DEL «TERROR DE ISAAC» AL «ABBÁ» DE JESÚS
A. Torres Queiruga
Este mismo año nuestra revista publicó un artículo (ST, n° 134,102108) en el que A.
Torres Queiruga hacía una revisión del concepto teológico de «revelación». Su lectura
puede ser una excelente introducción para el que ahora presentamos del mismo autor.
Tanto allí como aquí lo que importa es comprender que, tal como enseñó el Vaticano II
(Dei Verbum, n° 11), mediante la Escritura Dios nos transmite la verdad para nuestra
salvación. De ahí que no esté condicionada por la historicidad, entendida como «lo que
exactamente sucedió». Más aún: si se parte de la literalidad, si no se interpreta el texto
de acuerdo con el contexto religioso-cultural, se falsea su significado. Y esto implica
muy a menudo que se forme una imagen de Dios distorsionada, que no tiene nada que
ver con el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Tras la lectura atenta de este artículo,
uno se queda con la impresión de que en 19 versículos (Gn 22,1-19) no se podía
expresar de forma más impactante y radical el rechazo por parte de la revelación
bíblica del sacrificio de la persona humana en aras del poder absoluto de un Dios
inmisericorde y aparentemente arbitrario ni se podía afirmar con mayor fuerza el
respeto más absoluto a la inviolabilidad de la vida y de la dignidad humana, que nada
ni nadie puede violar sacrílegamente en nombre de Dios.
Do «Terror de Isaac» ó «Abbá» de Xesús. Cómo ler criticamente a Biblia, Encrucillada
18 (1994) 325-342
Estas reflexiones nacen de una preocupación; el daño que una lectura acrítica de la
Biblia puede hacer en la conciencia religiosa. El sacrificio de Isaac (Gn 22, 1-19)
constituye un caso modélico, por su misma fuerza y grandiosidad. Demostrar que una
lectura crítica puede eliminar este daño, sin perder nada del auténtico significado del
texto, es el propósito de este trabajo.
Hay que tener muy en cuenta la distinción fundamental entre lo que los autores bíblicos
pensaban en su tiempo y lo que nosotros, aprendiendo de ellos, hemos de pensar hoy.
La revelación es un camino en el que el hombre, ayudado por Dios, intenta comprender
su presencia y su modo de actuar. De esta manera, algo que en un determinado
momento resultaba pensable acerca de Dios y que incluso pudo representar entonces un
avance notable puede más tarde demostrarse como imperfecto y necesitado de
superación. Recordemos simplemente el herem, o sea, la orden de exterminar a sangre y
fuego los habitantes de una ciudad entera. Pero hay otros muchos relatos bíblicos o
expresiones de los salmos que golpean nuestra sensibilidad y nos desconciertan.
El problema
Pocos relatos existen en la historia de la literatura universal como el del sacrificio de
Isaac que dejen sentir lo sorprendente del Absoluto y el temor de la criatura ante su
soberanía suprema. De hecho, la impresión de esta lectura atraviesa intacta los siglos.
Pero, a través de ellos, cambia el significado del relato. Así, lo que en un contexto fue
salvación puede volverse maldición en otro diferente. No sería, entonces, buen método,
por respeto a la letra bíblica, negarnos a ver el componente de escándalo que de
ordinario produce este relato. Una lectura mínimamente sensible demuestra enseguida que la dificultad no es, de ningún modo, superficial. Ya en la misma Biblia se trasluce
un cierto espanto muy real: no es segura la lectura de Gen 31,42.54 en la que se llama a
Dios Terror de Isaac, pero resulta significativo que sea probable. Resulta aún más
significativo la tradición rabínica que cuenta cómo Sara, al oír lo acontecido, "lanzó
siete gritos y murió". Pero lo que, sobre todo, confiere gravedad a la cuestión es el
hecho de que el movimiento cultural convirtió esta dificultad en un interrogante
ineludible, capaz de condicionar el valor religioso de todo el episodio.
No es casual que fuese a partir de la Ilustración cuando la pregunta se planteó con toda
su fuerza: la crisis general del texto bíblico, al cuestionar la lectura literal, permitió
establecer la cuestión decisiva acerca del carácter real del hecho y, así, puso sobre una
nueva base el problema del significado. De un modo ejemplar lo expresó Kant: su
razonamiento bien conocido es difícilmente refutable:
"Como ejemplo puede servir el mito del sacrificio que Abrahán, por mandato divino,
quería llevar a cabo inmolando y quemando a su único hijo, con el agravante de que el
pobre niño, sin saberlo, llevaba la leña. Abrahán debería haber respondido a esta
pretendida voz divina: "que no debo matar a mi hijo es completamente cierto; pero que
tú, que te me apareces, seas Dios, de esto no estoy seguro, ni podría estarlo aunque esa
voz resonase desde el cielo visible"".
Los dos motivos de fondo de su razonamiento son, por un lado, que no es posible
demostrar con seguridad la realidad empírica de una revelación divina y, por otro, que el
contenido de cualquier revelación efectiva no puede contradecir los principios de la
moralidad auténtica. En sus palabras se anunciaba un cambio de época en el modo de
comprender la revelación: por primera vez en la historia se ponen en cuestión -de
manera expresa y por motivos de principio- tanto la verdad literal de todas las
afirmaciones bíblicas como la realidad de los hechos empíricos que servían de soporte a
su significado religioso. Era el mayor desafío cultural que tuvo que afrontar el
cristianismo establecido, puesto que tocaba a la misma raíz de su fundamento: la
autoridad de la revelación bíblica. Era la crisis del principio de la inspiración literal.
El sacrificio de Isaac, por su misma fuerza, constituía un caso paradigmático: el horror
moral que la lectura realista suscitaba no podía ya ser encubierto, como ya tampoco
podía esconderse la evidente contradicción entre la figura de Dios que aquí aparecía y la
que se configuraría ulteriormente tanto en el AT como en su culminación en Jesús de
Nazaret.
Necesidad de una reformulación radical
Afrontar el problema en toda su radicalidad tropezaba con una característica
fundamental de la religión bíblica: su realismo, el enraizamiento de su mensaje en los
hechos reales de la historia con su pretensión de verdad absoluta apoyada en la historia.
Ante esta dificultad, la tentación es, como casi siempre, la de la simplificación extrema:
o mantener a toda costa la realidad del hecho o, con la negación del hecho, echar por la
borda toda posibilidad de significado. Hoy día la ciencia bíblica puede lograr una
solución equilibrada que, sin agarrarse al literalismo del hecho, recupere la profundidad
del significado, reforzada en su dinamismo más auténtico y profundo. 1. El hecho contra el significado. Es obvio que hoy no se puede tomar a la letra esta
narración que así resultaría verdaderamente horrible e inaceptable: de hecho, la
convicción vivida y profunda la da como no acontecida en el mundo real. Lo grave es
que, al no hacerse consciente, deja que el literalismo siga influyendo en la teología y
causando estragos en la vivencia de fe. Conviene distinguir expresamente dos estratos:
el hecho de la orden divina y el de su misma posibilidad.
La negación del hecho obliga a revisar la concepción, en tantos aspectos genial pero
lastrada por un literalismo incuestionado, de Kierkegaard en Temor y temblor. A pesar
de su recurso a la teoría de los estadios (estético, ético y religioso), su aplicación directa
a nuestro caso lo lleva a extremos inaceptables, que no pueden ser salvados por el
recurso a lo "paradójico", a la "excepción" o incluso al "absurdo": lo religioso, que
ciertamente supera a lo ético y se sitúa en un plano distinto, no puede construirse sobre
su destrucción, como sucedería en caso de haber existido esta orden monstruosa. Algo
parecido, pero con un mayor pesimismo escéptico, agudizado por la falta de fe, le
ocurre a Kafka. Lo sintomático es que en ambos casos la fascinación por esta escena
tiene conexiones profundas con la relación traumática que los dos mantuvieron con sus
padres.
Pero no basta con excluir el hecho. Es preciso negar la posibilidad misma: que Dios
podría, si quisiese, dar esta orden. En este sentido tampoco es válido el inteligente
recurso de G. von Rad: al lector ya se le anticipa desde el comienzo el desenlace feliz,
pues lo decisivo es lo que pensaría el protagonista. Un Dios que un día pudiese exigir
esa monstruosidad moral estaría en contradicción con la esencia divina tal como la
llegamos a entender ("Dios es amor" de Un 4,8.16), al mismo tiempo que destruiría la
misma esencia moral del hombre.
2. El significado más allá del hecho. Pero sería igualmente simplista, además de estéril,
la actitud contraria de apoyarse en la imposibilidad del hecho empírico para negar la
realidad del significado teológico. Eso significaría, en primer lugar, desconocer la
enorme flexibilidad que caracteriza el mundo simbólico en su relación con los hechos
empíricos, y en segundo lugar, y en este caso tal vez lo más importante, perder una de
las adquisiciones más decisivas de la exégesis: que la fundamental historicidad de la
religión bíblica no exige la facticidad de todo lo narrado en ella. Hubo que aprenderlo
duramente no sólo en los relatos del Génesis, sino también en la misma historia de Jesús
de Nazaret.
Todos los comentaristas dan hoy por supuesto que esta narración no puede ser tomada
como descripción exacta o protocolaria de un hecho acontecido. Incluso aquellos que
admiten la realidad de una base factual, es decir, la existencia de un acontecimiento
desencadenante, no pueden ne gar que la narración, como tal, es una construcción
teológica.
Las razones son claras. En primer lugar, el ciclo patriarcal representa todo él una
reconstrucción eminentemente teológica, basada en los escasos recuerdos vehiculados
por la tradición oral, sin que en la mayoría de los casos resulte siquiera posible un
acuerdo sobre los datos más elementales. Además, Isaac representa una figura más bien
secundaria, reducida a no ser más que un vínculo entre las dos más importantes de
Abrahán y Jacob. Y el episodio concreto del sacrificio, que en su redacción definitiva
parece pertenecer al elohísta* (aunque hay quien lo retrotrae hasta la época postexílica), tiene una relación muy laxa con lo precedente: pertenece a las narraciones relativamente
tardías destinadas a ejemplarizar la conducta de Abrahán y de hecho constituye la
décima y más importante de las pruebas a que éste fue sometido. Es evidente que se
trata de una construcción teológica libre, interesada por la lección religioso- moral: la
radical obediencia de Abrahún desde su fe en la absoluta soberanía de Dios.
La segunda cuestión es más delicada y sutil: si el significado no es solidario con el
hecho real, ¿puede también desvincularse de la misma posibilidad de la orden divina?
¿podemos negar la posibilidad de tal orden y, sin embargo, mantener viva la lección
religiosa? La respuesta es afirmativa y se apoya en un dato que también puede
considerarse adquirido por la hermenéutica actual: la historicidad de los símbolos. Estos
tienen su nacimiento y su muerte: lo que un símbolo en un momento determinado
significa puede dejar de significar en otro. Por otra parte, las realidades son siempre
significantes en un contexto: si éste se cambia, aquéllos pueden perder su capacidad
evocadora. Además de los ejemplos de Gen 1-2 (el agarrarse al símbolo de un Dios
alfarero llevó a verdaderos disparates teológicos ante el problema de la evolución) y del
muy actual de los testigos de Jehová (intento de mantener fuera de su contexto la
capacidad simbólica que la sangre tenía en el mundo bíblico), tenemos -más relacionado
con nuestro caso- el juramento de Jefté (Jc 11,31 ss), en el cual todavía la epístola a los
Hebreos no encontró motivo de censura (11,32-34). Sin embargo, ¿quién de nosotros
podría escoger un voto así (ofrecer en holocausto al primero que salga a su encuentro)
como base expresiva para un significado simbólico?
Pero, a pesar de esa imposibilidad, podemos captar en toda su grandeza aquel gesto
entonces heroico. Una buena hermenéutica enseña que el rechazo del significante no
siempre impide captar el significado: el medio expresivo puede ser rechazado y, a pesar
de ello, permanecer transparente a la intención original.
3. La letra mata, el espíritu vivifica. Este modo de ver representa la única forma
auténtica de respetar el pasado del otro. La posibilidad de que Dios pueda dar la orden
de sacrificar un niño inocente resulta monstruosa para nuestra religión y nuestra cultura.
Pero, cuando con sentido histórico nos retrotraemos al mundo religioso-cultural en que
nació la narración, comprendemos que las cosas eran radicalmente distintas. Los
sacrificios humanos constituían un dato ambiental, incluso en Israel, como lo prueban
las prohibiciones legales (Lv 18,21; 20,2-5; Dt 12, 31; 18, 10) y las diatribas proféticas
(Jr 7, 31; Mi 6, 6-7; cfr Sal 106, 37), y la idea de Dios -aún no estrictamente monoteísta
y en pugna con las continuas tentaciones idolátricas- mantenía trazos terribles, tanto de
amenaza y castigo como de causa directa de vida y de muerte (Dt 32, 39; Os 4, 10; Sal
55, 24; Sb 16, 13; Job 9, 22; Qo 7,13-14.18). En estas circunstancias resulta claro que
una orden de este tipo podía tener una fuerte capacidad simbolizante que el autor bíblico
supo aprovechar genialmente para dar un salto increíble sobre su propio tiempo.
La libertad frente a la letra posibilita dos cosas importantes: definir la función exacta
que el significante -el material narrativo- tenía en su contexto y, en un segundo paso,
captar el significado profundo que motivó el uso de ese material y movilizó su
maravillosa estrategia expresiva. Y lo cierto es que ahora aparecen en su verdadera luz
los dos motivos comúnmente admitidos por la exégesis: la explicación etiológiea* del
nombre Moria ("Yahvé viene" o "Yahvé aparece") y la crítica de los sacrificios
humanos en nombre de la religión de Yahvé. Entonces comprendemos bien toda la
grandeza de este segundo motivo: un símbolo que a nosotros hoy nos repugna constituía entonces por el modo de usarlo un enorme avance religioso y cultural. No verlo
significaría una torpe ceguera etnocéntrica.
Pero implicaría una no menor ceguera histórica y hermenéutica*, y una grave falta de
respeto para el texto agarrarse a la letra, ya que de esta manera su intención quedaría
atada a un significante que, juzgando con criterios actuales, resulta inaceptable y
monstruoso. Esta vez sí que cometeríamos un real asesinato cultural: el de matar a Isaac
con la terrible muerte de la letra (2 Cor 3,6), relegándolo ya para siempre al infierno de
los símbolos muertos.
Rescatar con toda libertad el significado sin atarnos a la letra de su significante no tiene
por qué implicar una soberbia absolutista, como si, únicamente y para siempre, fuese
válido lo que nosotros hoy vemos: la temporalidad de una interpretación es la inevitable
modestia de toda hermenéutica auténtica.
Recuperación cristiana del significado
Aunque sean muy pocos los que en nuestro tiempo toman en serio la literalidad no sólo
del hecho, sino de su misma posibilidad, el problema radica en la no explicitación de
esta conciencia. Pues, al no hacerse con toda claridad, la interpretación refleja sigue
funcionando sobre la base inexpresada del presupuesto tradicional con graves
consecuencias interpretativas. Sólo el desvelamiento expreso de este presupuesto y la
elaboración crítica de la "distancia temporal" permiten una interpretación justa y a la
altura de nuestro tiempo, tanto negativamente -eliminando los obstáculos que impiden
el acceso al significado- como positivamente- abriéndolo a toda su riqueza
1. Una ¡segunda inocencia! a) Negativamente, el resultado más obvio es la eliminación
del falso escándalo del significante, con una doble valencia. La primera y más elemental
es romper su vinculación con una interpretación literal que, con toda razón, haría hoy
inaceptable el significado. La segunda resulta más sutil pero también más decisiva,
porque afecta a la dinámica misma de la fe, al oponerse frontalmente a una falsa imagen
de Dios.
Para una interpretación creyente, lo normal es mantener la posibilidad del significado.
Pero, al hacerlo de una manera acrítica, se puede cultivar de modo inconsciente una idea
de Dios falsa, o en todo caso, alejada del Dios de amor, revelado a través de una larga y
fecunda historia que culmina en Jesús de Nazaret. Es la idea de un Dios que tienta y que
somete a prueba, que causa las dificultades de la vida en vez de apoyarnos contra ellas;
del Dios terrible del inconsciente no purificado, que puede tener exigencias arbitrarias o
que afirma su soberanía a costa de nuestra felicidad; del Dios tremendos, que afirma su
grandeza a costa de nuestro sometimiento. En una palabra: el Dios del Terror de Isaac y
no del Abbá de Jesús. De hecho, muchas interpretaciones de la muerte de Jesús
estuvieron -y están- viciadas por una falsa asociación con una mala lectura del símbolo
de Isaac.
Insistir en este punto reviste una importancia trascendental, porque gran parte de la
credibilidad del cristianismo se juega en este tipo de influjos que, a través de un
lenguaje no purificado y de presupuestos no sometidos a la luz de una crítica expresa,
trabajan el inconsciente individual y el imaginario colectivo. De ahí surge una consecuencia inicial de gran importancia propedéutica: toda predicación o
interpretación de este símbolo poderoso debe empezar por dejar bien claro que no se
apoya en la letra de la narración, pues sólo así quedará libre el oyente para la
percepción del significado.
Un segundo paso sería elaborar la comprensión del significante, de manera que no
resulte lesivo para la imagen de Dios. Hay que insistir en esto: lo que en la narración
bíblica aparece como directa causalidad divina obedece a una cosmovisión ya pasada.
Hoy expresaríamos lo mismo aludiendo a que las pruebas y tentaciones de la existencia
son, efectivamente, reales y a veces terribles, pero que no las manda Dios, sino que
constituyen el lote inevitable de nuestra finitud.
b) Y aquí empalmamos con la aportación positiva: sin necesidad de grandes esfuerzos o
artificios interpretativos, sino dejándonos llevar por la fuerza expresiva de una lectura
espontánea, recuperar en todo su vigor y fecundidad el significado simbólico. Es lo que
P. Ricoeur llamó "segunda inocencia": la que nace de una fidelidad limpia que no teme
dejarse educar por la crítica.
El sobrehumano dramatismo de la narración no desaparece con este nuevo modo de
leerla: la experiencia de la vida nos demuestra sobradamente que siempre y en todo
contexto las "pruebas" pueden ser terribles. En los casos extremos, da toda la impresión
de que es preciso sacrificar lo más íntimo y querido. Tampoco desaparece la lección
fundamental: que la solución no está en la desesperación, la rebeldía o la huida, sino en
la fidelidad a la voz de la conciencia, que desvela la ley profunda de nuestro ser y, por
lo tanto, el camino de nuestra verdadera realización (que coincide con la voluntad de
Dios para nosotros).
De este modo no se lesiona nuestra justa autonomía ni se atenta contra el amor de Dios,
que ya no es el amo absoluto -perenne fuente hegeliana de una "conciencia
desgraciada"-, sino el Padre que, aunque pueda parecer que nos abandona, nos
acompaña en la lucha. Y así el símbolo sale fortalecido: la obediencia absoluta de
Abrahán pierde su lado oscuro de sumisión a un Dios terrible, y se transfigura en libre
confianza filial ante un Dios cuyo amor busca sola y únicamente nuestra realización y
felicidad. Y la seguridad de la ayuda divina, simbolizada en el ángel y en el carnero, no
está expuesta al riesgo de su inmediatez terrena, pues la cruz no queda eliminada y el
fracaso es siempre posible. Pero ambos quedan iluminados por la luz trascendente de la
resurrección.
El símbolo sigue impresionándonos con su grandeza: Abrahán continúa representando
un modelo grandioso para nuestra fe (Rm 3,28; cfr 1,17; 3,20-27.30; 4,2-5.16-24; Ga
2,16; 3,6-12.24) y un estímulo para abrirnos activamente a la voluntad de Dios (St
2,2124; Jn 8,39-40). Y desaparecen las connotaciones oscuras que pueden provocar el
rechazo o envenenar el inconsciente, cultivando una imagen de Dios que no esté ya a la
altura del rostro paterno que se nos reveló en Jesús. En este sentido, todo cuidado es
poco, pues fácilmente bajo expresiones piadosas o conceptos en apariencia profundos
pueden colarse matices que, en realidad, reproducen el viejo significante en nuestro
concepto de Dios, ya siempre menesteroso de por sí.
2. A modo de verificación. Para que estas reflexiones pierdan su tono abstracto, nada
mejor que confrontarlas con algunas lecturas que, de algún modo, permitan verificar -en positivo o en negativo- su significado concreto. El primer texto es un comentario
exegético de G. von Rad:
"La exégesis se acerca mucho más a la verdad cuando en este relato encuentra sobre
todo la idea de una radical prueba de obediencia. El Dios que se reveló a Israel es
plenamente libre en su dar y tomar, y nadie puede preguntarle "¿qué haces?" (Job 9,12)
(...). Por eso frente a todas las reflexiones que se hayan podido alzar contra este relato,
sólo podemos decir por desgracia (!) que estamos ante una cosa más horrible que el
sacrificio de un niño (!); y es un camino que discurre en el más completo abandono por
parte de Dios, sin que Abrahán sepa ni por asomo que Dios lo está probando. Detrás de
estos 19 versículos hay una inmensa experiencia de fe: saber que con frecuencia Dios
parece contradecirse, que actúa como si quisiera excluir de la historia la salvación que
El emprendiera con ella. Así es como Dios pone a prueba la fe y la obediencia." (El
libro del Génesis, Salamanca 1977, p. 300).
El segundo texto pertenece a The New Jerome Biblical Commentary (19932). "La
narración es una obra maestra que presenta a Dios como Señor cuyas demandas son
absolutas, cuya voluntad es inescrutable y cuya palabra final es gracia. Abrahún
demuestra la grandeza moral del fundador de Israel, afrontando a Dios, queriendo
obedecer la palabra de Dios en toda su misteriosa dureza."
No voy a negar el valor religioso de estos textos, sensibles y profundos, pero que
asumen implícitamente que la prueba fue impuesta por Dios, y que, desde este supuesto,
pretenden expresar -¡después de Cristo!- el valor perenne del símbolo. Pero no soy
capaz de aceptar esta visión implícita de Dios que, acaso, muy a pesar suyo, están
vehiculando.
Quizás, como una especie de prueba a contrario, nada más eficaz que acudir al mismo
Kierkegaard, el cual, pese a sus presupuestos, intuyó con admirable lucidez el
delicadísimo trasfondo religioso implicado en esta narración. La lectura literalista le
obligó a forzar el símbolo hasta los extremos -creo- inaceptables del absurdo y de la
paradoja. Pero el recurso genial a las "variaciones" le permitió captar lo que de verdad
estaba en juego. La primera subraya de modo admirable el lado positivo: no es de Dios
de donde puede venir el mal y todo será poco para evitarlo. En ella Abrahán engaña a
Isaac para que piense que es él y no Dios quien decidió matarlo:
"Abrahán cogió al hijo por el pecho y lo tiró a tierra, gritándole: "¡Crío! ¿Crees que soy
tu padre? ¡No, no soy tu padre, sólo soy un idólatra! ¿Crees que hago esto obedeciendo
un mandato divino? ¡No, lo hago solamente porque me da la real gana y me llena de
placer!". Entonces Isaac se estremeció hasta la médula de los huesos y, en medio de su
angustia, gritó a su vez: "¡Dios del cielo, ten misericordia de mi! ¡Dios de Abrahán, ten
piedad de mi: sé tú mi padre, ya que no tengo ninguno en este mundo! ". Y Abrahán
decía muy quedamente para sí: "¡Señor omnipotente, recibe mi humilde acción de
gracias, pues es mil veces mejor que mi hijo me crea monstruo, que no que pierda la fe
en Ti! "".
Impresionante, sin duda. Pero, vista críticamente, esta variación no deja de tener su lado
oscuro y tremendo. Lo fundamental queda salvado: Abrahán logra preservar a los ojos
de Isaac la bondad de Dios. Pero eso mismo demuestra lo horroroso e inaceptable de la
orden. Además, al mantener la realidad de la misma, Abrahán se hace un héroe admirable, pero a un precio inconcebible: él aparece mejor -más bueno y compasivo,
más moral- que el mismo Dios.
La otra variación desvela ya con toda su crudeza las consecuencias funestas del
presupuesto intuido y mal digerido que, con su monstruosidad, mina de raíz y ya para
siempre la vivencia religiosa:
"Lleno de paz y de dulzura hizo Abrahán todos los preparativos del sacrificio, pero
cuando se apartó un poco para coger el cuchillo, entonces vio Isaac cómo se crispaba de
desesperación la mano izquierda de su padre y cómo se estremecía todo su cuerpo.
¡Pero Abrahán cogió el cuchillo! Después volvieron a casa y Sara se apresuró a su
encuentro. Isaac, sin embargo, perdió la fe: jamás se oyó ni una sola palabra sobre esto
en el mundo; jamás dijo Isaac nada a nadie sobre lo que él viera. Y Abrahán, por su
parte, nunca llegó a sospechar siquiera que alguien lo viera."
Verdaderamente, Kierkegaard, a pesar de todo, comprendió: no es Dios quien prueba,
no es jamás una desgracia encontrarse con su voluntad.
Proceder así constituye nuestro mayor respeto a un texto venerable y nuestra mejor
fidelidad a la enseñanza de Jesús. Constituye sobre todo el mayor tributo que podemos
ofrecer a la gratuidad infinita del amor de Dios.
Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL