Opinión  
¿De qué parte está Dios?
Autor: El País/Hispanidad
Fuente: Varios 18/10/01

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

José Álvarez Junco es catedrático de Historia de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX.


Una curiosa coincidencia se ha producido entre los dos dirigentes enfrentados en el actual conflicto bélico: tanto el presidente norteamericano George W. Bush como Osama Bin Laden están convencidos de tener a Dios de su lado. "Que Dios siga bendiciendo a América", fue como terminó Bush su comunicado del día en que ordenó iniciar los bombardeos.

"El Dios omnipotente ha golpeado América", dijo Bin Laden en el vídeo que fue hecho público en aquellas mismas horas. En términos negativos, se había expresado también la misma coincidencia ya el fatídico 11 de septiembre, cuando aún no se tenía idea de quiénes podían ser los autores de los atentados, y el presidente norteamericano no dudó en atribuírselos a Satán; Gran Satán había sido precisamente el nombre con que los fundamentalistas chiítas designaban a los Estados Unidos en los momentos álgidos de la fiebre revolucionaria iraní. Y como los seres sobrenaturales invocados por los líderes políticos han mantenido su habitual mutismo, sin quejarse de que su nombre sea usado en sentidos tan opuestos, quizá convenga puntualizar algunas cosas sobre estas referencias, tan desenvueltas, al orden divino/demoniaco.


La primera y más obvia reflexión es que esta similitud de puntos de vista entre los contendientes, en lugar de ser tranquilizadora, debería hacernos temer lo peor. Porque cuando se combate en nombre de Dios, o contra Satán, no hay límites morales. Todo es lícito, incluso eliminar físicamente a buena parte de nuestros congéneres, para salvar al resto de la humanidad del dominio del Maligno o para conducirla, de grado o por fuerza, a la bienaventuranza eterna.


Afortunadamente, por parte de los norteamericanos, no da la impresión de que estas referencias tengan mucha virtualidad operativa. Pese a la conocida vinculación que Max Weber estableció entre protestantismo y capitalismo, no parece que la clave última del dinamismo de aquella sociedad sea el convencimiento de que hay una vida sobrenatural que deba ser conquistada por medio de nuestra fe o nuestra actividad en este valle de lágrimas. Más bien parece que ocurre lo contrario: que la peculiaridad de los Estados Unidos ha sido siempre la libertad de creencias y la separación entre religión y autoridad política, que pactaron desde el momento de su desembarco aquellos pobres emigrantes huidos de la Europa de las guerras de religión. Según aquel convenant inicial, entre ellos no se impondría ninguna fe, sino sólo el respeto a unas normas jurídicas que hicieran posible la convivencia. Gracias a aquel clima de libertad, la religión mantuvo cierto prestigio y siguen vigentes hoy referencias convencionales a unas creencias muy genéricas, que las fuerzas políticas más conservadoras, bien representadas por el presidente actual, intentan reforzar. Pero aquella sociedad, paradigma (para bien y para mal) del mundo moderno, se basa en lo que llamamos una identidad cívica: no se es americano por tener determinado color de piel, ni cierta religión, ni aun por hablar inglés, sino por haber nacido o haberse nacionalizado en los Estados Unidos y respetar aquel marco jurídico.


En la época en que aquellos peregrinos protestantes estaban cruzando el Atlántico, la España de los Habsburgo era precisamente el ejemplo de la actitud opuesta: se optó por la unidad de creencias como garantía de la paz social. Y la Inquisición se encargó de eliminar todo rastro de disidencia respecto de la doctrina oficial. Gracias a ello puede que se evitaran las guerras de religión, que devastaron el norte de Europa, pero se pagó un altísimo coste: sumisión ciega a la verdad oficial, miedo al pensamiento libre, aislamiento frente a las innovaciones científicas; en definitiva, ignorancia y atraso.


Hoy parece evidente que los exclusivismos étnicos y religiosos no sólo no garantizan la paz social, sino que son fuentes potenciales de violencia. Nada hay menos adecuado para explicar el acto de vesania que ha enterrado a miles de personas entre los escombros del bajo Manhattan que el manido sermón sobre la anomia o la falta de valores éticos de la sociedad en que vivimos. Quienes lo han cometido no pueden ser descritos como individuos carentes de valores; por el contrario, eran gente animada por profundas creencias y dotada de una capacidad de sacrificio tan grande como para inmolar la propia vida por una causa que creían superior. Pero eran también seres convencidos de que las ideas pueden y deben defenderse por la violencia, de que tenían derecho a matar a quienes no se plegaran a su visión del mundo.


Ésa es precisamente la diferencia entre las sociedades basadas en la intolerancia y la homogeneidad étnica, y las sociedades basadas en la libertad, la multiplicidad cultural y el respeto cívico hacia quienes son diferentes por sus creencias, sus costumbres o su color de piel. Esta última es la idea fundamental de la sociedad liberal moderna: que ni hay verdades ni hay formas de ser oficiales; que cada cual es libre para conducirse con arreglo a sus gustos y principios, siempre que con ello no se interfiera en la libertad de los demás. Y es precisamente contra esta idea, contra la modernidad (que ellos, incapaces de manejarse con ideas abstractas, personifican en los americanos), contra lo que intentan defenderse con uñas y dientes clérigos fundamentalistas y creyentes en identidades esenciales y eternas.


Esta convivencia en libertad no es fácil de entender ni de practicar,especialmente cuando se parte de un mundo cultural ajeno a la tradición liberal. Si en España hay sectores de opinión que consideran aceptable matar para imponer las propias ideas, cómo explicar que el derecho de manifestación, por ejemplo, no significa que se pueda hacer la vida imposible a los demás para obligarles a oír nuestras quejas. Es algo que debiera enseñarse en las escuelas, con cargo al presupuesto público; porque el fomento de la convivencia pacífica es una de las funciones de los Gobiernos, que, en cambio, deben abstenerse de intervenir en cualquier debate doctrinal. El civismo es bueno y necesario para todos, mientras que las religiones o las identidades étnicas ni son comunes a todos ni son siempre buenas para la convivencia. Miren por dónde, la profesora de
religión despedida y las Torres Gemelas tienen algo que ver.




EDITORIAL

Hispanidad.

Crítica de la modernidad práctica.

¿De qué parte está Dios? Así titula el catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, José Álvarez Junco, un reciente artículo en el diario el País. Naturalmente, el punto de partida son las declaraciones de George Bush y de Ben Laden, ambos invocando, probablemente en vano, el nombre de Dios. El artículo es todo un alegato a favor de la modernidad, sólo que entendida "a lo postmoderno". La modernidad pretendía destruir la religión, la postmodernidad pretende orillarla, hacer que todo creyente parezca un lelo irracional. Leamos y reflexionemos: "Hoy parece evidente que los exclusivismos étnicos y religiosos no sólo no garantizan la paz social, sino que son fuentes potenciales de violencia". Muy cierto, sólo que no hoy, sino en cualquier época y lugar. Es lo que suele ocurrir con los exclusivismos, no con las razas ni con las religiones. Lo que ocurre es que, igual que la pertenencia a una etnia no presupone el desprecio de las demás, una convicción religiosa no presupone vapulear al contrario, e incluso puede exigir, como es el caso del Cristianismo, amarle por encima de la discrepancia.

Pero, naturalmente, desde esa premisa sólo se puede llegar a la siguiente conclusión: "Nada hay menos adecuado parar explicar el acto de vesania que ha enterrado a miles de personas bajo los escombros de Manhattan que el manido sermón sobre la anomia o la falta de valores éticos de la sociedad en que vivimos". Una forma fina de decir que todos los que creemos en unos valores, los que sean, somos culpables de los salvajes atentados contra la torres gemelas, (que tiene bemoles, la copla). Y esto, porque "quienes lo han cometido no pueden ser descritos como individuos carentes de valores; por el contrario eran gente animada por profundas creencias". Esto es genial. Es como afirmar que todos los esposos son responsables del criminal marido que degolló a su mujer en Málaga. En efecto, si no existieran matrimonios no existirían ni esposos ni mujeres y, por lo tanto, nadie degollaría a su cónyuge. A una mujer sí, pero no a su cónyuge. O como si todos los automovilistas fuéramos culpables del homicidio cometido por quien posee un carnet de conducir. Suprimidos los automóviles, ¿se suprimirían los homicidios? No, ciertamente, aunque sí para nuestro catedrático.

Y como hablamos de un académico de la modernidad, ha tenido a bien explicarnos la propuesta postmoderna, la "idea fundamental" de toda sociedad liberal moderna (así la califica): "Que ni hay verdades ni hay formas de ser oficiales; que cada cual es libre para conducirse con arreglo a sus gustos y principios (¿no habíamos quedado en que los principios eran la causa que llevaba a estrellar aviones contra rascacielos?) siempre que con ello no se interfiera en la libertad de los demás. Y es precisamente contra esta idea, contra la modernidad contra lo que intentan defenderse con uñas y dientes clérigos fundamentalistas y creyentes en identidades esenciales y eternas".

No se atreve a decirlo, pero casi: todos los creyentes, incluso todos aquellos que crean en identidades esenciales, somos clérigos fundamentalistas. Lo cierto es que también el señor Junco cree en una identidad esencial: la necesidad de respetar la libertad ajena. Y esto no es una quisicosa dialéctica, sino la contradicción inherente a todo el discurso modernista: Si nada es verdad ni nada es mentira, ya hay algo que sí es verdad y no es discutible: justamente eso. Y si todo es opinable ya hay algo que no es opinable: que todo es opinable. Y si mi libertad acaba donde empiezan la de los demás entonces debo reconocer que mi libertad es muy limitada y que debo ceder algo ante los demás. El modernismo renuncia a cualquier creencia o principio, y el postmodenismo considera que todos deben ser respetados... porque ninguno merece mucha atención. Con este bagaje probablemente evitaremos la revolución, pero no el hastío, el cementerio, es decir, la muerte del pensamiento. Sin juicios de valor, las universidades, donde trabaja el señor Junco, y la vida intelectual no tendría razón de ser.

Pero es que, además, nadie actúa en postmoderno. Puede quedar bonito formularlo en un artículo de opinión o en un ensayo (modernidad o postmodernidad teóricas) pero nadie puede vivir sin principios: la modernidad práctica sólo existe en teoría, porque el papel, ya lo dicen los contables, lo soporta todo. Y así, si el fundamentalismo islámico se personificara en un talibán con un turbante y armado de una cimitarra, el señor Junco se olvidaría de respetar la libertad de su agresor y le pegaría un tiro. Simplemente, consideraría que su derecho a defender su vida era un valor muy superior a todos los argumentos que su adversario utilizara para separarle la cabeza del tronco.

Lo que no entiende la modernidad es que hay principios buenos y principios o valores que constituyen auténticas majaderías, de la misma forma que no hay nada más salutífero que una almendra dulce ni nada más desagradable y dañino que una almendra amarga.

Así que, ¿de qué parte está Dios? Pues está de parte de la naturaleza humana, más que nada porque fue creada por él. Y creó una naturaleza dada, y no ninguna otra. Que los hombres discrepen sobre las condiciones de esa naturaleza no es culpa de Dios, sino del hombre, limitadito él.

Además, la experiencia dicta que sólo quien cree en algo respeta la creencias ajenas. Quien no cree en nada, sólo las desprecia. La modernidad no ofrece ningún sentido a la vida, e incurre en el mandamiento de Nietzsche: "Quien tiene un porque para vivir acaba encontrando el cómo" Ergo, quien niega cualquier porqué no vivirá: solo vegetará. Eso sí, no incurrirá en fanatismo hasta que su propia inanidad le saque de quicio.


Comentario de Vicente Oltra: Menos mal que algún buen periodista sale al encuentro de los despendolados de la inesperada mala copia que intentan de la Suma Teológica los de El País y sus chicos. secundados por el señor Magdalena.