Dios y las artes del hogar

 

Autor: Pablo Prieto
Fuente: http://www.darfruto.com/79_DIOS_Y_HOGAR.htm

 

█   Las artes domésticas son esa compleja trama de servicios, competencias, destrezas, actitudes, hábitos, tradiciones, ritos, etc., con los cuales el hogar toma conciencia de sí, configura su rostro y celebra su hermosura. En estas tareas la familia aparece como lo que es: comunión de personas y, en palabras de Juan Pablo II, "primera y fundamental realización de la Iglesia". Se trata, por otra parte, del trabajo ejercido por más personas en el mundo, sobre todo mujeres, y que esconde una mina de valores humanos y sabiduría pocas veces reconocidos como merecen. ¿Cómo no meditar, por tanto, las abundantes referencias que el Evangelio hace a este ámbito de la vida? No sólo en su trabajo escondido en Nazaret sino también en sus discursos y parábolas, Jesús demuestra una exquisita sensibilidad doméstica, la misma que emplea para fundar su Iglesia e imprimir en ella aire de hogar. ¿Y María? ¿Acaso su papel de corredentora no está íntimamente unido a su oficio de ama de casa?

  

█   Empleamos en estos textos la expresión "ama de casa" y otras similares en un sentido muy amplio, que incluye a todo miembro de la familia en cuanto responsable de la realización práctica del hogar, ya sea varón o mujer. Ciertamente la mujer personifica el hogar de modo especial, en virtud de cierto simbolismo inherente a su persona. No por eso, sin embargo, la casa deja de ser incumbencia de todos. Sólo colaborando cada uno según sus circunstancias el hogar resplandece como lo que es: organismo vivo, comunión de personas, y primera y fundamental realización de la Iglesia.

 

PRESENTACIÓN

 

1.   Maternidad espiritual

2.   Un solo corazón

3.   Colaboración y complementariedad

4.   Misericordia

5.   Servir y reinar

6.   Marta, Marta

7.   Inventar el espacio 

8.   Domesticar el tiempo

9.   Gestar y alumbrar 

10. Criar y crecer

11. Visitar y recibir

12. El ungüento y las lágrimas

13. Mirad mis manos

14. Los pañales y la túnica

15. Una habitación amueblada

16. En mi alcoba y con primor

17. Enciende una luz y barre la casa

18. Medir y contar

19. Danos hoy nuestro pan

20. Servir la mesa

21. La Pascua

22. La fiesta y la gloria 

 

ORACIÓN PARA OFRECER EL TRABAJO DOMÉSTICO

  APÉNDICE
¿Qué son las tareas del hogar?
Aproximación desde la filosofía personalista.

Agradecimientos

 

 

 

PRESENTACIÓN

 

Este librito es una colección de comentarios y reflexiones breves en torno a las tareas del hogar, tomando pie del Evangelio. Son fruto de mi experiencia sacerdotal, y los ofrezco como una invitación a profundizar en este ámbito de la vida humana, tan rico en tesoros de espiritualidad y cultura.

 

Hay varios motivos por los que un cristiano, cualquiera que sea su profesión u oficio, debería interesarse por las faenas domésticas e intentar comprenderlas a fondo. En primer lugar, por ser la familia la primera y fundamental realización de la Iglesia, y por tanto el lugar donde la vida cristiana acontece en su forma más genuina. Respecto a la familia, las tareas domésticas son como su encarnación, su puesta en práctica, y aportan una preciosa clave hermenéutica para discernir su naturaleza, su fin y sus valores específicos. Tal discernimiento resulta tanto más urgente cuanto que la familia sufre hoy gravísimos ataques que pretenden oscurecer su identidad e incluso destruirla.

 

En segundo lugar, nos interesa por ser este oficio el desempeñado por más personas en el mundo, sobre todo mujeres, lo que le confiere una proyección apostólica inmensa, más aún en nuestro mundo globalizado.

 

No obstante, a pesar de estas y otras razones, las labores domésticas siguen despertando escaso interés entre nuestros coetáneos. ¿Por qué? No es posible enumerar aquí los diversos prejuicios, algunos muy antiguos, que pesan sobre el hogar, pero cabe destacar dos: la mentalidad utilitarista y el feminismo radical, este último envuelto actualmente en la ideología de género. Sea como fuere, se trata de un triste analfabetismo doméstico, que empobrece lamentablemente la convivencia, tanto familiar como social, y sobre todo la experiencia de Dios, la cual, privada del entronque vivo con el hogar, pierde sus raíces más profundas y su savia vital.

 

Como toda carencia humana, esta que describimos tiene un único y definitivo remedio: Cristo. Él es, en efecto, la luz que hay que poner sobre el candelero para que ilumine a toda la casa (Mt 5, 15). Y para ponerla efectivamente, para hacer patente esta luz de la casa, que es Jesús en persona, resulta imprescindible meditar su vida e impregnarnos de ella. Este es precisamente el objetivo de las siguientes reflexiones. Materia para ello no nos falta, pues en el Evangelio abundan las referencias a esta esfera de la vida humana. Ante todo está el ejemplo mismo de nuestro Señor, trabajando en la casa de Nazaret junto a María y José. Y después su predicación, tan salpicada de ejemplos hogareños: la mujer que amasa, barre o muele, el remiendo del vestido, el baúl del paterfamilias, el administrador, los criados, los banquetes, las lámparas, etc. Todo lo cual demuestra en Jesucristo una exquisita sensibilidad doméstica, la misma que emplea para fundar su Iglesia e imprimir en ella aire de hogar.

 

El problema surge al expresar por escrito estas consideraciones. Porque hoy más que nunca el discurso sobre el hogar se presenta complicado y cargado de connotaciones, a veces polémicas, sobre todo en lo que atañe a la colaboración entre varón y mujer. No es este el lugar, como es obvio, para dilucidar tan delicada cuestión, pero se hace inevitable tomar postura frente a ella, incluso para una consideración meramente espiritual y ascética del hogar, como es nuestro caso. El criterio que nos ha parecido más equilibrado a este respecto, y más acorde con la antropología cristiana, ha sido el de emplear la expresión "ama de casa" y otras similares en un sentido muy amplio, que incluye a todo miembro de la familia en cuanto responsable de la realización práctica del hogar, ya sea varón o mujer. Si bien la mujer representa el hogar de modo especial, en virtud de cierto simbolismo inherente a su persona, no por ello la casa deja de ser incumbencia de todos. Sólo colaborando cada uno según sus circunstancias el hogar resplandece como lo que es: organismo vivo, comunión de personas, y primera y fundamental realización de la Iglesia. Un desarrollo más detenido de este planteamiento lo encontrará el lector en el breve artículo que figura en el Apéndice de este libro. Allí hemos intentado esbozar, a la luz de la antropología personalista, los rasgos que configuran el trabajo doméstico y los principios que rigen su actividad.

 

Pero más que la antropología personalista, la verdadera inspiración de estas meditaciones procede de la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la santificación del trabajo ordinario. Enseñanza que, en lo referente al trabajo del hogar, he visto encarnada admirablemente en innumerables mujeres del Opus Dei. Estas páginas son un testimonio de admiración y agradecimiento hacia ellas.

 

P.P.R.

Zaragoza, 1 septiembre 2007

 

1. Maternidad espiritual

 

 

Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del Cielo de junto de Dios, ataviada como novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: ¡He aquí la morada de Dios con los hombres! (Al final de los tiempos, Apocalipsis 21, 2-3).— La Sagrada Escritura presenta la morada definitiva y perfecta en forma de mujer. Y nuestra morada terrena y temporal, ¿acaso no participa de algún modo en este designio? El hogar, en efecto, es un cierto misterio femenino que envuelve y rebasa a la mujer misma que habita en él.

 

¿Y qué misterio es este sino la Iglesia, es decir, la comunión de toda clase de personas, varones y mujeres? Somos por tanto todos los miembros de la familia, y no sólo la madre, los que hacemos patente este signo divino que es el hogar: una maternidad hecha de complementariedad.

 

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Maternidad espiritual es la disposición constante y universal para engendrar al hombre. Aunque no exclusiva de la mujer, su forma más acabada e intensa se da en ella. Pues el modo femenino de tratar a las personas es un cierto engendrar: acoger hacia dentro y alumbrar hacia fuera. Cuando la mujer ve una persona, la prohíja con el corazón.

 

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Una mujer hacendosa ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas… (Proverbios 31, 10).— El trabajo doméstico expresa y realza admirablemente el genio femenino, pues la mujer personifica el hogar y lo convierte en prolongación de su regazo.

 

Ahora bien, esto que atribuimos a la mujer en el plano de lo simbólico e ideal nos incumbe a todos en el plano de lo práctico e inmediato. Cada uno a su modo y según sus circunstancias está implicado en esta trama de servicio, respeto y delicadeza que son las tareas del hogar. ¿Cómo responder, si no, a la llamada que Dios nos dirige a través de todo corazón materno? ¿Cómo ingresar en el regazo de Él sin comprometerse activamente en el de ella?

 

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Y ahí tienes a tu pariente Isabel, que ha concebido en su ancianidad… porque para Dios nada hay imposible (Lc 1, 36).— Una concepción es aquí la profecía de otra concepción, y una madre es vaticinio de otra madre. Así quiere Dios demostrar su señorío y su grandeza, pues el auténtico poder no está en la eficacia sino en la fecundidad: no consiste en hacer cosas sino en dar vida. De ahí que el estado más glorioso a que puede aspirar un ser humano —en el orden natural— es ser madre.

 

Y en el plano sobrenatural sucede análogamente, pues ¿qué es una vocación divina sino cierta forma de maternidad espiritual, más intensa que la de la carne? Y en el caso de la mujer, ¿qué son la virginidad, el apostolado, la dedicación a los pobres sino una intensificación de su vocación materna?

 

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Pannis involutum, velatum sub carne vidébimus (Himno Adeste Fideles).— En Belén lo vemos involutum y velatum, envuelto en pañales y velado por la carne. Y a pesar de esta doble envoltura, es más, precisamente por ella, se nos hace patente la Encarnación. Los pañales de la Virgen, en efecto, lejos de oscurecer el misterio de esta carne, la honran y la confiesan como divina.

 

¿Y qué son los pañales sino síntesis y semilla del hogar entero? ¿Qué es envolver al bebé sino un resumen de todas las tareas de la casa? Tareas que, vividas con fe, prolongan el gesto de María: envuelven a Cristo y lo entregan a las almas, lo velan y lo revelan.

 

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Atención a esta matrona judía que se alza entre la multitud, esta mujer del pueblo, fogosa y enérgica. Su corazón materno no puede contenerse a la vista de Jesús y exclama: "¡dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27-28), dichoso ese cuerpo de madre que es como el mío; en Ella, en la Virgen, también me siento madre tuya".

 

Así dijo la mujer del pueblo, por cuya boca hablaba el auténtico Pueblo, o sea la Iglesia, a la cual personificaba sin darse cuenta. En Jesús las mujeres se entienden, las madres se solidarizan y las esposas alumbran a la Iglesia.

 

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Pero él replicó: dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan (Lc 11, 28).— ¿Y cuál es esta palabra? Cristo, el Verbo encarnado. Por tanto escuchar la palabra es concebirlo y gestarlo, como hizo María. ¿Y qué es guardar la palabra? Hacerla crecer, como la madre que cría al bebé dándole el pecho.

 

La respuesta de Jesús, por tanto, es en el fondo un elogio filial: ¡Dichosa mi Madre, que realizó con su alma lo que significó con su cuerpo!

 

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Hasta el gorrión ha encontrado una casa, la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío (Salmo 83, 4).— Altar, nido y casa cristiana tienen una cosa en común: estar abiertos al cielo, estar construidos en función de las alturas. En el altar ofrecemos a Dios nuestras vidas como incienso de suave olor, y en el hogar, nido de eternidad, ensayamos el vuelo definitivo hacia su Presencia…

 

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Vocación de nido.— Nido no es cama, ni sofá con mullidos cojines, donde uno se amuerma perezosamente. Nido es el lugar donde se está lo justo para nacer, para crecer, y para aprender a volar: para perderle miedo a la altura, y lanzarse finalmente al cielo.


De ahí que la madre tenga vocación de nido. La mujer anida a los hijos, al marido, y a todos a cuantos ella prohíja con su amor, que no es ablandarlos con mimos y comodidades. El nido es esa rara forma de ternura que cría fortaleza, de suavidad que produce reciedumbre, de protección que incita al valor: ¡al valor de volar!

 

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¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos…! (Llorando sobre Jerusalén, Lc 13, 34).— Este sentimiento de delicada ternura arraiga en el corazón reciamente varonil de Nuestro Señor. Porque la maternidad espiritual es un rasgo del alma sacerdotal, que trasciende la diferencia de los sexos. Los varones también lo encarnamos a nuestro modo, especialmente cuando colaboramos en la atención de nuestra familia.

 

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El sol brilla en el cielo del Señor, la mujer bella, en su casa bien arreglada (Eclesiástico 26, 16).— En el sistema planetario el sol parece estático y pasivo. Los que se mueven incesantemente son los planetas, girando sobre sí mismos y describiendo sus órbitas. Sin embargo es el sol, con su energía inagotable, quien los pone en movimiento y les comunica luz y calor. Eso es una mujer.

 

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El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que toma una mujer y mezcla con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta (Mt 13, 33).— Esta masa representa todas las faenas domésticas. Mediante ellas la mujer toma en sus manos la casa misma, y con ella a sus moradores. Añadiendo la levadura de su feminidad, humaniza la masa doméstica, la informa con su espíritu, la vuelve elástica, homogénea, sabrosa. Hace, en definitiva, como Dios con el barro primigenio, con el que modeló al hombre.

 

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Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 26-27).— Al pie de la Cruz Salomé, madre natural de Juan, aceptó de buen grado ser reemplazada por María, pues tal relevo, lejos de oscurecer su maternidad, la intensificaba. Y así es en efecto: cuanto más somos de María, más pertenecemos a nuestra propia madre.

 

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…Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27).— ¿Cuál es esta casa del apóstol Juan? ¿La misma en que vivía su madre natural, Salomé? ¿O era una casa propia? Sea como fuere, a partir de este momento quedó transformada por la presencia de María, madre espiritual de Juan. Pues si Cristo desde la Cruz los había unido a ambos con nuevo parentesco, ¿cómo no iba reflejarse este hecho en el espacio que habitaban? Nuevo hijo, nueva madre, y por tanto nuevo hogar.

 

Y por eso las tareas de aquel nuevo hogar María las vivió, a partir de entonces, en continuidad con el misterio de la Cruz, del cual, en cierto modo, habían nacido. Sencillas y corrientes, contenían toda la fuerza salvadora de la Pascua. De modo que, mientras su hijo adoptivo, Juan, predicaba entre las multitudes, Ella colaboraba en la Redención discretamente desde la cocina y el lavadero, y con una eficacia acaso mayor.

 

 

2. Un solo corazón

 

 

Todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca (Mt 7, 24).— Cierto, las palabras de Jesús forman una casa, pero también la casa cristiana es, ella misma, palabra viva del Señor: verbo tangible y habitable, síntesis de ladrillos y corazones, de utensilios y biografías. Todo ello proclama a Cristo con más elocuencia que el mejor sermón.

 

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...Y su voz era como el estruendo de muchas aguas (Apocalipsis 1, 15).— Como una cascada, incesante novedad en la permanente identidad: así es Cristo. Infinitos matices tiene su voz, eternamente fiel es su Persona.

 

Ofreciendo a Dios su trabajo, el ama de casa traduce este misterio al lenguaje multiforme y variadísimo del hogar. Así, a través de la humilde voz de las cosas —enseres, muebles, utensilios— Cristo proclama su Evangelio. Él, Palabra divina, nos interpela con todos los sonidos, colores, tactos, movimientos y sabores de nuestra propia casa.

 

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El Espíritu del Señor llena la tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido (Sabiduría 1, 7).— Cada tarea tiene su voz, dice a su modo el mismo mensaje. Limpieza, cocina, niños, office, planchero, lavandería, compras, etc. se ejercen cada cual según su técnica propia, con su "sonido" espiritual característico, pero todo se íntegra en una música común, al modo de los instrumentos de una orquesta.

 

¡Lástima que no todos sepan escuchar el hogar, ni todos están dispuestos, al menos, a intentarlo…!

 

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Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda (Jn 6, 12).— Preparar y recoger; disponer y retirar; sacar y guardar; poner y quitar: es el ritmo de la casa, su latido constante, su pulso vital. Sin esta sístole y diástole silenciosa el organismo familiar desfallecería. Menos mal que la administración doméstica, verdadero corazón de la familia, renueva la sangre común y la bombea a todos los miembros. Nuestra vida está en sus manos.

 

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El ama de casa tiene un fonendoscopio que lo aplica a todo: la cocina, las cuentas, la ropa, la limpieza, la decoración, las plantas… En todos los rincones percibe el latido de un único corazón: la familia. Y el amor afina su oído de doctora y cirujana, para detectar la mínima enfermedad y curarla.

 

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Lo doméstico es ecléctico y sincrético. Como un guiso, integra elementos dispares pero respetando el sabor de cada uno: lo técnico, lo artístico, lo económico, lo cívico, lo pedagógico, lo ético, lo lúdico y lo catequético. No revuelve: combina. No confunde: conjuga. No iguala: armoniza.

 

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Y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2, 51).— Conservaba las palabras y acciones de Jesús conservando sus cosas, velando por su bienestar, gobernando su casa. Guardaba el alma del Hijo a base de cuidar diligente, primorosamente, de su cuerpo.

 

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No se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa (Mt 5, 15).— Esta luz que permite vernos las caras unos a otros tiene, ella misma, rostro y nombre propios: Cristo. Y el candelero que la sostiene es también realidad viva y personal: nosotros, toda la familia, cuando colaboramos en el hogar.

 

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Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre parientes y conocidos. (Jesús perdido en Jerusalén, Lc 2, 44).— En la caravana de la vida parientes y conocidos compartimos muchas cosas: cultura, fe, tradiciones, recuerdos, vecindad, compromisos, penas, alegrías… Aunque diversos en edad, carácter y condición, formamos entre todos aquel ámbito donde el hombre crece y se abre a la vida.

 

Buscándolo entre parientes y conocidos… ¡Sí, por aquí hay que empezar! Para encontrar a Cristo en el Templo, empieza buscándolo en tu casa. Investiga primero en la familia y acabarás hallándolo en el altar…

 

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Y extendiendo su mano hacia sus discípulos dijo: He aquí a mi madre y mis hermanos (Mt 12, 49).— El cariño que vivió en su familia lo extiende ahora a sus discípulos. Y aquella casita de Nazaret se ha vuelto universal, eterna e indestructible. La Iglesia tiene aire de hogar.

 

 

3. Colaboración y complementariedad

 

 

Le seguían dos ciegos, gritando: ¡ten compasión de nosotros...! (Mt 9, 27).— Ceguera semejante se da con frecuencia en el trabajo en equipo. Los compañeros, de tantas horas juntos discutiendo las cosas del oficio, se vuelven incapaces de verse mutuamente con objetividad; el juicio sobre el otro se deforma, los ánimos se crispan y, finalmente, la lengua se dispara. El trato intenso, que debería facilitar la amistad, paradójicamente la estorba. Los que más podrían servirse, acaban por herirse.

 

Por eso hay que gritar con los ciegos: ¡Ten compasión de nosotros! ¡Rompe, Señor, este grillete del pecado con que, al querernos, nos aherrojamos; al ayudarnos, nos tropezamos; al cuidarnos, nos herimos; al buscarnos, nos chocamos...! ¿Y cómo remediarlo si no es abriendo los ojos a ti? ¡Únenos viéndote!

 

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¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma? (Lc 9, 54). Los samaritanos niegan hospitalidad a Jesús y los discípulos se enfurecen.

 

¡Qué fácil es condenar una casa que no va bien, fulminarla con nuestras críticas! Lo difícil, en cambio, y lo verdaderamente necesario es mejorarla con la caridad y el trabajo, colaborar en su restauración.

 

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Y la madre de Jesús estaba allí. (En las bodas de Caná, Jn 2,1).— Dondequiera que haya un hogar está María. Allí revive el misterio de la Encarnación, alumbra a Cristo en nosotros, lo cría y lo lleva a su madurez. Pero ese allí hemos de realizarlo nosotros con el cariño y la colaboración.

 

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Dijo su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga (Jn 2, 5).— Este hacer hacer de María es el puente que une a los hombres de aquella casa —el maestresala, los sirvientes— con Jesús.

 

Otro tanto ocurre en toda familia. Colaborando con las mujeres (y no solo "ayudándoles"), los varones nos entendemos mejor con Cristo… ¡e incluso hacemos milagros!

 

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Y el discípulo la recibió en su casa. (Juan junto a la cruz, Jn 19,27).— Recibir a María no es sólo ofrecerle un hogar sino convertirse uno mismo en hogar para los demás; en instrumento de María, para hacer operativo su poder materno. En el hogar de Juan, Ella se sirve de sus manos varoniles.

 

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Nuestros hijos como vigorosos retoños, y nuestras hijas como columnas talladas, esculpidas para un palacio (Salmo 143, 12).— Sí, la mujer es columna, espina dorsal, viga maestra, pero no porque le corresponda soportar el peso de todo edificio, sino porque le marca la altura, le confiere su dimensión humana y su estructura de hogar.

 

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Aquellas flores, piropos y besos de cuando novios, aquellas horas mágicas a la luz de la luna, no es que se hayan esfumado ahora que estáis casados, sólo que requieren un refrendo menos idílico: el trabajo compartido, el servicio mutuo, la perseverancia en los detalles, en una palabra: las tareas del hogar. En ellas vosotros, los esposos cristianos, renováis aquel amor que os unió para siempre; colaborando en la casa continuáis diciendo lo mismo de entonces —te amo, soy para ti, me entrego—, pero con un lenguaje nuevo…

 

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Doña Atareada, esa perfeccionista: hiperactiva, maniática, que pone nerviosos a todos y se queja de que nadie le ayuda.

 

Cierto, pero también está Don Tranquilo. Don Tranquilo presume de franco, sencillo y campechano: ¡fuera formalidades! Nadie tan alegre y apacible como él. Sin embargo sus continuos descuidos deterioran paulatinamente la convivencia: el despacho desordenado, las luces encendidas, la comida sin recoger, los ceniceros sucios, los aseos impresentables… ¿No podría usted, Don Tranquilo, abrir más los ojos?

 

 

4. Misericordia

 

 

Me disteis de comer…, de beber…, me acogisteis…, me vestisteis…, me visitasteis… (Mt 25, 35-36).— La parábola del Juicio Final hace depender la salvación eterna de cosas tales como proporcionar comida, bebida, vestido, compañía, asistencia sanitaria, etc., de modo que las demás obras son verdaderamente meritorias en la medida que se parecen a éstas. La atención al prójimo en su corporeidad se presenta aquí como paradigma de toda obra digna de recompensa divina. No es de extrañar ya que, desde la Encarnación hasta el fin de los tiempos, el cuerpo humano es el eje de la Redención: caro salutis est cardo, decían los primeros cristianos: la carne es quicio de la Salvación.

 

Esta verdad ilumina el valor espiritual de las tareas domésticas, que se encuentran admirablemente reflejadas en la parábola evangélica (comida, bebida, asistencia, curación). En estos trabajos, sencillos y modestos, los cristianos encontramos la pedagogía suprema del misterio de Cristo.

 

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Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante (Lc 6, 36-38).— Lugar del hombre naciente y débil, el regazo es donde se cumple plenamente este "dar y se os dará", este recibir dando. Así sucede tanto en el seno materno como en el seno de Dios, que es la Iglesia.

 

De uno y otro participamos mediante la caridad. Si eres caritativo, Dios ensanchará en ti el espacio cálido y nutricio donde acoger el prójimo; abrirá en tus entrañas el hueco donde volcar su gracia, aunque ello suponga desgarro y dolor.

 

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No os agobiéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Qué nos pondremos? (Mt 6, 31).— El repertorio interminable de las preocupaciones humanas lo resume Cristo en éstas, tan domésticas: el alimento y el abrigo.

 

Remediar tales carencias, por consiguiente, es el mejor modo de abarcar con la intención todas las demás. El trabajo del hogar, verdadero atajo de misericordia, nos solidariza con la humanidad entera, y nos permite sentir sus angustias en el corazón del Señor.

 

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Quien pierda su vida por amor a mí la encontrará (Mt 10, 39).— Administrar es poseer dando; conservar lo que se tiene a fuerza de entregarlo.

 

Este milagro, tan característico del hogar, sólo se cumple plenamente de un modo: por amor a mí, es decir, amando en Cristo y por Cristo a cada miembro de la familia.

 

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Mientras dormían los hombres vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo (Mt 13, 25).— El peor enemigo del hogar no es el desorden, ni mucho menos, sino la soberbia en todas sus formas, especialmente el perfeccionismo. El perfeccionismo, querer llegar a todo aún a costa de la caridad, es cizaña tanto más perniciosa cuanto más disfrazada de responsabilidad.

 

Lo fecundo, en cambio, es aceptar que todos los días la casa se nos va, de un modo u otro, de las manos. Esta humildad sí que es trigo limpio del hogar.

 

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Aceite y vino (Lc 10, 34).— Con sustancias tan culinarias, más que curar, parece que el buen samaritano alimenta la herida. ¿Y qué es el dolor sino una especie de boca? ¿Y qué mendiga el enfermo sino el pan de la salud?

 

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Lugar de la verdad, en casa cada persona se revela como es, con sus defectos y virtudes, su vocación y su misterio. En ningún sitio el prójimo es más próximo.

 

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Les dio poder para curar toda enfermedad y toda dolencia … El obrero merece su sustento (Mt 10, 1.10).— Milagro y oficio, acción divina y trabajo profesional, no se contraponen, y mucho menos en el hogar. En él los milagros más hermosos —conversiones, vocaciones, perseverancias, fidelidades, sacrificios, reconciliaciones— los provoca la labor perseverante y ordinaria de cada día.

 

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Tomándola de la mano, dijo en voz alta: Niña, levántate. Ella volvió a la vida y se levantó al instante. Y Jesús mandó que le dieran de comer (Lc 8, 54-55).— De la mortaja a la mesa, de la tumba al mantel: ordenándolo así Jesús parece interpretar la muerte como una especie de hambre, y la comida como un complemento de la resurrección.

 

Pues la comida, en efecto, no sólo mantiene la vida sino que la celebra. Y vivida con fe entraña una profecía de la vida futura.

 

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Y mandó que le dieran de comer (Lc 8, 55).— Completad lo mío con lo vuestro, lo extraordinario con lo ordinario, mi obra redentora con vuestra labor de padres. Que la resurrección le sepa a esta niña al menú de su casa, al pan de su hogar. Pues la vida que le devuelvo es la misma que vosotros, los padres, mantenéis y custodiáis.

 

 

5. Servir y reinar

 

 

De los 20 misterios del Rosario, el que mejor representa a María como ama de casa es el último: su Coronación como Reina del universo. Pues su triunfo en el Cielo es consecuencia lógica de su trabajo en Nazaret, donde la magnanimidad de su alma informaba hasta la tarea más menuda. Tanto allí, entre los vecinos de su pueblo, como ahora, entre los ángeles de Dios, el lema de su vida permanece idéntico: servir es reinar.

 

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Segundo misterio gozoso: "La sustitución de Nuestra Señora a su prima santa Isabel".— Pues más que una visitación, en efecto, lo que hace María en casa de su prima, anciana y débil, es suplirla en los diversos trabajos de la casa, ponerse en su lugar. Ahora bien, con tanta discreción y delicadeza, con tanta alegría y naturalidad, que parecía disfrutar con el trabajo, aunque en realidad era arduo y fatigoso.

 

Así sucede siempre en el hogar: la auténtica sustitución parece una visitación.

 

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María permaneció con ella unos tres meses y se volvió a casa (Lc 1, 56).— Se quedó lo necesario, ni un minuto más, a fin de que la gloria recayera en sus parientes y no en ella.

 

Ir, servir, y salir sigue siendo la norma que preside el oficio doméstico, y también el ministerio sacerdotal.

 

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Y la madre de Jesús estaba allí. (Bodas de Caná, Jn 2, 1).— Ante todo, estaba. Es cierto que también hacía, pero su labor diligente —atender a los invitados, ayudar en las comidas, dirigir a los sirvientes— pasaba inadvertida.

 

Esta exquisita discreción es característica del trabajo del hogar. La actividad se recapitula en la presencia; el hacer se reabsorbe en el estar. Se hace lo que se debe para que las personas sean lo que son.

 

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El maestresala probó el agua convertida en vino sin saber de dónde provenía (Jn 2, 8).— Un sabor sin saber: un gusto delicioso cuya fuente secreta se nos escapa.

 

Así la administración doméstica: el velo de lo ordinario cubre pudorosamente lo extraordinario, para que el milagro resulte así más divino.

 

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… Sin saber de dónde provenía, aunque los sirvientes que sacaron el agua sí que lo sabían (Jn 2, 9).— ¿Por qué lo callaban? ¿Acaso el Maestro se lo ordenó? Más bien la reverencia ante lo divino les inspiró este silencio: que sea Dios quien hable a través de sus obras y no nosotros.

 

¡Que hablen las obras! Esta es la consigna de quienes se ocupan del hogar, de estas manos que hacen y desaparecen. Cuanto más saben más callan.

 

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El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que toma una mujer (Mt 13, 33).— Eres levadura de tu propio hogar. Éste toma cuerpo y se vuelve esponjoso, moldeable, sabroso, en la medida en que desapareces en él.

 

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¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve (Lc 22, 27).— Como quien ve, oye, sabe y siente, pero calla; como quien trae lo bueno y recoge lo que sobra, lo que disgusta, lo desordenado, lo sucio. En una palabra, estoy y actúo en la Iglesia como la administración doméstica, que está en todo sin aparecer en nada.

 

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El que sirve gusta de pasar inadvertido, para no empañar su sacrificio con la vanagloria o la presunción.

 

Ahora bien, su desaparición no lo convierte en ser anónimo e impasible, eficaz como un electrodoméstico, pero sin rostro ni libertad. Al contrario, por discreto y desinteresado que sea, el auténtico servicio madura la personalidad y vuelve el corazón más sensible a las necesidades del prójimo, e incluso más vulnerable a la ingratitud y el desprecio.

 

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Dichosos aquellos siervos a los que su amo al volver los encuentre vigilando. En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá (Lc 12, 37).— La Vuelta gloriosa de Jesús nos sorprenderá como un plato magistral, servido por Él en persona; un plato en parte novedoso, pues pertenece a la eternidad, y en parte presentido, pues ya en la Tierra nos llega su aroma a través de la Iglesia.

 

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Dentro del hogar el servicio no es exclusivamente profesional, definido por criterios económicos, ni mucho menos un servicio servil, propio de esclavo, sino un servicio soberano, signo y fruto del don de sí, libre y responsable.

 

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Le acompañaban los doce y algunas mujeres: María, llamada Magdalena…, y Juana… y Susana, y otras muchas que le asistían con sus bienes (Lc 8, 1-3).— Con sus bienes, porque servir, más que dar lo que se tiene es emplearlo sabiamente. El que sirve pone en juego los medios de que dispone, se atiene a las posibilidades reales, se hace cargo de la situación, administra lo que hay; en una palabra, pone en marcha el mundo, haciéndolo girar en torno del necesitado.

 

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Para servir-a, o sea, la dedicación amorosa, es necesario servir-para, o sea, la competencia profesional. No basta querer dar y tener qué, es necesario también aprender cómo.

 

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Había también unas mujeres … las cuales, cuando estaba en Galilea, le seguían y le servían. (Al pie de la Cruz, Mc 15, 40-41).— Le servían siguiéndole; era un servicio en movimiento, con una dirección y un sentido. Porque el mejor modo de seguir es servir. Así lo demostraron estas mujeres, las primeras al pie de la Cruz. Quien comienza sirviendo acaba llegando.

 

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El trabajo doméstico vacuna contra el victimismo. Victimismo es exagerar lo que se teme, convirtiendo las pequeñas espinas en cruces: lo que pesa, lo que cansa, lo que importuna, lo que irrita.

 

En el hogar, en cambio, plantamos cara a estas menudencias con aquella rara forma de valor que es la paciencia.

 

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Al que te quite el manto no le niegues la túnica (Lc 6, 29).— Al que te pide un servicio profesional o técnico (representado por el manto, que es el ropaje externo), ofrécele también un servicio personal y espiritual (la túnica, que es el vestido más íntimo). Dar el manto es ciertamente meritorio, pero dar la túnica implica dejar al desnudo tu pobreza y tu fragilidad, convertirte en mendigo del prójimo, incluso exponerte a su posible ingratitud…

 

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Vio a la suegra de Pedro en cama con fiebre; la tomó de la mano y le desapareció la fiebre. Entonces ella se levantó y se puso a servirle (Mt 8, 14-15).— Se levanta porque ha contemplado a Jesús y le sirve para seguir contemplándolo. La mirada que la ha sanado, la mano que la levantó de la postración ¿cómo retenerlas sin labrarlas, sin traducirlas en trabajo? El servicio, sobre todo en casa, es signo y fruto de la contemplación.

 

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Servir y salvar.— Sirviendo a su Salvador, la suegra de Pedro pasó de salvada a salvadora. Pues cuidando de aquella casa —quizá con María y las otras mujeres— ¿qué hacía sino preparar el encuentro de los demás con Jesús? Y así, las tareas por las que le vino la gracia se tornaron en instrumento para transmitirla a otros. Recibió la salvación como un servicio, y acabó viviendo el servicio como una salvación.

 

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Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: somos siervos inútiles, no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer (Lc 17, 10).— Siervos inútiles, y en esa misma medida, artistas eficaces. Inútiles en cuanto reconocemos nuestros límites, pero artistas, porque transparentamos a Dios, lo cual sólo se logra con creatividad, ingenio y elegancia.

 

Servimos en nuestra casa, sí, procurando cumplir la Voluntad de Dios: ¡por eso somos geniales! ¿Quién más libre que nosotros?

 

 

6. Marta, Marta

 

 

¿Nada te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude (Lc 10,40).— Marta al menos pide ayuda. Pues hay otras doñas Atareadas que se encastillan en su ajetreo y ni reconocen sus límites ni admiten colaboración. Si se quejan es para despertar compasión en los demás, y así alimentar su ego.

 

A veces, en efecto, cuesta más pedir ayuda que ayudar. Y más aún entre hermanas. Menos mal que está Jesús entre nosotros: «Dile Tú que me ayude…, o al menos ayúdame a decírselo yo».

 

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Te preocupas e inquietas por muchas cosas, pero en verdad una sola es necesaria. (Lc 10 41-42).— Marta había dejado de percibir el unum necessarium, el latido común a todas las tareas domésticas. Como médico que olvida tomar el pulso, sentía la casa como un cuerpo dolorido, al que no sabe diagnosticar la enfermedad ni devolver la salud.

 

María, en cambio, si se aparta un rato del trabajo, es para auscultar mejor lo que pasa en él. Sentada a los pies de Jesús para escuchar su palabra (Lc 10, 39) comprende su hogar como un todo vivo y santo que palpita al unísono de este sagrado Corazón.

 

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Cuando se trabaja por amor, las manos "escuchan" más que los oídos. Al prójimo se le entiende más sirviéndole que oyéndole.

 

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…Te preocupas e inquietas por muchas cosas.— Las cosas te ocultan a las personas. Queriéndome servir, me pierdes; cuanto más me cuidas más me olvidas. Preparas con gran esfuerzo nuestro encuentro, pero al hacerlo tú misma te aíslas. De tanto pensar en los medios te has olvidado de los fines.

 

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María ahonda en la raíz, Marta se pierde en las ramas. La acción de María aún no ha comenzado, pero será intensa y fructífera; la que ahora desarrolla Marta es llamativa y ruidosa, pero estéril.

 

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María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada (Lc 10, 42). —¿Le será quitada? —preguntó posiblemente Marta—. ¿Cuándo?

 

—Ahora, cuando se levante para ayudarte —respondería Jesús—. Pues la paz que yo doy no la turba el trabajo, al contrario, crece con él. Después de estar conmigo, o sea después de orar, los quehaceres no roban la serenidad, por absorbentes y acuciantes que sean, porque se realizan por mi amor y con mi amor.

 

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Ha elegido la mejor parte.— La "mejor parte" no es dejar de trabajar sino habituarse a contemplar. Ahora bien, la contemplación no se opone al trabajo sino que es su raíz. Quien trata a Dios y medita su Palabra desea ardientemente traducirla en obras, encarnarla en labor bien hecha, útil y bella.

 

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¿Cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo, en la cárcel... y no te asistimos? (Mt 25, 44)— No siempre asistir es hacer, y menos aún en el hogar. Hacer muchas cosas, útiles e incluso necesarias, no es suficiente para asistir al prójimo. Es más, a veces asistir implica abstenerse de hacer, detenerse, suspender toda ocupación práctica para acompañar, tranquila y sosegadamente, a quien lo necesita: el enfermo, el niño, el anciano, el atribulado, el visitante.

 

Por eso María de Betania, puesta a los pies del Señor y escuchando su palabra (Lc 10, 39), ejercía de ama de casa tanto o más que Marta. Asistiendo a Jesús con su interés y amabilidad no desempeñaba menos el oficio doméstico que su hermana, trajinando en la cocina. Ciertamente el almuerzo que preparaba Marta era indispensable para estos huéspedes cansados y hambrientos, ¿pero acaso María, sentada y quieta, no ofrecía el plato, más necesario aún, del amor y la hospitalidad?

 

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La tonta de la casa.— Quien sirve prefiere fomentar la iniciativa del prójimo en vez de exigirle, de modo taxativo y burocrático, su deber, o de humillarle reprochando su desidia y poltronería. Obrando así sabe que se expone a quedar defraudado, y a cargar muchas veces con el peso de los que escurren el bulto.

 

¡Cuántas mujeres apuestan de este modo por los suyos, con idéntico espíritu que san Pablo: «Nosotros, necios por Cristo; vosotros, prudentes en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros honrados, nosotros despreciados»! (1 Cor 4, 10). Promotoras y guardianas de la libertad ajena, se esconden como semilla en el surco, aún a costa de pasar por necias, con tal que el marido y los hijos maduren, prosperen y triunfen.

 

 

7. Inventar el espacio

 

 

Ven, Espíritu Santo…, llena lo más íntimo de los corazones. (Del himno Veni Sancte Spiritus).— ¿Y qué puede llenar la intimidad sino el amor? El amor llena ahondando y afinando a su receptor, abriendo en él nuevas interioridades, descubriéndole filones inéditos.

 

¿Y cómo realiza el Espíritu esta obra en el alma? Al modo de un ama de casa: lava lo que está manchado, riega…, sana…, dobla…, calienta…, endereza… (ibidem). Pues el oficio doméstico, ¿qué es sino crear espacio humano? Un espacio donde siempre cabe más, pues el amor lo dilata.

 

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Llenó toda la casa donde se encontraban. (Pentecostés, Hechos 2, 2).— ¿Qué es "llenar" una casa sino unir a los que la habitan? Así nace la Iglesia: invadiendo el Espíritu Santo un cenáculo, es decir, un comedor, y convirtiendo a los discípulos en familia.

 

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La Iglesia no sólo nació en un comedor, sino que en cierto modo lo es.

 

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La casa se parece a las personas que la habitan: tiene alma y cuerpo, acusa el paso del tiempo, envejece, se maquilla. Sus objetos —muebles, utensilios, adornos— van cobrando significados nuevos, el tiempo los humaniza, los espiritualiza; el espacio se puebla de recuerdos…

 

Por eso cuidar los objetos de la casa es cuidar en ellos a sus moradores, acceder a sus corazones y salirles al encuentro.

 

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Cuidando la casa tú mismo te haces casa: te conviertes en lo que cuidas. La habitación que limpias y adornas se replica y desdobla en tu alma.

 

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Decorar un espacio es ampliarlo espiritualmente mediante el arte. Sin este ensanchamiento el prójimo apenas cabría en él.

 

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No había sitio en el mesón (Lc 2, 7).— El espacio y el tiempo son inventos del amor. Quien ama hace sitio, quien ama saca tiempo.

 

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Judas conocía el lugar porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos. (Huerto de los Olivos, Jn 18, 2).— Este rincón apacible de Getsemaní les servía de "sala de estar", pues no contaban con casa fija en Jerusalén. Y allí organizaban su tertulia familiar: esa reunión que no persigue más finalidad que "estar juntos", y que recoge como un remanso los diversos ríos de la familia, haciendo transparente su fondo.

 

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Sólo puedes "crear" un hogar hermoso si "crees" en sus moradores. La confianza en lo mejor del prójimo (creer) confiere a la labor doméstica talante artístico (crear). Si consideras a los tuyos maravillosos —por más que a veces no lo demuestren— también será maravilloso lo que hagas por ellos.

 

¿Y qué fe? Una fe ciertamente humana, en cuanto su objeto son meros hombres, pero divina, pues testimonia y encarna tu fe en Cristo. Apoyándote en Él, cree en tu prójimo y te sorprenderás de lo que sale de tus manos: El Todopoderoso ha hecho cosas grandes por mí (Lc 1, 49).

 

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El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1, 14).— Puso un hogar, estableció su casa, asentó una vivienda: en esto consiste la Redención. Dios se muda a nuestro domicilio y se sienta a nuestra mesa.

 

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¿Dónde vives? … Y vieron donde vivía, y se quedaron con Él aquel día (Jn 1, 38-39).— La pregunta por el hogar marca el comienzo de estas dos vocaciones. Franqueando aquella casa de Cafarnaún, Juan y Andrés comprendieron que entraban en Cristo, para habitar en Él durante el día sin ocaso de la eternidad.

 

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Rabbí, ¿dónde vives?.— En realidad deseaban preguntar ¿quién eres?, pero sabían que las respuestas de carne y hueso sólo se pronuncian adecuadamente en un hogar. Para llegar al quién hay que empezar por el dónde.

 

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¿Dónde vives? Pues si queremos conocerte hemos de empezar por tu casa; para entrar en tu corazón necesitamos verlo plasmado, ¡tan humanos somos!, en los objetos más sencillos y cotidianos. Llévanos, Señor, adonde Tú eres más Tú.

 

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¡Qué bien se está aquí!, ¡hagamos tres tiendas! (Pedro ante Jesús transfigurado, Mc 9, 5).— La belleza de Cristo reclama hogar. El resplandor de su Rostro requiere "una tienda", una morada, donde esta luz se materialice y perpetúe. La casa que cuidamos todos los días es la respuesta exacta y cabal a esta belleza que vislumbra la fe.

 

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En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Me voy a prepararos un lugar (Jn 14, 2).— ¿Qué es "preparar un lugar" sino barrer, ordenar y adornar una habitación: la alcoba, el salón, el despacho…? La mejor imagen, en efecto, para explicarnos la doble Misión de la Santísima Trinidad la encuentra Jesús en esta tarea sencilla y prosaica. Por un lado, Cristo nos prepara el Cielo para nosotros, y por otro, el Espíritu nos prepara a nosotros para el Cielo.

 

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El Sagrado Corazón es mi casa pequeña, donde yo vivo, duermo, trabajo y descanso, de donde nunca salgo, y si salgo, adonde siempre vuelvo.

 

 

8. Domesticar el tiempo

 

 

Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír. (En la sinagoga de Nazaret, Lc 4, 21).— En cada "hoy" tiene lugar un designio eterno. Dios ha previsto un plan para cada uno de nuestros días. La vida cotidiana (de cotidie, cada día) posee dimensión profética, pues apunta a una plenitud.

 

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Hoy, si escucháis la voz de Dios, no endurezcáis el corazón (Salmo 94, 8).— Hoy, ahora, aquí, resuena tu vocación; en las cosas pequeñas late el sentido de tu vida. Por consiguiente, para saber qué debes hacer, pregúntate antes adónde debes llegar: ¿de qué es promesa esto de ahora?; ¿a qué grandeza apunta esta menudencia?; ¿de qué santidad es principio?; ¿de qué árbol es semilla?; ¿qué felicidad augura esta preocupación?; ¿qué comunión incoa?; ¿qué encuentro prepara?; ¿qué gloria anticipa?...

 

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¿Quién es el administrador fiel y prudente que el amo pondrá al frente de su casa para dar a su tiempo la ración adecuada? (Lc 12, 42).— La ración, los tiempos y las necesidades: los tres factores que conjuga el administrador. Su oficio nos recuerda el de director de orquesta: los instrumentos han de concertarse con las personas, y las necesidades individuales, con el bien común.

 

¿Y quién tomará la batuta de todo ello? Sin duda la persona prudente, es decir, la que sabe escudriñar, a la luz del Espíritu Santo, el cómo, cuándo y dónde de las almas.

 

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Para administrar bien tu tiempo empieza ordenando tus cosas. Recogiendo cada mañana todo lo de ayer, guardando tu ropa y arreglando tu habitación te dispones óptimamente para el hoy. Organizando tus objetos esbozas tu jornada; en el armario ensayas el horario.

 

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Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo (Eclesiastés 3, 1).— Hay dos modos de concebir el tiempo: como un saco o como un mapa. El tiempo-saco abruma con su peso a quien lo carga. En su interior se acumulan, en angustioso revoltijo, tareas, obligaciones, plazos, distracciones: mil asuntos heterogéneos e inconexos. ¡Y ay si el saco se rompe!: Quien no recoge conmigo desparrama… (Mt 12, 30).

 

El tiempo-mapa, en cambio, está surcado por un camino y hay un paisaje que contemplar. Unas veces el caminante tiende la vista al horizonte, que es su fin, y otras se entretiene con las menudencias de alrededor —las vicisitudes cotidianas—, que por estar en su lugar adecuado resultan únicas, variadas y singulares, acaso un tesoro.

 

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"Timing" doméstico.— Como una película, en el hogar se alternan las secuencias de calma y de acción, de suspense y de humor, de drama y de fiesta, de recogimiento y de alboroto… Un vaivén incesante que no impide, sin embargo, la paz de los protagonistas, con tal de que sean fieles al guion que lo informa todo, es decir, la Voluntad de Dios.

 

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María se levantó y marchó deprisa a la montaña (Lc 1, 39).— Hay dos clases de prisa, esencialmente diversas: la del pragmatismo y la de la caridad: la prisa que huye de los problemas y la que los afronta por amor; la que escapa del sufrimiento y la que se adelanta a compartirlo; la que nace de la cobardía y la que brota de la contemplación.

 

La prisa de la caridad tiene prisa por serenarse; la del pragmatismo se acelera cada vez más, porque huye de sí misma.

 

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Arre, burra, arre, anda más deprisa que llegamos tarde (Villancico popular).—La prisa de María es diligencia, no agobio; es estar en las cosas, pero sin perder la calma. Con valentía y decisión, Ella domestica el tiempo y lo gobierna del mismo modo que a su burra, marcándole el paso de Dios.

 

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Preparar, preparar, preparar, preparar…: La eterna cantinela del trabajo doméstico suena como el trotecillo animoso de un jumento. ¿Y acaso no es esto mismo lo que evocamos en Navidad?: Arre borriquita, arre, burra, arre.

 

Así lo entendió santa María cuando marchó con prisa (Lc 1, 39) a casa de Isabel. Mientras se preguntaba por el camino cómo ayudar a su prima encinta y cómo disponerse ella misma para el nacimiento de Jesús, iba escuchando la respuesta en el traqueteo de su cabalgadura: preparar, preparar, preparar, preparar…

 

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Ángelus.— En el trajín de la mañana, cuando la limpieza se vuelve ingrata y fatigosa, cuando el horizonte grandioso parece estrecharse entre escobas y cubos, llega María.

 

Ama de casa como sus hijas, elige bien la hora de su visita. Sabe por experiencia en qué momento se insinúa el tedio, el atolondramiento, o el desánimo, y entonces se presenta de improviso, sonriente. Su llegada pudiera parecer, a los ajenos al oficio, una interrupción inoportuna que resta concentración, pero en realidad es bálsamo de paz; parece un contratiempo pero en realidad es un rescate.

 

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El lugar al que se vuelve. Así ha definido la familia un filósofo contemporáneo. Hacia ella, en efecto, volvemos los pasos tarde o temprano, acaso inconscientemente, buscando nuestras raíces. Para seguir viviendo necesitamos seguir naciendo; para alcanzar el fin hay que ensayar, incesantemente, el principio. Como Ulises, nuestra vida es un constante retorno a casa.

 

Ahora bien, también la familia es el lugar donde se espera, donde se labra pacientemente, como Penélope, la conversión del amado (¿acaso ‘con-versión’ no significa eso mismo, ‘regreso’?). Ambas formas de vivir el hogar, la espera y el retorno, coinciden en el corazón humano confiriéndole su latido característico.

 

 

9. Gestar y alumbrar

 

 

En el vientre materno te escogí (Jeremías 1, 5).— Elegir a alguien en el vientre materno significa elegirlo por entero y para siempre. Tomarlo en su origen es tomarlo en su fin. Allí es donde resuena por primera vez la voz de Dios, que habla con esa palabra de carne que es el cuerpo de la mujer. Por eso el seno materno es figura y antesala de la Iglesia, y lugar por antonomasia de la vocación.

 

La mujer embarazada intuye esta verdad cuando cuida de su cuerpo y de su alma exquisitamente. Con su salud, su pureza, sus virtudes, ella custodia y venera la vocación de su hijo y prepara su cumplimiento.

 

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La primera habitación es el cuerpo de la madre. Todos los demás espacios que el arte doméstico amplía, amuebla, decora y limpia son prolongación de este primero y originario. Junto con el hijo, la madre también engendra el espacio humano que debe llenar.

 

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Isabel concibió y se ocultaba durante cinco meses, diciéndose: Así ha hecho conmigo el Señor, en estos días en los que se ha dignado borrar mi oprobio entre los hombres. (Lc 1, 23-25).— La maternidad abre en la mujer un nuevo filón de su intimidad, una veta de sí misma que le maravilla y hasta le abruma. Por eso Isabel se esconde pudorosamente, no para proteger al niño, que aún no ha nacido, sino a esta tierna y dulce criatura que acaba de alumbrar, y que es ella misma. Nueve meses antes que su hijo, ella ha nacido, débil e inerme, a su propia maternidad.

 

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En cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno (Lc 1, 41).— La que oyó fue ella, pero el que saltó fue él. ¿Pues cómo iba a oír el niño si aún no había nacido? Sin embargo oye por los oídos de su madre, hecho un solo cuerpo con ella.

 

Esto es propio de toda madre: escuchar para los otros, ser el oído del hijo, del esposo, del pariente. En ella Dios habla a cada miembro de la familia, a través de ella el Cielo penetra en esta especie de seno que es el hogar.

 

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Dios se anticipa a la madre, y la madre al hijo. Este es el orden misterioso que rige la vida de familia, y desde ella, toda la sociedad. Profética por naturaleza, la mujer entiende más, llega antes, acierta mejor.

 

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La ballena de Jonás (cfr Jonás 2, 1-11).— La casa se "come" no sólo la comida, sino el dinero, las fuerzas, el tiempo, la limpieza (pues hay que repetirla), la ropa (pues hay que renovarla), los electrodomésticos (pues hay que repararlos) y tantas otras cosas. Parece una gran boca ávida, que amenaza con devorar a sus habitantes.

 

Sin embargo no es así. Vividas con sacrificio y creatividad, estas labores engrandecen a quien las realizan. Parecen engullirnos en un primer momento pero luego, como la ballena de Jonás, nos restituyen fortalecidos y con afán de conquista. El hogar parece que gasta pero en realidad gesta.

 

 

10. Criar y crecer

 

 

Después de haberme informado con exactitud de todo desde los comienzos. (Prólogo de san Lucas, 1, 3). ¿Qué comienzos? ¿Dónde comienza Aquel que, según el Credo, fue engendrado, no creado? En María. Ella lo dio a luz, lo alimentó, lo vistió y lo educó. El que no fue creado por Dios, fue criado por María.

 

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Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y comentaban: ¿Qué pensáis ha de ser este niño? (Circuncisión de Juan Bautista, Lc 1, 65).— Todo bebé suscita idéntica pregunta: ¿Cuál es su vocación? ¿Quién promete ser? Ya es ciertamente una persona, pero su identidad está por revelarse y cumplirse: es un misterio.

 

Por eso el recién nacido representa lo más genuino de la condición humana: su estado de indigencia e inacabamiento. Ser hombre es estar siempre en trance de serlo y en peligro de no serlo.

 

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Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales… (Lc 2, 12).— A los pastores les fue dada una señal: los pañales. A los Magos se les dio otra: la estrella. ¿Cuál indica mejor a Jesús? ¿Cuál es más adecuada a su naturaleza y misión? Tal vez los pañales, pues representan la debilidad humana e indican a quien tomó sobre sí nuestra enfermedades y cargó con nuestras flaquezas (Isaías 53, 4); son servicio y envuelven al que vino no a ser servido sino a servir (Mt 20, 28); son trabajo y señalan al Artesano (Mc 6, 3); son gesto y labor de una mujer, y expresan al Hijo de María y Esposo de la Iglesia; son, en fin, calor de familia, y revelan al Hijo de Dios y Hermano nuestro.

 

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Asistir al crecimiento del prójimo implica ante todo creer que se producirá; confiar en que esa persona —el hijo, el marido, la esposa, el hermano— puede y debe ser quien promete ser.

 

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Y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2, 51).— Durante nueve meses guardó su cuerpo, y ahora guardaba sus actos, sus palabras, sus experiencias, e incluso su futuro, que Ella presentía con tanta lucidez.

 

La educación que María le impartió fue, por consiguiente, prolongación de su maternidad contemplativa. Modelando la personalidad de su Hijo, Ella no hacía más que reproducir la imagen que, continua y sabrosamente, contemplaba en su corazón.

 

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Y vino a Nazaret….— La perfecta Humanidad, que poseía desde el seno de su Madre, Jesús la desarrolla, la modela y la cultiva mediante las faenas domésticas en la casa de Nazaret.

 

Estas faenas, en efecto, más allá de cualquier conocimiento o destreza, lo que enseñan es a ser hombre. Y vividas con fe, también a ser hijo de Dios.

 

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Educación.— Después de nacer de la madre de carne y hueso, el niño necesita nacer de esa madre grande que es el hogar.

 

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Le llevaban también niños para que los tocara (Lc 15, 18).— Cristo nos toca en cada niño, con tal que sepamos llevárselo mediante la educación, el cuidado ¡y la paciencia!

 

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El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe (Mt 18, 5).— Como a un niño, así ve el ama de casa a cada persona que cuida, por más que sea adulta y aparentemente madura. La ve en proceso de formación, aún por crecer, por corregir, por convertir, e incluso por nacer; la ve, en definitiva, como una promesa de Cristo aún no cumplida plenamente.

 

Por eso es Él a quien recibe el ama de casa, lo sepa o no, siempre que desempeña su oficio.

 

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Pescar y formar.— Ellos, pescadores de hombres, y ellas, las mujeres, formadoras de hombres, que es mucho más. Las discípulas de Jesús, en efecto, si bien comparten con los varones el oficio de pescador, pues son igualmente almas apostólicas, se distinguen por un carisma peculiar: el de acoger y modelar a los recién "pescados" para Cristo y robustecerlos en su vocación. ¿Cómo? Mediante el ambiente de hogar que brota de sus manos, y que no faltó durante el ministerio público e itinerante de Jesús. De otro modo, ¿qué hubiera sido de los discípulos? ¿Cómo hubieran perseverado sin aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle (Mt 27, 55)?

 

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Las artes domésticas son intrínsecamente formativas: modelan sensibilidades, orientan conciencias, desarrollan virtudes, despiertan talentos, encaminan vocaciones, inspiran arte, educan destrezas, inculcan civismo, siembran solidaridad, cultivan complementariedad. En una palabra, constituyen la academia primordial de todo lo humano, donde aprendemos desde pequeños a ser lo que somos.

 

 

11. Visitar y recibir

 

 

Cuando tu saludo llegó a mis oídos la criatura saltó de gozo en mi vientre (Lc 1, 44).— Isabel desde dentro de su casa y Juan desde dentro de Isabel: cada cual escucha en su morada interior, o sea en su corazón. Pues escuchar no es tanto oír algo como recibir a alguien: es una visita.

 

Por eso necesitas vida interior. ¿cómo recibir a alguien, y mucho menos a Dios, si no tienes dónde ni con qué?

 

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El saludo crea un espacio común donde nos sentimos vecinos. Nuestras puertas se abren a un mismo rellano. Frases cotidianas como "hola", "¿qué tal?", "buenas tardes" son umbral donde una persona sale a recibir a otra. Todos los que habitualmente nos saludamos formamos un vecindario espiritual, donde flota la inminencia de innumerables visitas.

 

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Cuando entréis a una casa decid: paz a esta casa. (Primera misión de los discípulos, Lc 10, 5).— Sólo la paz llama al corazón desde fuera y lo abre desde dentro. Por eso la paz es la sustancia de todo saludo.

 

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Cada persona es al mismo tiempo peregrino y anfitrión para con sus semejantes. La paz es esencialmente una relación de hospitalidad.

 

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Comed lo que os pongan. (Misión de los discípulos, Lc 10, 8).— Acomodaos al menú de la casa sin melindres ni caprichos. No desdeñes la despensa de tu amigo, por pobre y desabastecida que esté. Si faltan en ella manjares de virtudes, sustancia de formación, aderezo de cultura, e incluso la sal del buen humor, por lo menos comparte con él su hambre de todo esto. Hasta el hambre alimenta si se comparte.

 

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Si alguno oye mi voz y me abre… (Apocalipsis 3, 20).— Quien acostumbra a abrir con una sonrisa es porque presiente a Cristo detrás de la puerta.

 

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El otro discípulo, que era conocido del Sumo Pontífice, habló a la portera e introdujo a Pedro. (Noche del prendimiento, Jn 18, 16).— La mujer cristiana, sobre todo si es portera o recepcionista, deja pasar a Cristo y hacia Cristo. Por ella el Señor entra en los corazones, las casas, las instituciones, la sociedad. Y eso ¡incluso a pesar de sí misma!, como le sucedió a la portera de Caifás…

 

María en cambio, Ianua Coeli, nos abre de todo corazón. Ella no sólo es Puerta sino portera, o sea Puerta con rostro, que nos invita en persona: ven, pasa, te espero, te reconozco…

 

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La puerta es a la casa lo que el pudor a la intimidad. Cultivo mi intimidad abriéndola a los demás; ahora bien, no a cualquiera ni de cualquier modo. Franqueo mi interior sólo a quien "llama" en la forma debida, y si lo introduzco en mi morada es progresivamente, según el orden que marca el pudor: primero el zaguán, después el salón, luego acaso la cocina...

 

 

12. El ungüento y las lágrimas

 

 

Al enterarse que estaba a la mesa en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro con perfume, se puso detrás y comenzó a bañarle los pies con sus lágrimas, los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume (Lc 7, 37-38).— Son muchos los que comen, beben y platican en este lugar, pero ella sólo piensa en uno; sus lágrimas, besos, ungüentos tienen un único destinatario; en el bullicio de la sala esta mujer sólo ve un huésped y comensal: Cristo

 

Así ocurre con tantas mujeres de fe, que han de trabajar, por desgracia, en medio de la incomprensión o la indiferencia de los suyos. Si se mantienen firmes no es por haberse endurecido frente a ellos, sino porque han aprendido a descubrir a Cristo ahí, en medio de su hogar, y a servirlo en esas mismas personas que quizá lo ignoran.

 

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Ha bañado mis pies…, los ha besado…, los ha ungido (Lc 7, 44-45).— ¿Por qué la penitencia prefiere el lenguaje de la hospitalidad? ¿Por qué el pecador acoge la gracia como anfitrión a su huésped? Porque esta Gracia tiene rostro, carne e historia: Cristo. Y el dolor de los pecados son sus nudillos golpeando a nuestra puerta.

 

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El olor del perfume se extendió por toda la casa. (Jn 12, 3).— En este momento ¿de quién procedía el aroma, de la mujer o del Señor? Del Señor. Lo había vertido ella, pero lo exhalaba Él.

 

—Yo me vuelco, Señor, en mi casa, para que la llenes tú. Mi perfume no es perfume hasta que sale de ti.

 

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El cuerpo, el perfume, la casa.— El perfume inunda la casa no desde el frasco sino desde el cuerpo en que ha sido vertido. Al fin y al cabo ¿qué es una casa sino ampliación del cuerpo humano? ¿Qué es sino el cuerpo grande que aúna los cuerpos particulares de todos sus componentes?

 

Así lo comprendemos mirando a Cristo, nuestra Cabeza: unidos a Él formamos aquella casa, perfumada por el Espíritu, que es la Iglesia.

 

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¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios? (Jn 12, 5).— Propio del hombre es combinar pobreza y excelencia; en nuestra naturaleza coinciden la miseria del mendigo con la dignidad del hijo. De ahí que necesitemos sentir, junto al rigor de la austeridad, el gozo de la fiesta. ¿Acaso Cristo mismo, Dios y Hombre, no se dejó agasajar por el dueño de la casa y la mujer penitente?

 

Pero esto no lo comprenderá jamás un corazón mezquino como el de Judas, condenado a oscilar entre dos extremos: la pobretería vulgar y la mundana opulencia.

 

Rompamos este prejuicio con decisión, como hizo aquella mujer. ¿Contra qué golpeó el frasco para quebrarlo? ¿Acaso contra la cabeza de Judas?

 

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La caridad cubre la multitud del los pecados (1 Pedro 4, 7).— Si te sientes mugriento ante Dios prueba a empuñar la fregona, la mopa o el estropajo. Comprobarás que, más que tu casa, queda reluciente tu alma. Servir al prójimo es el mejor detergente.

 

 

13. Mirad mis manos

 

 

Mirad mis manos… (Lc 24, 39).— Puesto en medio de sus discípulos, el Resucitado acredita su identidad de este modo. Para reconocer mi rostro —parece decir— empezad reconociendo mis manos.

 

¿Y qué vemos en ellas? Los agujeros de los clavos y… los callos del trabajo. Sí, curtidas y recias, las manos de Cristo presentan la honrosa huella de treinta años en el taller, manejando precisamente lo que después serían instrumentos de su Pasión: maderas, martillos, clavos…

 

Mirad mis manos —nos dice—, y contemplad en ellas vuestro trabajo, redimido por mi Cruz y transfigurado por mi Pascua.

 

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¿No es este el hijo del artesano? (Mt 13, 53). ¿No es este el artesano? (Mc 6, 3).— Artesanía es trabajo hecho a mano y personalmente, pieza a pieza, con sentido artístico y amor a la tradición. Útil, bello y sencillo, el producto artesano nace del hogar y a él principalmente se destina.

 

Jesús, el Artesano, nos ofrece en su taller el modelo al que debe ajustarse todo trabajo humano. Cualquiera que sea nuestra profesión siempre puede desempeñarse artesanalmente, es decir: a conciencia, con creatividad y con espíritu de familia.

 

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Las tareas domésticas son trabajo artesanal por excelencia. Lo que José y Jesús hacen en el taller forma una unidad con lo que María hace en toda la casa.

 

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¿No es éste el artesano, el hijo de María? (Mc 6, 3).— Aunque se llamó a sí mismo buen Pastor (Jn 10, 11, cfr Ezequiel 34, 23), su profesión de hecho no fue esta, sino la de artesano. ¿Por qué? ¿No fueron pastores Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros justos y profetas? ¿Por qué eligió precisamente ese otro oficio, tan vinculado al ámbito familiar, en un taller posiblemente contiguo a la cocina de María? ¿Por qué en vez de guardar ganado o cultivar la tierra, como tantos de sus vecinos, prefirió confeccionar muebles y utensilios domésticos?

 

Quizá para poner manifiesto la dimensión familiar y mariana de la Iglesia, ampliación de la casa de Nazaret. Y para enseñarnos a edificarla partiendo, en primer lugar, de esta comunidad de trabajo que son nuestros hogares.

 

 

14. Los pañales y la túnica

 

 

Y lo envolvió en pañales (Lc 2, 7).— María no sólo envuelve el cuerpo de Jesús, sino toda su vida, desde el pesebre al sepulcro. Los pañales y la mortaja son los extremos de un único lienzo con que María abarca a su Hijo en el espacio y el tiempo, y lo retiene en su corazón.

 

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Y lo envolvió... .— Envolverlo es prepararlo como un regalo, y concretamente como regalo de Navidad. Con este gesto María anticipa y resume lo que será la vida de su Hijo: darse.

 

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La Virgen envuelve con pañales al Niño y los ángeles con luz a los pastores (cfr Lc 2, 9). Dios nos cambia su vestido por el nuestro.

 

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La túnica no tenía costuras, estaba toda ella tejida de arriba abajo. (Sorteo al pie de la Cruz, Jn 19, 23).— Tejida por las manos primorosas de María, esta túnica es como un incesante y maternal abrazo sobre el Cuerpo de su Hijo.

 

¿Y no sucede así con nuestras madres? ¿No es acaso la ropa, que ellas limpian y planchan para nosotros, una prolongación misteriosa de sus caricias? ¿No está su tacto como impreso en los tejidos que usamos, dotándolos de gracia y significado?

 

La fe amplifica este poder de las manos que nos cuidan, pues María actúa a través de ellas, envolviendo a Cristo en nosotros y modelándonos a su imagen.

 

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Se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. (La Hemorroísa, Lc 8, 44).— La orla o borde es el vuelo del manto, esa parte que no está en contacto directo con el cuerpo de Jesús. Aún así, está cargada de su magnetismo sobrenatural, y la Hemorroísa lo sabe.

 

E igualmente lo saben quienes se dedican, con sentido de fe, al planchero y la lavandería. La ropa que cuidan forma parte de este "vuelo" de la túnica de Jesús, que se extiende misteriosamente, a través del espacio y el tiempo, a todos los miembros de su Cuerpo.

 

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… Y tocó la orla de su manto … Entonces Jesús dijo: ¿quién me ha tocado? (Lc 8, 44-45).— En el manto, lo que la mujer toca es a la Persona misma de Jesús. Declarándolo así ante todos, Nuestro Señor ilumina un matiz exquisito de nuestra existencia encarnada. Pues la ropa, en efecto, lleva como adherida la intimidad de quien la usa: su gusto, su historia, su trabajo, su personalidad, su amor.

 

Son connotaciones que conoce bien quien lava y cuida la ropa. Vividas con fe, estas tareas nos ponen en contacto con Jesucristo, presente en nuestros hermanos, y nos traen el eco de su pregunta: ¿quién me ha tocado?

 

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Sus vestidos se volvieron resplandecientes y muy blancos; tanto que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. (En la Transfiguración, Mc 9, 3).— Sus propios vestidos los asume Jesús en la revelación de su gloria: los mismos que su Madre tejió, recompuso y lavó innumerables veces. Así es como estos discretos trabajos quedan enaltecidos para siempre jamás en la Persona del Verbo.

 

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Ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos.— Ningún batanero, ningún profesional de la lavandería puede alcanzar esta blancura gloriosa de la túnica de Jesús. No obstante, a eso aspira. Pues vivido con fe, este servicio tiende a manifestar en el prójimo el esplendor de la gracia, cuyo símbolo es la ropa limpia y bien planchada.

 

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Sus vestidos se volvieron resplandecientes.—La razón de ser del vestido es la dignidad de la persona: ese resplandor que, asumiendo plenamente el cuerpo, lo rebasa. Cristo, plenitud de lo humano, nos muestra en el Tabor aquella luz que todo verdadero vestido intenta representar.

 

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Sentir la ropa y llevarla con elegancia —como sin duda hizo Jesús— es vivir su vinculación con el hogar, en el cual ha sido guardada, limpiada, planchada y, finalmente, vestida. El estilo nace en la familia más que en las pasarelas.

 

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Vestíos del hombre nuevo (Efesios 4, 22).— ¿Por qué la transformación profunda y radical del hombre, o sea la gracia, la compara san Pablo con un traje? Precisamente porque el vestido no es puro accesorio yuxtapuesto sino vivencia humana profundamente enriquecedora, como saben sobre todo las mujeres. Es el instrumento con que la intimidad se explora, se modela y se expresa. Al vestirte eliges la persona que quieres ser y tomas postura frente a los demás. Vivido con elegancia, el vestido hace a la persona dueña de sí y don para el prójimo.

 

La sabiduría del hogar también incluye este aspecto, que alcanza su plenitud con la gracia. ¿Cómo vestirte de ti, en efecto, si estás desnudo de Cristo, el Hombre Nuevo, que es tu versión más auténtica?

 

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Una persona no sólo tiene ropa, sino que "se tiene" con ella: le sirve para tomar posesión de sí, ejercer su libertad y abrirse a la convivencia.

El cuidado de la ropa —comprar, lavar, planchar, conservar, arreglar— honra la intimidad del prójimo en el instrumento con que la cultiva.

 

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La Virgen está lavando / y tendiendo en el romero (Villancico popular).— Lavar periódicamente la ropa, hacer la colada, significa asumir la vida de los demás con sus ritmos y su desgaste, según se plasma en las prendas. Nuestro servicio rebasa así las paredes de la casa y el breve tiempo que nuestro prójimo pasa en ella, para extenderse a todos los ámbitos en que despliega su vida. En la ropa barruntamos su historia y con el lavado la incorporamos a la nuestra.

 

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No basta con lavar: hay que planchar. Después de las manchas hay que quitar las arrugas. Lo que se manifiesta a la vista debe sentirse también con el tacto. Volviendo tersa y suave la ropa, la plancha complementa el lavado y en cierto modo lo humaniza, lo acerca al cutis del usuario, a su calor, a su latido. Por eso el planchado implica una sabia intuición de la condición encarnada, que es además fundamento del vestido: lo que se muestra fuera debe corresponder a lo que siente dentro.

 

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No llevaba vestido ni habitaba en casa, sino en los sepulcros. (El endemoniado de Gerasa, Lc 8, 27).— Sin vestido ni casa, es decir, sin intimidad. Y sin intimidad la vida del hombre es cadavérica, y la pseudocultura que crea a su alrededor, un inmenso sepulcro.

 

Hoy día el diablo también corrompe los corazones empezando por estos dos sitios: el arreglo del cuerpo y el de la familia: el vestido y el hogar.

 

 

15. Una habitación amueblada

 

 

Y os mostrará una habitación en el piso de arriba, grande y amueblada. (Preparando la Última Cena, Mc 14, 15).— Con el adjetivo "amueblada" Cristo alude a tantos detalles que confieren al mobiliario doméstico una personalidad singular: el adorno, la limpieza, el orden, la reparación, la huella del uso, sus connotaciones familiares, su valor simbólico. No se refiere, en efecto, a muebles mudos, como los del escaparate de una tienda, sino en conversación, pues se encuentran integrados en la estructura viva de un hogar.

 

La Última Cena tuvo lugar en este escenario, configurado según la sensibilidad y la historia de aquella familia concreta. ¿Qué familia? Lo ignoramos, pero no importa: nuestra casa también será aquella habitación amueblada si la vivimos con fe y primor.

 

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Teatro de la familia, el hogar es donde cada persona interpreta su papel más auténtico: hace de sí mismo, actúa como quien es. Esto, sin embargo, no sería posible sin una puesta en escena adecuada, en la cual los objetos —muebles, utensilios, sonidos, colores— hablan de las personas y se incorporan a su drama. Esta dramatización de los objetos inertes, poética, inteligente y creativa, es función de las tareas domésticas. Por ellas y en ellas el hogar resplandece como obra de arte, digna de contemplarse.

 

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Toma al niño y a su madre y huye. (El ángel a José, Mt 2, 13).— ¿Y cómo "tomar" a las personas si no es tomando aquellos objetos con que hacen la vida? Por eso José cargó el burro con enseres, ropa, comida, herramientas, dinero, etc., en una palabra, la casa misma reducida a lo indispensable.

 

Además de ésta hay otras muchas formas de "tomar" la casa, y con ella a sus habitantes: administrándola, arreglándola, limpiándola, proveyéndola de lo necesario…

 

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Y María conservaba todas estas cosas ponderándolas en el corazón (Lc 2, 19).— En el hogar todo se guarda, todo se recoge, todo se aprovecha, como las sobras de la multiplicación (cfr Lc 9, 17). No es obsesión maniática, ni se conservan las cosas de cualquier modo, sino asociando cada una a la acción humana que le confiere sentido: la fiesta, el juego, la comida, el descanso, la educación, la enfermedad. La madre vivifica cada objeto que ordena, haciéndolo crecer en humanidad.

 

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Las técnicas y destrezas del hogar son ejercicio de interioridad, pues ahondan en el conocimiento del prójimo y tienden a incorporarlo en la propia vida. Cuando hay amor de Dios el camino de la utilidad desemboca en la misericordia.

 

 

16. En mi alcoba y con primor

 

Hazle la cama a este Niño / en mi alcoba y con primor. / No me la haga usted señora / que mi cama es un rincón (Villancico popular).— El rincón de Cristo, estrecho y áspero, es este mundo nuestro donde el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza (Mt 8, 20).

 

A cambio nosotros le ofrecemos una cama, es decir, el hogar entero en cuanto sitio del reposo y la seguridad. La Cabeza de Cristo tiene aquí donde reclinarse, en la medida que cuidamos de sus miembros, nuestros hermanos.

 

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En mi alcoba y con primor.— Esta alcoba simboliza el corazón de la casa, su reducto más íntimo. ¿Cómo acceder a él? ¿Con qué llave penetrar en esta estancia misteriosa? Con el primor. El trato fino y delicado abre en la casa habitaciones insospechadas, que no se encuentran en los planos.

 

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…No tiene donde reclinar la cabeza.— Cuando la cabeza descansa el corazón sueña. Cristo necesita que lo cuides en los demás, porque quiere entregarse plenamente a ti. Su almohada es tu trabajo, y su sueño eres tú.

 

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Me acuesto y me despierto, y Yahvé me sostiene (Salmo 3, 6).— El oficio doméstico vela sobre esta especie de morir y nacer que es acostarse y levantarse. El dormitorio, con sus muebles y accesorios, es el lugar donde retomamos la vida en su miniatura, que es el día, y donde percibimos más agudamente su sentido. Allí añoramos los brazos de nuestra madre al mismo tiempo que los de Dios, y por eso musitamos nuestras oraciones y nos vestimos ese traje de niño que es el pijama.

 

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Hacer la cama.— Comenzamos el día reparando los repliegues de la noche. Haciendo la cama completamos en cierto modo el gesto de levantarnos de ella. Extendiendo sus cuatro esquinas allanamos simbólicamente la jornada que tenemos por delante, le quitamos sus arrugas. Y si lo acompañamos, además, con una oración, este ensanchamiento de las horas se hará efectivo en Cristo, Día sin ocaso.

 

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La cama deshecha.— Aún conserva el calor del que durmió en ella, así como la forma de su cuerpo y la señal de sus movimientos. Como molde de barro, ha quedado impresa aquí la forma de esta persona, con sus sueños e inquietudes.

 

¿Qué es este servicio que presto cuando hago su cama? ¿Estoy alisando unas sábanas o estoy alisando, con mi caridad, una vida?

 

 

17. Enciende una luz y barre la casa

 

 

¿Qué mujer si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? (Lc 15, 8).— Para ver decide limpiar; limpia la casa para limpiar la mirada. ¿Y qué ve? ¿Qué encuentra con este procedimiento? Que la casa misma es, toda ella, la dracma que buscaba. El oro divino que quería descubrir, la moneda preciosa que buscaba era su propio hogar, que ahora tiene ante sus ojos gracias a la luz de Dios y a… su escoba.

 

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Enciende una luz y barre la casa.— Limpiar implica ver en conjunto, captar el todo, sentir la unidad. Pues su fin es reintegrar cada objeto —ropa, muebles, menaje, suelo— al organismo vivo del que forma parte, es decir, el hogar.

 

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La verdadera limpieza es un ejercicio de contemplación pues sólo cuando se entrevén las personas pueden limpiarse las cosas. La correcta limpieza de algo depende del para quién de ese algo, su función comunitaria, su sentido de hogar. Y tal percepción es una experiencia contemplativa, es decir, una intuición del corazón vigilante.

 

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El oficio de limpiar entraña una pedagogía de la mirada, pues con él se advierten detalles que a otros pasan inadvertidos. El alma de una persona, por ejemplo, se adivina según el estado en que deja su habitación. De este modo la visión se afina psicológica y espiritualmente, hasta el punto de "leer" la casa como gran libro abierto, donde hasta lo más íntimo se manifiesta en los utensilios, los muebles y la ropa.

 

Por otro lado la visión es posesión intencional, un modo de tener con el corazón. Y el tener, o sea el haber, es fundamento del habitar. Por eso quien limpia una casa es el más capacitado para habitarla, el que más la llena con su presencia, el que mejor sabe estar en ella.

 

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Sabed que todo cuanto pisen vuestros pies os lo entrego. (Yahvé a Josué a las puertas de la Tierra prometida, Josué 1, 3).— Con la escoba medimos nuestra casa, la conquistamos y la ofrecemos incesantemente a los demás. Como Tierra Prometida, la vivimos como un don que debe a su vez ser donado. Por eso, si lo hacemos por los demás, ¿qué es lo que barremos sino el polvo del egoísmo?

 

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El suelo.— Lugar de la disponibilidad, de la pisada, del estar. Barrer y fregar el suelo es aceptar a la persona en cuanto plantada en la existencia (ex-sístere: estar de pie, erguida, plantada). En la casa el suelo es el sitio de todo y de todos, por eso es símbolo de la de aceptación incondicional que define a la familia.

 

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En esta habitación limpia perdura el aroma de quien pensó en los demás y se ha retirado discretamente. Su presencia ha ensanchado y enriquecido este espacio añadiéndole un plus de humanidad. Lo que el servicio revela y crea nunca es proporcionado al esfuerzo y técnica empleados en él. En la limpieza siempre es más lo que se da que lo que se hace.

 

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Señora de la limpieza.— Pocas veces el título de "señora" se aplica con tanta propiedad. La que señorea el espacio es ante todo la persona que lo limpia, más que su propietario o su usuario. Imponiendo su ley de orden y claridad esta persona se adueña de cuanto toca, le comunica su humanidad, lo domestica. La casa o la oficina, con sus muebles y objetos, se rinden sumisamente a estas manos. Limpiar es servir, pero servir soberanamente.

 

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Limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro quedan llenos de carroña e inmundicia (Mt 23, 25).— Confundían la moral con la higiene. Ésta última, en vez de expresar la pureza de corazón, era su sustituto. Limpiando los cacharros se ahorraban el engorro de limpiar sus conciencias.

 

En el verdadero hogar ocurre lo contrario. La higiene se supedita a la pureza de corazón, que es lo importante. Y el aseo externo se vive como expresión y pedagogía de la pulcritud del alma, templo del Espíritu Santo.

 

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Quien recibe a un niño como éstos, a mí me recibe (Mt 18, 5).— En el aseo matutino volvemos a nuestra infancia. En estas operaciones tan prosaicas y elementales evocamos el primer descubrimiento de nuestra vida, lo que nos asombró por primera vez siendo bebés: nuestro cuerpo. Los usos higiénicos suponen, por eso, un sutil ejercicio de conocimiento propio y humildad. Con ellos no sólo comenzamos el nuevo día sino que retomamos la vida desde su inicio, o lo que es lo mismo, reconocemos en el espejo al niño que aún somos.

 

Por este motivo las labores relativas a este ámbito honran la intimidad del prójimo de un modo especial, pues en ellas acogemos al niño que hay en cada adulto.

 

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Se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido (Jn 13, 4-5).— Bendita esa muchedumbre, sobre todo de mujeres, que cada día limpia el mundo con tesón y primor: suelos, muebles, ropas, cacharros, niños; benditas esas manos que no cesan de fregar, restregar, barrer, abrillantar, pulir, enjabonar, ordenar, desinfectar, cepillar, sacudir, enjuagar, escurrir, tender…; benditas porque nos recuerdan la última y suprema pregunta del Maestro: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (Jn 13, 12).

 

 

18. Medir y contar

 

 

Dad y se os dará. Echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis seréis medidos (Lc 6, 38).— Las labores domésticas miden personas: no lo que hacen o dicen sino a ellas mismas. ¿Cómo? Con el metro de la caridad que es el servicio. El servicio hace que las cosas estén a la medida de las personas.

 

¿Y cuál es la traducción práctica del servicio? La excelencia tanto técnica como artística y moral, es decir, la medida apretada, colmada, rebosante. Pues el metro de la persona es el amor, y el amor es la medida de lo que no tiene medida.

 

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Con la misma medida que midáis…— Quien se mide consigo mismo cada vez mide menos, pierde estatura espiritual. Quien por el contrario se conmensura con los demás en el diálogo, se aumenta y crece.

 

Y una forma de diálogo es el trabajo doméstico. Colaborando en él, los miembros de la familia se hablan sin palabras, se miden unos en otros y se agigantan.

 

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Echarán en vuestro regazo… Lugar materno por excelencia, el regazo es donde Dios deposita sus tesoros, no sólo para la mujer sino, a través de ella, para la familia y la sociedad.

 

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Dad y se os dará.— Así sucede en la casa: cuanto más la cuidamos más la damos, y cuanto más la damos más la tenemos.

 

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Y les respondió: dadles vosotros de comer (Primera multiplicación, Mc 6, 37).— Dadles, es decir, invitadles, tratadlos como vuestros huéspedes; convertid este lugar en nuestra casa, nuestro comedor, para que me vean como su Anfitrión.

 

Dadles, es decir, entregad estos alimentos como cocinados y condimentados con vuestra fe y vuestro amor, pues un alimento sólo se da verdaderamente al cocinarlo, al labrarlo con el arte culinario.

 

Dad, en definitiva, estos panes y peces para que aprendáis vosotros, mis apóstoles, a dar mi doctrina y mis sacramentos. Cuidando y repartiendo los alimentos es como sabréis darme a mí, Pan vivo que da la vida al hombre.

 

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Mandó que se acomodaran por grupos … partió los panes y los dio a sus discípulos para que los distribuyesen (Mc 6, 39-41).— No hace aparecer de golpe una tonelada de alimento, sino que lo multiplica dosificándolo según las raciones necesarias, los intermediarios disponibles, los recipientes adecuados y los turnos correspondientes. En una palabra, al modo doméstico.

 

Porque en el hogar siempre es así: lo que se administra según las reglas del trabajo humano es un misterio divino.

 

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La pobreza de Belén no es mera carencia, sino carencia asumida de modo doméstico, es decir, desde y por el hogar. Allí las estrecheces e incomodidades se alivian compartiéndolas, y haciéndolas jugar en favor de la comunión. No es menos hogar por ser pobre, al contrario, es un hogar enriquecido por la pobreza.

 

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Pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad (Mt 23, 23).— Habéis abandonado la raíz y por eso los frutos, buenos de suyo, se han vuelto venenosos. Pues las cosas pequeñas —menta, eneldo, comino—, pueden empequeñecer a quien las cuida, si falta la caridad. En vez de ser concreción de lo más importante se convierten en reducción a nuestros estrechos límites; en vez de fruto del Amor, se transforman en su mezquino sucedáneo.

 

 

19. Danos hoy nuestro pan

 

 

Danos hoy nuestro pan de cada día (Mt 6, 11).— ¿Qué es este pan que pedimos en el Padrenuestro? ¿El alimento básico o el manjar refinado? ¿Lo imprescindible para sobrevivir o el plato exquisito? Ambas cosas, pues este pan, que es Cristo mismo, representa todo lo humano: lo mínimo y lo máximo, la limosna y el regalo; es vitualla del peregrino y aperitivo sabroso de las bodas del Rey.

 

Pedagogía de la vida espiritual, el arte culinario refleja esta doble condición. El cocinero sabio ve en el comensal tanto al príncipe como al mendigo.

 

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Danos hoy nuestro pan (Mt 6, 11)… A cada día le basta su afán (Mt 6, 34).—Las preocupaciones cotidianas encuentran su compensación y su alivio en la sobremesa familiar. El afán forma así una sola cosa con el pan. Lo uno y lo otro provienen de Dios y son para nuestro bien. De ahí que en la mesa, aparte de los alimentos, digerimos, degustamos e incorporamos los sucesos de la jornada, llevados cara a Dios.

 

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Yo aquí me muero de hambre…me levantaré e iré a mi padre… (Lc 15, 17-18). Lo que pone en movimiento al hijo pródigo es el hambre de filiación. Lo que añora no es tanto el pan como lo simbolizado por él: a su padre.

 

Del mismo modo, nuestra comida cotidiana nos recuerda aquella casa donde nuestro Padre Dios nos espera con los brazos abiertos. El rito de comer juntos, con los usos y convenciones que lo acompañan —la compra, el guiso, los cubiertos, la sobremesa—, suscita el apetito espiritual por el auténtico "pan de los hijos": Cristo. Un hambre que alimenta con solo sentirla.

 

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Cuando des un banquete llama a los pobres, cojos, tullidos, ciegos… (Lc 14, 13).— O al menos, si tus comensales son los habituales —tu familia y amigos— piensa en esa otra clase de pobreza y enfermedad que acaso padecen: debilidad en la fe, carencia de virtudes, escasez de formación, rudeza de carácter, ignorancia, pecado… Son otras formas de "hambre", que se añaden a la meramente fisiológica, y que tú alivias y remedias con tu servicio. Toda comida entre cristianos está sazonada de misericordia.

 

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El reino de los Cielos es semejante a la levadura que toma una mujer y mezcla con tres medidas de harina (Mt 13, 33).— Preparar la comida es al mismo tiempo prepararse para los comensales. Cocinar es en cierto modo cocinarse, aderezar el corazón para los que nos esperan.

 

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La cocina confiere al alimento "estructura humana", es decir, alma y cuerpo. El arte culinario hace que la comida se parezca a quien se la come.

 

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Cocinar es unir. Es convertir el alimento en vínculo entre personas, hacerlo participable por muchos. Es sazonarlo de comunión, comunicarle sabor a familia. Formamos un solo cuerpo —dice el Apóstol— porque participamos de un mismo pan (1 Cor 10, 17).

 

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Vale más poco con temor de Dios que grandes tesoros con sobresalto. Vale más plato de verdura con amor que buey cebado con rencor (Proverbios 15, 8-9).— Este principio de moderación y equilibrio no sólo preside la mesa sino todos los usos domésticos representados por ella: la calidad por encima de la cantidad; lo que une, más que lo que engorda. Pues sazonado con amor, lo poco sabe a mucho.

 

 

20. Servir la mesa

 

 

Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá (Lc 12, 37).— Las personas que sirven la mesa representan a Jesucristo de un modo especial. Su oficio es figura de la Redención. ¡Qué eficacia si lo viven en presencia de Dios y pidiendo por los comensales!

 

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¿Quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve (Lc 22, 27).— Servir la comida es añadirle su último condimento, el que le confiere sabor a don y a sorpresa, el que la vuelve definitivamente comestible y sabrosa.

 

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…Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve.— El que sirve trae a los comensales lo que les une: la comida. Del mismo modo Cristo, signo de unidad y vínculo de caridad, se trae a sí mismo como alimento y nos pone en bandeja la Salvación.

 

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No es conveniente que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir las mesas. Escoged, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, a los que constituyamos para este servicio. (Elección de los diáconos, Hechos 6, 2-3).— Los primeros cristianos entendían la atención doméstica, en especial a los necesitados, como un auténtico ministerio apostólico, una forma eminente de anunciar el Evangelio de Cristo y dispensar su salvación.

 

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Se quedó en el desierto cuarenta días dejándose tentar … y los ángeles le servían (Mc 1, 13).— ¿De qué modo le servían? Un pequeño cuadro de la Galleria Barberini de Roma lo explica a su manera. En él se ve a Jesús sentado a una mesa ricamente adornada, plantada en medio del desierto; en torno a ella, los ángeles van y vienen como solícitos camareros, con bandejas repletas de manjares.

 

¿Cómo es posible? —se pregunta el observador—. ¿Jesús no se había retirado al desierto para ayunar? ¿Y no fue precisamente comida lo que le ofreció Satanás para tentarle? ¿Cómo iba nuestro Señor a aceptar de los ángeles lo que rechazó del demonio?

 

Y sin embargo la interpretación candorosa de este cuadro encierra una profunda sabiduría. Satanás se empeñaba en convertir la comida en tentación, cuando de suyo es homenaje al prójimo en su corporalidad. Lo mismo que hizo con Eva ahora lo intentaba con Jesús. Y siendo tal la falacia del diablo, ¿qué mejor modo de contrarrestarla que agasajando al Señor con un espléndido banquete? Si el diablo le tentó mintiendo sobre la esencia de la comida ¿cómo no servirle ofreciéndole, con esmero y elegancia, la verdad?

 

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En la mesa preparada se percibe el "hueco" de cada comensal. La silla vacía evoca su cuerpo, los cubiertos sus manos, y la servilleta su boca. Poniendo la mesa nos adelantamos al que viene y ensayamos su encuentro. Hacemos que los objetos saluden al que llega: "adelante, bienvenido, tu sitio es éste…"

 

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Sacad ahora y llevad al maestresala. (Jesús a los criados en las bodas de Caná, Jn 2, 8).— Entre el milagro y sus beneficiarios Jesús reclama al profesional, al experto, que cata el milagro y lo degusta para ofrecerlo a los demás.

 

Asimismo la administración doméstica, representada aquí por el maestresala, hace de paladar de Dios. Ofrece a los demás milagros cotidianos, que ella ha saboreado previamente en su oración.

 

 

21. La Pascua

 

 

El primer día de Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua? (Mt 26, 17).— ¿Dónde nos salvas, Señor? ¿Cuál es ese lugar preciso donde la Tierra se une con el Cielo? ¿Dónde es tu Paso, es decir, tu Pascua?

 

Y la respuesta nos sorprende por su pasmosa sencillez: Id a casa de "Fulano" (ite ad quemdam, Mt 26, 18), es decir, a casa de cierta persona cuya identidad el evangelista no recuerda, o no juzga necesario consignar: da igual. Lo que importa dejar claro es que se trata de un domicilio normal de Jerusalén, un hogar cualquiera de una familia cualquiera. Y fue precisamente allí, en una casa como la nuestra, donde habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1).

 

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Id a casa de Fulano y decidle: … mi tiempo está cerca, y en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos (Mt 26, 18).— Mi tiempo entra en tu casa, transformándola desde dentro —dice el Señor a todo el que le recibe—. Sus ritmos y pautas característicos —las comidas, el trabajo, el descanso, las fiestas— se repiten cíclicamente, pero en ellos ya se presiente y palpita mi eternidad.

 

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En tu casa voy a celebrar la Pascua.— La Pascua en persona, Cristo, llama a tu puerta. Tu casa es el final, largamente deseado, de su viaje. Llega a ti buscando cobijo, paz, conversación. Trae la fatiga de todos los caminos, el hambre y la sed de toda la humanidad, la impaciencia por su Cruz. Cuando cruce tu umbral ¿encontrará sitio donde dejar tanto equipaje?

 

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Os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua: seguidle (Mc 14, 13).— La pista para encontrar el Cenáculo es este hombre anónimo: un vecino cualquiera, que recoge agua para cocinar y limpiar su casa. Esta es la señal de Dios, la clave para entender sus designios: el trabajo cotidiano.

 

Seguidle —nos dice Cristo en el umbral de su Pasión—. Tomaos en serio las tareas cotidianas y participaréis en mi Pascua. Seguid el paso del hombre y llegaréis al Paso de Dios.

 

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Y os mostrará una habitación en el piso de arriba, grande y amueblada; disponed allí para nosotros (Mc 14, 15).— Arreglar una habitación es honrar la presencia que la llenará. Mediante la limpieza y el orden salimos al encuentro del prójimo presintiéndolo en el espacio vacío y los objetos inertes. No sólo lo esperamos sino que lo llamamos. La habitación pulcra y aseada dice: "ven".

 

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Os aseguro que no beberé del fruto de la vid hasta que lo beba nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre… (Mt 26, 29).— Beber entre amigos conlleva brindar, y brindar es profetizar. El brindis de Cristo es la Pascua misma, a la que somos invitados en la Última Cena. Aquí y ahora nos emplaza Cristo al Allí y al Después: de la mesa de la tierra a la del Cielo; del fruto de la vid al disfrute de la Vida...

 

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El vino nuevo del Evangelio (bodas de Caná, odres nuevos, Última Cena, etc).— Ser nuevo no significa que tenga pocos años de crianza, ya que lleva siglos en la bodega del Antiguo Testamento. La novedad de este vino se refiere a lo que celebra, que es la eternidad adelantada. El sabor es añejo pero el brindis no: ¡He aquí que hago nuevas todas las cosas! (Apocalipsis 21, 5).

 

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Tomó pan y, pronunciada la bendición, lo partió (Mt 26, 26).— En la comida y mediante su lenguaje peculiar es como Cristo revela, anticipa y ofrece su Redención. Por eso mismo el arte culinario y el servicio de la mesa constituyen una pedagogía de Cristo y de su Iglesia. Lo que salva y vivifica es algo que se toma y se come.

 

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Tomad y comed.— Así "habla" también nuestra comida cotidiana, cuando está aderezada y servida con cariño. Ella nos repite con voz de sabor el mensaje de la Última Cena, nos trae el regusto de aquella entrega y humildad.

 

Símbolo por antonomasia del don, la comida nos recuerda todos los días lo que Cristo dice, hace, pide y es…

 

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Jesús, a quien ahora veo escondido. (Himno Adoro te devote).— El fin del plato exquisito no es perdurar en el tiempo, como las obras de un museo, sino justo lo contrario, ser consumido por los comensales. Y tanto mayor es su éxito cuanto más completa su desaparición. El plato "se come", en cierto modo, al cocinero; la obra cubre, con sabroso velo, a su autor.

 

Por eso Jesús elige el pan para su obra de arte, que es la Eucaristía. Y por eso el cuidadoso servicio de la mesa es pedagogía inestimable de la misa.

 

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Como no acabasen de creer por la alegría y estuvieran llenos de admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Y tomándolo comió delante de ellos. (Después de la Resurrección, Lc 24, 41-43).— ¿Un "pez"? ¿No sería más correcto decir "pescado"? ¿Por qué es tan frecuente traducir así este pasaje del Evangelio? ¿No será que a los traductores les falta, en este punto, sensibilidad doméstica?

 

Porque "pescado" añade al concepto de "pez" matices preciosos para comprender la escena: evoca el trabajo de pescarlo, conservarlo, cocinarlo y servirlo. El apetito de Jesús recién resucitado, en efecto, no se refiere tanto a la sustancia de aquel modesto plato, como al sabor a familia que lo sazona, a la sabrosa combinación de servicio y arte culinario con que viene presentado. ¡Justo lo que distingue "pez" de "pescado"!

 

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Le dieron un trozo … Y tomándolo comió delante de ellos. — Lo primero que hace al resucitar es comerse nuestras sobras. Así quiere asumir en su Gloria todo lo que nosotros hemos desechado y olvidado, lo que contraría nuestro gusto y apetencia, lo que nos parece frío e insípido. El menú pascual de Cristo incluye todo lo humano, hasta el dolor y la muerte…

 

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Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Y Jesús les dijo: Traed algunos pescados de los que acabáis de sacar. (Jn 21, 9-10).— Después de la Resurrección vemos a Cristo no sólo comiendo y bebiendo, sino… ¡cocinando! Así, y no de otro modo, ha querido manifestar su humanidad gloriosa, anticipo y promesa de la nuestra.

 

 

 

22. La fiesta y la gloria

 

 

El Reino de los Cielos es semejante a un Rey que celebró las bodas de su hijo (Mt 22, 2).— Toda fiesta, cualquiera que sea su motivo, conlleva una cierta aprobación de todo lo creado, y por tanto, de su Creador. «¡Vivir vale la pena! —decimos mediante la música, la comida, el juego—. ¡A pesar de sus muchas miserias este mundo es bueno, por haber salido de las manos de Dios!».

 

Es, en efecto, un sí incondicional y enamorado, como el que se intercambian los esposos. Por eso el prototipo de banquete es el de bodas. Y por eso también, vivir una fiesta a fondo es unirse a la Iglesia, Esposa de Cristo.

 

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El abrazo, los besos, el vestido, el anillo, las sandalias, el ternero cebado, la música, los cantos (cfr Lc 15, 20-25).— Toda esta magnificencia y efusividad estaba contenida, como en su semilla, en el pan añorado por el hijo pródigo: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan… y yo aquí me muero de hambre! (Lc 15, 17).

 

Por eso la sabiduría cristiana siempre ha distinguido entre vana ostentación y auténtica excelencia: mientras lo primero es subterfugio del egoísmo, lo segundo hunde sus raíces en el corazón del hombre, hambriento de Dios.

 

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 La diversión-basura confunde la fiesta con la juerga, y nada tiene que ver con la alegría cristiana: la fiesta surge para recordar, la juerga para olvidar; la fiesta es afirmación, la juerga negación; la fiesta une, la juerga —por más que se rodee de tumultuosa compañía— aísla; la fiesta, en fin, es un despertar a la realidad, la juerga es una droga contra ella.

 

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La fiesta del hijo pródigo se parece a un cumpleaños, pues en ella también se celebra un nacimiento, aunque nuevo y espiritual: había que celebrarlo y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida (Lc 15, 32).

 

En estas palabras late la esencia misma la fiesta, que consiste en un cierto "volver a la vida" y "nacer de nuevo". No es posible, por tanto, vivirla a fondo sin sentir la voz del Padre, que nos llama a su Casa y nos invita a su Banquete.

 

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En las fiestas familiares el hogar se mira al espejo, igual que las mujeres singulares que lo componen. Entonces más que nunca las chicas se saben rostro de la familia, y hacen bien en acicalarse y ponerse guapas.

 

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Los envolvió con su luz. (El ángel de Belén, Lc 2, 9).— Pastores, ovejas, aperos, arbustos, y hasta piedras: ¡todo queda envuelto en luz celestial! Hasta lo más tosco emite sagrados destellos. En este efecto luminoso se manifiesta el mensaje del ángel: que el Mesías santifica la vida ordinaria, y que las tareas y objetos cotidianos adquieren valor divino, incluidas (para consuelo de algunos de nosotros) las mismas piedras…

  

 

ORACIÓN PARA OFRECER EL TRABAJO DOMÉSTICO

 

 

OH DIOS, que por medio de tu Hijo nos preparas la morada del Cielo y el banquete del Reino, acepta estas labores que me dispongo a realizar en tu presencia, para que por ellas mi casa se convierta en umbral de la tuya y remanso de paz donde tú, como el padre de la parábola, acojas siempre nuestro retorno y nos invites a la fiesta de tu misericordia.

 

JESÚS, que en Nazaret colaboraste con María y José en las faenas del hogar y que prometiste el Cielo a quienes te alimentan, visten, y atienden en la persona de los más humildes, enséñame a verte en los miembros de mi familia, y a servirte en ellos con la limpieza, el orden y el adorno de mi hogar, con la comida que preparo, la ropa que cuido, la educación que imparto, el dinero que administro, y tantas cosas más.

 

SEÑOR ESPÍRITU SANTO, Divino Huésped, inspira mi trabajo para que sea manifestación externa de lo que haces tú en la intimidad de nuestra alma, labrándola sin cesar con tu gracia y embelleciéndola con tus dones. Hazme vivir el hogar en su auténtica grandeza, como encarnación de la familia, escuela de humanidad, foco de cultura y lugar de encuentro contigo. Enséñame a conjugar los talentos que me has dado, y a promover la colaboración de toda la familia, de modo que este trabajo sea signo y fruto de la comunión que formamos.

 

MARÍA SANTÍSIMA, Reina del Cielo y Esclava del Señor, tú que criaste a Jesús en la casa de Nazaret, hazlo crecer también en la mía, de modo que mis familiares lo sientan cerca y lo amen cada vez más. Que contigo, Madre mía, aprenda yo el oficio doméstico y aproveche sus posibilidades de enriquecimiento personal y su misteriosa virtud de salvar y sostener almas. Que yo sepa desempeñarlo con competencia, creatividad y orgullo, sabiendo que es germen y pedagogía de todas las profesiones. Y que lo viva como tú en Nazaret, demostrando que servir es reinar, y que la verdadera soberanía interior sólo se alcanza dándonos a los demás en las cosas pequeñas de cada día.

 

DIVINA ADMINISTRADORA de la Gracia y Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros. San José, Jefe de la casa de Nazaret y Maestro de Jesús, intercede por tus hijos. 

 

AMÉN.

 

APÉNDICE

 

¿Qué son las tareas del hogar?

Aproximación desde la filosofía personalista

 

 

Para responder adecuadamente a esta pregunta hemos de precisar las nociones de familia y hogar, que usamos indistintamente en el lenguaje ordinario. De este modo comprenderemos mejor qué trabajo es coherente con la naturaleza del hogar, las tareas que lo componen, y cómo y por quién han de desempeñarse.

 

La familia como comunión de personas

 

¿Qué clase de realidad humana es una familia? Se trata ante todo de una comunión de personas, es decir, un tipo de relación interpersonal concreta y precisa: no vale cualquier agrupación o consorcio humano, ni cualquier vínculo afectivo o jurídico de los muchos posibles. Podemos definir comunión de personas como aquella unión efectiva y afectiva que resulta de darse y recibirse por amor un determinado grupo de personas, empleando para ello el diálogo, el servicio mutuo y el intercambio de bienes. Hay diversos tipos, según sea la cultura que se comparte y la intensidad con que se vive; el más perfecto de ellos y como su paradigma es la familia. No quiere decir, obviamente, que en toda familia reine la concordia: por desgracia, como sabemos, ésta se echa en falta tantas veces. Significa más bien que los vínculos que se dan en la familia presentan un arraigo natural y un calado psicológico que los hace únicos.

 

¿En qué consiste esta estructura natural de la familia? ¿Cuáles son sus elementos perennes, más allá de sus innumerables modalidades y manifestaciones? ¿Qué distingue esta "comunión de personas" de todas las demás? La respuesta puede resumirse en tres principios, que se cumplen invariablemente en toda familia auténtica:

 

 1) Aceptación incondicional.— Significa que la familia es el lugar por antonomasia donde se acepta a la persona no por lo que hace, dice, puede, quiere, sabe, etc, sino por ser quien es.

 

 2) Maternidad espiritual.— Quiere decir que en el seno de la familia tiene lugar una apertura radical a la vida humana, que abarca todos sus aspectos: desarrollo físico, educación psicoafectiva, socialización, instrucción básica, etc., y que envuelve a todos sus miembros, incluidos los mismos padres. Podemos decir así que en la familia todo hombre está en cierto modo por nacer, vive un alumbramiento espiritual incesante, de modo que el hogar actúa como una madre grande: después de nacer de la madre-mujer, la persona necesita asumir su humanidad naciendo de la madre-hogar.

 

 3) Complementariedad varón/mujer.— Se trata de aquella dimensión de la persona en virtud de la cual varón y mujer existen ordenados el uno al otro, y sólo alcanzan su plenitud asumiendo y valorando el sexo opuesto, cada uno según su particular vocación. La complementariedad pertenece a la estructura de la familia. Desde su raíz, que es el matrimonio, se extiende hacia las demás relaciones intrafamiliares (padre-hija, madre-hijo, hermano-hermana), imprimiendo en ellas respeto y admiración hacia el sexo opuesto. Esto no quiere decir, obviamente, que el modo de vivir la complementariedad en la relación conyugal sea el mismo que en las relaciones de filiación o fraternidad. En efecto, mientras que el pacto conyugal se establece en función de la complementariedad, las otras relaciones tienen lugar contando con ella, sin que este aspecto sea lo decisivo. En otras palabras, se cuenta con la condición sexuada pero respetando delicadamente la función sexual, que pertenece a la situación personal de cada uno. Lo que sí es relevante en la estructura de la familia es que en ella la complementariedad se vive como deuda innata con el sexo complementario y se aprende a ser varón o mujer, respetando, fomentando y celebrando el sexo diferente.

 

 Estos tres principios son los que especifican la comunión de personas de que hablamos, faltando alguno de los cuales no hay, en rigor familia. No quiere decirse que las tres condiciones —incondicionalidad, maternidad y complementariedad— se cumplan siempre a la perfección, sino más bien que actúan como tendencias estables que subyacen a la multiforme actividad familiar, organizándola de un modo peculiar.

 

La familia como tarea: las artes domésticas

 

Vista hacia dentro, en su actividad interna y sus relaciones íntimas, la familia es hogar.

 

Podríamos definir hogar como la forma de vida propia de la familia, su modo concreto de existir y realizarse históricamente. El hogar se configura como un cuerpo vivo, con estilo y personalidad propios, que palpita en cada uno de sus miembros, crece y evoluciona con ellos, asimila sus diferencias mediante el diálogo, se adapta a los avatares de cada biografía, y comparte alegrías y penas orientándolas al fin común.

 

Todo ello tiene lugar mediante un variadísimo abanico de actividades informadas por un mismo espíritu: son lo que llamamos comúnmente tareas domésticas. Es frecuente definirlas en términos sociológicos, poniendo de relieve sus semejanzas con una empresa. Pero esta postura, a nuestro juicio, es inadecuada, pues simplifica drásticamente la realidad. Al fin y al cabo es la empresa la que debería configurarse según el hogar, y no al revés. Por otro lado las categorías domésticas aún no se encuentran bien perfiladas desde el punto de vista antropológico, por lo que resulta difícil hablar de ellas con precisión. Por consiguiente hemos de conformarnos, si no con una definición de las tareas domésticas, al menos con una descripción lo más amplia posible. Digamos, pues, que son aquella compleja trama de servicios, competencias, destrezas, costumbres, encargos, tradiciones, ritos, etc., con los cuales el hogar toma conciencia de sí, se une orgánicamente, mantiene su continuidad histórica y celebra su hermosura.

 

Por ser signo y fruto de la familia, dichas tareas llevan como el sello de la comunión de personas y se inspiran, consciente o inconscientemente, en los tres principios enumerados antes: incondicionalidad, maternidad y complementariedad:

 

a) En virtud del principio de aceptación incondicional, las tareas domésticas poseen un carácter dialogal: en ellas es mucho más lo que se dice que lo que se hace. Se inscriben en una relación de tú a tú, en que los miembros tienen un nombre y un rostro bien concretos. Mediante los usos y objetos domésticos se entabla así una conversación incesante, modulada según los espacios, ritmos, calidades, sabores y sonidos característicos del hogar, en la cual se dice sin palabras: "tú aquí eres tú mismo, vales por ser quien eres". La traducción práctica de este mensaje es, en el sentido más auténtico de la palabra, servicio. El servicio en el hogar nunca es servil, degradante o alienante, ni siquiera es un servicio exclusivamente profesional, sino que es la respuesta cabal y exacta a la dignidad de la persona. Requiere por eso mismo creatividad e ingenio, porque la persona es de suyo inabarcable e incesante, reclama excelencia moral y estética: la persona como tal sólo puede expresarse artísticamente. Por otro lado, esta aceptación no sería del todo incondicional, y por tanto el servicio no sería del todo pleno, si no fuera recíproco: "te acepto por ser quien eres porque sé que tú me aceptas por ser quien soy". Aunque por desgracia muy olvidada, la reciprocidad es un rasgo genuino de las tareas domésticas que deriva de su índole comunitaria. Significa que, a los servicios domésticos la persona debe responder con otros, también domésticos, aunque no sean exactamente los mismos. No basta al marido con "traer dinero a casa" —lo que sin duda es un gran servicio—, sino que debe "entrar" en la conversación doméstica cuyo idioma peculiar son las "cosas de la casa", las labores del hogar.

 

b) Según el principio de maternidad espiritual, todas las tareas domésticas se inscriben en aquel ámbito de valores que Juan Pablo II ha denominado genealogía de la persona (Carta a las Familias 9). Esta expresión significa que la procreación humana nunca es puro proceso biológico, sino que instaura una auténtica relación personal, un diálogo entre los padres y el hijo: transmitir la vida es llamar a alguien de tú. Y este mismo diálogo es el que prosigue con la educación y se despliega, en general, en la vida familiar. A esta luz es como las tareas domésticas adquieren su verdadero valor, como el modo en que se concreta y desenvuelve este alumbramiento integral, que es el hogar. Mediante ellas, en efecto, es nuestra humanidad lo que asumimos como tarea y, por decirlo así, insistimos en nacer. Esta virtud materna de las tareas domésticas adquiere especial transparencia en la persona de la madre. Es lógico, pues, que ella asuma un papel especial en la planificación y supervisión de este trabajo, o al menos en su inspiración remota, sin que ello implique cargar con todo en la práctica. Se trata de conciliar el plano simbólico, en que la mujer funciona como representante y alma del hogar, y el plano práctico, en el cual estas tareas incumben a toda la familia, como sujeto comunitario. El discernimiento y equilibrio de ambos planos, como sabemos, no es nada fácil, y su confusión ocasiona graves perjuicios para la convivencia familiar y dolorosas incomprensiones para la mujer.

 

c) El principio de complementariedad informa las artes domésticas en cuanto que entrañan una pedagogía de la condición sexuada. A través de ellas, en efecto, hombres y mujeres aprenden a tratarse como tales, y satisfacen con obras la deuda innata por la que están ordenados recíprocamente. Este principio radica, como dijimos antes, en su sujeto comunitario, que es la familia, y preside el modo de distribuir las tareas, compartirlas y ejecutarlas. De acuerdo con él, el reparto de tareas se realiza teniendo en cuenta, no sólo las circunstancias externas del sujeto, sino también las peculiaridades físicas y psicológicas de cada sexo, su distinto genio y sensibilidad. Cobra especial relieve en las tareas que afectan a la intimidad corporal, como el cuidado de la ropa, los objetos y lugares de aseo, la educación psicoafectiva, etc. En este ámbito el principio de complementariedad se manifiesta en el cultivo del pudor, que es expresión de respeto y admiración mutua.

 

Estos rasgos son los que configuran, a nuestro juicio, la fisonomía de las labores domésticas desde una óptica personalista. Son el presupuesto antropológico para una consideración propiamente espiritual. A la luz de la fe, en efecto, el hogar, con las tareas que le son propias, aparece como signo y antesala de la otra familia, la de Dios: la comunión con el Padre, en el Hijo por el Espíritu Santo. En ella ingresamos, paulatina y misteriosamente, cuando nos ocupamos con espíritu de fe de las cosas de la casa.

 

 

NOTA BIBLIOGRÁFICA

 

JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó (alocuciones sobre Teología del cuerpo), Ediciones Cristiandad, Madrid 2000;

Carta a las mujeres, 29 junio 1995;

Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 15 agosto 1998;

STEIN, Edith, La mujer: su papel según la naturaleza y la gracia, ed. Palabra, Madrid 1998;

ALVIRA, Rafael, El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la familia, Eunsa, Pamplona 1998;

CORAZÓN GONZÁLEZ, Rafael, Filosofía del trabajo, ed. Rialp, Madrid 2007;

SCOLA, Angelo, Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Encuentro, Madrid 1989;

Buttiglione, Rocco, "Familia y trabajo", en La persona y la familia, Madrid 1999, pp.165-191;

OTERO, Oliveros F., "Familia y trabajo", en La educación para el trabajo, Eunsa, Pamplona 1985, pp.27-44;

SOTO BRUNA, María Jesús, "Servicio y excelencia", Trasfondos familia y hogar (nº 1), Centro de Estudios e investigación de Ciencias Domésticas (CEICID), Pamplona 2006;

YANGÜAS, José María, El significado esponsal de la sexualidad humana, Rialp, Madrid 2001;

MOUNIER, Emmanuel, El personalismo. Antología esencial, ed. Sígueme, Salamanca 2002;

CASTILLA, Blanca, La complementariedad varón-mujer. Nuevas hipótesis, Rialp, Madrid 1993;

APARISI, Ángela, Varón y mujer, complementarios, Palabra, Madrid 2007;

DÍAZ, Carlos, La persona como don, ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 2001.

 

 

Agradecimientos

 

Deseo dar las gracias a mi hermana Mª del Mar, por su paciente labor de trascripción, a mi amigo José Buzzo, de Uruguay, por sus valiosas correcciones, y  a René Smith, de EE.UU., por la gentileza de hospedar el Sitio web donde han ido apareciendo estos textos.