Cuando Te Arrebatan lo Que Más Quieres y Aprecias
Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz)
Quizás la realidad más dura de aceptar en la vida es el hecho
inalterable de que todo lo que nos es precioso y muy querido, finalmente,
de un modo u otro, se nos arrebatará. Nuestros hijos crecen y dejan el
hogar, nuestros amigos se mudan y van a vivir a otro sitio, nuestros seres
queridos fallecen, nosotros vamos perdiendo la salud y, finalmente, también
morimos. Además, aun lo más precioso y querido de nuestra fe y de nuestros
valores sufre también de la misma manera: las cosas se modifican, los
pensamientos y sentimientos cambian, los fundamentos sólidos que antes nos
sujetaban sin posible agresión externa ceden, la duda se infiltra
sigilosamente, el fondo cae en vertical, y nosotros nos quedamos
preguntándonos en qué creemos verdaderamente y en qué podemos confiar
realmente.
Afortunadamente esto es sólo la mitad de la ecuación: Todo lo
que perdemos lo recuperamos finalmente,
y de una manera más profunda. Nuestros peques se vuelven estupendos adultos
que comienzan a cuidarnos, nuevos nudos de amistad se forman aun a distancia,
volvemos a conectar de una manera más profunda y permanente con nuestros seres
queridos difuntos ya, descubrimos algo más profundo y más permanente que la
salud física, la muerte nos abre hacia el infinito y el fondo de nuestras
antiguas creencias que se cuartea nos envía en caída libre a un lugar donde
aterrizamos en roca de fondo, dura, sobre una base tan segura que ya nunca más
podrá estremecerse de nuevo.
El diseño y modelo de esto lo vemos en la Escritura, en concreto en
la historia de la comunidad judía y del exilio en Babilonia. Éste es el
fondo:
Después de llegar a Palestina (“La Tierra Prometida”) fueron necesarias varias
generaciones para establecer el control de la tierra, para unir todas las
diferentes tribus en una sola nación y construir un templo en Jerusalén como
centro de culto. Los grandes reyes, David y Salomón, llevaron a cabo este
proyecto y el pueblo experimentó un gran sentido de seguridad, tanto política
como religiosa. Los israelitas se sentían fuertes, especialmente en el ámbito
religioso. Dios les había prometido una tierra, y ahora tenían una tierra;
Dios les había prometido un rey, ahora tenían ya un rey; y Dios les había
prometido un templo, y ahora tenían un templo. Percibieron ellos en esas tres
realidades -tierra, rey y templo-, una prueba segura de la existencia de Dios
y de la providencia de Dios en su favor. Las promesas de Dios se podían
verificar empíricamente.
Pero, precisamente cuando los israelitas se sentían más satisfechos por esa
seguridad, los Asirios irrumpieron y conquistaron la tierra, deportaron a
todos a Babilonia, mataron al rey y destruyeron el templo de modo que no quedó
piedra sobre piedra. Con eso -con la pérdida de la tierra, del rey y del
templo-, el hondón de su mundo cayó hecho añicos, religiosa y literalmente.
Todo lo que antes había fundamentado su seguridad se les había arrebatado y se
sintieron exiliados no sólo de su tierra madre, sino también de su Dios y de
su religión. Si la presencia de Dios se daba por segura gracias a la tierra,
al rey y al templo, y esto se les ha arrebatado, ¿dónde está Dios? ¿Cómo
continuar creyendo, confiando y viviendo con alegría, cuando se les ha
arrebatado todo lo que antes fundamentaba esas actitudes?
La respuesta de Dios fue ésta: Me encontraréis de nuevo, cuando me
busquéis de una manera más profunda, con todo vuestro corazón, con toda
vuestra mente y con toda vuestra alma. --- Dios nos da a nosotros hoy esa
misma respuesta, siempre que nos sintamos traicionados, huérfanos y
desorientados de esa misma manera.
Y ésta es la lección profunda: Con respecto a nuestra fe y a nuestros
valores, todo lo que no sea Dios, aunque sea siempre tan auténtico y
maravilloso, se nos arrebatará finalmente. ¿Por qué? Esas cosas no son
Dios. Podrían servirnos de modo maravilloso durante un tiempo como iconos,
pero, si asimos esos iconos demasiado fuerte o durante demasiado tiempo, se
convierten en ídolos de los que debemos liberarnos.
Esto es así hasta en lo más precioso para nosotros en el ámbito religioso –la
Escritura, los credos de nuestra fe, la Iglesia misma, los grandes santos, los
grandes mentores morales. Al fin, por muy maravillosos que sean, no son
dioses. Pueden resultar excelentes vehículos hacia Dios, iconos, como
presentaciones en “power point” sobre Dios, pero no son Dios, y siempre al
fin, de un modo u otro, va a ocurrir una sana acción iconoclasta; y esto lo
aprenderemos a través de penosa experiencia, no sin profundo dolor y
desilusión. Toda buena literatura espiritual, incluyendo la misma Escritura,
nos lo advierte claramente.
Los iconos nos ayudan a dirigirnos hacia Dios, mientras que los ídolos nos
ayudan a bloquear nuestro acceso a Dios. Un ídolo es simplemente un icono al
que nos hemos adherido con demasiada fuerza y por demasiado tiempo. Y así
se da una dinámica purificadora escrita en el DNA de la fe misma:
Recibimos ciertas gracias o dones a los que nos adherimos durante algún
tiempo, como un cierto lenguaje, ciertos rituales, ciertos credos y dogmas,
una determinada comprensión de nuestra fe, santos y santas como modelos,
literatura espiritual que nos nutre, y, no el menos importante, un cierto
sentido interior de confianza y seguridad de que todo eso es bueno, es
correcto, y es de alguna manera Dios.
Bien, esto es bueno por un tiempo. Pero llegará un día, normalmente ocasionado
por gran pérdida y sufrimiento profundos, en el que el fondo se desplome, nos
encaminemos a una caída libre en la que, por mucho que tratemos de asirnos, no
nos aguantaremos, hasta que por fin aterricemos en piso sólido, en roca
firme, en Dios mismo.