Autor: Pbro. Luis Santiago Flores Lucio
Fuente: www.iglesiapotosina.org
Dios me ha llamado
La vocación es un signo contundente del amor de Dios
Hay dos maneras de concebir la propia vocación.
Una se expresa en esta frase: "Yo decidí seguir este camino"; la otra dirá
así: "Dios me ha llamado". Podemos llamarlas "mentalidad de proyecto personal"
y "mentalidad de Gracia", respectivamente.
Estas dos mentalidades son posiciones extremas. Me fijaré en ellas, para que
el contraste resulte más claro; sabiendo que muchas veces lo que vivimos es
una combinación de ambas.
Es común que la "mentalidad de proyecto personal" ("yo decidí") se viva en los
primeros momentos de nuestro camino vocacional. Esto se debe a que en el
momento de discernimiento, el último paso es una decisión que debo tomar:
responder "sí" o "no" a la llamada de Dios.
También esta mentalidad se acentúa al principio de la formación porque "las
heridas" de las renuncias aún sangran: se acaba de dejar padres, hermanos,
amigos, novia, carrera, trabajo... Por eso el joven que ingresa a un noviciado
o a un seminario tiene cierta conciencia de heroísmo por el paso que ha dado.
En esta manera de ver la vocación se piensa que lo esencial es la decisión del
sujeto: "yo quiero entregarme a Dios", "yo quiero servir a los demás"; cuando
en realidad lo fundamental es la llamada que Jesús me hace: "ven y sígueme" (Mc
10, 21).
La vocación no la constituye mi respuesta sino el toque de Dios, su llamada
"Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir" (Jr 20, 7).
Esto, que es normal al principio de la formación, se convierte para algunos en
una actitud estable en su vida religiosa o sacerdotal. No fallan quienes se la
viven recordando todo lo que dejaron; las múltiples oportunidades y
posibilidades a las que renunciaron. Siendo sinceros, ¿qué tanto es ese "todo"
que hemos dejado?
Esta era la actitud inicial de Pedro: "Ya lo ves -le dice a Jesús-, nosotros
lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos?" (Mt 19, 27).
Si nuestra vocación es auténtica, enton ces su origen se encuentra en que
hemos sido arrastrados por la impetuosa corriente del amor de Dios. Esa
corriente nos ha hecho dejar "algunas" cosas. Pero una persona que ha sido
víctima de una inundación no puede gloriarse de su desprendimiento; dejar
atrás algunas cosas fue consecuencia de haber sido arrastrada por una fuerza a
la que no pudo resistir.
Si permanentemente estamos llorando por lo que hemos dejado, es signo de que
nuestra vocación no la vivimos como un don de Dios, sino como una renuncia
personal por la cual sentimos merecer aplausos y gratitud.
La vocación no es una renuncia heroica sino un regalo que se recibe; es una
gracia, un privilegio:
"¡Me saqué la lotería! (y sin comprar boleto)". Es cierto que hay renuncias -y
a veces grandes-, pero siempre son secundarias. Lo primero es el don de Dios.
Las renuncias son consecuencias de haber aceptado el regalo
Un signo de madurez vocacional consiste en i r pasando progresivamente de una
"mentalidad de proyecto personal" ("yo decidí"), a una "mentalidad de gracia"
("Dios me llamó"), Para entender bien nuestra vocación, cuánta falta nos hace
situamos adecuadamente. Con el fin de evitarnos errores. Jesús nos dice: "No
me han elegido ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes" (Jn 15, 16). La
formulación negativa de esta frase excluye toda posibilidad de pensar en un
protagonismo de nuestra parte.
"¡Dios me ha elegido!" "Jesús se me manifestó y me ha fascinado". "Mi vocación
es iniciativa de él". "Él quiso llamarme". Esta es una convicción que
deberíamos tener grabada en lo más profundo del corazón. Tal certeza será un
punto de apoyo seguro para cualquier crisis vocacional.
Pero entonces, ¿dónde queda nuestra decisión? En aceptar libremente un don que
Dios nos quiere otorgar. ¿Tiene algo de heroico recibir un regalo? Pienso...
-En todo lo que Dios tuvo que hacer para revelarme su proyecto sobre mí, par a
que yo percibiera su llamada; en la manera como El se me fue manifestando; en
la forma en que El fue abriendo mis oídos y mi corazón.
-En todo lo que Dios tuvo que hacer para que me sintiera atraído por su
proyecto de salvación. No era una obligación que se me imponía desde fuera
sino una invitación que Él me hacía, respetando plenamente mí libertad.
-En todo lo que Dios tuvo que hacer para que me decidiera a seguirlo. Cierto
que la decisión fue mía; pero El me dio la gracia para responder a su llamado.
Ese "sí" brotó de mis labios, pero fue el Espíritu Santo quien impulsó mi
corazón. La vocación es una gracia que se debe recibir con gozo y humildad.
¿Y por qué Dios quiso llamarnos a nosotros y no a otras personas? Por su libre
y gratuito amor que llama a los que quiere (cf. Mc 3, 13).
La vocación no es un premio que se nos da por nuestras obras. Tampoco es una
conquista que realizamos con nuestros esfuerzos. Menos aún es algo a lo que te
ngamos derecho por lo que somos. ¡No! La vocación es un regalo. Nosotros no
hemos hecho nada para obtenerlo; simplemente lo hemos recibido.
La vocación es un signo contundente del amor de Dios. Cuando San Marcos narra
la llamada que Jesús hace al joven rico, dice que "fijando en El su mirada, lo
amó" (Mc 10, 21). Su llamada es una manifestación del amor personal, gratuito
y entrañable de Jesús hacia mí. Si me ha llamado es porque me ama. A mí me
toca creer y vivir en ese amor (cf. Jn 4, 16).
Siempre corremos el peligro de poner el acento en nosotros: "yo he decidido",
"yo he renunciado". Pongamos el acento en Dios: "Dios me ha llamado", "Jesús
me ha fascinado", "Dios me ha hecho un regalo". Entonces nos invadirá la
gratitud y el gozo: "Jesús, gracias por haberme llamado a seguirte y a
trabajar por tu Reino. No me pudo haber pasado algo mejor".
Un signo de la madurez vocacional consiste en ir pasando progresivamente de
una "mentalidad de proyecto perso nal" (yo decidí), a una "mentalidad de
gracia" ("Dios me llamó")