza para, desde ahí, encontrar nuestro espacio y nuestra función.

 

     Quizás parezca algo anacrónico afirmar que después de tantos siglos de discurso sobre qué es educar, nos planteemos de nuevo esta cuestión. En realidad, nunca hemos dejado de hacernos esa pregunta. Y nunca dejaremos de formularla mientras tengamos que enfrentarnos a una visión del hombre abierta, plural; mientras entendamos que la construcción del ser humano se hace en la contingencia e incertidumbre, en la precariedad y la provisionalidad de los conocimientos disponibles, en la diversidad de los contextos y circunstancias en los que se desenvuelve la vida de cada sujeto. Pero sí podemos afirmar una característica esencial de toda acción educativa: No hay educación si no hay pregunta; no hay educación si no hay respuesta a una persona concreta y singular. Mientras las conductas justas, tolerantes y solidarias no sean cuestiones-preguntas que afectan a un sujeto, es decir, mientras el sujeto no se sienta interpelado, preguntado, no debemos esperar respuesta alguna sobre esas conductas. La educación es un “encuentro” entre dos, del que busca y del que ofrece o propone, desde la propia experiencia, modelos éticos de conducta; es un acontecimiento ético por el que el educando es re-conocido y acogido en la singularidad de su existencia (Bárcena y Mèlich, 2000).

 

    La educación no contempla al educando como un individuo que debe ser simplemente “conocido” en todas sus variables para asegurar el logro de unos resultados previamente establecidos; no es un objeto o tema de conocimiento. Más bien lo considera como alguien que debe ser re-conocido y acogido en todo lo que es. En la acción educativa hay propuestas, acompañamiento y guía que se traducen en la escucha, la atención y el cuidado del educando (Manen, 1998). Educar es pasar a la “otra orilla”, situarse en la realidad del otro para hacer posible el alumbramiento de una nueva criatura, en expresión de H. Arendt (1996). La acción de educar no va, ni se da, en una sola dirección del profesor al alumno, del educador al educando. Y la iniciativa no la tiene el profesor-educador, proponiendo o imponiendo determinados contenidos de un programa ya establecido, sino el educando cuando solicita ayuda y acompañamiento en su formación personal; cuando, desde su vulnerabilidad y necesidad, hace una pregunta en la esperanza de encontrar una respuesta de acogida. Educar, al contrario de enseñar, es responder a una pregunta que se formula desde una situación concreta de necesidad; es estar atento para dar respuesta a las aspiraciones de un sujeto (educando) concreto que se expresa desde situaciones, formas y lenguajes también concretos. “Mientras que el profesor esgrime un discurso lógico, un discurso informativo, el maestro propiamente no habla, muestra y, por lo tanto, su forma es inspiradora, evocadora, sugerente” (Mèlich, 2010, 277). En educación no hay, ni puede haberlo, un lenguaje universal. Este es siempre el lenguaje de alguien, atrapado por “su” tiempo y por “su” espacio. Si educar es responder, la respuesta no se da a un individuo sin rostro y sin entorno, sino a alguien. La educación más que la respuesta a una pregunta del otro es responder del otro. El otro, cualquier otro siempre es pregunta que nos interpela, que nos concierne. Alguien que nos “descentra”, nos trastoca y nos saca del pequeño santuario de nuestro yo para situarnos “en la otra orilla”, en la radical dependencia del otro. Al otro no nos lo podemos “quitar de encima”; es la pesada carga que siempre nos acompaña como equipaje de nuestro peregrinar, mientras decidamos vivir éticamente, es decir, en la responsabilidad.   

      

      Tradicionalmente, el profesorado ha entendido su tarea como la de un experto que ha de transmitir sus saberes o conocimientos a las nuevas generaciones. Saber, instruir han sido las funciones con las que los profesores más se han identificado. Para ello, han centrado sus esfuerzos en la adquisición de los conocimientos científicos que deben transmitir y en las técnicas y estrategias para su enseñanza. Otros contenidos como los valores morales (tolerancia, diálogo, solidaridad, justicia, libertad, etc.) y otras funciones (acompañar, escuchar y guiar el proceso de la construcción personal de cada educando), aun formando parte de los contenidos obligatorios del curriculum escolar y de la tarea educadora de todo profesor y educador, en la práctica han estado ausentes en las aulas. Se supone que los contenidos morales son de escasa utilidad para el ejercicio de una profesión, o no aportan nada para su incorporación al mercado del trabajo. Existe una clara disfunción del sistema educativo, al menos en nuestro país. Todavía sigue centrado, a pesar de las declaraciones formales contenidas en los Documentos de la Administración Educativa, en la transmisión de saberes, aprendizajes de conocimientos y competencias que preparen, del mejor modo posible, a las futuras generaciones para su incorporación a la sociedad desde el desempeño de un puesto de trabajo (Ortega, Mínguez y Saura, 2003). Por otra parte, tampoco las familias muestran un claro interés por otros contenidos educativos que no sean los claramente profesionales (Ortega, Mínguez y Hernández Prados, 2009). La educación en valores morales quedaría reservada para otros ámbitos u otras instituciones.

   

     Se percibe, por otra parte, una tendencia o estado de opinión que considera el carácter ético-moral de la educación como un “añadido” o complemento de calidad (una nueva competencia), como una necesidad coyuntural de la actual sociedad: “Si el nivel de desarrollo social y tecnológico que presentan las sociedades del bienestar no va acompañado de un desarrollo progresivo en las competencias éticas de las personas que las formamos, los déficits y contradicciones que tales sociedades están evidenciando pueden dar al traste con los progresos que la modernidad sin duda ha conllevado” (Martínez, 2001, 60). Estando de acuerdo con esta afirmación, considero, sin embargo, que el carácter ético de la educación no le viene de “fuera”, de su oportunidad o de sus efectos benéficos para el individuo y la sociedad. No es sólo que la acción educativa deba tender a un fin valioso, como final de un proceso, para que podamos hablar de educación. Su carácter axiológico es un elemento constituyente, esencial de la misma acción educativa que la atraviesa de principio a fin. Sin ética, no hay educación.    

      

      Con ser preocupante la orientación instrumental o utilitarista de la enseñanza, hay otro aspecto de la misma que merece ser tenido en cuenta: Se detecta una descontextualización del sujeto (educando) a quien se pretende educar. Para nada cuenta su contexto, la realidad en la que vive. Se parte del supuesto de que todos los alumnos son iguales, e iguales son también sus circunstancias. Se asume, en la práctica, que todos tienen las mismas aspiraciones, intereses y dificultades; que la acción educativa acontece en una misma realidad. Se parte de un sujeto abstracto e irreal a quien, se supone, tenemos que educar. Y éste, obviamente, no existe. ¿Dónde queda entonces la acción educativa? En toda acción educativa hay una pregunta que se hace indispensable: ¿quién es este alumno-educando para mí? ¿cuál es mi relación con él? Y se puede responder a estas preguntas desde la negación e indiferencia hacia el otro, o desde el reconocimiento y la acogida. En el primer caso, no se educa. En el segundo, la respuesta se da desde la ética, desde la moral. En esta segunda respuesta el alumno-educando no es visto, ni tratado como simple pretexto para que el profesor realice determinadas tareas o enseñe determinados conocimientos. La acción educativa se convierte, entonces, en respuesta a una pregunta que viene del otro (educando) en una situación concreta. Y cada educando formula “sus” preguntas, desde situaciones personales, que demandan también respuestas singulares. De otro modo no podríamos hablar de educar, sino de conformar a los alumnos a esquemas preestablecidos supuestamente aceptables para ellos.

    

     He afirmado antes que la educación es una respuesta a la pregunta “del otro”. Pero en educación la respuesta se traduce siempre en la acogida del otro (alumno, educando), en el reconocimiento del otro, en hacerse cargo de él (Ortega, 2004). No es la acción del profesor o técnico de la enseñanza que centra su actividad en la transmisión de unos determinados “saberes”, permaneciendo ajeno o indiferente a la realidad de la vida del educando, a su circunstancia y contexto. Es el sujeto en todo lo que es el que debe ser educado, no una parte o aspecto de éste. Sólo cuando el educador se hace responsable del otro, responde a éste en su situación, se preocupa y ocupa de él desde la responsabilidad, se está en condiciones de educar. Por eso la educación no se entiende ni se da al margen de la ética, sin una relación moral con el otro (educando). Es decir, de aquella responsabilidad con cualquier otro en la que nos encontramos inmersos desde siempre por el mero hecho de existir. “El hecho de que nuestra obligación hacia el otro esté enraizada en nuestra propia existencia, nos permite superar la lógica jurídica de la reciprocidad y anteponer sus derechos a los nuestros. En ese caso realizamos nuestro ser de forma suprema al sacrificarnos por el otro, ayudándole en su propia realización” (Crespi, 1996, 99). Por ello, cuando postulamos otro modelo de educación demandamos otros presupuestos éticos y antropológicos como punto de partida de la acción educativa; aquellos presupuestos que explican al hombre no como un ser en sí y para sí, sino como una realidad abierta al otro y para el otro, cuya realización como ser moral no está en su autonomía, sino en la dependencia y “obediencia” al otro, es decir, en la más radical heteronomía (Levinas, 1991).

 

2. No se educa en “tierra de nadie”.

 

Desde la fenomenología, el hecho educativo se nos muestra como un acontecimiento situado, contextualizado, inimaginable fuera del tiempo y del espacio. Afirmar, por tanto, que no se educa en “tierra de nadie” puede parecer una obviedad y, por ello, una afirmación innecesaria. Sin embargo, constituye todo un desafío hoy para los educadores y los pedagogos. Basta una somera consulta a nuestras obras, hojear y leer nuestros trabajos científicos para constatar la ruptura existente entre nuestro discurso y la práctica educativa. El término “educación”, y la acción misma de educar, casi siempre se han entendido desde enfoques “idealistas” difícilmente aplicables a contextos concretos en los que se da cualquier proceso educativo. El discurso y la praxis, el lenguaje y la acción se han ubicado en espacios distintos, cuando no contrapuestos. Hemos construido un discurso pedagógico escasamente operativo para orientar o guiar la acción educativa; hemos ignorado que cualquier texto escrito, sin su contexto, es una página en blanco carente de significado, incapaz de interpretar y decir nada acerca de la realidad. Y en educación, como en otro ámbito del saber práctico, no se puede entender un texto sin tener en cuenta “su aquí y su ahora”. “Entre contexto y educación hay una relación dialéctica. Un contexto empuja o frena, crea posibilidades o impone límites, suscita ilusión o desgana, engendra esperanza o desesperanza” (González de Cardedal, 2004, 11), pero nunca es indiferente o inocuo para la acción educativa.

     

      El discurso educativo, influenciado por la filosofía idealista, ha pasado por alto, o no le ha dado la debida importancia, a la condición espacio-temporal del ser humano. Y esta “circunstancia” le condiciona y le constituye esencialmente. Nuestro mismo pensamiento es un diálogo con la circunstancia. No hay nada inteligible en absoluto (Ortega y Gasset, 1973). El hombre es un ser situacional. Y fuera de su situación es ininteligible. Cuando afirmamos que hemos de educar al hombre (y mujer) de nuestro tiempo, estamos afirmando, a la vez, que la tarea de educar se realiza siempre en las coordenadas espacio-temporales, dentro de las cuales todo individuo se expresa, piensa y vive. Afirmamos que todo individuo cuando viene a este mundo hereda una gramática, es decir, un juego de lenguaje, un conjunto de símbolos, signos, ritos, valores, normas e instituciones que configuran un universo cultural (Mèlich, 2010). Y es esta gramática la que nos permite acercanos y entender al ser humano. En educación no contemplamos al hombre universal, sino a este individuo concreto que vive, siente y piensa en un espacio y tiempo también concretos. “Porque el espacio y el tiempo, escribe Duch (2004, 173-74),  son tan decisivos para la configuración de una existencia individual y colectiva con rostro humano, sería necesario que todos los agentes implicados en los procesos de transmisión, que operan en una determinada sociedad, se propusieran como tarea fundamental una auténtica “pedagogía del tiempo y del espacio”,  es decir, entender la educación como equipaje que permita al hombre habitar su mundo y construir humanamente su espacio y su tiempo. No hay, ni puede haberlo, discurso educativo sin tiempo ni espacio, sin gramática, porque no hay ser humano al margen o fuera del tiempo y del espacio.    

    

      Considero que hoy es necesario (y diría que urgente) hacer un gran esfuerzo para recuperar al sujeto de la educación como ser histórico, gramatical, alejado de toda influencia idealista que ha conducido a la pedagogía a la pérdida de la realidad, reduciendo el “mundo” a lo que puede ser conocido, a lo que tiene de “lógico” o resumible en conocimiento racional, a una visión deformada de la realidad del ser humano. “Toda nuestra cultura está surcada por esas dos actitudes: la que responde al guión idealista y al postidealista... Lo grave de esos dos mundos irreales no es que, en cuanto “representaciones”, sustituyan al mundo real, sino que esos mundos ponen en marcha sendos tipos de actividades prácticas, igualmente extrañas a la realidad, pero con las que tratamos de conformar el mundo” (Mate, 1997, 132-133). En nuestro quehacer investigador, como pedagogos, hemos utilizado unas herramientas que, supuestamente, nos han permitido acercarnos a la realidad del ser humano. Y con estas herramientas hemos pretendido “dar cuenta” de la formación-educación integral de cada individuo. La historia de la investigación pedagógica marca una línea o tendencia predominante que la vincula a un enfoque idealista del hombre, olvidando que éste sólo se entiende en y desde la “urdimbre de la vida” en la que se resuelve, día a día, su existencia.       

     

     Reivindicar el carácter histórico del ser humano conlleva para la educación varias exigencias: a) la educación es una tarea original, singular, no estandarizada y siempre inacabada, incierta y arriesgada; b) no se puede educar si no se conoce la situación y el momento (contexto) en que vive el educando; c) no se puede educar en “tierra de nadie”, haciendo abstracción de las características singulares de cada educando, pretendiendo hacer una educación de validez universal. Cualquier acto educativo se da necesariamente en “un aquí y en un ahora”, se da siempre en el contexto de una tradición, en una cultura. No hay un punto cero en el que nos podamos ubicar. Estamos necesariamente atrapados por “nuestro” tiempo y “nuestro” espacio. Si un hecho no es algo que ha ocurrido al margen de todo contexto, sino que necesariamente es un hecho interpretado, también el ser humano es un hecho o acontecimiento que necesita ser interpretado y leído en su contexto para que se pueda decir algo de él. Somos irremediablemente contexto, circunstancia, situación, y sólo cuando convertimos “nuestra” circunstancia-situación en contenido imprescindible de nuestra acción educativa, estamos en condiciones de educar. “Estoy convencido, escribe Duch (2004, 160), de que pedagogos y antropólogos deberían ejercer de terapeutas del tiempo y del espacio humanos”.

   

     ¿Cuál es nuestro contexto? Como pedagogo no soy el más indicado para describir el contexto socio-económico y cultural en el que se desenvuelve nuestra vida en esta parte del mundo desarrollado, y que está afectando necesariamente a los procesos educativos. Pero no es aventurado afirmar que en el conjunto de la sociedad occidental, aparecen unas características o “circunstancias” que la describen e identifican. Una de estas características es la creciente anomía en la que se desarrollan nuestras relaciones personales y sociales. O lo que es lo mismo, la pérdida de referentes que garanticen la socialización y la educación en aquellos patrones de conducta, tradiciones y valores que se consideran fundamentales, no sólo para la continuidad del modelo de sociedad, sino para la interiorización de modelos éticos de vida. Padecemos lo que Duch (1997) denomina una crisis de “transmisiones”. No hemos encontrado todavía los modos adecuados que nos permitan transmitir a las jóvenes generaciones las claves de interpretación de los acontecimientos que han configurado nuestra historia personal y colectiva. Ya nadie duda de que se ha producido una quiebra en los grandes principios que durante muchos años han vertebrado la vida individual y social de muchas generaciones ; que las fundamentaciones antes válidas ya han dejado de tener sentido como puntos de referencia en la vida de los individuos y grupos sociales, para convertirse en meras opciones que, a menudo, poseen una muy pequeña influencia en los asuntos sociales y culturales de nuestros días (Duch, 1997). Y al desaparecer esas creencias fundamentales compartidas (valores), resulta muy difícil encontrar una nueva base general de orientación que constituya el punto de encuentro en la convivencia social. Nos encontramos metidos en “tierra de nadie. Los antiguos criterios han perdido su originaria capacidad orientadora, y los nuevos aún no se han acreditado con fuerza suficiente para dar a los individuos y grupos sociales la posibilidad de orientarse y situarse en el entramado social. Habermas (2002, 54) hace un juicio muy acertado de la situación del hombre en la sociedad “racionalizada” de nuestros días: “En la medida en que la ciencia y la técnica penetran en los ámbitos institucionales de la sociedad, transformando de este modo a las instituciones mismas, empiezan a desmoronarse las viejas legitimaciones. La secularización y el desmoronamiento de las cosmovisiones, con la pérdida que ello implica de su capacidad de orientar la acción, y de la tradición cultural en su conjunto, son la otra cara de la creciente racionalidad de la acción social”.

Esta fractura en las creencias, a la que antes hacíamos referencia, produce desconcierto y orfandad, y necesariamente se traduce en inseguridad e incertidumbre en los procesos educativos. Vivimos y educamos en tiempos inciertos. A pesar de todo nos vemos obligados a seguir educando, a seguir acompañando a los “recién llegados” en su proceso de construcción personal y en la tarea ineludible de transformación social.     

    

      Este escenario social nos obliga a introducir el contexto, la “situación” en la acción educativa, y asumir, en la práctica, no sólo la realidad psico-biológica del educando, sino, además, toda su realidad socio-histórica. Y esta realidad es compleja, poliédrica, inmanejable. Somos biografía, historia narrada o contada de sucesivas experiencias que han ido configurando, en el tiempo, nuestra identidad múltiple. Somos lo que hemos “ido viviendo”. Y la vida a los humanos no es algo que les venga dado por naturaleza, sino, por el contrario, tarea permanente, un “quehacer”, en expresión feliz de Ortega y Gasset. Las múltiples experiencias vividas han conformado en nosotros una determinada manera, entre otras posibles, de situarnos en el mundo, un modo particular de existir. Asumir esta realidad significa aceptar, de ante mano, que toda acción educativa es necesariamente singular e irrepetible, como singular e irrepetible es la realidad de cada sujeto, la singularidad de su existencia; significa que la acción educativa es siempre arriesgada e incierta porque el conocimiento que tenemos del ser humano es también inseguro, provisional y parcial, nunca definitivo, ni total; significa asumir en la práctica que en educación nunca hay un lenguaje, sino plurales, múltiples y por lo tanto ambiguos lenguajes; significa contar con el contexto social como punto de partida en la acción educativa, pues no hay individuo que se entienda ni viva fuera o al margen de su contexto; significa poner en cuestión tanto el discurso pedagógico como la práctica educativa, durante mucho tiempo asentados en supuestos conocimientos científicos. En verdad, después de tantos años de investigación educativa, ¿cuántos procesos educativos encuentran su explicación adecuada y suficiente en nuestros hallazgos pedagógicos? Responder a esta inquietante pregunta situaría el discurso y la práctica educativos en el ámbito de la cruda realidad, alejada de todo idealismo; nos situaría en la senda de dar respuestas, siempre provisionales, inciertas y precarias, a los retos de unos individuos condicionados por el tiempo y a las nuevas exigencias de una sociedad siempre cambiante. Hemos sido víctimas de una “vana aspiración a poder llegar a disponer de una ingeniería pedagógica que dé un estatuto serio al saber acerca de la educación y que evite que cada profesor tenga que inventarlo” (Gimeno, 2008: 135); hemos depositado nuestra confianza en los procesos de planificación y control de la enseñanza, como si fuesen algoritmos que estructuran la acción y la determinan; hemos confiado demasiado en el refuerzo legitimador de las prácticas de evaluación pretendidamente “objetivas” (Gimeno, 2008). Nadie medianamente inteligente puede estar convencido de haber encontrado la solución válida, sea en forma de paradigma, de recurso pedagógico, de método u organización para resolver los cada vez más complejos y diversos problemas que tiene planteados la educación (Sarramona, 2003).

    

       Pero a pesar de esta incertidumbre que envuelve la acción educativa, sí es posible, en estas mismas circunstancias, educar. Es posible ayudar a las jóvenes generaciones a adquirir el equipaje o competencias necesarias para descifrar e interpretar la realidad de su entorno, a leer los acontecimientos y a encontrar las claves de interpretación de su propia existencia; es posible ayudar a los “recién llegados” a situarse en un mundo, en “su” mundo que está siempre necesitado de nuevas aportaciones. Quizás, aquí, en esta labor hermenéutica, encontremos hoy los educadores nuestra función más importante. La educación no es la interpretación petrificada de la existencia humana, sino la reinterpretación, en un nuevo contexto, “de las tradiciones humanas que siempre tienen que ver con el presente, con sus desafíos, incertidumbres e intereses” (Duch, 2004, 179); es ayudar a alguien concreto a recorrer un camino que arranca en algún lugar, viene de algún sitio, y lleva hacia algún destino como meta y finalidad del trayecto; es ayudar a “leer” los acontecimientos desde la pluralidad que sea posible; es ayudar a introducir en el mundo a los “recién llegados”, a alumbrar un nuevo nacimiento por el que el mundo se renueva sin cesar (Arendt, 1996). Y este recorrido educativo es único e irrepetible para cada individuo. A diferencia de la ciencia o de la filosofía sistemática que se dirige al hombre universal y abstracto, la educación se dirige a cada persona concreta en la singularidad de una vida humana. De aquí que debamos ser muy prudentes en la extrapolación de conclusiones en nuestra investigación pedagógica.

    

       Se debería tener en cuenta que el camino de la formación personal quien lo recorre es el educando. El educador acompaña, orienta y guía, anima y facilita, pero no suplanta al educando, ni impone un determinado recorrido. La educación es construcción, edificación; y levantar, construir el edificio de lo que uno proyecta ser es una tarea en la que la participación del propio sujeto es insustituible. La educación prepara para vivir y vivir éticamente, es decir, desde la responsabilidad. La educación es propuesta, ofrecimiento respetuoso, testimonio de un modo de vida, hecho desde la experiencia de un estilo ético de vida. Y esta iniciación o introducción a una vida  ética, que es la educación, viene siempre de la mano del otro, del acompañamiento del otro, desde el testimonio ético del otro.

 

3.- Los valores, contenido de la educación

 

Existe un acuerdo generalizado, al menos formalmente, entre los educadores y pedagogos en que debemos educar a la totalidad de la persona. Y esta afirmación, recurrente en la literatura pedagógica, la asumimos con total naturalidad. A veces, ingenuamente se piensa que basta con la simple formulación de un objetivo para que éste “milagrosamente” se convierta en realidad. Y las afirmaciones y los buenos propósitos no necesariamente se traducen en la práctica. Con demasiada frecuencia en educación abundan más los buenos propósitos que la realización de los mismos. Es un hecho inobjetable que la valoración social del conocimiento científico-técnico, o simplemente del saber intelectual está muy por encima del equipamiento moral. Se sigue pensando que el “equipamiento intelectual” es suficiente para la formación de la persona y del ciudadano. El concepto de persona “formada” no conlleva necesariamente, para un elevado porcentaje de la población, el equipamiento moral. Es verdad que el aprendizaje o apropiación de valores morales se considera como un fin plausible, pero este es “prescindible” en la práctica, sin que por ello se ponga en cuestión la acción educativa. La sombra de la Ilustración todavía sigue siendo muy alargada, impregna la vida intelectual y se traduce en prácticas de conducta inmoral que han merecido duras críticas de Horkheimer y Adorno, en su obra Dialéctica de la Ilustración (1994) por su contribución a la historia ininterrumpida de sufrimiento y sacrificio de los excluidos.

    

     La educación de la persona en los valores morales ha ocupado, hasta ahora, un segundo lugar en las prioridades del conjunto de la sociedad. Esta ha demandado, con mayor urgencia, la formación intelectual y la preparación científico-técnica de las jóvenes generaciones para su inserción laboral en la sociedad, olvidando que la educación no se cumple plenamente ni sólo en los conocimientos, ni tampoco en su mera realización técnica. Para este fin exclusivo, la aportación de la educación en valores no es relevante. Sólo cuando los problemas de la violencia, consumo de drogas, corrupción, etc. han sacudido fuertemente nuestra “tranquilidad y paz social” nos hemos vuelto hacia los valores como dique de contención de los males que se nos vienen encima. Y entonces hemos pedido a la institución escolar que, una vez más, venga en nuestro auxilio. Quizás nos hayamos equivocado en la estrategia. Hemos llamado a una puerta en cuyas manos no está la respuesta “suficiente”, ni tampoco la más eficaz a los problemas morales que nos afectan. Si se demanda el equipamiento moral de nuestros jóvenes (y del conjunto de la sociedad) para hacer frente a esos problemas, entonces, la familia es el ámbito de intervención insustituible y privilegiado, la puerta a la que necesariamente hay que llamar. Y la razón radica en la naturaleza misma del valor moral. Este no es sólo idea y concepto sobre la justicia, la tolerancia, la solidaridad, la paz y la libertad. etc. No es solo discurso y reflexión. Los valores morales son, en su raíz, convicciones profundas, creencias prescriptivas que orientan y dirigen nuestra conducta (Escámez y otros, 2007); creencias que se traducen necesariamente en modos y estilos éticos de vida que configuran un modo determinado de afrontar la existencia; son como los ojos o ventanas a través de los cuales vemos y nos asomamos al mundo, lo juzgamos y lo valoramos; son el “humus” en el que se resuelve nuestra existencia humana y moral. Los valores morales son aquellas cualidades que nos atraen y nos atrapan, que nos sacan de nuestra indiferencia, trastocan y transforman nuestra vida, nos ayudan a hacer un mundo más humano, más digno, más habitable; aquellas cualidades sin las cuales nuestra vida no podría ser calificada de humana. Son el esqueleto y la arquitectura que dan sentido y coherencia a nuestra existencia, el “alma” de la vida humana, aquello que, en última instancia, nos puede decir quiénes somos (Ortega y Mínguez, 2001).

     

       Uno de los grandes pensadores del pasado siglo, Ortega y Gasset (1973), al hablar de las creencias, dice que éstas se confunden, para nosotros, con la realidad misma. Son nuestro mundo y nuestro ser. “Las creencias constituyen el estrato básico, el más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas: Pensamos en lo que nos es más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas las somos” (Ortega y Gasset, 1973, 18). Los valores morales (justicia, solidaridad, libertad, tolerancia, dignidad de la persona, etc.) son nuestras creencias o convicciones profundamente arraigadas en nosotros y durante mucho tiempo interiorizadas; por ello son difícilmente modificables, y están destinadas a acompañarnos durante toda nuestra vida, encontrando diversas formas de realización (manifestación) en función de las culturas en que, necesariamente, son reinterpretadas. Los valores morales (nuestras creencias) son finalistas en tanto que componentes esenciales de la vida humana, y nunca pueden ser considerados como un “añadido”, ni siquiera ser empleados como medios o instrumentos para obtener otros fines.

      

       Hasta ahora, el acceso al mundo ético de los valores se ha basado en el “discurso y la reflexión” sobre la necesidad de los mismos para garantizar la convivencia y la formación personal. La pedagogía del valor ha venido descansando en la “comprensión intelectual” de los valores. De ahí se ha derivado una pedagogía cognitiva del mismo valor y de la educación moral, presente aún en nuestros días. Y los valores no son sólo discurso o ideas y concepto, ni tampoco son independientes ni se dan fuera o al margen de la realidad histórica. Ésta los condiciona esencialmente. El valor no ocurre o sucede fuera del tiempo y del espacio, sin “circunstancia”. Su condición de realidad histórica le afecta en su naturaleza, como al mismo ser humano. Ello quiere decir que el valor moral es discurso, idea y concepto, pero también es experiencia. Y es esta experiencia, en sus múltiples manifestaciones, la que mueve al sujeto a incorporar a su conducta la idea o concepto de un valor, la que nos lo hace atractivo y nos atrapa (Ortega y Mínguez, 2001). Más aún, es la condición necesaria, la puerta de acceso para que el valor pueda ser aprendido o apropiado.

     

      El carácter histórico, experiencial del valor moral nos obliga a un giro radical en cómo pensamos la educación y en cómo la llevamos a la práctica. En la enseñanza del valor se hace inevitable que hable la experiencia en la que el valor se expresa y se manifiesta, desde una doble vertiente: en lo que es o debe ser (experiencia positiva), y en lo que no debe ser (experiencia negativa). La corriente “idealista” de la educación ha destacado el aspecto formal o cognitivo del valor en su pretensión de huida de toda contaminación subjetivista o relativista del valor. Y en este afán por “salvar” el valor, éste se pierde. La idea de justicia, solidaridad, tolerancia, libertad, etc. dejan de ser sólo ideas y conceptos, y se convierten en valores cuando afectan, conmueven y trastocan al sujeto, cuando encuentran su “complicidad”, cuando están atrapadas por la inevitable realidad histórica que envuelve la vida de todo individuo (Ortega y Mínguez, 2001). Sin la pasión por la idea o concepto, sin su irremediable condición histórica que afecta al ser humano, aquí y ahora, no hay valor moral. El componente afectivo, pasional no es otra cosa que el sentimiento o pasión por la justicia, la libertad, la solidaridad, la tolerancia, etc. Este componente pasional o afectivo del valor es también componente esencial del mismo. Sin éste, el valor queda reducido a sólo idea o concepto.

       

       El discurso y la práctica educativos han estado muy apartados de la experiencia. Hemos olvidado o ignorado que nunca se educa si no es en el envolvimiento de una tradición y de una lengua, es decir, en una cultura como forma de entender y realizar la existencia humana. Si esto es así, vincular la educación a las experiencias de la vida real de nuestros educandos se convierte en un axioma educativo. No hay lenguaje y praxis educativos si no hay lenguaje de la experiencia. Inevitablemente, hablar de educación es hablar de experiencia. Sin ella, el discurso educativo se torna en discurso vacío, en retórica inútil.   

 

4. La educación es, en sí misma, una acción ética y política

 

La educación es, en sí misma, una acción ética. “No hay educación sin ética. Aquello que distingue la educación del adoctrinamiento es precisamente que la primera tiene ineludiblemente un componente ético” (Mèlich, 2002, 51). No puede haber acción educativa si no tiene como finalidad la consecución de objetivos en sí mismos valiosos, éticamente asumibles por todos. Una educación que prescinda de los valores, en la pretensión de ser “neutral” u “objetiva”, además de ser imposible e indeseable, es una contradicción en sus propios términos. Cada acción educativa se sostiene en función de que asume, implícitamente, que algo merece ser enseñado y aprendido. En cada acción educativa se transmiten, inevitablemente, determinadas preferencias, actitudes y valores. La ética no nos la podemos quitar de encima, forma parte de nuestro equipaje de humanos. Tampoco la acción educativa se puede sustraer a la “servidumbre” de la moral. “Educar es ya una tarea moral, refugiarse en la enseñanza de unos contenidos meramente instructivos, al final, se ha mostrado como una pretensión ingenua. La decisión misma de transmitir unos contenidos u otros es ya una opción moral, en cuanto se estima valiosa para contribuir a la “mejora” de los alumnos” (Bolívar, 1998, 48). Al afirmar la inevitabilidad de los valores en la acción educativa rechazo la posición de aquellos que sostienen que ya no es defendible la presencia de ningún criterio axiológico o normativo en la educación. Si esto fuese así, a la educación, como afirman Gil y Jover (2008), sólo le cabría desvanecerse en una especie de relación difusa en la que nadie busca nada de nadie, en un mercadillo donde cada cual escoge lo que se le antoja en función de unas modas que se saben pasajeras. Y concluyen dichos autores: ”Sólo desde una actitud hipócrita, o desde la comodidad del que escribe atrincherado en su despacho sin ningún compromiso de acción, puede mantenerse una ausencia de criterios normativos que implicaría tener que aceptar que la miseria y la sumisión valen lo mismo que la calidad de vida y la libertad, aduciendo, quizás, que esos conceptos reflejan los valores occidentales y por lo tanto no se puede demostrar su validez general”  (Gil y Jover, 2008, 237-238).      

 

      El discurso pedagógico, por otra parte, no tiene como función principal “describir y explicar” un estado de cosas, sino prescribir actuaciones que cambien situaciones, en algún sentido éticamente no deseables, o contribuyan a una mejora de la situación actual. Es decir, el discurso pedagógico, por naturaleza, está volcado a la acción, y a la acción ética; es, en su misma raíz, un discurso práctico y ético. Por ello, cuando hablamos del carácter ético de la educación nos referimos a la praxis, no sólo a un discurso encerrado en la pura reflexión o ejercicio intelectual.

   

       Pero los presupuestos éticos son muy diversos, y nos llevan a metas también muy distintas, y condicionan inevitablemente las estrategias de actuación. Quizás la pregunta que nos debamos formular sea ésta: ¿qué ética o qué moral debe estar presente en el discurso educativo? O más concretamente: ¿qué ética o qué moral debe inspirar nuestra acción educativa, aquí y ahora? La respuesta que demos a estas preguntas no es retórica, ni inocua o indiferente. El modelo o paradigma moral por el que optemos en nuestra acción educativa nos lleva, necesariamente, a una determinada construcción de persona, y también a una determinada manera de hacernos presentes en la sociedad (Ortega, 2004). Todo discurso educativo viene “de algún sitio” y va “hacia algún lugar”, se plasma en unos modos concretos de responder a los retos actuales del ser humano. Y todas las éticas no hablan el mismo lenguaje, ni tienen el mismo contenido y tampoco los mismos propósitos. En este trabajo se opta por una ética y una moral material (no formal), que encuentra en el sentimiento moral de acogida del otro, en la compasión solidaria el núcleo básico o soporte de la acción educativa. No es la ética idealista de raíz kantiana que pretende justificar e impulsar el comportamiento moral de los individuos desde la obligatoriedad de unos principios universales y abstractos, ajenos a todo contexto y a toda consideración subjetiva o particular de un individuo, a toda afección o sentimiento que pueda poner en riesgo la objetividad y universalidad de esos principios (Ortega, 2006).

     

        Es en los filósofos de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno) y en Levinas  donde encontramos una propuesta clara de una moral material que tiene como contenido las experiencias reales de la vida de los seres humanos en las circunstancias en que les ha tocado; circunstancias que, para Horkheimer y Adorno, están inexorablemente vinculadas a la experiencia límite del Holocausto. De una lectura somera de estos autores se desprende que la moral es: a) resistencia al mal; b) compasión ante el sufrimiento del otro; c) compromiso con la justicia; d) memoria de las víctimas. “No cabe la vida justa en la vida falsa” (Adorno, 2004, 44). Con estas duras palabras denuncia Adorno la hipocresía de una sociedad que pretende alcanzar un nivel de vida humana, moralmente digna, en complicidad con las estructuras de dominación que ahogan la libertad y la posibilidad misma de vivir. La resistencia a lo que “no debe ser” no es sólo resistencia al sufrimiento histórico de los inocentes, sino a toda forma de explotación y humillación que ha hecho de la Ilustración un sistema totalitario como ningún otro sistema (Horkheimer y Adorno, 1994). La obra Dialéctica negativa (Adorno, 1975) es una dura crítica al discurso moral idealista que más que ofrecer una base para la construcción de una sociedad justa es, por el contrario, su producto y cumple una función legitimadora de la misma. Desvelar el mal histórico, resistir a la dominación sobre los más débiles es una función inherente a la moral, es su razón de ser; resistir la propaganda de ocultación que impide el conocimiento de los sufrimientos que provoca, es una tarea inaplazable de una moral que tiene como meta el “que la injusticia no tenga la última palabra” (Horkheimer, 2000).

    

       Cuando decimos que la educación es inseparable del sentimiento moral no defiendo ningún tipo de irracionalismo moral. En otro lugar (Ortega, 2006) he defendido que la respuesta moral en el ser humano no es una reacción emotiva ciega a la razón. No es una respuesta ajena a la racionalidad. Sostengo que “en el origen de esta moral no está la razón, sino el sentimiento, el “pathos”, el anhelo de justicia que ponga fin al sufrimiento de los excluidos de la felicidad a la que tienen derecho; está la urgencia de solidaridad con los miserables. En esta moral no es la razón la que nos inclina a obrar según el deber, pero tampoco es un sentimiento irracional. Es una afección en la conciencia por el reconocimiento de los otros en sus circunstancias concretas” (Ortega, 2006, 513). Suprimir la mediación de la razón conduciría a un decisionismo entregado a los mecanismos de dominación. Cuando compadecemos, cuando nos hacemos cargo del otro, nos mueve no una razón abstracta de la dignidad de la naturaleza humana, sino un sentimiento “cargado de razón”, que intentar justificarlo con argumentos desde la moral idealista, constituiría un sarcasmo para todos aquellos ultrajados a quienes se les ha negado la dignidad. ¿Por qué tienen que justificar los explotados su derecho a ser tratados como personas? Más bien son quienes explotan los que deben argumentar o dar explicaciones de sus conductas contra los derechos de los otros. No es el sentimiento moral, sino la realidad inmoral la que necesita una fundamentación “racional” (Horkheimer, 2002).

   

      Desde hace años propugno (Ortega, 2004) un discurso educativo que se plasme en una actitud compasiva y en una respuesta de acogida a la persona concreta del otro, cuyo soporte ya no es la moral “idealista” de la ética discursiva que contempla individuos abstractos e intemporales, sino la ética de la alteridad y de la hospitalidad, la “ética del rostro, del huérfano y de la viuda”, en expresión feliz de E. Levinas; la ética de la com-pasión, es decir, la ética del hacerse cargo del otro (Levinas, 1991). Este enfoque de la ética y de la moral conlleva la “deconstrucción” del sujeto moderno y la construcción de una subjetividad que no se defina como relación del yo consigo mismo, sino como relación con el otro, como respuesta al otro y del otro interpelante, hasta el punto de llegar a una “descentración radical del punto de vista posesivo de “mis” derechos o “nuestros” derechos y su sustitución por la perspectiva de los derechos de “los otros” (Bello, 2004, 105). En esta ética el sujeto sólo llega a ser sujeto moral en la medida en que su identidad se rompe y se transforma, se quiebra por la presencia del otro (Mèlich, 2001). En este acto de descentramiento del propio yo, el sujeto se hace responsable del otro, es decir, sujeto moral. Nos constituimos en sujetos morales no en un ejercicio de autonomía, sino en la dependencia del otro, cuando respondemos de él, cuando nos hacemos cargo de él desde la más radical heteronomía (Levinas, 1991), término éste que “ha sido dañado hasta el punto de volvérsenos hoy irreconocible e ingrato como tal principio moral” (Bárcena y Mèlich, 2000, 130).    

   

    Pero “hacerse cargo del otro” implica asumir la realidad de éste en todas sus dimensiones, también su realidad socio-histórica. Por ello, la tarea de educar es inseparable de la acción política. Quizás una de las tareas más urgentes que debe abordar el discurso y la praxis educativos sea tomarse en serio el contexto de la acción educativa. De ello depende que el educador pueda encontrar el espacio en el que sea posible establecer una relación ética con el educando; de ello depende que el educador pueda entrar en todo aquello que es importante para el educando, evitando así que la actuación educativa decaiga en retórica; de ello depende que la experiencia de vida, y no sólo el discurso, juegue un papel básico e indispensable en la acción educativa; de ello depende que podamos hablar de educación y no de un ejercicio manipulador. Y si el contexto y, por tanto, la experiencia están presentes en el discurso y la praxis educativos, también la política. ¿Qué otra cosa es la experiencia sino la urdimbre de la vida que envuelve a cada individuo? ¿Qué otra cosa es la vida de cada individuo sino la experiencia de ser vulnerable, la experiencia de sufrimiento que jalona cada uno de nuestros días? ¿Qué otra cosa debe hacer el educador si no es responder, aquí y ahora, al sufrimiento del otro en la acogida y en la compasión? Si educar implica asumir toda la realidad socio-histórica de cada educando, la educación se convierte y es una acción y una tarea esencialmente política cuando “bajamos de Jerusalén a Jericó”.

 

    Hay otro aspecto en la educación, escasamente tratado, que la convierte en una acción esencialmente moral y, por ello, política: su dimensión anamnética. No somos responsables sólo de aquellos con quienes convivimos , o de los “recién  llegados”, o de los que han de venir. Somos deudores de aquellos que nos han precedido, de todos aquellos que hicieron posible la experiencia de justicia y de libertad, de solidaridad y de tolerancia que hoy nos permiten ejercer de humanos. De su legado, y de lo que que aún queda por construir, también somos responsables para que sus vidas no hayan sido baldías (Ortega, 2009). “Nuestra vida tiene algo pendiente que nos impide instalarnos de una vez por todas, algo pendiente con los que nos han precedido, y que nos demanda una constante reubicación y resituación” (Mèlich, 2010, 120). El discurso pedagógico, y más aún nuestra praxis educativa, han vivido de espaldas o han intentado cancelar nuestro pasado más inmediato; no han encontrado, todavía, un espacio para hacer justicia a los sufrimientos de tantas víctimas que sucumbieron ante la barbarie. Se ha puesto en práctica, por el contrario, una pedagogía y una educación centradas en la búsqueda del “equilibrio y de la armonía social”, reticente a toda experiencia del mal. Y una pedagogía y una educación que no pongan su telos en la cancelación del mal, quedan reducidos a una función más del engranaje social, a una legitimación del “orden” social. “Sólo la memoria de todas las víctimas nos puede hacer recuperar la dignidad moral, hacerles justicia y construir el futuro” (Ortega, 2006, 521).     

   

     Asociar el carácter político de la acción educativa a sólo coyunturas singulares o necesidades de un momento o contexto determinado significa ignorar la naturaleza misma del ser humano que “como personas no podemos ni debemos evitar la idea de que los problemas que vemos a nuestro alrededor son intrínsecamente problemas nuestros. Son responsabilidad nuestra, con independencia de que también lo sean o no de otros”  (Escámez, 2003, 197). O entender el significado político de la educación como un “añadido” es ignorar que el componente político es inseparable de las condiciones de vida de cualquier individuo que reclama ser acogido en toda su realidad. La educación es y se define como una acción política. Es esencialmente una acción política. La institución escolar no puede ni debe vivir de espaldas a la realidad de su entorno. Por el contrario, debe procurar que los estudiantes adquieran las competencias básicas para un  discurso público que se traduzca en: “el ejercicio de juicios decisivos sobre asuntos públicos; el interés por el bien público; el desarrollo moral para conocer y hacer lo justo en las situaciones conflictivas de la vida social y la disposición para el servicio a la comunidad” (Escámez, 2003, 207). Ello supone oponerse a la “cultura del yo” en la que está instalado el hombre moderno y revalorizar la esfera pública como ámbito de realización personal; desenmascarar el narcisismo omnipresente de nuestra sociedad que busca en la vida “privada e íntima” la fuente de la felicidad, sin referentes externos y convivenciales; exige un gran esfuerzo para enfrentarse a la “suspensión del mundo público” como forma normal de vida.

 

    A los educadores les es exigido prestar atención a las circunstancias concretas de cada sujeto que reclama ser atendido y escuchado en “su” situación, en la experiencia concreta de su vida para poder ser ayudado (educado) en “su” proyecto de construcción personal, que nunca se va a producir al margen o fuera del “aquí y del ahora”. A los profesores les es exigido “un cambio en la cultura de enseñar, una nueva filosofía de la educación que invierta las prioridades y los papeles de los agentes de la enseñanza, que sitúe al profesor en un escenario distinto y lo coloque en una “situación ética” en la que el alumno deje de ser objeto de “conocimiento y de control” para convertirse en interlocutor necesario en su proceso de construcción personal” (Ortega, Mínguez y Hernández, 2009, 249-250). En educación, como en la vida misma, siempre hay preguntas y respuestas por hacer, nada está definitivamente hecho ni dicho. Partir y atender a la realidad de cada sujeto concreto implica incorporar un nuevo lenguaje y unos nuevos contenidos en la acción educativa. Significa tomarse en serio la inevitable condición histórica del ser humano.  H. Arendt (1996, 208), a la hora de decirnos algo “nuevo” y también “antiguo” sobre la educación, nos ha dejado estas palabras: “La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”. Sólo una pedagogía del “aquí y del ahora”, alejada de todo idealismo, es capaz de encontrarse con el ser humano concreto que demanda, desde su vulnerabilidad, una respuesta moral, es decir, responsable. Sólo una pedagogía del amor es capaz de hacerse cargo del otro. Sin amar es imposible educar.         

 

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Resumen:

El autor aborda en este trabajo la necesidad de una educación que contemple la singularidad de cada educando y su contexto socio-cultural. La educación se define como acompañamiento y guía, reconocimento y acogida del otro, y se subraya la necesidad de vincular el lenguaje y praxis educativos a la experiencia. Así mismo,  se resalta el inevitable carácter práctico y ético de la educación. Sin ética no hay educación. Y si el contexto está presente en el discurso y praxis educativos, también la política.

 

   Descriptores: educación, valor moral, acogida, experiencia, ética, política