Dawn Eden: Del sexo casual a la castidad
La
periodista Dawn Eden ha publicado el libro "The Thrill of the Chaste: Finding
Fulfillment While Keeping Your Clothes On" (La Emoción de la Castidad:
Encontrando Satisfacción con la Ropa Puesta), en el que sostiene que para la
mujer tiene mucho más sentido la castidad que el sexo casual. Una controvertida
periodista americana experta en música rock, y que por muchos años fue una
abanderada de la "revolución sexual", se ha convertido –tras abrazar la fe
católica– en una ferviente promotora de la castidad. Ella misma explica sus
razones en este siguiente artículo traducido al español por El Espectador de
Bogotá.
Un mantra de la generación de los sesenta era que todo debía ser gratis. Pero en
las reediciones del festival de Woodstock décadas después, los hippies ya
vendían como buhoneros el agua a US$5 la botella. El “amor libre”, sin embargo,
era todavía alentado al ritmo en que el Nuevo Establecimiento se aferraba a su
autoestima revolucionaria, mediante la promoción del sexo por el sexo como puro
placer sin consecuencias.
Hoy, ese dogma está siendo confrontado por una nueva contracultura —de mujeres
castas— que está derribando las puertas para protestar porque el sexo de los
buhoneros, como su agua, tiene en realidad un precio muy alto.
Pueden contarme entre esas hijas insatisfechas de la revolución sexual. Nací en
1968, como millones de otras niñas, en un mundo que alentaba a las mujeres a
explorar su sexualidad. Se nos presentaba casi como un acto feminista. Incluso,
la llamativa pregunta que sirvió de fundamento filosófico de la novela y
programa de televisión Sex and the City —¿Puede una mujer tener sexo como un
hombre?— no es más que una versión moderna de la misma pregunta que en 1962 hizo
Helen Gurley Brown en Sex and the Single Girl.
Era el amanecer de la revolución sexual, cuando los bolsos de las mujeres
comenzaron a cargar píldoras anticonceptivas al lado del Revlon Fire y el Ice
Lipstick. Brown, quien sería después editora de Cosmopolitan, se preguntaba
entonces si la mujer podía tener sexo libre sin consecuencias emocionales, y se
contestaba que sí porque “igual que el hombre, es una criatura sexual”.
Su aporte dio origen a millones de artículos sobre “100 nuevos trucos sexuales”
en las revistas femeninas. Y uno de los íconos feministas de la época, Germaine
Greer, habló con entusiasmo de que “los rockeros son importantes porque
desmitifican el sexo; lo aceptan como algo físico, y no son posesivos con sus
conquistas”.
La filosofía olorosa a patchouli de Greer sigue viva en las revistas modernas,
las series de televisión y las películas que dicen sin parar a las mujeres que
si no son felices teniendo sexo premarital es porque lo están haciendo mal. Más
que eso, las excepciones a la norma cultural —la pequeña minoría de mujeres que,
por varias y tristes razones, se sienten impulsadas a ser meros objetos
sexuales— son mostradas como el ideal platónico. Si rockeros, modelos, galanes
de la televisión y del cine y estrellas pop se pueden llevar a la cama a un
hombre diferente cada noche —y aparentan tener el mejor tiempo de sus vidas— con
seguridad usted, humilde lectora, puede ocasionalmente esconder sus valores
pasados de moda y follarse a un tipo al que acaba de conocer.
Sexo casual... y frecuente
El fruto de este aceptado estilo de vida de la mujer soltera es más semejante al
de un hábito de drogas que a un paradigma de los encuentros amorosos. En un
círculo vicioso, la mujer se siente sola porque no es amada y entonces tiene
sexo casual con hombres que no la aman.
Esa fue mi vida. Me gasté mis 20 y mis tempranos 30 buscando sexo premarital de
cualquier manera —anhelando el matrimonio pero buscando descansar en el placer
físico, la validación del ego y un respiro de la soledad. Como historiadora del
rock basada en Nueva York, colaborando para revistas como Mojo y Bilboard y
escribiendo las notas de los discos remasterizados, las oportunidades para
travesuras no tenían límite.
Me leí entonces I’m With the Band (‘Estoy con la banda’), de la super fanática
del rock Pamela Des Barres, y envidié su habilidad para beber todo lo deseable
de los rockeros —su buena figura, ingenio, creatividad y fama— sin que al
parecer perdiera nada en sus aventuras con ellos. Mi gran secreto era que, bajo
ese anhelo por tener una conexión amorosa, me aterrorizaba la intimidad.
Mostrarme vulnerable abría la puerta a la posibilidad de un rechazo. Desde ese
punto de vista, un músico de gira era mi compañero sexual ideal. Podía disfrutar
con él una suerte de vínculo temporal de cuento de hadas, sin tener que derribar
los muros que debía levantar para protegerme. El rechazo vendría cuando él
siguiera al siguiente pueblo, y a la siguiente mujer, —pero de alguna manera,
verlo venir me hacía sentir en control—. Estaba escogiendo, pensaba, el dolor
menor.
Pero en esa época de sexo casual, había un momento que aprendí a temer más que
cualquier otro. Me atemorizaba, no que el sexo fuera malo, sino que fuera bueno.
Si el sexo era bueno, incluso aunque en mi corazón sabía que la relación no iba
a funcionar, sentía de todos modos como si el acto me hubiera unido a mi
compañero sexual de una manera más profunda que antes. Está en la naturaleza del
sexo despertar emociones profundas dentro de nosotras —que no son bienvenidas
cuando uno está tratando de mantenerlas ligeras—.
En esas noches, el peor momento era cuando todo terminaba. De un momento a otro
me sentía sacudida de regreso a la tierra. Entonces me tiraba boca arriba y me
sentía despojada. Él podría seguir ahí, y si estaba de mucha suerte, se
recostaría a mi lado. Aun así, no podía dejar de sentir que el hechizo se había
roto. Podíamos frotarnos las narices, reírnos como bobos o quedarnos dormidos en
los brazos del otro pero sabía que era teatro, y él también. No estábamos
realmente intimando —todo había sido solo un juego—.
Los campeones de la revolución sexual son en esencia cínicos. Saben en sus
corazones que el sexo casual no hace felices a las mujeres —y por eso sienten la
necesidad de promocionarlo todo el tiempo—. El sexo que tuve, antes que
acercarme a la satisfacción personal y el matrimonio que buscaba, solo me había
vuelto menos capaz de alcanzar un matrimonio o siquiera una relación
comprometida. Sacrifiqué los que deberían haber sido los mejores años de mi
vida, por una mentira negra.
Si bien creo que hay que enseñarles a las jóvenes que deben reservar el sexo
para el matrimonio, hay un área en la que estoy de acuerdo con los opositores:
la abstinencia no significa nada a menos que uno entienda exactamente lo que es.
Y agregaría que para entender lo que es uno debe entender también lo que son el
sexo y el matrimonio, qué significan, cuál es su propósito.
Eso suena simple, pero mientras crecía yo tuve poca idea del significado y el
propósito del sexo y del matrimonio. Pensaba que el sexo era algo que uno hacía
para divertirse o si quería tener hijos (bueno, en esto último iba por buen
camino). El matrimonio, creía, significaba una autorización social para tener
sexo con una persona en particular. La gente casada debía tener sexo solamente
con su pareja porque... bueno, porque no era agradable poner cuernos, la
infidelidad podía llevar al divorcio y sabía que eso era doloroso.
Todas estas suposiciones se basaban en lo que había visto viviendo con mi madre
y, en menor grado, visitando a mi papá. Mis padres habían quedado heridos por el
fracaso de su propia unión y su amargura manchó la imagen del matrimonio que me
heredaron.
Como una quinceañera sin un fundamento moral que sostuviera mi decisión de
guardarle la virginidad a Mr. Right —diferente del temor a ser lastimada por Mr.
Wrong— me sentí libre de empujar el sobre. No, más que libre; me sentí con
autoridad para forzar las cosas, pues tenía resentimiento de que Dios —si
existía— no me hubiera enviado mi alma gemela. Me convertí en una de esas
vírgenes míticas que llegan a “todo, menos...” El nombre Lewinsky todavía no se
había vuelto un verbo, pero si hubiera existido, me imagino a los hombres
diciéndoselo en secreto a mis espaldas.
El placer por el placer
Cuando, a la edad de 23 años, finalmente me cansé de esperar y perdí mi
virginidad con un hombre al que no amaba, fue un gran acontecimiento para mí.
Aunque, mirándolo en retrospectiva, no fue en realidad tan significativo.
Cierto, mis aventuras se volvieron menos complicadas. Cuando hacía “todo,
menos...”, me preocupaba de tener que explicar por qué no quería seguir hasta el
final; una vez comencé a tener sexo, eso no era necesario. Pero en un sentido
más amplio, la pérdida de mi virginidad, lejos de constituirse en la frontera
entre el pasado y el presente, fue apenas un instante en mi continua degradación
sexual. El descenso había comenzado desde que comencé a buscar el placer por el
placer.
La filosofía hedonista que urge a los jóvenes ese tipo de comportamiento hace
daño tanto a los hombres como a las mujeres; pero es particularmente dañina para
la mujer, pues la presiona a subvertir sus más profundos deseos emocionales. He
probado esa filosofía —de que una mujer puede fornicar como un hombre— y no
funciona. No estamos hechas para eso. Las mujeres están hechas para un vínculo.
Por eso, por mucho que tratemos de convencernos de que no es así, el sexo
siempre nos dejará sientiéndonos vacías a no ser que estemos seguras de que
somos amadas, de que el acto es parte de una pintura mayor, de que somos amadas
por lo que somos y no solamente por nuestros cuerpos. A mí me tomó mucho tiempo
entenderlo.
Encuentro con la castidad
Ahora vivo un tipo de vida muy diferente. Todavía me encuentro de vez en cuando
con viejos amigos músicos, pero me veo más con coristas de iglesia. Mi decisión
de resistirme al sexo casual, de nuevo, estuvo influenciada por mi madre —aun
cuando no de la manera que ella hubiera querido—.
Cuando era una quinceañera, mi madre abandonó sus creencias en la Nueva Era por
el Cristianismo. Yo no tenía esos planes. Mi misión en la vida, como la veía,
era diferente —creativa, liberal, rebelde—.
Pero un día, en diciembre de 1995, estaba haciéndole una entrevista a Ben
Eshbach —líder de una banda de rock de Los Angeles llamada Sugarplastic— y le
pregunté qué estaba leyendo. Me contestó The Man Who Was Thursday (‘El hombre
que fue jueves’), de G.K. Chesterton. Lo conseguí por curiosidad y me dejó
cautivada. Pronto estaba consiguiendo lo que podía de Chesterton, comenzando por
Orthodoxy (Ortodoxia).
Me mantuve leyendo a Chesterton, incluso mientras continuaba con mi estilo de
vida libertino, hasta que una noche, en octubre de 1999, tuve una experiencia
hipnótica —de esas en las que una no sabe si está despierta o dormida—. Escuché
una voz de mujer que decía: “Algunas cosas no están para ser conocidas. Algunas
lo están para ser entendidas”. Me arrodillé y me puse a rezar —y eventualmente
entré a la Iglesia Católica—.
Una noche el año pasado salí a comer con un amigo, un encantador periodista
inglés con el que hubiera comenzado a salir si compartiera mi fe (no lo hacía) y
si estuviera interesado en casarse (tampoco). Me acribilló con preguntas sobre
la castidad, llegando hasta a sugerir que, ya que llevaba tanto tiempo
buscándolo, quizás no iba a encontrar al hombre que buscanba.
“No es así”, le respondí. “Mis posibilidades son mejores ahora que nunca antes,
porque antes de ser casta estaba buscando el amor en los lugares equivocados.
Apenas ahora es que estoy realmente preparada para el tipo de hombre que quiero
que sea mi esposo”.
“Puedo tener 38”, concluí, “pero en términos de búsqueda de marido, tengo apenas
22”.
Hasta aquí su artículo. Dawn Eden es actualmente editora del Daily News de Nueva
York, periódico que la contrató después de que su rival, el New York Post, la
despidiera por defender abiertamente sus convicciones cristianas. Ganó su
prestigio como periodista e historiadora del rock hace unos años, tiempo en el
que se acostaba con algunos de sus entrevistados. Esa transformación de
defensora y practicante del sexo libre a activista del celibato la llevó a la
fama en Estados Unidos, país que ahora debate el tema por la aparición de su
primer libro: ‘The Thrill of the Chaste: Finding Fulfillment While Keeping Your
Clothes On” (“La emoción de la castidad: encontrando satisfacción con su ropa
puesta”). Dawn Eden es un símbolo del movimiento que defiende la abstinencia
sexual, cuyos miembros usan un anillo de plata para indicar que son castos.
Tomado de:
www.unav.es/capellaniauniversitaria
http://www.infordeus.com