Autor: Padre Hugo Tagle


Dejarse moldear: La docilidad

La virtud de la docilidad nos regala la sencillez...

Virtudes cotidianas

La caña resulta ser más astuta que muchos árboles: no se quiebra con el viento, sino que se deja mecer por él, soportando su paso sin contratiempos. Para ello, se requiere tanta sabiduria como humildad, capacidad de considerar y aprovechar la experiencia y conocimientos que los demás tienen para no quebrarse ni agotarse de puro soberbio.

La docilidad regala sencillez, nos dispone a escuchar con atención, a considerar con detenimiento las sugerencias que nos hacen y a tomar decisiones más serenas y prudentes.
Podemos suponer que la docilidad nos convierte en personas inútiles, dependientes, influenciables, faltos de carácter y de decisión, pero cualquiera que desee aprender y desempeñarse satisfactoriamente en alguna disciplina o mejorar en su vida personal, se pone voluntariamente bajo la tutela de alguien, con el fin de progresar en un camino seguro. Asumir los errores, aceptar las quejas y c orrecciones, aunque nos cuesten y duelan, son signos de un alma joven, siempre moldeable y abierta a crecer. Ello es signo de juventud, apertura y tolerancia.

Lo importante es reconocer el mérito de esas personas con experiencia y habilidades personales. Quien se interesa por nosotros nos hará ver defectos y errores; pedirá una reacción que afecte a nuestra comodidad y pereza; sanamente criticará nuestro modo de ser, carácter y conducta, pero con el objetivo de lograr nuestra mejora y crecimiento personal.
Es curioso pensar que las personas menos dóciles, son aquellas que solicitan una mayor respuesta y disposición a las exigencias que proponen. La docilidad exige ejemplo, intercambio y disposición personal para lograr un beneficio mutuo.

El espíritu docil sabe considerar, atender y escuchar. Aprende a considerar todo lo que le sugieren aunque no necesariamente le guste. Concreta su buena disposición con acciones. Sabe obedecer y seguir indicaciones. La doc ilidad a la opinión ajena incrementa nuestra capacidad de adaptación a las nuevas exigencias y circunstancias que con relativa frecuencia se presentan; nos da la madurez para evitar empeñarnos en ser nuestros propios guías y jueces; se incrementa nuestro respeto y consideración por todas las personas. Por último, se es más feliz al ponerse en manos de los demás, generando confianza por la seguridad que brinda el que se allana a la crítica ajena.