EDUARDO LOPEZ AZPITARTE
Artículos de Selecciones de Teología
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EDUARDO LOPEZ AZPITARTE | 21 | 84 | Octubre - Diciembre | 1982 | Etica y magisterio de la Iglesia | Ver | |
E. LÓPEZ AZPITARTE | 23 | 89 | Enero - Marzo | 1984 | La moral popular en la reflexión ética del teólogo | Ver | |
EDUARDO LOPEZ AZPITARTE | 28 | 110 | Abril - Junio | 1989 | El don de la vida: luces y sombras de un documento | Ver | |
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE | 28 | 111 | Julio - Septiembre | 1989 | Desafíos actuales de las ciencias a la teología moral | Ver | |
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE | 28 | 112 | Octubre - Diciembre | 1989 | La ética cristiana: ¿fe o razón? | Ver | |
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE | 29 | 115 | Julio - Septiembre | 1990 | Problemas éticos de la eugenesia | Ver | |
EDUARDO LOPEZ AZPITARTE | 32 | 127 | Julio - Septiembre | 1993 | Intersexualidad y transexualidad: hacia una valoración ética | Ver | |
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE | 36 | 143 | Julio - Septiembre | 1997 | Exigencias ecológicas y ética cristiana | Ver | |
EDUARDO LÓPEZ AZPITARTE | 37 | 148 | Octubre - Diciembre | 1998 | La legalización de la eutanasia Un debate actualizado | Ver |
ETICA Y MAGISTERIO DE LA IGLESIA
Ética y magisterio de la Iglesia, Proyección 27 (1980) 23-31
Ciertos interrogantes y dificultades han cuestionado modernamente el valor y la
importancia del magisterio. Sin pretensiones de exhaustividad propondremos algunas
reflexiones esclarecedoras en su papel de formación de la conciencia moral.
Hacia una nueva valoración: Hipótesis actuales
En el fondo de los planteamientos actuales late el problema de la autoridad del
magisterio en doctrinas éticas no directamente relacionadas con la revelación. No dudan
de la función única e insustituible de la Iglesia en la custodia y defensa de la
interpretación del mensaje, ni tampoco que a ella toca decidir si una tesis, que se
presenta como un derecho natural, es conciliable o no con la doctrina revelada. Pero
piensan, en cambio, que las declaraciones, incluso solemnes, sobre contenidos éticos sin
fundamento bíblico, no tienen el carácter de magisterio doctrinal, sino sólo una función
pastoral u orientadora y por tanto no son infalibles ni absolutamente obligatorias si su
contenido no es manifiesto en la misma revelación.
En ciertas exigencias de la ley natural, la Iglesia podrá, e incluso deberá pronunciarse,
pero no en virtud de su magisterio doctrinal, sino para iluminar prácticamente las
conciencias en casos de especiales dificultades o de incapacidad de los fieles.
Desempeñará entonces un papel vicario, a veces imprescindible, en el discernimiento o
en el proporcionar datos, pero no podrá obligar a una sumisión total de entendimiento y
voluntad. Subrayemos de nuevo que se trata de temas en que no existe una enseñanza
particular revelada. Es difícil ver entonces qué otro recurso, fuera de la reflexión y el
esfuerzo honesto de la razón, podría aducirse para que la doctrina proclamada tuviera un
carácter obligatorio. En ese campo, la conciencia deberá juzgar de todos los
argumentos, sin que los del magisterio vengan privilegiados por una mayor
obligatoriedad.
La doctrina clásica justificaba la obligatoriedad de ese magisterio en una peculiar
asistencia del Espíritu que, sin excluir un posible error, le daba sólida garantía.
Enseñaba a los católicos a analizar más la autoridad que proponía las normas, que las
razones de la doctrina. Pero la apelación inmediata al elemento sobrenatural puede
incidir en la sospecha de suplir la falta de sólidos argumentos.
La referencia al Espíritu es un criterio válido, pero insuficiente, si se prescinde de otros
elementos, como son la atención a los datos, las preguntas inteligentes y las respuestas
coherentes, el respeto y la sensibilidad por las objeciones, la atención a lo que han
enseñado otros maestros cristianos y la sintonía con el mundo concreto de los cristianos.
Todos estos autores modernos, sin negar el servicio del magisterio, se inclinan a una
nueva valoración del mismo que haga desaparecer su carácter estrictamente autoritario y
se convierta en estímulo para la maduración de la conciencia.
El planteamiento tradicional: Nuevas matizaciones
La doctrina tradicional era muy rígida y firme en determinados aspectos. Consideraba
que la ley natural forma parte del depósito de la fe que la Iglesia ha de guardar y
transmitir y puede por tanto imponer cualquier doctrina en ese campo, pues el hombre
se juega también en él sus relaciones con Dios. Ta l planteamiento, aceptado por muchos
entonces como doctrina común, se ampliaba hasta exigir un asentimiento al magisterio
ordinario no infalible, que no dejaba lugar a ningún reparo. Pio XII sentenció que el
parecer del Papa sobre una doctrina no infalible, hacía que tal cuestión no pudiera ya
discutirse libremente en adelante. El teólogo no tenía otro papel que el de indicar que tal
postura se encontraba más o menos contenida en la escritura o en la tradición. El
hipotético disentimiento quedaba prácticamente anulado por los requisitos exigidos y
por la tacha de presunción o soberbia atribuida a quien se atreviese a anteponer su
criterio al de la Iglesia oficial.
Sin entrar en el problema de fondo del carácter doctrinal y obligatorio o pastoral y
orientador del magisterio y admitiendo incluso el planteamiento más tradicional
aceptado por el Vaticano II, lo cierto es que las relaciones entre teología y magisterio
han de establecerse en un contexto nuevo. Ambos buscan interpretar los textos bíblicos
a nuevas situaciones y pretenden una misma fidelidad a la palabra de Dios, pero desde
perspectivas diferentes.
Relaciones entre teología y magisterio: Diferentes perspectivas
La función del magisterio es conservar y transmitir el patrimonio de la verdad revelada.
Por eso, omite pronunciarse sobre cuestiones discutidas que no ponen en peligro la fe o
la moral y tiene como preocupación principal mantener incontaminado el depósito
revelado. Le preocupa más defender y repetir que renovar y actualizar, porque le
interesa sobre todo asegurar una evolución homogénea, sin rupturas ni contradicciones.
Por otra parte, el magisterio está siempre orientado por un interés pastoral tendente a
evitar la desorientación o el escándalo de los fieles. Es normal que no asuma ideas
innovadoras no plenamente verificadas. Y en este sentido, y sin ningún matiz
peyorativo, el magisterio es conservador y está atento a advertir sobre los riesgos o
dificultades de los nuevos planteamientos. La frase de Inocencio III al arzobispo de
Compostela describe ese talante: "De todas estas cosas te respondemos en forma
escolástica. Pero si nuestra respuesta conviene que sea apostólica lo haremos con mayor
simplicidad y más cautamente".
El teólogo, en cambio, se preocupa mucho más por hacer inteligible la verdad,
acomodarla a la cultura y la sensibilidad de los hombres, profundizar en la Revelación o
deducir las consecuencias éticas para el mundo actual, que por transmitirla. Eso le lleva
a proponer hipótesis diferentes a las tradicionales, a adelantarse al magisterio e incluso a
desencadenar ciertas inquietudes en quienes, por temperamento, formación o ignorancia
se desconciertan más fácilmente.
La colaboración de ambas perspectivas ayudaría a una mayor y mejor credibilidad. Pero
la dialéctica entre enfoques distintos, incluso con finalidad común, no es fácil y, de hecho, surgen tensiones y conflictos. Pero la mera repetición de lo oficialmente
aprobado bloquearía cualquier progreso teológico o moral.
La historia enseña que el progreso doctrinal habría sido una pura entelequia sin la
"desobediencia" de los teólogos; así como, sin las señales de alerta del magisterio, se
hubieran producido otros lamentables daños. De ahí que como indica la Comisión
teológica internacional: "En el ejercicio de las funciones propias del magisterio y de los
teólogos no raramente se encuentra una cierta tensión. Lo cual no es extraño ni hay que
esperar que semejante tensión pueda alguna vez solucionarse por completo en esta
tierra. Al contrario, donde hay verdadera vida, tiene que haber tensión. Esta no supone
enemistad o auténtica oposición, sino una fuerza vital y un estímulo para cumplir juntos,
en forma de diálogo, el propio oficio de cada uno". Muchos factores coyunturales
explican que ese enfrentamiento tenga hoy casi un carácter permanente. Sería bueno
evitar los excesos exclusivistas de cada una de las perspectivas. Aplicando lo dicho al
campo moral, haría que tener en cuenta los siguientes puntos fundamentales.
Justificación y racionabilidad de su enseñanza: La hermenéutica de los textos
Ya que la ética y los problemas más importantes del derecho natural no están
explícitamente resueltos en la Biblia, la autoridad deberá fundamentarse más en la
convicción y el razonamiento que en una imposición autoritaria que no logre hacer
razonables las exigencias presentadas. Con una coacción extrínseca, alejada de la
estructura racional y valorativa de la conciencia moderna. Será cada vez más difícil que
el hombre, consciente de su autonomía y responsabilidad, preste su asentimiento. Y no
se puede calificar precipitadamente de espíritu de rebelión si hay estima a la Iglesia y un
deseo sincero de buscar la verdad, sino de una ayuda a la credibilidad y al asentimiento
que la misma Iglesia debería agradecer.
Ninguna enseñanza magisterial nace fuera del espacio y el tiempo ni podrá conseguir
una adhesión madura sin la hermenéutica adecuada. La aceptación literal corre el riesgo
de dejar en la penumbra muchas verdades de las que no es lícito prescindir. Los
comentarios de las diversas conferencias episcopales a la Humanae Vitae ilustran este
hecho. Es natural que la interpretación de un documento dé lugar a pluralidad de
lecturas y nadie debería extrañarse, ni nadie debería defender una lectura como la única
correcta, máxime cuando no ha habido ningún tipo de condena oficial.
Además, como explicamos en otro escrito, la moralidad sólo se da en el juicio personal
de conciencia, una vez se han ponderado los diversos datos y teniendo en cuenta todas
las consecuencias. Lo que la Iglesia enseña -dijimos- son propiamente los valores
premorales y abstractos, para cuya aplicación concreta se precisa conocer las demás
circunstancias. Podrá decirse que alguna conducta es mala en teoría -y así habrá que
aceptarlo ordinariamente en la práctica- pero nadie podrá decir que sea así en cualquier
hipótesis, como el mal absoluto, que estuviera por encima de cualquier otro.
Un disentimiento respetuoso: Condiciones fundamentales
Por estas razones el mismo magisterio admite un cierto disenso cuando la doctrina tiene
poca fundamentación racional. Y es un signo de que la Iglesia no quiere imponer una enseñanza sin convicción personal y razonada. Es obvio que eso no autoriza un
individualismo moral, como si cualquiera fuera el creador de sus valores éticos y
pudiera prescindir de la autoridad y experiencia del magisterio. Pero cuando serias y
fundadas razones se oponen a una doctrina, es una posibilidad lícita disentir de ella.
En otras épocas el disenso era sólo privilegio de personas muy especializadas y sin
ninguna repercusión pública, ya que se exigía un silencio obsequioso. Otros autores,
más estrictos todavía, imponían el asentimiento, aunque existieran sólidas razones en
contra, mientras la Santa Sede, a la que se podía recurrir, no hubiera modificado su
enseñanza.
Esas posturas parecen hoy rigoristas. Se hallan hoy "expertos" en el campo moral y no
siempre son teólogos profesionales. Muchos problemas están relacionados con las
ciencias humanas y cualquier profesional seglar puede tener a mano la bibliografía para
formarse un juicio maduro y responsable. Una postura mantenida por teólogos serios,
parece que puede ser defendida, aun con reparos del magisterio, mientras se le respete y
estime. En la misma Lumen Gentium se habla de una "religiosa sumisión" al
magisterio, pero no se quiso incluir la afirmación de Pío XII de que en tal caso no puede
ser objeto de libre discusión.
El mismo "silencio obsequioso" parece que ya no es posible mantenerlo hoy.
Escamotear las dificultades no parece honrado ni se puede tampoco entablar diálogo o
formular hipótesis en círculos de iniciados sin que los medios de comunicación los
transmitan al gran público. Eso hace que la conflictividad sea actualmente más
frecuente que en otras épocas.
La solución no parece que deba buscarse en la línea de una autoridad más amenazadora
o impositiva ni tampoco en el desprecio del papel doctrinal de la Iglesia en ese campo.
Sólo la estima y la comprensión harán fecundo el diálogo que no pretenda eliminar, de
modo simplista, las divergencias y tensiones. La obediencia estará puesta al servicio de
la verdad y el deseo de alcanzarla nos hará ser críticos y, a la vez, atentamente
reflexivos a las orientaciones del magisterio.
Extractó: JOSE M. ROCAFIGUERA
LA MORAL POPULAR EN LA REFLEXIÓN ÉTICA
DEL TEÓLOGO
La moral popular en la reflexión ética del teólogo, Proyección 29 (1982) 183-198
Moral popular - moral institucional
El término popular encierra una serie de significados un tanto ambiguos y diferentes. En
todos ellos encontramos la referencia a otro término que, con frecuencia, se considera
superior. Bien sea que lo popular se oponga a la clase social dirigente, bien que
aparezca como antítesis de lo culto y civilizado, o que se interprete como lo opuesto a lo
oficial y proveniente de la institución. Creo que para estudiar la influencia entre el
pueblo y la reflexión ético-teológica, el adjetivo popular hemos de tomarlo como lo que
es distinto y contrapuesto a la ética oficial e institucionalizada, A este nivel quisiéramos
mostrar cómo el pueblo debe influir e influye de hecho en la reflexión moral del
teólogo.
No cabe duda que una de las características de la ética católica es su carácter oficial e
institucionalizado. La Iglesia queda constituida como guardiana de la fe y las
costumbres, y las defiende con su magisterio de autoridad para evitar toda desviación
peligrosa e iluminar la conciencia de los fieles.
Actitudes diferentes ante la moral institucional
Frente a este cuerpo oficial de doctrina pueden constatarse tres actitudes diferentes por
parte de los fieles.
La primera nace de un sentido místico de obediencia y lleva a una absoluta
identificación con lo institucional, que elimina toda conciencia de duda o crítica.
Rechaza toda oposición y la verdad se manifiesta como algo definitivamente conocido y
garantizado por el peso de la autoridad. Para ésta, es la postura más fácil y deseable,
pues evita toda presión y enfrentamiento. Tiene, con todo, graves peligros.
El hombre moderno, además, tiene hoy conciencia de su adultez y autonomía y exige
que se le manifiesten los motivos racionales que determinan la licitud o prohibición de
una determinada conducta. La simple y exclusiva obediencia podrá ser una forma leal y
honesta, pero el silencio y la pura sumisión no serán siempre el mejor servicio a la
verdad y a la Iglesia, como la historia ha demostrado repetidas veces.
En el extremo opuesto tenemos una postura de rebeldía e inconformismo permanente,
que se niega a aceptar casi por sistema las normas de la autoridad y encuentra siempre
motivos de crítica que justifican el rechazo. También esta postura tiene aspectos
positivos y graves limitaciones. La moral del pueblo como camino intermedio
Entre ambas posturas podríamos situar la masa silenciosa del pueblo, que se siente
lejano frente a lo institucional, pero que tampoco tiene un carácter agresivo. Es la moral
del hombre de la calle que no comprende los malabarismos que llevan a aceptar o
rechazar conductas muy similares. Sin sentirse ajeno a la Iglesia, adopta a veces
comportamientos que no están de acuerdo con las directrices oficiales y sigue en su
conducta caminos que no están aceptados por la autoridad.
Una doble postura ante la praxis popular
Es evidente que entre esta doble moral -la popular y la oficial- existe una tensión, y en
ocasiones la praxis popular constituye una amenaza y un riesgo para la moral
estructurada. El desajuste resulta peligroso, pues obstaculiza la eficacia del gobierno,
desacredita la autoridad y provoca nuevas formas de comportamiento.
Ante una situación como ésta, podríamos señalar una doble postura. La primera
quedaría simbolizada por una frase de Pío X: "Por lo que se refiere a la multitud, ésta no
tiene otro deber que el de dejarse guiar y el de seguir obedientemente los ma ndatos de
sus rectores".
El deseo de eficacia puede obnubilar esta función, y la unidad conseguida con la
violencia del poder corre el riesgo de ser demasiado frágil y quebradiza y de cerrarse,
sobre todo, a los valores del pueblo.
Pero tampoco el pueblo puede presentarnos una moral válida que cumpla con las
exigencias propias del saber. Aceptar sus valores, intuiciones, su sabiduría sana y
espontánea no significa una canonización de su conducta y criterios. De ahí que se
requiera una complementariedad que ya había expresado S. Agustín "Nosotros os
custodiamos por el deber que nos impone nuestro oficio, pero queremos ser custodiados
por vosotros. Somos vuestros pastores, pero, junto con vosotros, somos ovejas de este
Pastor. En nuestro plano somos para vosotros como una especie de pastores, pero bajo
el Maestro somos, junto con vosotros, condiscípulos en esta escuela".
La urgencia y necesidad de un diálogo complementario
En teoría este diálogo ha sido propugnado con fuerza, sobre todo a partir del Vaticano
II, donde se subraya la participación activa de los laicos en la vida y acción de la Iglesia.
Pero en la práctica no se han descubierto los cauces jurídicos para que esta
confrontación se realice en serio y que la influencia del pueblo en la elaboración
teológica oficial permanece siendo nula.
Lo primero que hay que afirmar es la urgencia y necesidad de este influjo para que la
moral no pierda su carácter dinámico y evolutivo. Todo lo institucional tiene el peligro
de la esclerosis: tiende hacia la conservación y el inmovilismo. La evolución no partirá
casi nunca desde arriba. La fuerza profética que dinamiza, estremece y nos pone de
nuevo en marcha nos viene casi siempre al margen de lo oficial. El dinamismo que impide la postura conformista se manifiesta primero y más fácilmente en la conciencia
del pueblo que en la estructura de la institución.
La teología de los hechos consumados
Un ejemplo evidente de esta influencia lo hemos visto en estos últimos años
posconciliares. La moral de otras épocas nos resulta hoy inconcebible. Tal
derrumbamiento ha sido ya una obra del pueblo, donde no encontraba un eco suficiente.
A partir de esta realidad, la reflexión teológica ha buscado nuevas pistas que han
comenzado a dar sus frutos. Y es que, aunque al pueblo no se le ha dejado influir de una
manera directa, él ha hecho acto de presencia e influye en la elaboración ética, a través
de ciertos mecanismos que quisiera brevemente apuntar.
Hay un primera reacción cargada de contenido teológico: la teología de los hechos
consumados. La misma tradición ha dado valor jurídico a la recepción o rechazo de la
ley por parte del pueblo, que se manifiesta sobre todo en el valor de la costumbre. La
doctrina de la Iglesia es taxativa en este punto y se exige la aprobación, siquiera
implícita del superior como causa primaria para que adquiera valor normativo. Ahora
me refiero a la fuerza existencial y de hecho que convierte la praxis en una ayuda
imprescindible para desenmascarar las elucubraciones de laboratorio y las ideologías
que no tienen apenas una base objetiva y experimental.
Es cierto que la ética no puede quedar reducida a la simple ceguera de los hechos, pues
la sociología sólo constata una realidad, sin enjuiciar los valores que en ella se
encierran. Así caeríamos en un relativismo positivista.
Sin embargo, aunque la praxis no tenga una fuerza normativa, puede revelarnos la
existencia de otras convicciones y motivos más ocultos, que explican los cambios de
conducta efectuados o los que pueden realizarse en un futuro cercano. Es verdad que la
masa resulta con frecuencia manipulada, pero creer que la praxis se explica sólo por el
engaño, la perversión, la fragilidad o el pecado es una postura demasiado cómoda que
evita el trabajo de un replanteamiento y la urgencia de proseguir una reflexión.
Justificación de este camino
Todo valor moral tiene que responder á las exigencias más íntimas y profundas de la
persona, pues constituye un bien para ella. La obligación ética no nace mientras no
encuentra una respuesta espontánea en lo más hondo de su ser. Por eso, cuando la
conciencia popular se vuelve indiferente hacia semejante invitación, de una manera
repetida y bastante generalizada, el teólogo debería plantearse una serie de preguntas e
interrogantes.
Por debajo de un comportamiento, que se extiende de forma progresiva y empieza a
considerarse válido y aceptable, es posible constatar la existencia de auténticos valores
normativos, que no han llegado todavía a explicitarse con claridad y que se revelan
como más justos y buenos que los expresados en las antiguas normas. El teólogo los
deberá analizar para descubrir su explicación más auténtica. Muchos progresos históricos de la sociedad civil y eclesiástica se han realizado por este
camino. Lo que al principio es una indisciplina y desobediencia, termina por imponerse
más tarde como algo normal y confirmado con el tiempo por la misma autoridad. La
"desobediencia" cuando no brota de un egoísmo o de un inconformismo infantil puede
convertirse también en un gesto de fidelidad y en una ayuda para la reflexión teológica,
Esta tensión lleva consigo riesgo y dolor.
Frente a esta lejanía del pueblo, que se siente indiferente y ajeno a las exigencias
oficiales, no creo que hoy valga el recurso a la imposición de tipo autoritario. No parece
que sea el camino adecuado para un mundo que tiene conciencia de su mayoría de edad.
Como tampoco sería un servicio al pueblo acomodar la ética a las simples exigencias
actuales, como si fueran unas rebajas comerciales. Se trata de autentificar y esclarecer;
una actitud vigilante a este signo de los tiempos nos evitaría caer en una moral
cristalizada y conformista, que no encierra muchas veces un respeto auténtico a la
tradición y a la verdad. La praxis cristiana se convierte de esta manera en un lugar de
cita, donde teólogos y pueblo deberían encontrarse para dialogar.
El impacto de los avances científicos
Otro elemento para la confrontación teológica es el mundo de la ciencia y de la técnica.
Lo consideramos popular, en cuanto que sus trabajos y des. cubrimientos avanzan por
caminos que la mayoría de las veces no están permitidos por la ética oficial. Si la moral
es la ciencia que busca lo mejor para el hombre, todas las demás ciencias pueden
entregar datos de enorme interés al moralista para conseguir esta finalidad. Sin tener en
cuenta las aportaciones de cada una de ellas no se llegará a descubrir los auténticos
valores para la orientación de la conducta.
Así la ética ha de ser una ciencia humilde, siempre abierta a las enseñanzas que puedan
ofrecerle las demás. No es posible mantener ciertos principios éticos si la
fundamentación científica es inexacta o ya desfasada. Ni la teología ni la moral poseen
el único saber válido sobre el hombre. Por eso el diálogo con este mundo aparece como
una necesidad apremiante. En teoría todo esto se acepta, pero en la práctica la actitud de
sospecha. y recelo frente a los nuevos datos científicos ha sido, por desgracia,
demasiado frecuente, cuando ponían en crisis enseñanzas tradicionales.
Todos los principios éticos generales se han elaborado para dar solución a los casos
concretos. Muchos mantendrán su vigencia orientadora; pero en otras ocasiones, los
nuevos horizontes descubiertos por las ciencias nos hacen captar los límites y
deficiencias de los principios.
Este progreso científico no resulta posible si no es a través de la experimentación. Pero
puede ser que la ética se convierta precisamente en un obstáculo para el mismo
progreso, al condenar cualquier investigación que no tuviese en cuenta las normas de su
enseñanza. Ahora bien, cuando se intenta andar nuevos caminos, tal vez esas normas
orientadoras sean ya inadecuadas. Surge entonces el conflicto entre la fidelidad a un
valor de siempre y la fidelidad a una nueva verdad que puede ser positiva para el
hombre.
Más allá de una postura defensiva: apertura crítica y racional
En el mundo actual se trabaja en toda clase de investigaciones, cuyo resultado nos es
por el momento desconocido. Como ejemplo, los múltiples estudios sobre óvulos
fecundados en el laboratorio y que para la moral suponen un atentado grave para la vida.
Algún día tal vez se llegue a un conocimiento científico más profundo de las
malformaciones genéticas. Los científicos que hoy prescinden de esas normas ¿son
verdaderos criminales o auténticos benefactores de la humanidad?
Debido a estas posibilidades modernas cada vez más frecuentes y sin poder prescindir
de unos valores tejidos por la experiencia, cabría pensar en la validez de una moral de lo
provisorio. No para negar la urgencia de los valores éticos, sino para no cerrarnos a los
descubrimientos de una verdadera ciencia humana, ni caer en un amoralismo completo.
La moral seria una voz de alerta que señala la existencia de ciertos limites, cuya
transgresión podría producir graves consecuencias. A medida que la humanidad avanza,
aumentan los peligros de una deshumanización progresiva.
El constante bombardeo desde el mundo de la técnica sobre nuestros esquemas
tradicionales, exige del teólogo no una postura defensiva, sino de apertura y crítica
racional para no cerrarse a este influjo científico que nos viene muchas veces por otros
caminos diferentes. Y la historia nos enseña cómo estos avances han influido de hecho
en la evolución de la moral.
Función condicionante de la cultura
Finalmente hay un aspecto mucho más importante donde el pueblo manifiesta su
influencia en la moral: la cultura. Su encuentro con el mundo y con los valores se opera
desde una determinada óptica cultural.
Ahora bien, si aceptamos la cultura como el conjunto de conocimientos, creencias,
costumbres, sentimientos, ilusiones, etc., que caracterizan el comportamiento global y
unitario del hombre, tendremos que admitir la existencia de diferentes tipos y una
variedad impresionante de fenómenos culturales.
La moral tampoco puede escaparse por completo a estos factores históricos.
Lo más característico de toda cultura es la primacía otorgada a un elemento prioritario,
que condiciona la armonía e integración posterior de los restantes datos. Según este
valor, los esquemas de conducta, sufren los consiguientes desplazamientos.
La moral, como la fe, no puede ser un universal abstracto, sino que tiene que darse
encarnada y se encuentra transida por una cultura en concreto. Una cultura que nos
acerca o nos aleja de determinados valores. El problema de la inculturación tiene su
aplicación dentro de una misma sociedad. Cuando los valores que se presentan al
pueblo no están permeabilizados por su cultura, la presentación de éstos no será nunca
asimilada, ni es posible su integración en la conciencia.
A lo mejor se está condicionado por una cultura materialista e inhumana, que impide
captar los valores que dignifican al hombre. En este caso habría que denunciar mucho más los presupuestos básicos condicionantes que los comportamientos lógicos que se
derivan de ellos. Al moralista no le interesa conocer sólo cómo respondieron los
hombres de otros tiempos, lo más importante es descubrir cómo debemos hacerlo en la
actualidad para poder ser fieles a las exigencias de estos momentos. Hoy somos
conscientes de que el pueblo tiene aspiraciones, necesidades y proyectos que nacen de
una cultura distinta a las de épocas pasadas, y que su cultura, además, tiene matices muy
diversos de aquella que se encuentra en las clases dirigentes. Una moral tiene que
responder a estas expectativas, y este impacto cultural termina por abrir una serie de
interrogantes y provocar un nuevo replanteamiento ético.
Yo creo que el pueblo se hace presente y ha influido de hecho en la elaboración ética a
través de su praxis, de sus conocimientos y de su cultura.
Tensiones entre el pueblo e institución
De todo esto brota la urgencia de encontrar normas orientadoras que respondan a las
necesidades presentes del hombre y de la comunidad. La ética cristaliza así en una
forma de conducta, en un conjunto de usos y costumbres válidas para un tipo de cultura
determinada. También el hombre tiene un deseo de autenticidad que le lleva a romper
con lo caduco. La moral busca librarse de la moralidad, como de una coacción
establecida que ya no tiene sentido para crear una moral más auténtica. Si la autoridad
pretende la defensa de los valores más estables, el pueblo ayuda a la purificación de los
elementos más contingentes y transitorios.
Este diálogo entre el pueblo y la institución es lento y doloroso y se realiza con tensión
y mutuas incomprensiones. La autoridad tiene miedo a todo tipo de cambio, y todo
influjo externo lo ve con recelo y como fruto del mal espíritu, de la desobediencia y de
la mala voluntad. En ciertos grupos del pueblo, el desprecio y la desconfianza va hacia
la institución, a la que se considera impermeable y sorda a todo intento de intercambio.
La consecuencia esa ruptura lamentable, en la que ya no es posible el mutuo
enriquecimiento.
Sin embargo hay una visión cristiana y optimista, si tenemos en cuenta el carácter de la
historia con todo su contenido salvador.
El pensamiento humano trabaja por penetrar en el misterio de las cosas, pero siempre
desde un ángulo restringido que obstaculiza el encuentro con la verdad. Habría que
decir que vivimos permanentemente en una conciencia pre-reflexiva de ella, que se va
enriqueciendo lenta y progresivamente. El hombre quiere y debe seguir investigando
como lo ha hecho hasta el presente. Se ha conseguido mucho en este descubrimiento de
la verdad, pero no puede permanecer tranquilo, pues su revelación no ha quedado
cerrada con el presente.
Estos mismos cambios evolutivos tienen también un significado sobrenatural en un
clima de fe. Dios ha querido crear un mundo que fuera salvado por Cristo, a través del
tiempo y de la historia. Esto significa que no todo se cumple de inmediato y en el
presente, sino de forma paulatina. La fe bíblica descubre en la historia un itinerario ascendente hacia una salvación
definitiva. Lo importante no es la simple sucesión de acontecimientos temporales, sino
el destino que Dios ha querido sembrar en el tiempo para convertirlo en eternidad. La
historia profana se ha llenado de una dimensión salvadora. La mirada no se dobla hacia
la nostalgia del pasado, sino que permanece abierta hacia la novedad del porvenir.
Como Abrahán, el hombre acepta la aventura de una historia sin retorno, en la que Dios
también conduce con una pedagogía paciente en medio de las vacilaciones y
dificultades.
La razón última de este paso lento, difícil y doloroso encuentra aquí su más profunda
explicitación. Todos somos peregrinos que caminamos con ilusión y esperanza hacia la
Verdad y el Bien.
Extractó: EDUARD POU
EL DON DE LA VIDA: LUCES Y SOMBRAS DE UN
DOCUMENTO
El progreso técnico en el campo de la biología ha permitido la procreación en parejas
estériles. También ha posibilitado experiencias de gran valor científico. La humanidad
se ha hecho consciente de su poder en este campo, pero también de los riesgos y
peligros inherentes a dicho poder: El autor del artículo, haciendo un comentario crítico
al documento vaticano sobre el tema, ' Donum Vitae", va poniendo algunos de los
principios fundamentales para que dicho progreso sea no sólo técnico sino también
ético.
El don de la vida: luces y sombras de un documento, Proyección, 34 (1987) 211-226
Los nuevos poderes del hombre: dimensión ética
Los temas de la bioética han sido objeto, en estos últimos años, de una abundante
bibliografía. Ello es debido al progreso técnico que ha permitido no sólo la procreación
en un número reducido de parejas estériles, sino que también ha posibilitado otras
múltiples experiencias de indudable valor científico. Ahora bien, toda manipulación en
la génesis de la vida no está exenta de riesgos y peligros. Y por tanto, si por un lado y a
la vista de los beneficios que reportará a la humanidad, este progreso nos llena de
esperanza, por el otro no deja de provocarnos miedos y perplejidades, ante el posible
abuso de los poderes que comporta. .
Aquí se trasluce ya la dimensión moral de todo este mundo de experiencias e
investigaciones. Hay que tener algún criterio para saber cuándo una forma concreta de
actuar humaniza de veras a los hombres y cuándo, por el contrario, obstaculiza ese
proceso y destroza nuestra propia dignidad. No es extraño, entonces, que los propios
hombres de ciencia hayan pedido la creación de Comités de ética, no por algún
escrúpulo religioso o metafísico, sino porque nadie mejor que ellos conoce los peligros
de una aventura sin fronteras.
Naturaleza y cultura: un difícil equilibrio
Este discernimiento ético, sin embargo, no resulta fácil. Y la dificultad radica en
conseguir el justo equilibrio entre naturaleza y cultura. Ni la naturaleza ha de ser
considerada un cosmos sagrado e intocable, como si el hombre no fuese su artífice y
señor; ni el hombre puede utilizar la naturaleza sin tener en cuenta las normas que
presiden su funcionamiento... Acción y contemplación; trabajo y respeto: ¿cómo
armonizar estas exigencias, siempre necesarias, aunque a veces parezcan
contradictorias?
La Instrucción Donum Vitae nos brida una respuesta a algunos de los interrogantes
suscitados. Lecturas parciales de un documento: entre la apología y la caricatura
Dada la complejidad de los problemas que aborda el documento y el pluralismo de
opiniones, era lógico que brotaran las discrepancias. Cada uno realiza su lectura a partir
de sus propias posiciones. Los que consideraban negativa y peligrosa la aventura técnica
en la que el hombre se había embarcado, han dado al documento su aprobación total.
Por el contrario, los que se han sentido frustrados en determinados puntos, han
reaccionado con una crítica excesiva y radical. Y entre la apología de unos y la
caricatura de los otros, está el asombro de muchas parejas que no comprenden cómo la
alegría de un hijo, obtenido con estos métodos, pueda calificarse de pecaminosa e
inmoral.
Frente a estas lecturas irreconciliables, trataré de hacer una reflexió n de conjunto para
recoger, con cariño y sinceridad, los aspectos del documento que me parecen
fundamentales, subrayando sus muchos elementos positivos, como también los límites y
sombras que encierra.
Sentido de la intervención: una voz de alerta
La Instrucción pretende dar, con muy buen acuerdo, una fundamentación racional y
convincente. En efecto, la ética no pertenece al ámbito de la fe, sino que debe buscar y
hallar en la propia racionalidad del hombre la justificación primera e inmediata de la
conducta. Y si bien la iglesia goza de una ayuda del Espíritu en orden al discernimiento
moral, ello no le exime ni de la necesidad de usar la razón; ni tampoco de la posibilidad
de caer en el error, como demuestra la historia.
En la Introducción del documento se nos dice que "la iglesia no interviene en nombre de
una particular competencia", sino movida por "el amor que debe al hombre" (Intr., 1, p.
16)1. Vivimos en un mundo en el que se ha difuminado la sensibilidad humana; un
mundo en el que la tecnocracia aparece como la nueva tentación del hombre moderno.
Al afirmar esto, no se trata de condenar la técnica ni la investigación científica, que
"constituye una expresión significativa del señorío del hombre sobre la creación" (ib., 2,
p.17); sino de recordar que tales poderes "comportan graves riesgos" (ib., 1, p. 16),
cuando no están "al servicio de la persona humana" (ib., 2, p. 18). Resumiendo el pensar
y sentir de la iglesia, el documento formula su posición en esta frase, densa de
contenido: "la ciencia sin la conciencia no conduce más que a la ruina del hombre" (ib.,
2, p. 18).
Una visión antropológica y personalista
Hay que descubrir, pues, cuándo estas técnicas y poderes se convierten en progreso
humano. Desde esta óptica antropológica y personalista, "el cuerpo humano no puede
ser reducido a un complejo de tejidos, órganos y funciones; ni puede ser valorado con la
misma medida que el cuerpo de los animales" (ib., 3, p. 19), por el carácter expresivo y
trascendente que encierra. Y, por otra parte, la vida del ser humano llamado a la
existencia no podrá perder nunca su inviolabilidad como valor básico e irrenunciable,
pues "sobre la vida física se apoyan y desarrollan todos los demás valores de la persona" (ib., 4, p. 21). Tampoco puede ser gestado con técnicas o procedimientos, lícitos en la
genética de las plantas o de los animales, pero que no respetan la dignidad del hombre.
La conclusión resulta lógica y coherente "lo que es técnicamente posible no es, por esa
sola razón, moralmente admisible" (ib., 4, p. 22).
Todo esto, que es elemental, no parece superfluo recordarlo hoy pues sabemos que se
multiplican todo tipo de experiencias sobre embriones y fetos vivos; que se los utiliza
para fines comerciales o se piensa ya en otras formas de manipulación "como son los
intentos de fecundación entre gametos humanos y animales, la gestación de embriones
humanos en úteros animales, el proyecto de construcción de úteros artificiales para el
embrión humano y las hipótesis de obtener un ser humano sin conexión con la
sexualidad humana, mediante fisión gemelar, clonación, partenogénesis..., cosas todas
ellas que deben ser consideradas contrarias a la moral" (ib., 6, p. 34).
Respeto básico a la dignidad de la persona
Algo parecido podría decirse cuando se quiere intervenir sobre el patrimonio genético
no con un sentido terapéutico, sino con el propósito de crear a un ser humano de
acuerdo con las cualidades, los gustos o los caprichos prefijados por los propios padres.
Lo que aparentemente es un progreso de la ciencia pierde su auténtico sentido al
comprometer otros valores más altos que conlleva la persona humana.
En este contexto, la iglesia afirma que "el ser humano ha de ser respetado desde el
primer instante de su existencia" (1, 1, p. 25). A algunos científicos y juristas les
parecerá poco matizada esta afirmación. Son muchas las discusiones actuales sobre la
naturaleza del blastocisto hasta el momento de su anidación. A pesar de las diferencias
de opiniones, la Congregación cree que "esta doctrina sigue siendo válida y es
confirmada por los avances de la biología humana" (1, 1, p. 26). En cualquier caso, se
trata de una postura tuciorista, fundada y razonable, aunque no todos la consideren
como la única posible.
Es lógico, pues, que se declare inadmisible no sólo el diagnóstico prenatal "cuando se
contempla la posibilidad de provocar un aborto" (1, 2, p. 28), o las intervenciones sobre
el embrión humano que no tengan carácter terapéutico (1, 3, p. 29), o "la praxis de
mantener embriones humanos in vivo o in vitro para fines experimentales o
comerciales" (1, 4, p. 32), sino también "exponer deliberadamente a la muerte
embriones humanos obtenidos in vitro, aunque sólo sea en esos primeros días después
de la fecundación" (1, 5, p. 33).
Los derechos fundamentales del hijo: existencia de una familia
Ya en la segunda parte, se subraya otro aspecto que me parece fundamental. Como las
técnicas posibilitan hoy la fecundidad en situaciones en las que antes no era posible
obtenerla, se ha empezado a defender un peligroso derecho a la procreación, como si
cualquier persona en cualquier circunstancia pudiera exigirlo. Aun sin discutir ese
hipotético derecho, parece evidente que debería quedar subordinado al derecho
prioritario e irrenunciable del hijo a ser procreado en unas condiciones que no
obstaculicen seriamente su desarrollo ulterior voluntariamente. Como a pesar de todas las críticas, la familia sigue siendo el lugar más adecuado del
crecimiento humana: "Sólo es verdaderamente responsable, para con el que ha de nacer,
la procreación que es fruto del matrimonio" (II, 1, p. 39). La paternidad no es sólo un
hecho biológico, sino que requiere un clima afectivo y una seguridad estable
indispensables para la maduración y equilibrio del hijo. De cualquier forma, no parece
sostenible que la fecundación dependa sólo de la voluntad de los interesados, sin tener
en cuenta los derechos del hijo que va a nacer.
Exclusión de otras maternidades
Por esto, la Instrucción establece -y en este punto la opinión de los moralistas es
unánime- que "es moralmente injustificable la fecundación artificial de una mujer no
casada, soltera o viuda, sea quien sea el donador" (II, 2, p. 42). Conviene recordar, en
efecto, que el hijo no debe convertirse en un objeto de compañía o de alivio para
compensar el dolor de una muerte o de la soledad.
La analogía con la adopción, que se permite legalmente en estas circunstancias, no es
aplicable a nuestro caso, pues en aquélla se busca remedio humano a una situación
desgraciada e involuntaria, mientras que aquí se provoca esa misma situación de una
forma voluntaria.
Algo parecido podría decirse de la maternidad "sustitutiva". El alquiler de úteros es una
práctica que se está generalizando, y convirtiéndose además en un negocio rentable. El
aspecto jurídico que este hecho plantea no tiene mayor trascendencia, pues podría
solucionarse con una legislación más adecuada. Lo importante son las implicaciones
humanas y afectivas, latentes en este mundo de intercambios, y que no se pueden evitar
ni solucionar con una ley. Estas dificultades han llevado a una clara negativa en la
mayoría de los informes a los gobiernos sobre el particular. Para nuestro documento se
trata de algo que "es contrario a la unidad del matrimonio y a la dignidad de la
procreación de la persona" (II, 3, p. 43).
La fecundación heteróloga: discusiones anteriores
Aunque algunos moralistas católicos no se atreviesen a condenarla tajantemente, hay
que reconocer que una gran mayoría la rechazaba. En realidad, la donación de un
gameto no es lo mismo que el ofrecimiento de un riñón, una córnea, o un poco de
sangre, pues incluye la entrega del propio patrimonio genético, que se introduce como
un elemento extraño, y compromete "el derecho exclusivo de ser padre y madre
solamente el uno a través del otro" (II, 2, p. 41). Por ello su condenación es categórica:
"el recurso a los gametos de un tercera persona para disponer del esperma o del óvulo,
constituye una violación del compromiso recíproco de los esposos y una falta grave
contra aquella propiedad fundamental del matrimonio que es la unidad" (ih.). Aunque
no utiliza el término adulterio, empleado por otros autores, la idea está presente e
implícita en todo el párrafo.
A algunos les podrá parecer excesiva esta condena, sobre todo teniendo en cuenta que
todas las legislaciones y proyectos en estudio la incluyen como una práctica legal, bajo
determinadas condiciones. Pero las dificultades son suficientemente serias como para no tenerlas en cuenta. El hecho de que un hijo pueda tener una madre genética, otra que lo
mantenga durante el embarazo y otra legal para su cuidado y educación no deja de ser
complejo. El documento lo expresa así: la inseminación artificial "opera una ruptura
entre la paternidad genética, la gestacional y la responsabilidad educativa" (11, 2, p. 42).
La fecundación homóloga: razón de una condena
Pero la afirmación que ha provocado mayor extrañeza y perplejidad entre los mismos
católicos ha sido el rechazo de la fecundació n homóloga; es decir, cuando se realiza
dentro del matrimonio, con gametos de los propios cónyuges. Hay que reconocer ahora
que una proporción semejante a la que rechazaba la fecundación heteróloga, admitía la
homóloga, incluso algunos obispos y episcopados.
El argumento decisivo radica, como ya aparece en la Humanae Vitae, en "la inseparable
conexión, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por su iniciativa, entre
los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado
procreador". En línea con Pío XII, "nunca está permitido separar estos diversos
aspectos, excluyendo ya sea la intención procreativa, ya sea la relación conyugal" (II, 4,
p. 43-44). De la misma manera que no se debe evitar artificialmente la procreación,
tampoco es lícito buscarla artificialmente con ayuda de la técnica, ya que "queda
privada de su perfección propia cuando no es querida como fruto del acto conyugal"
(11, 4, p. 45).
Esto otorga al acto sexual una importancia extraordinaria. Y exige que "la procreación
humana haya de ser querida como fruto del acto conyugal específico del amor entre los
esposos" (II, 4, c, pp. 46-47), pues es la única conforme con la dignidad de la persona.
A esta disociación voluntaria entre los dos significados del lenguaje sexual habría que
añadir la ilicitud del procedimiento: "la masturbación, mediante la cual se procura el
esperma, aun cuando se realiza en vista a la procreación, está privado de su significado
unitivo" (II. 6, p. 51).
Las dudas y perplejidades de un planteamiento
Nadie puede negar que "el origen de una persona es el resultado de una donación, ...el
fruto del amor de sus padres" (II, 4, c, p. 46). Nadie puede negar tampoco que el ideal
sería esta vinculación plena entre el gesto de amor matrimonial y la procreación, ya que
la técnica sólo debe ser utilizada cuando los mecanismos naturales no tengan un normal
funcionamiento. Pero muchos tenían serias dificultades en mantener como
imprescindible este criterio, pues consideraban que poner la ciencia al servicio de un
amor que quiere hacerse fecundo no parece que sea hacer del hijo "el producto de una
intervención de técnicas médicas y biológicas", o "reducirlo a ser objeto de una
tecnología científica" (II, 4, c, p. 46). El hijo "artificial" será también fruto del cariño, y
la ruptura entre el acto conyugal y la procreación sólo se aceptaría porque la naturaleza
ya la habría impuesto con anterioridad.
Pos eso, muchos no acabamos de ver la siguiente afirmación: "si el medio técnico
facilita el acto conyugal o le ayuda a alcanzar sus objetivos naturales puede ser moralmente aceptado. Por el contrario, cuando la intervención técnica sustituya al acto
conyugal, será moralmente ilícito" (II, 6, p. 51). Respetar los simples mecanismos
naturales, aunque obstaculicen la procreación, aparece como un sometimiento excesivo
a los datos de la naturaleza que no deberían valorarse como intocables si no se
demuestra que semejante intervención actúa contra la dignidad de la persona. Repito,
eso es precisamente lo que no ha visto claro la mayoría de los autores, aun entre los que
defienden posturas más conservadoras. Difícilmente se encontraría un moralista que
negara la licitud de la fecundación homóloga. De la misma forma que casi nadie
condenaba la masturbación en el contexto de un acto que buscara precisamente la
fecundidad y el altruismo.
La inseminación "in vitro" con embriones sobrantes: atentado a la vida
Las opiniones sobre la inseminación homóloga in vitro no han sido, a diferencia de la
"natural", tan unánimes. Aquí entran algunos elementos. Ante todo, está en juego el
respeto debido al ser humano, que para la iglesia comienza desde el primer momento de
la fecundación: "...Habitualmente no se transfieren todos (los óvulos fecundados in
vitro) a las vías genitales de la mujer; algunos embriones, denominados normalmente
"embriones sobrantes", se destruyen o se congelan..." (II, pp. 37-38). Con estas
prácticas, "tales embriones quedan expuestos a una suerte absurda" (I, 5, p. 34). Por eso
el documento opta por lo que resulta más seguro y favorece en defensa a la vida: "en las
circunstancias en que habitualmente se realiza, la FIVET implica la destrucción de seres
humanos, lo que la pone en contradicción con la doctrina del aborto" (II, 5, p. 48).
Ya dijimos que esta opinión es más tuciorista y con fundamento razonable; aunque no
todos los moralistas la aceptan para los primeros días anteriores a la anidación. Algunos
moralistas aceptaban la muerte en estos primeros estadios, por una razón importante, de
forma análoga a las que se producen en los embarazos normales, donde los abortos
involuntarios, según algunos científicos, llegan al 70 % de lo óvulos fecundados.
La procreación como producto de la técnica: un criterio discutido
En este punto, sin embargo, el documento es taxativo, y su rechazo se aplica también
"aun en el caso de que se tomasen todas las precauciones para evitar la muerte de
embriones" humanos (11, 5, p. 48). Es lo que se ha dado en llamar la "inseminación in
vitro simple". ¿Cuál es aquí la dificultad? Pues la dificultad reside en que " la FIVET
homóloga se realiza fuera del cuerpo de los cónyuges por medio de gestos de terceras
personas...; confía la vida y la integridad del embrión al poder de los médicos y de los
biólogos e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y el destino de la persona
humana. Esta relación de dominio es contraria a la dignidad de los padres y de los hijos"
(II, 5, p. 48); y "...la generación de la persona humana queda objetivamente privada de
su perfección propia; es decir, la de ser término y fruto de un acto de amor conyugal,
...el único digno de la reproducción humana" (II, 5, P. 49).
Aun tratándose de un punto de vista respetable, es obvio que no todos lo van a juzgar
como el único posible. De hecho, si no con la abrumadora mayoría de los que aceptaban
la inseminación homóloga natural, la mayor parte de los moralistas no encontraban
dificultades serias contra su licitud. Es más, el magisterio anterior de la iglesia, según la interpretación dada por algunos, hace referencia princ ipalmente a la FIVET que no
respeta la vida de los embriones sobrantes, mientras que sobre esta inseminación simple
existe un silencio mayor y significativo.
Para la interpretación de una doctrina
No deseo con estas acotaciones dificultar la aceptación de una enseñanza, sino
proponer, con enorme respeto y cariño, los puntos más obscuros y difíciles de una
Instrucción que tiene otros muchos valores positivos.
Sin embargo, a veces, la. buena voluntad sola no sirve. Si se tratara de una opinión
personal, no dudaría en admitir mi falta de lucidez. Pero cuando entre los moralistas
católicos una mayoría significativa había defendido, sin ninguna dificultad, la licitud de
la fecundación homóloga, me cuesta mucho creer que su esfuerzo de reflexión no tenga
una justificación racional.
Otra posibilidad hubiera sido callar o excluir los aspectos más discutidos, pero tampoco
me dejaba satisfecho. La iglesia no quiere una sumisión infantil, cuando uno, después
de un serio estudio, no está convencido de la irracionalidad de una conducta. Las
Conferencias episcopales nos dieron un claro ejemplo en la interpretación de la
Humanae vitae, aceptando la posibilidad de disentimiento en situaciones parecidas. Y
ninguno podrá negar tampoco la aplicación de esta doctrina a un documento que no
alcanza, además, el valor teológico de una encíclica.
Repito: el aplauso y la estima por lo mucho y bueno que contiene el documento no
deben impedirnos ver las sombras. En ambos casos, nunca desaparece la estima y el
agradecimiento por unas enseñanzas que "no pretenden frenar el esfuerzo de reflexión"
(Conclusión, p.62).
Notas:
1
Nota: Junto a la parte, número y letra de la Instrucción, cuando la tiene, citamos lapágina por la edición de PPC, Madrid, 1987.
Condensó: JOSEP CASAS
LA ÉTICA CRISTIANA: ¿FE O RAZÓN?
¿Se pueden conciliar la ética, basada en la razón, y la moral, basada en la revelación?
¿Son incompatibles? ¿Debe estar aquélla supeditada a ésta? ¿Se debe hablar de ética
autónoma, de moral de fe, o bien de ética cristiana? La conducta humana, ¿a qué
autoridad debe someterse, a la de la conciencia racional o a la del magisterio? Son
preguntas que producen frecuentes conflictos y a las que el artículo responde
largamente (el estilo de nuestra revista, con todo, nos ha obligado a condensar bastante
el artículo original).
La ética cristiana: ¿fe o razón? Discusiones en torno a su fundamento, Cuadernos Fe y
Secularizad, n. 4 (1988) 5-31
I. Introducción
Nuestros manuales clásicos de moral
En ambientes católicos, los libros de texto solían señalar, en sus primeras páginas, una
clara distinción entre moral y ética.
La moral se consideraba como una ciencia teológica y, por tanto, debía encontrar en la
revelación su único fundamento. Por ella Dios había manifestado su voluntad, y al
hombre no le quedaba otra salida que la sumisión. La iglesia, guardiana de este
depósito, era la encargada de traducir estas exigencias a la complejidad de las
situaciones reales. Y correspondía al moralista analizar esas dos fuentes - la palabra de
Dios y la enseñanza de la iglesia- para exponer los criterios morales.
La ética, en tanto que disciplina filosófica, debía intentar probar, a la luz de la razón, las
normas orientadoras de la conducta. Una tarea secundaria, dado que su esfuerzo sólo
servía para confirmar lo revelado por la fe. Por lo demás, sólo el magisterio de la iglesia
podía interpretar con garantía las conclusiones que la filosofía derivaba de la ley natural.
Así, la aceptación de unos contenidos éticos no dependía tanto de las justificaciones
racionales como de los motivos sobrenaturales en los que se apoyaba. Nadie podrá
negar que semejante planteamiento era claramente heterónomo.
Fundado en la certeza de que todo estaba garantizado por la autoridad de Dios, el
mundo de nuestros manuales clásicos era de una maravillosa armonía. No había espacio
para la vacilación. Las dudas que pudieran surgir serían más bien fruto de la ignorancia
o acaso de un estado de conciencia patológico, designado como escrúpulo o perplejidad.
Pero como la moral, condicionada por su finalidad práctica, se orientaba hacia el
sacramento de la confesión no es extraño que los libros de texto se centrasen en saber
cuándo una conducta resultaba pecaminosa. Sin exagerar, podríamos designarlos como
"pecatómetros".
No digo esto con ánimo de ironía o menosprecio. Respeto esta tradición que logró dar
una orientación válida a tantas generaciones, situadas, eso sí, en un contexto histórico y
cultural distinto del nuestro. Hay que decir, sin embargo, que ya antes del concilio
fueron muchos los intentos de renovación que pretendían superar esa exposición
negativa y legalista, muy lejos del ideal evangélico. Pero se quedaron a medio camino,
porque más que justificar el porqué de una conducta, trataron de animar simplemente a
su cumplimiento. La justificación siguió teniendo un marcado carácter heterónomo.
El reto de la secularización
El reto, el cambio profundo de perspectivas en moral vino como consecuencia del
proceso de secularización. Guste o no, éste es el hecho real. Entendemos por
secularización el intento de recuperar la autonomía perdida desde que el hombre, por
diversos motivos, había querido buscar en Dios la explicación de todos los fenómenos
naturales.
Era comprensible que, en la medida en que nuestros conocimientos se mostraban
incapaces de ofrecer una explicación adecuada a los misterios naturales, se intentara
buscarla en una causa superior, que supliera nuestra ignorancia. "dios" (con minúscula)
aparecía en todas las culturas como la única justificación coherente de los fenómenos.
Ahora bien, los constantes progresos de las ciencias ha hecho que esa hipótesis - "dios"-
sea cada día menos necesaria; poco a poco, los descubrimientos científicos podrían
llevarnos a una sociedad en la que "él" ya no tenga sentido.
En efecto, muchos representantes radicales de este movimiento secularizador piensan
que la existencia misma de Dios constituye una negación del hombre o, al menos, un
obstáculo para su libre desarrollo. Hay que decir, sin embargo, que esta exigencia no es
consecuente con los presupuestos más esenciales de la secularidad. Esta nueva cultura
se esfuerza por clarificar las relaciones entre Dios y el mundo, distinguiendo con mayor
exactitud la esfera que a cada uno le corresponde para evitar, de esta manera, la
mundanización de Dios o la divinación del mundo. En otras palabras, la secularización
no intentaría destruir o eliminar la sabiduría de la fe, sino protegerla y conservarla bajo
una forma distinta. En términos evangélicos, se trata de dar a Dios lo que es de Dios y al
César lo que es del César. Sólo cuando la secularidad se cierra sobre sí misma,
excluyendo la dimensión trascendente, se convierte en secularismo, y se hace
inaceptable para el cristiano.
El Vaticano II, en su Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo moderno, ha
distinguido con claridad este doble planteamiento y ha aceptado sin reservas las
exigencias cristianas de la verdadera secularidad: Si por "autonomía de lo terreno"
entendemos que las cosas y las sociedades tienen sus propias leyes y que el hombre
debe irlas conociendo, empleando y sistematizando..., es absolutamente legítima esta
autonomía, por cuanto responde a la voluntad del Creador. Pero si "autonomía de lo
temporal" quiere decir que la realidad creada no depende de Dios y que el hombre
puede disponer de todo sin relacionarlo con El, entonces no hay ni uno solo de los que
admiten su existencia que no vea la falsedad de tales palabras.
Cambio de óptica en la moral cristiana
Esta mentalidad secular ha tenido, obviamente, una influencia extraordinaria en el
campo de la ética, no sólo porque se ha subrayado la importancia de lo mundano, sino
porque se ha recalcado con urgencia la necesidad de encontrar una justificación humana
a las normas morales. El hombre moderno, como se viene repitiendo, ha alcanzado la
mayoría de edad y no se contenta ya con una explicación externa y autoritaria. Huye de
toda heteronomía, incluso religiosa, que intente imponer unos valores éticos sin
procurar, al mismo tiempo, una fundamentación razonada. ¿Qué fund amentación? Una
moral que se adjetiva como "cristiana", necesita tener una dimensión religiosa y
trascendente. La fe y la razón tienen, pues, que encontrarse de alguna manera
implicadas. Ahora bien, según la insistencia con que cada cual subraya uno u otro de
estos factores, ha surgido en estos últimos años una doble formulación bajo el nombre
de "ética autónoma" y "moral de fe". Voy a trazar aquí una síntesis de ambas posturas,
en sus planteamientos generales, para deducir, al final, algunas conclusiones de interés.
II. La ética autónoma
Un lenguaje común a cristianos y no cristianos
La ética autónoma es la respuesta del hombre moderno, que desea actuar por
convencimiento interior y no por el hecho de estar mandado. Aun careciendo de la
vivencia de la fe, una persona honesta está capacitada para conocer los contenido éticos
y comprometerse con ellos, en pugna con los factores que condicionan el
descubrimiento de la verdad o el seguimiento del bien. La historia demuestra que en
culturas anteriores, o ajenas a la revelación cristiana, se aceptaban conductas
consideradas como propias y aun exclusivas del cristianismo. El amor a los enemigos,
por poner un ejemplo bien característico, fue proclamado antes que la revelación judía.
No obstante, los autores que defienden esta postura reconocen que cuando la educación
se desarrolla en un clima religioso, éste ilumina y estimula el aprendizaje de la moral.
Claro que descubrir un valor por la enseñanza de la revelación no significa que sólo por
ella puede justificarse. Las actitudes que un día alguien llegó a conocer por ese camino
pueden hacérsele también comprensibles y aceptables desde una reflexión racional.
Una doctrina tradicional
Este planteamiento parece confirmado por una amplia y autorizada tradición, asumida
por el mismo Sto. Tomás. Toda la teoría clásica de la ley natural, al margen de sus
interpretaciones históricas, mantiene ese mismo supuesto básico: las normas de
conducta encuentran su justificación en la interioridad del hombre racional. En el fondo,
este principio implica la idea de una moral secular. Con ello no se quiere sacar a los
creyentes del ámbito de la fe, sino acreditar las exigencias de la fe, mediante los
postulados del derecho racional.
Aparece así una visión profundamente optimista respecto a la capacidad del ser humano
para orientar su propia existencia. Según aquella, el hombre está en medio del mundo
como una pequeña providencia, encargado por Dios de llevar adelante la obra de la
creación. En efecto, el creyente sabe que esa autonomía para dirigir su vida es un regalo
del Creador. Sabe también que su destino es sobrenatural. Pero esta relación de origen y
de destino, que ha descubierto por la revelación, no destruye de ningún modo su
capacidad de autogobierno, ni su responsabilidad sobre el mundo.
Lo que se quiere subrayar con esta postura es que la fe no es un requisito necesario para
el conocimiento ético. Y además que la aceptación de un lenguaje común - la razón- a
todos los que buscan y trabajan en el bien del hombre posibilita la comprensión del
mensaje moral evangélico y el acceso razonable a sus valores éticos.
Papel de la fe
Evidentemente, esto no minusvalora la importancia de la fe en la praxis del cristiano.
Con matizaciones diferentes, todos los autores insisten en que la fe no es algo superfluo
o ajeno al campo de la conducta. Ateniéndonos a una terminología bastante común,
podemos distinguir en la vida del hombre el nivel trascendental del nivel categorial. En
el primero se da un significado más profundo del ethos humano. La fe, que actúa con
fuerza en el interior del corazón, estimula al creyente a una coherencia de vida. A veces,
lo que nos falta no es el convencimiento, sino el impulso para actuar. Pues bien, el
cristiano, que cree en Dios y siente su llamado, que se esfuerza en seguir e imitar a
Jesucristo, posee una "motivación extraordinaria" que no tendría, tal vez, si sólo actuase
por motivos de razonable honestidad.
Por otra parte, la fe ofrece una ayuda inestimable, ya que facilita y confirma el
"conocimiento" de los valores éticos. Lo que el Vaticano I afirma respecto a la
necesidad de la revelación para el conocimiento natural de Dios habría que aplicarlo
también con mayor razón, a la captación de los valores morales: A esta divina
revelación hay que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo
inaccesible a la razón humana pueda ser conocido por todos... de modo fácil, con
certeza y sin mezcla de error.
No se pretende buscar en la Escritura soluciones concretas a nuestros problemas
actuales; pero de ella brota como una sintonía de fondo que puede dotar al cristiano de
una transparencia y lucidez singulares. Desde la antropología de la biblia se captan
mejor las experiencias y valores morales. Ella configura, por dentro, una actitud de
entrega que nos hace sensibles a las exigencias éticas. Y no hay que olvidar todo lo que
el mundo de la gracia nos aporta y la forma como nos influye en la práctica. Regenerado
por la gracia, el creyente actúa con la fuerza del Espíritu, que le dinamiza para el
cumplimiento del bien. Adviértase, no obstante, que la verdad ética tiene que
descubrirse con el esfuerzo de la razón. Si la fe tiene una primacía absoluta en el plano
trascendental, esto no afecta a los contenidos morales, que pertenecen al ámbito
categorial. Aquí Dios no se ha pronunciado de forma directa, como al dictado. Y si bien
la obediencia a su palabra ha de ser incondicional, lo difícil, en muchas ocasiones, es
conocer lo que El quiere y desea de nosotros.
Papel del magisterio
En este punto, la iglesia tiene una misión importante que cumplir. Ella no sólo ha de
conservar y defender la fe, presente en el depósito de la revelación, sino que ha de
iluminar también la conducta del hombre en el campo de las costumbres, aunque no
pertenezcan al depósito de la revelación. En efecto, la voluntad de Dios, como hemos
dicho, se manifiesta en todo lo que es recto y justo. El problema radica en saber cómo
llegar al descubrimiento de esta moralidad. Es aquí donde la iglesia no debe ahorrarse el
esfuerzo y la reflexión racional para ofrecer las respuestas éticas, que no están explícita
ni directamente solucionadas en la revelación.
Aunque ninguno de los autores rechaza la asistencia del Espíritu a este magisterio moral
de la iglesia, todos insisten en que semejante ayuda no excluye la posibilidad de error,
puesto que no se trata aquí de la verdad infalible. Ninguna enseñanza ética -al parecer
de la mayoría- alcanza este nivel de infalibilidad. Por lo demás, la historia demuestra
que algunas de las doctrinas propuestas por el magisterio no infalible han ido
cambiando con el tiempo, e incluso han sido abandonadas. Ofrecer algo como
razonable, en función de los datos científicos en un determinado momento histórico, no
significa que lo sea siempre.
Por ello, hay quienes piensan que tales intervenciones no se hacen en virtud de un
especial magisterio, sino por una preocupación sincera de orientar la conciencia de los
fieles cuando éstos no se hallan capacitados o cuando surgen especiales dificultades
para el discernimiento de los valores. Se trata, en todo caso, de una tarea vicaria (y en
ocasiones, de manifiesta necesidad) pero que nunca podrá exigir una absoluta sumisión
de la voluntad y del entendimiento. Recuérdese que, por hipótesis, nos referimos a una
verdad sobre la que Dios no ha manifestado ninguna enseñanza particular, de modo que
sólo queda el recurso a la razón para que la conciencia, después de examinar las
doctrinas -también las del magisterio- juzgue y decida lo que es mejor. Esta
interpretación tocante al magisterio no es compartida por todos los autores de esta
tendencia. Sin embargo, todos hablan de la posibilidad de un disentimiento respetuoso,
después de una reflexión seria y sin actitudes de autosuficiencia o de rebeldía.
Resumen final
En síntesis, podemos decir que la "ética autónoma" tiene como punto de partida una
moderada confianza en la razón humana, a pesar de sus limitaciones. Y como meta,
tiende a hacer comprensibles los valores éticos en un mundo secularizado, que postula
una explicación racional para su asentimiento. El creyente descubrirá que esa autonomía
le ha sido dada por Dios, y encontrará en El una ayuda, pero nunca le servirá de excusa
para ignorar el origen y el destino de su "autonomía ética".
III. La moral de fe
Acusación de ingenuidad a la postura anterior
La "moral de fe", como es obvio, manifiesta serias reservas sobre algunas afirmaciones
de la postura anterior. El mismo término "autonomía" despierta ya un fuerte rechazo por
considerarse inaceptable en un discurso cristiano, dado su origen y significación laica.
Todo lo que niega la absoluta soberanía de Dios o el carácter de criatura del hombre es
incompatible con el núcleo de la fe. El punto de partida no ha podido, pues, ser más
funesto. Pero no acaban aquí las dificultades.
La antropología subyacente a la corriente anterior se considera también demasiado
optimista e ingenua, por cuanto se olvida de las consecuencias del pecado sobre el
hombre. Puesto que la capacidad para el conocimiento ha quedado tan mermada, no es
posible fundar un valor sin referencia a la revelación. Basta considerarla interminable
lista de errores y barbaridades que se han cometido en nombre de una fundamentación
racional. La Ilustración es un ejemplo que no debería repetirse. Colocar la razón
humana como criterio definitivo es negar de antemano la solución de los problemas
éticos. Ineludiblemente, la ética requiere la iluminación de la fe. Por tanto, y en este
sentido, parece absurdo hablar de autonomía. O se acepta la dependencia de Dios o se
cae en una moral sin fundamento.
Por lo demás, no es fácil exponer de forma coherente la variedad de posiciones y
matices con que se presenta esta postura. El denominador más común, frente al
optimismo de la autonomía ética, es la desconfianza respecto a la capacidad de la razón.
Sólo la fe posibilita el conocimiento de los auténticos valores.
Esta tendencia se radicaliza en algunos autores. El desprecio de lo humano tiene
entonces el peligro de deslizarse hacia un fideísmo de graves consecuencias. El Dios
"tapa-agujeros" se dibuja con demasiada claridad para no sentir una cierta desconfianza.
Lo religioso sobre lo humano
De todos modos, la opinión de la mayoría se inclina hacia la dimensión religiosa, la
única que puede dar garantías. Típico de este pensamiento es la idea de que sin fe se
arruina por completo el orden moral. La vigencia de lo humano no tiene apenas
consistencia, ya que sólo sirve para confirmar las enseñanzas de la revelación. El único
camino eficaz es el anuncio de la fe, que posibilita el conocimiento de los auténticos
valores. Evidentemente, esto significa que la fe no tiene una función meramente
complementaria de la razón. Su importancia es primordial y absoluta. Sólo desde esa
óptica sobrenatural es posible captar el sentido pleno de la vida y de todos sus
aconteceres, frente a los que el hombre se siente desconcertado. El que algunos o
muchos de estos valores sean compartidos por personas sin fe no debería tener mayor
relevancia. De hecho, toda la cultura de occidente se halla transida de cristianismo; y
aunque haya pretendido liberarse de su influjo, no es fácil desligarse de las primeras
experiencias.
En consecuencia, la especificidad de la moral católica no consiste exclusivamente en los
aspectos "trascendentales", de los que se hablaba en la postura anterior, sino que se
afirma también la existencia de unos valores éticos "categoriales", que sólo la fe puede
captar y que, por tanto, son inasequibles a una ética racional. Se citan, como ejemplos,
el perdón de los enemigos, la indisolubilidad del matrimonio, la virginidad libremente
elegida, la significación de la muerte. Si la gracia transforma al hombre entero, resulta
incomprensible que su actuar no sea distinto del de quien no la ha recibido.
La autoridad sobre lo humano
Obviamente, también el magisterio de la iglesia adquiere aquí un relieve mayor. Dado el
vínculo entre moral y fe, la autoridad eclesiástica tiene la obligación de imponer una
enseñanza ética basada en motivaciones teológicas y no en argumentaciones racionales.
Además, la obediencia constituye una garantía superior a cualquier otra justificación,
parezca o no convincente. Algunos llegan a admitir, incluso, que ciertas enseñanzas
morales alcanzan el grado de la infalibilidad. El magisterio no puede equivocarse
cuando, durante mucho tiempo y de forma constante, ha propuesto a sus fieles una
doctrina como obligatoria en conciencia. De lo contrario, la confianza de los fieles
caería por los suelos. Este es el caso, por ejemplo, de los métodos anticonceptivos.
Resumen final
Como síntesis, podríamos decir que en esta tendencia el "punto de partida" es una visión
más pesimista de la razón humana, que necesita apoyarse en la luz de la revelación. Su
"meta" es defender la plenitud de la moral evangélica, aunque para ello sea necesaria la
renuncia a los intentos de explicación racional. La fe no sólo descubre los valores éticos,
sino que es su única justificación objetiva.
IV. La ética cristiana
Exigencia de racionalidad
No es fácil el concordismo entre ambas posturas. Existen, como es lógico, elementos
comunes y soluciones idénticas; pero los presupuestos contienen matices diferentes.
Tengo la impresión de que unas veces esas diferencias son demasiado especulativas, y
otras veces se reducen a diferencias de lenguaje. En cambio, el problema de fondo
queda sin resolver: hay que encontrar una metodología que permita hacer presentes los
valores de la ética cristiana en la sociedad moderna y secularizada.
En un mundo como el nuestro, nadie podrá negar que cualquier obligación ética por la
fuerza de la autoridad y sin una explicación razonable suscita el rechazo y la
agresividad. Este es un dato objetivo e irrenunciable. La justificación última sobre la
bondad o malicia de una acción no se encuentra jamás en que esté mandada o prohibida
-comportamiento infant il-, sino en el análisis de su contenido interno. Hay que pasar de
una moral heterónoma e impositiva a una conducta autónoma y responsable: adulta.
La fe exige la aceptación de los misterios que sobrepasan nuestra capacidad de
comprensión y sólo cuando sabemos que Dios los ha revelado; pero la moral no
pertenece a ese mundo misterioso, aunque a veces la complejidad de una norma resulte
difícil y de solución incierta. El hombre tiene derecho a conocer el porqué de una
valoración ética. Sólo el que no tenga razones deberá atenerse a los argumentos de
autoridad. Sto. Tomás confirma esta orientación: Así pues, quien actúa
espontáneamente actúa con libertad; pero el que recibe su impulso de otro no obra
libremente. Por tanto, el que evita el mal no porque es un mal, sino porque está
mandado no es libre; y quien lo evita porque es un mal, ése es libre (In epistolam II ad
Corinthios, en Opera omnia, Vives, París 1876, t, 21, 82).
Si al cristiano se le pide dar una explicación de su fe, que encierra misterios
incomprensibles -"dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
pida una explicación "(1 P 3,15)con mucho mayor motivo deberá estar preparado para
justificar su conducta. Y obsérvese que el recurso a la autoridad podrá servirle de ayuda
para la práctica; pero cuando se utiliza con el deseo de convencer sólo despertará fuertes
sospechas.
De cara al mundo de hoy, la jerarquía, los moralistas y los educadores han de esforzarse
por presentar una doctrina que sea razonable y que no se ampare exclusivamente en
argumentos de soluciones humanas al mundo alejado de la fe y reacio a cualquier
intento de manipulación ideológica. No hay que decir que ésta es una tarea mucho más
comprometida que la de levantar la voz para repetir lo que está mandado o para
amenazar con las consecuencias del pecado. Creemos que la "ética autónoma" ha
subrayado esta urgencia con mayor énfasis que la "moral de fe".
Moral fuera del cristianismo
El problema de fondo radica en aceptar o no la capacidad del hombre para conocer los
valores éticos, sin necesidad de recurrir a la fe para su justificación. Pues bien, dejando
de lado ahora las discusiones especulativas o interpretaciones históricas, me parece que
existen datos objetivos para hacer "razonablemente" una determinada opción. El
conocimiento mayor de otras culturas, así como el sentido ético de muchas personas
honestas sin relación con la fe, hace muy difícil creer que algunos valores son
exclusivos del cristiano. Por lo que tiene de sintomático, no me resisto a copiar un viejo
texto, anterior al cristianismo, en el que un padre habla a su hijo, con un talante que nos
recuerda a Jesús: "No hagas mal a tu adversario, recompensa con bienes al que te hace
mal; procura que se haga justicia a tu enemigo, sonríe a tu adversario..., muéstrate
amable con el débil, no insultes al oprimido, no lo desprecies con aire de autoridad"
(Está tomado de J.L. Sicre, La preocupación por la justicia en el antiguo Oriente,
Proyección 28 (1981) 99-100). Este y otros datos similares demuestran que la razón
humana, a través de la experiencia y de la reflexión individual o comunitaria, puede
llegar a captar valores supuestamente "incomprensibles", al margen de la revelación.
Luces y sombras de la moral cristiana
Por otra parte, sin ánimo derrotista, hay que reconocer que los cristianos, a pesar de la
función iluminadora de la fe, no siempre hemos sobresalido en la defensa de algunos
valores o en la condena de algunas injusticias. En la misma iglesia, como doctrina
oficial o comúnmente aprobada, se han permitido comportamientos, que hoy nos
resultan censurables. De todos modos, sería injusto negar que la iglesia haya
contribuido a la defensa del hombre con su esquema de valores. Pero ello no es óbice
para reconocer que otros grupos, por vía racional, hayan conocido y aceptado dichos
valores. Más que hablar de una ética específicamente cristiana, se podría admitir que la
moral de los cristianos encierra un conjunto de valores que, tal vez, no se dé en otros
colectivos; pero sin que ninguno de estos valores pueda ser considerado incomprensible
a la razón (con esto no queremos caer en una exaltación ingenua de la razón. Sus
limitaciones son muchas, aparte de los condiciones que la determinan. El desencanto
que caracteriza hoy la cultura postmoderna subraya con fuerza esta relatividad).
El conocimiento de un valor ético tiene una dimensión racional, pero exige también
dosis de intuición y sensibilidad: la evidencia de un silogismo no lo resuelve todo. Y
hay más: los datos científicos, los prejuicios colectivos, los intereses de cualquier índole
nos hacen ver una misma realidad con distintos matices. El hombre no accede nunca a la
materialidad de las cosas, en una actitud de despojo absoluto. Nuestro conocimiento se
halla mediatizado. Por ello, no se puede pedir que la solución a problemas complejos
resulte evidente para todos; pero sí debe exigirse que la opción presentada aparezca,
entre otras posibles, como razonable. Lo más importante es que ninguna oferta ética
resulte incomprensible o absurda.
Dimensión racional de la moral revelada
Para superar tales limitaciones, no es licito acudir a la revelación con la esperanza de
encontrar resueltos los problemas éticos que nos preocupan. La Escritura no es un texto
de moral, aparte de que el ethos de Israel ya era practicado por otros pueblos, privados
de la revelación. Además, los exegetas han subrayado la importancia de lo racional en la
moral de la revelación: la literatura sapiencial, sobre todo, es un ejemplo evidente,
extensible a las enseñanzas éticas de los libros restantes. Habría que decir, por tanto,
que lo que Dios manda y quiere en el campo de la conducta es fundamentalmente lo que
el hombre mismo descubre que debe realizar. Esto no significa que El se acomode a la
mentalidad de cada época o que se haga tolerante, permitiendo hoy lo que mañana
prohibirá. Es Dios mismo quien deja al hombre, como ser dotado de autonomía y capaz
de responsabilidad, que busque las formas concretas de su vivir en amistad con El.
Si la moral revelada cambia, es porque la inteligencia humana se acerca a la verdad con
titubeos y equivocaciones que ha de ir remontando lentamente. Pero Dios no ha querido
exigir más de lo que el hombre ha ido descubriendo poco a poco: allí donde el hombre
percibe una llamada al bien, allí se manifiesta el querer de Dios. Nuestra obediencia no
consiste en el sometimiento a los preceptos revelados, sino en la docilidad a la llamada
interior y personal de la razón. Aquí radica la gran tarea del hombre y del cristiano.
Límites de la fe en las valoraciones éticas
No entro ahora en el problema de si la existencia de Dios es requisito imprescindible
para dar carácter absoluto a la obligación. Algunos insisten en este presupuesto. Pero
parece demasiado duro afirmar que un agnóstico, por ejemplo, no pueda mantener una
vida honesta, coherente con sus esquemas. El hecho de que algunas veces falte no tiene
por qué atribuirse a su inmanentismo ético, sino a la debilidad propia de la condición
humana, como les ocurre a tantos creyentes, a pesar de su fe. No hay que decir que esta
insistencia en la importancia de la racionalidad no significa que haya que confiar
plenamente en sus posibilidades, sobre todo teniendo en cuenta que se halla
determinada, de alguna manera, por el contexto en que actúa.
Por su parte el creyente encuentra en el mensaje revelado no sólo la luz y el impulso que
necesita, sino también un nuevo marco de comprensión, una cosmovisión totalizante
que le pone en espontánea sintonía con los valores más profundos. La entrega
incondicionada a Dios; la opción por Jesús y su reino; la vida puesta al servicio de los
demás; la esperanza de un éxito final; el sentido de la realidad, por muy negativa que
aparezca, son otras tantas dimensiones que la fe descubre al creyente y que lo hacen más
sensible, más apto y más dispuesto a las exigencias éticas. En teoría, al menos; porque
en la práctica hay que reconocer que todo ello no basta para que se dé un eficaz
discernimiento ético. Aun con muy buena voluntad, la iglesia, como comunidad, y los
santos, como testigos de Dios, han defendido conductas que hoy se consideran poco
evangélicas y poco humanas, o han condenado otras que se han permitido con
posterioridad. Hicieron lo que les parecía mejor, teniendo en cuenta los elementos de
aquellas circunstancias concretas. Después, con perspectiva histórica, se comprendieron
mejor todos los condicionantes. Por eso, nadie puede exigir que las obligaciones
impuestas tengan un carácter definitivo e inmutable. Nuestra responsabilidad radica en
que lo que ahora se pida sea, por lo menos, razonable.
V. Conclusión
Complementación entre la fe y la razón
Estas reflexiones me llevan a una conclusión pragmática: si la comunidad cristiana
hubiera vivido con autenticidad los valores humanos, sería lógico deducir que sólo a
partir de la fe se hace posible la fundamental de la moral. De igual manera, si se hubiese
dado la hipótesis contraria, otros podrían concluir que la fe era una ideología alienante y
que no cabe otro recurso que la razón.
Así como sería imposible -e históricamente injusto- probar esta segunda hipótesis; así
también la primera es de difícil comprobación: ni siempre los cristianos han vivido la
plenitud del conocimiento moral, ni, en cualquier caso, han sido los únicos.
Dado, pues, que ni la fe sola, ni mucho menos la sola razón, garantizan el conocimiento
ético, se hace del todo inevitable insistir en la necesidad de su mutua complementación.
Magisterio y teólogos
La iglesia puede y debe ofrecer una orientación moral a sus fieles. Cuando descubra que
determinados comportamientos se alejan del espíritu evangélico o que se convierten en
una amenaza para el hombre, ella ha de levantar la voz de alerta. Y su testimonio se
hace vinculante, por encima de cualquier otra opinión.
Cierto que hoy se ignoran o se marginan estas intervenciones. Tal vez ello es debido a
un excesivo dogmatismo por parte del magisterio. La moral que enseña la iglesia no es
un conocimiento que le venga de arriba; por consiguiente, no debe darle un carácter
absoluto y definitivo. Las valoraciones hechas en un momento determinado pueden
sufrir matizaciones y cambios; estos cambios, evidentemente, nunca se van a realizar
por iniciativa de la autoridad. Antes de que el magisterio intervenga, las nuevas
orientaciones se habrán planteado y discutido en niveles inferiores. La historia
demuestra, por ejemplo, que si no hubiera sido por la "disidencia" de los teólogos, el
enriquecimiento progresivo en la doctrina del magisterio habría permanecido estancado.
Juan Pablo II lo reconoce explícitamente: el teólogo "debe hacer nuevas propuestas;
pero sólo son una oferta... hasta que, en un diálogo sereno, la iglesia las pueda aceptar"
(Discurso a los teólogos en Altötting: Papst Johannes Paul II in Deutschland (Offiziele
Ausgabung), Bonn 1980, 171.
Un disentimiento respetuoso
Esta tensión - magisterio/teólogos- podría extenderse también a las relaciones entre la
doctrina oficial y el juicio honesto y reflexivo de la propia conciencia, cuando a pesar de
su buena voluntad no comprende las razones de una enseñanza concreta. Es posible que
esta incomprensión sea consecuencia de motivos interesados, de poca lucidez, de
insensibilidad para ciertos valores o hasta de una autosuficiencia orgullosa; pero es
posible también que, después de un esfuerzo serio y profundo, continúe sin comprender
la ilicitud de una conducta. En tales casos, la misma iglesia admite la posibilidad de un
disentimiento respetuoso: Aquel que, a su parecer, crea poseer ya la opinión que la
iglesia alcanzará en el futuro deberá preguntarse ante Dios y su conciencia si sus
conocimientos teológicos son tales que le permitan apartarse, en la teoría y en la
práctica, de la enseñanza que la iglesia presenta como provisional. (Episcopado
alemán, Documen. Cathol., 65 (1968) 324). Después de la publicación de la Humanae
vitae, otra Conferencia episcopal advirtió: Que ninguno sea considerado como mal
católico por la sola razón de un tal disentimiento. Se trata, pues, del reconocimiento de
la autonomía de la conciencia cuando, después de una seria y responsable reflexión ante
Dios, se decide respetuosamente por otra alternativa.
Evidentemente, la autoridad del magisterio está por encima de la de cualquier teólogo.
No fiarse del propio juicio es una postura sensata y de sentido común. Pero la situación
cambia cuando se sabe que son muchos los que, con toda sinceridad, sienten las mismas
dificultades frente a una determinada doctrina oficial. En estas circunstancias, es
comprensible que la autoridad insista en la obediencia incondicionada para evitar
interpretaciones subjetivas y tensiones. Pero no se debe abortar la confrontación. Hay
que hacer presente en nuestro mundo un mensaje ético que no sea ajeno ni extraño a los
intereses del hombre actual. Para ello no basta repetir siempre lo mismo de siempre; es
necesario presentar el estos cristiano como profundamente humano y racional y hacer
que esta visión cristiana sea suficientemente lúcida para convertirse en la conciencia
crítica de la sociedad, en consonancia con el testimonio de todos aquellos que se han
dejado iluminar por los mismos valores.
Conclusión final
Esta ética cristiana, comprometida con Aquel que está más allá de todo valor, tiene
también una dimensión humana, pues se fundamenta sobre la propia razón. Si hasta
ahora se había dado primacía a la fe, hoy habría que enfatizar la urgencia de su
explicación racional para facilitar la apertura del hombre sin fe y también para que el
creyente alcance el nivel de autonomía y el grado de madurez humana indispensables
para un cristianismo auténtico.
Condensó: JOSEP CASAS
PROBLEMAS ÉTICOS DE LA EUGENESIA
Hace años, un grupo de expertos de la OMS proponía como tarea y objetivo que los
hijos nazcan libres de toda enfermedad genética: un ideal que no siempre se puede
alcanzar por diversos motivos. A pesar de las esperanzas para la cura de enfermedades
hereditarias, la ingeniería genética no está aún capacitada para conseguirlo. En unas
ocasiones, la anormalidad se genera en el proceso de la organogénesis por causas
exógenas como virosis, intoxicaciones, radiaciones. En otras la ignoramos, porque
surge en el proceso de formación del nuevo ser. Ante el progreso de la ciencia en el
campo de la experiencia, el autor ayuda a reflexionar sobre los problemas éticos que se
plantean hoy en este campo.
Problemas éticos de la eugenesia, Proyección 36 (1989) 41-53.
Razones de una preocupación
El problema preocupa hoy porque existe una especial sensibilidad frente a estas
situaciones. En primer lugar resulta paradójico que el progreso técnico, que ha
provocado una mejora del bienestar de la humanidad, sea la causa del aumento del
número de estas patologías: la técnica posibilita la supervivencia de muchos seres que
en otras circunstancias serían eliminados por los propios mecanismos naturales.
En segundo lugar, el cambio significativo que se ha dado en nuestra cultura. La venida
del niño no es sólo fruto de mecanismos biológicos, sino que en ella interviene la
decisión libre y responsable de la pareja para controlar el número de hijos y el momento
más apto para ofrecer las mejores condiciones de vida. Hoy la preocupación se centra en
la calidad de vida que se ofrece al niño. En este contexto no es extraño que se comience
a defender, como una exigencia jurídica, el derecho objetivo del hijo a nacer en
condiciones normales y sin deficiencias significativas.
Finalmente, el riesgo de un deterioro progresivo en el patrimonio genético de la
humanidad. En la especie humana no se da un proceso de selección natural que impida
procrear a los seres portantes de alguna deficiencia. A estas personas no se les puede
impedir el derecho a la procreación pero deben hacerlo con la responsabilidad que ello
comporta. La realidad es que se da un lento crecimiento de las enfermedades
hereditarias.
Eugenesia; la ambigüedad de un término
Estos factores hacen que se plantee de nuevo el problema de la eugenesia. A pesar de
las connotaciones negativas aún asociadas al término -creación de una raza superior,
manipulaciones-, no hay dificultad en admitir que el hombre tiene la obligación de
trabajar para que la herencia se transmita en las mejores condiciones.
La reflexión sobre los medios: tres niveles diferentes
El problema se plantea en los medios que se utilizan. La reflexión puede realizarse en
tres niveles. El primero haría referencia a la legalidad vigente. La ética política no
siempre prohíbe lo que es inaceptable éticamente. No todo lo que la ley permite se
identifica con un auténtico valor humano. El segundo se limitaría a los códigos
deontológicos, fruto, muchas veces, de un compromiso para dar cabida a los diferentes
puntos de vista, expresión del pluralismo de una sociedad concreta. En un tercer nivel,
el problema se plantea aquí desde la perspectiva moral para ver lo que juzgamos como
humanizante, que coincide, en nuestro caso, con una visión del hombre desde la fe.
La eutanasia neonatal
Cada vez son más los que defienden la eutanasia neonatal para eliminar las
anormalidades detectadas previamente en el diagnóstico prenatal. Diferentes estadísticas
muestran que una mayoría de la población juzga aceptable el aborto voluntario ante una
anormalidad del feto. ¿Por qué no hacer lo mismo después del nacimiento si no fue
posible descubrir la tara anteriormente?
Un mundo sin espacio para los necesitados
Semejante criterio es un atentado contra todas las personas deficientes que nos rodean,
ya que con él manifestamos que hubiésemos preferido su eliminación. El lenguaje
empleado está lleno de eufemismos, como si lo único que preocupase fuese la felicidad
que deseamos a los demás, cuando les estarnos negando el derecho más fundamental: su
propia existencia. Un mundo que subordina el valor de la vida a otros intereses va
perdiendo, a pesar de su progreso técnico, la verdadera dimensión humana.
Algunas situaciones límites: ausencia de vida humana
Otro problema sería el de aquellos casos que, dentro de su anormalidad, no contienen un
nivel de vida humano y excluyen la posibilidad de alcanzarlo: ausencia de cerebro en las
anencefalías, ciertas hidrocefalias y oligofrenias extremas. En tales casos nadie tiene
que esforzarse por mantener una vida que se ha reducido a simples fenómenos
vegetativos y biológicos.
Ya se sabe que la frontera entre lo humano y lo biológico no siempre es clara y que el
diagnóstico sobre la evolución de una patología resulta con frecuencia complicado. Las
decisiones muchas veces han de ser tomadas sin mucho tiempo. Ninguna de las
dificultades elimina la opción de dejar morir y la licitud de este planteamiento. La
prudencia científica y 'la honestidad deben imponerse a pesar de las dificulta des,
aunque, como sucede en estas situaciones, nunca se llegue a saber qué opción hubiera
sido mejor.
La negativa a una terapia adecuada
En otras ocasiones, no se utilizan las terapias adecuadas para evitar la muerte en seres
humanos con serias patologías y anormalidades. ¿Qué pensar de la licitud de esta
conducta? Si la omisión está motivada por razones selectivas, como si la anomalía grave
hiciera perder el derecho a recibir los mismos cuidados de los demás, no estaría
lógicamente permitida. Sin embargo, también aquí se podrían dar situaciones análogas a
las de las personas mayores, cuando se omiten tratamientos que sólo servirían para
prolongar un poco su vida, pero con costos humanos tan grandes, que es lícito
preguntarse si vale la pena emplearlos. La moral clásica ya hablaba de medios
extraordinarios o desproporcionadas, cuando el mantenimiento de la vida se consigue
sacrificando otros valores que, en tales circunstancias, se consideran más importantes
que la propia subsistencia. Si un anormal necesitara interve nciones que no van a impedir
su muerte, pero aumentan su sufrimiento, hay razones para pensar si sería mejor evitar
esta terapia, aunque le acelerase la muerte. Esta omisión quedaría permitida como un
caso de adistanasia éticamente aceptable.
El diagnóstico prenatal: posibilidades técnicas
Este método permite detectar anomalías presentes en el feto. Los procedimientos que
hoy se utilizan son: La ecografía que permite la visión del feto con ondas sonoras,
detectando anomalías morfológicas del feto. Es el método que encierra menos peligros y
que se ha incorporado como una forma normal de vigilancia en algún momento de
embarazo. La fetoscopía que permite la visión directa del feto a través de un endoscopio
y posibilita el descubrimiento de malformaciones menores y la obtención de tejidos para
estudio. Los riesgos de aborto, según estadísticas, se sitúan entre el 4 al 9%. Se realiza
entre las 16 y 21 semanas de gestación. La amniocentesis que se realiza recogiendo
líquido amniótico, para detectar en las células presentes anomalías genéticas y
enfermedades metabólicas o moleculares. El riesgo de aborto es del 1,5% y se realiza
hacia la 16ª semana. La biopsia de cordón posibilita el estudio de las células antes que la
amniocentesis, ya que se puede realizar entre la 8 y la 12 semana con un porcentaje de
riesgo análogo o algo mayor. La funiculocentesis que consiste en la obtención de sangre
a través de la vena del cordón umbilical. Es posible a partir de la 20ª semana, como
confirmación de los datos obtenidos con las otras técnicas.
El problema ético: su vinculación con el aborto
El pequeño riesgo y el costo que estos cuidados suponen, impide que se realicen sin un
motivo justificado. Las indicaciones más frecuentes son: edad avanzada de la madre,
presencia en la familia de un hijo afectado, desórdenes metabólicos, enfermedades
asociadas al cromosoma X, padres con anomalías o portadores heterocigóticos de genes
patógenos... No hay que olvidar que un resultado normal no asegura la completa
ausencia de malformaciones.
El problema ético se plantea porque con frecuencia se pide este diagnóstico con la
intención de interrumpir el embarazo en el caso de resultar positivo. Algunos médicos,
de acuerdo con su conciencia, lo consideran inaceptable por la colaboración en un
posible atentado contra la vida y rechazan la realización de este diagnóstico. La postura
es digna de respeto pero me parece demasiado radical por los siguientes motivos.
Razones que justifican una demanda
Sin negar esta mentalidad abortista en ocasiones, existen razones psicológicas y
terapéuticas que la hacen aconsejable y conveniente. Su realización puede aliviar a unos
padres con serios temores, que se prolongarían hasta el final del embarazo cuando la
respuesta es negativa. En caso positivo, el conocimiento anticipado podría servir como
tiempo de preparación humana y espiritual para una función justificada. Lo que decidan
después será responsabilidad exclusiva de los interesados, pues los informes sólo
presentan una realidad objetiva abierta a diferentes finalidades. Sería distinto si se
conociera, desde el comienzo, la intención de la pareja de abortar. En este caso el
diagnóstico sería un paso previo en el que el médico no quiere colaborar y su objeción
de conciencia incluiría también la realización de estas pruebas.
El chequeo genético sobre individuos y grupos
El cribado genético no busca tanto el diagnóstico y el tratamiento, sino descubrir a los
portadores capaces de transmitir alguna patología a su descendencia. El consejo
genético a los padres les ayudaría a tomar decisiones responsables de cara a la
procreación. Sin embargo sólo un número pequeño de enfermedades se adaptaría a estos
programas. Su realización sería más conveniente hacerla sobre determinados grupos, en
los que la presencia de alguna enfermedad es bastante superior a la que existe en una
población normal, como la enfermedad de Tay-Sachs entre los judíos ashkenazis, o la
anemia falciforme entre grupos de raza negra.
El respeto a la intimidad de la persona
Para su licitud moral, un primer punto a tener en cuanta sería el respeto absoluto a la
autonomía de la persona, pues nadie puede imponer unas decisiones que afectan a su
propia intimidad. Obligar al chequeo violaría el derecho de la persona a defender su
interioridad, a no ser que se trate de una medida tan común y generalizada como la
determinación de, la fenilcetonuria en los recién nacidos, de gran interés para evitar el
desarrollo de enfermedades metabólicas.
Otra posibilidad diferente seria montar campañas de información para sensib ilizar a
estos grupos potenciales. El respeto a la libertad no elimina sin embargo, la obligación
que recae sobre las personas que sospechen que puedan ser portadoras de taras
hereditarias. La responsabilidad frente a los hijos exige que tengan un conocimiento real
de su situación sobre las probabilidades de transmitir una herencia tarada. La decisión
última siempre será un asunto personal de la pareja, en función de los datos ofrecidos.
La guarda del secreto y la libertad de decisión
El hecho de que el individuo se haya prestado al examen voluntariamente no justifica
que el resultado se pueda manifestar a otras personas sin su permiso. Algunos eximen
de esta obligación cuando está en juego el bien de otros, como los familiares cercanos
que pudieran tener el mismo problema, o el futuro cónyuge. No pretendo excluir la
licitud de estas revelaciones, aceptadas por muchos moralistas, pero creo que, cuando se
comprende el valor y la riqueza de una confidencia el respeto absoluto a la intimidad de
esa persona se debería proteger como algo más importante y preferente.
Nadie puede imponer tampoco la esterilización de las personas portadoras de anomalías,
ni el Estado tiene competencia para atentar contra la autonomía de la persona. Una
intervención así solo estaría justificada en la hipótesis de un individuo absolutamente
incapaz y sin un mínimo de libertad responsable, sobre todo cuando pudiera ser presa de
otros desaprensivos.
Conclusión
Si el bien de la sociedad exige un esfuerzo para proteger y aumentar la calidad de vida,
semejante objetivo no exime de otras obligaciones que constituyen también una defensa
del hombre. La eugenesia no llevaría a esta mejora si olvidara los criterios éticos
fundamentales.
Condensó: JOAN CARRERA
INTERSEXUALIDAD Y TRANSEXUALIDAD:
HACIA UNA VALORACIÓN ÉTICA
La existencia de personas con desajustes en su propia diferenciación sexual
(intersexuales) o con contrastes entre su sexo y cómo se sienten internamente, o sea, su
propia identidad sexual (transexuales) plantea problemas no sólo a la biología, la
medicina y la psicología, sino también a la conciencia ética. ¿Hasta qué punto y en qué
condiciones resulta ético intervenir de distintas formas -terapias farmacológicas,
psicológicas o quirúrgicas- para corregir unas anomalías que afectan profundamente a
la persona? El estado actual de la genética ha permitido avanzar en el conocimiento de
las causas que influyen en la intersexualidad y en la transexualidad, pero -deja todavía
zonas oscuras o en penumbra. Por esto, en espera de que la ciencia vaya desvelando el
enigma de estos fenómenos, se impone mantener una postura de equilibrio, que sepa
juntar la prudencia con la apertura. Sólo así se puede contribuir a la solución de unos
problemas en los que la naturaleza, jugando una mala pasada, pone a la persona en
situaciones-límite, sin que esto sea en menoscabo de la dignidad y del respeto que se le
debe, a la persona humana, como totalidad. Esa línea de prudencia y apertura es
característica del autor del presente artículo. Sobre el tema puede consultarse también
el art. "Intersexualidad y transexualidad" de J. Gafo, publicado en Razón y Fe 225
(1992) 403418.
Estados intersexuales y cambio de sexo: aspectos éticos, Proyección 38 (1991) 131-141
No se trata de fenómenos frecuentes. Existen ambigüedades anatómico- fisiológicas que
tienen que ver con la genética (intersexualidad) y que, con ser algo menos infrecuentes,
apenas encuentran eco en el gran público. Otros casos, menos frecuentes todavía, son
aireados por la prensa, sobre todo cuando afectan a los "famosos". Se trata del
travestismo (cambio de indumentaria) y la transexualidad (cambio de sexo). Pero en el
fondo de unos y otros hay un cierto desajuste entre el punto de partida genético y la
evolución posterior que debería desembocar en la identidad sexual de la persona.
Es lógico que se tienda a echar mano de las terapias más eficaces, recurriendo incluso a
la cirugía plástica, para reajustar esas anomalías y evitar así situaciones difíciles e
incluso dramá ticas. Pero ¿cómo valorar esas terapias desde un punto de vista ético? Para
responder mejor a esta pregunta, veamos primero cómo se realiza el proceso hacia la
plena identidad sexual.
I. El proceso de diferenciacion sexual
Del sexo cromosómico al hormonal
Uno de los 23 pares de cromosomas es el responsable del sexo de la persona. El par XX
dará origen a una mujer y el par XY hará lo propio con el hombre. Como en los
cromosomas del cigoto (óvulo fecundado) radican los genes, que dirigen la formación
del nuevo ser, esa diferencia cromosómica o sexo cromosómico es el responsable último
del sexo. Desde aquí se enviará a las gónadas (células sexuales), todavía indiferenciadas, la
información suficiente para la elaboración de los órganos productores de las hormonas
sexuales (sexo gonádico). Una vez constituidos dichos órganos -los ovarios y los
testículos- y puesto en marcha su funcionamiento las respectivas hormonas -
testosterona en el hombre y estrógenos en la mujer- juegan un papel decisivo en el
proceso de diferenciación sexual. Nos hallamos ya ante el sexo hormonal.
Del sexo morfológico a la alteridad sexual
El sexo hormonal es el que posibilita el sexo morfológico que distingue al hombre de la
mujer. La diversidad morfológica constituye el criterio para la adjudicación dula
identidad sexual. La diferenciación sexual alcanza al cerebro en el área del neocórtex
relacionada con la actividad cognoscitiva y consciente. El cerebro masculino y el
femenino son dos variantes biológicas (sexo cerebral).
Sobre esta base genético-biológica, el ambiente y la educación contribuyen a la
formación del sexo psicológico: la vocación de todo ser humano a vivir su existencia
con las características propias de la sexualidad masculina o femenina. Implica la
aceptación de su naturaleza específica y la respuesta adecuada a sus exigencias
concretas. Y lleva normalmente a la reciprocidad y complementariedad de los dos
sexos.
II. Anomalias y disfunciones
A lo largo de este proceso largo y complejo pueden darse fallos y desajustes, cuya
etiología, a pesar de los progresos de la genética y la biología, resulta a veces
desconocida.
Intersexualidad
Hay anomalías genéticas del cromosoma sexual, como el síndrome de Turner (X4), en
el que la falta del segundo cromosoma imposibilita la formación de los ovarios o
testículos y la correspondiente disfunción en la producción de hormonas. El resultado es
una mujer, de ordinario estéril, que requiere un tratamiento con estrógenos para su
desarrollo fisiológico. Por el contrario, en el síndrome de Klinefelter (XXY), la
presencia de un segundo cromosoma X impide la acción masculinizante del Y El
resultado es un hombre normalmente estéril, con órganos rudimentarios y ciertas
apariencias femeninas.
Se da una inversión del sexo cuando en individuos morfológicamente masculinos, sin
grandes diferencias con el varón normal, se encuentra un cromosoma XX o, viceversa,
cuando en personas con apariencia y genitales femeninos existe un cromosoma XY,
propio del hombre. Se da una contradicción entre el sexo cromosómico y el gonádico,
que orienta la evolución posterior en sentido puesto.
En otros casos, incluso con una constitución genética normal, la persona es portadora
juntamente de tejido ovárico y testicular, en una gónada o en dos separadas. Este hermafroditismo es muy raro en la especie humana y provoca una disfunción parecida a
la anterior, ya que los órganos externos pueden pertenecer a un sexo, pero con
manifestaciones características del contrario. En cambio, en el pseudohermafroditismo
las gónadas pertenecen a un solo sexo, pero los órganos externos son una mezcla de
ambos.
Existen deficiencias hormonales debidas a otras causas que dan como resultado.
hombres con algunas características femeninas o viceversa. Aunque no responda al tipo
ideal de hombre o mujer y pueda tener alguna repercusión psicológica, esa disfunción
no reviste, a veces, mayor importancia.
Transexualidad
Los transexuales son individuos, sobre todo de sexo masculino, que psicológicamente
se sienten del sexo contrario. Existe contradicción entre el sexo morfológico y el
psicológico, que genera una tensión permanente. Es .el caso de mujeres que se creen
prisioneras en un cuerpo de hombre -o viceversa- y que desean ser liberadas de los
atributos biológicos que les impiden vivir de acuerdo con sus deseos más profundos. En
algunas. formas más leves, la terapia psicofarmacológica es suficiente. En otras: más
severas, la cirugía se presenta como la única alternativa para adecuar el. cuerpo a la
identidad sexual psicológica y conseguir así un equilibrio. El transexual está convencido
de ser un error de la naturaleza, que quiere superar a toda costa. La técnica posibilita
hoy la formación de órganos artificiales que suplan, de alguna forma, la ablación de los
órganos masculinos o femeninos.
Otra anomalía es el rechazo del propio sexo. Aquí la persona es consciente de su
identidad sexual, aunque le hubiera gustado pertenecer al otro sexo. En el travestismo el
sujeto utiliza la ropa y él aderezo que no le corresponde, sin que esto signifique
necesariamente una verdadera disfunción. Se ha convertido más bien en un espectáculo
y en, una forma original de ganarse la vida. Y finalmente la homosexualidad, de la que
aquí no tratamos, es la inclinación erótica al propio sexo, sin que esto conlleve el
rechazo de la propia identidad sexual. No se ha desarrollado la apertura heterosexual y
el individuo no busca en ella su propia complementariedad.
III. Hacia una valoración ética
La normalidad implica una adecuación para que todo se desarrolle en coherencia con el
destino marcado ya en los cromosomas sexuales. El ideal de toda terapia es contribuir a
esa adecuación ¿Cómo valorar, pues, las intervenciones que pretenden corregir las
anomalías y disfunciones reseñadas?
Intersexualidad
Hay acuerdo en la licitud de las ayudas psicológicas, farmacológicas e incluso
quirúrgicas que -pretendan configurar a la persona en función de su sexo genético. Las
circunstancias de cada persona y el buen sentido seleccionarán el medio más adecuado,
para no comenzar con los más agresivos. Cuando la configuración externa está suficientemente definida y el sexo psicológico ha
sido educado de acuerdo con ella, sin que haya existido mayor problema, en la hipótesis
de alguna ambigüedad y aunque se descubriera que el sexo cromosómico o gonádico es
distinto, parece lícito insistir en el sexo morfológico aceptado. Si se pretendiera un
cambio radical, la adecuación resultaría demasiado traumática sobre todo si la persona
no tuviera ni idea de la anomalía. En casos de esterilidad, la anomalía se ha descubierto
después del matrimonio. Evitar conflictos mayores justificaría el mantenimiento de una
situación anómala que no ha comportado especiales problemas.
Transexualidad
1. doble explicación etiológica. fundamentalmente se dan dos explicaciones:
a) Para unos los factores hormonales y biológicos son los más importantes. Algunos
hechos significativos avalan esta opinión. En los gemelos monocigóticos (procedentes
de un solo óvulo fecundado y, por consiguiente, con el mismo patrimonio genético), si
uno es transexual, el otro lo es también en un 50%. En cambio, en los dicigóticos
(procedentes de dos óvulos fecundados distintos), en el mismo caso, la proporción es
sólo del 8,3%. Asimismo sujetos educados como mujeres y que habían vivido como
tales, con un tratamiento de testosterona, modificaron su identidad sexual: el sexo
biológico acaba por predominar sobre el psicológico.
b) Otros insisten en la importancia de los factores psicológicos y ambientales Algunos
hechos parecen confirmar esta hipótesis. Así -entre otros- hermafroditas, análogos
cromosómica y gonádicamente, han desarrollado el sexo psicológico -masculino o
femenino- en el que han sido educados: En éste y otros casos aparece clara la influencia
de los elementos culturales y ambientales.
2. Recurso a la cirugía: planteamiento . Sea cual fuere la explicación, el caso es que
individuos, a los que no se puede considerar perversos sexuales, sufren un desajuste
profundo que les provoca un fuerte malestar. Cuando el fenómeno se presenta de forma
superficia l basta con un tratamiento psico- farmacológico. Pero en otros casos, el recurso
a la cirugía resulta la única alternativa válida o complementaria a otros tratamientos.
¿Qué pensar sobre este cambio o adecuación del sexo? En el fondo el problema se
reduce a dilucidar qué elemento -el biológico o el psicológico- constituye el criterio
primario de la identidad sexual de la persona.
3. doble postura ética. la postura ética responde a la doble explicación.
a) Primacía de lo biológico. Para los primeros, hay que respetar siempre el dato
biológico. Si la psicología no se ajusta a esa realidad básica, la terapia ha de consistir en,
adecuar la tendencia psicológica a la constitución irrenunciable del propio organismo
biológico. Una cirugía que transforme el cuerpo en función del deseo psicológico, será
siempre inaceptable. Se trata de una mutilación que no tiene nada de terapéutica, ya que
se extirpan unos órganos sanos, para ser sustituidos por otros artificiales; incapaces de
cumplir con su función específica. Además, por perfecta que sea la operación de cirugía
plástica, el aparente cambio de sexo resulta frustrante. La disociación anterior entre
soma y psique se cambia ahora por un nuevo contraste entre los elementos artificiales
externos y la propia constitución sexual. No queda, pues, sino la terapia psicológica. Porque la masculinidad o la feminidad no
son simples dinamismos psíquicos, sino que están ancladas en la corporeidad, que,
como substrato inalienable, nadie tiene derecho a modificar. La libertad y el dominio de
la persona están limitados por el respeto al hecho de haber nacido hombre o mujer. En
definitiva: la intervención quirúrgica es, en este caso, ilícita.
b) Primacía de lo psicológico. La otra explicación aboga por la licitud de la
intervención. Es evidente que primero hay que echar mano de otro tipo de terapias. Pero
si éstas no dan resultado, cabe recurrir a la cirugía, como remedio extremo. A fin de
cuentas, la identidad sexual es atribuible más a la psicología que a los datos biológicos.
Si la persona se siente extraña y prisionera de un sexo que no responde a su psicología,
vivirá siempre en un conflicto permanente e irreversible. Es el caso de un transexual
auténtico y profundo.
La búsqueda de un equilibrio es lícita y deseable. Cuando la tendencia psicológica es
constatada como definitiva e irreversible, la única alternativa es adecuar, en la medida
de lo posible, el sexo morfológico a la identidad psicológica. La mutilación de órganos
sanos estaría justificada por el principio de totalidad, como una intervención necesaria
para superar la situación angustiosa y dramática de quien se siente patológico por la
presencia de algo que le destruye por dentro. Aunque, en el estado actual de la ciencia
no pueda darse un auténtico cambio de sexo, se busca la curación de un síndrome
personal dramático, mediante unas transformaciones que, aunque sean artificiales,
revisten una significación que, en ocasiones, llega a ser definitiva.
Si en los casos de intersexualidad se acepta un tratamiento acorde con la identidad en la
que la persona ha sido educada, aunque el sexo gonádico sea distinto y existan
manifestaciones del contrario ¿por qué resulta inadmisible la intervención quirúrgica,
cuando el desajuste alcanza sólo los niveles psicológicos?
4. Condición necesaria: el análisis y diagnóstico en cada caso. Sin duda el estado
actual de la ciencia no permite, hoy por hoy, dar una respuesta definitiva al interrogante
que hemos formulado. Tal como hoy está planteado, el problema se reduce a la cuestión
de qué es más importante para la identidad sexual: si los datos provenientes de la
naturaleza biológica o los que proporciona la psicología del ser humano.
Por esto, si la decisión se toma después de una valoración diagnóstica y estructural de la
personalidad del paciente, en la que la adecuación quirúrgica del sexo aparezca como la
única viable y eficaz, no me atrevería a negar su licitud ética. El simple deseo de
cambiar la morfología corporal, no fundamentado en un análisis serio y científico, sería
insuficiente para su tolerancia moral. Se trata, en definitiva, de una opción extrema para
situaciones irreversibles, que podrían encontrar de esta forma la solución, aunque no
fuera completa, a un problema dramático.
Condensó: JORDI CASTILLERO
EXIGENCIAS ECOLÓGICAS Y ÉTICA CRISTIANA
La ecología no es una moda. Si no tomamos conciencia de que estamos echando a
perder la casa de todos, las generaciones futuras tendrán que vivir a la intemperie.
Para el autor del presente artículo, éste no es el único ni el más urgente de los
problemas que hoy plantea la ética ecológica. Además de mirar la naturaleza con ojos
distintos de los del ave de rapiña, apremia introducir una nueva cultura de la
solidaridad que nos eduque de cara a los desposeídos de esta tierra y una nueva ética
de la renuncia que ponga coto o la avidez de poseer más y más olvidando que hay quien
no tiene nada.
Exigencias ecológicas y ética cristiana, Proyección 42 (1995) 263-286.
I. Situación actual
Doble acusación
El cristianismo ha sido objeto de una doble acusación, en parte contradictoria. Se le ha
acusado de olvidar las realidades materiaIes. Atento al destino último y definitivo, el
creyente sólo se habría preocupado del más allá y habría relativizado todo lo demás. No
es de extrañar que el contemptus mundi (desprecio del mundo) constituya un tema
clásico de la espiritualidad. Al dirigir todos los esfuerzos del creyente a la consecución
de la felicidad eterna, la religión aparecía como un opio que impedía el compromiso y la
lucha por la satisfacción de las necesidades terrenas.
La otra acusación es más reciente: la de haber fomentado los excesos ecológicos y las
violaciones de la naturaleza. La desacralización del mundo que se afirma en los
primeros capítulos del Génesis habría traído consecuencias desastrosas. El mandato de
Dios de someter y dominar la tierra abrió las puertas a todos los desmanes posteriores.
El afán de dominio han hecho del señor de la naturaleza su déspota. La tierra quedó
incondicionalmente rendida en sus manos. Una ciencia y una tecnología que no
reconoce límites es la consecuencia lógica de esa actitud arrogante.
Por contradictorias que puedan parecer, ambas acusaciones poseen un denominador
común: un antropocentrismo exagerado, en el que lo único que interesa es el ser
humano. Todas las demás realidades, o por su carácter pasajero o por su condición de
inferioridad y subordinación, no cuentan: el ser humano puede y debe utilizarlas en
función de su propio interés. En todo caso, la fe cristiana sería responsable de la
situación actual, antaño por su negativismo frente al progreso de las ciencias y luego por
su desenfrenado impulso para profanar la naturaleza más allá de sus límites.
Aunque exageradas, esas acusaciones no carecen de fundamento. Con todo, no hay que
olvidar que los delitos ecológicos aumentaron significativamente desde que la fe y los
valores cristianos se eclipsaron en la sociedad. No es tampoco ahora el momento de
hacer un juicio histórico para repartir responsabilidades, de las que los cristianos no
quedamos del todo exentos. El problema ha surgido por la dificultad que todos tenemos
en mantener un equilibrio entre el aprecio por todos los valores naturales, que para el
creyente son relativos, y la búsqueda inmoderada de ellos que nace de una actitud
insaciable. Una civilización incapaz de poner límites a su ansia de progreso y bienestar
termina por convertirse en una amenaza contra la vida misma.
Por eso, la preocupación ecológica que busca la reconciliación de todos los seres
humanos con el mundo -hogar de la humanidad- afecta de lleno a la conciencia
cristiana. No pretendo aquí enumerar todos los problemas que ha suscitado esa
preocupación. La finalidad es más modesta. Se trata de ver cómo las exigencias de los
grupos ecologistas coinciden plenamente con una actitud cristiana que no siempre se
mantuvo fiel a sus presupuestos.
Dimensión ética del problema
Para dar una respuesta eficaz al problema no basta con denunciar los atentados
ecológicos con una retórica apocalíptica, como si la humanidad caminara hacia un
desastre inevitable. No parece que, bajo el miedo de una terrible amenaza, que no cabe
admitir como única alternativa, la gente vaya a renunciar al bienestar que tanto le ha
costado conseguir, sobre todo si se tiene en cuenta que las consecuencias no recaerían
sobre las generaciones actuales. Hay que evitar dos extremos: el del romanticismo y el
de la resignación.
Un romanticismo ingenuo pretendería una vuelta hacia etapas anteriores. Se trataría de
condenar los adelantos técnicos de que hoy gozamos y retroceder hacia otras culturas
primitivas completamente superadas. Esta respuesta romántica, además de imposible,
eliminaría el progreso que ha aliviado lo penoso del trabajo humano. Si la ecología
propugna un rechazo a mejorar la calidad de vid a, su fracaso es evidente.
Si los beneficios del mundo actual y los valores que ofrece el progreso constituyen una
refutación clara de la "vehemencia ecologista", tampoco pueden justificarse las
violaciones ecológicas como si fuera el precio que hay que pagar, si queremos mantener
el nivel de bienestar de la sociedad actual. Tampoco, pues, cabe aceptar el extremo
contrario de la resignación: una visión conformista, como un "canto a las virtudes de la
civilización", que no resiste a un análisis objetivo de la realidad.
Aun evitando estos dos extremos, la solución no puede dejarse en manos de la técnica.
La racionalidad científica resuelve determinados problemas concretos, pero causa otros
distintos. Son los mismos científicos los que han revitalizado la preocupación ética,
como única salida a los problemas que la misma ciencia plantea. La solución radica en
una cosmovisión distinta que aporte otros valores humanistas y cristianos para reenfocar
la problemática ecológica.
II. Exigencias básicas de la ecología
La tarea que nos incumbe es la de trabajar por una sociedad sostenible, en la que, dentro
de una jerarquía razonable, la armonía de todos los seres haga más confortable la casa
que habitamos. Para ello es condición ineludible una triple exigencia que posibilite un
nuevo tipo de relación con la naturaleza.
Una nueva mirada sobre la naturaleza
I. El misterio de la naturaleza. El ser humano ha mirado la naturaleza desde
perspectivas muy distintas. Para las culturas primitivas, el orden cósmico poseía el halo
de lo sagrado y misterioso. Ante él no cabía sino el asombro y el sentimiento de
impotencia. Nadie se hubiera atrevido a manipular en sus estructuras, no sólo por
sentirse incapaz de intervenir en lo que se ignora, sino para evitar las consecuencias de
una transgresión del poder divino que fundamenta su existencia. La primera obligación
ética era el sometimiento. Por su trascendencia religiosa, la naturaleza resultaba
intocable: como la puerta entreabierta de un recinto majestuoso, que descubre la
cercanía de lo divino, pero que no se puede traspasar.
Sin llegar a estos excesos, fomentados por la ignorancia, la trascendencia y la
normatividad de la naturaleza se ha conservado diluida en el pensamiento religioso y
ético de muchos movimientos. La cultura africana y oriental son más sensibles a esta
dimensión que va a desaparecer casi del todo en el antropocentrismo racionalista de
occidente.
A medida que los adelantos técnicos posibilitaron el conocimiento de sus mecanismos,
la naturaleza fue dejando de ser objeto de contemplación para convertirse en campo de
experimentación. De artis magistra, que regulaba cualquier actuación, pasó poco a poco
a ser artis materia, con la que el ser humano pudiese explotar cada vez más todas sus
posibilidades. Lo natural ha quedado artificializado: "Ya no manejamos objetos
naturales; manejamos artificios que manejan artificios (...) que, en último término,
manejan objetos naturales" (J. R. Capella, Los ciudadanos siervos, 1993, p. 38).
2. La perspectiva bíblica. La actitud actual, respecto a la naturaleza, que acabamos de
describir, no puede apelar ni a la fe cristiana ni a los datos de la Biblia. Pese a
pertenecer a una cultura primitiva, el hombre de la Biblia mira la naturaleza desde una
perspectiva diferente. Así, desde este punto de vista, los relatos de la creación pretenden
dos cosas: desmitificar una visión pateísta del mundo y afirmar la superioridad de la
pareja humana -hombre y mujer- sobre todos los demás seres. El mundo brotó de las
manos amorosas de Dios, en aquella mañana gozosa de su nacimiento, como una
epifanía del Creador, pero como realidad finita, quebradiza, cuyo carácter divino le
viene de su génesis y no de su propia naturaleza. En medio de este universo, el ser
humano ocupa un lugar privilegiado, como lugarteniente que gobierna en nombre del
único Señor.
Junto a esta desacralización de la tierra y esta primacía de lo humano, la Biblia se sitúa
también en una perspectiva escatológica. La tierra no es el paraíso, sino el lugar de la
prueba. Muchos quedan prendidos de los bienes de esta tierra. Una cierta renuncia es
indispensable para que el ser humano se abra a los bienes más auténticos y verdaderos.
El Dios bíblico es el que, a través de los acontecimientos históricos, ofrece la salvación.
La naturaleza es el espacio geográfico y temporal en el que se realiza la alianza.
El que, a partir de los presupuestos bíblicos, intente justificar los delitos ecológicos,
hace de ellos una lectura que no coincide con el proyecto de Dios. Los datos bíblicos no
justifican el despotismo, la violencia del que, como gerente de Dios, está llamado a
cuidar de la naturaleza. La misma dimensión escatológica es un anuncio gozoso para la
tierra entera.
3. El simbolismo trascendente de la creación. El ser humano y el cosmos no sólo tienen
el mismo origen, sino que están orientados hacia un destino idéntico. Ninguna realidad
de nuestro mundo está destinada a la muerte. Con bellas y atrevidas imágenes expresa
Pablo la esperanza de toda la creación de ser liberada: "Sabemos que hasta ahora la
humanidad entera está gimiendo con dolores de parto. Y no sólo ella, también nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos por dentro guardando la condición
filial, el rescate de nuestro cuerpo. Con esa esperanza nos han salvado" (Rm 8, 22-24).
Nuestra cultura competitiva, en el que el supremo valor es el interés económico e
individual, no mira los seres creados como epifanía divina. Urge una nueva mirada
sobre la naturaleza. No se trata de mirarla como a un dios. La revelación no permite la
idolatría. Pero tampoco tolera que las huellas que el Dios vivo ha dejado en todas las
creaturas sean holladas por el poder irracional y egoísta del hombre, que sólo busca la
utilidad inmediata sin preocuparse por las consecuencias futuras.
Se impone un esfuerzo para que los ojos del creyente descubran esa trascendencia.
Como cantan algunos salmos, la grandiosidad de la obra de Dios asombra y seduce,
pero al mismo tiempo constituye el símbolo de la grandeza de Dios. La ecología nos
invita a esta nueva mirada sobre la naturaleza, como primera condición para que surja
un talante diferente.
Sin caer en un fundamentalismo ecológico, que propugna una "igualdad biocéntrica",
sin ninguna jerarquía entre lo humano y los demás vivientes, el abrazo reconciliado con
la creación no se realiza desde la prepotencia. Basta con recoger el mandato de Dios de
cuidar la tierra. Todos los seres venimos del humus (tierra): la humildad forma parte de
nuestra constitución. Y, por tanto, no podemos despreciar nada. Sólo desde esta
desnudez es posible vivir la fraternidad con toda la creación. Como el pobre de Asís
que, en comunión profunda con la naturaleza, sentía como hermanos a todos los seres.
Una nueva cultura de la solidaridad
I. Los desequilibrios existentes. Esa nueva mirada sobre la creación es necesaria. Pero
no basta para alcanzar una sociedad sostenible. Para impedir los desequilibrios
existentes en el ecosistema, es urgente insistir en una segunda exigencia: hay que
reforzar el vínculo de solidaridad entre todos los seres de la naturaleza, en especial entre
las personas humanas, que constituyen su centro privilegiado
No es fácil saber si las previsiones de futuro son tan alarmistas, como algunos afirman,
o existen motivos de esperanza para responder a las necesidades de la humanidad a
medio o largo plazo. Puede que existan todavía en el planeta muchos recursos que aún
no han sido explotados. En todo caso, vale la pena recordar lo que Gandhi decía a
comienzos de siglo: "El planeta ofrece cuanto el hombre necesita, pero no cuanto el
hombre codicia". Porque el problema no radica en si habrá o no materias primas
suficientes para proveer a las necesidades de las nuevas generaciones. Aun en la
hipótesis de que nunca faltara lo necesario, la herida más profunda, y que no parece
haya de cicatrizar, es el injusto reparto entre los pueblos que se acercan a la mesa
común.
Nadie sabe con exactitud a cuántos habitantes podrá alimentar la tierra, pero se calcula
que los 2.500 millones de 1950 se convertirán en 12.500 millones en el 2050, si no se
encuentran los mecanismos eficaces para frenar esa explosión demográfica. Pero la
tragedia radica no tanto en el número como en la distribución: más del 80% de los
nacimientos tendrán lugar en los países subdesarrollados. Diríase que el mandado
divino de Gn I, lo hemos escindido, dejando a los pobres la tarea de henchir la tierra,
mientras que los ricos la dominan para sus intereses.
Según las estadísticas, los países desarrollados -alrededor del 20% de la población
mundial- poseen el 85% de la riqueza del planeta. Y la dinámica del desarrollo apunta
en la misma dirección. Los ricos irán disminuyendo y los pobres aumentarán, en
número y proporción. Y si la producción continúa creciendo, será prioritariamente en
beneficio de los primeros. En conclus ión: el desarrollo económico sirve para que, en los
países desarrollados, el nivel de vida se mantenga e incluso suba, pero en las regiones
pobres sólo servirá para dar de comer a un número mayor de bocas hambrientas.
2. Hacia una cultura de la solidaridad. Desde esta perspectiva, la ecología no es una
moda de los "verdes", que pretenden la defensa de la flora y fauna del planeta, puesta en
peligro por la contaminación, la explotación desenfrenada de las reservas, etc. Sin duda
es encomiable su interés por despertar la conciencia colectiva. Pero el problema es más
hondo. Porque no basta con paliar los efectos perniciosos del desarrollo en los países
industrializados. Ciertos objetivos ecológicos parecen más un privilegio de los que ya
tienen asegurada su sub sistencia que un camino que conduzca hacia una "sociedad
sostenible". Porque la mayor parte de la humanidad sigue estando condenada a una
pobreza mayor.
Aquí la técnica no puede aportar soluciones. Porque el progreso seguirá realizándose
sobre la base de la explotación de los más necesitados. El problema de fondo reside en
un antagonismo de intereses: tras haber fundamentado su bienestar en el despojo de la
naturaleza, unos pocos pretenden ahora preservar la salud de los habitantes de sus países
prohibiendo a nivel mundial la fabricación y el uso de artículos antiecológicos. Pero
siguen explotando el Tercer mundo para mantener su nivel de vida e incluso se
escandalizan de que ahora los pobres intenten aliviar su miseria con los mismos
métodos de que ellos se sirvieron. La única alternativa consiste en reflexionar en el
porqué de esta situación. Pero esto no interesa por sus consecuencias. Helder Cámara
solía decir: "Cuando doy pan a los pobres dicen que soy un santo, cuando pregunto por
qué los pobres no tienen pan, me llaman comunista".
La sociedad de la opulencia necesita la explotación de estos pueblos para continuar su
desarrollo. Si estos pueblos pretendieran elevar su nivel de vida deberían adoptar la
misma política de injusticia con los demás y de despojo incontrolado de la naturaleza.
Pero esto les está vedado por su falta de autonomía técnica y económica. Cualquier
intento de promoción en el Tercer mundo no es viable sin el permiso de los que tienen
el poder en sus manos. Sólo la comunicación de bienes entre todos haría posible la
superación de este enorme desequilibrio. Pero ¿existe algún país dispuesto a renunciar a
una parte de su nivel de vida para compartirlo con otros?
Una nueva ética de la renuncia
I. La búsqueda de otra alternativa. ¿No habremos llegado ya a una situación límite que
nos obligue a buscar otra alternativa? Un mundo en antagonismo constante con las
exigencias de la naturaleza y dominado por el interés de unos pocos alienta las
esperanzas de cambio. No basta con el crecimiento económico. Éste debe realizarse de
manera proporcional y en beneficio de todos. La dinámica actual, en vez de recortar las
diferencias, las agranda. Es el momento de preguntarnos cuál es el criterio que
valoramos como primario. ¿La rentabilidad egoísta e inmediata; el aumento cuantitativo
de tener cada vez más; la indiferencia frente a un porvenir incierto? ¿o la preocupación
solidaria con los demás y un nivel cualitativo de vida que piensa en otros intereses
mucho más humanos y universales?
El modelo de desarrollo de los países industrializados desemboca en un crecimiento
cuantitativo que no valora los aspectos cualitativos de distribución y reparto. Desde esta
perspectiva, urgiría des-desarrollar ese crecimiento, para realizarlo con una óptica que
evite tamaños desajustes. La ética de la renuncia se impone aquí como una tercera
exigencia ecológica. Mientras se mantenga ese afán de crecimiento sin límites,
cualquier proyecto sólo servirá para que exista una mayor pobreza generalizada y una
mayor riqueza concentrada en manos de la minoría.
2. La dimensión ascética de la existencia. Hablar de ascetismo en una cultura
identificada con el hedonismo resulta un lenguaje poco seductor. Tener satisfechas las
necesidades básicas es un derecho. Encontrar respuesta a los deseos humanos podrá ser
conveniente. Pero disfrutar de todo lo superfluo, además de no dar la felicidad, es una
provocación para los que añoran lo que nosotros despreciamos. A los que vivimos en la
abundancia nos resulta difícil comprender la cantidad enorme de cosas superfluas que
consideramos como necesarias, mientras que las urgencias vitales de muchos millones
de personas no encuentran eco en nosotros. El único camino eficaz, pero difícil de llevar
a la práctica, es la conciencia de que hemos de renunciar a algo de lo mucho que nos
sobra, para compartir con otros nuestra riqueza. Por esto es lógico que la ética ecológica
subraye la estrecha vinculación que existe entre los seres de la tierra, en la que todos
somos necesarios, y, más en concreto, entre las personas y las naciones. Y esto no sólo
por sus implicaciones actuales, sino de cara a las futuras generaciones. Se trata de una
preocupación solidaria que se abra a los demás, que rompa el horizonte individualista
del que sólo reacciona cuando algo le afecta personalmente o puede sufrir sus
consecuencias. La participación y la renuncia se acepta cuando existe una comunión que
lleve a compartir los recursos disponibles y necesarios y cuando se renuncia a aquellas
actuaciones que puedan traer consecuencias negativas para el futuro de la tierra.
3. El síndrome narcisista. Los comportamientos egoístas tienen mucho que ver con el
narcisismo. Se trata del estado psíquico del que se acerca a la realidad para encontrar en
ella una gratificación completa e inmedia ta. Todo va orientado a satisfacer sus
carencias. Cualquier pérdida le resulta intolerable, ya que necesita construir una imagen
grandiosa de sí mismo en la que pueda reflejarse. La renuncia le deja frustrado. Su
apertura a todo lo demás es sólo para poseerlo y conseguir la gratificación que necesita.
El drama de esta patología, soterrada en el corazón de tantas personas, es la incapacidad
de amarse como uno es, mientras no consiga un yo ideal.
Los psicólogos insisten en que la capacidad para integrar las frustraciones es condición
para una personalidad madura. La persona madura no es la que se encuentra plenamente
satisfecha, porque nada le falta en su proyecto infantil de totalidad, sino la que se abraza
con cariño y algo de humor a la limitación inherente a todo ser humano. Por esto, la
ascesis y la modernación que propone la ética ecológica sería una terapia para
desmontar los mecanismos ególatras del que vive ensimismado, sin caer en la cuenta de
los problemas que afectan a los demás. A medida que las posibilidades van siendo
mayores, la despreocupación por los demás aumenta, fomentada por los intereses
económicos.
Conclusión
Uno comprende la enorme dificultad que hay en salir del laberinto en que estamos
metidos. Como el individuo por sí solo no puede resolver nada, la responsabilidad se
diluye en el anonimato. Y nadie puede señalar como culpables a
personas sin rostro y sin nombre. Si no se cuenta con la colaboración de la mayoría es
imposible lograr nada. Por esto, se impone formar una conciencia ecoló gica comunitaria
que reconozca las exigencias de una ética ecológica.
El dicho de Bacon hace al caso: Natura non nisi porendo vincitur No se puede vencer a
la naturaleza sino obedeciéndola. No sólo para respetar sus leyes físicas, como
condición indispensable para el progreso, sino para aceptar también otra serie de
obligaciones más urgentes sin las que la técnica pierde su condición humana. No se trata
de sacralizar los mecanismos de la naturaleza para impedir la intervención de la técnica,
cuando con ella se consigue un progreso auténticamente humano. Pero tampoco de
acomodar la ética a todas las nuevas posibilidades que, en un futuro, se le puedan abrir a
la técnica. La ética ha de ser siempre luz y denuncia, dinamismo y reflexión. Pero ha de
ser flexible y ha de estar siempre abierta a los datos de un avance técnico en la medida
en que éste sirva a la dignidad de las personas y las respete.
La ética ecológica ofrece datos fundamentales para esta reflexión. Si la mirada humana
se hiciese más lúcida y trascendente, si se hiciesen más estrechos los vínculos de
solidaridad con las actuales y con las futuras generaciones y fuésemos capaces de
descubrir las múltiples necesidades artificiales que nos hemos creado, para despojarnos
de algunas en beneficio de los demás, la esperanza por un mundo mejor renacería.
Condensó: JORDI CASTILLERO
LA LEGALIZACIÓN DE LA EUTANASIA
Un debate actualizado
Saber distinguir entre lo que uno puede afirmar en su fuero interno como creyente y lo
que puede ser decisión común de los ciudadanos, saber discernir, sin prejuicios y con
lucidez, los motivos o razones a favor o en contra de las distintas alternativas, saber
que, si la Iglesia tiene derecho a expresar públicamente su enseñanza y a influir así en
las decisiones comunes, no puede imponer a todos los ciudadanos su propio punto de
vista, no es tarea fácil, sobre todo cuando lo que está sobre el tapete son cuestiones tan
complejas y delicados como el derecho a morir dignamente. Esto lo consigue el
prestigioso teólogo moralista E. López Azpitarte en el siguiente artículo que, sin ser
reciente, sigue siendo actual.
La legalización de la eutanasia. Un debate actualizado. Proyección, 4 1 (1994) 19-32.
I. Una nueva situación
La vida y la dignidad en conflicto
Hasta hace poco la muerte se producía por un proceso biológico ineluctable, sin que la
ciencia pudiese impedir su paso firme y ni siquiera retrasar su llegada. La vida y la
dignidad de la persona se apagaban conjuntamente sin antagonismo alguno.
Lo que antes acontecía por la dinámica ineludible de la naturaleza, ahora se ha visto
frenado por el avance técnico. La medicina ha logrado que muchas personas,
condenadas a una muerte próxima, puedan gozar de una generosa amnistía.
Esta prolongación de la existencia ha supuesto un enorme beneficio para la humanidad.
Pero plantea una serie de problemas. A la resignación de antaño ante lo irremediable de
la muerte, le sucede hoy un empeño por acotar sus límites y ampliar las fronteras de la
existencia incluso pagando un peaje demasiado caro. La técnica puede romper la
armonía entre la existencia y la dignidad, prolongando una vida que no posee ya aquella
calidad mínima que la hace apetecible. Cuando esto ocurre, uno se pregunta si no es
mejor dejar morir en paz. La eutanasia (etimológicamente, buena muerte) se convierte
entonces en un derecho que la sociedad ha de proteger.
Planteamiento jurídico actual: valor prioritario de la autonomía
En la práctica totalidad de las legislaciones actuales la vida se concibe como un derecho
absoluto e intangible, como un bien inalienable, del que ni siquiera el propio individuo
puede disponer y que, por esto, debe ser defendido incluso contra su voluntad.
Sin embargo, el planteamiento jurídico actual ha cambiado y cada vez son más los que
propugnan el derecho a disponer de la propia vida como valor prioritario. Como
principio básico de toda filosofía jurídica que es, la autonomía personal quedaría muy
mermada, si esta disposición sobre sí mismo se prohibiera en personas conscientes y
responsables. La postura paternalista de las legislaciones actuales sólo estaría justificada
en sujetos que no gozaran de esas condiciones. Y en este sentido, el suicidio lúcido y
razonable no debería penalizarse. En caso de conflicto entre el derecho a la libre
disposición y un deber de carácter paternalista, debería prevalecer el primero.
En esta postura que subraya el valor prioritario de la autonomía personal, para impedir
la prolongación de una vida sin calidad humana y procurar una muerte digna, se sitúan
todos los movimientos actuales que defienden la legalización de la eutanasia voluntaria.
Una demanda antigua y actual
Aunque actualmente la con ciencia social está más sensibilizada, estas ideas no son de
hoy. Al trazar en su Utopía la imagen de una sociedad ideal, Tomás Moro aconseja a los
enfermos incurables, que resultan un peso insoportable para sí mismos y para los demás,
"que se desembaracen de esa dolorosa vida como de una prisión o como del tormento
del potro o permitan de buen grado que otro les libre de ella". Y, si nos remontamos a la
antigüedad, encontramos también a otros pensadores que aceptaban esa práctica de la
eutanasia voluntaria.
Sin embargo, pese a los intentos realizados en distintos países, no se ha llegado todavía
a la legalización de tal práctica. Sólo en Holanda, aun sin estar legalizada, no se
penaliza la ayuda pedida por el enfermo para dar fin a su vida. Pero no hay duda de que
los movimientos que propugnan su tolerancia legal van creando un ambiente cada vez
más favorable. De hecho, el Parlamento europeo, refractario antes a esas iniciativas, ha
hecho una propuesta de ley, en la que, en nombre de la dignidad humana, se pide a los
Estados miembros que se admita la eutanasia voluntaria: "cada vez que un enfermo
plenamente consciente pida, de manera urgente y reiterada, que se ponga fin a una
existencia que ha perdido para él toda dignidad, y que un equipo de médicos,
constituido para este fin, constata la imposibilidad de ofrecer nuevos tratamientos
específicos, esta demanda debe ser atendida, sin que de esta forma se cause daño a la
vida humana". No es, por tanto, extraño que hoy se presenten distintos proyectos para
legalizar lo que muchos consideran un verdadero derecho.
Preocupación de los Obispos españoles
En un breve documento, publicado en 1986 por la Comisión Episcopal para la Doctrina
de la fe, se constata por primera vez que "en nuestro país se oyen voces que favorecen la
aceptación de la eutanasia". Tres años más tarde la Conferencia Episcopal aprobaba un
plan de acción, cuyo primer objetivo consistía en "dar a conocer a la opinión pública el
pensamiento y la acción de la Iglesia en torno al tema de la eutanasia y la asistencia a
bien morir".Y en 1993 el Comité Episcopal para la Defensa de la Vida presentó un
amplio documento sobre todos los problemas relacionados con la eutanasia, para dejar
clara la postura de la Iglesia sobre el tema.
II. Perspectiva ética
¿Qué se puede decir, desde una perspectiva ética, sobre la legislación de la eutanasia
voluntaria?
Intento de clarificación
En los debates actuales se echa de ver una enorme ambigüedad en el lenguaje que se
emplea. Bajo el término "eutanasia" se incluyen múltiples comportamientos que
merecen una valoración ética diferente. Uno se pregunta si no se trata de una confusión
pretendida, para hacer pasar como aceptables conductas que pueden ser condenables. El
derecho a morir con dignidad, el rechazo del encarnizamiento terapéutico, la
interrupción de tratamientos que resultan ya inútiles y/o desproporcionados son valores
en los que todos estamos de acuerdo. El problema de fondo se formularía así: ¿en qué
situaciones tales prácticas parecen moralmente aceptables? Para esto, se impone la
necesidad de definir qué entendemos por "eutanasia". En su sentido más estricto
llamaremos eutanasia a la actuación cuyo objeto es causar la muerte a un ser humano
para evitarle sufrimiento, bien sea a petición de éste (eutanasia voluntaria), bien por
considerar que su vida carece de la calidad mínima para que merezca el calificativo de
digna. Supone, pues, la muerte de una persona o mediante un acto positivo (eutanasia
activa) o por omisión de los cuidados debidos (eutanasia pasiva). Por el contrario, la
distanasia consiste en retrasar el advenimiento de la muerte todo lo posible, por todos
los medios, proporcionados o no, aunque no haya esperanza alguna de curación, y
aunque esto signifique infligir al moribundo unos sufrimientos añadidos a los que ya
padece y que no lograrán esquivar la muerte, sino sólo aplazarla unas horas o unos días
en unas condiciones lamentables para el enfermo. Es lo que se ha dado en llamar
"encarnizamiento terapéutico" y mejor sería llamarlo obstinación terapéutica.
Criterios para una valoración ética
La Iglesia rechaza la eutanasia en sentido estricto, tanto la activa como la pasiva. En
cambio, permite la omisión de aquellos medios que se consideran desproporcionados,
cuando sólo sirven para mantener una vida meramente vegetativa o cuando los
beneficios que puedan obtenerse quedan superados por otros sufrimientos mayores.
Igualmente acepta los tratamientos para aliviar el dolor, aunque aceleren la muerte.
Muchos no comprenden por qué se condena una acción que provoca el desenlace final,
en cambio se permite una omisión, que produce el mismo efecto, o un acto que adelanta
ese último momento. Aunque en ambos casos se llega al mismo resultado, la intención
es radicalmente distinta. En el primer caso se pretende la muerte de la persona o
directamente o bien omitiendo aquellos medios a los que tiene derecho, mientras que en
el segundo se busca un alivio del enfermo, aunque sus existencia se reduzca algo o se
dejen de emp lear unos métodos que, por ser desproporcionados, ya no son obligatorios.
En la práctica sanitaria no siempre aparecerá cuándo no vale ya la pena seguir luchando
contra lo inevitable. En cada caso concreto la honestidad del médico -que ha de contar
con el beneplácito del enfermo, si esto es posible, o con el de sus familiares- decidirá,
pues él sabe si lo que realiza tiene por objeto causar la muerte o si, por el contrario, está
renunciando al encarnizamiento terapéutico.
¿Legalización de la eutanasia voluntaria?
Reconocer la licitud de unas prácticas médicas que no incluyan la eutanasia en sentido
estricto no ofrece ninguna dificultad desde el punto de vista ético. Incluso el
reconocimiento jurídico, redundaría en defensa del personal sanitario en caso de
posibles denuncias por delitos de acción u omisión o por negligencia en el
cumplimiento de sus deberes.
El punto central del debate actual radica en la legalización de la eutanasia en sentido
estricto. De momento, nadie se atreve a pedir la tolerancia civil de la eutanasia
involuntaria, o sea, de la que prescinde de la voluntad del propio enfermo. Si se
legalizase la eutanasia involuntaria, el anciano o el enfermo grave tendría un miedo muy
justificado a que el profesional de la sanidad o cualquier persona de la que dependa por
una u otra razón, lejos de resultar una ayuda para su vida, fuesen unos ejecutores de su
muerte. Pero ¿debería aceptarse la eutanasia voluntaria, pedida por el propio enfermo?
1. Cuestión previa: la disposición sobre la propia vida. Aun prescindiendo de la
fundamentación religiosa contra el suicidio, siempre se ha insistido en que la existencia
de la persona es un bien social y en que, por consiguiente, nadie tiene derecho a
eliminar la vida, ni siquiera la propia. Se argumenta que así lo ha entendido la tradición
jurídica occidental, que ha negado toda validez al consentimiento prestado para recibir
la muerte, por considerar como indisponible el derecho a la vida.
El argumento no es del todo convincente, sobre todo si tenemos en cuenta que vivimos
en una sociedad que, como hemos visto, defiende el valor prioritario de la autonomía de
la persona. Desde el punto de vista puramente ético, no se puede, pues, probar que el ser
humano no pueda disponer de su vida ni siquiera cuando, con serenidad y lucidez, llega
la conclusión de que no vale la pena seguir viviendo. Darse la muerte no tiene por qué
ser siempre una reacción enfermiza o un gesto de cobardía. Los que trataron de vivir
dignamente también quieren morir con dignidad. Y por esto, cuando ya no es posible
seguir viviendo dignamente, el derecho a morir se convierte para muchos en una
alternativa aceptable. Una opción que, si no se debe imponer a nadie, tampoco debería
prohibirse a quien desee libremente tomar esta última decisión.
Parece mejor camino reconocer con realismo estas dificultades que insistir en la
obligación de conservar la vida como un bien social. Sería absurdo que la ley penalizase
a la persona que prefiere causarse la muerte antes que vivir en condiciones indignas.
Pero la legalización de la eutanasia supondría además autorizar a otros para provocar la
muerte, cuando el propio individuo sea incapaz y con las debidas garantías jurídicas.
Sería la solución para evitar el prolongamiento absurdo de una existencia que, por haber
perdido su dignidad, no vale la pena conservarla. Como se trata de una decisión libre, a
la que nadie debe sentirse obligado, no hay ningún motivo serio para que la ley no
respete esta decisión responsable. Luchar contra su tolerancia jurídica sería más bien
signo de intransigencia y una falta de respeto a otras ideologías diferentes.
2. El derecho a una muerte digno. En una sociedad pluralista, la ética civil ha de
respetar el derecho inalienable de cada ciudadano para actuar conforme a conciencia,
siempre que esto no vaya contra el bien común. La búsqueda del mayor bien posible en
cada situación puede tolerar lo que no está de acuerdo con las exigencias de una moral
concreta. Como son muchos los factores que entran en juego, la prudencia política debe
sopesar las ventajas e inconvenientes de cada opción para legalizar aquélla que parezca
la más favorable. El respeto a la decisión democrática que un día se tome no impide que
se expongan las razones que justifiquen una alternativa distinta.
Los que se oponen a la legalización de la eutanasia en sentido estricto no lo hacen sólo
por motivos religiosos, sino que aportan también datos y reflexiones que, en el debate
público, han de tenerse en cuenta. Los partidarios de la eutanasia voluntaria se basan en
el derecho a una muerte digna y en la necesidad de evitar trances demasiado dolorosos e
incluso inhumanos. Pero los que se oponen a la eutanasia en sentido estricto creen que
es posible defender ese objetivo de evitar sufrimientos inútiles por otros caminos, como
sería, por Ej., la medicina paliativa. Se trata de encontrar una forma intermedia que evite
tanto el absurdo del encarnizamiento terapéutico como los riesgos inherentes a la
práctica de la eutanasia. Su objetivo es mejorar la calidad de vida en la etapa final,
atendiendo a las necesidades físicas, psíquicas, sociales y espirituales del paciente y de
su familia. En realidad, si se prestara una atención mayor al enfermo para que su muerte
fuese serena y tranquila, como hoy es posible, pocas personas desearían escaparse de
una vida que ya no resultaría tan intolerable.
3. La respuesta al dolor humano. Cuando un enfermo pide que le den muerte, no es
morir lo que primariamente desea, sino escapar a una serie de condicionantes -
sufrimiento, soledad, incapacidad, depresión, agotamiento, etc.- que le hacen la vida
intolerable. Debajo de su petición se esconden demandas más profundas. Así, por Ej.,
sólo el 10% de los que piden la eutanasia en Holanda justifica su petición por el único
deseo de evitar el dolor físico. Hay otros sufrimientos más difíciles de soportar. No
existen fármacos que sirvan para mantener la esperanza, encontrar un sentido a la vida o
reconciliarse con los límites de la condición humana.
Desde que nacemos hasta que morimos, el sufrimiento es inherente a nuestra existencia
humana. Nadie puede escapar a este destino inevitable. Pero sí tiene sentido luchar
contra él, también para el cristiano. Reconocer su presencia ineludible como expresión
de la finitud humana no contiene ningún resabio masoquista. Si se quisiera huir de él
como objetivo prioritario, no habría otra alternativa mejor que el suicidio rápido e
inmediato. Pero es que hoy la medicina está capacitada para eliminar o, al menos, hacer
soportable el dolor de los enfermos terminales. En este supuesto, no cabe presentar la
eutanasia en sentido estricto como la solución más adecuada para superar el dolor
humano.
4. La pérdida de la propia imagen. Más fuerza tendría el argumento del grave deterioro
que se sufre en el proceso de la ancianidad. Impresiona ver cómo personas que han
gozado de una vida satisfactoria y fecunda experimentan la decadencia de sus fuerzas, la
pérdida paulatina de su autonomía, el sufrimiento de sentirse como un cuerpo muerto y
la sensación de no ser sino un simple estorbo para los demás. La imagen desdibujada de
la propia dignidad les resulta insoportable. Parece insensato mantener una existencia en
estas condiciones. Por esto, cuando el proceso final se hace irreversible e inmediato ¿no
sería más humano practicar les la eutanasia?
Hay un hecho que no conviene olvidar. Lo peor de esas situaciones viene motivado por
las reacciones que el enfermo puede despertar en los demás. Sólo verles en esa situación
provoca un estado de angustia, pena y compasión que el paciente percibe perfectamente.
Esa percepción acrecienta la idea de que se es inútil y de que la vida no tiene ningún
sentido. El deseo de morir surge porque sienten que, de alguna manera, ya están
muertos. En tales situaciones parece que la dignidad personal exige no ir contra la
presión social. El que pide la muerte real es porque ya se siente simbólicamente muerto.
Acaso su petición lleva implícita la demanda de una respuesta positiva a su angustia:
constatar que, aun en aquellas condiciones, su vida sigue siendo un valor humano para
aquéllos que le rodean. La dignidad se pierde por la reducción drástica en las
condiciones biológicas y psíquicas del paciente, pero se recupera cuando se percibe un
clima de acogida, respeto y cariño sincero.
5. Un mensaje implícito: la inutilidad de una vida. A un enfermo, sostenido por este
ambiente cálido y aliviado en sus dolores con la técnica apropiada, no será necesario
anticiparle el momento final. Cuando el enfermo desea la muerte, acaso habría que
preguntarse si se le da toda la ayuda y el afecto que necesita. La paz y la serenidad se
salvaguarda mejor por este camino que legalizando la eutanasia, aunque se califique de
voluntaria. Por mucho que se diga en sentido contrario, una ley tolerante favorecerá un
estado de opinión en el que los que sospechen no alcanzar el nivel de vida que se
considera indispensable tendrán la certeza fundada de que la sociedad, aunque no se
atreva a eliminarlos por su propia iniciativa, preferiría excluirlos como seres que no
merecen compartir la existencia.
Y es que la cuestión de fondo radica en la sensibilidad y el respeto a toda vida humana,
sean cuales sean las condiciones en que se encuentre. No se puede marginar a un
colectivo de personas que, por no aportar su contribución a la sociedad, sólo sirven para
recibir los cuidados y el cariño de sus semejantes. En la medida en que este aprecio
disminuya, el futuro puede ser todavía peor. Con todo, el argumento de que, cuando se
abre la mano a una primera excepción, es como ponernos en un plano inclinado de
consecuencias imprevisibles no deja de ser ambiguo, pues trata de atemorizar más que
de convencer con razones. Incluso, con evidente exageración, se objeta que legalizar la
eutanasia voluntaria nos llevaría de nuevo a los crímenes del nazismo.
No obstante, sin dramatizar, el peligro de ir más allá de lo que, por el momento, se
pretende, existe. Si la vida no merece un profundo respeto y, en determinadas
condiciones, se la considera una carga absurda, eliminarla "por compasión", para evitar
sufrimientos y gastos inútiles, será una opción coherente. Así, sobre todo cuando el
enfermo no tenga ya capacidad para intervenir en la decisión, el paso de la eutanasia
voluntaria a la impuesta se haría casi inevitable. De hecho, por Ej. en Holanda, a esta
práctica se la considera con una serie de eximentes que favorecen su tolerancia penal.
Los problemas de la obstinación terapéutica
Con esto tampoco se defiende un encarnizamiento terapéutico, como si hubiese que
emplear siempre todos los recursos para prolongar la vida. En este contexto, el tema de
la hidratación y de la alimentación artificial ha provocado un amplio debate. El caso
tiene especial aplicación a los enfermos en estado de coma. ¿Hay que prolongar
ilimitadamente su existencia inconsciente con esos procedimientos de fácil aplicación?
¿Es su empleo una obligación médica?
Hay que distinguir un estado de coma en el que se conservan algunas funciones
cerebrales y que no puede considerarse como definitivo de aquél otro que es irreversible
y en el que no perdura sino la vida puramente vegetativa. En este último caso, aunque
pudieran mantenerse las constantes cardio-respiratorias, no existiría ya vida humana. En
cambio, en el primer caso, mientras exista la posibilidad de recuperación, el tratamiento
resulta obligatorio. Con todo, a medida que este estado se prolonga, la recuperación se
hace más difícil y no parece que, después de un año -o menos, si intervienen otros
factores peyorativos-, sea ya posible.
Saber cuándo se pasa de una situación a otra es una cuestión que pertenece al campo de
la medicina. En todo caso, estos enfermos en estado vegetativo irreversible plantean un
problema antropológico de difícil solución. Para algunos, se trata de seres que perdieron
ya su condición humana y que nunca volverán a recuperarla. Aunque conserve algunas
funciones puramente biológicas, la persona habría muerto. La falta definitiva de
conciencia y de actividades superiores implican una categoría de existencia muy
diferente de la humana. En cambio, otros se oponen a semejante distinción. Para ellos,
la única frontera que hace infrahumana a una persona es el paso de la vida a la muerte.
No podemos decir que un individuo en estas condiciones esté muerto, pues lo mismo
cabría afirmar de otros disminuidos psíquicos que no alcanzan un nivel mucho mayor.
En cualquiera de las hipótesis, nos encontramos con pacientes que no podrán recobrar
su actividad específicamente humana y que, para continuar en ese estado, requieren una
serie de ayudas por métodos artificiales. Es entonces cuando surge la pregunta: ¿es
obligatorio utilizar semejantes técnicas?
Las técnicas artificiales de mantenimiento
Por una parte, se afirma que "ante la inminencia de una muerte inevitable, médicos y
enfermos deben saber que es lícito conformarse con los medios normales que la
medicina puede ofrecer" (Comité Episcopal para la Defensa de la Vida, 1993, n° 27). Y,
por otra, se añade que "no se ha de omitir el tratamiento a enfermos en coma, si existe
alguna posibilidad de recuperación, aunque se puede interrumpir cuando se haya
constatado su total ineficacia. En todo caso, siempre se han de mantener las medidas de
sostenimiento" (ibid. n° 94,4). Esto supuesto, partiendo de la distinción entre cuidados y
tratamientos, que bastantes autores aceptan, se afirma que es lícita la interrupción de los
tratamientos, pero no se puede renunciar a los cuidados que, como la alimentación y la
hidratación artificial, el enfermo necesita.
En cambio, otros autores se preguntan por qué, en una situación de coma irreversible,
no se van a poder retirar esas ayudas artificiales, cuando, para evitar una prolongación
absurda de la vida, es lícito suprimir otros recursos que también adelantan la muerte. El
tema no deja de ser complejo y difícil. Pero hoy son bastantes los moralistas católicos
que aceptan esa interrupción como una forma de evitar el encarnizamiento terapéutico.
Conclusión
La defensa de la vida sigue siendo el motivo de fondo para el rechazo de la eutanasia.
Y, si el argumento más fuerte para su aceptación fuese proporcionar una muerte
tranquila y serena, resultaría "especialmente contradictorio defender la eutanasia
precisamente en una época como la actual, en la que la medicina ofrece alternativas,
como nunca hasta ahora, para tratar a los enfermos terminales y aliviar el dolor" (ibid.
n° 41). Cuando la preocupación y el interés por ayudar a los moribundos y responder a
sus necesidades en todos los órdenes se incremente en nuestra sociedad, no serán
muchos los que piensen que el derecho a morir con dignidad exige la práctica y la
legalización de la eutanasia.
Condensó: TOMÁS CAPMANY