Entrevista

«Dios no ha creado el mal»
Entrevista al doctor Gustavo Sánchez

Hace cerca de un mes, la costa sur del Perú fue azotada por un fuerte terremoto que dejó centenares de muertos, heridos y miles de damnificados. Al poco tiempo, otro seismo aun más fuerte sacudió otra zona del Pacífico, esta vez en Asia. Ante situaciones como esta brotan innumerables cuestionamientos y reacciones: ¿por qué ocurren estas cosas?, ¿cuál es el sentido del dolor?, ¿por qué parece que son los más pobres y débiles quienes más sufren? No es raro encontrar a quienes deciden alejarse de la fe en Dios sacudidos por estas preguntas.

En Pensamiento Católico quisimos salir al encuentro de estos cuestionamientos, pues creemos que por más incómodos que sean es importante responderlos desde lo que nos enseña nuestra fe y ayudar a otros a hacer lo mismo. De hecho, ahondando en ellos podemos hacer más sólida y profunda nuestra experiencia cristiana.

Inaugurando una nueva sección, Pensamiento Católico entrevistó al teólogo peruano Gustavo Sánchez[1] y le consultó acerca de estos temas.

 

Pensamiento Católico: Doctor Sánchez, a propósito del terrible terremoto que el pasado 15 de agosto azotó nuestro país, y que ha cobrado tantas víctimas, muchos se preguntan por la presencia y el papel de Dios en estos hechos. Dicen: «¿Dónde estuvo Dios el día miércoles?» o «Si Dios es bondad, ternura y amor ¿por qué ocurren acontecimientos como estos?». ¿Qué puede decirnos al respecto?

Gustavo Sánchez: Sobre el terremoto y sobre la actitud de Dios o, mejor dicho, sobre el papel que Dios pueda jugar en una situación de estas, hay que señalar lo siguiente: hay que decir que evidentemente Dios, que ha creado el mundo y que lo creó bueno, no puede ser considerado el responsable de toda esta realidad. Dios —y eso es una cosa que tiene que ser señalada desde el principio— no quiere el sufrimiento, no quiere el mal y tampoco quiere la muerte.

Ahora, que hay sufrimiento, que hay dolor y que hay muerte es una cosa que se puede constatar, que es una cosa visible, digamos, para todos nosotros. Pero eso obedece no a una realidad que Dios haya hecho mal, digamos, sino que obedece ya a un desorden que la creación trae como una herencia negativa, un desorden que ha sido generado por una situación que no estuvo en el proyecto de Dios al crear el mundo y de la cual Dios no es responsable. Entonces, cuando se trata de preguntarse sobre estas cosas, lo que hay que decir es que si estas cosas ocurren es seguramente contra lo que es el designio de Dios, contra lo que es su bondad y es una cosa que está fuera de lo que Él pensó desde el inicio para su creación.

¿Cómo hace su aparición el mal en el mundo?

Bueno, el mal no ha sido creado por Dios, eso de verdad que hay que señalarlo. Un dios que crea el mal sería un dios contradictorio, por lo tanto, un dios que no existe. Y la cuestión sobre el mal, que es una cuestión ciertamente muy compleja, se responde desde la perspectiva de su realidad —vamos a llamarla así— específica. Cuando uno se plantea el misterio del mal y trata de dar una definición de lo que es descubre lo siguiente: solamente hay mal allí donde hay bien; no se puede decir que el mal sea una realidad que tenga consistencia ontológica propia. El mal no es algo, sino, más bien, la carencia de algo. Y ese algo que falta, y que constituye justamente el mal, es el bien. San Agustín, a la hora de reflexionar sobre estas cosas, dio la respuesta clásica y en cierto sentido definitiva: el mal es ausencia de bien. Por lo tanto, si Dios es el bien absoluto y ha creado el mundo bueno, quiere decir que al principio, cuando Dios hizo las cosas, no había mal. El mal ha sido introducido por una voluntad ajena a Dios, una voluntad creada —vamos a llamarlo así—, que dejando de hacer el bien que debía hacer, permitió que se introdujera el mal en el mundo.

Entonces, en ese sentido, hay que decir que si hay en el mundo desorden, desequilibrio, destrucción, conflicto, etcétera, eso se debe no a Dios sino a una voluntad creada que ha puesto en el mundo esta realidad, voluntad creada que la tradición judeocristiana identifica primero con la del ángel caído —el demonio—, y segundo con el hombre, que con el pecado se aparta de Dios.

Algunos se explican el terremoto diciendo que Dios nos envía pruebas para fortalecer nuestra fe; otros, que se trata de un castigo. ¿Alguna de estas aproximaciones es correcta?

Hay que decir lo siguiente: Dios no prueba a nadie. Es decir, Dios no tienta o no pone a prueba a ver cómo le va al hombre, si es que cae o si es que no cae, si es que se mantiene o no se mantiene y, por lo tanto, esa aproximación está fuera de lugar.

Lo segundo: Dios tampoco castiga, y para eso hay que tomar en consideración que cuando en la Biblia leemos a veces que se habla del castigo de Dios o que Dios hizo eso para castigar a tal o cual son maneras un poco primitivas de expresar una realidad que de suyo es muy misteriosa, que trasciende completamente nuestra inteligencia y que tiene que ser, justamente, explicada a partir de un hecho que es absolutamente cierto: que Dios, siendo verdad absoluta y siendo amor —cosa que también dice la revelación—, no puede jugar con el hombre. Un dios que ponga a prueba al hombre, que juegue con él como si fuera un muñeco, es un dios, que de verdad sería lejos de ser amable, un dios repulsivo. Y un dios que castigue sería lo mismo: o sea, pensar que Dios castiga es poner a Dios a la misma altura o al mismo nivel que nosotros; nosotros sí castigamos y eso no refleja un amor sino un egoísmo hasta cierto punto bastante grande. Entonces, desde esa perspectiva, hay que decir que no: ni el poner a prueba ni el castigar son realidades que se puedan atribuir a Dios y que sean de alguna manera el motivo, la causa por la cual se da esta tragedia.

¿Cómo encontrar el rostro de Dios en circunstancias como las que pasaron nuestros hermanos en el sur? ¿Cómo se hace presente Dios en las realidades dolorosas de la vida del ser humano?

Hay que decir que Dios nunca ha querido ser ajeno al sufrimiento ni al tema del dolor y de la muerte. Y la razón más específica que podemos dar para eso es que Dios, al hacerse hombre, ha experimentado también el sufrimiento y ha experimentado la muerte. Nosotros sabemos que Dios no ha querido solamente ser el espectador del sufrimiento del ser humano, como si pudiéramos decir que desde arriba mira cómo sufrimos o cómo padecemos aquí en la tierra y Él es una especie de observador hasta cierto punto ajeno a esa realidad.

Por la Encarnación, Dios, decía, se ha hecho hombre, y como hombre Dios ha experimentado lo que significa sufrir, lo que significa tener miedo, lo que significan dolor físico, el dolor, si se quiere espiritual, hasta cierto punto; y por último, Dios ha experimentado la muerte. Una cosa que nos debe llenar de mucho consuelo es saber que Dios conoce qué significa morir, no porque lo sepa por su gran inteligencia o por su ciencia perfecta, sino que sabe lo que significa morir porque lo ha experimentado personalmente. Y en ese sentido, aquí podríamos decir lo siguiente: cuando se pregunta «¿Dónde estaba Dios en estos sufrimientos? ¿Dónde estaba Dios en esta tragedia, en este terremoto?», hay que decir: Dios estaba allí, en medio de sus hermanos, sufriendo con ellos, compadeciéndose de ellos y, en algún sentido también, muriendo con ellos, porque nosotros sabemos que Cristo sigue presente en medio de nosotros. Él se ha unido a todos los hombres, a todos los cristianos, y en ese sentido Cristo también sufre en cada uno de ellos que se queda sin techo, que se queda sin hogar, incluso en aquellos que mueren. Ahí Cristo sigue sufriendo y sigue muriendo.

Entonces, para nosotros es un motivo ya no de consuelo solamente sino de gran esperanza saber que Dios no es ajeno para nada a nuestras penurias, sino que Dios está allí junto a nosotros, con nosotros, en nosotros experimentando todo esto. Y no para quedarse en esa realidad negativa, sino para sacarnos adelante, para elevarnos de esa situación de miseria y para llevarnos a una situación de plenitud, de felicidad.

No olvidemos —y esta es una cosa también muy importante— que el dolor y la muerte no son la última palabra de la existencia. A lo más, podríamos decir que son la penúltima palabra. Pero la última palabra ha sido dada por la resurrección de Cristo, que es, justamente, el triunfo sobre la muerte y sobre el mal, y en ese sentido, ese debe ser el motivo de nuestra esperanza más grande. Una esperanza, diría yo, que tiene nuestra gente, nuestro pueblo sencillo. Nuestro pueblo, a pesar de todo el sufrimiento que está pasando, sabe que la cosa no termina aquí, y que más allá de estas realidades tan dramáticas seguramente se avizora un motivo de esperanza; pues bien, esa esperanza tan grande la abre, justamente, su fe en Jesucristo muerto y resucitado.

A veces nos da la impresión de que el mal parece ensañarse con los más pobres, con el justo que sufre de alguna manera injustamente ¿Por qué se da esto?

Bueno, hay que tomar en cuenta también que cuando hablamos de que el mal se ensaña con los más pobres, hay que distinguir ahí diversos tipos de mal. Primero preguntarnos por qué hay pobres. Y ahí pienso yo que la respuesta es más o menos clara y evidente. Hay pobres porque el mal mismo que los hombres cometen… que los hombres—nosotros— cometemos ha hecho que se dé una situación en la que muchos de nuestros hermanos sufren, muchos de nuestros hermanos quedan postergados, marginados, excluidos y sin el acceso a unos bienes que les permitan una vida digna.

Y, efectivamente, en ese sentido se puede decir que dada esta situación de injusticia que es fruto del pecado del hombre, ahí Dios no tiene mucho que ver. En esa situación pareciera que sobre estos pobres, sobre esta gente tan postergada, llueven, pues, los males, ya no solamente los males morales como pueden ser la pobreza, la injusticia, etcétera, sino incluso los males físicos como, por ejemplo, el terremoto. Bien sabemos que los pobres, que los humildes, los más pobres son los más desguarnecidos, y en ese sentido no tienen, de repente, cómo protegerse ante estas realidades como otros que tienen medios a su alcance sí podrían.

Pero —y ahí viene justamente la cuestión importante— Jesús se ha identificado justamente con estos pobres con estos carentes, con estos que son marginados, excluidos. Y hay que recordar una cosa: Jesús los ha llamado «bienaventurados», ha dicho que de ellos —de estos que son así— es el reino de los cielos. ¿Por qué? Porque, justamente, una persona que vive una pobreza, que vive una situación de carencia, de exclusión, de marginación es una persona que no poniendo su esperanza en los bienes de la tierra puede estar disponible para acoger a Dios, para confiar en Él, y esa es justamente la condición o el requisito necesario para vivir no solo la comunión con Dios, sino también la salvación.

Entonces, el hecho de que Jesús se haya identificado con estos pobres, que los ha llamado bienaventurados, nos dice una cuestión bien importante: hay que experimentar y vivir esta realidad de no digo yo ser carentes, pero sí de estar desapegados a los bienes, de alguna manera de no poner en ellos nuestra confianza, porque esa es la actitud necesaria para vivir en unión con Dios y, en última instancia, para acoger lo único que es absolutamente necesario.

Yo pienso que esta cuestión del terremoto puede ayudarnos también a considerar los siguiente: ya no solamente en el sentido de quienes se ha quedado sin casa, sin bienes, etcétera —que, de hecho, hay que ayudarlos y ahí la respuesta solidaria ha sido muy buena—, sino a nosotros: estas cosas muchas veces pasan para que nosotros tomemos en consideración que más allá, pues, de los bienes que podamos tener o de las cosas que poseemos, una sola cosa es necesaria y de repente habría que preguntarse si esta cosa necesaria la tenemos.

¿Por qué es tan difícil para el ser humano explicarse el dolor? Por ejemplo, a lo largo de la historia muchas ideologías han intentado responder a esta interrogante. ¿Por qué han fallado?

El gran problema es que el dolor no es una realidad que uno pueda mirar desde la tribuna —vamos a llamarlo así— y con cierta distancia y objetividad como para dar una explicación analítica y quedarse tranquilo, pues, pensando que ha encontrado la solución; el dolor es una realidad que nos envuelve, es una realidad en la que nosotros —ninguno de nosotros— es testigo, sino, más bien, una especie de protagonista.

Un filósofo francés, Gabriel Marcel, hacía una distinción entre lo que él llamaba el problema y el misterio. El problema es una realidad que se puede percibir de manera objetiva, o sea uno se presenta o se sitúa ante ella como ante un objeto, es decir, fuera de la realidad: la mira, la puede analizar y puede dar una solución. Así, por ejemplo, un problema matemático, un problema de física, un problema de qué sé yo. Y vemos que cuando se habla de problemas, usualmente se habla de objetos. Pero hablar del misterio —dice Marcel— es una realidad donde, aquello que nosotros queremos comprender ya no está delante de mí, sino que, más bien, yo estoy metido dentro de esa realidad. Yo no tengo un punto de vista sobre esa realidad, porque eso corresponde al problema, sino que tengo una conciencia, ya que soy parte de esa situación a la que quiero encontrar una respuesta.

Pues bien el dolor es eso, el dolor no es un problema; el dolor es un misterio, y nosotros estamos metidos en esa situación, la experimentamos y la vivimos, y de alguna manera eso nos cuestiona, nos interpela y hace que no podamos tener un visón, pues, tan, digamos, fría ante el asunto. Porque de inmediato cuando experimentamos una situación dolorosa la primera pregunta que todo ser humano se hace —casi con seguridad— es «¿Por qué a mí? ¿Por qué me toca esa cuestión? ¿Por qué yo tengo que ser el que sufra esta coyuntura, o esta situación tan dramática que preferiría no tener?».

Entonces, si ese es el punto de partida, si esa es la coyuntura en la que nosotros nos preguntamos por el dolor, hay que encontrar una solución no en la pura racionalidad, no en el frío análisis de los puntos de vista, de los problemas, sino, más bien, en la conciencia que trata de ir más allá de la misma situación. Y esa es la razón por la cual las ideologías han fallado a la hora de explicar esto. Las ideologías fallan porque quieren ver lo que es un misterio como si fuera un problema, y obviamente tienen que fallar. La solución está en ver el misterio como misterio, y eso es justamente una cosa que solamente la fe puede dar.

Por eso la fe, y concretamente la fe cristiana, ha sabido dar un no diré yo la respuesta definitiva al misterio, pero ha sabido encontrar el camino para, de alguna manera, superar esa realidad de dolor que es un misterio. ¿Cuál es esa forma?: asumiéndolo. Asumiéndolo nosotros podremos de alguna manera comprender un poco más lo que eso significa y, sobre todo, trascenderlo.

Eso es lo que ha hecho Jesucristo. Jesucristo que, repito, es Dios hecho hombre, ante el misterio del dolor, no lo ha analizado como si fuera una especie de problema. Jesús, vean ustedes, no da una explicación sobre el dolor o por qué hay dolor en el mundo o cosas por el estilo. Jesús lo que hace es asumir el dolor, vivirlo hasta el extremo, que es justamente la muerte, y dar una superación de ese dolor en su resurrección, y ese es el camino al que a nosotros nos invita. Nosotros también por la fe, unidos a Jesús podemos, asumiendo ese dolor, superarlo. Superarlo mediante la fe, que en primer lugar supone la aceptación, no la pregunta del por qué —que en el fondo es rechazo—, sino la aceptación, y una aceptación que en buena medida se basa en el amor. Asumiendo el dolor ofrecemos ese dolor y ese sufrimiento por amor a los demás, y eso nos permite también unirnos a Cristo en la superación de esta realidad.

Cuando hablamos del mal y cuando hablamos del sufrimiento, ¿estamos hablando de lo mismo? ¿Son cosas diferentes o estamos haciendo una distinción demasiado exquisita?

No, hablar del mal y del sufrimiento son en algún sentido sinónimos. Pero sí hay una distinción. El mal es toda realidad que —ya lo hemos dicho— supone la carencia del bien. El sufrimiento viene a ser la resonancia subjetiva de ese mal. Cuando el mal afecta a la persona y la persona siente la repercusión de ese mal en su ser, eso es lo que se llama justamente sufrimiento. Entonces podemos establecer que el mal genera sufrimiento. El sufrimiento es la experiencia particular subjetiva (o sea, del sujeto —llamémosle así—) de este mal que ciertamente nos rodea, que nos afecta.

Y también hay que decirlo: no solamente somos victimas del mal; nosotros muchas veces también somos agentes del mal. Hacemos mucho mal, hacemos mucho daño y contribuimos a que esta realidad negativa se extienda hacia otras personas o hacia a otras situaciones, etcétera En ese sentido se puede decir que no somos inocentes.

¿Por qué a veces parece no haber proporción entre la conducta y la fe de una persona y las circunstancias que vive? Por ejemplo, nunca falta el vecino o conocido muy creyente y devoto al que, sin embargo, sabemos que no le va muy bien: afronta problemas económicos, familiares o de trabajo. Al mismo tiempo no es raro encontrar algunas otras personas que abiertamente cometen injusticias, no creen en Dios, pero aparentemente viven de manera holgada y sin problemas. ¿Por qué ocurre esto?

Bien hay que tomar en cuenta lo siguiente: la fe —y, por lo mismo, la vivencia de la religión— no es una receta para el buen vivir. A veces se plantea una visión completamente equivocada de lo que es la fe. Es la visión del… yo lo llamo la visión del tendero: si yo tengo fe y me porto bien con Dios, Dios está obligado a que me vaya bien en el negocio, en el trabajo, en la vida, etcétera. Y hay que ver que la fe no es eso. Si nosotros pensamos que la fe es una especie de relación de «yo te doy para que tú me des» con Dios, entonces convertimos a Dios en un bodeguero, en un tendero o en una especie de comerciante que está a nuestro nivel. Eso es un error.

La fe, en última instancia, es lo que nos permite relacionarnos con Dios, que es infinitamente superior a nosotros. Y, ciertamente, la fe puede de alguna manera ayudarnos a vivir la existencia como debemos vivirla, es decir, como seres libres, como seres conscientes que, de alguna manera, trascienden sobre las realidades de esta vida. Trascender no significa que no tengan importancia; sí tienen importancia —y mucha—, pero no tienen la mayor importancia, y ahí es donde viene justamente la cuestión.

Nosotros vivimos en un mundo donde lo que prima no es la justicia, no es la comprensión, no es la equidad o la armonía. Vivimos en un mundo que es todo lo contrario: un mundo que es injusto, un mundo donde quien de alguna manera manifiesta bondad o manifiesta solidaridad es despreciado, se aprovechan de él, etcétera. No es raro, entonces, que quien vive su fe —o quien quiera vivirla, por lo menos, de manera consciente— sea victima pues de quien trata de aprovecharse, de quien trata de pasarla bien, justamente, a costa de los demás. Ahí es donde nosotros podemos constatar lo siguiente: un mundo que rechaza justamente lo que es la bondad, el amor, la misericordia, la solidaridad es un mundo completamente inhumano, es un mundo donde los hombres son explotados y donde son tratados como cosas en provecho y en beneficio de unos cuantos sinvergüenzas, habría que decirlo. Ese no es un mundo adecuado, ese no es el mundo que Dios quiere. Y por eso no es raro ver que, justamente, a los que se aprovechan, a los injustos, a los inicuos les va muy bien mundanamente hablando. Pero ahí viene justamente la cuestión: esa vida buena, según los criterios del mundo, sea con riqueza, con poder, con dominio, etcétera: ¿es una vida que a la persona la hace feliz?, ¿es una vida que a la persona la realiza? Nosotros no solamente por la fe, sino también en la práctica, decimos que no. Que esas personas tratan de llenar su afán de riqueza de poder con más riqueza y más poder, y que a fin de cuentas terminan siendo infelices, y como eso se acaba, su infelicidad será, pues, completa y absoluta. Ejemplos de eso hay muchos, y pienso que en ese sentido no es necesario abundar. Pero quien vive su fe de la manera correcta, vive teniendo a Dios como el valor supremo, esa persona, aun en medio de su situación difícil —podríamos llamarla así— es feliz porque ha encontrado lo que es más importante y lo que en última instancia hace que la vida sea vida.

Para volver a la visión del tendero: probablemente hay quien se pregunte: «Si el acercarme a Dios no evita el sufrimiento, entonces ¿para qué rezar? La oración no sirve de nada».

Volvemos al mismo tema. La oración no es una especie de receta contra el sufrimiento, contra el dolor, contra el mal que me pueda pasar por ahí, etcétera. La oración es un medio que me une a Dios, y Dios es lo más importante de la existencia, lo que hace que mi existencia sea una existencia humanamente válida y humanamente realizable.

Siempre va a haber sufrimiento, nunca hay que olvidar esa característica porque eso es parte de la situación del mundo después del pecado, donde son los hombres mismos los que multiplican de una manera —vamos a llamarla así— bastante entusiasta —valga la paradoja— todo el mal y todo el sufrimiento que pueda uno imaginarse. Pero, justamente, la unión con Dios, la oración, etcétera, es lo que me ayuda a entender que ese sufrimiento no es lo último ni lo definitivo, que puede ser superado y vencido y, en ese sentido, que permite salir adelante. Si no hubiese oración, si no hubiese comunión con Dios a través de la liturgia, de los sacramentos, el mundo no sería lo que es ahora; sería un infierno y el Infierno es, justamente, el lugar donde ya no hay esperanza. Uno recuerda la descripción que hace Dante cuando dice que llega al Infierno y ve que en la entrada, en la puerta, hay un cartel que dice: «Vosotros, los que entráis aquí, abandonad toda esperanza». Pues bien, un mundo donde no haya oración, o donde no haya unión con Dios, sería un mundo en donde no hay esperanza, sería ese infierno que Dante describe, pues ahí, en su Divina comedia. A Dios gracias, el mundo no es eso, ¿no? En el mundo hay esperanza, y aunque podamos reconocer la presencia del mal, hay que decir también que en el mundo hay muchísimo bien. Hay personas buenas, hay personas que a pesar de todos sus problemas y situaciones hacen extensivo este bien a los demás y se esfuerzan justamente en hacer presente a Dios entre sus hermanos.

¿Y la enfermedad: podemos también decir que es una consecuencia del mal o del pecado?

Hay que decir —y yo pienso que, en ese sentido, es una cuestión teológica— que todo mal que existe, incluso el mal físico, es consecuencia del pecado. Y ello por la razón ya señalada al comienzo: si Dios a creado el mundo bueno y la bondad de Dios se expresa en su obra, entonces no puede haber en esa obra que sea de suyo malo. Porque si Dios ha creado un mundo que admite en su interior la presencia del mal, entonces nos está engañando lo que nos dice la Escritura, lo que nos enseña la revelación etcétera

Sí, hay que señalar que la enfermedad, que la muerte, los conflictos, las guerras, pero también todo lo que supone, pues, desastres que llevan al sufrimiento del ser humano —los cataclismos y todo eso—, vienen del pecado, justamente. Y vienen del pecado no en el sentido, pues, de que históricamente cuando pecó el primer hombre ahí comenzó todo lo que es desgracia terremoto, etcétera. No, sino que la rebelión del hombre ante Dios ha hecho de que de una manera misteriosa —que es justo reconocer que no sabemos explicar muy bien pero que, sin embargo, es profundamente real— lo que era armonía y equilibrio originarios quedasen completamente trastocados. Y en ese sentido, pienso yo que por ahí es donde la teología está llamada a dar una respuesta.

Yo, personalmente sobre este punto que siempre es complejo y difícil de explicar, recomiendo un libro, una obra que de alguna manera explica esto con razones que me parecen muy poderosas, muy fuertes. El libro es de monseñor André Leonard, un obispo belga de una ciudad que se llama Namur, que se titula Razones para creer. La mejor explicación sobre el tema del mal y no solamente sobre el mal moral que es el pecado sino incluso el mal físico —un terremoto lo podríamos situar, pues, en esta dimensión del mal físico— la encontramos, creo yo, en este libro, que me parece importante y valioso.

Y ya desde el punto de vista del magisterio de la Iglesia, hay que recordar una intervención del papa Juan Pablo II, que en el año 2000, en una de sus catequesis, dice una frase que me parece siempre impresionante: «Dios no quiere el mal, ni el sufrimiento, ni la muerte. Si hay mal, si hay sufrimiento y si hay muerte no es porque Dios lo quiera, ni mucho menos porque lo haya introducido».

¿Qué consecuencia tiene el pecado en la vida personal y en la del prójimo?

Bueno, el pecado es justamente lo que permite que en la vida personal y en el prójimo el mal se haga presente, y dado que ese mal es la ausencia de bien, el mal nunca es una realidad estática. Hay que tomar en consideración que así como el bien se difunde, alcanza a otros, etcétera, igual [opera] el mal. La ausencia del bien —que es el mal, justamente— hace que esta realidad, que esta ausencia comience a estirarse, a extenderse, etcétera, y en ese sentido el pecado como introducción del mal en la realidad personal y en la realidad social siempre alcanza a otras personas, siempre alcanza otras realidades: nunca se queda en una sola persona. Yo estoy seguro que la explicación del mal que nosotros vemos así tan extendido por el pecado es una cosa inmediata.

Ya que tocas el tema del terremoto, mira tú lo siguiente: cómo esta situación de solidaridad que se ha generado de una manera admirable: todo el mundo que dona, que ayuda que se hace presente, etcétera, y que expresa también la grandeza de las personas, su apertura, su bondad —vamos a llamar así—, corre pareja con situaciones de corrupción; o sea, hay gente que se roba —por que eso es lo que hace— las donaciones y se las queda. Hay gente que lejos de ayudar y de tener un criterio amplio para colaborar, se cierra, pues, y busca ganancias de tipo político, de tipo prestigio personal, etcétera, cosa que habla justamente de ese pecado. Entonces, ahí tú puedes, de alguna manera, ver cómo en última instancia la realidad del mal no está afuera, no está en el terremoto, no está —vamos a llamarlo así— en el cataclismo; la realidad del mal y del pecado están adentro del hombre, en estas situaciones tan negativas y que a veces nos asquean de miseria, de roñosería, de egoísmo, en fin, de tantas cosas.

San Pablo dice: «Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo».[2] ¿Es esta una invitación a ofrecer nuestros sufrimientos al punto de convertirnos en corredentores?

Es un modo de entender el sufrimiento, en el sentido de que el sufrimiento, cuando es una realidad que nosotros no aceptamos y nos negamos a asumir, se convierte en un veneno para nosotros, porque aunque digamos «No lo acepto» o «No quiero recibir esto que me ha tocado», eso no se queda afuera de nosotros; eso se queda dentro, envenenándonos. Las personas que ante una situación de sufrimiento viven una situación de rechazo y de cerrazón son personas amargadísimas. Y son personas amargadas que, además, transmiten su amargura a otros, cosa que, pienso yo, la experiencia nos lo patentiza. Pero cuando una persona ante una situación de sufrimiento y de dolor reconoce, pues, que en esa realidad —misteriosa, por cierto, y no querida— hay un modo de ofrecer eso que vive para que otros no lo vivan, para que otros puedan, de alguna manera, aprovechar —vamos a llamar así— los méritos de ese sufrimiento aceptado y ofrecido, esa persona se envuelve en una dimensión de amor que hace que el sufrimiento sea valioso, que el sufrimiento, de alguna manera, esté asociado al sufrimiento redentor de Jesucristo.

Jesús sufrió, ciertamente, de una manera indecible, pero Él ofreció su sufrimiento para la salvación de toda la humanidad. En ese sentido, una persona que sufre y ofrece su sufrimiento, su vida a Cristo es no diría yo corredentor —pienso que es una palabra bastante ambigua y equívoca—, pero sí es una persona que participa de una manera privilegiada de la redención de Cristo y contribuye a que esa redención que Cristo ha obtenido Él solo pueda hacerse cercana y accesible a otras personas.

Entonces, más que hablar de una corredención, yo diría que esa persona es alguien que coopera para que la redención de Cristo se haga cercana y se haga efectiva en otros hermanos.

¿Cuál es la actitud que debe tener un cristiano ante el dolor? ¿Cómo puede darle mayor sentido a su sufrimiento?

El cristiano ante el dolor tiene el deber, en primer lugar, de luchar contra el dolor que puede ser de alguna manera eliminado, porque hay que reconocer que si bien el dolor es una realidad permanente, no está bien. Volvemos a la frase que hemos dicho: «Dios no quiere el dolor ni el sufrimiento, Dios no ha creado el mal». Por lo tanto, nuestra tarea sería luchar y hacer lo posible para que ese dolor desaparezca, cuando se puede. Cuando no se puede hacer eso, la persona está, el cristiano está invitado, está llamado a que ese dolor sea asumido y ofrecido, y en ese sentido, tenga ese sentido —vamos a llamarlo así— redentor o ese sentido de participación en la redención que hemos señalado.

Yo estoy seguro de que, por ejemplo, las monjas de la madre Teresa de Calcuta, que ven tanto sufrimiento y tanto dolor ante ellas, no se quedan de manera pasiva diciendo, pues, «Bueno, que sufran para que así se unan a Cristo», sino que actúan. Van donde las personas indigentes, las cuidan, las curan cuando están enfermas, etcétera, y hacen que su vida sea más digna y sea más humana. Pero hay situaciones donde evidentemente, pues, no se puede hacer más y, por lo tanto, ayudan a que las personas que viven en una situación de dolor extremo puedan asumir ese dolor y puedan ofrecerlo, y en ese sentido es también una obra meritoria. Eso también nosotros estamos llamados a vivir en nuestra existencia: lo negativo y lo malo que podemos ver en nosotros, si se puede, hay que rechazarlo y hay que eliminarlo. Cuando no se puede, hay que saberlo asumir y, con bastante fe, ofrecerlo a Dios porque eso también tiene un valor ante Él.

¿Y por qué cree que las personas en nuestra sociedad acuden tan fácilmente a métodos, terapias o filosofías orientalistas, que están muy de moda?

Yo, personalmente creo que el recurso a las filosofías orientales o los métodos en el fondo obedece a una actitud del hombre constante: es el temor o el terror al dolor y al sufrimiento.
Nunca hay que olvidar que las filosofías orientales y, sobre todo, las religiones orientales tienen como uno de sus puntos centrales el rechazo del dolor. Es una evasión ante el dolor y el sufrimiento mediante la aniquilación del deseo y, en última instancia, mediante la aniquilación del yo. Eso se da, por ejemplo, en el budismo. Pero pienso que esa actitud es una actitud contraria a la misma experiencia humana, porque eso supone, pues, desconocer que el dolor es una realidad permanente que acompaña toda nuestra existencia.

En ese sentido, pienso que el cristianismo es mucho más serio y mucho más consciente de que la realidad del dolor, que está presente, tiene que ser asumida no escapándose de ella, sino haciéndola parte de nuestra propia existencia; pero no para quedarnos ahí, sino para saber superarla.

En ese sentido, pienso que el recurso a las religiones orientales o a los métodos orientales que mencionabas es, sobre todo, porque es lo más fácil, mientras que lo más difícil —eso siempre también causa cierta repugnancia, cierto rechazo— que debería hacerse, y donde está, además, la verdad, eso no se realiza, y yo pienso que eso en el fondo es perjudicial para las personas. Las personas que asumen el camino más fácil, en realidad asumen el camino equivocado; las personas que asumiendo el camino más difícil están asumiendo el camino correcto, estas personas encuentran en su propia experiencia la verdad y, por lo mismo, la salvación. En lo otro se encuentra solamente el error y, en última instancia, la falsa ilusión de haber encontrado un camino correcto.

¿Lo mismo se aplica para las psicoterapias o los métodos psicoanalíticos o tantos otros?

Las psicoterapias y los métodos psicoanalíticos pueden tener su ángulo correcto, pero hay que reconocer que el ser humano no es solamente, pues, su dimensión física o su dimensión psicológica. Ciertamente, el ser humano tiene una dimensión física, corporal —somática— y una dimensión psicológica, y es necesario tomar en consideración esas realidades. Pero el hombre es algo más, el hombre es también un ser espiritual. Y el gran problema de estas terapias o estas aproximaciones que tú mencionas es considerar al hombre solamente hasta su psique y no tomar en consideración esta dimensión que podemos llamar espiritual que, dicho sea de paso, es la fundamental.

Entonces, en la medida en que las psicoterapias o las aproximaciones psicoanalíticas se presentan como absolutos, yerran porque reducen al hombre a una dimensión bastante chata de la existencia. El hombre es mucho más de aquello que por la sola terapia psicológica, o por la sola aproximación psicoanalítica se pueda reflejar. El hombre es un ser espiritual, y en eso de ser espiritual ahí está, justamente, su grandeza. Y, por lo tanto, la respuesta para el hombre tendrá que ser tanto, pues, física, somática como también psicológica, pero también espiritual. Y de eso espiritual es donde tenemos, justamente, la mayor carencia, porque pareciera que para nuestro mundo actual eso no importara. Siendo así, te vuelvo a repetir, eso es lo más importante.

En nuestros colegios y en nuestras universidades no es difícil encontrar la explicación del hombre como la del animal racional, y en ese sentido la Salvifici doloris explica y hace una distinción entre el dolor que es, más bien, físico, que es propio del animal, y el sufrimiento que tiene la dimensión moral que ya alcanza al hombre. ¿Cómo salir de esta trampa del animal racional, y qué tiene que ver eso con la pobre explicación que da nuestro mundo al sufrimiento?

Por lo que acabamos de decir hace un rato: el hombre es, sobre todo, ser espiritual, y se puede decir que incluso en su manera de experimentar el dolor el hombre es completamente distinto del animal. Al animal le duele, indudablemente; pero el animal no es consciente de toda la repercusión que en su ser tiene ese dolor. Cuando el ser humano experimenta el dolor, el ser humano experimenta ese dolor como una realidad muy profunda que tiene repercusiones sobre su ser en todas sus dimensiones, y que lo proyecta no solamente hacia el pasado («¿De dónde viene este mal tan terrible?», etcétera), sino hacia el futuro («¿Qué supone para mi propia existencia más adelante esta realidad que ahora estoy experimentando?»).

Entonces solamente se podrá entender esta realidad del sufrimiento —se podrá entender correctamente, digo— desde una perspectiva espiritual, que justamente eso es lo que más falta en nuestro mundo. Nuestro mundo está, de alguna manera, ya acostumbrado a entender al hombre como tú dices, como animal racional, y muchas veces se queda más en lo de animal que en lo de racional. Ver al hombre ya no como animal racional, sino como un ser espiritual, es decir, verlo desde arriba y no desde abajo, que es la aproximación de animal racional, es la respuesta para que podamos comprender, pues, que nuestra manera de experimentar el dolor es única, y en ese sentido, única tiene que ser también la respuesta a esta situación, a este misterio que nos llama.

Finalmente, ¿qué mensaje final les daría a las personas que sufren en estos momentos por las circunstancias que fueran?

Hay una manera de vivir el sufrimiento, que es justamente vivirlo desde la fe. De hecho, yo estoy seguro de que la mayor parte de nuestra gente, de nuestros hermanos aquí en nuestra patria es gente de fe. En ese sentido, la fe nos dice que los sufrimientos no son la última palabra. La última palabra ya ha sido dada por Dios mediante Jesucristo y por su resurrección. Y que en ese sentido, [hay que] recordar lo que san Pablo dice: que los sufrimientos del tiempo presente, que son reales —no hay que negarlos— no valen lo que se nos dará al final y de manera definitiva, no valen esa gloria que más adelante se nos dará.[3] Yo pienso que ahí hay una respuesta importante.

La fe nos invita a ir más allá de estas situaciones, a tener esperanza, pero también a esforzarnos muchísimo para que en una situación como esta se ponga de alguna manera en evidencia lo mejor que tenemos. Y lo que mejor que tenemos no es el mal, pues, que, desgraciadamente, también hemos visto de egoísmo, de corrupción; lo mejor que tenemos es esa bondad, esa solidaridad, ese compartir, ese empeño por salir adelante en situaciones dramáticas. Y a todo eso Dios nos ayuda. Y, vuelvo a repetir, Dios nos ayuda no solamente mirando, desde arriba, sino Él compartiendo nuestros pesares y sufrimientos porque Él ya los ha vivido. Él se hizo hombre y vivió la solidaridad, vivió la cercanía con los enfermos, con los débiles, etcétera, y las está viviendo también ahora junto con todos nosotros.

Muchas gracias, doctor Sánchez.

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[1] Gustavo Sánchez Rojas (Lima, 1962) es doctor en Teología por la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. Actualmente es profesor de Teología Dogmática en la misma universidad. También es profesor principal de la Universidad Marcelino Champagnat y profesor principal en la Universidad Católica San Pablo, de Arequipa. Es director de la revista Vida y Espiritualidad.

[2] Véase Col 1, 24.

[3] Véase Rm 8, 18.