Padre
Nicolás Schwizer
Quisiera
meditar con Uds. algunos momentos en la vida de María.
La
Encarnación.
No hay duda de que la vida de la Sma. Virgen estaba,
desde su inicio, bajo la fuerte influencia del Espíritu de Dios. La Virgen es la
“Todasanta” porque desde el primer momento de su
existencia fue “sagrario del Espíritu Santo”.
Pero
su gran encuentro con el Espíritu fue la Anunciación del ángel que
culminó con la encarnación. Allí María tuvo su primer Pentecostés: “El
Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra” (Lc 1, 35). A partir de ese
acontecimiento, Ella es llamada sagrario, tabernáculo, santuario del Espíritu.
Con ello se indica la inhabitación del Espíritu
Santo en María de un modo del todo singular y superior al de los demás
cristianos. Como en todo ser humano, el Espíritu de santidad quiere actuar en la
Virgen y a través de Ella. Pero aquí hay algo más, algo nuevo y único: el
Espíritu Santo quiere actuar junto con la Virgen. ¿Y para qué? Quiere unirse y
atarse a María para que de Ella nazca Jesucristo, el Hijo de Dios. Y quiere que
la Sma. Virgen diga su Sí totalmente voluntario y
libre, para entregarse al Espíritu de Dios, para convertirse en Madre de
Dios.
Su
crecer en el orden del Espíritu.
No debemos pensar que la Virgen haya entendido todo desde el primer momento.
Evidentemente comprendió mucho más que nosotros. Porque tenía, como dice Santo
Tomas de Aquino, la luz profética que le regaló un conocimiento mayor de las
cosas de Dios.
Sin
embargo, como ser humano, Ella crecía en sabiduría y desarrollaba su
entendimiento a lo largo de la vida. Por eso dice el Padre Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, que María iba adentrándose crecientemente en
el orden del Espíritu. ¿Y que quiere decir eso? María tenía que ir
comprendiendo, paso a paso, lo que quería Jesús y lo que debía hacer Ella a su
lado. Tenía que entrar progresivamente en ese mundo de su Hijo Divino, en el que
sólo el Espíritu Santo podía introducirla.
En
diálogo con el Espíritu de Dios, tenía que recorrer su propio camino de fe.
Pensemos en la pérdida de Jesús, al cumplir los doce años. Cuan difícil
fue para Ella cuando su Hijo los abandonó y después les dijo:
“¿No
saben que tengo que preocuparme de los asuntos de mi padre?” (Lc 2, 49). Como agrega el texto, María no entendió lo que
Jesús acababa de decirles. Pero seguramente se dio cuenta de que su Hijo llevaba
en su interior otro mundo, el mundo del Padre, en el cual también Ella tenía que
adentrarse de un modo más perfecto.
Otro
momento difícil surgió en las bodas de Cana. “Mujer,
Tú no piensas como yo: todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2.4). El pensar de María es todavía muy humana: quiere
ayudar a los novios en su necesidad. Jesús mira más allá, piensa en su gran
Hora, la hora de la Cruz. Y, sin embargo, cumple el deseo de su
Madre.
Y
cuando llegó la gran Hora, sobre el monte Calvario, ya callan en Ella los
deseos y necesidades naturales. Todo queda sujeto a la voluntad del Padre. Ya no
quiere otra cosa que cumplir perfectamente con su rol en el plan de
salvación.
Cumbre
de ese insertarse en el orden del Espíritu fue la espera de Pentecostés.
Allí María se convirtió en instrumento perfecto del Espíritu Santo. Condujo a
los apóstoles y discípulos a la sala del Cenáculo. Les transmitió su anhelo
profundo por el Espíritu Divino. E imploró con ellos la fuerza de lo alto sobre
toda la Iglesia reunida. En Pentecostés se colmó su ansia por el Espíritu de
Dios. Allí quedó completamente compenetrada y transformada por El. Ya en su vida
tuvo un cuerpo espiritualizado, es decir, transformado por el Espíritu, de modo
que no podía ser destruido. Y así ya quedó preparada para su último y definitivo
paso: la asunción en cuerpo y alma al cielo.
Creo
que también en nuestra propia vida debe existir un insertarnos
paulatinamente en el orden del Espíritu.
Preguntas
para la reflexión
1.
¿ Cómo cultivo mi relación con el
ES?
2.
¿Sentimos cómo el Espíritu Santo nos capta e introduce en el mundo de
Dios?
3.
¿Es la Virgen mi compañera en la oración?