Del purgatorio, una breve reseña histórica
Pues aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, como
vulgarmente suele decirse, y en este caso, más concretamente, la lectio
magistralis que el Papa Benedicto XVI ha impartido sobre las visiones de Santa
Catalina de Génova (n.1447-m.1510) relativas al purgatorio, no está de más que
hagamos un breve repaso a lo que ha sido “la historia” terrenal del lugar en
cuestión... Porque el purgatorio existirá o no, esa es cuestión teológica de la
que muchos sabrán más que yo, pero lo que es en la tierra, en el mundo, tiene
una historia muy concreta, algunos de cuyos datos son los que pretendo
aportarles aquí.
Aunque no es posible encontrar una referencia clara a la existencia
del purgatorio en las páginas del Nuevo Testamento, y menos aún en las del
Antiguo, se suele utilizar como argumento escriturístico del mismo, a falta de
mejor indicación en las palabras de Jesús, la Carta de San Pablo a los
Corintios, en la cual leemos:
“Y la calidad de la obra de cada cual la probará el fuego. Aquél
cuya obra construída sobre el cimiento resista, recibirá la recompensa. Mas
aquél cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. El, no obstante quedará a salvo,
pero como quien pasa a través del fuego” (1Co. 3, 13-15).
En cualquier caso, el proceso de jerarquización de los pecados y de
los pecadores hace obligada la búsqueda de una solución al problema que plantea
el cristiano que, sin ser digno del premio celestial, tampoco es tan réprobo
como para merecer el castigo de toda una eternidad en el infierno. De hecho, sin
hablar aún de un purgatorio como lugar físico, sí existen tempranas referencias
a un “fuego purificador” o “fuego purgatorio” no eterno, sino limitado
temporalmente al fin al que sirve, esto es, la purificación.
A San Cipriano (m. 258) cabe el honor de utilizar el término “fuego
purgatorio” por primera vez, cuando afirma la necesidad de aplicarlo en un caso
muy concreto: aquellos pecadores que se hallen, en el momento de la muerte, en
trance de cumplir la penitencia impuesta en una confesión, y por lo tanto, no
hayan recibido aún la absolución: a tales efectos, es de señalarse que la
absolución simultánea a la confesión de los pecados no comenzará a darse sino en
el s. X.
San Gregorio Nacianceno (n.330-m.395) da un nuevo paso importante
cuando, al hablar del infierno, se refiere como San Cipriano, a un fuego
purgatorio, pero lo aplica a los pecadores leves, y es distinto del fuego
punitivo que castiga a los grandes pecadores. En similar dirección se expresan
San Efrén (n.306-m.373), San Basilio (n.329-m.379), Sa n Agustín de Hipona, San
Anselmo de Canterbury (m.1109), o Gilbert de la Porrée (m.1154) entre otros.
Ahora bien, ¿en qué momento se pasa de la idea de un mero fuego
purgatorio aplicado a los pecadores “salvables”, pero en cualquier caso, en el
mismo infierno, a la de un lugar distinto del infierno llamado purgatorio y
“especializado” en aplicar tal fuego? El texto más antiguo al respecto podría
ser el Sermón 59 de San Pedro Damián (n.1007-m.1072), que al citar las cinco
regiones que acogen al fallecido, llama a la tercera “regio expiationis” (=reino
de la expiación), y lo define como “loca purgatoria” (=lugares purgatorios), si
bien se discute sobre la autoría de parte de la obra, la cual podría haber sido
retocada con posterioridad.
Una vetusta utilización del término aparece en un sermón atribuído
por unos, a Hildeb ert de Lavardin, obispo de Lemans (m.1133); por otros, a
Pedro el Comedor (m.1179); y por otros, a Odón d’Ourscamp (m.1171).
Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho, (la historia se escribe
así), la tradición viene otorgando la paternidad del concepto a San Bernardo de
Claraval (n.1091-m.1153) en su Sermón 42. Comoquiera que sea, dos hechos
importantes son poco discutibles. Primero, la idea se halla consolidada a
finales del s. XII. Segundo, dos son los centros desde los que se lanza: el
cabildo de Notre Dâme en París, y Citeaux, la capital del Císter. A comienzos
del s. XIII, el Papa Inocencio III (1198-1216) predica el purgatorio en un
sermón del día de todos los santos.
Establecida la diferencia básica entre infierno y purgatorio en que
aquél es eterno y punitivo y éste provisional y purificador, los interrogantes q
ue plantea el purgatorio asemejan mucho a las que plantea el infierno. Pero para
no alargarles a Vds. en demasía, ese tema lo dejaremos para otro día, día en el
que, como siempre les digo, hallaré sumo placer en volver a encontrarles por
aquí.
Del purgatorio: postura oficial de la Iglesia
En pasados días hemos hablado de los fundamentos del
purgatorio en los textos canónicos y en la doctrina, así como, poco después,
sobre los distintos aspectos que habían preocupado al pensamiento cristiano a la
hora de imaginarlo. Dejé para el final el pronunciamiento que sobre el tema
hacía el magisterio eclesiástico. Pues bien, hoy es llegado el día de presentar
a Vds. en qué condiciones se ha ido expresando éste sobre el purgatorio.
El pronunciamiento oficial de la Iglesia sobre el purgatorio se
produce al hilo del debate al que la existencia del mismo da lugar entre las
iglesias romana y griega, ya que ésta no llega a asimilar la existencia de un
locus purgatorius independiente del infierno, el cual le suena a rehabilitación
del condenado Orígenes y su apocatástasis, de la que un día podemos hablar, si
les parece.
Dos son los hitos de este proceso: el II Concilio de Lyon (1254), y
una carta escrita por el Papa Inocencio IV (1254) a su legado ante los griegos
en Chipre. En ella leemos:
“Puesto que la Verdad afirma en el Evangelio que si alguien blasfema contra el
Espíritu Santo este pecado no se le perdonará ni en este siglo ni en el otro,
por donde se nos da a entender que ciertas faltas se perdonan en el tiempo
presente, y otras en la otra vida. Puesto que el apóstol [Pablo] declara también
que la obra de cada uno cualquiera que sea, será probada por el fuego y que si
arde, el obrero sufrirá su pérdida pero él mismo se salvará como por el fuego.
Puesto que los mismos griegos según se dice, creen y profesan verdaderamente y
sin vacilación que las almas de los que mueren habiendo recibido la penitencia
pero sin haber tenido tiempo para su cumplimiento o que fallecen sin pecado
mortal pero culpables de pecados veniales o de faltas ligeras se purgan despu és
de la muerte y pueden recibir ayuda de los sufragios de la Iglesia. Nosotros,
considerando que los griegos afirman no encontrar entre sus doctores ningún
nombre propio y cierto para designar el lugar de esta purgación y que, por otra
parte, de acuerdo con las tradiciones y las autoridades de los Santos Padres
este nombre es el purgatorio, queremos que en el futuro esta expresión sea
recibida igualmente por ellos”.
En el Concilio de Florencia (1439) se aprueba la siguiente
definición:
“Además, si habiendo hecho penitencia verdaderamente murieran en la caridad de
Dios antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por los pecados
de comisión y de omisión, sus almas después de la muerte son purificadas con
penas purgatorias; y para ser libradas de estas penas, les aprovechan los
sufragios de los fieles vivos”.
; La Reforma protestante, como antes la totalidad de las herejías
que podemos llamar “preprotestantes” a saber, valdenses, wiclefitas, husitas, no
admite, desde luego, la existencia del purgatorio. No en balde, la chispa que
enciende la protesta de Lutero no es otra que el rechazo a un concepto que le es
tan vinculado como las indulgencias. A mayor abundamiento, el purgatorio se
halla escasamente documentado en la Escritura, única fuente que admite el
reformador alemán. Y por si ello fuera poco, las teorías protestantes de la
predestinación (sólo los predestinados se salvarán, y no en virtud de sus
méritos sino en virtud de los de Jesucristo), de la justificación por la fe (la
fe basta) y el frontal rechazo de los reformistas al sacramento penitencial, no
pueden llevar a otra conclusión.
El Concilio de Trento (1545-1563), como no podía ser de otra manera,
trata el problema, adoptando el siguiente decreto:
“Habiendo enseñado la Iglesia católica en los sagrados concilios y
recentísimamente en este sínodo ecuménico, adoctrinada del Espíritu Santo por
las Sagradas Escrituras y por la antigua tradición de los padres, que hay
purgatorio y que las almas retenidas allí son ayudadas por los sufragios de los
fieles pero sobre todo, por el sacrificio del altar digno de ser aceptado, el
Santo Sínodo manda a los obispos que procuren diligentemente que la sana
doctrina del purgatorio transmitida por los santos padres y los sagrados
concilios sea creída por los fieles cristianos, mantenida, practicada y enseñada
en todas partes”.
El Concilio Vaticano II (1962-1965), amén de ratificarse en la
doctrina de Florencia y Trento, se refiere al purgatorio en la Constitución
Lumen gentium con estas palabras:
&n bsp; “Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya
difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados. [...] Santo y saludable
es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus
pecados”.
Por lo que se refiere a la pena del fuego en el purgatorio, los
documentos oficiales de la Iglesia oscilan. Si bien sí es explícitamente citada
en la carta Sub catholicae professione del Papa Inocencio IV (1243-1254) y muy
recientemente, en la Profesión de fe de Pablo VI (1963-1978), no lo es en
cambio, en los textos que aprueban el II Concilio de Lyon (1254), el de
Florencia (1439), el de Trento (1545-1563) o el Vaticano II (1962-1965).
Una tendencia moderna tiende a restringir la pena del purgatorio al
dolor que produce la dilación en la visión de Dios. Precisamente en esta línea
han de ser entendidas las declaraciones bien recientes del Papa Benedicto XVI,
quien con su catequesis sobre las visiones del purgatorio de Santa Catalina de
Génova, dio lugar a esta serie, y con cuyas palabras en ella queremos
terminarla:
“El purgatorio no es un elemento de las entrañas de la Tierra, no es
un fuego exterior, sino interno. Es el fuego que purifica las almas en el camino
de la plena unión con Dios”.