CUANDO DECIMOS "INFIERNO", ¿QUÉ

QUEREMOS DECIR?

 

 

A. Torres Queiruga

 

 

Como fe que busca entender, la teología no ha de arredrarse ante ningún tema, por

espinoso que parezca, sobre todo si ha producido o produce angustia o preocupación

en los creyentes. El Vaticano II supuso un cambio de perspectiva en muchos de estos

temas. El autor del presente artículo ha revisado algunos de ellos, como el de la

revelación (véase ST n.° 134 (1995) 102-108). Aquí plantea el problema del infierno

con una honestidad y un equilibrio ejemplares. El tema fue tratado ya en nuestra

revista por J.R. Sachs ("Escatología actual: la salvación universal y el problema del

infierno", ST n.° 124 (1992) 339-353). En ellos encontrará el creyente motivos para

profundizar en su fe en el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien dice el libro

de la Sabiduría (11,24): "Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has

hecho; si hubieras odiado alguna cosa no la habrías creado".

¿Qué queremos dicir cando dicimos inferno? Encrucillada, 19 (1995) 213-240

 

Cuestiones de método

Un problema inquietante

El infierno es un misterio oscuro. Su tratamiento se presta a todas las deformaciones

posibles y tiende a evocar los peores monstruos del inconsciente: por un lado, fuente de

escrúpulos y de angustias, y, por otro, socialmente, ha servido para esclavizar las

conciencias y para fortalecer el poder y legitimar la opresión.

En sí, visto desde el núcleo de la religión, es un tema secundario y colateral, un resto de

lo no logrado, la sombra de la salvación fracasada. Pero, de hecho, acaba movilizando

los resortes más hondos de la vivencia religiosa y pone en cuestión los fundamentos

mismos de la teología. A la simple evocación del infierno, la bondad divina y la libertad

humana, el sentido de la creación y el valor de la redención parecen quedar

cuestionados. Y, desde luego, ciertas afirmaciones tradicionales resultan ser tan

monstruosas, que, de ser ciertas, deslegitimarían la fe de manera radical. Para muchos,

un Dios capaz de crear y mantener ese infierno es como el paradigma de una crueldad

sádica e implacable. Otros se sintieron obligados a abandonar la fe, al no encontrar una

comprensión diferente, que fuera más honesta con Dios y más justa con la frágil

dignidad humana. Finalmente, otros vivieron largamente la dolo rosa experiencia de una

concepción tenebrosa del infierno que creían obligada en su literalidad. Ningún creyente

puede escapar a estos interrogantes.

En las presentes reflexiones intentaremos mantener dos características importantes. La

primera, ir a lo fundamental sin esquivar las dificultades, tratando de afrontar las

preguntas que verdaderamente interesan e intentando mantener en todo momento la

coherencia global de la fe. La segunda, el esfuerzo por proceder mayéuticamente,

desarrollando el problema desde dentro de sí mismo, huyendo de todo lo que pueda

aproximarse a un adoctrinamiento impuesto desde fuera, de manera que el lector pueda

ir controlando la validez de las razones y realizando por sí mismo las posibilidades de

una nueva comprensión.

 

Atención a los presupuestos

Algunos de estos presupuestos se refieren más directamente a los contenidos

fundamentales de la fe. Nos referimos ante todo a la nueva percepción de Dios como el

Abbá revelado por Jesús, que crea por amor y sólo piensa en nuestra salvación, que

perdona a todos de manera incondicional y busca únicamente la vida del pecador, que

no quiere ni siquiera permite el mal, sino que, situándose a nuestro lado, lucha

incansablemente contra él; el que, como el padre de la parábola, no piensa en el castigo,

sino que sale cada día al camino con el corazón triste y esperanzado.

Otros son de carácter más formal, los que se refieren sobre todo a la comprensión de la

revelación. Ya no como un dictado de verdades a tomar a la letra, sino como una larga

experiencia promovida por Dios, pero que tiene que ser siempre leída de nuevo en cada

momento histórico. Más en concreto, remiten a lo que técnicamente se llama

hermenéutica de los enunciados escatológicos, es decir, al modo de interpretar las

afirmacione s de la Biblia y de la tradición acerca del destino final del ser humano.

Por fortuna, la aceptación del carácter simbólico y no literal de todo el lenguaje sobre

las postrimerías constituye hoy una adquisición común de toda la teología responsable.

Ya Kant nos había precavido contra el "uso especulativo" de este tipo de afirmaciones,

insistiendo en que su sentido funciona sólo "dentro de una intención práctica", en cuanto

ayudan a orientar la vida y la conducta. De modo que sólo tienen sentido verdadero,

controlable y asimilable para nosotros, en cuanto ya ahora iluminan nuestra existencia

desde el significado de nuestro destino último.

Ello comporta riesgos: si una simple traducción resulta siempre problemática, cuánto

más cuando se trata de la trasposición de toda una trama simbólica, que afecta a las

raíces más hondas y más oscuras de nuestro ser. Pero es también nuestra oportunidad,

que nos permite no quedar anclados en la repetición de un pasado muerto, sino abrirnos

a la recreación auténtica de una exp eriencia que ha de ser tan actual como la reflejada en

los textos fundacionales, que hable a nuestra comprensión y siga alimentando las

posibilidades de la vida y de la historia. Se nos pide, pues, con idéntica fuerza, un

tratamiento responsable y una reflexión libre.

 

Lo intolerable en el tratamiento del infierno

Sin intentar juzgar el pasado al hablar de intolerable, nos referimos ante todo a lo que

hoy no debe ser afirmado por una teología honesta con Dios ni anunciado por una

predicación respetuosa con la dignidad de los fieles.

 

No castigo, sino tragedia para Dios

Empezamos afirmando que de ningún modo resulta ya lícito hablar del infierno como

castigo por parte de Dios y, mucho menos aún, como venganza. Convertiríamos así a

Dios en un ser interesado que castiga a quien no le rinde el debido servicio, o en un juez

implacable que persigue al culpable por toda una eternidad; y, en definitiva, en un tirano

injusto, que crea sin permiso y no da más alternativa que servirlo o exponerse a su ira y

que castiga con penas infinitas fallos de creaturas radicalmente débiles y limitadas.

Si recuperamos el sentido genuino de la experiencia cristiana desde la intuición de un

Dios que crea por amor, de un Dios a quien Jesús nos lo descubre como Padre y como

amor (1Jn 4,8.16), en la condenación -sea lo que sea- de cualquier hombre o mujer sólo

cabe ver algo que Dios no desea, que no quiere, que no impone, sino algo que él padece,

algo que él sufre, algo que él no puede evitar. ¿Cómo podría ser de otro modo, si crea

únicamente por nosotros y para nosotros, para comunicarnos su amor y su salvación,

buscando nuestra realización y nuestra felicidad?

 

Entristece ver que algo tan obvio pueda quedar recubierto por lógicas extrañas al

Evangelio o por simples rutinas del pensamiento. A pesar de aquellos pasajes que

hablan de castigo, de gehenna o de las tinieblas (que en realidad para una lectura crítica

del NT son muy pocos y en directa contradicción con otros), el eje central de la

experiencia bíblica -a cuya luz deben ser leídos- es que todo lo que Dios hace o

manifiesta va exclusivamente dirigido a la salvación. Basta ver la actitud de Jesús con

los pecadores o, sencillamente, leer con corazón limpio la parábola del hijo pródigo. O,

si lo queremos ver más explícitamente, examinar las palabras de san Pablo cuando

intenta describir el núcleo de la actitud divina ante el destino humano: "¿Cabe decir

más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquél que no escatimó

a su propio Hijo ¿cómo no va a dárnoslo todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de

Dios? Si Dios es el que perdona, ¿quién los va a condenar? ¿Acaso Cristo Jesús, el que

murió, o mejor, el que resucitó, el que está a la derecha de Dios e intercede por

nosotros?" (Rm 8,31-34).

 

No exagera Urs von Balthasar, sino que expresa la dinámica más fina y sensible de la

actitud de Dios cuando califica de "trágica" la situación: "Trágica no sólo para el

hombre, sino para Dios mismo, que está obligado a tener que juzgar allí donde quería

salvar. De esta manera el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el amor de

Dios aparece como una derrota de Dios, que fracasa en su propia obra de salvación". Y

el autor añade: "Este aspecto del juicio debe quedar patente a partir de los escritos

neotestamentarios: no como punto final, sino como un punto de partida para una

reflexión más profunda".

 

Contra el abuso moralizante

Este punto de partida deslegitimiza de raíz toda falsa moralización del infierno,

tentación fácil y comprensible. Históricamente, muchas veces el infierno ha funcionado

como factor de moralización. La buena intención de los predicadores, que alertaban

sobre el riesgo constitutivo que para la existencia humana suponía el posible mal uso de

la libertad, se pervierte cuando este riesgo interno de la libertad humana se convierte en

amenaza externa, utilizando a Dios como simple instrumento (identificándole con esa

amenaza o evocando su poder y su justicia para reforzarla). Y se comprende bien el

horror en que se puede incurrir cuando de manera expresa se instrumentaliza el miedo al

castigo de Dios para controlar las conciencias, reforzar una educación autoritaria,

reafirmar el poder o poner las instituciones a cubierto de la crítica. Muchas acusaciones

hechas en la modernidad contra el cristianismo resultan muc ho más cristianas que esas

actitudes fomentadoras de una pastoral del miedo, que no sólo lleva al fracaso o al

ateísmo, sino que paraliza el auténtico progreso moral. En nombre de una falsa imagen

de Dios, se estorba la auténtica realización de su bondad creadora. La conclusión de A.

Tornos debe ser tomada con toda seriedad: "Habría, pues, tras las representaciones del infierno una psicología enferma, una sociedad hipócrita y una cosmología degradante.

Esta estimación repercute en muchas tomas de postura ne gativas frente a la fe de la

Iglesia histórica y frente a la fe en la Iglesia de Cristo. Ante tales valoraciones, la

teología no puede callar ni evadirse ni acorazarse tras pronunciamientos ambiguos,

puesto que tiene como uno de sus objetivos prioritarios aportar claridad respecto a

semejantes tomas de postura".

 

Contra las lógicas del horror

No podemos dejarnos arrastrar por la lógica de los fantasmas de la imaginación. Los

textos primitivos del cristianismo son a este respecto de una notable austeridad, que en

el peor de los casos no pasó de algunas metáforas, duras, pero simplemente alusivas a lo

terrible que resulta colocarse fuera de la salvación. La abundante imaginería que fue

llegando a lo largo de la historia vino desde fuera: de Platón, de cierta apocalíptica, de

Virgilio... El infierno fue así perdiendo su carácter de advertencia existencial, de recia y

severa, pero digna, llamada a la autenticidad, para solidificarse en una realidad

monstruosa y alienante, hasta llegar a constituir "el terror de generaciones de creyentes".

La imaginación, uncida a los estratos más oscuros del inconsciente colectivo y

manipulable por los intereses del poder, acabó siendo devorada, al menos en parte, por

la lógica del resentimiento: tal fue la gran acusación de Nietzsche, que después de él se

convirtió en uno de los tópicos más eficaces de la polémica antirreligiosa.

Suele citarse, como ejemplo típico, un texto de Tertuliano, verdaderamente tremendo:

"¡Qué espectáculo más grandioso! ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas

me reiré! ¡Aquello será una gozada! ¡Allí exultaré, contemplando cómo tantos y tan

grandes reyes, de los que se decía que fueron recibidos en el cielo, gimen en las

profundas tinieblas con el mismo Júpiter y con sus propios testigos! ¡Tambié n a los

gobernantes que nos han perseguido (... ) ! ¡Viendo además cómo aquellos grandes

filósofos se llenan de rubor (...)! La visión de tales espectáculos, la posibilidad de que te

alegres de tales cosas, ¿qué pretor o cónsul o cuestor o sacerdote podrá ofrecerla por

mucha generosidad que tenga?" (De spectaculis 30)

En el ambiente de persecución religiosa en que vivía el apologeta, un texto semejante

puede merecer una cierta comprensión. Pero, fuera de él, se presta - y se prestó- a graves

trampas psicoanalíticas. Y es posible que la misma teología sistemática no quedase

inmune de esta contaminación.

Pero fue, sobre todo, una lógica juridicista y objetivarte la que causó más estragos.

Incluso en un autor tan austero como Tomás de Aquino no deja de asombrarnos que sea

la "justicia vindicativa" el eje principal de sus razonamientos y que, en consecuencia,

Dios sea el agente causal de la condenación. Y menos mal que se nos advierte que "Dios

no se deleita en las penas de los condenados, sino que se deleita en el orden de su

justicia, que las exige" (Suma teológica, 1/2, q.87, a.4). Pero, para una sensibilidad

normal y más todavía para una sensibilidad educada en el perdón sin límites, en el amor

incondicional y en la ternura infinita del Dios cristiano, resulta literalmente increíble

esta asombrosa afirmación: "...a los bienaventurados no se les debe sustraer nada que

pertenezca a la perfección de su bienaventuranza. Pero cada cosa se conoce mejor por la

comparación con su contrario. Y, por eso, a fin de que la bienaventuranza de los santos les complazca más y den por ella abundantes gracias a Dios, se les concede que

contemplen con toda nitidez las penas de los impíos" (ib. q.94, a. l).

Para ser justos con el gran teólogo, conviene tener en cuenta el peculiar sentido

medieval del honor y de la justicia y el hecho de que se encontraba en la tradición una

serie de textos que insistían en esta idea. Este fenómeno, que debemos recordar en toda

su crudeza, encierra una lección: la lógica no es inocente, y, entonces, una mala lógica -

una auténtica lógica infernal- torció las más elementales evidencias evangélicas,

convirtiendo en horrible monumento a la más fría justicia, algo misterioso, pero que

sólo quería ser una llamada saludable y que, en todo caso, constituía una tragedia para

Dios. Una teología que no supo mantener la lógica del amor acabó construyendo "la

máquina más implacable, más completa y más desesperanzadora, de triturar a los

malvados que el genio humano hubiese podido inventar".

Más cercana a una genuina experiencia cristiana está la sentencia atribuida a Orígenes:

"Cristo permanece en la cruz, mientras un solo pecador quede en el infierno". Con su

aire metafórico, obedece a una lógica más justa y apunta mucho mejor al mismo

corazón de la verdad. Que haya mantenido una presencia muy apreciable en la tradición

indica que nunca las deformaciones pudieron acabar con la intuición fundamental: el

amor solidario y entregado de Dios.

 

Lo que de verdad sabemos

El infierno es la no-salvación

Parece poco lo que dice este título, pero, en realidad constituye lo que podemos saber

con la mayor exactitud y la más segura firmeza. El infierno es negatividad. Esto

significa que sólo tolera de verdad un discurso negativo. Deberíamos decir: el infierno

no es. Porque de lo que la revelación habla, de lo que verdaderamente quiere hablar es

de la salvación: ésta reúne toda la intención de Dios en la creación y constituye toda su

acción en la historia humana. De ahí que, por contraste, la salvación es la que nos dice

lo único seguro acerca de la condenación: el infierno es lo que Dios no quiere, aquello

que nunca debería ser.

Este resultado puede parecer precario. Pero, en cuanto negación determinada, ofrece un

principio interpretativo fundamental en la doble valencia indicada: nos advierte de

desviaciones posibles y propicia una orientación aceptable. En concreto, hace brillar con

toda su fuerza la evidencia de que el infierno no puede ser considerado, de ninguna

manera y bajo ningún pretexto, como una acción positiva de Dios, como un castigo que

él inflige. El infierno aparece así como la culminación del mal, como su rostro último y

definitivo, como el paroxismo de su carácter autodestructivo. El infierno está siempre al

otro lado de Dios, como lo que él no quiere y contra lo que él combate. Está contra Dios

en la misma medida en que está contra el hombre.

En segundo lugar, subraya el carácter terrible de la condenación. Lo terriblemente duro

del infierno, lo verdaderamente trágico, está en la pérdida que supone, pérdida que se

mide por la grandeza de lo perdido: la salvación. Hasta el punto de que, al hablar del

infierno, estamos, en realidad, hablando de nuestro modo de comprender la salvación. Una comprensión extrínseca, juridicista y heterónoma le tiene únicamente miedo al

castigo, pero por ello mismo demuestra que no sabe lo que es la salvación.

 

El infierno, en nosotros, al otro lado de Dios

Esta afirmación constituye una consecuencia evidente y debe mantenerse como

principio fundante de toda la reflexión. Dios crea por amor y para la salvación; el

infierno -sea lo que sea-, es lo que no se logra de este propósito, algo que le duele como

el mal último de sus criaturas, algo que Dios no puede evitar. No es Dios quien condena,

sino que es el pecador el que se condena a sí mismo. Por eso no es casual que, cuando

con la Ilustración se eleva el nivel de la conciencia crítica, esta idea pase al primer

plano. Ya el joven Leibniz la presenta con toda la fuerza afirmando que es el condenado

quien quiere seguir obstinado contra Dios, de ma nera que está siempre haciendo

comenzar el infierno. De hecho, el modelo de las penas vindicativas, y por lo tanto del

infierno como castigo, tuvo su crisis definitiva en esta época, pues no se puede ignorar

la nueva exigencia que se impone a partir de Kant: toda actuación por amor al premio o

por miedo al castigo corrompe la moralidad en su misma raíz.

Este enfoque pudo ser considerado durante un tiempo como una amenaza para la fe. En

realidad, pertenece al más profundo y auténtico proceso de su actualización, puesto que

sitúa la posible inteligibilidad del infierno en su lugar natural: en la experiencia actual

de la libertad en cuanto constitutivamente amenazada por un posible mal uso de la

misma. Es la misma libertad, sólo ella, la que puede crear la propia perdición. Ahí

radica su riesgo, pero también su grandeza. Afortunadamente, no es verdad que el

infierno sean los otros. Los otros podrán herir, hacer daño, pero no pueden llegar allí

donde cada uno decide su destino: nadie puede suplantar la libertad.

Con lo cual aparece con toda claridad otro aspecto importante: el inquebrantable

enraizamiento en la experiencia actual de cuanto resulta posible decir acerca del

infierno. Ya ahora podemos experimentar un anticipo de su realidad en la amenaza que

supone en nosotros el mal uso actual de la libertad, en la frustración de posibilidades

genuinas, en la corrupción de la autenticidad, en la vida mala, perdida, condenada. El

verdadero infierno en la tierra acontece en la medida en que un ser experimenta a sí

mismo como torciendo la propia vida, frustrando la propia existencia y corrompiendo a

su alrededor el orden de la historia o de la creación. En esa exacta medida anticipa y

conoce de algún modo aquello que intenta mencionar esa terrible posibilidad llamada

condenación. Algo muy vivo en determinados casos extremos, como cuando en algunas

descripciones de Dostoievski las tendencias más tenebrosas se apoderan de un ser: "Con

semejante infierno en el pecho, ¿cómo es posible vivir?", exclama Iván en Los

hermanos Karamazov.

Pero, para fortuna nuestra, mientras haya una chispa de libertad, todo permanece

provisorio y siempre resulta posible la otra posibilidad: la salvación. En Crimen y

castigo, Raskolnikov revive iluminado por el amor de Sonia, y para Iván Karamazov la

presencia de Aliosha es siempre un reflejo de la salvación posible. Por eso el infierno

todavía no es mientras duran la vida y la historia: está sólo como amenaza. Y las

palabras que expresan esta amenaza sólo pueden ser interpretadas en este preciso

sentido, tomándolas única y exclusivamente así: no como un lenguaje descriptivo que alimente los peores fantasmas de la imaginación, sino como lenguaje performativo que

llame a una más íntima autenticidad y suscite responsabilidad y esperanza.

Esta idea, subrayada por Urs von B althasar quien, a su vez, se inspira en K. Barth,

estaba ya presente de manera expresa en Kant, cuando avisaba que estas proposiciones

sólo se podían usar "con intención práctica, en el sentido de cómo ha de juzgarse cada

hombre a sí mismo (aunque no está autorizado para juzgar a otros)".

 

Lo definitivo: ¿qué se revela acerca del infierno?

Las últimas observaciones devuelven la reflexión a las consideraciones hermenéuticas

del principio. La revelación no pretende ser un reportaje del má s allá: lo que en ella se

dice responde a la captación de lo que Dios está siempre intentando manifestar, no por

medios externos -no existen altavoces celestiales-, sino desde dentro: en y a través del

modo de ser de todos y cada uno de nosotros. Captación lograda en un largo proceso por

mediadores inspirados, pero al fin y al cabo hechos del mismo barro que nosotros: son

los primeros en captar, pero captan lo mismo que a todos se nos está intentando decir y

lo captan con una objetividad no distinta de la nuestra. Una vez nos lo han dicho -

gracias al efecto mayéutico de su palabra- no sólo podemos, sino que debemos descubrir

por nosotros mismos la verdad de lo revelado: debemos verificarlo, es decir, hacerlo

verdadero en la propia vida (no repetir simples fórmulas o vivir de memoria la religión).

Aquello a lo que se refiere todo hablar acerca de la condenación, lo podemos sintetizar

en los trazos siguientes:

a) Por su carácter más esencial, el infierno es algo negativo, lo opuesto a lo que única y

exclusivamente interesa. Es la no-salvación, como posibilidad inscrita en la libertad

humana, tal como la experimentamos en su fragilidad y en su capacidad de malicia y

frustración.

b) Lo cual implica que el infierno es, ante todo y sobre todo, lo que Dios no quiere, lo

que desde la libertad humana frustra sus planes de salvación. Nunca, pues, debe ser

interpretado como una acción positiva de Dios, como un castigo y, menos aún -so pena

de incurrir en blasfemia-, como una venganza.

c) En consecuencia, el infierno procede siempre de nuestro lado, de la limitación o

malicia de la propia libertad: sea lo que sea, significa algo que, de llegar a realizarse, es

porque nosotros lo escogemos. Por eso ya ahora se puede anticipar en una existencia

torcida, entregada a la frustración y al vacío, como anticipo parcial de lo que un día

puede ser su manifestación plena.

d) Sólo en este sentido se nos habla del infierno en la revelación y sólo en ese sentido

podemos saber algo de él: como llamada a no frustrar la salvación, convirtiéndola en

conciencia de nuestra fragilidad y en fuerza cara a la autenticidad.

e) A nivel objetivo nada más sabemos de esa posibilidad, fuera de su carácter terrible.

Carácter que podemos intuir, no por los sueños monstruosos de una razón que,

subyugada por los fantasmas de la imaginación, se entrega a una lógica infernal, sino

como el contrapolo de lo que perdemos: la inmensa grandeza y plenitud que se nos

anuncia en la promesa viva de la salvación. Podemos afirmar que a esto se reduce lo fundamental,

lo que interesa con seriedad definitiva, lo que es suficiente para de verdad orientar la vida

cara a la salvación.

Cuando se leen desde una hermenéutica apropiada -que no busca información

objetivante, sino orientación existencial-, ni las palabras de la Biblia ni las declaraciones

del magisterio ni las reflexiones de la tradición imponen aceptar otra cosa. No podemos

sacar consecuencias informativas de un lenguaje que se mueve sobre todo en el nivel

pragmático de interpelación moral y de llamada a la acción correcta.

 

Lo que cabe conjeturar: tres posibilidades

Con toda probabilidad, lo mejor y más prudente sería detenernos aquí. Pero las

preguntas, una vez planteadas, no se las puede esquivar. Y son muchas las que la

historia ha suscitado en este punto. Debemos, pues, afrontarlas. Ahora se trata de

analizar, sólo conjeturalmente, las principales posibilidades de concretar nuestro saber

acerca del infierno, intentando lograr una visión que guarde la mayor coherencia posible

con el amor salvador de Dios y con la dignidad de la persona humana.

 

El infierno como autocondena

Hasta ahora es la interpretación más común entre los teólogos. Tiene el gran mérito de

reconocer la necesidad de una nueva visión, ajena a la lógica punitiva, juridicista y

objetivante, y de responder a la nueva conciencia de la modernidad acerca del valor de

la libertad y de la autonomía humanas. Salva valores fundamentales e irrenunciables:

Dios aparece como salvador, que sólo quiere salvar; al mismo tiempo, los hombres y

mujeres son respetados en su dignidad de sujetos responsables, que escogen y deciden

su destino; el infierno aparece así como obra de la libertad humana; incluso, excluyendo

toda idea de venganza, se mantiene una lógica de la justicia.

Las dificultades vienen por dos motivos principales. El primero es la eternidad de la

condena. Este motivo posee ciertamente un indudable fundamento teológico, pero

también una fuerte carga psicológica: una parte de la humanidad condenada para

siempre representa algo que parece insoportable. ¿Podrían los bienaventurados ser

felices sabiendo que existen personas condenadas para siempre? Por otro lado, toda una

línea de pensamiento en la Escritura apunta a una reconciliación final y definitiva, en la

cual "Dios será todo en todos" (1 Co 15,28): tal es el fundamento, siempre latente,

inamovible, que, desde Orígenes hasta un Barth o un Urs von Balthasar, hace pensar en

la posibilidad de la apocatástasis.

El segundo motivo es más fuerte. En el fondo de esta interpretación está latente un

presupuesto que no se cuestiona y que parece obvio: la inmortalidad natural del alma

humana. A nivel filosófico resulta muy difícil comprender cómo un ser que nace no va a

estar destinado naturalmente a la muerte. Sólo por causa del amor poderoso de Dios

cabe conjeturar la posibilidad de que el hombre supere este destino: en la Biblia la

inmortalidad es siempre un don de Dios. Y entonces una inmortalidad para la

condenación (que Dios se la otorgara a alguien sólo para que sufriese) resulta, si no

estrictamente contradictoria, al menos muy difícil de comprender. Parece, pues, mejor

buscar otros intentos de interpretación.

 

El infierno como muerte definitiva

Si la vida eterna es un don, quien no lo acepte queda privado de él, no se salva, muere.

Y, desde luego, difícilmente se puede negar que esta consecuencia no se sitúe en la línea

más íntima de todo el dinamismo de la visión bíblica. Desde el principio al final aparece

la alternativa: la vida o la 'muerte. "Pongo delante de ti la vida y la muerte" (Dt 30,19;

véase 30,15-20; 1, 2628). Y en la carta a los Romanos: "Pues el pecado paga con

muerte, mientras que Dios regala vida eterna por medio de Cristo Jesús nuestro Señor"

(Rm 6,23).

En idéntica dirección va todo el pensamiento acerca de la resurrección. Esta aparece,

fundamental y prioritariamente, para explicar y compensar la muerte violenta de los

justos (Macabeos, Daniel) y también como intuición de la imposibilidad de que la

muerte pueda romper definitivamente la unión con Yahvé (por ej., Sal 73). En el NT

resulta todavía más claro: la noción de resurrección está enteramente condicionada por

la concepción de que la vida (y la vuelta a la vida) es una bendición incomparable (Mt

16,26), y entonces no es lógico hablar de la resurrección a propósito de los pecadores.

(La resurrecció n de los pecadores sólo se menciona en Jn 5,28 y en Hch 24,15).

La idea de salvación va igualmente por este camino. El intentar pensar con todas sus

consecuencias la experiencia cristiana de la salvación me llevó, ya en 1977, a sacar esta

conclusión: "Dios anuncia y realiza la salvación. De la condenación no sabemos más

que el hecho puramente negativo de que ella es la no-salvación..., la negatividad total: a

ese ser impotente y mortal que es el hombre, Dios le ofrece la gracia infinita de la vida:

aceptarla es la salvación, vivir para siempre; no aceptarla, es la condenación, morir". Y

aseguraba también la legitimidad cristiana del razonamiento: "Y no se tema que pensar

así llevaría a "aguar" el cristianismo. Solamente una concepción mezquina del valor de

la existencia y de la salvación, solamente la trágica miopía de quien no llega a

percatarse de lo irreparable e inmenso que es exponerse a perder la Vida, podría sacar

una conclusión de este estilo. Unamuno, que sabía algo de las verdaderas angustias del

hombre, llegó a decir: "Prefiero el fuego eterno del infierno al frío absoluto de la

nada"". Después pude comprobar que esta idea tenía una muy fuerte presencia en la

tradición. Vale la pena expresar esta opinión con las palabras de J.L. Borges: "Dos

argumentos importantes hay para invalidar esa eternidad... La inmortalidad no es

atributo de la naturaleza humana caída, es don de Dios en Cristo: no puede ser

movilizada contra el mismo individuo a quien se le otorga (...). El infierno, según esa

piadosa teoría, es el nombre humano blasfematorio del olvido de Dios".

En nuestros días esta teoría se va extendiendo con fuerza. Ch. Duquoc, aunque sólo

como una hipótesis, la expuso con fuerza en 1984. A. Tornos le ha dedicado una honda

atención, esforzándose sobre todo en elaborar el contexto hermenéutico en que deben

ser leídos hoy los datos tradicionales. E. Schillebeeckx, con modestia ("como la

solución cristiana más plausible"), pero con fuerza de convicción afirma: "los

condenados ya no son, y no pueden tener ni siquiera noción de la dicha de la que gozan

los buenos. Pero no existe un reino infernal de las sombras junto al reino eternamente

feliz de Dios".

Nadie puede acusar esa teoría de poner en peligro los datos fundamentales de la fe, sino

que más bien ofrece de ella una visión coherente, al tiempo que preserva el respeto

debido a la dignidad de la persona humana. Durante un tiempo me pareció la solución más plausible, pero hoy pienso en la posibilidad de ir un poco más allá, tal como

pretende la tercera opción.

 

El infierno como condenación de lo que es malo en cada uno

Explicación de esta opción. Muy difícil resultaba pensar en una existencia de tormento

eterno y aceptar que una libertad finita y, por tanto, condicionada, tuviera una opción

tan absoluta que la llevara a escoger la nada. La tercera opción sería ésta: la libertad es

algo muy serio y tiene consecuencias graves, incluso definitivamente graves y terribles,

pero no llevan al absoluto negativo de la nada. De este modo, conjugando los dos polos

-un Dios que lo quiere hacer todo para salvar; una libertad que sólo es limitada-, se

puede llegar a una consecuencia intermedia: Dios salva todo cuanto puede, todo cuanto

la libertad finita le permite. Es decir, Dios salva aquel resto de bondad que parece no

poder quedar nunca anulado por ninguna acción mala. Habría condenación real y

definitiva, pues se pierde todo aquello que no se le permitió salvar a Dios; pero

desaparecería la desproporción, que parece intolerable, entre lo finito de la culpa y lo

infinito de las consecuencias.

La visión final de Dios todo en todos recuperaría así toda su gloria objetiva y toda su

positividad subjetiva, y en ella la desigualdad real no sería impedimento: asumida en la

gratitud reconocida y en la comunión sin rivalidades, sería para cada uno la medida total

de su felicidad. Ya lo dijo San Pablo hablando de la resurrección: "Tampoco las

estrellas brillan todas lo mismo" (1 Co 15,41), sin que eso mengüe en nada la gloria ni

la felicidad de la última plenitud. Intentamos ahora aclarar algo los problemas de

detalle.

Real, pero no total. El nudo de la cuestión está en la trascendencia decisiva de la

libertad, que representa, sin duda, a pesar de su fragilidad, el constitutivo más

fundamental de la personalidad humana. Algo en lo que insistió siempre K. Rahner,

hasta el punto de que -no sin ciertas vacilaciones- era lo que -para él- explicaba la

posibilidad de la condenación total. Pero, ¿puede una libertad finita llegar a disponer

totalmente de sí misma? ¿Puede hacerse tan totalmente mala que no quede nada bueno

en ella? El mismo Rahner alertaba, de manera muy clara, que "debajo del crimen

aparentemente más grande puede a veces no ocultarse nada, por tratarse sólo de un

fenómeno propio de una situación que todavía no es personal". Ahí es, justamente,

donde no resulta imposible intuir el esbozo de la tercera posibilidad: la de que el no de

la libertad humana a la salvación de Dios sea real sin ser total, sea rechazo terrible y

destructivo sin llegar a la anulación: sea condenación real y verdadera sin aniquilar el

resto de bondad que existe en toda persona.

Tony de Mello, con su incomparable capacidad de fabulación parabólica, decía que "las

ovejas y los cabritos" del juicio final no se referían a dos clases de personas, sino a dos

realidades dentro de cada persona. Se salvará, pues, lo bueno que hay en cada uno, y se

perderá, anulándose, lo malo. Según pude aprender más tarde de Urs von Balthasar, esta

idea ya la habría expuesto san Ambrosio: "idem homo et salvatur ex parte, et

condemnatur ex parte" (la misma persona se salva en parte y se condena en parte). Y el

mismo Balthasar lo explica con palabras de A. Von Speyr: "Cada pecador escuchará las

dos palabras: "apártate de mí al fuego eterno" y "venid, benditos de mi Padre"".

Recientemente ha adoptado también esta teoría J. Elluin (Quel enfer?, París 1994). Juan Luis Segundo, pensador agudo que sintoniza muy bien con Rahner, estima que "la

seriedad mortal" de la libertad no implica "la posibilidad de opción por el mal absoluto

por parte del hombre". Y no sólo porque, como el propio Rahner afirma a propósito del

concepto teológico de concupiscencia, la libertad humana no es capaz de personalizar

todo lo que hay en la naturaleza de no transparente y moldeable por ella. Sino también

porque, como enseña Pablo en un conocido texto, en todos hay algo que salvar: "Si la

obra de uno se quema, perderá la paga: él sí saldrá con vida, pero como quien escapa de

la quema" (1Co 3,15).

Su raigambre en la tradición. Lo cierto es que este modo de ver, pese a ser minoritario,

no estuvo nunca ausente de la tradición. Basta recordar la doctrina de la apocatástasis o

"restauración de todas las cosas por Cristo" (Hch 3,21). Orígenes fue su gran defensor,

seguido por Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Dídimo el Ciego, Evagrio Póntico,

Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia, quizás Juan Crisóstomo. El rechazo oficial

cortó el movimiento, pero aparecerá más tarde en Escoto Erígena, Amalrico de Bene,

los Hermanos y Hermanas del Libre Espíritu y los anabaptistas. A partir de la

Ilustración, aunque de ordinario con un cierto aire esotérico, fueron muchas las

personalidades teológicas que defendieron la idea o simpatizaron con ella: F.

Schleiermacher fue acaso el más influyente. En la teología contemporánea K. Barth y

Urs von Balthasar le confirieron una matizada pero fuerte presencia. Desde la filosofía

de la religión - muy marcada por el diálogo con las religiones no cristianas- se les junta

John Hick, con un pensamiento que logra cada vez mayor eco.

La fuerza de esta postura, que la convierte en una raíz que nunca pierde su arraigo y que

siempre está dispuesta a rebrotar, reside, por un lado, en la percepción del poder de la

gracia de Dios y de su voluntad salvadora, siempre presta al perdón, y, por otro, en toda

una línea de la Escritura que, de diversos modos, sugiere una reconciliación total para el

fin de los tiempos. Tal como suele presentarse, su debilidad le puede venir de dos

puntos principales, que vale la pena aclarar.

El primero es su excesivo verticalismo teocéntrico. Los defensores dan muchas veces la

impresión de razonar casi exclusivamente desde Dios: desde su soberanía y desde su

poder. Pero, a mi juicio, no está ahí el polo decisivo del problema. Pues es obvio que de

Dios siempre podemos estar seguros: él hace cuanto está en su mano para salvarnos. La

dificultad real radica en nosotros: en qué medida nuestro ser finito le permite a Dios

salvarnos. Desde una libertad no absoluta parece, en efecto, que es posible concebir -sin

artificio lógico de ningún tipo- que siempre queda en ella algo de bondad que le permita

a Dios ejercer la fuerza absoluta de su amor.

Y aquí tal vez convenga aprender, sobre todo de Hick, a tener más en cuenta una

posibilidad, presente en la tradición pero poco explorada: la de que después de la

muerte cabe aún un ejercicio efectivo de la libertad. En la propia tradición encontramos

intuiciones que apuntan en esta línea: el tema medieval -renovado últimamente por L.

Boros- de la iluminación en el momento de la muerte y, con mucho más calado

teológico, el tema del purgatorio, como posibilidad transmundana de conversión (hablo

de conversión y no de purificación, para insistir en la necesaria participación de la

libertad, sin la cual no puede existir un proceso salvífico real).

El segundo punto débil consiste en que se tiende a ver la apocatástasis como una simple

restauración, como un volver al principio igualándolo todo. Así quedaría muy desdibujada la seriedad existencial de la libertad, dejando vacío de sentido el lenguaje

dual acerca de la salvación y de la condenación. Bien mirado, este punto va íntimamente

unido al primero, a su exagerado verticalismo, ya que pierde de vista la base

antropológica: el hecho de que la salvación divina sólo puede salvar lo que la libertad

humana le permite. Pero este simple cambio de perspectiva hace ver que no se trata de

una simple restauración: en la medida en que la libertad se cierra, se produce una

pérdida real en la posibilidad de salvación; pérdida, por un lado, irreparable -eterna-, y,

por otro, enorme, dado el valor supremo de lo perdido -de lo que resulta condenado

Esta interpretación sería, ciertamente, un juego de palabras para quienes, con una lógica

comercial, conciben la salvación de una manera objetivante y mezquina: "Si me salvo,

ya está; lo demás no importa; ya me he librado del castigo". En una lógica de amor,

donde lo que importa es la profundidad de la comunión, el progreso en la intimidad, el

gozo en la alegría del otro..., toda mínima pérdida tiene siempre algo de tragedia

irreparable. No se trata de un premio otorgado desde fuera, sino de la realización del ser

en lo que tiene de más íntimo y precioso. Presos en el juego infantil del premio o

castigo o acaso víctimas inconscientes del espíritu de resentimiento o del deseo de

venganza, no llegamos a intuir ni la misteriosa maravilla de la salvación ni la terrible

apuesta por la libertad. Como esos cristianos que cuando descubren que Dios salva de

verdad en todas las religiones, piensan que entonces ya no sirve la dicha de haberlo

descubierto como el Abbá que logró revelársenos en Jesús de Nazaret...

Pero no olvidemos la cautela fundamental de la que partía toda esta parte final. Pisamos

el terreno de la conjetura. Hablamos de lo que, por definición, sobrepasa nuestra

capacidad de certeza y de lo que, por tanto, sólo nos es lícito hablar en la modestia de

una propuesta de diálogo. La seguridad está sólo en lo fundamental, en lo que

verdaderamente importa: que Dios es amor y que sólo quiere y busca por todos los

medios nuestra salvación; que lo hace en el respeto, exquisito y absoluto, a nuestra

libertad, la cual puede resistirse; que sólo de esa resistencia procede la no-salvación, que

es el infierno; que, sea éste lo que sea, tiene siempre algo de terrible y de irreparable

para nosotros, pero que no es nunca un castigo de Dios, sino ante todo un dolor y una

tragedia para él.

A partir de ahí, salvando del mejor modo posible el amor incondicional de Dios y

preservando la frágil pero irrenunciable libertad humana, todo es conjetura.

Tradujo y condensó: MIQUEL SUÑOL