Cristo te ama,
incluso cuando no te das cuenta
Fuente: Jornadas Mundiales de la Juventud
Autor: SS Juan Pablo II
Queridos amigos que habéis recorrido con toda clase de medios tantos y tantos
kilómetros para venir aquí, a Roma, a las tumbas de los Apóstoles, dejad que
empiece mi encuentro con vosotros planteándoos una pregunta: ¿Qué habéis venido
a buscar? o mejor, ¿a quién habéis venido a buscar?
La respuesta no puede ser más que una: ¡habéis venido a buscar a Jesucristo! A
Jesucristo que, sin embargo, primero os busca a vosotros.
Las palabras del Prólogo de San Juan, son en cierto modo su «tarjeta de
presentación». Nos invitan a fijar la mirada en su misterio. Estas palabras son
un mensaje especial dirigido a vosotros,: En el principio existía la Palabra
y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio
con Dios (Jn 1,1-2).
Al hablar de la Palabra consustancial con el Padre, de la Palabra eterna
engendrada como Dios de Dios y Luz de Luz, el evangelista nos lleva al corazón
de la vida divina, pero también al origen del mundo. En efecto, la Palabra está
en el comienzo de toda la creación: «Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo
nada de cuanto existe» (Jn 1,3). Todo el mundo creado, antes de ser realidad,
fue pensado y querido por Dios con un eterno designio de amor.
Por tanto, si observamos el mundo en profundidad, dejándonos sorprender por la
sabiduría y la belleza que Dios le ha infundido, podemos ya ver en él un reflejo
de la Palabra que la revelación bíblica nos desvela en plenitud en el rostro de
Jesús de Nazaret. En cierto modo, la creación es una primera «revelación» de Él.
El anuncio del Prólogo continúa así: «En ella estaba la vida y la vida era la
luz de los hombres y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la
vencieron» (Jn 1,4-5). Para el evangelista la vida es la luz, y la muerte --lo
opuesto a la vida-- son las tinieblas. Por medio de la Palabra surgió toda vida
en la tierra y en la Palabra encuentra su cumplimiento definitivo.
Cristo mismo, presentándose como luz del mundo, dirá un día: «Mientras tenéis la
luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz» (Jn 12,36). Es una
exhortación que los discípulos de Cristo se transmiten de generación en
generación, buscando aplicarla a la vida de cada día. Refiriéndose a esta
exhortación San Pablo escribirá: «Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de
la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5,8-9).
«Y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Un filósofo contemporáneo ha subrayado
la importancia de la muerte en la vida humana, llegando a calificar al hombre
como «un ser-para-la-muerte». El Evangelio, por el contrario, pone de relieve
que el hombre es un ser para la vida. El hombre es llamado por Dios a participar
de la vida divina. El hombre es un ser llamado a la gloria.
Esta fe es la que deseo profesar ante vosotros, amigos jóvenes, ante la tumba
del Apóstol Pedro, al cual el Señor ha querido que sucediera como Obispo de
Roma. Hoy yo deseo deciros, el primero, que creo firmemente en Jesucristo
Nuestro Señor. Sí, yo creo y hago mías las palabras del Apóstol Pablo: «La vida
que vivo en el presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me
amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).
Recuerdo cómo desde niño, en mi familia, aprendí a rezar y a fiarme de Dios.
Recuerdo el ambiente de la parroquia, San Estanislao de Kostka, que yo
frecuentaba en Debniki, Cracovia, dirigida por los padres Salesianos, de los
cuales recibí la formación fundamental para la vida cristiana. Tampoco puedo
olvidar la experiencia de la guerra y los años de trabajo en una fábrica. La
maduración definitiva de mi vocación sacerdotal surgió en el período de la
segunda guerra mundial, durante la ocupación de Polonia. La tragedia de la
guerra dio al proceso de maduración de mi opción de vida un matiz particular. En
ese contexto se me manifestaba una luz cada vez más clara: el Señor quiere que
yo sea sacerdote. Recuerdo conmovido ese momento de mi vida cuando, en la mañana
del uno de noviembre de 1946, recibí la ordenación sacerdotal.
Mi «Credo» continúa con mi actual servicio a la Iglesia. Cuando, el 16 de
octubre de 1978, después de ser elegido para la Sede de Pedro, se me dirigió la
pregunta: "¿Aceptas?", respondí: "Obedeciendo en la fe a Cristo, mi Señor,
confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, a pesar de las grandes
dificultades, acepto". Desde entonces trato de desempañar mi misión encontrando
cada día la luz y fuerza en la fe que me une a Cristo.
Pero mi fe, como la de Pedro y como la de cada uno de vosotros, no es sólo obra
mía, adhesión mía a la verdad de Cristo y de la Iglesia. La fe es esencialmente
y ante todo obra del Espíritu Santo, don de su gracia. El Señor me concede, como
también hace con vosotros, su Espíritu que nos hace decir "Creo", sirviéndose
también de nosotros para dar testimonio de Él por todos los lugares de la
tierra.
Queridos amigos, ¿por qué he querido ofreceros este testimonio personal? Lo he
hecho para aclarar que el camino de la fe pasa a través de todo lo que vivimos.
Dios actúa en las circunstancias concretas y personales de cada uno de nosotros:
a través de ellas, a veces de manera verdaderamente misteriosa, se presenta a
nosotros la Palabra «hecha carne», que vino a habitar entre nosotros.
No permitáis que el tiempo que el Señor os concede transcurra como si todo fuese
casualidad. San Juan nos ha dicho que todo ha sido hecho en Cristo. Por tanto,
creed intensamente en Él. Él guía la historia de cada persona y la de la
humanidad. Ciertamente Cristo respeta nuestra libertad, pero en todas las
circunstancias gozosas o amargas de la vida, no cesa de pedirnos que creamos en
Él, en su Palabra, en la realidad de la Iglesia, en la vida eterna.
Así pues, no penséis nunca que sois desconocidos a sus ojos, como simples
números de una masa anónima. Cada uno de vosotros es precioso para Cristo, Él os
conoce personalmente y os ama tiernamente, incluso cuando uno no se da cuenta de
ello.
Queridos amigos, vivid intensamente la oportunidad que os ofrece la Iglesia, que
hoy más que nunca es vuestra Iglesia. Dejaos modelar por el Espíritu Santo.
Haced la experiencia de la oración, dejando que el Espíritu hable a vuestro
corazón. Orar significa dedicar un poco del propio tiempo a Cristo, confiarse a
Él, permanecer en silenciosa escucha de su Palabra y hacerla resonar en el
corazón.
En estos días, como si fuera una gran semana de Ejercicios Espirituales, buscad
momentos de silencio, de oración, de recogimiento. Pedid al Espíritu Santo que
ilumine vuestra mente, suplicadle el don de una fe viva que dé para siempre un
sentido a vuestra vida, centrándola en Jesús, la Palabra hecha carne.
Que María Santísima, que engendró a Cristo por obra del Espíritu Santo, Madre de
todos los pueblos; que los santos Pedro y Pablo y todos los demás Santos y
Mártires de esta Iglesia y de vuestras Iglesias os acompañen en vuestro camino.