Cristo resucitado

Artículos de Selecciones de Teología

 

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JACOB KREMER   6 23 Julio - Septiembre 1967 La resurrección de Cristo en 1 Cor 15, 3-8 Ver
HANS KESSLER   6 23 Julio - Septiembre 1967 Cuestiones en torno a la Resurrección de Jesús Ver
WOLFHART PANNENBERG   8 30 Abril - Junio 1969 Consideraciones dogmáticas acerca de la resurrección de Jesús Ver
JEAN DELORME   9 33 Enero - Marzo 1970 Resurrección y tumba de Jesús Me 16, 1-8 en la tradición evangélica Ver
GERHARD LOHFINK   9 33 Enero - Marzo 1970 La resurrección de Jesús y la crítica histórica Ver
MEDARD KEHL   10 39 Julio - Septiembre 1971 Eucaristía y resurrección Ver
GERARD SIEGWALT   10 40 Octubre - Diciembre 1971 La resurrección de Cristo y nuestra resurrección Ver
EDOUARD POUSSET   11 42 Abril - Junio 1972 Teología de la Resurrección Ver
WILHELM BREUNING   15 58 Abril - Junio 1976 Existencia para los demás y resurrección Ver
JOHN P. GALVIN   20 80 Octubre - Diciembre 1981 La Resurrección de Jesús en la actual teología sistemática católica Ver
EDUARD SCHWEIZER   21 81 Enero - Marzo 1982 La Resurrección, ¿realidad o ilusión? Ver
JOSEPH RATZINGER   21 81 Enero - Marzo 1982 Entre muerte y resurrección Ver
JOSEPH DORÉ   22 86 Abril - Junio 1983 Creer en la resurrección de Jesucristo Ver
RUDOLF PESCH   22 86 Abril - Junio 1983 El «sepulcro vacío» y la fe en la resurrección de Jesús Ver
JACOB KREMER   28 112 Octubre - Diciembre 1989 El testimonio de la resurrección de Cristo en forma de narraciones históricas Ver
ADOLPHE GESCHÉ   34 134 Abril - Junio 1995 La agonía de la Resurrección o el descenso a los infiernos Ver
LUIS M. MENDIZÁBAL S.I.   3 10 Abril - Junio 1964 Asimilación progresiva del cristiano a Cristo resucitado Ver
JEAN CARMIGNAC   12 47 Julio - Septiembre 1973 Apariciones del Resucitado y calendario de Qumarn Ver

 

 

JACOB KREMER

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN 1 COR 15, 3-8

La Resurrección de Cristo es la piedra de toque de la fe cristiana. «Si Cristo no

resucitó --escribe Pablo a los Corintios-- es vana vuestra fe». De ahí que sea uno de los

temas más debatidos de la teología actual. Por su interés único desde el punto de vista

católico, creemos oportuno presentar a nuestros lectores el número monográfico de

Bibel und Kirche dedicado a este tema. Es una invitación a profundizar hoy en la

veracidad del testimonio pascual.

Das Zeugnis für die Auferweckung Christi in 1 Kor 15, 3-8 y Die Deutung der

Osterbotscharft des Neuen Testaments durch R. Bultmann und W. Marxsen im Lichte

des Auferstehungszeugnisses 1 Kor, 3-8, Bibel und Kirche, 22 (1967) 1-7 y 7-14.

A. EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO EN 1 COR 15, 3-8

Todo el NT da testimonio de la fe de la Iglesia primitiva en la Resurrección de Cristo.

La investigación moderna nos descubre los distintos estratos de la tradición

neotestamentaria y el crecimiento progresivo del mensaje bíblico en la Iglesia, obra del

Espíritu a ella prometido (Jn 16, 13).

Profesiones de fe breves (Rom 10, 9s; Lc 24, 34) e Himnos (Flp 2, 6-11) -"incrustados

como cristales en una roca amorfa" (Stauffer)- pertenecen a los estratos más antiguos.

Para orientar hoy nuestra predicación sobre la Resurrección de Cristo, vamos a estudiar

el texto 1 Cor 15, 3-8, reconocido generalmente como la más antigua profesión de fe en

la Resurrección con mención explícita de testigos.

Naturaleza y antigüedad del texto

Pablo escribió 1 Cor hacia los años 56/57. En el cap. 15 recuerda a los corintios el

Evangelio que les predicó durante su misión (hacia el 50/52). Si su fe no ha de ser vana,

lo han de retener en la forma que (tíni lógò) él lo predicó (v 2). Pablo subraya

expresamente la concordancia de su Evangelio con la Predicación de los Apóstoles:

"Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido" (v

3a). Si el conocimiento del Evangelio lo recibió Pablo por Revelación (Gál l, 19s), la

tradición recibida se ha de referir aquí a la palabra (lógos) del Evangelio que cita a

continuación: "que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue

sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas,

luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los

cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a

todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a

mí".

Se trata de una fórmula estereotipada: repetición, ritmo, paralelismo. Llama también la

atención el número de expresiones que en otras cartas paulinas no aparecen si no es, a lo

más, en fórmulas fijas: "según las Escrituras" (sólo aquí), "que resucitó (egègertai)

(fuera de 1 Cor 15 sólo en la fórmula 2 Tim 2,8), "al tercer día" (sólo aquí), "apareció"

(sólo aquí y en la fórmula 1 Tim 3, 16). Pablo cita, pues, una palabra tomada de otros.

Si prescindimos de algunas adiciones, se admite hoy que se trata de una fórmula antigua

transmitida a Pablo cuando se convirtió (hacia el 35) o en su visita a Jerusalén (hacia el

38) o, a lo más tardar, a comienzos del 40. La predicación de la Resurrección de Cristo

tuvo, pues, ya muy pronto, un lenguaje fijo al que estuvo ligada la fe.

Las afirmaciones del Evangelio transmitido

- "que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras": Se habla de Cristo, es

decir, aquel que en la Iglesia primitiva era confesado como el Mesías en quien reposaba

toda la esperanza de Israel.

La afirmación murió se refiere a la muerte en la Cruz, escándalo para los judíos,

necedad para los gentiles (1 Cor 1, 23s). ¿No se ha de interpretar esta muerte como un

castigo (cfr. Gál 3, 13) o una debilidad (cfr. 2 Cor 13, 4)? Por esto se añade: por

nuestros pecados y según las Escrituras. El primer inciso subraya la inocencia de

Cristo; el segundo se refiere directamente al murió acentuando que su muerte está

plenamente de acuerdo con las Escrituras de la antigua Alianza (cfr. Lev 24, 26s).

- "que fue sepultado": El tema de la sepultura, tan importante en los Evangelios, es

comprendido, ante todo, como el sello de la muerte corporal de Cristo y de las

esperanzas mesiánicas de sus seguidores (Lc 24, 21). ¿Nos encontramos aquí con la

tradición de la tumba vacía? Si se piensa en las tumbas de los Reyes en Jerusalén,

mencionadas por el AT -por ej. la de David en 1 Re 2, 10-, no se puede excluir esta

posibilidad. Sobre todo si se mira el contexto inmediato de la afirmación: Cristo murió -

resucitó. Pues, de acuerdo con la antropología judía, la Resurrección es concebida como

un dejar la tumba.

- "que resucitó al tercer día según las Escrituras": El verbo griego egéiró tiene diversos

significados según el contexto. En el NT se usa a 'menudo para la Resurrección de

Cristo, ya como obra de Dios, ya como obra de Cristo. Pablo lo toma aquí en sentido

pasivo -fue resucitado-, según su forma gramatical (cfr. v 15), de acuerdo con la

mayoría de los textos más antiguos (1Tes 1, 10; Act 3, 15). Pero no se excluye el que se

entendiera intransitivamente, como obra de Cristo. Así aparece ya en la fórmula antigua

1 Tes 4, 14. Y nótese que se emplea el perfecto y no el aoristo como en murió, fue

sepultado, apareció: no es un mero hecho del pasado, sino algo que sigue obrando hoy.

La palabra resucitó es una metáfora, tomada del despertar, para expresar un hecho del

que los hombres no tenemos experiencia. Aunque la Biblia use esta expresión otras

veces para indicar el re-vivir de un muerto, no podemos entender la resurrección de

Cristo como un simple volver a la vida de este mundo, pues la Iglesia primitiva critica

esta concepción judía de la resurrección (cfr Mc 12, 25) y entiende la resurrección como

la superación definitiva del poder de la muerte (Rom 6, 9). Nótese que el NT nunca

describe el momento de la resurrección.

Al tercer día nos indica que es un acontecimiento constatable en nuestro tiempo e

historia. Este dato temporal es frecuente en los Evangelios y en los Hechos: después de

tres días (Mc y Jn); al tercer día (Lc). Esta oscilación en la fecha parece indicar un

espacio breve de tiempo. ¿Cómo se llegó a ella? Seguramente por el descubrimiento de

la tumba vacía al tercer día de la crucifixión o por la primera aparición del Resucitado.

Pues el único texto del AT que podía haber influido en la fecha -Os 6, 2- no es

mencionado en el NT y la relación con Jonás 2, 1 aparece relativamente tarde (Mt 12,

40). Pero es probable que la Iglesia primitiva, de acuerdo con su interpretación de la

Escritura, incluyera esta nota en su Credo como signo de que también en este punto se

había cumplido la Escritura, si bien el según la Escritura se refiere primariamente al

resucitó (cfr. Lc 24, 26s). Para un judío la prueba de Escritura valía más que las

vivencias personales de los Discípulos. Probablemente no se piensa en ningún texto

concreto, sino en el cumplimiento de la promesa de salvación en su totalidad (cfr. Act

13, 32s), según el esquema mental "promesa-cumplimiento". Pronto se empezaría a

pensar en textos concretos (Sal 2, 7) o en narraciones típicas (Jon 2, 1; Lev 23, 9).

- "y que se apareció": El aoristo pasivo del verbo horáò puede tener diversos

significados. Aquí hay que entenderlo en sentido medio, de acuerdo con el contexto (a

Pedro, en dativo) y con el uso de la traducción gr iega del AT (cfr. Gén 18, l): se

apareció. Se trata de una fórmula antigua, anterior a Pablo, que encontramos también en

Lc 24, 34 y en el Himno 1 Tim 3, 16.

¿De qué tipo fueron las apariciones?

En el siglo pasado se afirmó que se trataba de visiones subjetivas, convertidas luego en

apariciones al escribirse los evangelios. Pero en el AT se usa la expresión en los

encuentros con Yahvé, concebidos realísticamente (Gén 12,7). Y nada indica

positivamente en el texto que se trata de una mera visión, por ejemplo una visión

nocturna (Act 16, 9) o una vivencia extática (Act 22; 17s). Más aún: la conexión con la

sepultura y la resurrección exige algo más que una vivencia subjetiva.

Pablo cuenta entre las apariciones su vivencia irrepetible de Damasco, descrita en 1 Cor

9,1 como un Ver y en Gál 1, 16 como una Revelación, contraponiéndola a otras gracias

místicas (no la menciona en 2 Cor 12, 1-4). Además para Pablo - y los evangelios- el

cuerpo del Resucitado es real, pero no terrestre (cuerpo espiritual: 1 Cor 15, 44). En este

sentido las apariciones no tenían un carácter objetivo -no podían ser fotografiadas-; por

eso fueron invisibles para los ojos corporales de los observadores neutrales. Pero no se

trataba tampoco de visiones subjetivas, meramente internas. El Resucitado es corporal,

aunque posea un modo de existencia totalmente nuevo y carezcamos, por eso, de

posibilidad de comparación y de un lenguaje adecuado. ¿Encontramos aquí el motivo de

que los apóstoles apenas nos hablen del cómo de las apariciones y de que en el antiguo

Credo se afirme simplemente el hecho?

Los testigos mencionados

La lista de testigos quiere dar mayor credibilidad y posibilidad de conocimiento directo

al hecho de la Resurrección. Como en la antigua fórmula Le 24, 34, el primer testigo es

Pedro.

Concluyamos diciendo que sólo perseverando en esta Palabra -el evangelio de la

Resurrección aquí analizado-, encontraremos, según Pablo, la salvación (v 2).

B. LA INTERPRETACIÓN DEL MENSAJE PASCUAL DEL NT EN R.

BULTMANN Y W. MARXSEN A LA LUZ DE 1 COR 15, 3-8

Un estudio crítico breve sobre la Resurrección en Bultmann y Marxsen -tema candente

hoy en la Iglesia evangélica- puede ayudar a comprender y a formular mejor el anuncio

pascual.

Motivos y presupuestos de Bultmann

A menudo se ha entendido mal a Bultmann, quien se pregunta cómo puede predicarse

hoy la Biblia a los hombres en una lengua inteligible. Parte del presupuesto de que el

mensaje pascual, tal como es predicado habitualmente, es increíble y de ninguna

importancia vital para la mayoría. A lo más se admite como una verdad de fe que hay

que mantener sise quiere ser cristiano. Presupuestos:

1.º La imagen del mundo y la autocomprensión del hombre son hoy radicalmente

distintas de las de los Apóstoles. Para el hombre moderno, conocedor de las leyes de la

causalidad intramundana, es imposible una acción milagrosa de Dios en el mundo (por

ejemplo la resurrección de un muerto). Es algo mítico. Por eso el predicador ha de

desmitologizar la Biblia, es decir, indicar qué quiere decir el NT con sus afirmaciones

mitológicas.

2.º Nuestras categorías mentales adolecen de cosismo. Incluso Dios es real sólo si puedo

pensarlo como un objeto opuesto al sujeto. Pero Dios es el fundamento original y no

puede colocarse al mismo nivel que las otras cosas. Está siempre en todo, incluso en mi

pensamiento. No puedo contemplar a Dios desde lejos sin desfigurarlo (recuérdese que

la teología evangélica rechaza o apenas admite la "analogia entis"). Sólo en la

realización de la existencia, en el acto del pensar y comprender, se da verdadera

existencia humana, verdadero pensamiento y comprensión. De ahí la necesidad -B.

sigue a Heidegger- de un análisis de mi existencia.1

La Revelación en la Biblia no es una comunicación de doctrinas o verdades, sino una

palabra dirigida a los hombres, en la que "al hombre se le abren los ojos sobre sí mismo

y puede comprenderse de nuevo" (GuY III, p. 29). La interpretación existencial debe

exponer la autocomprensión del hombre que se trasluce en la Biblia en lenguaje mítico,

a fin de ayudar al oyente a una auténtica autocomprensión (es decir, conocimiento de su

pecaminosidad y, al mismo tiempo, del ofrecimiento de la gracia). Sólo en la opción

personal puede el hombre oír esta palabra de la revelación.

El mensaje pascual

B. constata en el NT diversas formas de este mensaje. Al comienzo se predicaba sólo la

fe en el Resucitado, basada en vivencias que los discípulos interpretaban como obra de

Dios. Más tarde -es un presupuesto de B.- se añadieron las leyendas de la tumba vacía y

las apariciones gráficas, que explicaban el hecho míticamente, como si fuera el retorno a

la vida de este mundo. ¿Cómo traducir esto a la mentalidad actual? El contenido del

mensaje no es un hecho que se puede probar históricamente, sucedido la mañana de

Pascua en Jerusalén, sino la fe de los Discípulos -obrada por Dios- en el valor único de

la muerte de Cristo (y no de un hombre cualquiera, por ejemplo Jesús de Nazaret) para

nosotros: "la fe en la Resurrección no es otra cosa que la fe en la cruz como

acontecimiento salvífico, en la cruz como cruz de Cristo" (KuM I, p. 45s). Es una

interpelación al oyente para que, por la fe, reconozca la cruz de Cristo como el

acontecimiento salvífico y se comprenda a sí mismo como pecador y perdonado.

B. no niega la resurrección real de Cristo -aunque sí toda ligazón a la historia de este

mundo. Pues para su concepción existencialista de la fe, preguntarse por el suceso

objetivo y querer probarlo es atentar contra la fe. Sólo en el acto de fe encontramos al

Resucitado.

La contradicción con 1 Cor 15,3-8

B. mismo reconoce y califica de fatal fruto de los ataques gnósticos, el esfuerzo de

Pablo por presentar la Resurrección como un hecho histórico. No niega la antigüedad ni

la importancia del testimonio, sino su esfuerzo por asegurar y hacer verosímil el hecho

objetivo, en contraposición con el resto del mensaje paulino. ¿Tiene razón Bultmann?

En este texto Pablo quiere mostrar (no probar en el sentido científico moderno) la

Resurrección de Cristo como digna de fe, apoyándose en testigos. Lo cual no está en

consonancia con la concepción existencialista de . B., pero sí con la actitud de la Iglesia

primitiva que nos refleja el NT. Ya entonces era raro el Mensaje de la resurrección de

un muerto y la Iglesia tenía que defender su fe en el Resucitado contra las burlas y las

calumnias.

Además B. olvida que Pablo no conoce nuestros conceptos histórico y objetivo. La

Resurrección de un cuerpo espiritual sólo puede recibir este calificativo en sentido

análogo. Pero la terminología de B. es insuficiente: respeta poco el mensaje

neotestamentario que habla de la Resurrección como de un suceso dado de antemano al

creyente y del Resucitado como viviendo independientemente de mi acto de fe, aunque

no podamos entenderlo nunca adecuadamente (como un objeto).

Tampoco parece compatible con 1 Cor el poner entre paréntesis la tradición de la tumba

vacía. Hoy está superada la interpretación de B. en este punto. La tumba vacía no es una

prueba de la Resurrección, sino un signo del comienzo del Reino de Dios en este

mundo, incomprensible sólo para el que tiene el prejuicio injustificado de que es

imposible una intervención maravillosa de Dios en el orden de este mundo.

Concluyamos que un diálogo crítico con B. resulta fructuoso: nos hace conscientes de

los límites de nuestra comprensión y vocabulario, así como del misterio y peculiaridad

de la Resurrección. Sólo el creyente entiende lo que confiesa en la frase: Cristo ha

resucitado.

La interpretación de W. Marxsen

La Resurrección, tan inverosímil para el hombre moderno, científico, ¿es un hecho

positivo? Marxsen, como muchos discípulos de B., no considera esta pregunta como

superflua. Reconoce que 1 Cor 15, 3-8 habla de la realidad del hecho. Pero no es una

prueba histórica. Pues es posible ver por qué camino llegó la Iglesia primitiva a esta

convicción: Los discípulos reflexionaron sobre sus experiencias después de Pascua y

con ayuda de un Interpretamento (es decir, un modo de pensar corriente entonces) hoy

superado, Resurrección, llegaron a la conclusión lógica: Jesús ha resucitado. En Grecia

hubieran dicho simplemente "que Jesús había dejado su cuerpo". Luego la Resurrección

es un Interpretamento al que hoy no estamos ligados.

Motivos de Marxsen:

En el NT no aparece nadie que haya visto la' Resurrección. Las experiencias de los

discípulos a menudo no parecen apariciones, sino un Ver al Señor (1 Cor 9, 1) o una

Revelación del Hijo (Gál 1, 16). Ya desde el comienzo los Apóstoles interpretaron sus

vivencias como encargo y legitimación de continuar la predicación del mensaje de

Jesús, después de su muerte, sin hablar de la persona, es decir, del Resucitado sólo

posteriormente este interpretamento funcional -que indicaba simplemente que el

"asunto de Jesús" continuaba- fue sustituido por el interpretamento personal: Esta

historización del interpretamento es inadmisible para el hombre moderno, que debe

preguntarse por su significado original.

Incompatibilidad con los testimonios más antiguos

La interpretación, aquí sólo bosquejada, no parece compatible con 1 Cor 15, 1-11. Es

verdad que nadie vio la Resurrección. Pero los motivos en que se basa M. para explicar

el origen de esta creencia no son convincentes.

1. Ni 1 Cor 9, 1 ni Gál l, 16 -también aquí Cristo es Hijo y Señor por la Resurrección -prueban,

en contraposición con 1 Cor 15, 3-8, que primero se habló de una visión del

Crucificado y luego de una aparición del Resucitado.

2. Las fuentes más antiguas no nos dan testimonio de un interpretamento primitivo,

independiente del concepto Resurrección. Aunque es posible que en los comienzos

apelaran más a las apariciones del Resucitado para legitimar la predicación.

3. La Iglesia primitiva fundamenta la Resurrección refiriéndose a las apariciones. Pero

éstas no son meras experiencias, sino encuentro personal con el que fue sepultado. La

mentalidad de la época puede haber influido en la formulación del concepto

Resurrección. Pero según la Escritura este interpretamento se refiere primariamente a la

autorevelación del Resucitado, ligada a la aparición, o sea, a una revelación de Dios

(Gál 1, 16s; Mc 16, 6). Así esta Palabra (1 Cor 15, 2), aunque exprese inadecuadamente

el contenido, tiene un valor definitivo siempre que queramos hablar de lo acontecido en

Pascua y estamos ligados a ella.

4. La Resurrección de Cristo (no su mero pervivir) es el acontecimiento fundamental

para nuestra fe y salvación (cfr. 1 Cor 15, 14. 17). Sin este acontecimiento -afirma

Pablo- toda la predicación sería vana.

Notas:

1Para una mejor intelección de la terminología de Bultmann, usada aquí por el autor,

remitimos a nuestros lectores al artículo: Hermenéutica y teología en R. Bultmann,

aparecido en el t. V de nuestra revista pp. 287-297. Las siglas Guk-Glauben und

Verstehen. KuMKerygma und Mythos. (N. del E.)

Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE

 

HANS KESSLER

CUESTIONES EN TORNO A LA RESURRECCIÓN

DE JESÚS

Fragen um die Auferstehung Jesu, Bibel und Kirche 22 (1967) 18-22

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS: CUESTIÓN VITAL DE LA FE

A veces se quiere ver el fundamento permanente de la fe en el Jesús prepascual, como si

la fe de los primeros testigos se hubiese desarrollado en continuidad desde el contacto

con el Jesús terrestre. Es cierto que algunos creyeron en El durante su vida. Pero con su

muerte en la cruz murió también esta fe. Sus partidarios huyeron de Jerusalén y no es

lógico que en esta atmósfera madurara sin más la convicción de que el asunto de Jesús

continuaba teniendo valor.

Si nos atenemos a los testimonios neotestamentarios sólo una experiencia posterior a la

muerte de Jesús, interpretada como una acción de Dios, podía recrear su fe. Y una

acción de Dios en Jesús que fuera más allá de lo que había ocurrido con El hasta su

muerte. Por eso la Resurrección es la clave de bóveda de toda teología y fe cristianas.

Creemos en Jesús de Nazaret, no por su vida, sino porque Dios lo ha resucitado de entre

los muertos.

¿CÓMO ADQUIRIMOS LA CERTEZA DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS?

Muchos piensan que la razón, por medio de la investigación histórica, puede probar la

facticidad histórica de la Resurrección como obra de Dios.

La Resurrección, ¿se puede probar históricamente?

El NT nos indica que en el proceso de la Resurrección no hubo espectadores a) Los

estratos más antiguos de la tradición nos presentan las apariciones como fundamento

de la fe pascual de los discípulos. Esta afirmación de la aparición y la fe pascual son

hechos que se pueden probar históricamente. Más allá de estos hechos -abiertos a

múltiples interpretaciones- no podemos ir sólo por caminos históricos. No sabemos

cómo los discípulos llegaron a esta fe. Si llamamos histórico sólo al hecho que se puede

probar con los métodos históricos, la Resurrección de Jesús; como obra de Dios, supera

la historia. Lo cual no significa que no haya sucedido y no sea real.

b) Encontramos un estrato posterior de las tradiciones pascuales en las narraciones de la

tumba vacía. Antes se las consideraba una reproducción exacta de lo sucedido en la

mañana de Pascua. Pero, aun así, no probarían la Resurrección: no se habla en ellas de

un ver a Jesús mismo. No son relatos en sentido histórico moderno, sino predicación:

subrayan -de modo intuitivo, en la medida que esto es posible- la significación de la

Resurrección. No es una prueba visible lo que fundamenta la fe de los testigos. Sería

grotesco que a los primeros predicadores de la fe una visión perfectamente clara les

dispensara de la fe (Ebeling).

c) La investigación histórico-crítica sobre la Resurrección nos muestra la situación en

que tuvo lugar la opción de los discípulos. Pero ella sola no puede decidir si es una

acción de Dios la que produjo la fe. Para ello necesitaría los ojos de la fe.

La Resurrección: Dato de fe

a) Con la palabra aparecer se quiere describir bíblicamente una experiencia -

primariamente no ocular- de la realidad de Dios. No se trata de sueños apocalípticos,

sino que los testigos experimentan la acción de Dios en el Jesús resucitado de la muerte.

Dios, de un modo inesperado, lo ha recibido en su vida infinita. No se trata, como en

Lázaro, de un revivir terrestre, controlable humanamente, sino de una nueva creación.

b) Cristo inaugura una nueva dimensión. Se nos abre -por pura gracia de Dios- un nuevo

espacio que supera toda experiencia intramundana. Nuestra razón sola no puede

explicarlo. Conceptos como Resurrección Ascensión, Vida son insuficientes. Y, sin

embargo, son necesarios, pues hay que predicar el hecho -como hay que hablar

analógicamente de Dios.

c) Lo nuevo tuvo que causar una nueva percepción en los hombres para que pudieran

captarlo. Quien no captó la experiencia como obra de Dios y como vida nueva de Jesús,

es decir, el que no creyó, no experimentó nada en absoluto. La experiencia misma tuvo

que desplegarse en la fe de los discípulos y los convirtió en testigos.

Así la obra de Dios en Jesús lo fue también en los discípulos, creando su fe. Se les abrió

la nueva dimensión del amor creador de Dios, que supera todo lo intramundano.

Pertenecieron a la nueva creación.

El Resucitado es dado de antemano a nuestra fe.

Que Jesús resucitó es una realidad para el creyente. Pero lo es también

independientemente de su fe. Jesús no ha resucitado sólo en la fe y en la predicación de

la Iglesia. No vive sólo en su comunidad. Es más que todo esto: trasciende la fe, la

predicación y la misma comunidad. Es algo previo a ellas. Afirmar esto es fundamental.

Porque la Resurrección es primariamente algo que Dios realizó en el Crucificado: Dios

no lo abandonó en la muerte, ni le abandonó muerto.

Visto desde la fe, no puede haber testigos neutrales de la Resurrección. Nuestra certeza

en la Resurrección se apoya -es verdad- en unos testigos creyentes, pero no por esto

menos verídicos. Para apropiarnos esa certeza es necesario que Dios cree de nuevo en

nosotros la fe y nos abra la dimensión de su amor liberador.

Tradujo y condensó: XAVIER ALEGRE

 

WOLFHART PANNENBERG

CONSIDERACIONES DOGMÁTICAS ACERCA DE

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

W. Pannenberg es una de las jóvenes promesas del protestantismo actual, dentro del

cual se le suele encuadrar en una postura conservadora, por lo formal de su actitud

teológica, que puede pasar por catolizante». Parece presuponer unos ciertos «derechos

de la razón», tanto en el interior del quehacer teológico como en la formulación de los

motivos o «pruebas» de credibilidad. En el artículo que presentamos Pannenberg

muestra la necesidad de fundamentar la cristología en la resurrección de Jesús. Esto le

lleva a tratar de la historicidad del acontecimiento pascual y a mostrar las

implicaciones que lleva consigo el contenido histórico de este suceso.

Dogmatische Erwägungen zur Auferstehung Jesu, Kerigma und Dogma, 23 (1968) 105-118

Para el cristianismo primitivo la resurrección de Jesús es el fundamento de la salvación

y, muy verosímilmente también, el punto de partida de todas las expresiones

cristológicas. La teología más reciente, tanto católica como evangélica, se ha esforzado

por fundamentar de otra forma la cristología. Este hecho se puede explicar, como hace

Rahner, a partir de la tradición "occidental" que pospone la resurrección de Jesús al

significado salvífico de su muerte: al poner la salvación -primariamente- en la liberación

del pecado por la obra satisfactoria del sacrificio de Cristo, no puede la resurrección

mantener el sentido dogmático central que ocupaba en el cristianismo primitivo y que

perdura en la Iglesia oriental.

De todos modos, esta razón no basta para explicar el poco significado que tiene para la

actual teología el hecho de la Pascua. Hay que añadir un segundo motivo: en los dos

últimos siglos se ha desarrollado -al menos en el campo evangélico- una forma de

piedad orientada hacia la persona de Jesús que, sin olvidar el sentido de su muerte, tiene

su centro en la enseñanza y en la obra del Jesús prepascual, en cuya actitud religiosa (o

fe) se busca el modelo de la piedad cristiana. La cristología de Schleiermacher es,

quizás, el documento dogmático más significativo e influyente de esta corriente. La

forma actual de esta corriente estaría en la tendencia a poner por fundamento de la fe en

Jesús su poder peculiar (eigentümliche Vollmacht). Esta concepción, a pesar de las

divergencias, presupone -junto con la cristología occidental centrada en el tema de la

satisfacción- la encarnación como fundamento de la humanidad de Jesús, tanto para

explicar el valor infinito de su obra satisfactoria como el misterio de su poder peculiar.

E incluso cuando no se explícita este presupuesto (como en la moderna investigación de

la teología evangélica acerca de Jesús, que se ha emancipado de todo prejuicio

dogmático), la especial acentuación de la "inmediatez" de Jesús para con su Dios

denuncia la validez del influjo de la idea dogmática de la encarnación.

Si se compara el valor autónomo de la encarnación en la cristología occidental -en

relación al Jesús prepascual- con las concepciones de los primeros tiempos de la Iglesia,

llama la atención que desde Ignacio e Ireneo hasta Cirilo de Alejandría y su antípoda,

Teodoro de Mopsuestia, encarnación y resurrección de Jesús van estrechamente ligadas.

Lo que ha acontecido en la encarnación sólo llega a su total realización en la

resurrección. Desde esta perspectiva no se puede pensar en la encarnación como

fundamento de una piedad hacia la persona de Jesús, o de una cristología que se fije

primaria y casi exclusivamente en el Jesús prepascual. Con todo, también es verdad que

el estrecho nexo entre encarnación y resurrección podía dar lugar a un cambio de

acento, como de hecho sucedió en el siglo segundo: mientras que en el cristianismo

primitivo la fe en la encarnación surge del mensaje pascual, en la atmósfera helenística

de epifanía la encarnación adquirió claramente un valor autónomo, de forma que la

resurrección sólo aparecía como consecuencia de la encarnación.

Se logró así un punto de partida para concertar y explicitar la vida de Jesús a partir de su

inmediatez con Dios, sin necesidad de dar el rodeo de la resurrección. Este cambio de

perspectiva lo ha seguido, especialmente, la cristología occidental, llegando primero a la

concentración característica en la muerte en cruz y su valor de satisfacción, y más tarde

a la reducción al Jesús terrenal y a su poder peculiar. Tal concepción está condicionada

por la historicidad del hecho de la resurrección, cuyas acuciantes inseguridades sugieren

la retirada teológica al campo -poco peligroso a pesar de las críticas- de las noticias

acerca del Jesús terreno.

Frente a todo esto la cristología debería repensar hoy (independientemente de las

diferencias confesionales) el significado fundamental de la resurrección para toda

concepción cristológica, basándose en la constatación histórico-exegética del

significado de la fe pascual para el cristianismo primitivo en conjunto, y para su

formulación cristológica en particular. Es más: el mensaje de la resurrección de Jesús

podría muy bien ser la palabra liberadora frente a la problemática humana actual. Hoy

se acentúa la experiencia del carácter incompleto y pasajero de todo lo terreno, hasta

llegar a considerar la existencia como un absurdo. La cultura y la ética, a las que el

hombre intenta agarrarse, se han mostrado demasiado cuestionables en sus formas

concretas, e incluso el entusiasmo de la tarea individual en pro de la sociedad no puede,

a la larga, significar una solución. El dolor de la finitud es general en nuestro tiempo

secular. La superación del dolor y de lo fragmentario de nuestra vida y su asunción

hacia la totalidad y plenitud de la vida verdadera, ¿no nos dice existencialmente mucho

más que el problema aislado del pecado que, a través de la progresiva relativización de

las evidencias morales, ha perdido hoy la claridad que tuvo en otro tiempo? Incluso, en

un tiempo para el cual "Dios" ya no es tenido por la verdad más elevada, el mensaje de

la encarnación puede ir despojándose de una cierta abstracción dogmática si se hace

intuitivo en la presencia de una vida que ha superado el dolor y la muerte en la

resurrección de Jesús. La pregunta por una revelación de la divinidad, no sólo afirmada

sino testimoniada por sí misma, se ha hecho acuciarte para la teología moderna. Esta

cuestión está radicalmente enlazada con el tema de la encarnación como manifestación

total y definitiva de Dios a nuestro mundo. La resurrección de Jesús podría ser la clave

para estas cuestiones, pues desde ella recupera su sentido el dato histórico de que la fe

en Cristo se desarrolla a partir de la fe pascual. Y la misma profesión de fe en la

encarnación gana en fundamento y concreción si se entiende como desarrollo de la

resurrección de Jesús, en quien se manifiesta la vida definitiva que supera la muerte.

Que Jesús sea establecido Hijo de Dios ex anastáseòs nekròn (Rom 1, 4) no hay que

entenderlo en sentido adopcionista, como si sólo desde entonces fuese "Hijo de Dios".

La resurrección significa más bien la ratificación divina de la pretensión terrena de

poder de Jesús y afirma retroactivamente que Jesús, como persona, ha sido siempre

"Hija de Dios". A partir de la resurrección la mirada retrospectiva de la primitiva

comunidad descubre en la vida terrena de Jesús huellas del señorío del resucitado. Por

su parte, la afirmación de la encarnación, basada en la resurrección, se refiere al todo de

la persona y de la historia de Jesús; naturalmente que esta historia -y con ella la

encarnación- tuvo un comienzo: el nacimiento. Pero este comienzo aislado no

fundamenta todo el contenido del concepto teológico de encarnación, a no ser que lo

consideremos desde la resurrección.

LA HISTORICIDAD DEL HECHO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

El problema de fondo con que se enfrenta toda fundamentación cristológica que parte de

la resurrección es el de la historicidad de este hecho. Con todo, debemos partir de ahí,

ya que si partimos de la encarnación presuponemos lo que ha de fundamentar la

cristología: por qué nosotros, cristianos, confesamos a Jesús como Hijo de Dios. Y si

partimos de la conciencia de poder de Jesús no encontramos, en definitiva, respuesta a

la cuestión de por qué hemos de fiarnos de su pretensión.

Si nos preguntamos seriamente por la resurrección no podemos esquivar el espinoso

problema de la historicidad de este acontecimiento. En otras palabras: si no

renunciamos a afirmar que la resurrección fue un hecho que aconteció verdaderamente

en nuestro mundo, entonces hemos de soportar la acción cauterizarte de la crítica

histórica., Mostraremos la utilidad del estudio crítico sobre la historicidad de la

resurrección en contra de una serie de prejuicios convencionales que afirman que la

cuestión de la resurrección de Jesús no puede ser planteada con seriedad histórica.

Hume, por ejemplo, dice que toda afirmación de que un muerto ha resucitado es

increíble a priori -por más que pueda atestiguarse- porque contradice todas las analogías

de nuestra experiencia. Pero este argumento no es concluyente ya que todo

acontecimiento histórico es único y la falta de analogía comparativa es tan sólo un caso

límite de esta unicidad. Tampoco es concluyente la afirmación de que la ciencia excluye

que un muerto pueda volver a la vida. Lo que hace la ciencia es bosquejar modelos para

la descripción de la estructura regular de un acontecimiento, pero no juzgar sobre la

posibilidad o imposibilidad de un caso único; en todo caso, juzgará sobre el grado de

probabilidad de hechos anormales. Además sólo se entra en contradicción con la ciencia

cuando se mira un hecho excepcional como algo que rompe las leyes naturales. Por otra

parte, los sucesos concretos son más complejos que la ley abstracta e incluyen una serie

de factores -no comprendidos en la fórmula- cuya eficacia provoca la apariencia de una

ruptura de la ley. Consecuentemente sería un malentendido hablar de cese de la ley de la

gravedad por el hecho de que haya objetos que no caigan, como lo harían si, de hecho,

dependieran únicamente de esa ley.

Existe además un prejuicio teológico que, a los ojos de muchos cristianos, hace inútil la

cuestión histórica de la resurrección de Jesús. Dicen: como gracias a este suceso tiene

lugar la irrupción de un mundo nuevo, es imposible percibirlo en el ámbito y con los

ojos del mundo viejo. Prejuicio surgido de un desconocimiento de la encarnación, que

viene precisamente a afirmar que la vida de la nueva creación ha empezado en el ámbito

del mundo viejo y que es perceptible también con los ojos del hombre viejo, de forma

que por esta percepción quedan renovados aquellos ojos.

Por tanto la pregunta sobre el suceso de la resurrección no puede ser desestimada a

priori antes de un examen crítico de las fuentes. Debemos añadir, por otra parte, que no

hay solución positiva posible a esta cuestión mientras se pretenda dejar de lado las

tradiciones cristiana primitivas. Algunos opinan, todavía hoy, que en la hipótesis de un

encuentro personal e inmediato con el resucitado podría adquirirse una certeza sobre la

resurrección de Jesús, sin necesidad de recurrir para nada a las fuentes que poseemos.

Pero surge entonces la pregunta: ¿cómo conseguiría un hombre de hoy identificar una.

aparición del resucitado con Jesús de Nazaret?, ¿por una audición en conexión con la

aparición, por una palabra del resucitado? Incluso puede suscitarse la cuestión de cómo

llegó Pablo a conocer a Jesús en la aparición que tuvo. La pregunta queda sin respuesta

si no se recurre a las apariciones que ya habían acontecido y a la predicación -fundada

en ellas- de la comunidad primitiva de Jerusalén. De ahí que, también en este aspecto, le

interesase tanto a Pablo -en bien suyo y en bien de las generaciones posteriores- el

reconocimiento de su vocación por parte de los apóstoles.

La razón está en que la fe cristiana depende del testimonio de aquellos que vieron al

resucitado y antes hablan conocido al Jesús terreno; de modo que le pudieron re-conocer

en las apariciones. Por tanto, incluso suponiendo una automanifestación actual del

resucitado, siguen siendo decisivas para la aceptación o rechazo de dicho suceso tanto la

tradición primitiva de la resurrección como su examen crítico.

Recientemente se viene acentuando, y con todo derecho, que la predicación del

cristianismo primitivo acerca de la resurrección se basa en una conclusión deducida de

las apariciones del Señor vivo: fue enterrado y no está muerto. Conclusión que está

ligada a la tradición de la tumba vacía. y que lleva a la afirmación de que Jesús ha

resucitado. Esta conclusión no es arbitraria: si Jesús vive ahora es que o bien revivió o

bien ha pasado a otra "vida". Entrecomillamos "vida" porque es cuestionable qué clase

de vida pueda ser. Y con esto nos acercamos a la dificultad específica contra la que

choca la pregunta histórica por la resurrección de Jesús.

Un suceso histórico ha de tener lugar, necesariamente, en el espacio y en el tiempo, y ha

de ser afirmado o negado con relación a un determinado momento y a un determinado

lugar como distinto de otros. ¿Podemos afirmar esto acerca del hecho de la

resurrección? Sí respecto a la temporalidad: el suceso es aproximadamente datable, pues

por un lado es datable la muerte de Jesús y por otro lo son la apariciones y el

descubrimiento de la tumba vacía. ¿Es localizable? Por una parte podemos decir

también que si, en cuanto tuvo lugar en Palestina, seguramente en Jerusalén y (supuesta

la historicidad de la tumba vacía) en y cerca de esa tumba. Por otra parte, hay hechos

que, además de tener lugar en el espacio, se prolongan en una serie de consecuencias,

también espaciales; pero no es éste el caso de la resurrección de Jesús que, por el

contrario, no tiene -con relación a Jesús mismo- consecuencias en el espacio y, para ser

exactos, tampoco en el tiempo. Porque el hecho de que las apariciones pascuales, como

experiencias, fuesen sucesos espacio-temporales, no incluye que la realidad que se

aparecía - supuesto que no se trataba de simples alucinaciones- estuviese también en el

espacio y en el tiempo.

Podemos decir, pues, que la resurrección de Jesús -como suceso- se puede fijar espacial

y temporalmente. Pero hemos de decir también que el proceso ulterior del

acontecimiento, en cuanto toca a Jesús mismo, permanece desconocido. En todo caso, si

Jesús no ha permanecido muerto, sino que ha resucitado a una nueva "vida", apenas se

puede soslayar la constatación de que, desde entonces, ha desaparecido de nuestro

mundo. Por lo demás, lo que propiamente sucedió sólo se indica muy vagamente:

podemos decir que murió y ahora "vive". Pero de la "vida" del resucitado, a partir de las

apariciones, sólo podemos decir que es distinta de la vida terrena. Las apariciones

pascuales apenas nos permiten captar nada respecto a una determinación positiva de esa

vida.

La critica histórica nos ha conducido a estas constataciones. No podemos decir que el

resultado sea negativo, sino muy positivo y teológicamente muy importante: tuvo lugar

un acontecimiento. Y aunque la cualidad de este acontecimiento se sustrae al juicio del

historiador, no se trata sin embargo de un abstracto "que... ", puesto que es un

acontecimiento que atañe a Jesús, al Jesús muerto, y que significa que Jesús ya no está

muerto. Con esta expresión críticamente limitada -pero eminentemente positiva, gracias

a la concreta determinación de su forma negativa- la historia recubre el misterio de la

resurrección de Jesús.

Si intentamos decir lo que propiamente fue la resurrección de Jesús resulta superado lo

históricamente controlable. Tanto si usamos la expresión "vida" como si usamos la

expresión "existencia", el lenguaje, aplicado al suceso de la resurrección, escapa a

nuestro control porque lo que "se hizo de Jesús" después del suceso se sustrae a toda

prueba. Pero como sigue siendo necesario dar nombre al suceso, echamos mano de

expresiones e imágenes que el hombre ha construido para expresar una vida o una

existencia más allá de la muerte: expresiones de esperanza escatológica. Los testigos de

las apariciones lo expresaron en el lenguaje de la escatología judía apocalíptica: vida

imperecedera frente a nuestra vida transitoria, vida en indisoluble unidad con el origen

divino de toda vida (esto es lo que significa el paulino sòma pneumatikón). La

afirmación del carácter imperecedero de la vida que se muestra en Jesús supera toda

comprobación: si la vida de Jesús resucitado es imperecedera se ha de mostrar en el

futuro. Se trata de una expresión que ha surgido del hecho de haberse comprendido la

resurrección de Jesús a la luz de la esperanza. escatológica. La lógica de esta expresión,

en el conjunto de las tradiciones escatológicas de Israel, es iluminadora. Y aun cuando

está claro que se puede traducir a un mundo de ideas distinto del judío-apocalíptico,

siempre habrá de ser un mundo de ideas referido al problema de un ser o de una vida

más allá de la muerte. A este problema nos lleva, en definitiva, el contenido histórico

que late en las primitivas tradiciones pascuales, sea el que sea el lenguaje y la forma de

pensar en que se exprese dicho contenido.

EL CONTENIDO HISTÓRICO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Vamos a reflexionar sobre lo que propiamente se dice con la expresión "resurrección de

Jesús de entre los muertos". Para lo que sigue, suponemos el significado escatológico de

este suceso como resurrección a una vida imperecedera. El problema más difícil lo

ofrece la realidad presente del resucitado y se formula. con la simple pregunta:

¿"dónde" vive Jesús desde su resurrección? El cristianismo antiguo respondía que en el

cielo. Ahora bien, para nosotros hablar de la ascensión de Jesús al cielo ha perdido el

sentido visible y coherente que tenía en una imagen del mundo antes coherente y hoy

caduca. Sin embargo, hemos de dar una respuesta positiva a la cuestión de la realidad

presente del resucitado, no sea que nos encontremos con el resultado fatal de que el

resucitado ha desaparecido, por decirlo así, en la nada.

Repensemos el significado teológico de la "ascensión al cielo": el cielo es como el lugar

en que Dios vive. Ascensión al cielo significa, entonces, unión con Dios. La vida del

resucitado en el cielo significa que vive con Dios, que comparte la vida de Dios. Así se

puede salvar la intención de esta expresión de fe -el resucitado vive "en el cielo"-

aunque cambien las condiciones de comprensión del mundo y de Dios. Decimos

también comprensión de Dios porque todas las cuestiones acerca de la realidad de Dios

tienen importancia capital en nuestra reflexión, supuesto que la vida del resucitado "en

el cielo" significa que Él - también como hombre- comparte el modo de ser de Dios. No

podemos entretenernos ahora en debatir expresamente los problemas que presenta la

idea de Dios, por más que tengamos conciencia de que sólo en relación con la doctrina

de Dios se puede obtener una comprensión suficientemente clara de lo que significa la

vida del resucitado. Nos limitaremos a un aspecto característico del mensaje de Jesús

acerca de Dios: su predicación sobre la venida del Reino.

Este tema está relacionado con nuestra comprensión de la comunidad de vida del

resucitado con Dios, pues el Reino pertenece al ser de Dios y la futuridad del Reino de

Dios implica que, de alguna manera, el ser de Dios también es futuro. Todo lo cual

corresponde a la comprensión actual de la relación Dios-mundo, ya que hoy no

consideramos a Dios como la causa eficiente (Wirkursache) primera, sino como el

máximo bien que, en cuanto futuro y no realizado todavía, actúa de forma creadora. Esta

futuridad de Dios significa, para nuestro tema, que también el resucitado está oculto en

el futuro de Dios.

Ahora bien: la futuridad de Dios, en el mensaje de Jesús, no significa que Dios todavía

no esté presente. Más bien Dios, en cuanto es el que viene, determina el presente. Y

podemos decir que la futuridad de Dios ha determinado todo presente, incluso el que

para nosotros es pasado. De esta forma el Dios que viene es contemporáneo de todos los

tiempos, abriéndose así una comprensión de la eternidad de Dios a partir de su futuro.

Por ser el Dios vivo, y poderoso para crear siempre algo nuevo, es siempre -para el

hombre temporal- el que viene; y en cuanto "viene" es contemporáneo de todos los

tiempos. Así habría que pensar también la realidad del resucitado: oculto en el futuro de

Dios y participando de una nueva vida -objeto de nuestra esperanza- que no se nos ha

mostrado todavía en nuestro mundo, el resucitado sería, por el poder de Dios,

contemporáneo de todas las cosas y, en primer lugar, contemporáneo de su propia

existencia terrena. Por este camino se abre, quizás, una comprensión más exacta del

modo cómo el resucitado es idéntico con su tránsito terreno. Se comprendería así la

resurrección de Jesús como el cumplimiento de la pretensión escatológica de Jesús

quien, con su irrupción histórica y su obra, ha hecho ya presente el Reino de Dios que

viene y, por tanto, a Dios mismo. Por su resurrección, que ratifica su pretensión, se

mostró en Él la vida de Dios con fuerza retroactiva para toda su vida terrena. Su vida y

su obra transparentaban para sus discípulos, de forma anticipada, el señorío del

resucitado. Si el Dios que viene está presente en todo tiempo desde su futuro se abre una

mejor comprensión del significado retroactivo de la resurrección de Jesús respecto a su

unidad con Dios, una comprensión más clara de la relación entre resurrección y

encarnación. La encarnación es la unidad del Jesús resucitado con el Jesús terreno.

A partir de ahí se inicia, también, una posibilidad de justificar las expresiones propias

del evangelio de Juan sobre la presencia de la realidad escatológica de la vida (y del

juicio) en el Jesús terreno, sin necesidad de caer en un minimalismo escatológico que

elimine toda escatología futura y esté en contradicción con otras expresiones juaneas.

Una mirada al evangelio de Juan nos obliga a preguntarnos por el significado de la

identidad del resucitado con el Jesús terreno para los que creen en él. Los primeros

cristianos coincidían en que Jesús es "primicia de los resucitados", no sólo en el sentido

de ser el primero en quien se manifestaba la vida futura del justo, sino en el sentido de

que sólo a través de Él esperan todos la vida y salvación futuras. Esto corresponde a la

pretensión de Jesús de que la salvación o condenación futura depende de la toma de

posición frente a Él o su mensaje. Entonces nos preguntamos: ¿cómo se relaciona la

salvación futura de los creyentes con su vida presente de fe en Jesús y su mensaje? El

Jesús juaneo afirma: "el que escucha mi palabra y cree en Aquel que me envió tiene

vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a

la vida" (Jn 5, 24). Si en lugar de oponer el presente de la salvación a su futuro,

entendemos el presente como presente de toda realidad futura, llegaremos a una

comprensión, sobre la identidad de nuestra vida futura de resucitados con lo que ahora

somos históricamente, análoga a la que se dio en Jesús (la identidad del Jesús resucitado

con el Jesús terreno y su historia terrena) la vida del resucitado es su historia

transformada e imperecederamente viva en unidad con Dios. Así, los que creen en Jesús

participan, por el Espíritu, en el futuro de la vida resucitada y toda vida futura -con la

transformación radical que la Biblia llama transfiguración- es idéntica a nuestra

mismidad presente, que tiene su realidad sólo en la historia individual de la propia vida.

La vida futura no es otra que la presente, si bien transformada y transfigurada hasta la

participación en la vida misma de Dios.

Con esto quizá respondemos a la cuestión fundamental sobre la continuidad entre la

vida presente del individuo y el acontecimiento final de la resurrección y juicio

universales. Para establecer el puente que los une, la teología no necesita el recurso a un

alma sin cuerpo, ni a la prolongación del tiempo finito hasta el fin de los tiempos. La

fundamentación de la identidad de nuestra vida futura con nuestra mismidad presente

hemos de buscarla en el poder del futuro de Dios para ser contemporáneo a todo

presente. Poder de Dios que captamos, de alguna manera, como la misteriosa

profundidad de nuestra existencia actual concedida al cristiano por el Espíritu Santo. Tal

identidad pierde, de este modo, lo que tenia de contradictorio e imposible en las

presentaciones tradicionales.

Bajo la superficie de la realidad mundana actual está todavía oculta la realidad

imperecedera, que constituye el misterio de nuestra existencia. Es más: su realidad sólo

será decidida en el futuro, todavía inacabado, de nuestro mundo. Sólo entonces se podrá

decir que está ya presente ocultamente. Así, Dios -en la venida de cuyo Reino

esperamos - está oculto en el presente. ¿No es este el significado de "Dios está en el

cielo? Su existencia y su poder están actualmente ocultos porque su Reino es futuro. En

este sentido está también oculto actualmente el Reino de Cristo, en el cielo, y también

nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3, 3). El futuro es la manifestación

sobre la tierra del Reino de Dios, y con él la vida del resucitado, y en él nuestra vida

misma: este es el futuro en que esperamos y cuya fuerza nos hace vivir. En la

resurrección de Jesús irrumpió ya este futuro. No en balde coinciden las apariciones con

el tiempo de la conciencia de que todo está cumplido, con el tiempo de la fe en la

inmediata cercanía del fin. Este tiempo ha pasado ya, pero con él va ligado

estrechamente lo normativo de todo momento cristiano: la presencia real del Dios que

vive en la historia de Jesús, en la unidad de resurrección y encarnación.

Tradujo y condensó: LUIS TUÑI

 

JEAN DELORME

RESURRECCIÓN Y TUMBA DE JESÚS

Mc 16, 1-8 EN LA TRADICIÓN EVANGÉLICA

Como núcleo y raíz de la fe, la resurrección es objeto de una constante y profunda

reflexión teológica. Abordando, en este artículo, el punto concreto de la relación que

guardan entre sí resurrección y tumba vacía, el autor estudia aquellos elementos

fundamentales que sitúan nuestra fe en el acontecimiento pascual a resguardo de

posibles falsas interpretaciones ajenas al evangelio mismo. Ciñéndose a los ocho

verículos finales de Me, la aportación que presentamos es un modelo de trabajo

exegético y de seriedad creyente.

Résurrection et tombeau de Jesús : Marc 16, 1-8 dans la tradition évangélique, del libro

«La Résurrection du Christ et l’exégèse moderne», Du Cerf, «Lectio Divina», n 50,

París (1969) 105-151

Es imposible hablar actualmente de la resurrección de Cristo sin abordar el tema de la

tumba vacía. Este problema nos llevará a investigar cómo se ha enfrentado con el hecho

de la tumba vacía la primera generación cristiana y a analizar la historia, espíritu y

sentido de esos textos. Partimos de Me 16, 1-8, texto -en toda hipótesis- el más antiguo

de nuestras redacciones evangélicas. Nos preguntaremos si implica una tradición

anterior y si hay otras formas de tradición semejantes. Este estudio, con toda la parte de

hipótesis que encierra, intenta caracterizar el interés que han atribuido a la tumba de

Jesús los primeros creyentes y puede enseñarnos la prudencia y discreción en el modo

de investigar hoy este punto.

El relato de Mc 16, 1-8

Los vv 1-2 constituyen la presentación de los personajes situándolos en el espacio y en

el tiempo. El lector moderno, gracias a los detalles que se le dan, queda predispuesto a

la lectura de un relato de tipo biográfico. Pero pronto queda sorprendido ante la

reflexión que las mujeres se hacen en el v 3, y que es difícilmente justificable en un

relato estrictamente biográfico; ya debieron haber pensado antes en la dificultad de la

piedra del sepulcro. Tal reflexión de las mujeres debe analizarse desde el punto de vista

de su función en el relato: preparar el efecto sorpresa del v 4, al que sigue el espanto del

v 5 (exezambézesan), con todo el matiz de terror sagrado que esta palabra, propia de Me

en el NT, expresa a menudo. El joven de blanco queda designado como un personaje

celeste, pero de momento no se dice absolutamente nada acerca de la presencia o

ausencia del cuerpo de Jesús. El interés se centra en el modo cómo las mujeres quedan

desorientadas frente al mensajero: no encuentran la tumba vacía sino ocupada por el

ángel. Este género literario bíblico nos dice que el ángel aparece para ser escuchado, no

para ser observado o descrito; su mensaje nos dará lo esencial del relato.

Después de la recomendación clásica a la tranquilidad viene la afirmación decisiva en la

vigorosa antítesis del v 6: "buscáis a Jesús el Nazareno, el Crucificado; ha resucitado,

no está aquí", e invita a las mujeres a constatar esta realidad: "ved el lugar donde le

pusieron". Es importante notar que la resurrección es afirmada antes de mencionar la

ausencia del cuerpo y que por tanto no se parte de una constatación física a fin de llegar

a una explicación sobrenatural, ya que la invitación a constatar la ausencia del cuerpo

no es presentada como prueba de la resurrección: sucede todo lo contrario: la revelación

viene de Dios para afirmar lo inesperado: "ha resucitado", y esta revelación explica el

hecho extraño: "no está aquí". El relato acusa, de esta manera, el carácter de lo

inesperado y desconcertante, de algo que sobrepasa al hombre y que tan sólo puede ser

revelado por Dios. El mensaje que el ángel confía en el v 7 a las mujeres traslada

nuestra atención hacia la experiencia prometida a los discípulos y a Pedro (cfr. 14, 28).

Con ello el relato parece querer tomar un nuevo punto de partida: tras la dispersión la

reagrupación en torno al Resucitado a quien "verán" en Galilea. Pero el lector queda

sorprendido ante la brusca conclusión del v 8. La orden del ángel no es ejecutada. Como

no vamos a entrar en la discusión del final original de Me -que sigue en debate- nos

vemos precisados a iluminar nuestro problema a la luz de los vv 1-8.

La insistencia sobre el espanto de las mujeres es típica de un relato de revelación divina.

Su huida recuerda la de los discípulos en la hora en que el Hijo del hombre era

entregado (cfr. 14, 41.50) ; abandono que implicaba la incapacidad de comprender el

misterio del Hijo del hombre llamado a morir y resucitar a los tres días. Su silencio nos

sorprende todavía más. Si no dijeron nada a nadie, ¿cómo se enteró el narrador?, ¿no se

explica suficientemente el mutismo de las mujeres por su miedo?, ¿no se trata, más

bien, de un silencio ligado a la duración de esa fuerte emoción, en lugar de ser un

silencio definitivo? No hay que atenuar lo más mínimo la fuerza de la doble negación

del v 8: "no dijeron nada a nadie". Encontramos la misma construcción en el episodio de

la curación del leproso (cfr. 1, 44) en donde el silencio y la obligación de dar testimonio

al sacerdote son incompatibles, pero urgidos al mismo tiempo. Me, en función de sus

ideas sobre el secreto mesiánico, probablemente intensifica la formulación de una orden

de silencio que quizá no era tan absoluta en su fuente o en la realidad. La expresión

tajante de Me sobre el silencio de las mujeres reve la el carácter paradójico de la

revelación de Jesucristo. El desconcierto de la mañana de Pascua lleva a su culmen la

evocación dramática -subyacente en todo el segundo evangelio- de la impotencia

humana para penetrar el misterio revelado de Jesucristo.

Así, todo el relato está en función de la revelación del misterio de la resurrección del

Crucificado. Dirigida a las mujeres, que tan sólo piensan en un muerto, esta revelación

alcanza un relieve sorprendente y deja a sus auditores en una confusión extrema. En

torno a este punto, que es el esencial, se organizan todos los elementos del relato

omitiéndose todo lo que no es estrictamente indispensable. Las mujeres no constatan la

ausencia del cuerpo de Jesús; su única función es quedar enfrentadas, bien a pesar suyo,

con un misterio impenetrable y quedar sumidas en ese temor con el que la Biblia

expresa el total desconcierto del hombre ante las manifestaciones de Dios. La única

función del ángel es revelar esta intervención de Dios remitiendo a la revelación que los

discípulos y Pedro han de recibir.

Estamos muy lejos del relato detallado de una experiencia vivida contada al nivel de la

psicología humana. La significación teológica de esta escena eclipsa todo otro interés: la

resurrección del Crucificado no es una idea humana, sino un acto de Dios que no puede

dejar de ser revelado.

EL RELATO DE MARCOS Y LA TRADICIÓN

Para la búsqueda de las fuentes de Mc 16, 1-8 la comparación con Mt y Lc no es de gran

ayuda, ya que sus perspectivas son muy diferentes. Por otra parte, la explicación de Mt

y Le a partir de Me no es desmentida por ningún acuerdo significativo en contra de Mc,

quien permanece como el primer testimonio del relato de la visita de las mujeres a la

tumba. Es, en definitiva, a Mc mismo a quien hay que interrogar sobre sus fuentes

eventuales. Ciertas incoherencias, que exigen una explicación, pueden revelar una

redacción por etapas o a partir de elementos ajenos que Mc aprovecha.

Coherencia del relato

En el v 2 hay dos precisiones temporales que no se concilian bien: "muy de madrugada"

y "habiendo salido el sol", incoherencia que ya sintieron los copistas de los códices y

que sigue incomodando a los actuales comentaristas. La expresión "de madrugada"

(proï) puede quedar en Mc bastante vaga, pero el "muy de madrugada" (lían) expresa

"antes del día" (cfr 1, 35). No parece ser una explicación suficiente decir que Me se

imagina a las mujeres saliendo de casa muy pronto y llegando al sepulcro habiendo

salido ya el sol. Lc es más coherente y dice sólo "muy pronto", al paso que Jn dice

"temprano, cuando todavía estaba oscuro". La incoherencia se agrava debido a que la

expresión paralela de Mt, "al alborear el primer día de la semana", puede designar tanto

la aurora del primer día como el comienzo de éste en la tarde del sábado según el

cómputo judío. M. Black se pregunta si los titubeos fueron debidos a la diversa

comprensión de una expresión aramea. Acaso son las dos indicaciones de Mc su

interpretación de un dato anterior.

Analicemos ahora el desacuerdo de los vv 7-8 que muestran una unidad muy

imperfecta. La huida y el silencio de las mujeres es desconcertante después de la misión

que el ángel les encarga. Muchos críticos estiman que el v 7 es un añadido a un estadio

anterior al relato. Este texto aparece ya en el 14, 28 como algo ajeno a su contexto. Mc

parece querer completar allí el anuncio de la dispersión del rebaño con el de la

reagrupación en Galilea en torno al Resucitado. De modo semejante, en 16, 7 la

afirmación del hecho de la resurrección es completada por una obertura sobre la

tradición de las apariciones a los discípulos y a Pedro, de quienes los cristianos han

recibido la predicación. En el v 8 la preocupación por justificar con dos partículas

causales (gar) la huida y el silencio de las mujeres, lo integra en su visión de las cosas.

Por otra parte, que éstas parezcan desobedecer al ángel no es sorprendente si tenemos en

cuenta las veces que Me subraya el caso omiso que los beneficiados por los milagros

hacen de las prohibiciones de hablar que Jesús les impone. Aquí se trataría de lo

inverso: prohibición de guardar silencio. Es improbable que ya en la tradición anterior a

Mc el mandato angélico y el mutismo de las mujeres hayan entrado al mismo tiempo en

el relato 1. El desacuerdo entre los vv 7 y 8 no es, pues, tan insuperable en la perspectiva

de Mc y no parece que deba remontarse a algún relato tradicional, pues el mismo Mc ha

podido modificar la conclusión en sus vv 7 y 8.

Respecto al papel de los vv 7-8 en el conjunto del relato, M. Brändle ha demostrado que

todos los elementos de esta perícopa se concatenan perfectamente en una sucesión

narrativa. Las diversas peripecias, el suspense, subrayan el carácter inesperado de lo que

les acontece a las mujeres por medio de las cuales somos colocados ante el misterio de

la resurrección. Frente a los críticos que no se resignan a ver en 16, 8 el final de Me es

más sencillo pensar que en los vv 7-8 el evangelio alarga la conclusión de un relato

tradicional, cuyos elementos esenciales ha presentado ya en los vv 1-6. La pluma de Me

se reconoce claramente en el v 8, y el paralelismo del v 7 con 14, 28 permite explicar su

inclusión 2. Aunque Mc termine de ese modo tan extraño, quizá le baste haber afirmado

el hecho de la resurrección gracias a un relato en el que se expresa el misterio por me

dio del espanto y desorientación de las mujeres, al mismo tiempo que remite al lector a

la tradición bien conocida de las apariciones a los discípulos y a Pedro. Si el silencio de

las mujeres es un dato de la tradición, se confirmaría lo que sugieren los discursos de los

Hechos y 1 Cor 15 donde el testimonio apostólico no se refiere en nada a la experiencia

de las mujeres. Avanzamos por este camino hacia la idea de una cierta independencia

original de las dos tradiciones: las apariciones y la visita de las mujeres a la tumba.

Los nexos del relato con el contexto

La existencia de un relato de la pasión anterior a Mc es comúnmente admitida.

Elementos de interés secundario parecen haber sido incrustados en una trama más

antigua. Si se pudiese mostrar que el relato de las mujeres en la tumba vacía pertenece a

la trama, su carácter antiguo sería muy claro. Pero los expertos no están de acuerdo

sobre los límites exactos del relato primitivo más allá de la muerte de Jesús.

E. Dhanis, basándose en las conexiones literarias que unen crucifixión, sepultura y

visita a la tumba, piensa que estas perícopas forman parte del "antiguo relato

catequético de la pasión". Invoca la correspondencia de las tres afirmaciones de la

confesión de fe de Pablo en 1 Cor 15, 3-5 "murió... fue sepultado... resucitó al tercer

día", en favor de un relato primitivo que hubiera influido tanto sobre estas perícopas de

Me como sobre la confesión de fe de Pablo. Si tal relato nació de la necesidad en que se

hallaba la catequesis cristiana de hacer asimilable el escándalo del suplicio del Mesías,

ese relato no podía finalizar con la crucifixión, sino que pudo muy bien terminar con la

visita a la tumba, en la que se da el anuncio celeste de la victoria de Jesús sobre la

muerte.

Notemos tan sólo dos dificultades frente a esta hipótesis. En primer lugar, las sensibles

diferencias que existen en la triple mención de las mujeres -después de la muerte de

Jesús (15, 40), durante la sepultura (15, 47) y de camino hacia la tumba (16, 1)- no se

explican claramente según la teoría de una composición literaria unitaria. Al contrario:

la triple mención señala las fluctuaciones de la tradición y el distinto origen de los

relatos de la sepultura y de la visita a la tumba que debieron tomar forma independiente

entre sí y con anterioridad a Me, sin que esto excluya el que haya n podido pertenecer -

con anterioridad a Me- a un relato seguido de la pasión. Además carecen de las típicas

referencias al AT. Por otra parte en la sepultura no son ellas, sino un judío rico el que se

encarga de todo. Nada precisa que la sepultura haya sido precipitada o incompleta: se

insiste sobre la rapidez de la muerte de Jesús, no sobre la rapidez de la sepultura. Las

mujeres, ajenas a la acción, sólo son mencionadas al final y tan sólo como testigos del

lugar en que pusieron el cuerpo de Jesús. Pero sucede que en el versículo siguiente las

mujeres compran perfumes y se dirigen a la tumba para ungir el cuerpo de Jesús como si

fuera algo que les correspondiese a ellas (16, 1). ¿Han podido ser contados así estos dos

relatos, desde un comienzo, uno a continuación de otro, como si ambos hubieran nacido

de la misma predicación o catequesis primitiva?

En segundo lugar, es claro que el kerigma une fuertemente la pasión y resurrección, y

así aparece en las tres profecías de la pasión de Mc (8, 31; 9, 31; 10, 33-34). Sin

embargo el largo relato de la pasión parece no hacer referencia a la resurrección sino en

un único versículo (14, 28). Parece, pues, imposible hacer derivar de la misma

catequesis primitiva los relatos evangélicos de la pasión y de la resurrección. El carácter

tradicional de Me 16, 1-8 no puede reivindicarse en nombre de sus posibles lazos con

un relato catequético de la pasión. Busquemos pues, una situación vital (Sitz im Leben)

para Mc 16, 1-8.

BUSCANDO UN MEDIO DE ORIGEN

El mensaje pascual (v 6a)

Lo esencial del mensaje del ángel es: "buscáis a Jesús, el Nazareno, el Crucificado; ha

resucitado". El Nazareno es el uso típico de la predicación de Pedro en Jerusalén para

distinguir a Jesús de cualquier otro Jesús (Act 2, 22; 3, 6: 4, 10). De hecho, Jesús "el

Nazareno" es "el Crucificado". En un caso concreto Pedro precisa: "ha sido por el

nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios

resucitó de entre los muertos" (Act 4, 10). Y Me 16, 6a presenta le misma estruc tura que

este texto: opone crucifixión a resurrección, emplea el mismo vocabulario (crucificarresucitar)

y usa la misma precisión, Jesús, el Nazareno. Es la fórmula más sintética en la

que se concentra lo esencial de las predicaciones de Pedro, construidas sobre la

oposición entre cruz y resurrección.

He aquí cómo el mensaje del ángel en la tumba nos remite, por razones estructurales y

de' léxico, a los discursos de Pedro en los Hechos. Tal interrelación debe ser explicada a

partir de un lugar común que posibilite la afirmación de la resurrección en contraste con

la crucifixión. Ese lugar común es Jerusalén donde se inicia un lenguaje apologético e

incluso polémico. Allí había que superar el escándalo de la cruz y oponerse a las

impugnaciones de los adversarios proclamando la rehabilitación, por el poder de Dios,

de "el Nazareno, el Crucificado". La formulación kerigmática de Mc 16. 6a nos aclara

que se trata de un texto destinado a un público concreto. Pronunciado por el ángel

significa que el mensaje pascual de los apóstoles es Palabra de Dios. Pero, ¿en qué

medio comunitario de Jerusalén se ha acuñado esta formulación?

"No está aquí. Ved el lugar en que le pusieron" (v 6b)

Esta expresión es única en los evangelios. No basta, a fin de explicarla, invocar el

carácter visual de muchos relatos de Me. Aquí hay algo más: este modo de dirigir la

mirada hacia un lugar preciso testimonia un interés por el lugar en cuanto tal. ¿En qué

medio se ha podido manifestar este interés bajo esta forma concreta?

a) Nuestro relato y el interés del judaísmo por las tumbas de los profetas y los

justos

Se podrían encontrar con facilidad fórmulas análogas a Mc 16, 6b en los relatos de los

peregrinos cristianos a Palestina. En el judaísmo contemporáneo de Jesús y de los

orígenes cristianos está bien comprobado el interés religioso popular por las tumbas de

los personajes santos. Muestra de ello son los monumentos edificados sobre o junto a

las tumbas, como testimonia Mt 23, 29. Se creía en el poder taumatúrgico y de

intercesión de esos personajes y tenemos indicios suficientes como para hablar de

peregrinaciones populares a sus tumbas.

En este ambiente es inconcebible que la comunidad primitiva de Jerusalén haya podido

desinteresarse completamente de la tumba en que fue puesto el cuerpo de Jesús: no se

trata simplemente de la tumba de un mártir o de un profeta venerado, sino del lugartestigo

del misterio de la salvación. El relato de la sepultura de Jesús (Me 15, 42-47)

constituye una explicitación de ese interés judío y su transmisión no puede entenderse a

no ser que se refiera a una tumba concreta que se mostraba en Jerusalén como la de

Jesús. Sin tratar del valor histórico de este texto, la simple existencia de tal relato

tradicional supone que se podía mostrar una tumba de esas características en Jerusalén.

Tras las palabras del ángel podemos captar el interés, manifestado inicialmente en

Jerusalén, por mostrar un lugar preciso ("el lugar en que le pusieron") y rodear ese lugar

de una atmósfera de asombro ante lo divino, muy característica de Mc.

b)Nuestro relato y la conmemoración religiosa de la pasión en Jerusalén

En el relato de la pasión nos encontramos junto al interés doctrinal con precisiones

topográficas y cronológicas que no pueden ser todas de carácter estrictamente

biográfico. Por ejemplo: el horario del viernes que Me propone no es l a duras penas

pudo serlo) el de los acontecimientos -Jesús es crucificado a la hora tercia (15, 25), dato

que Lc omite- sino el correspondiente a las horas tradicionales de la oración. Además, la

dotación de los hechos que propone Me es difícil de explicar sin tener en cuenta la

influencia de un calendario litúrgico que lleva a situar en plena fiesta de Pascua el

proceso y la ejecución de Jesús.

G. Schille propone ver en el origen del relato de la pasión una celebración anual de la

Pascua en Jerusalén con tres grandes momentos: 1) anámnesis (recuerdo,

conmemoración) de la última noche de Jesús, ligada a los ágapes fraternales: 2) liturgia

del viernes santo a las horas de la plegaria judía; 3) liturgia de la mañana de Pascua con

visita a la tumba de Jesús. Es ésta una hipótesis atrevida, pues ¿cómo reconstruir una

liturgia pascual seguida a partir de unos datos tan separados? Además, el relato de la

pasión ofrece muchos rasgos que permanecen inexplicados si se quiere hacer derivar

únicamente de la predicación o catequesis, mientras que esos rasgos reciben todo su

valor en un movimiento de conmemoración religiosa, que favorece la evocación del

pasado y la asimilación presente del misterio evocado. Esa conmemoración religiosa

puede explicar tanto la forma dramática de unos relatos bien situados en el espacio y en

el tiempo, como dar razón de un relato seguido sobre el drama de la salvación.

Los peregrinos cristianos de origen judío que van a Jerusalén (dato atestiguado por los

Hechos y cartas de Pablo) difícilmente podrían desinteresarse de los lugares de la pasión

y la tumba. Lo mismo podemos decir de los cristianos de Jerusalén. Sin llegar a hablar

de una celebración pascual cristiana, hay que contar en el origen de nuestros relatos -y

en concreto en éste de las mujeres en la tumba- con la visita a los lugares de la pasión,

así como con la conmemoración religiosa en Jerusalén de esos acontecimientos. La

ausencia de todo relato de aparición del Resucitado no tiene nada de extraño desde este

punto de vista; mientras que la concentración de la fe en la resurrección en un relato de

visita a la tumba, conviene perfectamente a este contexto sin exigir una aparición. Así se

corrobora la evolución diferente -antes constatada-, e incomprensible a partir del

kerigma, de la tradición de la pasión y de la tradición de las apariciones.

La forma literaria de Mc 16, 1-8

Se trata de un relato de revelación en un lugar concreto: la tumba de Jesús. La Biblia

abunda en relatos semejantes como son los de fundación de santuarios en los que el

ángel juega tan sólo el papel de explicitador de una misteriosa intervención divina

importante en la historia de la salvación. Es inexacto hablar de "ángel intérprete", ya

que no contesta a ninguna pregunta de las mujeres; sólo la Palabra de Dios, revelada en

la Iglesia, da acceso al misterio incaptable del poder de Dios. El interés por el lugar, la

intervención del ángel, el acento kerigmático de su mensaje, el espanto de sus

auditoras... revela el sentido del relato ausente de toda apologética. El peregrino no

busca pruebas, va al lugar con su fe para captar mejor el objeto, más allá de lo sensible.

Un movimiento de veneración en torno a la tumba de Jesús puede explicar la formación

y la orientación fundamental del relato: lo esencial es el encuentro inesperado de las

mujeres con el mensajero divino. Aunque este dato no permite restaurar el contenido del

relato primitivo, autoriza sin embargo algunas indicaciones:

a) Hemos apuntado que los vv 6-7 revelan la influencia de una formulación kerigmática,

de origen apostólico, que uniera resurrección y apariciones. Sin embargo, la forma

literaria de los relatos sobre lugares sagrados no implica una orden de misión. En este

caso el creyente que viene a la tumba con la fe de los apóstoles no tiene necesidad de

que se le expliciten las garantías. Además en un relato de interés local no se justifica la

alusión a Galilea. De aquí hemos de inferir que el v 7 ha sido añadido después. Su

adición manifiesta la preocupación -quizá catequética- de enlazar la tradición particular

de Jerusalén con la de las apariciones a los apóstoles, al mismo tiempo que anticipa ya

el prurito de Mt y Le por articular en un relato seguido la ida a la tumba y la revelación

del Resucitado por sí mismo.

b) La redacción de Me del v 8 nos oculta su prehistoria pero es posible considerar como

elemento más antiguo la huida y el silencio de las mujeres. Notemos que más antiguo

no quiere decir, a la fuerza, primitivo. Los relatos bíblicos de revelación sobrenatural se

caracterizan por concluir con el temor o la alegría de los beneficiados por ella. Ya que

una tradición literaria no está determinada por leyes rígidas en un caso particular puede

conocer variantes (cfr. Mt 28, 8), y por ello el género literario y el medio de origen no

autorizan ninguna inferencia segura sobre el modo de su conclusión. El silencio de las

mujeres -por el que Me tenía razones para interesarse- podría ya, si es anterior a su

redacción, revelar el interés por comparar el relato de Jerusalén con otros datos de la

tradición (Mt y Le) que parecen ignorar ésta. De aquí que este silencio no pueda ser

explotado como una prueba del carácter tardío del relato.

c) El inicio del relato primitivo es difícil de imaginar. El inicio actual busca subrayar

que las mujeres no están preparadas para la revelación que les espera, o bien muestra la

preocupación por colocar en torno del cadáver de Jesús a amigos y creyentes. Este

inicio puede convenir realmente a un relato destinado a los creyentes que van a la tumba

de Jesús por motivos de veneración y meditación.

En definitiva: se nos escapan las pruebas decisivas para poner, sin más, el relato de Mc

en relación con una liturgia pascual ya bien estructurada. Sin embargo, es posible

aproximar el motivo de conmemoración religiosa con el que lleva a los visitantes a la

tumba de Jesús, ya que el movimiento de fe en la resurrección se manifiesta en ambas

partes. Esta indicación no agota el problema del "tercer día" ni de su sentido biográfico

o teológico; si bien podría permitir reconocer también en el dato cronológico de Mc 16,

2 un rasgo del relato primitivo que está de acuerdo con el espíritu de este relato de Mc.

CUESTIONES ABIERTAS

Para una historia de la tradición

1) Formación del relato de Mc 16, l-8. a) El misterio de la resurrección de Cristo

recordado y meditado en esa tumba vacía, que se afirmaba ser la de Jesús, explica la

formación de un relato centrado sobre la revelación del misterio, en términos de

predicación apostólica, recibida como Palabra de Dios.

b) El interés de los residentes en Jerusalén y de los peregrinos se reconoce en la

atención por los lugares concretos que sostienen una evocación e incluso

conmemoración y visita de los lugares en que ocurrieron los acontecimientos de la

historia de la salvación. Y al querer reagrupar los relatos de la tradición jerosolimitana,

éste de la visita a la tumba ofrecía una conclusión sugestiva al afirmar la victoria

definitiva del Crucificado allí donde la muerte pudiera haber parecido victoriosa.

c) Nuestro relato fue puesto en relación con la tradición de las apariciones a los

discípulos, de gran importancia en la predicación ,y catequesis de las primitivas

comunidades. El mensaje del ángel constituía ya un llamamiento a la predicación

apostólica, acentuada por la orden de comunicarlo a Pedro. Esta adición oficial

testimonia, quizá, una preocupación catequética, pero en todo caso un interés por el

modo cómo nació la fe pascual.

d) Quizá sea Mc el responsable de esta adición, que recoge y reformula en 16, 7 la

palabra de Jesús de 14, 28, haciendo de ella el culmen de la evocación de la existencia

terrena de Jesús. Pensaría que integrando así el kerigma y nombrando a sus garantes

principales, el episodio de las mujeres podría conc luir su libro sin que tuviera que

elaborar los datos tradicionales en un relato más largo. Este episodio le ofrecía los

rasgos suficientes para subrayar el carácter paradójico de la manifestación de Jesucristo

en estos tiempos del "secreto" que debían finalizar -una vez cumplido el misterio- con la

misión de los doce. La conducta de las mujeres ilustra la incomprensión de los hombres

ante el misterio del Mesías crucificado y resucitado.

2) De Mc a los otros evangelios. Aunque los elementos paralelos a Mc 16. 1-8 en los

relatos de Mt. Lc y Jn son fáciles de reconocer, nuevas preocupaciones y deseos han

impuesto transformaciones de importancia.

Mt ofrece una composición original para refutar una versión judía que acusa a los

discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús. Al mismo tiempo se nota un deseo de

síntesis doctrinal presentando el mensaje del ángel como una introducción a las

apariciones del Resucitado a las mujeres (Mt 28, 9-10) y a los once (Mt 28, 16-20).

Le testimonia un interés por la tumba vacía en cuanto tal: la constatación es hecha por

las mujeres antes de la intervención de los ángeles Le 24, 3) ; después, los discípulos y

Pedro verifican el hecho (Le 24, 12. 24).

Jn es todavía más original. A partir del descubrimiento de la tumba por María

Magdalena (Jn 20, 1) sugiere la inconsistencia de la posibilidad de un traslado del

cadáver de Jesús (Jn 20, 2. 6. 7. 13. 15). Sobre todo intenta mostrar cómo se sitúan ante

la fe, o cómo acceden a ella los diversos tipos de discípulos.

Según estas diversas perspectivas evangélicas, se puede considerar la escena así: a) la

venida de las mujeres a la tumba abre una narración en la que se evoca el nacimiento de

la fe en la resurrección de Jesús. El hecho decisivo es el autotestimonio del Resucitado

que se aparece. En cambio Mc nos deja desconcertados ante un misterio revelado por la

Palabra de Dios: b) se hace necesaria una apologética sobre la tumba vacía. Mt lucha

contra un malévolo medio judío. Lc y Jn van contra objeciones que parecen venir del

mundo griego: de ahí su insistencia en la constatación de la tumba vacía y en las

verificaciones físicas de la realidad del Resucitado (Le 24. 36-43; Jn 20, 2428) ; c) la

evolución de la tradición lleva a subordinar el interés por la tumba a otros puntos de

vista. Para Mt, el anuncio a las mujeres prepara la intervención del Resucitado mismo.

Para Le, la fe y la predicación de los apóstoles es independiente de lo que dicen las

mujeres (Le 24, 11. 22-24) y los discípulos de Emaús (Le 24, 11. 34) : la fe de la Iglesia

ha nacido de las apariciones (Le 24, 2434.36-43). Jn nunca presenta la tumba vacía

como prueba de la resurrección. En el paralelo entre Pedro y el otro discípulo (Jn 20, 8-

9), éste interpreta el signo gracias a una fe que se anticipa a los acontecimientos.

En Me la huida y silencio de las mujeres, además de asegurar la independencia de la

tradición apostólica, excluye toda preocupación por fundar hasta la fe de las mismas

mujeres en la experiencia que acababan de tener. Quizá este punto de vista pudiera ser

ya el del relato primitivo. En todo caso, el estilo de kerigma apostólico del mensaje del

ángel es indicio de la importancia primordial que Mc concede al testimonio de los

apóstoles en los orígenes de la fe. La tradición que se interesa por la tumba de Jesús

traduce el reflujo de la fe pascual sobre el último lugar que fue la presencia terrestre de

Cristo. Pero la fe pascual surge de la revelación de la realidad presente del Resucitado

en el seno de la existencia de sus discípulos.

3) Otros datos de la tradición evangélica. Los relatos de Mt. Lc y Jn aportan otros datos

interesantes respecto a Me 16, 1-8: aparición del Resucitado a las mujeres y verificación

de la tumba vacía por los discípulos.

a) El lugar que tenían las mujeres en la comunidad primitiva de Jerusalén, según Act 1,

14, podría estar justificado por una aparición que la tradición oficial habría marginado al

no ser estimado el valor testimonial de las mujeres. Es delicado decir más, hablar de un

relato o de su contenido, e imaginar sus relaciones con el relato tradicional de la

angelofanía en la tumba. La sobriedad se impone.

b) P. Benoit explica el parentesco de Lc y Jn por una tradición juanea utilizada por Lc

(24. 12) en un estadio de evolución anterior al que atestigua Jn 20. 3-10. Esa tradición

comprendería: las mujeres y después los apóstoles, alertados por ellas han encontrado la

tumba de Jesús abierta y habiendo constatado la ausencia del cuerpo de Jesús quedan

perplejos. Este sobrio relato sería el origen de Me 16. 1-8. más teológico y suficiente en

sí mismo para enunciar el mensaje de la resurrección. Pero esta tradición parece

demasiado comprometida con una apologética de tipo griego como para ser la más

antigua. Es más bien característica de la importancia que toma la tumba vacía después

de la difusión de un relato tipo Me. En cuanto a la pretendida sobriedad podría

constituir un indicio de su carácter secundario: en una comunidad como la de los

orígenes cristianos es difícil pensar que hayan existido relatos limitados a la

constatación neutra de un hecho material. ¿Pudo existir alguna vez un relato

concerniente a la tumba de Jesús sin que fuese iluminado de alguna manera por la fe en

la resurrección? Nos parece que Me 16, 1-8 ofrece mayores garantías de antigüedad.

Con todo, interesa situarlo también en relación a la tradición de la predicación y

catequesis.

4) Mc16, 1-8 y la predicación apostólica. Mientras unos críticos pretenden declarar

"secundaria" la tradición de Me 16, 1-8 basados en el silencio de Act y 1 Cor 15, otros

piensan que la idea de la tumba vacía se halla implícita en estos textos. Ante la

imposibilidad de entrar en tal debate contentémonos con fijar algunos puntos de

referencia.

a) Parece juicioso renunciar a ver en los textos kerigmáticos y catequéticos que la

comunidad primitiva recibe de Pedro y Pablo, un relato de la tumba vacía; los textos en

sí mismos no nos lo dicen. A quien insista en las concepciones judía y cristiana

primitivas de la resurrección corporal habrá que decirle que la resurrección era un tema

debatido en el judaísmo de aquella época, pues siendo un tema escatológico y por ello

forzadamente impreciso, era susceptible de muchos matices; que Mc 12, 21-27 no está

de acuerdo con las concepciones de los fariseos sobre este punto; que la experiencia

desconcertante de las apariciones del Resucitado tuvo que romper algunos esquemas

mentales demasiado estrechos.

b) Tampoco habría que esgrimir los textos de Act y 1 Cor 15 en contra del carácter

tradicional de Mc 16, 1-8. Este relato debe su origen a otras preocupaciones distintas de

las kerigmáticas y catequéticas y se ha transmitido por otros caminos. Si se respeta la

diversidad de formas literarias y medios o funciones comunitarias, se buscará en cada

relato lo que es propio suyo. Mc 16, 1-8 puede ser anterior a la catequesis paulina sin

que Pablo la haya utilizado. El silencio de la predicación misionera no excluye una

tradición, en un medio concreto, sobre la tumba de Jesús.

c) La forma de tradición atestiguada por Mc 16, 1-8 es, con todo, posterior a la tradición

de las apariciones, sin que esto quiera decir que sea posterior a los relatos actuales de

apariciones cuya formulación puede no ser anterior a la del relato primitivo de Me" La

distinción entre los medios de formación y transmisión explica este hecho. La

formulación del mensaje del ángel supone una cierta elaboración de la predicación

misionera en Jerusalén. Y este tipo de relato implica la práctica ya instaurada de visitas

a la tumba de Jesús.

La comparación de las dos tradiciones es más interesante desde el punto de vista de su

antigüedad. Es la inclusión de las dos tradiciones en la forma de un relato continuo por

Mt, Lc y Jn lo que ha engendrado la idea de un doble fundamento para la afirmación de

la resurrección: la tumba vacía y las apariciones. En su origen, el relato giraba no sobre

la ausencia del cadáver sino sobre el contraste entre el pensamiento completamente

humano de las mujeres y el misterio inesperado realizado por el poder de Dios y

revelado por su Palabra. Su intención no era formular una prueba ni valorar un signo,

pues la forma del relato supone la fe ya iluminada y garantizada por el testimonio

apostólico.

Ahí reside la razón del silencio de la predicación misionera y de la catequesis paulina

sobre la tumba vacía: las apariciones y la calidad de los testigos es lo que fundamenta la

fe. Si Pablo no habla de la tumba vacía se debe a que en su situación concreta no puede

sacar de ella ningún provecho. La tradición que se interesa por la tumba implica una

concepción muy realista de la resurrección, que también es poseída por la teología de

Pablo. Pero la primera no es exigida como condición necesaria de la segunda, ya que la

desaparición del cadáver no es capaz de definir la naturaleza del cuerpo resucitado. Sólo

las apariciones pueden fundar a la vez la realidad y el carácter indefinible de la

corporeidad de Cristo resucitado. Será precisamente la reflexión sobre el cómo de esta

corporeidad lo que provocará el desarrollo de los relatos de aparición no de los que

tratan de la tumba. A partir de la apologética de los medios ambientes reflejados por Lc

y Jn la tumba vacía será valorada como un preámbulo a la fe, pero siempre sin

importancia a no ser que hubiese unas apariciones que suscitasen la fe.

El punto de vista de la crítica histórica

Las reflexiones anteriores han sido necesarias para captar el sentido de los textos a fin

de abordar el problema de su valor histórico. Pero lo esencial de esta tradición -la

afirmación de la resurrección del Crucificado, recibida como Palabra de Dios- escapa a

los métodos de investigación propios del historiador. El hecho de que las mujeres hayan

ido al sepulcro y no hayan encontrado su cuerpo le es accesible tan sólo a través de un

texto o de una tradición integrada en una síntesis que implica toda una antropología y

una escatología de las que recibe el sentido. El historiador, creyente o incrédulo, es

invitado a la prudencia si, no contento con homologar el hecho humano transmitido,

intenta además extraer de él un hecho bruto. Si lo intenta sus conclusiones dependerán

de su propia postura personal filosófica c religiosa. Sin esperar del historiador más de lo

que puede dar, podemos hacer algunas constataciones.

1) El historiador se encuentra ante un interés manifiesto, en la comunidad cristiana

primitiva, por una tumba que se tenía por la de Jesús, a la que se iba con un espíritu de

veneración religiosa, suscitada por la fe en la resurrección de Jesús.

2) Esta tradición refleja la visión que podía tener un peregrino de una tumba excavada

en la roca, abierta, vacía, y expresa la fe en el misterio, revelado por Dios, de la

resurrección del Crucificado. Este valor de actualidad y este significado de la tradición

para los que la reciben ,y la transmiten, ¿son compatibles con un recuerdo auténtico?: a)

¿puede explicarse como pura creación legendaria la existencia de esta tradición, ligada a

un lugar concreto de Jerusalén y surgida en un intervalo de tiempo tan corto respecto a

los acontecimientos?, ¿podría enseñarse la tumba de Jesús como la de un desconocido, o

dudar de unos personajes conocidos por su nombre como José de Arimatea o las

mujeres?: b) esta tradición no revela, en su origen, ninguna preocupación apologética,

pues ésta hubiera tenido interés en poner hombres en escena y no mujeres. Su

pretensión es ayudar a leer en la fe un hecho extraño 3 ; c) podría decirse que la idea y el

relato de la tumba vacía han sido exigidos por la concepción que un judío o un judeocristiano

tenía de la resurrección. Pero en este caso, ¿por qué razones este postulado no

ha jugado ningún papel en la predicación oficial de Pedro y Pablo que afirma la

resurrección y expresa la realidad del "cuerpo' espiritual" de Cristo, sin necesidad de

esta tradición? Tampoco hay que esperar la reacción del ambiente griego (Lc y Jn) que

conduce a insistir sobre las verificaciones físicas de la persona de Cristo y sobre el valor

de la tumba vacía en cuanto tal. En su origen la tradición de la tumba vacía no insiste en

ninguna concepción determinada de la resurrección, y no dice nada sobre el misterio,

sin testigos, de la resurrección en sí misma. En estas condiciones, ¿no es más sencillo

admitir que el recuerdo de un hecho - la ida de las mujeres a la tumba y el no encontrar

el cuerpo de Jesús- ha sido iluminado por la fe nacida de las apariciones, y ha sido

utilizado después en un relato adaptado a la proclamación y meditación, en la tumba de

Jesús, del misterio de su resurrección?

3) Por tanto, no hay que pedir al historiador más de lo que sus instrumentos de crítica

racional le permiten obtener. El hecho de las apariciones, como experiencia vivida en

los orígenes de la Iglesia, puede estar fuera de su competencia, pero no la importancia

reveladora de las mismas, ni la interpretación que las apariciones han proporcionado del

estado de la tumba de Jesús y que se ha expresado en la tradición de Mc 16, 1-8. El

único hecho bruto sobre el que el historiador puede ser inducido a pronunciarse (las

mujeres no han encontrado el cuerpo de Jesús) permanece ante sus ojos como un

enigma al que no puede, en nombre de su ciencia, aportar la solución. Si intenta una

explicación natural no dispone de ninguna prueba que le permita hacerlo. Consciente de

los límites de la crítica histórica y dotado de sentido del humor dejará pendiente el

asunto.

Para una reflexión teológica

1) La reflexión teológica parte del testimonio apostólico expresado en los textos del NT

y no de las conclusiones de una investigación racional sobre el objeto de la fe. Una

tumba vacía es un hecho que depende de la historia como las tumbas vacías de los

faraones egipcios. La tumba vacía de Jesús, desde esta perspectiva, no podría ser objeto

de la fe, pues la realidad a la que llega la fe no es de orden histórico. La tumba vacía no

tiene valor de signo sino iluminada por el autotestimonio del Resucitado revelándose a

los apóstoles. Si la tumba vacía no es objeto de la fe, ¿no será, al menos, su fundamento

o punto de partida? Para nosotros esta cuestión no tiene sentido, pues nuestro itinerario

hacia la fe en Cristo resucitado no parte de una investigación histórica sobre el hecho,

aunque pudo ser así para aquellos que vivieron los acontecimientos que nos narra el

relato. Pero aun en este caso hay que subrayar que aquellos no supieron hacer de su

constatación una prueba de la resurrección: de no hallar el cuerpo no infirieron

directamente la resurrección. El problema es distinto para las apariciones que, sin

constituir pruebas en sentido riguroso, están ligadas al nacimiento de la fe y constituyen

para el teólogo hechos de revelación.

2) ¿No será, como mínimo, la tumba vacía la conditio sine qua non de la fe en la

resurrección de Jesús? El historiador, si intenta examinar esta cuestión, debe averiguar

la secuencia original de los acontecimientos e informarse de la concepción escatológica

judía de la resurrección. Esta noción se reveló como la única capaz de traducir la fe en

la nueva realidad que se manifestó en un contacto nuevo de los discípulos con Jesús

después de su muerte. Lo que era una categoría del lenguaje de la esperanza se llenó de

una experiencia inusitada y jamás expresada que tuvo que romper los moldes de las

representaciones judías tradicionales. Por otra parte, el historiador deberá tener en

cuenta las estructuras del pensamiento apocalíptico, que aparecen en la expresión de la

fe cristiana primitiva y que nos son, en parte, bien extrañas 4.

El teólogo, por su parte, debe abordar el tema desde una reflexión que no está dominada

por la contingencia histórica, por la necesidad de que la tumba haya quedado vacía. Sin

llegar a una hipótesis límite, se puede muy bien concebir que un hecho como la tumba

vacía haya sido histórico sin ser necesario. Este ha sido el caso de otros muchos

acontecimientos significativos de la historia de la salvación. De aquí que en nuestro

caso venga exigido un examen de las representaciones ligadas a la afirmación de la

resurrección. Las concepciones actuales - físicas y biológicas- de la materia corporal

reclaman urgentemente una crítica atenta del lenguaje de nuestra fe. Para esta crítica, el

tema de la tumba vacía no nos es de gran ayuda en orden a expresar la realidad nueva

del Resucitado. La tumba vacía posibilitaría una traducción del realismo de la fe, pero

habría que conjurar inmediatamente el peligro demasiado real de representarnos la

resurrección de Jesús como la reanimación o revivificación de un cadáver a la manera

de Lázaro.

3) La crítica de las representaciones debe conducir al teólogo a una búsqueda de las

significaciones, ya que el objeto de la fe no puede ser presentado de manera

satisfactoria, y tan sólo se alcanza gracias a un lenguaje en el que va implicada la fe.

Desde este punto de vista el interés no recae sobre el hecho de la tumba vacía, sino

sobre la importancia de las significaciones teológicas que el relato encierra.

En primer lugar, el significado cristológico se encuentra en la afirmación de la identidad

del Crucificado con el Resucitado. Esta significación no es percibida sino en la adhesión

viva al Cristo crucificado y resucitado. Este movimiento de la fe capta toda la novedad

inesperada e imprevisible de un misterio sobre el que los sentidos no tienen nada que

hacer y del que el lenguaje no sabría adueñarse. La huida y el silencio de las mujeres

son particularmente aptos para sugerir todo esto. El creyente puede reconocer entonces

la iniciativa de Dios que ha arrebatado a Jesús de la muerte ("ha sido resucitado"), lo ha

revelado a los testigos encargados de la misión ("id a decir a sus discípulos y a Pedro"),

ha interpelado por su predicación (acento kerigmático del lenguaje del ángel) a los

hombres invitados a un encuentro personal con Jesucristo en lo invisible e inefable de la

fe.

Importa no olvidar tampoco la dimensión escatológica del relato de Me que no se cierra

sobre el pasado, sino que se proyecta sobre una realidad que va a revelarse todavía más,

ya que las apariciones anunciadas por el ángel son experiencias que anticipan la

manifestación definitiva del Reino de Dios. El kerigma apostólico que está en el centro

del relato, es acción de Dios que realiza ya la venida de su Reino. Esta tensión hacia el

futuro permite superar las aporías de la crítica del lenguaje y de las representaciones, y

puede expresar la traducción siempre necesaria de las expresiones de la fe de los

apóstoles. El relato de Me 16, 1-8 puede ser traicionado si se lo inmoviliza en una

constatación puramente objetiva, en lugar de encauzarlo sin cesar hacia el "misterio de

Cristo entre nosotros, esperanza de la Gloria" (Col 1, 27).

El relato de Mc 16, 1-8 nos invita, además, a caer en la cuenta de la importancia

antropológica y cósmica de nuestra esperanza. La tumba, vacía y abierta, se convierte en

un símbolo del futuro del hombre y del universo, y anuncia la humanidad nueva de la

nueva creación como realidad irreductible a las de este mundo, pero asumiéndolas en

una nueva existencia que tan sólo puede ser otorgada por Dios. Desde este punto de

vista la desaparición del cuerpo de Jesús y la tumba vacía son el signo necesariamente

negativo de la novedad realizada en Cristo, novedad en la que todo debe ser

transfigurado, y por la que el creyente recibe desde ahora la posibilidad de comprender

de nuevo el mundo, la historia y la existencia. "No habrá ya muerte... porque el mundo

viejo ha pasado... Mira que hago un mundo nuevo" (Ap 21, 4-5).

Notas:

1 Mt y Lc intentan obviar esta dificultad y nos presentan a las mujeres que van a ejecutar

la orden recibida (sin que Mt muestre la ejecución, a diferencia de Lc). Este arreglo es

explicable como reacción ante la dificultad de una conclusión a la manera de Me, más

que como fidelidad a un relato más antiguo que Mc hubiera complicado ex profeso (N.

del A.).

2 Metodológicamente todo análisis estructural no sustituye el examen de la redacción

sino que debe ser completado por éste. De una estructura general narrativa no se puede

concluir la existencia de un relato conforme a esa estructura ya que ésta puede ser

quebrada voluntariamente por el narrador o modificada por otra, pues toda estructura

puede influir en un relato en curso de transmisión y su análisis no permite, sin más,

reconstruir los estados sucesivos de un mismo relato. Así pues: la estructura de

predicación podría explicar que en un relato de importancia doctrinal, el v 6 se una al v

7 unificando así la afirmación de la resurrección y las apariciones tal como aparece en el

kerigma primitivo (N. del A.).

3 Bultmann define esta tradición como «leyenda apologética» lo cual prueba hasta qué

punto en nuestros espíritus está ligada esta tradición a un prurito de apologética, pues es

significativo que la expresión «la tumba vacía» falte totalmente en el NT. Mc no está

interesado por sacar un argumento de la tumba: es el ángel quien señala la ausencia del

cuerpo y no las mujeres. La intervención de un ángel ni implica un motive apologético,

sino una significación teológica (N. del A.).

4 Esas estructuras nos hacen muy difícil la interpretación de textos tales como 1 Cor 15,

35-53 y 2 Cor 5, 1-10: la resurrección forma parte de la nueva creación la cual viene

anticipada en la de Jesús, en quien se revela ya la gloria futura. Este tipo de pensamiento

no entra en la dialéctica de una reflexión a partir de la tumba vacía (N. del A.).

Tradujo y extractó: CARLOS MARÍA SANCHO

 

GERHARD LOHFINK

LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y LA CRÍTICA

HISTÓRICA

¿Hasta dónde llegan las afirmaciones del NT sobre la resurrección de Jesús?, ¿pueden

fundamentar de una manera cierta y suficiente nuestra fe en la resurrección? Este

problema, en apariencia meramente histórico, encierra en realidad una serie de

cuestiones sistemáticas sobre las posibilidades del método histórico, las concepciones

en la interpretación de los datos, la posibilidad de alcanzar la resurrección misma con

dicho método histórico, etc. Desde esta amplia perspectiva nuestro autor aborda tres

preguntas fundamentales, cuyas respuestas vienen a integrar la valiosa aportación del

presente artículo. Su claridad y sencillez nos aportan elementos de reflexión que nos

ayudan a una más correcta --y siempre necesaria-- comprensión de la resurrección,

fundamento y clave de toda la fe cristiana.

Die Auferstebung Jesu und die historische Kritik, Bibel und Leben, 9 (1968) 37-53

Para resolver la pregunta fundamental sobre si nuestra fe puede apoyarse en los datos

históricos que nos ofrece el NT, tendremos que proponer previamente una serie de

reflexiones que dividiremos en tres apartados: a) ¿qué significa propiamente la

resurrección?; b) ¿cómo hay que juzgar históricamente los testimonios del NT sobre la

resurrección?; c) ¿fundamentan estos testimonios nuestra fe en la resurrección de Jesús?

¿QUÉ SIGNIFICA PROPIAMENTE LA RESURRECCIÓN?

Desde el principio debemos decir claramente que la resurrección de Jesús no es

simplemente devolver un muerto a la vida de este mundo, como ocurrió en la

resurrección del joven de Naím (Lc 7, 11-17).

Según el testimonio de las cartas de Pablo y de los evangelios, la resurrección de Jesús

no es la revivificación de un cadáver, sino un acontecimiento escatológico. Es decir:

con la resurrección de Jesús han comenzado los últimos acontecimientos; en Jesús

resucitado ha comenzado ya la "nueva creación", la resurrección general de los muertos.

Esta estructura, radicalmente distinta, del acontecimiento de la resurrección se

manifiesta en los evangelios precisamente en que el acontecimiento mismo no es

descrito. El acontecimiento de la resurrección no pertenece ya a nuestro mundo

empírico, espacio-temporal y, por tanto, no puede ser delimitado espaciotemporalmente.

De ahí se sigue naturalmente que no podemos decir con verdad

ontológica que Jesús después de su resurrección estuvo cuarenta días en la tierra, que en

el día cuarenta ascendió al cielo y allí espera centenares de años para aparecer

finalmente de nuevo en la tierra, en la parusía. Quien piense así, piensa míticamente y

no hace justicia a la intención bíblica, a pesar de que la letra suene así.

Para demostrar la estructura mitológica de las frases dichas se puede partir de la

reflexión sobre las dimensiones espacio y tiempo. La desmitologización espacial es la

más conocida: cuando Jesús en la resurrección es glorificado y transfigurado por el

Padre, vive ya en la glorificación del Padre y es absolutamente incomprensible que, con

un movimiento puramente local, pueda después encontrar al Padre todavía más cerca.

¿A dónde podría ir exactamente?, ¿al cielo? La moderna teología nos dice, con pleno

derecho, que el "cielo" fue constituido precisamente por la resurrección de Jesús, pues

la humanidad glorificada de Jesús es el único "sitio" (en sent ido análogo, claro está)

donde nosotros podemos ver al Padre. Jesús, pues, por su resurrección está ya junto al

Padre y no existe ninguna situación intermedia (Zwischenzustand) para el Resucitado.

Cuando se aparece a sus discípulos se aparece desde el cielo y entendemos "cielo" no

míticamente como bóveda celeste o firmamento, sino como la propia dimensión del

Resucitado, que es inconmensurable según nuestro mundo espacio-temporal. La misma

estructura de las llamadas apariciones corresponde a una autorrevela ción del Resucitado

desde su propia dimensión.

Si reflexionamos sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesús desde el punto de

vista temporal tenemos que decir que en el cielo ya no hay tiempo. Con esto no

queremos decir que no haya algo que analógicamente pueda llamarse tiempo, sino que

ya no hay tiempo terreno. Por esto, entre la resurrección, la ascensión y la parusía de

Cristo no podemos interponer un tiempo terrestre y hacer el tiempo del Resucitado

paralelo al nuestro. Entre la resurrección, la ascensión y la parusía de Cristo no hay -

visto desde Cristo- ninguna diferencia temporal terrena. Así es posible que cuando

muramos y atravesemos la frontera del tiempo para alcanzar a Cristo nos encontremos

no solamente con el Resucitado, sino con el que está resucitando. La resurrección no es

un acontecimiento que pertenece simplemente al pasado, es actual; hace saltar los

límites de la historia.

Quizá surja ahora la pregunta sobre la fórmula neotestamentaria "resucitó al tercer día".

Si querernos interpretar esta fórmula correctamente sólo podemos decir que Jesús fue

experimentado como resucitado al tercer día o bien -partiendo del hecho de la tumba

vacía- que al tercer día el cuerpo de Jesús ya no estaba en la tumba. No tenemos motivo

para suprimir la fórmula, sólo hay que saberla interpretar correctamente. Pero

entendamos bien que ni la tumba vacía ni las apariciones son el acontecimiento mismo

de la resurrección. Son manifestaciones en nuestro mundo empírico de un hecho que

acontece en una dimensión completamente diferente. Teniendo bien clara esta distinción

se evitarían muchos malentendidos pues las manifestaciones del Resucitado (tumba

vacía y apariciones) pertenecen a nuestro mundo, mientras que la resurrección misma se

sustrae a toda comprensión histórica. La resurrección misma no puede ser objeto

inmediato de la ciencia histórica, aunque sí lo pueden ser la tumba vacía y las

apariciones.

¿COMO HAY QUE JUZGAR HISTÓRICAMENTE LOS TESTIMONIOS DEL

NT SOBRE LA RESURRECCION?

Géneros literarios

Para poner de manifiesto adecuadamente un texto de la Biblia nos tenemos que

preguntar en primer lugar por su género literario. Si aplicamos esta investigación

metódica a los textos neotestamentarios de la resurrección de Jesús aparecen

inmediatamente dos géneros esencialmente diferentes: las "formulaciones breves de la

fe", esparcidas por todo el NT, sobre todo en la literatura epistolar, y las llamadas

"narraciones" (Erzühlungen), que solamente encontramos en los evangelios.

Formulaciones de la fe en la resurrección de Jesús son por ejemplo, Rom 1, 3 ss; 1 Cor

15, 3-7; Mc 8, 31; Flp 2, 6-11; 1 Tim 3, 6. Casi todas ellas muy anteriores a las

narraciones de la resurrección de los evangelios, no solamente porque las cartas de

Pablo fueron escritas 15 6 20 años antes que los sinópticos, sino porque estas fórmulas

ya eran conocidas y usadas en la Iglesia mucho antes de quedar fijadas por escrito. Eran

cantos litúrgicos (1 Tim 3, 16; Flp 2, 6-11) o fórmulas catequéticas (1 Cor 15, 3-7). La

consecuencia que de ahí sacamos es importante: los testimonios más antiguos de la

resurrección de Jesús no son relatos neutrales, en el sentido moderno de historia, sino

confesiones de una fe.

En las narraciones hay que distinguir entre las que tratan del hallazgo de la tumba vacía,

y todas las demás cuyo contenido son las apariciones del Resucitado. Originalmente

unas y otras son completamente diferentes. En Marcos y Lucas no hay ninguna

aparición de Jesús en el descubrimiento de la tumba vacía. Pero pronto se entremezclan

ambos tipos de narración. En Mateo Cristo se aparece a las mujeres poco después de

haber abandonado la tumba (29, 9 ss) : lo secundaria que es esta composición de Mateo

se ve en el hecho de que Cristo prácticamente no dice nada más a las mujeres de lo que

el ángel les ha dicho, que los discípulos deben ir a Galilea. En Juan ya se alcanza un

mayor desarrollo (20, 14-17). Estas interferencias de las narraciones de la tumba vacía y

de las apariciones nos pueden mostrar lo poco que debemos considerar las historias de

la resurrección como relatos históricos exactos de la externa sucesión de los

acontecimientos y el gran número de contradicciones nos lo indica con toda claridad: el

ángel de la tumba en Lc 24, 4 y Jn 20, 12 se ha duplicado en contradicción con Mc 16, 5

y Mt 28, 25. En Marcos los ángeles dan a las mujeres el encargo de que los discípulos

deben ir a Galilea para encontrarse con el Resucitado (Mc 16, 7). Sin embargo Lucas -

que ha leído a Marcos- abandona por una intención teológica el encargo de ir a Galilea y

pone en boca del ángel un vaticinio de la pasión y resurrección que fue hecho en Galilea

(Lc 24, 6 ss). En Lucas la última aparición de despedida tuvo lugar en el monte de los

olivos junto a Jerusalén (Lc 24, 50) y en Mateo esta última aparición tiene lugar en un

monte de Galilea (Mt 28; 16-20).

Historia de las tradiciones e historia de la redacción en los testimonios del NT

¿Cómo hay que aclarar estas contradicciones de los evangelios? Hay que tener en

cuenta que las narraciones evangélicas de la resurrección tal como las tenemos hoy han

recorrido el largo proceso de la historia de las tradiciones (Traditionsgeschichte). Ya en

la tradición oral se añadieron determinados rasgos, otros en cambio se perdieron; se

entremezclaron narraciones originalmente independientes y se transfirieron motivos de

una narración a otra. Cuando los evangelistas introducen en sus evangelios estas

narraciones tradicionales, las trabajan una vez más.

Se pueden distinguir preocupaciones (Tendenzen), que en el proceso de la tradición oral

y en el trabajo de redacción de los evangelios logran dar forma a un género

determinado: a saber, preocupaciones de composición, apologéticas y teológicas.

Según los Hechos de los Apóstoles, la última aparición de Jesús ocurre después de 40

días (Act 1, 3) . Por el contrario, el mismo Lucas en su evangelio nos lo narra de tal

manera que el lector inadvertido puede creer que esta última aparición tuvo lugar el

mismo día de Pascua. Ahora bien, es muy improbable que para Lucas existan dos fechas

diferentes para el mismo acontecimiento. Si el espacio de tiempo en el que Jesús se

apareció a sus discípulos aparece en el evangelio de Lucas tan concentrado, en

contraposición a los Hechos, es simplemente por una exigencia de coriposición, pues

Lucas quería terminar con ello su evangelio.

Las preocupaciones apologéticas han modelado e influido en las narraciones de la

resurrección de una manera especialmente vistosa: ya muy temprano debía correr en

Jerusalén el rumor de que los mismos cristianos habían eliminado el cuerpo de Jesús

para lanzar al mundo el cuento de la resurrección (Mt 28, 15). La respuesta cristiana a

esta historia gratuita fue la no menos gratuita narración de los guardianes del sepulcro

dormidos y sobornados. Esta narración presupone como condición necesaria, que los

judíos ya sabían el viernes que Jesús debía resucitar al tercer día (cfr. Mt 27, 62-66),

dato que ni siquiera los mismos discípulos sabían claramente como nos demuestra el

estado de ánimo de los que van a Emaús (Lc 24, 20 ss )

Esta misma preocupación apologética de defender la verdad de la resurrección contra

las impugnaciones judías sale al encuentro del falso rumor de que un jardinero hubiese

trasladado el cuerpo de Jesús para evitar que los numerosos visitantes de la tumba

estropeasen sus plantaciones; encontramos huellas de la réplica cristiana en Jn 20, 13-

15; donde María Magdalena dice a los ángeles que se han llevado el cuerpo de Jesús y

que no sabe dónde lo han puesto. Inmediatamente después toma a Jesús por el jardinero.

Otra objeción contra la verdad de la resurrección provenía del pensamiento helenístico,

según el cual lo que habrían visto los discípulos era solamente el alma del Crucificado,

una especie de fantasma. La Iglesia primitiva también tuvo que distanciarse de esta

falsificación narrando la conveniente réplica apologética: "mientras estaban hablando de

estas cosas se presentó Jesús de repente en medio de ellos... atónitos y atemorizados se

imaginaban ver algún espíritu. Y Jesús les dijo: mirad mis manos y mis pies... palpad".

Y para confirmación de que no es un fantasma come un trozo de pescado asado (Lc 24,

36-43).

Para explicar la preocupación teológica pondremos el ejemplo de Mt 28, 19 ss: el

Resucitado da a los discípulos la misión eclesial. Ellos deben bautizar a todo el mundo

en nombre del Dios trinitario. Pero en realidad la Iglesia apostólica tomó conciencia de

su misión frente al mundo muy lentamente. Hubo muchas dificultades hasta dar el paso

hacia los gentiles y en el principio no era conocida todavía la fórmula trinitaria del

bautismo, sino que se bautizaba simplemente en el nombre de Jesús (1 Cor 1, 13). Con

esto queda claro que la grandiosa despedida narrada por Mateo es la explicación

teológica de un desarrollo posterior.

Juicio crítico-histórico de estas narraciones

Estos pocos ejemplos son suficientes para mostrarnos con qué preocupaciones se

escribieron las narraciones de la resurrección y que no pretenden ser un reportaje

histórico en sentido moderno, sino más bien narraciones kerigmáticas al servicio de la

predicación de que Jesús resucitó realmente. No pretenden ofrecer material para un

archivo científico, sino dar testimonio a los hombres de su tiempo de la resurrección de

Jesús. Para ello se incluyen reflexiones, profundizaciones teológicas posteriores,

prevenciones contra falsas interpretaciones, etc, con medios narrativos, que entonces

eran usuales y legítimos, y que han dado forma y estructura a las narraciones tal como

las tenemos hoy.

Debemos evitar dos posiciones extremas ante estas narraciones: ni querer mantener a la

letra cada rasgo particular de la narración, como si se tratase de un reportaje documental

histórico, ni rechazar fragmentos enteros considerándolos como leyendas sin ningún

sentido para nosotros. Ambos extremos son falsos. Debemos entender las narraciones de

la resurrección como un desarrollo teológico de lo que experimentaron los discípulos de

una manera pre-refleja y pre-conceptual en los acontecimientos pascuales a raíz de la

verdad de la resurrección y glorificación de Cristo. El interés está 'menos centrado en el

desarrollo externo de los hechos que en el esfuerzo de traslucir y así aclarar la realidad

interna del acontecimiento pascual.

Valoración histórica de los acontecimientos externos

Dentro de la brevedad obligada nos fijaremos primero en la tumba vacía y luego en las

apariciones.

1) La tumba vacía

La narración más antigua del descubrimiento de la tumba vacía la encontramos en Mc

16, 1-8. Podemos tranquilamente presuponer que en esta narración han influido las

diferentes preocupaciones composicionales, apologéticas y teológicas. Pero esto no nos

permite considerarla simplemente, en su conjunto, como una leyenda, por las siguientes

razones:

a) La predicación de la resurrección presupone necesariamente el hecho de la tumba

vacía. Según Mc 15, 42-47, Jesús fue sepultado por José de Arimatea, "un acreditado

varón del consejo". En caso de que no queramos cometer la arbitrariedad de considerar

la figura de José de Arimatea como una pura invención de la comunidad primitiva,

hemos de suponer que esta tumba era conocida en Jerusalén. Sin embargo, poco después

en la misma Jerusalén donde Jesús fue ajusticiado y sepultado, sus seguidores predican

abiertamente que Jesús ha resucitado. Si tenemos presente que para los judíos de aquel

tiempo resucitar de entre los muertos significaba necesariamente la resurrección del

cuerpo, tenemos que concluir que la comunidad primitiva no podía predicar que Jesús

había resucitado si en verdad no hubiese sabido que la tumba objetivamente estaba

vacía.

b) El pésimo testimonio que podían ofrecer las mujeres ante los judíos nos confirma

que en realidad las mujeres encontraron la tumba vacía. Si la narración de la tumba

vacía fuese una leyenda inventada por los primeros cristianos para tener a mano un

argumento irrefutable de la resurrección, es imposible comprender cómo dejan que sean

precisamente unas mujeres las que encuentran la tumba vacía. Con esto se habrían

esforzado en buscar los peores testigos imaginables, pues las mujeres para el judaísmo

de entonces, eran incapaces de dar pruebas testificales. En realidad, la narración de la

tumba vacía pronto fue ampliada en el sentido de que tras las mujeres los apóstoles

mismos corrieron a la tumba para confirmar, como quien dice, oficialmente lo que las

mujeres habían visto (Lc 24, 24; Jn 20, 3-10). Esta ampliación es secundaria pero

muestra que no se podía empezar una polémica con los judíos a base de una historia de

la tumba vacía en la que los únicos testigos eran mujeres. Esto habla a favor de que en

realidad fueron las mujeres quienes fueron a la tumba y la encontraron vacía.

c) Tras el dato de que Jesús resucitó "al tercer día", yace el hecho real de la tumba

vacía. Ya en las formulaciones más antiguas del evangelio de la resurrección (cfr. 1 Cor

15, 4) se encuentra la afirmación de que Jesús resucitó al tercer día: .cómo se llega a

este dato? Se ha afirmado que podría ser una fórmula antigua para designar un corto

espacio de tiempo. Resucitar al tercer día significaría entonces que Jesús resucitó muy

pronto. Pero esto no explica por qué se afinca ya desde el principio tan fuertemente este

dato en todo el anuncio de la resurrección. Tampoco basta decir que es un dato sacado

del AT (Jon 2, 1), pues parece que la cita fue buscada a partir de los acontecimientos. La

explicación más clara es que el tercer día juega un papel tan importante en la tradición

primitiva porque en él se descubrió la tumba vacía.

Por causa de estas razones ningún científico o historiador crítico puede remitir

globalmente la narración al campo de la leyenda. Pero añadamos que estas razones no

aportan una demostración histórica de la resurrección: tumba vacía v resurrección no

son una misma cosa; más bien el hecho de la tumba vacía es susceptible de

interpretación.

La polémica judeo-cristiana se centró desde un principio en la interpretación de la

tumba vacía, no en el hecho. Se dijo que los cristianos habían robado el cuerpo de Jesús,

que un jardinero lo había cambiado de sitio, incluso se recurrió a terremotos que habrían

provocado la desaparición del cuerpo en una grieta. Más tarde se supuso que la tumba

no era conocida de nadie y que las narraciones del entierro y la tumba vacía eran

leyendas tardías. Las razones antes aducidas y el hecho de que los judíos no pusiesen en

duda la objetividad de la tumba vacía, nos impiden inutilizar estas narraciones como si

fueran meras leyendas.

Con todo, debe entenderse bien que el hecho de la tumba vacía no es todavía la

resurrección. En Lucas los discípulos no llegan a la fe por la noticia de la tumba vacía

(Lc 24, 11) y en los cuatro evangelios el significado de la tumba vacía debe ser

explicado por los ángeles. Esto nos indica que considerado en sí mismo el fenómeno de

la tumba vacía es ambivalente y abierto a distintas interpretaciones.

2) Las apariciones

Nos servirá de punto de partida el testimonio más antiguo de la resurrección: 1 Cor 15,

3-8. La primera carta a los Corintios fue escrita por Pablo en el año 55 ó 56 en Éfeso.

Pero las fórmulas de fe citadas son mucho más antiguas y el mismo Pablo lo advierte:

"Yo os he transmitido lo que yo mismo he recibido". Con este testimonio, pues, nos

acercamos mucho a los acontecimientos. Pero el punto valioso de este testimonio es la

afirmación, en conexión directa con la fórmula de fe citada, de que a él mismo se le

apareció el Resucitado de la misma manera que se apareció a los otros apóstoles. Nos

encontramos ante un testigo de primera mano, tan valorado por los historiadores.

No es posible coordinar perfectamente la enumeración de las apariciones que nos hace

Pablo con las narraciones del evangelio. Pues las apariciones a Santiago y a los 500

hermanos no tienen ningún paralelo en los evangelios y de la aparición a Pedro sólo nos

habla Lc 24, 34. De todas maneras podemos afirmar, siguiendo el testimonio de Pablo,

que hubo una serie de apariciones -aunque el orden, el lugar y el círculo exacto de

personas presentes sea muy difícil de determinar- en las que los discípulos creyeron ver

a Jesús como resucitado, y entre ellos Pablo se cita a sí mismo.

Con toda intención hemos dicho que los discípulos creyeron ver a Jesús, pues así

introducimos la cuestión histórica más difícil: ¿cómo se han de interpretar propiamente

estos fenómenos de las apariciones? Que tales fenómenos existieron está prácticamente

fuera de duda. La cuestión se reduce a cómo se deben interpretar. ¿No se tratará de una

simple proyección del subconsciente? Los discípulos apenas podían creer que el asunto

de Jesús estuviera liquidado y entonces surgió de su interior una imagen de su maestro

que no estaba muerto, sino que seguía con vida. El deseo sería el padre de las

apariciones. Dicho de otra manera, ¿puede ser excluida la hipótesis de una visión

meramente subjetiva?

a) La existencia de apariciones a lo largo de un tiempo habla en contra de una visión

meramente subjetiva. No hubo apariciones un solo día en el que el estado de ánimo de

los discípulos fuese especial, sino que, como nos indican las fuentes, las apariciones se

sucedieron a lo largo de un espacio de tiempo.

b) La diversidad de personas y grupos de personas que ven al Resucitado es un

argumento mucho más serio en contra de unas visiones meramente subjetivas.

Recordemos la aparición a "500 hermanos a la vez" de la que habla Pablo. No se puede

explicar esta aparición sólo psicológicamente sin recurrir a una sugestión recíproca o a

una psicosis colectiva. Y si alguien estuviese dispuesto a ir tan lejos, ¿cómo explicaría

la visión de Pablo, en quien una sugestión por parte de otros cristianos queda excluida y

que además no tenía ningún interés en que el asunto de Cristo (die Sache Christi)

sobreviviera. Recordemos que Pablo estaba persiguiendo a los cristianos.

La diversidad de personas a las que se aparece el Resucitado queda recalcada también

en la persona de Santiago, el hermano del Señor, pues no pertenece al círculo de

discípulos, sino al círculo de parientes de Jesús. Los evangelios nos dejan ver que

surgieron tensiones entre los parientes de Jesús y el mismo Jesús (cfr. Mc 3, 21 y Jn 7,

5). Sin embargo, poco después de Pascua, Santiago desempeña repentinamente un papel

director en la comunidad de Jerusalén: ¿cómo es posible esto? La explicación la de 1

Cor 15, 7: Santiago tuvo una aparición del Resucitado que, por decir así, le legitimaba.

Es prácticamente imposible considerar como meras visiones subjetivas las apariciones a

personas tan distintas como Pedro, Santiago y Pablo. Personas con diferentes intereses,

diferentes metas, diferente origen y diferente posición personal ante la realidad de Jesús.

Quien quiera explicar positivamente cómo hombres tan distintos llegaron a una visión

subjetiva tendrá que recurrir a complicados montajes psicológicos completamente

artificiales. Y es asombroso ver cómo en este punto incluso investigadores sensatos se

llenan de fantasía.

c) Todas estas construcciones psicológicas para explicar las apariciones como visiones

meramente subjetivas tienen en común lo siguiente: en el alma de los discípulos surge la

fe y esta fe provoca las visiones. Precisamente todo lo contrario de lo que testifica el

NT: solamente las apariciones logran hacer surgir la le. Yo no entiendo cómo un

historiador científico pueda llegar a interpretar una fuente tan clara en un sentido tan

completamente contrario.

d) Una proyección de origen psicológico necesita determinados presupuestos

inteligibles que no se daban en los discípulos. Quien consigue la certeza de que Jesús

resucitó debió de alguna manera contar con una tal resurrección. ¿Es éste el caso de los

discípulos? Partamos del sitio que tenía la resurrección de los muertos en el

pensamiento judío de entonces. La resurrección pertenecía a la doctrina de "los últimos

acontecimientos". La mayoría de los judíos del tiempo de Jesús estaban convencidos de

que Dios resucitaría a los muertos al final de la historia. La resurrección pertenecía pues

al fin del mundo. Pero esto significa que cuando los discípulos predican que Dios ha

resucitado a Jesús de entre los muertos, predican -a partir de los presupuestos judíosque

en la resurrección de Jesús ha empezado la resurrección final de los muertos, el fin

del mundo, y empieza el mundo nuevo. ¿De dónde sacan los discípulos esta perspectiva

que tenía que parecer horrorosa a aquel mundo adormilado? Ni en la historia de las

religiones, ni en las narraciones judías anteriores encontramos nada parecido.

Naturalmente se conocían narraciones de resurrecciones según las cuales los muertos

volvían a la vida terrena. Pero los discípulos no entendieron nunca así la resurrección de

Jesús. Tanto en el judaísmo como en el helenismo existía la creencia de que Dios podía

raptar a un hombre liberándolo de este mundo. Todo judío conocía las narraciones de

Enoch o Elías, Esra o Baruch, y éstos deberían ser los datos inteligibles para posibilitar

una proyección psicológica. Pero la comunidad primitiva no afirma nunca que Jesús

haya sido llevado por Dios, raptado, sino que ya ahora ha empezado la resurrección

escatológica de los muertos.

No es comprensible cómo hombres que provienen de la tradición judía pudiesen

concebir la irrupción de los últimos acontecimientos solamente para Jesús. Los últimos

acontecimientos, según la mentalidad judía, conciernen a la comunidad y sólo deben

ocurrir al fin del mundo. Los presupuestos inteligibles, por tanto, que podrían tener los

discípulos no podían motivar una proyección psicológica de una resurrección como la

predicada por la Iglesia primitiva. Por consiguiente, surge la fe de la experiencia real y

escatológica con el Cristo resucitado.

Limitación del método histórico aplicado a la resurrección

Con todo, aquí el historiador está ante una frontera infranqueable. Quien esté

convencido de que hay un Dios, de que creó el mundo y de que dirige toda la historia

humana, podrá permanecer abierto a la posibilidad de que Cristo haya resucitado y de

que en su resurrección haya empezado ya el fin de la historia y el comienzo de la nueva

creación. Por el contrario, el historiador que no crea en Dios y debe, por tanto,

interpretar la historia sólo inmanentemente en sí misma, se encogerá de hombros ante

los acontecimientos pascuales y. muy pronto optará por la solución de visiones

subjetivas y psicológicas o, en todo caso, se escudará en la falta de material necesario

para una investigación médico-psiquiátrica de los primeros testigos, tal como hace hoy

la Iglesia en los milagros.

Solamente con el método histórico no se puede probar la resurrección de Jesús a partir

de los fenómenos de las apariciones. Una demostración concluyente, cuya frase final sea

"luego Cristo ha resucitado" no es factible. Naturalmente tampoco se podrá probar nada

contra el hecho de la resurrección de Jesús. Un historiador honrado y autocrítico

permanecerá ante los hechos de la tumba vacía y las apariciones, como ante fenómenos

no esclarecibles por los métodos históricos.

En conclusión podemos decir: los hechos históricos quedan abiertos a la resurrección,

más aún, exigen una interpretación, que no puede dar el historiador en cuanto mero

historiador.

¿PUEDEN LOS TESTIMONIOS DEL NT FUNDAMENTAR NUESTRA FE EN

LA RESURRECCION DE JESÚS?

Hemos visto que la resurrección de Jesús no puede demostrarse por métodos puramente

históricos. Pero esto no condiciona una respuesta negativa a la pregunta que nos ocupa

ahora, pues ya establecimos desde un principio que la resurrección de Jesús no es un

acontecimiento más en nuestro espacio y tiempo como los hechos de los que se ocupa el

historiador. Es completamente normal que el historiador choque con esta frontera que

no puede superar si maneja honradamente su método; y esto no por falta de mejores

fuentes, sino por la naturaleza misma del hecho, que no es solamente un hecho que

trasciende la historia, sino que es también una verdad personal.

En el campo puramente personal no se puede dar ninguna "demostración". Cuando

hablamos de "demostración" esgrimimos un concepto con una fuerte componente

matemático-científica. Es característico de la ciencia que pueda manejar el objeto de su

conocimiento como una "cosa", como un mero "objeto". Pero esta forma de

conocimiento, de análisis frío, es insuficiente cuando se trata de conocer una verdad

personal. Naturalmente se puede objetivar incluso a un hombre, analizarle y someterle a

una consideración científica, pero con esto no se entra en el terreno de lo que constituye

su verdad propia, su existencia personal.

El que "otro" con toda su interioridad se me dé a conocer, solamente ocurre cuando yo

mismo doy a conocer mi interior. El "otro" se abre a mí cuando yo no titubeo en

abrirme. No se puede llegar nunca a un verdadero conocimiento personal mientras el

que conoce permanece distanciado, mientras se mantenga neutral, mientras quiera

analizar a su compañero. En otras palabras, el conocimiento personal sólo es posible

cuando entra en juego la categoría de riesgo.

Porque esto ocurre en todo conocimiento personal y porque el Cristo resucitado es una

verdad personal en sentido exclusivo, la resurrección de Jesús sólo puede ser conocida

si en el conocedor existe la disponibilidad de abrirse al mensaje de la resurrección, al

riesgo de esta Buena Nueva, a dejar determinar su vida por este evangelio. Para esta

reciprocidad de la franqueza, esta disponibilidad y este riesgo, tenemos una antigua

palabra: la fe. Si la resurrección de Jesús ha de ser verdaderamente conocida, solamente

puede ocurrir en la fe. No hay otro acceso al Resucitado. Correspondientemente a esta

verdad, cuando el acontecimiento de la resurrección es anunciado a otro, no se trata

nunca de un probar, demostrar o convencer, sino simplemente de dar un testimonio, de

un kerigma.

Supongamos por un momento que los apóstoles estuviesen a nuestra disposición y

pudiésemos vigilarlos, analizarlos y examinarlos con todos los medios de la ciencia

antes, durante y después de las apariciones: que consiguiésemos dictámenes médicos y

psiquiátricos que pudiesen fundamentar un juicio histórico. Al final de la experiencia

deberíamos creer o no creer en el testimonio del apóstol que nos dice que ha visto al

Señor resucitado. El riesgo propio y la confianza sin reserva en la palabra del testigo, no

podrían tampoco evitarse. Una documentación médico-psiquiátrica ideal no nos evitaría

el riesgo de creer o no creer en el sencillo testimonio que nos da Pablo en 1 Cor 9, 1: yo

he visto al Señor.

Repitamos con toda claridad, una vez más, que el hecho de que la resurrección de Jesús

no pueda ser probada o demostrada no es una deplorable falta que Dios haya cometido,

ni algo que los teólogos deban ocultar angustiosamente, sino algo positivo que sólo

acontece allí donde la realidad personal es reconocida. Al fin y al cabo, con el método

exacto de la ciencia sólo podemos alcanzar un sector muy reducido de nuestra vida

humana: ¿cuándo ha sido medible la confianza?, ¿cuándo ha sido demostrable el amor?

Quien exija que su compañero le "demuestre" su amor, en aquel momento lo echa todo

a perder. Quien exige que se le demuestre la resurrección (pues también él "querría

creer" en la resurrección de Jesús) comete el mismo trágico error.

Tenemos también que evitar caer en el extremo contrario, en un escepticismo histórico o

en un desinterés histórico total como el propugnado por Bultmann. Los hechos quedan

siempre abiertos a la resurrección y exigen una ulterior explicación, que el historiador

como tal no nos puede dar. La verdadera explicación de los hechos posteriores a la

muerte de Jesús sólo la encuentra aquel que acoge el evangelio de la resurrección en la

fe. Quien acepta este riesgo, sabe y confiesa que verdaderamente Cristo ha resucitado.

Tradujo y condensó: ANTONIO PASCUAL NADAL

 

MEDARD KEHL, S. I.

EUCARISTÍA Y RESURRECCIÓN.

UNA INTERPRETACIÓN DE LAS APARICIONES

PASCUALES DURANTE LA COMIDA

Eucharistie und Auferstehung. Zur Deutung der Ostererscheinungen beim Mahl, Geist

und Leben, 43 (1970) 90-125 1

La eucaristía es un sacramento pascual. Esto se puede entender en el sentido de que es

una "reinterpretación" cristiana de la Pascua (cfr. Lc 22, 15-18) o, también, como una

comunidad de mesa con Jesús que prefigura el banquete escatológico en el Reino (cfr.

Mc 14,25; Hch 2,46). Se puede entender como el acontecimiento representativo de la

nueva alianza que entra en vigor por la resurrección de Cristo, entendiendo la

resurrección o bien como la nueva creación (cfr. 1 Co 11, 25; Lc 22, 19) o bien como la

aceptación por el Padre del sacrificio de Cristo (cfr. Hb). Otro punto de partida sería la

teología paulina del cuerpo de Cristo, el cual puede designar lo mismo el cuerpo

eucarístico del Señor como su cuerpo resucitado y, por tanto, también la Iglesia.

Pero en el presente trabajo nos fijaremos en otro aspecto de la relación Pascuaeucaristía:

el de las comidas pascuales (sobre todo Lc 24,13ss; Jn 21,1ss; Hch 1,4;

10,41). Según el testimonio de los discípulos, el resucitado se les aparece en varias

ocasiones durante una comida, suceso que se narra con una terminología de tipo

litúrgico-eucarístico. Piénsese, además, en la costumbre de la primitiva comunidad de

celebrar la eucaristía "el primer día de la semana" (cfr. 1 Co 16,2; Hch 20,7), es decir el

día en que se recordaba la resurrección de Jesús y que por eso no tardó en llamarse día

del Señor ("dominicus" = domingo).

Así, pues, ¿qué relación tiene la comunidad de masa con la resurrección y con las

apariciones del resucitado? Es lo que intentaremos iluminar con un estudio de los textos

correspondientes y una reflexión teológica sobre su contenido.

Al hacerlo, suponemos superada la tesis de Lietzmann sobre los dos tipos de eucaristía

primitiva (uno jerosolimitano que continuaría la comunidad de mesa con el Jesús

terreno y experimentaría gozosamente la presencia del Señor resucitado, y otro tipo

paulino relacionado con la muerte del Señor y con la última cena). Pero suponemos

también, con F. Hahn, que la celebración eucarística no adquirió desde el principio una

configuración unitaria sino que fue creciendo a partir, fundamentalmente, de tres raíces

íntimamente ligadas entre sí: la última cena, su "prehistoria", constituida por las

comidas comunitarias con el Jesús terreno, y su "post- historia", constituida por los

banquetes pascuales. Nos referimos, por tanto, a esta única celebración eucarística de la

Iglesia primitiva, procedente de las raíces antedichas, y lo que nos interesa es llegar a

una comprensión profunda de las "apariciones" del resucitado en las comidas

comunitarias post-pascuales, a partir de las cuales se fue desarrollando, poco a poco, la

celebración eucarística de la Iglesia primitiva.

Para ello arrancaremos de nuestro horizonte teológico y de lo que dentro de él significan

para nosotros conceptos como resurrección, eucaristía, etc. Entonces tendremos una

"pista" para acercarnos a los textos escriturísticos y comprender mejor lo que nos dicen

hoy a nosotros.

PRESUPUESTOS TEOLÓGICOS

Según K. Rahner la muerte del hombre supone, por una parte, la experiencia de absoluta

impotencia de quien se ve entregado a un acontecimiento que le viene de fuera y, por

otra parte, tiene lugar precisamente en esta experiencia la consumación de la libertad

humana. Si el hombre no termina su vida de manera completamente pasiva, lo mismo

que un animal, y si con la muerte no se acaba todo; si, por lo tanto, la muerte es el final

histórico de una persona, entonces el hombre puede aceptar o rechazar esta experiencia.

Puede convertirla en un sí libre frente al Dios que dispone de él, o bien en la expresión

última de su autoafirmación egoísta. Y en esta "opción fundamental" puede integrar

toda su vida. Naturalmente, esto no tiene que ocurrir, ni ocurre normalmente, en el

momento de la muerte biológica, la cual no es más que la necesaria "ramificación"

corporal de esa decisión. En la muerte así aceptada se hace definitivo lo que el hombre

es como persona, lo que ha llegado él mismo a ser en libertad y gracia. Con todo, en la

muerte humana queda "velada" esta configuración definitiva de la persona; la

impotencia (tan inherente a la muerte como la libertad) no permite al hombre saber si su

opción definitiva ha sido realmente un íntegro de su amor o un encubierto e

inconfesado no de su egoísmo frente a Dios y a los hombres.

La muerte y resurrección de Jesús

A partir de esta concepción de la muerte humana, se entiende mejor que la muerte y

resurrección de Jesús son dos "fases" de un único acontecimiento internamente

coherente.

La realidad más íntima de Jesús era su existencia "por los muchos", y esto "hasta el

extremo", hasta la muerte "por" sus amigos. Ahora bien, este su amor a nosotros tuvo su

consistencia concretamente en su obediencia y amor al Padre. Es decir: nos amó en

cuanto él, como hombre, se decidió totalmente por Dios. En su amor a nosotros superó

completamente el pecado, el odio y la "muerte" en que nosotros vivíamos. Al entregarse

totalmente en vida y muerte a la voluntad de Dios, asumió en sí mismo esa voluntad y

con ella el amor y la vida de Dios; se dejó, como hombre, "inundar" por ellas, y en él la

inundación arrastró a toda la realidad humana. Este hecho "redentor" de Cristo se hizo

definitivo en su muerte; a partir de ella, Jesús es eternamente el que existe "por los

muchos"; él es la entrega a los hombres realizada libremente en su vida y muerte en

obediencia al Padre. Y esto es al mismo tiempo la "resurrección de Jesús". No se trata

de una "recompensa" concedida por el Padre a la muerte "meritoria" de Jesús. No, la

resurrección de Cristo no es un nuevo suceso que tiene lugar después de su pasión y

muerte, sino la manifestación -cumplida en el espacio y en el tiempo- de lo que

aconteció en la muerte de Jesús. "Jesús ha resucitado" significa que, al aceptar

completamente como hombre la voluntad y el amor de Dios -que son la misma vida de

Dios-, ha entrado definitivamente y "por los muchos" en esa vida de Dios, en la "gloria

del Padre" (cfr. 2 Co 13,4; Rm 6,9).

¿Pero no estaremos reduciendo demasiado la resurrección corporal de Jesús al "núcleo

personal"?, ¿cómo escapar a una peligrosa espiritualización que sería muy poco bíblica?

En primer lugar hay que tener en cuenta que en el lenguaje bíblico "cuerpo" no se

contrapone simplemente a "alma", como una especie de sustancia material. La

"resurrección de entre los muertos" abarca al hombre entero, en su personalidad

corpórea (cfr. 1Co 15). Esta componente corporal de la resurrección podría explicarse

tal vez -dentro de una antropología teológica- en el sentido de que las funciones

esencialmente humanas del cuerpo (por ejemplo, su insustituible mediación en toda

comunicación -comunidad- y en toda actuación -historia-) pertenecen intrínsecamente al

nuevo estado definitivo del hombre. Esto quiere decir que la "resurrección de entre los

muertos" es necesariamente también un acontecimiento "social" y "cosmológico" y no

la pura felicidad privada de un "alma" independiente, es un acontecimiento que incluye

la consumación de la comunidad humana y de la configuración humana del mundo (cfr.

1 Co 15, 23; Rm 8, 19-23).

La resurrección corporal de Jesús es el fundamento y el comienzo de esta consumación

(cfr. 1Co 15, 20). Por ser corporal implica la "nueva creación" del mundo, "el cielo

nuevo y la tierra nueva". Con estas figuras la escritura muestra que la resurrección de

Jesús es también un suceso "social" y "cosmológico" que atañe a todo el hombre Jesús

con su historia y su "obra" (en solidaridad universal con todos los hombres) y que, por

tanto, incluye a sus hermanos los hombres, junto con su historia y con el mundo que es

la "obra" de ellos, en la consumación de la nueva creación. Sólo a partir de aquí tienen

sentido la Iglesia y los sacramentos como manifestación intramundana de este

acontecimiento.

Con esta interpretación no se niega de ninguna manera que la resurrección de Jesús es,

según el testimonio del NT, obra de Dios, del Dios que "da vida a los muertos y llama a

las cosas que no son para que sean" (Rin 4, 17). Lo que ocurre es que, cuando Dios

resucita a Jesús, su acción no consiste simplemente en devolver la vida a un cadáver, a

una cosa pasiva. Se trata de la acción de Dios en una persona, y por consiguiente

incluye, necesariamente, la libertad personal del hombre que libremente "deja hacer" a

la voluntad de Dios, que se deja amar por su amor. Y esto alcanza precisamente su

punto culminante en la aceptación humilde de la muerte. La entrega total del hombre al

poder de su creador es la vida que cl creador regala a su creatura, es la gloria del grano

de trigo que cae en la tierra y produce mucho fruto. Que esta vida y esta gloria

"aparezcan", que entren en la experiencia del hombre, que el hombre reciba por tanto

una nueva luz para ver la "dimensión profunda" del amor (dimensión escondida en la

muerte y tan sólo esperada), todo esto es un don de Dios, un don tan indeducible y

gratuito como el mismo hecho de su existencia y de su amor al hombre.

Presencia del resucitado en la eucaristía

A partir de lo dicho hasta aquí, podemos comprender mejor que la presencia real de

Cristo en la eucaristía es una presencia personal y no meramente "local". Es decir,

Cristo está presente como lo está una persona para otras personas, con su amor que ha

pasado por la cruz y en el que nos ofrece su Tú marcado por la cruz y la resurrección.

La eucaristía es realmente un "sacramento pascual", es decir el signo eficaz e

históricamente manifiesto de la presencia permanente de Cristo, del crucificado y

resucitado que nos ama definitivamente y definitivamente existe por nosotros.

Aquí nos queda ya próxima la comprensión de la Iglesia como cuerpo de Cristo, en

cuanto ella es la participación en su amor y su entrega "por los muchos", es decir en su

cuerpo crucificado y resucitado. Lo que el Señor dio a sus discípulos en la cena como

mandamiento nuevo, se lo dio en la misma cena como nuevo don, en los signos de pan y

vino. La comunidad de los que han recibido su cuerpo en la cena constituye ella misma

"un solo cuerpo" (1Co 10, 17), el de Cristo crucificado y resucitado. En la comunidad

de la Iglesia y, sobre todo, en su quehacer sacramental eucarístico, se perpetúa la

presencia histórica de Jesús resucitado y se significa la consumación del mundo que

comenzó con su resurrección.

INTERPRETACIÓN DE LOS TEXTOS NEOTESTAMENTARIOS

Nos limitamos a los textos que relatan "apariciones" del resucitado en el contexto de

una comida. No pretendemos, por tanto, hacer afirmaciones generales sobre las

"apariciones", sino sólo mostrar en qué dirección podría ir, tal vez, una interpretación de

estas y otras apariciones.

A partir de Lc 24,13ss, nos acercaremos también a otros textos que no hablan

expresamente de eucaristía sino, todo lo más, de una comida comunitaria; y lo hacemos

con la esperanza de que este acercamiento en oblicuo a la intención del autor respectivo,

pueda iluminar el suceso narrado más que la simple constatación de esa intención.

La perícopa de Emaús

La exégesis moderna está de acuerdo en que esta perícopa (Lc 24, 13-35) habla de la

eucaristía (vv 30-31 en concreto). Las razones más importantes para esta afirmación

son:

a) La expresión "fracción del pan" se refiere, en la Iglesia primitiva, al banquete

eucarístico. En el ámbito judeo-palestino se designaba con esta expresión o bien sólo la

partición del pan por el presidente al comienzo de la comida más importante, o bien

todo el proceso ritual de esa partición, pero nunca la comida entera. Es el uso que

encontramos todavía en el NT en los relatos de la cena y de la multiplicación de los

panes. Pero en los Hechos de los Apóstoles encontramos un nuevo uso "cristiano" del

término: designa toda la comida comunitaria cristiana que se celebraba o en relación

con la eucaristía o exclusivamente como eucaristía (Hch 2,42; 2,46; 20, 7-11). 1Co

10,16 y dos testimonios del tiempo post-apostólico -la Didajé e Ignacio de Antioquiaconfirman

esta interpretación. Se puede decir que la antigua expresión palestina

"fracción del pan" es, probablemente, el nombre más antiguo que se dio a la cena

litúrgica de la primera comunidad cristiana.

b) Lc en el v 30 emplea casi los mismos términos que conocemos por la tradición de la

cena: "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio". Es claro el eco de la

antigua tradición litúrgica.

c) El lugar que ocupa este versículo en el conjunto de la perícopa indica el sentido

eucarístico de esta comida. Porque fue en la fracción del pan cuando "se les abrieron los

ojos" a los discípulos, y es de suponer que no porque Jesús tuviera una manera peculiar

de partir el pan o de pronunciar la bendición, sino porque esta fracción del pan contenía

algo especial que abría los ojos para el conocimiento del resucitado -se trata

primariamente de los ojos del corazón-, y eso no podía ser efecto de una comida

corriente sino sólo de la "cena del Señor".

d) El género literario de la perícopa confirma la misma interpretación. No haría justicia

al relato el calificarlo de leyenda ni, en mi opinión, tampoco el catalogarlo entre los

"relatos de vivencias privadas" (como la escena con María Magdalena en Jn 20,14ss),

con lo cual quedaría fuera de la tradición pascual "oficial". Cierto que no se trata de un

relato estrictamente histórico, reproducción exacta de un recuerdo biográfico de dos

discípulos. Se trata, primariamente, de una catequesis a fíeles cristianos contemporáneos

de Lucas, que muestra cómo se puede llegar ahora a la fe en el resucitado. Para ello

Lucas elabora, de forma historizante, una tradición sobre el encuentro de dos discípulos

(ajenos al grupo de los doce) con el resucitado. Por medio de su interpretación de la

escritura y sobre todo por la fracción del pan, Jesús mismo los conduce a la fe en él y a

la plena comunidad con él. De esta manera, Lc quiere mostrar a sus lectores cómo Jesús

puede estar muy cerca de ellos sin la presencia "corporal-terrena" que se había dado

anteriormente; cómo su corazón puede "arder" al dejarse guiar por el Espíritu en la

lectura de los escritos del AT que les descubren el destino de Jesús determinado por el

Padre; pero, sobre todo, cómo pueden llegar por la comunitaria "fracción del pan" al

pleno "conocimiento" del resucitado, es decir, precisamente a la comprensión creyente

de su nueva y real presencia.

Sobre el trasfondo histórico de la perícopa de Emaús poco se puede decir. ¿Es una pura

catequesis religiosa para quienes ya no habían podido ver al resucitado?, ¿no podría ser

que entre las primeras experiencias pascuales hubiera algunas que tuvieron lugar en

contacto con el AT y en la celebración comunitaria de la fracción del pan, experiencias

que luego, en la catequesis apostólica, fueron ejemplificadas en la figura de los

discípulos de Emaús? Tal vez esta sospecha (no puede llegar a más) se refuerza si nos

fijamos en otros textos que relatan apariciones del resucitado en relación con una

comida.

La aparición en Tiberíades

Prescindiendo de los numerosos motivos y elementos que componen este capítulo (Jn

21, 1-14), nos limitamos al peculiar desayuno de que se nos habla en los vv 9 y 13. No

se trata, ciertamente, de una comida normal: se habla de revelación o aparición (v 1). En

el v 9 se habla de un pez asado y de pan, sin explicar su procedencia ni quién los ha

preparado. Los vv 5 y 6a indican como objetivo de la empresa el coger peces para

comer, pero misteriosamente la comida aparece lista antes de que la pesca llegue a feliz

término. La intención resulta clara: esta comida es un don que el resucitado ofrece a sus

discípulos independientemente de lo que ellos preparen para él. Esta hipótesis se

confirma en los vv 12-13, en los que Jesús invita a sus discípulos a esa comida. Al

mismo tiempo, se describe la actitud ambivalente de los discípulos: saben que es el

Señor y, sin embargo, no se atreven a preguntarle si realmente lo es. No es el mismo

que habían conocido antes y, sin embargo, sí que es el mismo. Esta experiencia

ambivalente se aclara luego, al comer, cuando -igual que en Emaús- la

automanifestación de Jesús alcanza su punto culminante.

La comida está introducida por un giro típicamente joanneo que no cuadra con la

situación externa: "Jesús viene". Como en otros relatos de apariciones (Jn 20, 19.24.26),

el autor juega con la venida" del Hijo al mundo, frecuentemente aludida en el evangelio

(cfr. sermón de la cena). Esta introducción solemne empalma perfectamente con las

palabras que siguen: "toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez". Es patente la

semejanza con Jn 6, 11 (la multiplicación de los panes) y, por tanto, la relación con el

alimento eucarístico.

Otra vez, como en Lc 24,13ss, la comunidad de mesa (eucarística en el fondo) es el

lugar en que ocurre el reconocimiento del resucitado, y esto como punto culminante de

una experiencia hasta entonces sólo vislumbrada y ambigua de su proximidad (cfr. Jn

21,4.12; Lc 24,16.32).

Otras apariciones

a) Hch 1,4. Como ejemplificación del v. 3, Lc refiere un diálogo del Señor con sus

discípulos "mientras estaba comiendo con ellos", usando para ello el mismo verbo

griego que las cartas pseudoclementinas usan para referirse a la eucaristía. No se puede

sacar mucho más de Lc 1,4; pero nos basta retener que aquí se cita una aparición del

Señor durante una comida.

b) Hch 10,41. Lc presenta a Pedro explicándole a Cornelio que Dios resucitó a Jesús y

le concedió la gracia de aparecerse a los testigos que había escogido de antemano, "a

nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Y

nos mandó que predicásemos al pueblo y diésemos testimonio...". No está claro si hay

aquí un recuerdo histórico o sólo el deseo de resaltar el lugar especial que tienen en la

Iglesia los primeros testigos de la resurrección. Pero, en todo caso, parece significativo

que Lc, en relación con el dar testimonio, hable de la comunidad de mesa con el

resucitado. No se puede rechazar de antemano el posible sentido eucarístico de esta

comida, y más si se tiene en cuenta que el comer y beber parecen acentuar precisamente

el carácter eucarístico de aquel comer comunitario.

c) Jn 20,19ss; Lc 24,36ss; (Mc 16,14). Según estos relatos, la primera aparición de Jesús

a sus discípulos tuvo lugar en un recinto en el que se habían reunido (¿para qué?). Jn

añade además que ello ocurrió "el primer día de la semana". Con esta expresión

palestina, una antigua tradición litúrgica designaba al mismo tiempo el día de la

resurrección y, por eso mismo, el día de la celebración eucarística en la cristiandad

primitiva. La perícopa siguiente nos dice que la aparición a Tomás tuvo lugar "ocho días

después" (v 26); por lo tanto, Jesús se manifiesta a los discípulos en sendos "días del

Señor" (como se llamarán más tarde), en los cuales se reunían las comunidades para

celebrar la eucaristía. Si estos datos litúrgicos que nos da el texto proceden de la praxis

litúrgica, o si esta praxis nació del recuerdo de una antigua tradición pascual (de

reuniones eucarísticas en las que tenían lugar "apariciones" del resucitado), son

hipótesis que evidentemente no se excluyen.

Pero hay otro aspecto que relaciona esta perícopa con la tradición litúrgica: la alusión al

costado de Jesús, que en Jn tiene un sentido especial (cfr. Jn 19,34s). Jesús es

presentado como el que ha redimido al mundo en la cruz, como el que da a los creyentes

la salud y el espíritu bajo los signos de sangre y agua, signos que aluden a la manera

como se trasmite ahora y siempre esa salud: en los sacramentos del bautismo y la

eucaristía. ¿Se trata acaso, en esta perícopa, de una aparición del resucitado a sus

discípulos durante la cena (interpretada eucarísticamente) y configurada luego por la

teología de Jn? Esto la aproximaría bastante a las narraciones de Lc 24,13ss; Hch 3,26ss

e incluso Jn 21,Iss.

El relato paralelo de Lc 24,36-43 está dominado por el motivo (apologético) de probar

la realidad histórica del resucitado, su identidad con el crucificado y su vida

completamente nueva. Ahora bien, ¿es casual que Lc vea la "prueba" decisiva en el

hecho de que el resucitado coma un pez?, ¿no puede haber, en el fondo de este relato

apologético, el recuerdo histórico de una comida con los discípulos en la que recibieron

el don de la fe en el resucitado (v 40)? Es interesante notar que las adiciones posteriores

al texto (v 42: "y un panal de miel"; v 43: "y tomó el resto y se lo dio a ellos") sugieren

ya claramente una interpretación sacramental y eucarística del pasaje.

El resumen ulterior de Mc 16,14 parece reforzar nuestra interpretación cuando introduce

la aparición con el dato: "estando ellos a la mesa".

Creo que las observaciones hechas hasta aquí justifican la conclusión de que, al menos

en las tradiciones lucana y joannea (y ambas recogen tradiciones antiguas), existe una

relación muy íntima entre las apariciones del resucitado y las comidas comunitarias que

celebraban los discípulos después de Pascua, las cuales, además, están descritas en una

terminología que las aproxima a la tradición litúrgica eucarística.

Comida pascual, comidas del Jesús terreno y eucaristías primitivas

Llama la atención el papel que jugaba ya para el Jesús terreno la comunidad de mesa.

Jesús no sólo come y promete comer con sus discípulos sino, preferentemente, con

pecadores, publicanos y otros marginados sociales y religiosos. Era una manera bien

concreta de hacer visible el mensaje central de Jesús: la irrupción del reino de Dios que

viene. No le bastaba anunciar el Reino futuro con las figuras apocalípticas del banquete

de bodas o el banquete celestial (cfr. Mt 8,11; Lc 14,16-24); no, los anticipaba en sus

propias comidas para mostrar precisamente a los pecadores (Me 2,17) que Dios entra en

comunidad con ellos y les ofrece su paz y su alegría, significadas en la comida con

Jesús.

Esta serie de comidas tiene su punto culminante en la última cena, no sólo por su

carácter de despedida sino porque en ella Jesús mismo da el nuevo sentido a esa comida,

sentido que apunta a su muerte expiatoria "por los muchos". Este nuevo sentido, junto

con la promesa escatológica de Mc 14,25 (= Lc 22,15-18), se experimentan ya como

algo "cumplido", como una realidad escatológica, en la comunidad con el resucitado, es

decir en sus "apariciones" estando ellos reunidos a la mesa. Es el Señor crucificado el

que se les revela en toda la plenitud de su gloria, anticipando así el prometido reino de

Dios. El hecho de "comer y beber con él" ya ahora (Hch 10,41), es el suceso

escatológico anticipado. De ahí que la nueva "comunidad escatológica" parta el pan

"con alegría" (Hch 2,46) y celebre la presencia en medio de ella del Señor resucitado.

Pero, al mismo tiempo, vuelve la vista al futuro y grita su esperanzado "Marana tha" (1

Co 16,22; Ap 22,20). Las celebraciones eucarísticas de la primera Iglesia viven a la vez

en la alegría de la "venida", ya experimentada, del resucitado y en la esperanza de lo

que falta "hasta que él venga" (1 Co 11,26).

APARICIÓN DEL RESUCITADO Y EUCARISTÍA

Volvamos a las "apariciones pascuales eucarísticas". Según Dupont, "la eucaristía es

para los cristianos la gran señal de la resurrección del Señor, la señal que les permite

reconocer: el Señor vive y está entre nosotros". ¿Vale esto sólo para los cristianos de la

época postapostólica, o la eucaristía era ya para los primeros testigos una "gran señal"

del Señor resucitado? Con otras palabras: las "apariciones" reseñadas en los textos que

acabamos de estudiar, ¿significan algo que va más allá de la celebración eucarística

comunitaria o son idénticas con ella?

Primero hemos de estudiar lo que significan las "apariciones" en los relatos pascuales.

Resurrección de Jesús y apariciones pascuales

El NT entiende por resurrección de Jesús una acción creativa de Dios que despierta para

una vida gloriosa al muerto Jesús de Nazaret. Pero esta actuación no tiene lugar

secretamente, sino que entra en la historia de los hombres, puesto que se hace asequible

a la experiencia humana. Y esta manifestación tiene lugar precisamente por medio de

las "apariciones" del resucitado a determinados testigos. En este sentido, las

"apariciones" no son fenómenos secundarios que lo mismo podían no haber ocurrido,

sino que pertenecen esencialmente a la resurrección. Sólo ellas la hacen realmente

histórica. De lo contrario, la resurrección de Jesús no sería el giro decisivo de la historia

salvífica, la nueva creación (cfr. Rm 4, 17; lCo 15, 42ss; 2Co 5,17). Con esto no

queremos decir que la resurrección de Jesús se reduzca a las apariciones o se identifique

con ellas; pero no podríamos hablar de ella ni de su realidad si no se hubiera expresado

de alguna manera.

El término "él se ha aparecido" (òpthè, con dativo) juega un papel decisivo en el

kerigma pascual (cfr. 1 Co 15, 3ss; Lc 24, 34; Hch 13,31). Los setenta lo emplean para

describir teofanías. Suele expresar que una realidad hasta entonces escondida se hace

manifiesta y perceptible. Es una experiencia que no depende del hombre, sino que le es

regalada por Dios cuando y donde Él quiere. Está relacionada casi siempre con la gloria

de Dios. Es una revelación -no una vulgar percepción empírica-, pero tiene un carácter

esencialmente sensorial (sea óptico o acústico).

El testimonio del NT

El kerigma pascual del NT parece hacer un uso parecido de esta palabra, afirmación que

se ve reforzada por otros dos términos usados en el mismo contexto: "Dios le concedió

hacerse visible" (Hch 10,40), o bien, "Jesús se manifestó a sus discípulos" (Jn 21,14). Se

trata, pues, de una revelación inesperada y regalada por Dios, del "desvelamiento" de un

misterio escondido: el resucitado se deja percibir. Lo que ya no se especifica es la forma

de esa percepción. Las descripciones evangélicas de la "visión" o del "cuerpo" del

resucitado apuntan claramente al carácter inefable, totalmente distinto, de las

experiencias. Con todo, desde un punto de vista negativo se puede afirmar lo siguiente:

a) La visión que se da en las "apariciones" no está en el mismo plano de experiencia

empírico-sensorial en el que puede estar la vivencia de la muerte de Jesús. El resucitado

lo mismo se deja ver que desaparece según su voluntad. Es imposible retenerle. Su

aparición es puro don. Los relatos describen al resucitado, por una parte, cromo el

mismo Jesús de Nazaret, el crucificado ya conocido de antes; y, por otra parte, como

una persona distinta de la que los discípulos habían conocido. Se presenta de maneras

extrañas y el lenguaje humano parece no poder captar la nueva realidad que tras ellas se

esconde (de ahí las contradicciones y discordancias históricas en los relatos pascuales).

Estas observaciones quedan confirmadas por Pablo y los Hechos cuando hablan de la

experiencia de Damasco (1Co 15, 8; 9, 1; Hch 9,27; 22,17), o cuando Pablo reflexiona

sobre la corporalidad de la resurrección (1Co 15, 14).

b) Pero, por otra parte, las apariciones no se pueden colocar en el terreno de las

visiones. Los relatos evangélicos no son simplemente objetivaciones de vivencias

psíquicas (más o menos causadas por Dios); tal explicación no haría justicia ni a su

contenido teológico ni a su forma literaria. De la misma manera, Pablo separa

claramente su vivencia de Damasco de sus otras vivencias místico-extáticas, las

"visiones" que cita en 2 Co 12, 1-4. La aparición del resucitado es, para él, la

legitimación de su apostolado y el fundamento de su predicación; no así sus visiones.

En nuestra manera de pensar actual, parece que una manifestación milagrosa de Dios

hubiera de ocurrir en forma visionaria. El Antiguo y el Nuevo Testamento son mucho

más realistas: Dios no obra primariamente en el campo intrapsíquico, sino en el

histórico.

Ahora bien, ¿qué se puede decir positivamente sobre las apariciones del resucitado? La

alternativa entre lo puramente empírico-sensorial" y lo "puramente anímico- visionario",

resulta claramente insuficiente. Hoy existen una serie de intentos exegéticos que

explican las apariciones en una dirección bastante unitaria. Se habla de un encuentro

personal con el resucitado (Schlier, Koch), de un acontecimiento transformador que

conduce a la fe y al testimonio (Marxen), de una experiencia de la comunidad de vida

de la Iglesia con el Señor glorificado (Seidensticker), etc. Y es que los relatos de las

apariciones no hablan sólo de "ver" al resucitado, sino también de oír su palabra, de

escuchar su saludo y su enseñanza, de comer con él, de recibir su espíritu y su poder, de

ser enviados a predicar. La "aparición" abarca más que un mero ver; es una experiencia

y un encuentro que atañe a toda la persona del hombre y hace de él un creyente en

Cristo en sentido pleno e incluso lo hace responsable de la constitución de la comunidad

de creyentes que empieza a nacer.

Se trata, por tanto, de sacar a las apariciones de una consideración aislada para situarlas

-como lo exige el NT- en la íntima relación que tienen, por una parte, con la historia de

Jesús y, por otra, con la historia de la Iglesia:

a) con la historia de Jesús: las apariciones son revelaciones de aquel Jesús de Nazaret

que durante su vida ha anunciado el reino de Dios y lo ha incluido ya en su mismo obrar

(Hch 1, 3-8; Mt 28, 18ss); del que subió a la cruz por amor a los pecadores y para pagar

su culpa en obediencia al Padre (Lc 24, 26-41). Las "apariciones" son, sobre todo, la

experiencia de ese amor de Cristo que supera la muerte en toda su gloria y señorío.

b) con la historia de la Iglesia: pero, además, esas apariciones tienen lugar en y para la

historia del hombre. La resurrección de Jesús que se manifiesta en las apariciones sólo

llega a su realidad plena cuando se manifiesta como el suceso que cambia el destino del

hombre. Es primicia de la "nueva creación" allí donde "embarga" hombres que

realmente se dejan convertir a la fe por ese "amor que se aparece" y que se dejan enviar

a amar "como yo os he amado" (Jn 15,12; cfr. Jn 20,21; Mt 28,20). Esta interpretación

está justificada por los mismos textos bíblicos, cuyo núcleo no es la mera constatación

de la aparición como un hecho, sino un mensaje para los hombres, sea directamente en

forma de enseñanza, de autorización o de misión, o indirectamente en forma de

indicación del camino hacia la fe en el resucitado (cfr. Lc 24,13ss; Jn 20,26ss; 21,1ss).

Cada aparición se trasciende a sí misma, concretamente en dirección a la Iglesia y su

servicio a los hombres.

¿Pero podremos decir, además, algo más "fenomenológico" acerca de las apariciones?,

¿qué apariencia externa tenía ese "encuentro personal" con el resucitado? Pues es fácil

que al decir "personal" nos situemos, otra vez, en el plano interior de la subjetividad y

abreviemos así :a realidad "objetiva".

En primer lugar, hemos de tener claro que en los textos del NT no encontramos ninguna

respuesta directa a esta pregunta. A pesar de su concreción, no nos explican, por

ejemplo, cómo podía el Señor entrar por puertas cerradas, comer un pez o aparecérseles

en forma de caminante o de jardinero. No es esto lo que pretenden los evangelios. Lo

que les importa es la realidad de la presencia del resucitado, su identidad con el Jesús

terreno y muerto, su vida nueva, la fe en él y en la misión que de él procedía. Pero, tal

vez, precisamente a partir de esta intención de los textos podamos encontrar en ellos

algo más concreto sobre la visibilidad de esas experiencias.

La eucaristía: una forma de "aparición"

Decíamos en páginas anteriores que si la aparición del resucitado es una experiencia

personal que atañe a todo el hombre, no puede faltarle la vertiente corporal, ya que es

elemento esencial de la personalidad humana; y, de hecho, esta experiencia "corporal"

es constitutiva en las apariciones del resucitado. Lo que falta saber es qué significa aquí

"corporal". No quiere decir, ciertamente, que Jesús se presentara entre sus discípulos

con la misma figura palpable y visible que tenía antes de su muerte, que apareciera de

repente como el duodécimo comensal que, sentado a la mesa, comía como si no hubiera

muerto. Semejante interpretación no es imposible pero no parece responder a las

tendencias kerigmáticas y apologéticas de los relatos.

Entonces, ¿qué? ¿Lo veían "en espíritu", a la manera de una visión? Tampoco se puede

excluir en absoluto tal posibilidad, pero habría sido un fundamento muy débil para la

Iglesia que brotó de aquellas experiencias pascuales, basada en la fuerte convicción de

que el Señor vivía de verdad y de que había enviado a los discípulos.

¿Qué queda, pues? En los casos que hemos discutido queda la experiencia "corporal" y

muy concreta de la comida comunitaria de los discípulos. ¿No puede haber sido esta

experiencia el "medio" -entre otros- por el que el resucitado se manifestó vivo y

presente? Veíamos más arriba la frecuencia con que las apariciones ocurrieron en una

comida comunitaria. Este dato no puede ser puramente casual o accidental. En mi

opinión no es sólo el marco en el que tuvo lugar la "aparición" propiamente dicha, sino

más bien el elemento decisivo que proporciona la experiencia del resucitado.

Con esta tesis no se excluyen de ninguna manera otras situaciones u otras formas de

"apariciones" del resucitado. Es claro que ha habido muy diversas mediaciones

"sensoriales" de la automanifestación del resucitado (en general, las apariciones que no

hemos comentado... ). Sin embargo, se podría sospechar -sin que podamos fundamentar

aquí la sospecha que también estas "apariciones" están en relación interna con las

"apariciones" durante la comida comunitaria, recibiendo de ellas algo así como el

sentido eclesial de la nueva fe...

Ahora bien, ¿qué razones podemos aducir para fundamentar nuestra hipótesis de que la

comida comunitaria lleva en sí misma la posibilidad de convertirse en una "aparición"

del resucitado?

Según los relatos de las apariciones, no es Jesús el que reúne a los discípulos sino que se

les aparece estando ellos reunidos (previamente). Parece, por consiguiente, que entre los

discípulos no todo había terminado el viernes santo. Por el contrarío, se puede suponer

que la comunidad de discípulos había continuado en parte y que, de alguna manera,

seguía celebrando las comidas comunitarias a las que Jesús los había habituado. Pues

bien, puede ser que en tales ocasiones la experiencia de las comidas con el Jesús terreno

(presencia del anunciado reino de Dios) y, sobre todo, la experiencia de la última cena

(junto con la experiencia de la muerte de Jesús) cobraran nueva vitalidad hasta

convertirse en la experiencia de una presencia nueva y completamente distinta, pero

muy real, de su Señor.

Evitemos posibles malentendidos: esta experiencia no se refiere a un sentimiento o

estado de ánimo que embargara a los discípulos, ni niega de ninguna manera una

resurrección real, referida a la persona misma de Jesús. Al contrario, en nuestra

interpretación la damos por supuesta, ya que nos preguntamos por el modo de su

manifestación histórica, de su transformación en experiencia humana. Y esta

automanifestación podría, precisamente, haber encontrado su centro en la figura de una

comida comunitaria, la cual, en efecto, había sido elevada ya por el Jesús terreno como

lugar de la llegada del reino de Dios y (en la última cena) como lugar de la presencia

permanente de su muerte "por los muchos".

Si después de Pascua prosiguieron, como parece, estas comidas, lo que estaba presente

en ellas no era el recuerdo de algo pasado, sino el mismo Señor glorificado que, por su

muerte y resurrección, había llegado a ser "el reino de Dios" en persona y que, por

tanto, tenía poder para manifestárselo a sus discípulos. Los relatos de Pascua hablan de

manera muy real de la presencia nueva del Señor, presencia que no se puede diluir en

ningún tipo de sentimientos o recuerdos. La cuestión es ver si esta realidad, que vencía

la incredulidad y la duda de los discípulos, se experimentó de una manera harto

misteriosa y en el fondo poco real, o en la comunidad real de la fracción del pan y por

medio de ella. Lo segundo me parece más probable; ya que la comida comunitaria,

elevada por el mismo Jesús terreno a "representación" del reino de Dios y de la nueva

alianza en su sangre, era ya por sí misma la expresión más apropiada y más convincente

del Señor crucificado y -como tal- resucitado. Esta manifestación de su muerte y de su

gloria, "preparada" ya por el Jesús terreno, fue después utilizada por el Señor resucitado

(por él y no por los discípulos que al reunirse sólo ofrecían la ocasión) como "medio" de

su nuevo "aparecerse", y por cierto un medio íntimamente relacionado con el

acontecimiento de su muerte y resurrección.

Una pequeña confirmación de todo esto podría encontrarse tal vez en las palabras de

Jesús (recordadas o formuladas después de Pascua): "Donde están dos o tres reunidos en

mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20; cfr. Jn 20,19.26; Lc 24,36: "él se

presentó en medio de ellos"). El que los discípulos en sus cenas pascuales

experimentaran verdaderamente esta nueva presencia del Señor vivo, no provie ne de sus

sentimientos, expectaciones o recuerdos, sino que es puro don del resucitado. Él se deja

experimentar en ellas.

Si todo esto tuvo lugar junto con una fuerte "experiencia del Espíritu", o junto con una

viva experiencia del amor fraterno en la celebración eucarística, o si se produjeron

visiones o fenómenos extraordinarios que hacían "inconfundible" la aparición del

resucitado, es algo que no puede pasar del plano de las suposiciones, supuesto lo poco

que sabemos de la situación concreta inmediatamente después de Pascua.

Es posible que a más de uno esta interpretación de las apariciones le resulte "demasiado

poco": ¿podría nacer realmente de ahí la fe pascual?, ¿no tenía que "añadirse" algo más

a la comida eucarística para hacer "claro" el acontecimiento? Puede ser. Pero no

podemos equiparar sencillamente nuestra actual experiencia eucarística a la de las

primeras semanas y meses después de Pascua. ¿No podrá la experiencia inicial de la

eucaristía -tan próxima a las comidas celebradas con el Jesús terreno y, sobre todo, a su

última cena y al acontecimiento de su muerte- provocar precisamente ese movimiento

de la fe y del amor (= misión, Iglesia) que brotaba del encuentro con el Señor vivo en

ella?, ¿habían de ser más apropiadas para ello verdaderas "apariciones" en forma de

visiones o audiciones o de otros "encuentros" inexplicables? Seguramente, no. Tampoco

se puede excluir esta posibilidad -como ya hemos dicho antes- pero, en mi opinión, la

cena eucarística, la común fracción del pan que el Señor mismo había designado como

su cuerpo entregado, y el común beber del vino que el mismo Señor había designado

como su sangre derramada, podía ser un medio suficientemente "expresivo" y "visible"

de su nueva presencia.

LOS PRIMEROS TESTIGOS

Para terminar, examinemos brevemente una objeción que tal vez podría hacerse a

nuestra interpretación: si una serie de "apariciones" han ocurrido así, ¿en qué se

diferencian los testigos del comienzo de todos los demás, incluidos nosotros?

A esto hay que responder, en primer lugar, que no se trata de interpretar todas las

apariciones en la dirección de la eucaristía. Los textos presentan otras manifestaciones

del resucitado y no se las puede reducir a un único "tipo" de encuentro.

En segundo lugar, el "ver" de los testigos de pascua consiste en una percepción del

acontecimiento revelatorio de Cristo. Es decir, que ese ver incluye la fe y sólo en la fe

llega a ser una verdadera experiencia personal y un verdadero encuentro. La fe no es

sólo un efecto de esa experiencia, la fe es la experiencia plena. Por eso resulta

completamente ocioso preguntar qué estuvo antes, la experiencia de las apariciones o la

fe. Hay algo así como una evolución o una historia de la fe de los testigos de Pascua,

cuyo comienzo tal vez no fue más que la fe, todavía no del todo muerta en el Jesús

terreno, fe que se expresaba en las reuniones y comidas post-pascuales (presupuesto de

las apariciones). Después es Jesús, el resucitado, el que eleva esa fe a una experiencia

verdaderamente nueva de su nueva vida en la gloria de Dios. Pero esta misma

experiencia sólo es asequible a la fe, y ambas son puro don del resucitado; lo mismo que

sus apariciones. Es decir, en su "aparecerse" a los testigos el resucitado les otorga a la

vez el "órgano cognoscitivo" para reconocerle: la fe. Y esto incluso en el caso de

Tomás, al cual no se le dan pruebas "contundentes" que lleven a la fe, sino "signos" que

Tomás interpreta con la fe que el mismo Señor le otorga; si bien, parece claro en la

intención de Jn que Jesús no volverá a ofrecer en tiempos posteriores unos signos tan

claros y fuertes. Pero lo decisivo es que, tanto para los primeros testigos como para

nosotros es la fe el verdadero "órgano" por el que hacemos la "experiencia" del

resucitado, y esta experiencia de la fe no es tan distinta para ellos y para nosotros. Y es

que nuestra fe no es sólo, ni en primera línea, la aceptación del testimonio fidedigno de

los discípulos. No; si de verdad creemos a su testimonio, entonces creemos

primariamente en el resucitado y en su realidad viviente entonces y ahora. Y esta fe sólo

se nos otorga si aceptamos esa realidad del resucitado hoy, si nos dejamos amar por él y

dejamos que nos envíe a amar y a predicar en el mundo esta fe.

Es claro que esta fe se les exigía igual a los primeros testigos que a nosotros; y no

parece plausible suponer que la fe de los primeros haya sido más fácil que la nuestra; los

relatos de las apariciones hacen suponer lo contrario. El resucitado les proporcionó

"signos" de su nueva presencia; notémoslo bien: signos que debían creerse, no pruebas

que pudieran saberse.

Con todo, no hay que negar el carácter peculiar e irrepetible de las primeras apariciones

del resucitado con respecto a toda ulterior experiencia de fe sobre la realidad y presencia

del Señor resucitado. Los discípulos son los "testigos que Dios había escogido de

antemano" (Hch 10,41) de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y sobre su testimonio

-junto al testimonio "interior" del Espíritu- descansa nuestra fe en él. ¿En qué consiste

entonces el carácter especial del testimonio apostólico? Seguramente hay que verlo en el

hecho de que los apóstoles (según el modo de hablar de Lc) estuvieron con él "a partir

del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado" (Hch 1,22), es decir hasta el

acontecimiento de la cruz, y de que ahora captan en el signo (por ejemplo, de la fracción

del pan) su nueva presencia poderosa y activa. Ellos son los que reconocen y testifican

la identidad del Señor histórico (del crucificado) con el resucitado, y sólo ahora

entienden, a partir de esta experiencia, lo que el Señor dijo e hizo durante su vida

terrena, lo que el Señor en realidad es. Y, cabalmente, esa experiencia es el privilegio

único y perdurable de los primeros testigos. Es el testimonio que ellos transmiten con

carácter normativo a la Iglesia y a la tradición y que nosotros recibimos como la

mediación de nuestra propia fe en aquel Jesús de Nazaret que resucitó y que hoy todavía

vive.

Cuáles fueron los signos que el Señor escogió para esta "manifestación de identidad", es

algo que no sabemos con exactitud en cada caso particular. Pero hay una cosa que

parecen iluminar nuestras observaciones y reflexiones: un signo (y, quizá, el decisivo)

de su nueva presencia era, ya al principio de todo, y es, todavía hoy, la celebración

comunitaria de la cena eucarística por parte de los que tienen puestas en él su fe, su

esperanza y su amor.

Notas:

1 La longitud del original nos ha obligado a hacer un extracto apretado y a renunciar a

interesantes párrafos de ampliación; por la misma razón omitimos las 74 citas que

remiten a otros autores (N. del T.).

Tradujo y extractó: RAFAEL PUENTE

 

GERARD SIEGWALT

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y NUESTRA

RESURRECCIÓN

Es un hecho cada día más claro que la teología se halla continuamente interpelada por

las cuestiones que le plantea el ambiente humano y cultural. Puede rechazar esta

situación y dedicarse, entonces, a repetir invariablemente su testimonio, como voz que

clama en el desierto. Por el contrario, la teología puede ponerse al frente del desafío

que se le dirige, y, «teologizándolo», identificarse de tal forma con él que se niegue

como pensar teológico.

El autor busca en este trabajo una vía intermedia para abordar la problemática de la

resurrección y el concepto de historia implicado en ella: en estrecha unidad con el dato

bíblico y, al mismo tiempo, atento a la interpelación del ambiente, de forma que el

hablar de la fe sea, en verdad, significativo; pero al mismo tiempo, de manera que. esta

significación se encuentre siempre en conexión con el acontecimiento originario de la

fe.

Le Résurrection du Christ et nostre résurrection, Revue d’historie et de philosophie

religieuses, 50 (1970) 221-243

EL LUGAR DE LA FE EN EL RESUCITADO Y DE NUESTRA RESURRECCIÓN

La fe y la Iglesia, lugares adecuados

Únicamente en la fe se puede hablar, adecuadamente, de la resurrección de Cristo y de

nuestra propia resurrección y esto implica que únicamente se puede hacer en la Iglesia.

Esta afirmación depende simplemente de que la resurrección de Cristo sólo es conocida

en la fe. Los únicos testigos del resucitado fueron los discípulos creyentes.

Este hecho puede tener dos explicaciones opuestas: la primera, que el testimonio de los

discípulos es pura invención de estos (cfr. Mt 27, 62ss y 28, 11-15). Reimarus

(16941768) fue el primero en indicar el problema del Jesús histórico como problema

decisivo de la cristología. Rechazando la cristología dogmática, ve en Jesús un profeta

que se tiene a sí mismo por el Mesías, pero que fracasa: la muerte manifiesta su fracaso.

Sin embargo, después de su muerte, los discípulos lo espiritualizaron; le aplicaron la

imagen del mesianismo davídico-real e hicieron de él el Mesías-Hijo del hombre de

Daniel que ha venido en humillación y volverá en gloria. Robaron y ocultaron el

cadáver para poder decir que había resucitado y que volvería enseguida. Pero la parusía

no llegaba. Los apóstoles dieron razones de este retraso, totalmente arbitrarias; pero la

cristiandad les creyó. Así, pues, el cristianismo, perpetuado hasta hoy, descansa en una

mentira de los discípulos.

Desde otro punto de vista, la fe de los discípulos es, no una impostura, sino una

ideologización o mitificación del Jesús histórico. Así lo afirma D. F. Strauss en su "Vida

de Jesús" (1835). Hegeliano, afirma que la vuelta al Jesús histórico es imposible, pues el

Cristo de los evangelios es un mito; la significación de los evangelios no es histórica,

sino mítica. Jesús representa la idea mítica (hegeliana) del dios-hombre, no su realidad

histórica. Esta idea mítica se formó por la proyección sobre Jesús de toda la esperanza

del AT. El mito expresa la verdad religiosa del dios-hombre históricamente; es la fusión

de idea e historia.

Pero, en estas dos posturas, la fe no se halla "cubierta" por la realidad del Cristo

resucitado; en ambos casos no es la "fe".

Para la segunda explicación, la fe, en lugar de ser un producto del hombre, es la obra

misma de Cristo resucitado en el hombre. La resurrección de Cristo únicamente es

conocida en la fe porque la fe es, precisamente, el signo del resucitado en los que creen;

es la intervención de Cristo vivo sobre unos hombres a quienes coloca de este modo en

su campo de acción.

Todo el NT ve en la fe en el resucitado la obra del resucitado. Por ello no se puede

hablar de la resurrección de Cristo más que en la fe.

Esta fe, obra del mismo resucitado, hace participar al creyente en la vida de la

resurrección, que es la de Cristo. Así, fe en el resucitado y resurrección del creyente se

implican mutuamente. Cristo es las primicias de los que han muerto (1 Co 15, 20).

Desde ahora y en la fe participamos en el resucitado, pues hemos recibido las primicias

del Espíritu Santo (2 Co 1, 22; Ef 1, 14) ; hemos resucitado con Cristo (Rm 5, 18; 2 Co

5, 17ss); esta vida, ya real, sin embargo está aún oculta, la poseemos en la fe (Flp 3, l

1s; Col 3, 3). Juan insiste en la realidad presente de la resurrección, de la vida eterna (Jn

5, 24; 1 Jn 3, 14), sin olvidar la perspectiva escatológica futurista (Jn 5, 28s; 1 Jn 2, 28).

(Los sinópticos contienen fundamentalmente las mismas afirmaciones).

Hablar, pues, de la resurrección de Cristo es, al mismo tiempo, hablar de la resurrección

de aquellos que viven en la fe en Cristo. La cristología surge sobre la antropología

"cristiana", es decir, sobre el hombre "en Cristo". La resurrección de Cristo coloca, al

que cree, en la esfera de la vida del resucitado.

El lugar de la fe en el resucitado y de la vida nueva es la Iglesia, porque Cristo, en el

Espíritu Santo, está presente en ella. Esta relación Cristo-Iglesia (que no

fundamentamos aquí) nace de la designación de la Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo

de Cristo, templo del Espíritu Santo. La afirmación de que la Iglesia es el lugar de la fe

debe comprenderse en dos direcciones: es tal lugar en cuanto es la comunidad de fe a lo

largo del tiempo; en ella, Cristo vivo, en el Espíritu Santo, es el autor de la tradición de

la fe. Y, en segundo lugar, la Iglesia es el lugar de la fe en el culto, donde el Cristo se le

entrega en la Palabra y los sacramentos. En la Iglesia, la fe y por consiguiente, la vida

nueva de la resurrección, son creadas y renovadas, transmitidas continuamente por

Cristo en el Espíritu Santo.

Así pues, no se puede hablar de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección más

que en la fe y, por tanto, en la Iglesia, porque únicamente en la fe y en la Iglesia es

reconocido el resucitado y es recibida su vida.

Fuera de la fe el lenguaje es inadecuado

La teología contemporánea se aparta, expresamente, de las aproximaciones de Reimarus

y Strauss por inadecuadas, pues no se puede hablar de la resurrección sino en la fe y en

la Iglesia. Expondremos, muy esquemáticamente, tres momentos esenciales de esta

teología.

Martin Kähler publica en 1892 un pequeño escrito en el que aparece como precursor de

la "historia de las formas". Descubre en las "Vidas de Jesús" del siglo XIX un a priori

positivista (se ocupa del positivismo, pero lo que dice puede extenderse al

racionalismo). Estas "Vidas de Jesús" quieren presentar al Jesús real, al histórico, pero

"el Jesús histórico de los biógrafos contemporáneos... nos oculta al Cristo vivo". Por el

carácter suprahistórico de Jesús, los evangelios no son fuentes para una "Vida de Jesús",

sino testimonios de Jesús en cuanto Cristo. Ven a Jesús a partir del fin, de su

resurrección y glorificación y, por ello, descubren ya en el Jesús histórico al Cristo de la

fe. No tenemos, pues, acceso al Jesús histórico más que por el Cristo de la fe, es decir,

por el resucitado. Kähler distingue, en todo esto, entre lo "histórico" y lo

"geschichtlich": lo "histórico" es lo propio de la historia positivista que no alcanza al

Cristo verdadero; la "Geschichte" es la historia en el sentido bíblico, es decir, la historia

que es suprahistórica, que no puede ser alcanzada más que por la fe y que,

consiguientemente, es objeto del testimonio de la fe, objeto de la predicación.

La historia de las formas nace de aquí. Aunque es un método histórico de investigación,

sin embargo, reemplaza al acercamiento positivista a los textos bíblicos. Parte del hecho

de que los evangelios, particularmente los sinópticos, no son fuentes históricas en el

sentido positivista. Son el final de una tradición de fe de la comunidad primitiva (no

importa ahora si parten del Jesús terrestre o del resucitado). Los evangelistas son, ante

todo, recopiladores de las unidades literarias que la tradición había formado y que han

podido marcar con su sello propio.

La historia de las formas no se dedica a liberar el "núcleo histórico" de esta tradición,

pues este núcleo no es reconocible con precisión. Y, por otra parte, reconoce en esta

tradición una tradición kerigmática; es decir, que los motivos que han presidido la

formación de los relatos son motivos kerigmáticos de la primera comunidad. El material

que nos han transmitido los evangelios está muy ligado al desarrollo y vida de la joven

Iglesia. Las palabras, actos, vida y muerte de Jesús tal como eran conocidos por los

discípulos, fueron poco a poco modelados por esta joven Iglesia, en un proceso continuo

de "actualización" y adaptación del evangelio a las diversas situaciones de la comunidad

y de la formación del nuevo pueblo mesiánico (culto, catequesis, misión, polémica... ).

Finalmente, para Jürgen Moltmann (Teología de la Esperanza, cap 3, 6), la cuestión

histórica implica una presuposición filosófica de lo que es histórico. La noción de

historia, desde el Renacimiento, "se ha constituido a partir de experiencias diferentes de

la experiencia de la resurrección de Jesús de entre los muertos"; en esta noción no hay

lugar para el resucitado. Es la noción positivista de la historia, basada en el principio de

analogía. Con ella no se tendrá acceso jamás a la resurrección porque ésta implica una

noción diferente de la historia que está, precisamente, constituida por la resurrección de

Cristo. La resurrección de Cristo no apunta a un proceso posible en la historia del

mundo, sino que apunta al proceso escatológico con la historia del mundo. Se trata,

pues, de definir -a partir de la realidad, comprendida en la fe, de la resurrección- una

nueva noción de historia que, lejos de legitimarse por relación a otras comprensiones de

la historia, les exigirá legitimarse

ante ella o, más bien, ella las juzgará en su error y las asumirá en su verdad. La

resurrección de Cristo es un acontecimiento creador de historia, a partir del cual,

cualquier otra historia se ilumina, se cuestiona y se transforma.

Hablar, por tanto, de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección fuera de la fe y

de la Iglesia es inadecuado en el sentido de que es imposible. Al hablar desde fuera de la

fe y de la Iglesia, no se habla ya de la resurrección de Cristo y de la nuestra, sino de otra

cosa. El lenguaje de la resurrección es el lenguaje de la fe y el lugar de este lenguaje es

la Iglesia.

LA BASE DE LA FE EN EL RESUCITADO Y DE NUESTRA RESURRECCIÓN

Es preciso buscar el fundamento de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección

para establecer la verdad de ambas. La fe en el resucitado y nuestra propia resurrección

no tienen su verdad en sí mismas. Si esta afirmación puede parecer

fenomenológicamente contestable (desde este punto de vista, en efecto, el fundamento

de una certeza no es previo, sino que se encuentra en esta certeza misma), Reimarus y

Strauss muestran que una fe (una certeza) puede ser otra cosa que la fe verdadera, una

mentira creída o una idea erigida en sistema. Hemos dicho que tal fe no queda

"cubierta". De ahí, la necesidad de recurrir a la base o fundamento de la fe y de la

resurrección.

No es el testimonio de la escritura

El testimonio de la escritura no vale por sí mismo, sino por aquel que la inspira y de

quien da testimonio. A propósito de esto, podemos recordar la distinción clásica entre

principio formal y material de la fe. La sola referencia al principio formal conduce a un

formalismo que es legalismo: la escritura es entonces "ley". Únicamente por la

referencia al principio material de la fe, en relación indisoluble con el principio formal,

la escritura es "evangelio", testimonio inspirado por el Cristo y que da testimonio de él.

Es insuficiente la apelación calvinista a la "autoridad soberana de la escritura". Tal cual,

presenta la fe cristiana no como fe en Cristo, sino como fe en un libro. Esta distinción

entre principio formal y material, entre la escritura y el Cristo de la escritura, no quiere,

sin embargo, minimizar la importancia de la escritura. Sólo conocemos al Dios de

Jesucristo por ella. Ésta es su única dignidad. Pero el que inspira su testimonio y del

cual es testigo es más que ella y solo él "cubre" su testimonio.

No es la fe misma

El testimonio de la escritura es testimonio de fe de los discípulos o de la comunidad

primitiva. Por tanto, la fe no es su propia base.

Que el testimonio de la escritura es el testimonio de la fe, es una afirmación evidente:

los testigos son creyentes. Pero, contrariamente a Kähler, y, más claramente, a

Moltmann, la historia de las formas, en cuanto ha hecho una alianza con la filosofía de

Heidegger, tiene tal noción de la fe que el testimonio de la escritura que concierne a la

resurrección aparece como el producto de esta fe. La fe sería, entonces, su propia base.

Bultmann, eminente representante de la historia de las formas en su unión con la

filosofía de Heidegger, dice que la muerte de Jesús era un escándalo para los discípulos,

para su fe en Jesús. Pero, de hecho, si la muerte fue una prueba decisiva para la fe, esta

prueba no acabó con la derrota, sino con el triunfo de la fe. ¿Cómo explicar este cambio,

ya que para Bultmann ningún hecho que pueda llamarse "objetivo" ha intervenido entre

la prueba de la fe acontecida en la muerte y el triunfo de la fe que se expresa en la fe en

la resurrección? Según Bultmann, el hecho que ha intervenido es que los discípulos han

descubierto el sentido de la muerte de Jesús, expresado en la fe en la resurrección. Han

comprendido que la venida de Jesús es ya, en sí misma, el acontecimiento escatológico.

El contenido de la fe pascual que proclaman los discípulos es: Dios ha hecho Mesías al

profeta Jesús de Nazaret. El contacto con este kerigma crea la fe en el hombre y ésta es

la resurrección del hombre. Así pues, para Bultmann, la afirmación de que el testimonio

de la escritura es el testimonio de la fe, no significa testimonio de Cristo, sino

testimonio de la fe de la comunidad en Cristo, ya que la resurrección, como hecho

objetivo, es imposible. Este hecho no sólo es del orden de la fe, sino que incluso su

sentido se agota en el hecho de ser una afirmación de la fe. El "extra nos" de Cristo, su

objetividad o transparencia, el "quid" de la fe, no importan; lo que importa es la fe

misma, su "quod".

El fallo de Bultmann consiste en que, por no fundar la fe en el resucitado (y en nuestra

propia resurrección) en la realidad de la resurrección de Cristo, hace de ésta una

construcción de la fe de la comunidad y de la afirmación de nuestra propia resurrección

una filosofía (una concepción heideggeriana de la existencia).

Es la realidad de la resurrección

La fe no tiene su fundamento en sí misma, sino en la obra misma de Cristo resucitado

en el hombre. El testimonio de la escritura que es testimonio de fe, tiene su "soporte", su

"cobertura", fuera de sí. De otra manera, ¿quién sería el garante de su verdad?

Por ello, el fundamento de la fe en el resucitado y de nuestra propia resurrección es,

para la primera cristiandad y para nosotros, la realidad de la resurrección de Cristo.

De ahí, la importancia del problema histórico de la resurrección de Cristo. Si el

testimonio del NT y, en particular, los evangelios, no son fuentes en sentido positivo,

sin embargo, no es posible eliminar la pregunta por la realidad histórica de la

resurrección de Jesús. De otra manera no escaparíamos a una petición de principio que

afirmaría sin fundar.

El problema supera la sola cuestión de la resurrección y se extiende a todo el

planteamiento del "Jesús histórico y el Cristo de la fe". Este problema no "se le presenta

a Kähler, ni, sobre todo, a Bultmann; ambos fundan su fa lta de interés por el Jesús

histórico en que los evangelios son testimonios de la fe y presentan al Jesús histórico a

la luz de la resurrección. Para Bultmann, hay en los evangelios toda clase de relatos

referidos al Jesús histórico que son proyecciones de la fe en el resucitado sobre la vida

terrestre de Jesús (cfr. bautismo, confesión de Pedro... ). Así, pues, viendo todo a la luz

de la fe de la comunidad, Kähler y Bultmann pasan al lado del problema histórico, tanto

del Jesús histórico como de la resurrección.

Los post-bultmannianos (Bornkamm, Käsemann, Conzelmann... ) notan el fallo de los

anteriores y buscan caminos de fundamentación del kerigma en el Jesús histórico. Lo

que para Bultmann era pre-suposición del kerigma y por tanto de la fe de la comunidad,

para los post-bultmannianos es el fundamento. El americano J. M. Robinson dice que no

se trata de volver a la Leben-Jesu Forschung, como en el siglo XIX, a partir de

presupuestos positivistas, sino, en términos heideggerianos, de anclar el kerigma de la

primera cristiandad en una existencia histórico-kerigmática que lo funde. No supera a

Bultmann en la comprensión de la fe de la primera comunidad, pero sí en su

fundamentación explícita en Jesús.

Conciencia mesiánica como anticipación

Debemos ir más lejos aún y decir que el Jesús histórico no llega a ser el Cristo

únicamente a partir de la resurrección, sino que es ya el Cristo. Afirmamos la identidad

de Jesús con el Cristo, que implica a su vez la afirmación de la conciencia mesiánica de

Jesús; y, por lo tanto, el que Jesús no ha sido declarado Cristo solamente por la fe de la

comunidad primitiva, sino que era el Cristo y sabía que lo era. Esto es necesario si se

quiere fundar la fe en Cristo (aunque esta afirmación no se dará sólo porque sea

necesaria) y si se quiere escapar al idealismo, tanto de Strauss como de Bultmann.

El que los evangelios sean testimonios de fe no se opone, de ninguna manera, al

reconocimiento de su valor como testimonios del Jesús histórico, aunque estén

"sobrecargados" por la fe de la primera comunidad. ¿Cómo admitir, aun con esta

"sobrecarga", que lo que dicen de Jesús no proviene de él mismo? Las ideas mesiánicas

de los primeros discípulos, ¿fueron en realidad más poderosas en su vida y pensamiento

que la realidad histórica del que llamaban su Maestro? Los evangelios, pues, están

fundados en el Jesús histórico que es el Cristo; presentan la imagen de Jesús como el

Cristo tal y como se impuso a los discípulos y esta imagen es tal, que es preciso afirmar

la conciencia mesiánica de Jesús. Ésta se desprende de sus palabras y de su

comportamiento, en particular de su camino de cruz.

Dejando un análisis minucioso de las palabras de Jesús, Lc 4, 16ss muestra dos temas

estrechamente relacionados: el tema del "hoy" del tiempo de salvación y el tema del

"yo" de Jesús que manifiesta su conciencia de ser enviado. Jesús se sabe revestido de

poder, porque Dios actúa por medio de él. Su señorío y su autoridad nace de su relación

de obediencia al Padre.

La cruz es la piedra de escándalo para todos los que quisieran afirmar la conciencia

mesiánica de Jesús. Según Bultmann: "la comunidad debía superar el escándalo de la

cruz, y lo hizo en la fe pascual". Así, pues, ¿no es la comunidad la autora de la

mesianidad de Jesús? De hecho, el Jesús de los eva ngelios aparece como el Cristo

bíblico (por usar la fórmula de Kähler), el Cristo que se comprende a la luz del AT.

Desde su bautismo, Jesús comprende su mesianidad como un camino de cruz, como un

servicio que le llevará a la muerte (cfr. Mt 3, 13ss, con la cita de Is 42, 1 y Sal 2, 7, voz

que anuncia implícitamente a Jesús que es el Mesías en cuanto Siervo de Yahvé). La

respuesta de Jesús a Juan Bautista pide una interpretación en este sentido: "conviene que

nosotros cumplamos de esta manera toda justicia". Esta justicia por cumplir, que es una

con el amor por los pecadores, puede verse prefigurada en Is 53, que parece ser el

trasfondo de todo este pasaje. Jesús se sabe llamado a ser el siervo de Jahvé. La cruz es

la confirmación última de la mesianidad de Jesús. Tomando el camino de la cruz,

demuestra que no es el Mesías creado por los hombres, sino aquel que hace solamente la

voluntad del Padre. La cruz es el cumplimiento de su obediencia a Dios, no es el fracaso

de su mesianidad.

Así, pues, el Jesús histórico es ya el Cristo; el Cristo no es solamente el resucitado. Esta

afirmación, decisiva para el Jesús histórico, lo es también para la cuestión de la

resurrección. La relación entre el Jesús histórico y el resucitado puede definirse como

paralela a la que hay entre la promesa y el cumplimiento.

La muerte de Jesús es, sin duda, una ruptura, incluso siendo el cumplimiento, según

hemos dicho, de su misión. Sin continuación, toda la vida y ministerio de Jesús hubieran

quedado desautorizados. Estos últimos, que se acaban con la muerte de Jesús, piden una

confirmación: la conciencia mesiánica de Jesús, tal como soportaba toda su vida y

muerte, pedía una confirmación. Hay que hablar aquí, con W. Pannenberg del carácter

proléptico de la conciencia mesiánica del Jesús terrestre: "La pretensión de Jesús, por la

que Dios mismo actúa en él, es la anticipación de una confirmación que intervendrá

únicamente en el porvenir". En esto, la pretensión de Jesús se aproxima a la palabra

profética. Los profetas anunciaban, de parte de Yahvé, palabras que debían ser

confirmadas por su cumplimiento ulterior. De igual manera, la pretensión de Jesús pedía

una confirmación ulterior. Puede decirse que Jesús era consciente de esta necesidad: sus

anuncios de la pasión y resurrección (en los que nada obliga a pensar como vaticinia ex

eventu) muestran que él esperaba esta confirmación.

El carácter proléptico de la conciencia mesiánica de Jesús no crea la confirmación de

ésta, no crea la fe en la resurrección. Los textos muestran unánimemente el desconcierto

de los discípulos ante la muerte de Jesús. La promesa que implicaba la conciencia

mesiánica de Jesús no les hizo capaces de esperar el cumplimiento anunciado. Sin

embargo, de este hecho se ha deducido más de lo debido: el miedo de hacer de la

resurrección una simple afirmación de los discípulos, la oposición a la explicación

psicológica de la fe (cfr. Goguel), han motivado el que se acentuase la discontinuidad, la

ruptura: la resurrección es, entonces, algo absolutamente nuevo, propiamente

inesperado, el milagro absoluto. En efecto, es un acto nuevo. Pero los textos no

justifican el desconcierto de los discípulos, sino que, más bien, ven allí incredulidad

(cfr. el relato de los discípulos de Emaús muestra que el desconcierto y la incredulidad

de los discípulos eran contrarios a todo lo que sabían de Jesús, a la fe suscitada por

Jesús en ellos).

Sin la resurrección, la fe de los discípulos habría muerto necesariamente. En esto, la

resurrección era un acto nuevo. Pero en razón del carácter proléptico del ministerio de

Jesús terrestre, su muerte podía dejar a los discípulos en la expectativa, predispuestos

para una acción de Dios. Pues la realidad de la resurrección la habían conocido ya en su

comunión con el Jesús histórico (cfr. el relato de la transfiguración, en el que no es

preciso ver con Bultmann, un relato post- pascual mal datado. Igualmente, en el

evangelio de Juan, para quien la resurrección de Jesús no es sino la manifestación de la

gloria del Jesús terrestre; por lo tanto, el resucitado está ya oculto en el Cristo terrestre).

Ciertamente, la resurrección ilumina toda la vida terrestre de Jesús, pero esto no impide

el que Jesús terrestre fuera ya el que, por su comunión única con el Padre,

transparentara, por anticipación, al resucitado. ¿No manifestaba él la realidad de la

"vida" de Dios resucitando literalmente unos hombres, espiritualmente muertos, a una

vida nueva, vida en Dios? Por lo tanto, el carácter proléptico del ministerio de Jesús, si

no establece la resurrección, la anuncia y la pide.

El hecho de la resurrección

Al hecho "histórico" de la resurrección de Jesús no tenemos acceso más que por los

textos. Es preciso establecer su valor como testimonios. El texto más antiguo es 1 Co

15, 2-11. Pablo cita aquí una parádosis que él ha recibido de la primera comunidad (v

3); hace, además, mención de la aparición del resucitado de la que él mismo ha sido

beneficiario (v 8). El análisis de 1 Co 15, 3-7 permite descubrir una cierta ruptura

después del v 5 (proposiciones introducidas por oti o épeita, éita, respectivamente). Los

dos grupos de versículos (3-5; 6-7) relatan apariciones, pero, verosímilmente, la

parádosis se reduce a los vv 3-5. Harnack, en 1922, propuso la hipótesis, hoy

generalmente admitida, de que en los vv 3-7 existen dos capas de diferente antigüedad.

En cuanto a la segunda (6-7) el terminus ad quem es la visita de Pablo a Jerusalén, tres

años después de su conversión (Ga 1, 18ss ), pues las apariciones relatadas aquí

conciernen a toda la comunidad de Jerusalén. Entonces, lo más tarde, debió recibir

Pablo el testimonio de estas apariciones. Esto permite, por las razones de estilo

indicadas, datar con anterioridad los vv 3-5: hay que admitir, con Grass y otros, que

Pablo recibió de la iglesia de Damasco esta fórmula antigua; allí pasó el tiempo

siguiente a su conversión, tres años después de la muerte de Jesús. La fórmula es

antigua y muy próxima a los acontecimientos que atestigua; las indicaciones que da, y

que son de orden histórico, reciben de ella un crédito y una credibilidad, históricamente

hablando, muy grandes. Desde el punto de vista estrictamente histórico, es totalmente

improbable la idea de que se tratara aquí de leyendas. La afirmación según la cual Jesús

se apareció después de su muerte está históricamente bien fundada.

Los textos de los evangelios no hablan solamente, como 1 Co 15, de las apariciones del

resucitado, sino también de la tumba vacía. La afirmación del carácter legendario de la

tumba vacía es frecuente; esta tesis se encuentra, en particular, en la escuela de la

historia de las formas. Ésta aborda los textos a partir de los motivos que han podido

formarlos de las más diversas maneras: motivos apologéticos (en particular, la polémica

con el judaísmo anticristiano), catequético-teológicos (necesidad de ser realista), etc. Se

llega, de esta manera, incluso a reemplazar el hecho por las motivaciones, de modo que

aparece como una pura construcción, con un sustrato histórico más o menos dudoso, o,

simplemente, ausente. Se absolutizan manifiestamente los motivos, que no pueden ser

negados, pero que son, quizá, secundarios en relación al hecho mismo narrado. Para

Grass, por ejemplo, el relato de la tumba vacía es, con toda probabilidad, una leyenda

sin más. Ciertamente concede que lo que le hace poner en cue stión la realidad de la

tumba vacía tiene una base muy débil, pero se declara partidario de una crítica radical,

en nombre de la cual hay que considerar como improbable lo que no es seguro.

Se dan razones históricas (sólo consideraremos éstas) a favor de la autenticidad de la

tumba vacía. Vienen a decir que los contemporáneos de los discípulos sólo podían

comprender la proclamación de la resurrección de Jesús suponiendo que la tumba

estuviera vacía y que los discípulos no habrían podido anunciar, después de la muerte de

Jesús, su resurrección en Jerusalén, si su sepulcro no hubiera estado vacío. Puede

añadirse que la polémica judía no hizo jamás intervenir el argumento de que la tumba de

Jesús contenía todavía su cuerpo (cfr. Mt 27, 62ss; 28, 11ss, que responde

apologéticamente a una acusación de robo del cuerpo de Jesús). Tanto por parte

cristiana como por parte judía se conocía el hecho de la tumba vacía. Esto es una

afirmación histórica que se opone a toda negación de la tumba vacía. Como en el

dominio de la historia factual no se dan sino probabilidades, afirmamos, sin que con ello

quede ya probada la resurrección de Jesús, la gran probabilidad histórica de la tumba

vacía.

Entre los textos de los cuatro evangelios se dan diferencias que no tocan al hecho de la

tumba vacía, sino a varios puntos del relato. Pero estas diferencias no pueden poner en

cuestión la conclusión histórica indicada. A propósito de las apariciones, Marcos y

Mateo las sitúan en Galilea, Lucas y Juan en Jerusalén; pero estas diferencias no tocan

al hecho mismo de las apariciones, hecho ya atestiguado en 1 Co 15.

La realidad de la resurrección

Entonces, ¿cuál es la "realidad" de la resurrección de Jesús? En esta cuestión se halla

implicada la realidad de nuestra resurrección.

No se trata simplemente de una revivificación. Los testimonios son unánimes. La

resurrección de Lázaro es una revivificación, la de Jesús no. En la resurrección de Jesús

no se trata, en todo caso, del destino de su cuerpo físico. La simple resurrección de éste

no describe adecuadamente la resurrección de Jesús.

Para Pablo, la cuestión es ésta: ¿cómo se manifiesta el resucitado en sus apariciones?

Hay que distinguir, en Pablo, entre la aparición del resucitado y otras experiencias del

orden de la visión. En cuanto a la aparición del resucitado, Pablo habla así: "yo he visto"

(eóraka) al Kyrios (1 Co 9, 1; 15, 5s) ; "ha agradado a Dios revelarme (apokalypsai a su

Hijo" (Ga 1, 16); en Hch 26, 19 habla, a propósito de la aparición de Damasco, de

visión celeste (ourá nios optasía). Con motivo de otras experiencias de visiones, Pablo

habla en términos parecidos. En 2 Co 12, lss menciona sus visiones y revelaciones del

Señor (optasíai kai apokalypseis) y cuenta que, catorce años antes, fue elevado hasta el

tercer cielo, fue introducido en el paraíso y escuchó palabras inefables. Sabemos, por

otros textos, que Pablo tenía revelaciones (Ga 2, 1; Hch 16, 9... ).

Pero la visión de Damasco es única. Pablo la caracteriza en 1 Co 15, 7 como última

cristofanía; es la visión del resucitado. Pablo no ha visto al resucitado más que una sola

vez. Las otras visiones y revelaciones eran diferentes de esta visión del resucitado ante

Damasco. Ésta es para Pablo una visión objetiva; es lo mismo que decir que se trata de

Una aparición. El contenido de la aparición es el resucitado glorioso, no el resucitado

terrestre del que hablan los evangelios; es decir, aquel del que dicen los evangelios que

ha subido al cielo. Esto se deduce de lo que Pablo dice del cuerpo de Cristo resucitado.

Es un sõma t?s dox?s (Flp 3, 21 ). Este texto deja entender que el cuerpo que tendremos

en la resurrección será el mismo cuerpo de Cristo glorificado. La relación que este texto

establece entre el cuerpo glorificado de Cristo y el cuerpo de nuestra resurrección

permite extender lo que Pablo dice en 1 Co 15, 35-53, a propósito de nuestro cuerpo

celeste (de resurrección), al cuerpo de la resurrección de Cristo. Pablo se separa aquí

tanto del realismo vulgar del judaísmo, para quien el cuerpo de la resurrección es el

cuerpo físico-terrestre restaurado (algo así como la revivificación), como del dualismo

gnóstico para quien el cuerpo es la prisión del alma (concepción griega de la

inmortalidad del alma) . El cuerpo de la resurrección es un sõma pneumatikón.

El término sóma (aplicado tanto al hombre terrestre como al celeste) define una unidad

estructural entre las dos condiciones, terrestre y celeste. Se da identidad personal, pero

no identidad de la condición. La condición terrestre es caracterizada por la sarx: ésta

queda destruida en la muerte, para ella no hay resurrección. Pero el sõma, la estructura

ontológica del hombre, permanece en Dios. Dios recrea el sõma en una nueva

condición. El sõma psychikón es la persona terrestre, mortal; el sõma pneumatikón es la

persona celeste, la que Dios reviste de la condición celeste, haciéndola participar en su

eternidad.

Pablo habla, al mismo tiempo, de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección.

Ambas están inseparablemente unidas. La realidad de la resurrección de Cristo aparece

en nuestra propia resurrección sin confundirse con ella. Inversamente, nuestra propia

resurrección, signo de la suya, nos permite significarla. Por ello, es indispensable evocar

a propósito de la resurrección de Cristo lo dicho de nuestra propia resurrección. Lo que

se dice de nuestra resurrección en 1 Co 15 y otros textos, no sólo está fundado en la

resurrección de Cristo, sino que describe al mismo tiempo su resurrección.

La resurrección ha llegado y debe aún manifestarse. Esto es cierto de Cristo, es cierto

del cristiano. Pablo describe la resurrección como el cambio (transformación, allássõ)

del cuerpo terrestre, mortal o ya muerto, en el cuerpo celeste. En 1 Te 4, 13 ss habla del

"ser arrebatados sobre las nubes" de los vivos que no morirán cuando vuelva el Cristo;

imagen que, verosímilmente, tiene el mismo contenido que "cambio". 2 Co 5, 1-10

muestra que este cuerpo nos está preparado en el cielo. Nuestro cuerpo terrestre es

destruido después de esta vida y en la muerte (2 Co 4, 16), pero esta destrucción

comporta, para el que está en Cristo, un crecimiento del hombre espiritual; se da, pues,

desde ahora, un comienzo de transformación del hombre terrestre en el hombre celeste,

del cuerpo corruptible en incorruptible. La resurrección de Jesús y la nuestra no es

únicamente un hecho nuevo después de la muerte, sino también el cumplimiento y

manifestación del hombre nuevo que existía ya durante su vida terrestre. La muerte es

ruptura porque es la muerte del hombre terrestre. Pero también es paso, el paso del

hombre nuevo, 'ya presente y real en el hombre terrestre, al estado glorioso celeste.

Así, para Pablo, la nueva corporeidad de la resurrección no tiene necesidad de la materia

antigua. Por ello, Pablo no necesita hablar de la tumba vacía. Este hecho, como dato

ambiguo, no es el fundamento de la fe en el resucitado ni de nuestra resurrección. Este

fundamento es la realidad de Cristo pneumático tal y como se apareció a los primeros

testigos y a Pablo y tal y como él prepara en nosotros el sõma pneumatikón.

Los evangelios, sobre todo Lucas, elaboran representaciones muy realistas de la

corporalidad del resucitado, haciendo referencia a una resurrección que no es sólo

espiritual, como en Pablo, sino también corporal- física. Pero, en primer lugar, excluyen

la idea de una simple revivificación y afirman la diferencia entre el terrestre y el

resucitado. Además, para ellos, el cuerpo carnal de Jesús ha sido asumido por el cuerpo

"pneumático". El resucitado lleva las marcas del crucificado, pero el crucificado está

transfigurado.

Por tanto, para los evangelios la resurrección, que es más que la revivificación, no es, al

mismo tiempo, menos que ésta. La tumba vacía expresa la resurrección física del

crucificado; las apariciones expresan que esta resurrección se trasciende en una

resurrección pneumática, en Dios. Si hay tensión entre Pablo y los evangelios, ésta

establece precisamente la realidad de la resurrección contra toda espiritualización, y la

espiritualidad de la resurrección contra toda materialización.

Resurrección e historia

Supuesta la afirmación: el Jesús histórico es ya el Cristo de la fe, y teniendo en cuenta

lo dicho de la resurrección, podemos preguntarnos ahora por el concepto de historia

implicado en dicha afirmación, o, lo que es lo mismo, en la afirmación de la

encarnación, del envío de Jesús por Dios y de su transparencia a Dios.

Para responder, es importante tener en cuenta que la mesianidad de Jesús implica una

relación. No es mesianidad en sí, sino para nosotros. Por ello, la noción de historia que

vale para Jesús como el Cristo no debe ser extraña a la noción de historia que vale para

el hombre; más aún, la pregunta antropológica previa, y que debe ser respondida

correctamente para alcanzar el concepto recto de historia implicado en la afirmación de

que Jesús es el Cristo, es la siguiente: ¿cómo reconocían en Jesús al Mesías, al enviado

de Dios, los discípulos del tiempo de Jesús y, más allá de ellos, nosotros?

HISTORIA MÍTICA

Si el hombre reconoce a Jesús como el Mesías, el enviado de Dios, es que puede

reconocerlo. Puede porque ha sido creado en la imagen de Dios (Gn 1), por la

participación fundamental del hombre en Dios. Esta participación está expresada por el

mito. El hombre es un ser mítico por esta participación en Dios; es un ser histórico por

la ruptura de esta participación. Como esta ruptura no es tal que no permanezca la

participación en Dios, aunque sea de forma oscurecida, podemos decir que el hombre

real, de la caída, es, en cuanto permanece creatura de Dios, un ser mítico y, en cuanto

pecador, un ser histórico; es a la vez un ser mítico e histórico.

Entonces, el hombre reconoce a Jesús como Cristo en virtud de su estructura mítica.

Con esto, no sólo afirmamos algo del hombre, sino que decimos también algo de Jesús

como Cristo, es decir, que en él el Creador y el Redentor están presentes (cfr. Jn 1; Col

1, 16; Heb l, iss), pues la estructura mítica del hombre define su participación en el

creador. Es preciso, entonces, afirmar que Jesús como Cristo es un ser mítico-histórico.

El hombre es mítico e histórico en la oposición. Es mítico por la participación

estructural-esencial en Dios; es histórico por la ruptura de esta participación. Pero Jesús,

como Cristo, es un ser mítico e histórico en la unidad, manifiesta la participación

fundamental en Dios en las condiciones del tiempo del hombre, en las condiciones de

ruptura de esta participaci6n. Es un ser histórico porque vive en la historia, en las

condiciones de ruptura de aquella participación esencial; pero en la historia es un ser

mítico porque su participación en Dios no está rota. Esto no significa que la función de

Jesús quede reducida a ser simplemente prototipo del hombre. También es esto: el

hombre original, la imago Dei... (cfr. la teología de los dos Adam en Pablo) ; pero es

preciso superar esta concepción puramente antropológica. Jesús como el Cristo no es

únicamente la imagen de Dios como el hombre, en el sentido de que es transparente a

Dios; sino que es Dios mismo (jn 12, 45). Que Jesús como Cristo es un ser míticohistórico,

significa entonces, no sólo que es el hombre esencial en las condiciones de la

historia, sino que es, en la unidad de este hombre esencial, Dios mismo en las

condiciones de la existencia del hombre, es decir, Dios en las condiciones de la ruptura

con Dios. Así llegamos -y respondemos a la pregunta por la noción de historia

implicada en la afirmación de que Jesús es el Cristo- a hablar, a propósito de Jesucristo,

de historia mítica o mito histórico.

Historia de salvación

Pero la concepción de la historia mítica, aunque esencial, es insuficiente. Es la

concepción de la historia en cuanto epifanía de Dios, su manifestación en el tiempo,

Dios en el tiempo de la caída. Está basada sobre la oposición entre la eternidad y el

tiempo. Es una concepción a-histórica de la historia.

J. Moltmann ha puesto de relieve la diferencia entre una religión de epifanía y una

religión de promesa. La primera es estática, una escatología realizada, presentista

(eschatologia gloriae); la otra es dinámica futurista (eschatologia crucis). La historia de

la salvación, la de la fe bíblica, sigue la concepción de la historia de la religión de

promesa. Kähler recordó ya que Jesús es el Cristo bíblico anunciado por el AT.

Únicamente en el interior de esta historia de salvación, que comienza con la promesa

hecha a Abraham, puede darse cuenta de Jesús como el Cristo. Sólo se hace inteligible

en esta historia de salvación el que Dios sea un Dios de vivos y no de muertos. Es

fundamental la afirmación de 1 Co 15, 3: resucitó katá tás graphás ("según las

escrituras").

Historia escatológica

Pero, de nuevo, la concepción de historia de salvación es insuficiente; tomada con

exclusividad conduce a una concepción de una historia particular en la historia general

y, así, a un cierto positivismo de la historia de la salvación. Pero este positivismo choca

irremediablemente con el hecho de la resurrección. Allí, el futuro hace irrupción en el

presente. Es preciso, pues, llegar a la concepción de una historia escatológica.

"No se habla de la participació n en la resurrección en pretérito, sino en futuro"

(Käsemann). "Cristo ha sido resucitado y arrancado a la muerte, pero los suyos no han

sido aún arrancados a la muerte; sólo por su esperanza participan en la vida de la

resurrección" (Moltmann). Con la resurrección nos colocamos en el plano de una

"escatología de la promesa": Dios viene; está presente en cuanto aquel que viene. La

escatología, por la crítica y la esperanza, mantiene la historia abierta.

La resurrección es un acontecimiento escatológico. Se da allí una irrupción del mundo

nuevo, del reino por venir. Este acontecimiento anuncia algo, es un acontecimiento

abierto. (E. Bloch en Principio Esperanza afirma que lo por venir es constitutivo del ser

de Dios). Se comprende entonces que no se puede hablar de este acontecimiento con la

distancia del historiador, como si se tratara de un relato que nos coloca ante un hecho

cumplido, sino, únicamente, con una esperanza conmemorativa. En este sentido, el

acontecimiento de la resurrección de Cristo de entre los muertos es un acontecimiento

que sólo puede ser comprendido como una promesa. Su tiempo está aún ante él; se le

comprende como fenómeno histórico únicamente en relación con su propio porvenir;

confiere al creyente un porvenir en el que él debe entrar históricamente. Por tanto, la

historia de la resurrección deberá leerse siempre en una perspectiva escatológica a la luz

de la pregunta: ¿qué puedo esperar?

No se trata de una eschatologia gloriae, sino de una escatología crucis. El resucitado

coloca a los suyos en el camino de la cruz. "Id a Galilea" (Mt 26, 32 par; 28, 10).

"Aceptando la cruz, el sufrimiento y la muerte con Cristo, aceptando la prueba y el

combate por una obediencia del cuerpo, comprometiéndose en el sufrimiento del amor,

la fe proclama el porvenir de la resurrección y éste en la cotidianidad del mundo. El

porvenir de la resurrección viene hacia la fe cuando ella toma la cruz sobre sí. Así,

escatología futurista y escatología de la cruz se interpenetran" (Moltmann).

En conclusión, podemos decir que la concepción de una historia mítica es la del primer

artículo; la de una historia de salvación (como promesa-cumplimiento; AT-NT), la del

segundo artículo; la de una historia escatológica, la del tercer artículo. La tercera

implica y supera las otras dos. La noción de historia implicada en la afirmación de la

realidad pneumática de la resurrección de Jesús y de nuestra resurrección es la de la

historia escatológica.

El sentido de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección

El sentido de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección es abrir el pasado, el

presente y toda la realidad al porvenir de Dios.

Podemos definir a la Iglesia como comunidad del éxodo. Pero de una forma general

puede decirse también que el hombre y toda la realidad están bajo el signo del reino por

venir, bajo la luz de la esperanza. Esta es la dimensión cosmológica de la resurrección

de Cristo.

Mostraremos aquí, simplemente, las implicaciones de esta tesis para la concepción de la

historia.

1. El sentido indicado de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección muestra la

insuficiencia de una concepción existencial del hombre que pueda incluir la afirmación

de su cualidad de ser mítico. Esta concepción, en cuanto pretenda bastarse a sí misma,

comprende a Dios existencialmente, antropologizándolo y haciendo de 1:1 un prototipo

del nombre. Únicamente consigue interpretar al hombre desde sí mismo, con la ayuda

de la categoría antropológica que es Dios. Pero esta hermeneútica no sabrá dar cuenta

del porvenir y, por lo mismo, de la alteridad de Dios. La hermenéutica no es la

dogmática, aunque la implique. La dogmática está centrada en la afirmación de Dios

que viene y que, por consiguiente, rompe el círculo del hombre encerrado en sí mismo.

2. El sentido indicado de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección, hace aparecer

la insuficiencia de una concepción de la historia de la salvación que se pretenda

autosuficiente. Tal concepción conduce, en efecto, a un positivismo: la historia de la

salvación es comprendida como una historia particular en la historia humana universal.

Toda teología unilateral de la encarnación, porque no es vista a la luz de la resurrección,

lleva también a un positivismo, como lo muestran los teólogos de la muerte de Dios. La

diferencia entre el positivismo de la historia de la salvación y el de la teología unilateral

de la encarnación está en que el primero define una realidad específica en la realidad

total, mientras el segundo define el todo de la realidad como una realidad específica.

3. El sentido indicado de la fe en el resucitado y de nuestra resurrección muestra el

alcance de una concepción escatológica de la historia. Indica que el porvenir está

delante y que, por la resurrección, el pasado y el presente (y toda la realidad) quedan

abiertos al porvenir.

Consecuencias éticas

1. La solución a los problemas del tiempo no está en una vuelta al pasado. El

tradicionalismo, que pretende la restauración de una situación histórica cumplida,

conduce a la crispación, ya que esta restauración es ilusoria y está en las antípodas de la

esperanza. La noción de tradición debe definirse a la luz de lo dicho sobre la historia

escatológica.

2. La solución a los problemas del tiempo no está en la sumisión a lo que podríamos

llamar el espíritu del siglo. Los que tienen el espíritu del siglo están enmudecidos por

los elementos del mundo. La actitud de ahogarse en el presente lleva a la confusión. La

noción de "siglo", de "tiempo presente", debe colocarse bajo el signo de la historia

escatológica.

3. La solución a los problemas del tiempo no puede aparecer sino en la esperanza vivida

en el seguimiento de Jesucristo por el camino de la obediencia que es el camino de la

cruz. "Pues a nosotros nos mueve el Espíritu a esperar por la fe los bienes esperados por

la justicia" (Ga 5, 5). Desde Abraham, en Jesucristo, Dios es un Dios que viene.

Tradujo y condensó: ALEJANDRO BOSQUE

 

 

 

EDOUARD POUSSET, S.I.

TEOLOGÍA DE LA RESURRECCIÓN

La résurrection, Nouvelle Revue Théologique, 91 (1969) 1009-1044

INTRODUCCIÓN

La resurrección de Cristo comporta un hecho histórico y es acontecimiento para la fe.

Entendemos por histórico aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los

métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que

lo histórico. ¿Qué hay de histórico en la resurrección?

En primer lugar, para nosotros es histórico el testimonio de los apóstoles por el que

proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían

convivido. El contenido del testimonio: la experiencia en la que han visto y reconocido

a Jesús resucitado, es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser

tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad sólo perceptible por la fe?

Anticipando, podemos responder lo siguiente:

1) La resurrección, como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede

ser verificada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo

fenoménico. No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de

Lázaro.

2) Podemos considerar histórico aquello que fue objeto de una constatación sensorial, es

decir, la tumba vacía y las apariciones, dos elementos por tratar mediante los métodos

de la exégesis y de la historia.

3) Los testigos de la resurrección han visto unos signos y en ellos han reconocido a

Jesús como quien los producía. Hay, pues, dos tiempos bien marcados: la percepción de

los signos y el acto de fe.

De los relatos evangélicos se deduce que, primeramente, los apóstoles perciben un signo

sin reconocer a Jesús; a continuación, pasan de esta percepción a la fe por medio de una

reflexión sobre su experiencia anterior con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que

él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección plantea tres problemas: a) la génesis

de la fe de los testigos en la resurrección estudiada a partir de los datos de la crítica

literaria e histórica; b) reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el

fenoménico y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer

aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y

presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la

respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso

subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo. Esta relación se funda en el

vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que esbozar una filosofía

del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y

una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y

esta historia.

La antinomia hecho histórico-acontecimiento trascendente es superada por el acto de fe,

pero el fundamento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción

de la génesis de la fe, ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección

como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el

mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado más que en la fe,

pues no es legítimo confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe.

Estas razones aparecen al exponer la génesis de la fe en los primeros testigos, pero

descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando

aquellas razones suscitan el acto de fe.

LA RESURRECCION: HISTORIA Y FE

La realidad de la resurrección

Decimos que la resurrección de Jesús es una realidad y precisamos: hecho histórico y

acontecimiento para la fe (incluso para quienes fueron sus testigos).

Lo real no coincide estrictamente con lo que es objeto de una experiencia sensible. Es

adquisición definitiva de la filosofía que lo real es síntesis de cosa y pensamiento, de

hecho y sentido; lo real no puede reducirse a la experiencia sensible ni a la abstracción.

El acceso a lo real comienza por el análisis crítico del hecho que es objeto de

experiencia, penetrándolo hasta una última estructura que soporta este análisis. A partir

de ahí debe comenzar un proceso de síntesis en el que se alcanza lo real concreto al

captar el universo de relaciones emanadas de aquella última estructura alcanzada por el

análisis. En la cosa aparece el pensamiento; en el hecho, el sentido.

Hay, pues, un doble criterio de realidad: la capacidad de resistir un análisis y la

posibilidad de síntesis. Según este doble criterio, la resurrección es real porque el

descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de que nos hablan los documentos

soportan una crítica histórica razonable. En segundo lugar, la resurrección es real por

razón de la coherencia que el método de la hipótesis comprehensiva hace aparecer en

los hechos alcanzados por análisis, cuando son enfocados desde la perspectiva de la fe.

Esta coherencia da razón del poderoso movimiento religioso que la fe en la resurrección

ha desencadenado en la historia. A la luz de esta coherencia, dicho movimiento

religioso es, a su vez, criterio. Por la correspondencia de estos dos criterios, la cuestión

de la realidad de la resurrección puede ser zanjada en el sentido de la fe. Pero esta

correspondencia no constituye un conjunto de razones necesitantes. Estas razones llegan

a formar un círculo de necesidad sólo en virtud del acto de fe que ellas solicitan pero

que no producen, pues su coherencia se completa precisamente mediante este acto de fe.

La génesis de la fe en los testigos

La resurrección de Jesús es para la Iglesia motivo de fe, pues cree que Jesús es Señor

porque ha resucitado. Pero antes de ser motivo de fe es objeto de fe, tanto para los

primeros testigos como para los que escuchan su palabra. Se trata ahora de coordinar los

momentos de la génesis de la fe en la resurrección.

1. Jesús y sus discípulos en su vida y en su muerte

Después del exilio se dio una tensión entre el Israel agrupado en torno a sus sacerdotes

y al templo, pero privado de la independencia política, y el Israel de la antigua realeza

davídica que permanece en el recuerdo y al que no se puede renunciar por formar parte

de la tradición auténtica. Se trata de una tensión entre dos contrarios inconciliables, un

Israel espiritual y un Israel terrestre. Lo que hará Cristo en su persona y en su obra es,

precisamente, superar esta tensión. Por su muerte y resurrección, Cristo revela que ha

unido estas dos realidades en su persona: es hombre salido de su pueblo, es el Hijo que

viene de arriba.

La comunidad prepascual se forma a partir de la adhesión a Jesús quien, con sus obras,

da testimonio de ser el Mesías del nuevo Israel anunciado por las escrituras. Pero esto

no es aún la fe pascual. En esta primera fe hay un equívoco; en efecto, cuando Jesús

anuncia la obra que le ha de revelar plenamente como Señor, a saber: su muerte y su

resurrección, los discípulos se escandalizan. Y el equívoco permanece hasta el día de

Pentecostés, cuando se llega a la unidad entre el Israel terrestre y el Israel espiritual por

la adhesión al verdadero misterio de Jesús.

2. Jesús resucitado y sus manifestaciones a los discípulos

La narración del hallazgo de la tumba vacía casi no juega ningún papel en la génesis de

la fe de los discípulos; es un elemento que, aislado del conjunto del acontecimiento

pascual, constituye un detalle de poca importancia para el historiador. Pero admitido el

acontecimiento pascual por la fe, adquiere el valor de un signo negativo de la

resurrección, y no se le puede reducir a una construcción sin fundamento debida a

motivos apolo géticos.

Por lo que toca a las apariciones, se tropieza a menudo con el apriori de que una

aparición no puede ser más que alucinación colectiva y patológica. E. le Roy desarrolla

la objeción resaltando los indicios de alucinación que se pueden observar en los textos

evangélicos y les opone las siguientes observaciones (Dogme et critique, p 218):

1) "Alguien ha creído primero, sin sugestión de otro, en la resurrección de Jesús. Aquí

sería preciso hablar de autosugestión... Quedaría aún por comprender cómo una fe tan

débil antes de la decepción pudo renacer tan exaltadamente después. Era un peligro

mucho mayor predicar a Jesús resucitado que confesar en el momento de su proceso que

se le había seguido".

2) El elemento subjetivo constructor que interviene en una aparición, como en toda

percepción natural, incluso el elemento patológico posible, que puede entrar en una

actividad mental fecunda, no suprimen el valor de realidad objetiva de la percepción ni

de la obra genial. ¿Por qué una aparición, aunque implique elementos de construcción

subjetiva, no puede tener valor objetivo?

Al hablar del "valor objetivo" de las apariciones se quiere decir que éstas son reales

porque los discípulos perciben al resucitado en virtud de una iniciativa que no viene de

ellos sino del mismo resucitado. El examen intrínseco del contenido de las apariciones

va a manifestar una coherencia propia de esta experiencia que da razón de su verdad

objetiva. Al analizar la génesis de la fe de los discípulos en la resurrección vemos, en

primer lugar, que la experiencia no está situada en el plano psicológico; se parece a las

experiencias místicas que presenta la historia de la Iglesia por su sobriedad en la toma

de conciencia refleja de los procesos psíquicos, a través de los cuales Dios llega a ser

objeto de experiencia. Pero la experiencia de la resurrección se distingue de las

experiencias místicas comunes en que comporta una experiencia predominante de Cristo

en su cuerpo al nivel de los sentidos. Además los sujetos de esta experiencia son los que

habían conocido a Jesús antes de su muerte. Podemos, pues, decir que las apariciones

muestran a los miembros de la comunidad prepascual la continuidad entre la vida mortal

y la existencia espiritual de Jesús.

Precisemos la génesis de la fe en la resurrección. Un primer momento está constituido

por el encuentro con Jesús en su vida mortal. El segundo momento es la experiencia de

la muerte de Jesús. Los discípulos pierden la fe en su mesías crucificado y en el Padre y

se dispersan (cfr. Emaús), aunque continúan siendo los que se adhirieron a Jesús. Las

manifestaciones del resucitado constituyen el tercer momento. En primer lugar,

provocan incredulidad. Jesús se presenta y no es reconocido: sobre este punto los

testimonios evangélicos concuerdan. Y ello se debe a que Jesús resucitado no puede ser

reconocido por los sentidos naturales. Es un signo que irrumpe en el mundo natural,

pero signo de un ser que el mundo natural no puede ya contener. El paso a través de la

muerte implica un acto de libertad soberana frente a la naturaleza y la historia.

Únicamente se le puede reconocer situándose, con la propia libertad, frente a esta

libertad soberana. Es Jesús mismo quien les conduce al punto en el que brotará este acto

de libertad, haciéndoles caer en la cuenta de que los profetas anunciaron el sufrimiento

y la muerte del Mesías. La transformación de su fe hace que la muerte de Jesús y las

condiciones no meramente naturales de la manifestación del resucitado pasen, de ser

obstáculos, a ser motivos de la fe.

La presencia del resucitado hace renacer la fe de los discípulos y ésta les permite

reconocer a Jesús; la presencia reconocida confirma y fundamenta su fe. La fe es

necesaria para reconocer a Jesús resucitado, pero sólo Jesús resucitado puede hacerla

nacer. Mas la fe no es anterior a la visión del resucitado, pues es la presencia de éste lo

que suscita la fe. Tampoco es anterior la visión, pues la fe prepascual es previa y la sola

percepción del signo no produce la fe. Y esta relación visión-fe no cae en un círculo

vicioso, pues hay un tercer término gracias al cual se relacionan: Jesús presente.

La fe en el Señor y en el Padre que lo ha resucitado precisa de un paso más para ser la fe

perfecta. Este paso se da en la ascensión, cuando se supera toda dependencia de un

signo particular y se entra, en Pentecostés, en la fe según el Espíritu.

EL HECHO HISTORICO Y EL ACONTECIMIENTO PARA LA FE

El dogma de la resurrección contiene dos afirmaciones. La primera es que Jesús

resucitado ha entrado en la vida de Dios de la que se había despojado al encarnarse, y

que su cuerpo participa de esta vida. La segunda afirmación dice que la resurrección,

además de ser una realidad trascendente, comporta un hecho histórico.

De la percepción del signo al reconocimiento de fe

Entre estas dos afirmaciones parece que hay contradicción; y se presenta un problema

que puede ser definido por la oposición entre dos elementos: histórico-fenoménico y

transhistórico-trascendente. Se supera la oposición al ver la correspondencia entre estos

dos elementos y los dos momentos de la génesis de la fe de los testigos: percepción de

un signo, reconocimiento de fe. La distinción entre estos dos momentos y la posibilidad

de pasar del signo a la fe por la mediación de Jesús presente (que les hace reflexionar

sobre los años vividos con él), son las condiciones del acto de fe, anteriormente al cual

no se puede captar la unidad de ambos momentos.

Sin la fe, los signos tienden a desmoronarse (se negará, por ejemplo, la tumba vacía

como hecho histórico). La fe actúa sobre los signos revelando su coherencia y solidez.

Pero no puede caer en el extremo de sobrevalorar los datos históricos, como si el

significado del dato fuera perceptible sin la mediación de la fe. En tal caso, la tumba

vacía y las apariciones se verían como pruebas de la resurrección, la cual quedaría

entonces reducida a una realidad histórica, sin que el acto de fe fuera necesario para

identificar al resucitado.

La historia positiva puede llegar a admitir la historicidad de los datos alcanzados por

análisis crítico. Pero con ello sólo se ha recorrido una parte del camino: hay una

cuestión planteada (por la tumba vacía), se propone una respuesta (en las apariciones).

Para llegar a unir con sentido los dos elementos es preciso recurrir al método de síntesis,

el cual, mediante una hipótesis, trata de dar coherencia a los datos históricos como paso

intermedio entre la constatación del dato y el reconocimiento de su sentido en el acto de

fe. Esta hipótesis es una especie de construcción propuesta por el historiador; no es

reagrupación de hechos, sino intuición que avanza hacia su sentido. El paso de hipótesis

a tesis es a la vez discontinuo (supone un acto de libertad) y continuo (la libertad halla

en la misma hipótesis las razones para su acto). La síntesis hipotética no agota las

implicaciones mutuas entre el hecho histórico y su sentido, el cual, en el caso de la

resurrección de Jesús, no es plenamente percibido más que por el acto de fe. La

reagrupación de los hechos, según una intuición directriz que propone el sentido, invita

a producir el acto simple de la captación global. No realizarlo es quedar en la duda

respecto del sentido. El agnosticismo es, en este caso, una posibilidad; pero, dada la

presencia de la fe de la Iglesia, que exige una explicación, no se puede mantener a la

larga. El historiador debe reconstruir entonces la génesis de la fe según las perspectivas

de la incredulidad, llegando a una coherencia propia.

En el acto de fe se capta la unidad de la resurrección como hecho histórico y realidad

trascendente. La resurrección queda situada así con respecto al ser natural (la tumba

vacía implica una transformación misteriosa del cuerpo) y con respecto a la historia

humana (en las apariciones se relacionan la libertad divina con libertades humanas). A

partir del plano de la historia humana, la resurrección aparece como realidad

trascendente al ser iluminada por las escrituras (historia sobrenatural); la resurrección se

ve entonces como una acción de Dios en favor de su Ungido y de su pueblo.

SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN

El aspecto histórico y el aspecto de realidad trascendente de la resurrección sólo se

pueden unir en el acto de fe, de cuyo fundamento objetivo vamos a tratar ahora. En la

primera parte vimos las razones para creer: estas razones son un camino hacia la fe,

pero no su fundamento. El misterio de Cristo, muerto y resucitado, constituye el

fundamento de la fe; y ahora vamos a hablar de ello en función de nuestro acto de fe.

Es verdad que no podemos decir nada de la resurrección en cuanto es vida de Cristo en

Dios: esto es algo absolutamente inefable. Pero sí que podemos hablar de la

resurrección considerada de cara a nosotros: Cristo resucitado está, en cuanto tal, en

relación con nosotros y con nuestro mundo. ¿Cuál es esta relación? Esto es lo que nos

ocupará ahora. Vamos a esbozar una teología de la resurrección, lo cual supone, a su

vez, una justa concepción del cuerpo.

Elementos para una definición del cuerpo

El cuerpo animado de un hombre se puede entender, en cuando es un centro de

relaciones, como el mismo universo a partir de un centro individualizado. Este centro es

cada uno como persona, sujeto singular capaz de reflexionar, decidir y actuar. Este

centro está particularizado por las características físicas y psíquicas propia s de cada

uno. Finalmente, este centro se universaliza al hacerse un nudo de relaciones con todo

el universo. La singularidad del sujeto es mediación entre la particularidad y la

universalidad en cuanto el sujeto se decide a utilizar sus características particulares

como medio para relacionarse con el universo. Tal es el sentido de mi libertad: salir de

la propia subjetividad singular y ponerse en relación con la naturaleza y con los otros.

La particularidad del sujeto es, a su vez, una mediación entre el sujeto singular y el

universo. Y podemos decir que la persona no se decidiría a este uso determinado de su

particularidad si no hubiera en ella una anticipación de lo universal en forma de

imágenes, ideas o deseos.

Esta relación de lo singular, lo particular y lo universal teje la historia individual y

colectiva del hombre. Esta historia, destruida por la muerte, es restaurada y

transformada por la resurrección, de modo que el hombre resucitado debe pensarse

también como dotado de singularidad, particularidad y universalidad.

A la muerte del hombre, lo que se coloca en la tumba no es sólo un agregado de células

en descomposición, es también una historia ya acabada y marcada siempre por el

pecado. Precisamente por el pecado, el espacio se ha experimentado no como

posibilidad de buen orden entre los cuerpos, sino como separación; y el tiempo no ha

sido ocasión de entendimiento y armonía, sino de malentendidos. Por el pecado, la

oposición entre seres distintos se convierte en enfrentamiento y exclusión, la simple

exterioridad natural de los cuerpos se convierte en opacidad de individuos que se

rehúsan mutuamente.

Principio fundamental

Nuestra reflexión estará dirigida por el siguiente principio: el Hijo de Dios se encarna

para unir a todos los hombres en la unidad de su cuerpo. Por tanto, toda la realidad de

Cristo tiene que ver con nosotros; pero hay una distinción entre lo que sucede en Cristo

y lo que Cristo es para nosotros. La mañana de pascua, Cristo resucitado entra en su

gloria reconciliando en él todo el universo. Esta reconciliación, cumplida ya en Cristo,

sólo se da en los discípulos a medida que, renacida su fe, constituyen la Iglesia naciente,

primicias de la reconciliación universal en Cristo.

¿En qué consiste la resurrección?

En una primera aproximación hemos de decir que la resurrección del cuerpo de Cristo

no consiste en la reanimación de un cadáver. Resucitar es entrar en la vida divina a

través de la muerte, en una vida de la que participa el cuerpo que ya es cuerpo espiritual,

según Pablo. En esta expresión, "cuerpo" no indica algo groseramente material, ni por

"espiritual" se entiende lo que pertenece al mundo de lo pensado. "Espiritual" incluye y

supera lo físico, e indica que el cuerpo de Cristo participa de la vida según el Espíritu

Santo. La desaparición del cadáver es signo de la transformación radical del cuerpo de

Cristo. Pero, según la concepción que se expuso más arriba, el cuerpo es un centro de

relaciones con todo el universo. Por tanto, con el cuerpo de Cristo es todo el universo lo

que queda transformado en Dios.

El creyente no alcanza esta renovación de su vida al menos en la medida en que no está

confirmado en su fe. Conforme su fe progresa, el cristiano ve más el universo según esta

renovación y la vive más, hasta llegar al progreso absoluto en la fe, que alcanza cuando

muere en Cristo y se afianzará así definitivamente en el cuerpo de Cristo resucitado.

Esta renovación de los cristianos por la fe se da especialmente por su unión en una

comunidad fraternal en la que reina al menos una cierta reconciliación.

El cuerpo y la libertad

La siguiente reflexión se funda en el dato revelado del señorío universal de Cristo y

utiliza un principio: la historia de la salvación es la historia de las libertades humanas y

de la Libertad divina. Cristo es libre en su anonadamiento, en su resurrección y en su

glorificación. El hombre es libre en su pecado, en su conversión y en su participación en

el misterio de Cristo. Si, por su encarnación, Cristo asumió una carne de pecado y

quedó sometido a las leyes del universo, por la resurrección vino a ser libre respecto de

las condiciones naturales de la existencia y de las consecuencias del pecado. Cristo se

manifestó a los discípulos a fin de suscitar en ellos la fe que les haría participar de su

libertad de resucitado.

La tumba vacía

Cristo, al resucitar, recobra su cuerpo particular conteniendo en él al universo. El

universo se convierte así en un movimiento de íntima comunicación de todas las partes

entre ellas mismas y con el todo. Este movimiento constituye la presencia de Cristo en

el universo y del universo en Cristo. Pero como los hombres permanecen en las

separaciones y divisiones propias de un mundo marcado por el pecado, Cristo

resucitado desaparece a sus ojos. Esta desaparición supone una ruptura en la cadena de

fenómenos naturales, lo cual es inadmisible para el que no se deja llevar por la fe.

La ciencia, fundada en la afirmación del determinismo universal de los fenómenos

(encadenamiento estricto de causas y efectos), intenta hallar coherencia en la

experiencia común -caótica a primera vista. Pero este determinismo (válido como

método de investigación) niega la libertad humana y somete al hombre a fuerzas

objetivas opresoras cuando se lo erige en el único principio de interpretación de la

realidad.

Por su resurrección Cristo queda libre respecto de este determinismo pero no para

habitar en un mundo fantástico y arbitrario, sino para entrar en la coherencia superior de

la vida y la libertad del reino de Dios. El sepulcro vacío es signo de ello. Si el cadáver

de Cristo hubiera quedado en el sepulcro, el determinismo quedaría constituido como

explicación integral del universo; pero faltando un eslabón a la cadena de causas y

efectos, el hombre queda invitado a buscar el sentido de su vida y de su libertad más allá

de la sucesión de fenómenos naturales: en Jesús vivo, centro y principio del orden

nuevo.

El sentido de la historia producida por la libertad del hombre no puede surgir más que

de un fin de la historia en el que se unan naturaleza y libertad. La dialéctica hombre-naturaleza,

superada momentáneamente por el trabajo, resulta equívoca si se concibe sin fin.

Cristo da sentido a esta dialéctica porque asumió efectivamente en su vida la naturaleza

y la libertad -como comienzo en su encarnación y como fin en su resurrección. La

historia del mundo es asumida por la historia del pueblo que él suscita por la fe; la

naturaleza es asumida por su cuerpo desaparecido del sepulcro.

Si el cuerpo depositado en el sepulcro permanece allí, la naturaleza no es integrada en la

Vida y la condición natural queda disociada de la existencia sobrenatural, lo cual es

contrario a la encarnación. El modo como acontece la resurrección queda dicho por las

palabras de Pablo: "se siembra ignominia, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita

fuerza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual" (1 Co 15, 43-44).

Si se afirma que el cuerpo de Cristo resucitado es el universo, resulta incoherente

afirmar que su cadáver permanece en la condición de cadáver. Se piensa su cuerpo

según las categorías de singularidad (Cristo como sujeto) y universalidad (su cuerpo es

el universo), pero se deja de lado la particularidad de su cuerpo, que también es

esencial. Con ello queda sin explicar cómo la persona del resucitado no se disuelve en el

cosmos. Algunos reducen la particularidad a la memoria; pero esta reducción, que no

tiene en cuenta el cuerpo del resucitado, cae de nuevo en la dicotomía de considerar la

historia humana como asumida por la resurrección, quedando la naturaleza sin ser

asumida, lo cual es contrario a la resurrección.

Sostener que el cuerpo individual de Cristo ha resucitado, no significa aferrarse a una

representación según la cual la resurrección pondría al cuerpo individual aparte del resto

del cosmos. La resurrección recobra el cuerpo individual como cosmos entero, pero

particularizado en un hombre. El cosmos es una unidad, pero con tantas modalidades

como hombres por resucitar. El cuerpo de Cristo resucitado es, pues, el universo entero

pero individualizado por la particularidad de su cuerpo; y esto se puede decir también de

nuestra propia resurrección.

Cristo puede situarse a voluntad en el determinismo, precisamente porque por su

resurrección lo ha vencido y ha obtenido la libertad sobre él. Por lo mismo, Cristo puede

manifestarse en el mundo natural y humano. Y esto es lo que hace al manifestarse a sus

discípulos en las apariciones.

Las apariciones

Esta nueva inserción de Cristo en el universo comporta las características de su

soberanía (no necesita entrar para estar en el cenáculo). Cristo resucitado está en

relación sin distancia con todo ser; sin embargo, cuando se aparece a los discípulos se

da una cierta opacidad y resistencia al contacto de los sentidos. Para los discípulos, las

apariciones tienen el carácter de una relación sensible, propia del mundo anterior a la

resurrección. Esta imperfección de la relación constituye la historicidad de las

apariciones.

Los relatos de las apariciones no reflejan la imaginación de los primeros cristianos que

se complacen en lo maravilloso, sino el conflicto entre la libertad de los

imperfectamente creyentes y la libertad de Cristo resucitado. De ahí su ambigüedad: son

acontecimiento natural y manifestación de lo sobrenatural; son una concesión a la

condición aún natural de los testigos que no puede ser más que transitoria. Las

apariciones corresponden al paso de la fe muerta a la fe perfecta que ya no necesita de

las apariciones para adherirse al Hijo de Dios. Acabado el tiempo de las apariciones

comienza en Pentecostés el tiempo de la fe pura, propia de los liberados de sus pecados

pero que viven aún en las condiciones de vida natural y pecadora.

Nacimiento y desarrollo de la Iglesia

Por la fe en el misterio pascual nace la comunidad en la que se comienza a vivir el

misterio de la total reconciliación. En ella los discípulos verifican el misterio de la

resurrección de Jesús. Se puede decir que el nacimiento de esta Iglesia, que confiesa y

anuncia el kerigma, es la resurrección de Jesús, con tal que se comprenda que la

resurrección personal de Jesús en su cuerpo es el principio de este nacimiento.

Después de la ascensión, Cristo no está ya presente en una manifestación particular.

Cristo es la vida de la Iglesia y promesa de vida para el mundo; es el centro y principio

en quien todos se conocen y se reconcilian haciéndose hermanos; y su cuerpo resucitado

es la transparencia y el medio en el que tiene lugar esta relación.

El que vive de esta fe accede a la alegría de amar como Cristo ama y descubre que ya no

hay que elegir entre Dios y las criaturas: del amor de Dios brota el amor a las criaturas,

y éstas remiten a Aquél. Ser pobre con Cristo y en él poseerlo todo. Ser hermano

universal que sirve como Cristo sirvió. Abandonarse a la voluntad de Dios, y participar

del mismo sufrimiento de Cristo. Esto es ser resurrección entre los hombres.

Tradujo y condensó: JOSÉ M. MILLÁS

 

WILHELM BREUNING

EXISTENCIA PARA LOS DEMÁS Y RESURRECCIÓN

El artículo que sigue quiere ser una aportación a la discusión suscitada por el exegeta

R. Pesch, en un artículo sobre el origen de la fe en la resurrección de Jesús, aparecido

en Theologische Quartalschrift ,153 (1973) 201-228 junto con las tomas de posición de

diversos teólogos y exegetas (W. Kasper, M. Seckler, H. Schelkle, P. Stuhlmacher, M.

Hengel), contrarias a la tesis de Pesch. En el eco suscitado por esta discusión,

interviene el artículo que presentamos haciendo ver que la cuestión decisiva, suscitada

por las tesis de R. Pesch, es si la resurrección tiene algún punto de entronque en la vida

misma de Jesús (contra una hipoteca bultmaniana que todavía pesa en la teología). La

razón de Pesch radicaría en la respuesta afirmativa a esa pregunta (y nuestro autor

formula ese punto de entronque como la existencia para los demás de Jesús). El error

de R. Pesch radicaría en haber presentado ese entronque como una continuidad, como

igualación o anticipación de la pascua a la vida terrena, y no como respuesta o

decisión sobre lo que en la vida terrena de Jesús no era más que pregunta o

ambigüedad. Para facilitar la comprensión del artículo, daremos primero, en forma de

Noticia Introductoria, un resumen de las posiciones de R. Pesch, que parecen haber

sido retomadas y ampliadas recientemente en la Cristología de E. Schillebeeckx.

La existencia entregada de Jesús

Aktive Proexistenz. Die Vermittlung Jesu durch Jesus selbst, Trierer Theologische

Zeitschrift, 83 (1974) 193-213

FE EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y FE EN SU PERSONA

Desde un punto de vista sistemático, el factor decisivo en la discusión suscitada por R.

Pesch es el siguiente: la vida de Jesús se hace eficaz en la fe de sus discípulos. Esa fe es

la "obra" de aquella vida. Al vincular la fe totalmente a la persona de Jesús se le está

quitando toda ambivalencia a la palabra fe. La fe es aquí una forma de vida que sólo se

hace posible por la vida de Jesús y sólo puede ser entendida a partir de él. Esto supone

que Pesch está convencido de que existe un acceso viable a la vida de Jesús, que puede

darnos el sentido de esa vida tal como él lo entendió y realizó.

Puestas así las cosas, Pesch cree poder renunciar a la apologética actual sobre la

resurrección, y mostrar que la fe en la resurrección no es más que una consecuencia de

la fe fundada por el Jesús terreno y de la decisión de compartir su vida. Esto supone que

la mesianidad de Jesús es una cuestión decidida para los discípulos, ya antes de Pascua.

Es claro que la muerte de Jesús afecta a esa fe: pero no destruyéndola, sino sus' citando

la adhesión a Dios que le ha resucitado de entre los muertos. Por tanto: las pascua no

funda la fe; sino que la fe, ya fundada, llega en la muerte de Jesús a la seguridad de la

resurrección como elemento esencial de esa muerte. Esto lleva a una igualdad de

estructura entre la fe de los discípulos y la de las generaciones posteriores.

Las comprensibles ampollas levantadas (renuncia a las apariciones, acusación de

volatilizar la pascua... ) no siempre hacen justicia a Pesch. Dado que Pesch mantiene

una clara adhesión al contenido de la fe en la resurrección, la cuestión central es más

bien esta otra: dicho contenido ~ puede tener el carácter de una conclusión lógica hecha

desde la fe?, ¿o sólo puede ser conocido una vez ha acontecido?

FE Y CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE JESÚS

Resurrección y fe

Pesch declara identificarse con la interpretación de Rahner. Y Rahner afirma: "si la

resurrección de Jesús es la validez permanente de su persona y de su causa (Sache) y si

esta persona-causa se definen por el triunfo de su pretensión de ser el mediador absoluto

de la salvación, entonces la fe en la resurrección es un momento interno de esa misma

resurrección: no es el conocimiento de algo que igual existiría aunque no fuese

conocido. La resurrección sólo es la victoria total de Dios en el mundo cuando existe la

fe (libre) en la que esa victoria llega a su plenitud. En este sentido, se puede decir y se

debe decir que "Jesús ha resucitado en la fe de sus discípulos" (1 ). Pero esta fe en la que

Jesus resucita no es la fe-en-la-resurrección,.sino la fe que se sabe liberada por Dios del

poder de la finitud, del pecado y de la muerte, y se sabe así porque dicha liberación ha

tenido lugar en Jesús y se nos ha revelado" (2).

Por tanto, para Rahner, la fe es efecto directo de la resurrección y no una reflexión

argumentativa sobre la vida y muerte de Jesús que llega, por su cuenta, a la conclusión

de 7ue Jesús vive. Y la frase "Jesús resucita en la fe de sus discípulos" no apunta a diluir

el acontecimiento en la fe, sino a fundar la fe en el acontecimiento de la resurrección. Es

verdad que de esa mutua pertenencia entre fe y resurrección no tenemos evidencia

racional, porque la fe, al realizarse, no "ve inmediatamente a su fundamento (el Señor

vivo). Pero ni Rahner ni Pesch apuntan a este cortocircuito.

Fe y conocimiento histórico

Lo que preocupa a Pesch, al insistir en el conocimiento demostrable de Jesús, es que no

se fundamente el contenido de la fe, en una legitimación del acto de fe declarado como

revelación. Hay aquí una reacción contra afirmaciones como las de Bultmann: "Todo

intento de demostrar la pretensión de verdad del mensaje con medios históricos es un

círculo cuadrado... tal demostración aniquila la esencia de la fe... que sólo puede ser

creación de Dios en el hombre". Frente a eso, reclama Pesch una mediación entre fe y

razón que no liquide la tensión entre ambas, ni por el lado racionalista, ni por el fideísta.

Este conocimiento demostrable no será fundamento de la fe, pero sí será el presupuesto

necesario para que la fe pueda ser pensada con pleno sentido.

Fe y revelación

Pesch está dispuesto a otorgar a la fe el calificativo de reveladora, en el sentido de que

en ella tiene lugar una automanifestación del Señor. Pero la fe sólo tendrá ese carácter si

es reflexionada de forma autocrítica (referida a la situación del creyente) y de forma

histórico-crítica (referida a la situación del NT y su tradición). No se puede mitificar el

origen de la fe, separándolo de los procesos y presupuestos históricos de la misma. Más

bien hay que buscar una comprensión de lo histórico tal, que permita pensar, en forma

creyente, la revelación en la historia y como historia. Por eso, sorprende la pregunta

que le hace Kasper: ¿en qué medida la cuestión histórica del origen de la fe puede

clarificar la cuestión teológico-sistemática del fundamento de la fe en la resurrección?

Mediación para llegar a Jesús y método histórico

Kasper teme que la confianza de Pesch en el método histórico sea excesiva y por eso ha

querido subrayar sus debilidades, que él resume así, siguiendo a Troeltsch: el método

histórico llega sólo a juicios de probabilidad y capta cada acontecimiento por analogía y

en relación con los demás. De ahí que la pretensión creyente de "lo nuevo indeducible"

(que se da en la resurrección de Jesús) caiga fuera de su ámbito.

Sin embargo, Kasper no niega la posibilidad y necesidad de un uso teológico de dicho

método, siempre y cuando esté subordinado a determinados intereses cognoscitivos. Es

misión de la teología proporcionar al hombre una perspectiva de conocimiento que le

haga escuchar la historia para ver si hay en ella una respuesta a su pregunta por el

sentido de la totalidad. Si se consigue hacer del hombre un "oyente de la Palabra" (K.

Rahner ), entonces el método histórico no será más que la más alta forma científica

asequible al hombre de una atención aguda al lenguaje de la historia. Y, en cuanto tal, es

indispensable para la teología.

Por ello, sorprende que Kasper juzgue imposible la tarea de presentar a Jesús, por medio

de la crítica histórica, como la figura revelatoria decisiva. La crítica histórica ¿ha de ser

sólo el método que lo relativiza absolutamente todo? Pesch intenta una perspectiva más

justa a través del estudio de la historia, para que el bloqueo de un secularismo, que niega

la revelación, sea superado atendiendo a la realidad histórica misma de Jesús.

Origen de la fe y prefiguración de la fe

¿Cómo aprendemos a entender la historia en el caso de Jesús? Dice Pesch: "la pregunta

por la fe que Jesús ha fundado es la pregunta por la prefiguración-eminente (VorSprung)

de esta fe en la historia y no por su origen (Ur-Sprung) en la historia. Pero esa

prefiguración eminente de la fe, en Jesús, conduce a la libre pregunta por su origen, que

no puede ser buscado en la historia". En efecto: si el método crítico pone de relieve que

la fe de Jesús es única, entonces nos lleva libremente a la pregunta por el origen de esta

forma de vida de Jesús. De este modo -como dice Pesch- el mismo Jesús es el

"Fundamento divino" de la fe. Con ello no se dan saltos; pues argüir desde la vida de

Jesús al fundamento garante de su libertad, incluiría el atender especialmente a su

relación con Dios vivida en la historia. Con ello, Dios no es aportado a Jesús "desde

fuera", como razón aclaratoria, sino que entra en consideración a partir de Jesús. Esta

forma de argumentar vale tanto para Jesús como para los que "acompañan" a Jesús. Y,

así, el recurso de Pesch a Jesús mismo pone de relieve que el motivo de la fe recibe su

fuerza motriz de Jesús mismo.

De esta forma, el estudio crítico-histórico comparativo, con sus juicios de verosimilitud,

sirve para introducir la pregunta libre por el origen de Jesús y captar desde dentro el

fundamento de su singularidad. Creo que es un acierto de Pesch, el haber conseguido

esta visión conjunta de fe en Jesús y problema histórico de Jesús.

Razón teológica y razón histórica

Sin embargo, una vez aquí, la reflexión sobre el proceso de la fe no puede darse por

satisfecha. El uso de la razón histórica ¿es el primer paso o más bien ha de haber tenido

lugar un paso previo, para que la razón histórica apunte y camine en la dirección

correcta?

En este puntos Pesch no parece haber contestado a todas las cuestiones que Kasper le

propuso. Pesch intenta superar las formas de fundar la fe que él llama "autoritarias" (es

decir: que el que predica la fe se reclama de visiones o apariciones que el interpelado

debe aceptar). Pero Kasper viene a decirle que el remitir el asunto al Jesús terreno no

hace más que retrasar el problema.

¿Apertura de la historia a la teología?

Kasper intenta solucionar esta dificultad: no deja que la razón histórica dé el primer

paso, sino que antepone un interés histórico-teológico muy consciente. "Dentro de un

pensar histórico sólo la historia como totalidad puede pretender un significado absoluto.

Pero dicha totalidad sólo puede darse al final de la historia, o bien en un acontecimiento

intrahistórico que se manifieste como anticipación del final". Ahora bien, "la pregunta

por la totalidad de la historia es una pregunta esencial al hombre". Aquí comienza un

trabajo teológico considerable, que antes de responder a la pregunta por el sentido tiene

que abrir primero al sentido de dicha pregunta. En la entrega del hombre a una apertura

trascendente, está sin duda la condición de posibilidad para una comprensión de la

historia como un acontecer lleno de sentido. Sólo así puede el hombre ser "oyente de la

palabra". Pero la realización de una apertura a la trascendencia no está ligada a una

determinada antropología' teológica sobre ella.

Fe e historia

En otra ocasión, Kasper había elaborado una contribución que es esencial para el tema

(3 ), y podría ser un presupuesto positivo para Pesch. Siguiendo a U. von Balthasar,

Kasper habla de las dos posibilidades ofrecidas al pensar occidental: o la experiencia de

un mundo fundado como orden, y que permite al hombre encontrar su lugar en él, o la

otra posibilidad" que comienza en la libertad que abre y libera al mundo. Ambas tienen

sus dificultades para encontrar a Dios como real: pueden llevar a una reducción

cosmológica - una reducción antropológica del cristianismo. Como tercera posibilidad,

se insinúa una "teología teológica" que parte de la confesión: Dios es Amor (1 Jn 4, 8).

Esta frase presupone dos cosas: que este amor se ha hecho acontecimiento en Cristo, y

que Dios, en este mismo acontecimiento, ha mostrado que El es el amor. Tarea del

teólogo es desarrollar los dos aspectos mencionados por Kasper.

El papel de la reflexión

El hombre es sensible al amor: ésta es la condición de posibilidad para poder identificar

al amor. Pero junto con esta capacidad-sensibilidad para el amor, le es dada al hombre

una imposibilidad: él no puede "inventar" el amor que le tienen otros. Y lo que hace

feliz no es la reflexión sobre la posibilidad del amor; ni siquiera puede funcionar la

reflexión, si el amor no está ya ahí. Y, sin embargo, la reflexión puede ayudar al

crecimiento del amor, puesto que abre la mirada hacia aquel que quiere entregarse

amorosamente, y, con esto, tiene lugar un cambio de centro de gravedad: el que

reflexiona y se experimenta como querido por otro, va no lo refiere todo ciegamente a sí

mismo sino, en lo profundo y en lo último de sí, lo refiere a aquel que le ama.

Pues bien: aunque es cierto que se puede reflexionar así sobre las condiciones del amor,

no debe olvidarse que esta reflexión más bien habría de ser consecuencia de algo más

profundo, que es el acontecimiento mismo del amor; y que la reflexión consciente sobre

el proceso del amor no es la condición necesaria para poder ser cogido por el amor de

Dios. En una lógica teológica, la toma de conciencia de la apertura previa del hombre

puede tener un lugar sistemático importante. Pero esta toma de conciencia se queda en

un plano teórico. La reflexión no produce el amor. Más bien constata a posteriori algo

que ocurre como ajeno al poder del hombre y como posibilitándose por sí mismo.

Fundamentación no autoritaria de la fe en la historia humana

Aquí radican la grandeza y los limites de una teología trascendental (a lo K. Ralhner) :

ella proporciona al hombre una coherencia y una consistencia indispensables, pero sólo

en el plano de la reflexión. Sus presupuestos -la Gracia y la apertura que ésta provocahay

que buscarlos; no se dispone de ellos. El papel de la teología trascendental, para el

acto concreto de la fe, sólo puede ser el crear unas condiciones para que escuchemos en

la historia, por si descubrimos en ella la Gracia como amor concreto. Y este amor

proveniente de Dios apunta a trascender la reflexión o reconciliarla con ese anhelo tan

humano y que los hombres no consiguen saciar, Cuando Rahner habla de una

cristología anónima y piensa con ello en la posibilidad de que uno se acerque por la

gracia a Cristo, aun antes de aceptar el dogma cristológico, y cuando intenta hacer

comprensible la posibilidad de este acercamiento sobre la base de una antropología

trascendental, está tratando sólo de una parte del camino que, pasando por una

antropología captada en profundidad, puede conducir a una cristología ya tematizada.

Pero el camino también puede ser inverso: ¡cuántas veces ocurre que una cristología

iniciada como interés por Jesucristo es lo que hace que se vea al hombre como un ser

referido a Dios!

Interpelación no autoritaria

Es cierto que el ser interpelado por Cristo supone la capacidad de interpelación del

hombre y que esta capacidad juega un papel importante en la cuestión del contenido real

de la fe. Pero puede suceder muy bien que el hombre se sienta interpelado sin saber

reflejamente que es un ser de necesidad trascendental que, en todo acto de conocimiento

o libertad, va más allá de sí mismo, hacia el Misterio incomprensible; o sin saber que la

pregunta por la totalidad pertenece esencialmente al hombre. Conviene repetir esta

perogrullada, porque la coherencia interna de la teología no necesita estar -y a menudo

no está- en el camino hacia el devenir creyente; lo cual produce la impresión de que la

coherencia interna de la teología no se acredita en la praxis.

A la posibilidad de interpelación pertenece el que el estímulo se haga presente en forma

de llamadas. Esta llamada es en el hombre llamada a algo que le pone en movimiento;

dispara en él algo, que sin ella permanecería oculto. La llamada recibe una acogida

mayor si aquello oculto que despierta forma parte de la identidad a la que el hombre

apunta en esperanza. Se abre aquí un camino de comprensión que no es autoritario y

que, sin embargo, influye en la subjetividad del hombre activándola.

Alcance y límite de modelos hermenéuticos y lingüísticos

El escepticismo absoluto no tiene sentido. Pero toda reflexión sobre su superación se

pilla los dedos si sólo es reflexión. El cambio de centro de gravedad por medio del amor

¿puede proporcionar el ánimo suficiente para romper el círculo de la subjetividad y salir

fuera de uno mismo? Lo positivo de Pesch estaría entonces en fundar este ánimo en la

persona de Jesús. El "apoyo en el Jesús histórico" es necesario no sólo para el contenido

de la predicación, sino también para el proceso de hacerse creyente. Si la persona de

Jesús, en sentido global, es tan decisiva, entonces cabe hablar de la mediación de Jesús

para la fe. ¿No es ésta, precisamente, la obra de Jesús? Jesús es el fundador de la fe no

sólo por su fe, sino (en primer y último término) por su amor.

Aquí fracasan, hasta cierto punto, los intentos hermenéuticos y los modelos de lenguaje,

pero no por ello se hacen superfluos: lo típico de ellos es aquella doble posibilidad de la

analogía: semejanza y diferencia.

La mediación del amor presenta gran semejanza con el aprendizaje de un lenguaje. Un

animal es incapaz de aprender un lenguaje. Pero el hombre no lo aprende por sí solo,

sino relacionándose con los que hablan. Y esta relación le da no sólo la posibilidad de

utilizar un instrumento común con los otros, sino también la de comprenderse a sí

mismo en el horizonte de ese lenguaje común.

Pero es innegable que la identidad así lograda corre el peligro de ser absorbida por el

horizonte. El acontecimiento del amor, en sus últimas consecuencias, le llama a salir del

contexto en que se desarrolló su vida. El contenido de ese nuevo lenguaje del amor hace

que toda la sintaxis anterior sea tenida por secundaria, ante la dosis de sentido surgida

en esa nueva relación. El amor hace que la base válida hasta ese momento pueda ser

trascendida, no ciegamente sino por un acto libre. Y el centro de interés no lo ocupa este

acto, sino aquel a quien el acto se dirige. Se llega así a una comunidad en la que, aunque

la afirmación del amor constituya la "norma", la cuestión de la autonomía o

heteronomía ya no tiene objeto. En el primer plano de ese "sometimiento", hay una

emancipación.

Y para que lo dicho sea válido, no puede ser entendido como reflexión a priori sobre las

condiciones de posibilidad del amor (esto sería contradictorio en sí mismo). No

obstante, al hombre que se debate con los problemas de una fundamentación

trascendental, le puede aclarar la relación invertida que se produce cuando Jesús es para

él el Mesías.

La existencia para los demás de Jesús en su función para la fe y como principio de

comprensión de la cristología

Saquemos algunas conclusiones de todo lo dicho.

1. Generalizando la tesis de Pesch: "El nacimiento de la fe -no sólo de la fe en la

resurrección debe ser mediado por Jesús mismo, su obra, su destino, su muerte, su

persona".

Y si la mediación de Jesús sólo puede acontecer por la fuerza de Jesús, entonces, el

aspecto bajo el que deben ser vistas las apariciones pascuales no es un planteamiento de

teología fundamental contemporánea (hoy probablemente perpleja por la situación

epocal). La mirada se hace libre para leer las apariciones no en un contexto

"autoritario", sino a partir de la persona de Jesús, que ha de ser medida en sus propias

proporciones. Pesch ha captado que una resurrección, en cuanto milagro aislado, no

sirve para gran cosa. Y aunque muchos digan que eso es evidente, es útil repetirlo. De lo

que se trata es de la resurrección de Jesús. Su exaltación se identifica con la permanente

comunicación a sus discípulos; y ésta es su forma de presencia en la historia actual. A

través de esta comunicación, Jesús está presente activamente en la historia.

Pero, contra Pesch, es más digno de fe y más creíble el que esta comunicación haya

comenzado en la forma narrada en el NT de un encuentro de Jesús con los suyos, que el

pensar que fue descubierta en forma de conclusión. Aunque sigue siendo verdad que el

caminar espiritualmente con Jesús -en el sentido de ser interpelado por él- es un

presupuesto para la resurrección como acontecimiento lleno de sentido.

2.. Con ello, se mantiene algo que Pesch considera muy importante: la unidad real de

muerte y resurrección de Jesús por un lado, .y de vida y muerte de Jesús por otro.

Como escribe Rahner: "La resurrección no significa el comienzo de un nuevo período

en la vida de Jesús, que ha de ser llenado con otra novedad, sino que significa la

salvación definitiva de la única vida de Jesús quien, a través de la muerte libremente

aceptada en obediencia, conquistó esa permanente definitividad de su vida". En esto es

decisiva la dimensión teológica de la vida y muerte de Jesús, y por ello hablaba Pesch

de la necesidad de interpretar la muerte de Jesús como la posibilidad de su vida, y de

entender la conciencia de Jesús como seguridad en Dios, y su muerte como la apertura

de esta seguridad para los creyentes.

3. Desde aquí se puede valorar el significado de Jesús para el problema de Dios, y se

puede ver que la respuesta a ese problema ha sido dada a través de la vida y muerte de

Jesús. El es, a la vez, revelador y revelación. El problema de Dios, al que responde, es

nuestro problema. Pero su certeza-de-Dios no es imitable (como si fuese el maestro que

sólo enseña el método para llegar a esa certeza). Y es que Dios está presente en su vida

no sólo en su fe, sino en su amor activo que es la "obra más original de Jesús" (4). Por

ello, su vida sólo se puede entender como entrega: desde su amor al Padre -como Hijose

convierte en donación a nosotros. Y esta donación no es algo sobreañadido a la

revelación, sino que se identifica con ella. Creo, por eso, que la tarea más importante de

la cristología actual es el redescubrimiento de esa dimensión de Jesús que Schürmann

llama "existencia para los demás activa" (aktive Proexistenz). Recuérdese que una

predicación postpascual primitiva afirmaba que en la muerte de Jesús no sólo se

manifiesta Dios como el que está actuando paradójicamente, sino que también se

manifiesta Jesús como el que muere "por nuestros pecados". Esa existencia-para- losdemás-

activa es el elemento de continuidad de la cristología, que hace de la muerte de

Jesús, vista desde su vida, una muerte activa y salvadora (eso significa el "por

nosotros"). Es también el elemento que enlaza la vida terrena con aquello que ha

comenzado y sigue sucediendo como resurrección. Este existir para los demás es

también el Eschaton (la Plenitud final) que nos incluye activamente al activarnos al

amor. Cuando hoy describimos nuestra relación con Cristo como fe, estamos aludiendo

a esa activación nuestra por la existencia entregada de Jesús. Este ser-para es, por tanto,

más que un modelo. Y no es que neguemos que Jesús en su vida humana no encontrase

a Dios también en la forma humana del buscar. Pero en él, la fe y el amor que a nosotros

nos toca ir distinguiendo, fueron una única realidad en la unidad indisoluble de su

entrega (Proexistenz) a Dios y a nosotros (sabiendo que el segundo "a" está fundado en

el primero y expresa el mismo amor que éste).

Y aunque no hayamos aceptado, en su sentido inmediato, la tesis de Pesch, sin embargo,

su tendencia va en la línea que es decisiva para la cristología: Jesús, en su cruz, no fue

sólo la ocasión del paradójico juicio misericordioso de Dios, sino que la entrega activa

de Cristo, en cuanto es obra suya que vincula a Dios y a los hombres, es la prueba de

que Dios es amor, porque se ha hecho realidad en esa obra.

Notas:

1Alusión a una frase parecida de R. Bultman, cuyo sentido se discute. (N. del T.)

2Las citas de Rahner que hace este artículo proceden de la obra Cristodogía. Estudio

sistemático o ezegético. Madrid 1975 (N. del T.).

3Fe e Historia, Salamanca 1974, pp 42-46.

4Título de una obra de R. Pesch sobre los milagros de Jesús (N. del T.)

Tradujo y condensó: LUÍS TUÑI

 

JOHN P. GALVIN

LA RESURRECCION DE JESÚS EN LA ACTUAL

TEOLOGIA SISTEMATICA CATOLICA

La afirmación «Jesús ha resucitado», que parece tan simple, lo es todo menos sencilla.

Los mismos teólogos católicos tienen pareceres muy distintos sobre el tema, aun

cuando su gama de opiniones sea algo más restringida que la de los protestantes. El

presente artículo pretende ofrecer un examen general de las posiciones de los actuales

teólogos sistemáticos católicos sobre la resurrección de Jesucristo. A manera de

conclusión se ofrecerán unas observaciones valorativas.

The Resurrection of Jesus in Contemporany Catholic Systematics, The Heythrop

Journal, 20 (1979) 123-145

Naturaleza de la resurrección

El primer campo de estudio es la naturaleza de la resurrección. Ninguna definición ha

podido conseguir una aceptación general entre los autores católicos contemporáneos. El

punto de debate más importante es la relación entre la muerte de Jesús y su

resurrección: algunos mantienen el parecer tradicional de que la resurrección es un

acontecimiento distinto de la muerte de Jesús y posterior al mismo, mientras que otros

la entienden como un aspecto profundo de aquella muerte.

Revelación de la resurrección

La segunda serie de cuestiones atañe a la revelación de la resurrección. El parecer

tradicional del origen histórico de la fe en la resurrección encontraba sus principales

puntos de referencia en el descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de Cristo

resucitado, que analizaba sobre la base de las narraciones evangélicas. Bajo el impacto

de la exégesis moderna, en la que se discute a menudo la historicidad de estos relatos, el

centro de atención ha pasado ahora de los evangelios a la antigua tradición referida por

Pablo en 1 Co 15, 3-5; no se ha conseguido, sin embargo, un acuerdo general. Entre los

puntos de debate se encuentran: la historicidad del descubrimiento de la tumba vacía y

de las apariciones, la naturaleza de las "apariciones", la presencia o ausencia de fe en

Jesús durante el tiempo de su vida, y el grado de continuidad, si es que la hay, entre

aquella fe y la fe de los discípulos después de su muerte. Los que mantienen una

concepción más tradicional de la naturaleza de la resurrección suelen seguir también

cuidadosamente la reconstrucción tradicional de su forma de revelarse; pero algunos

autores se apartan de este esquema. No siempre se percibe claramente el hecho de que

ambos puntos se entretejen, y la vaguedad de muchas formulaciones, especialmente las

que se emplean para explicar el contenido de las apariciones, es de por sí un indicio

suficiente de que muchas cuestiones siguen sin resolver.

Lugar de la resurrección en Cristología

La última variable es el papel de la resurrección en cristología y en el conjunto de la

teología. El sistema teológico neoescolástico, que constituye el antecedente histórico

inmediato de la teología católica actual, trataba principalmente de la resurrección dentro

de la teología fundamental y desde una perspectiva apologética. La cristología, en el

sentido más estricto de doctrina sobre la persona de Cristo, se concentraba en la

Encarnación. Y la Soteriología, la doctrina sobre la obra de Cristo, se fijaba

principalmente en la crucifixión. Hace ya tiempo que se han vuelto corrientes las

críticas a esta perspectiva tan limitada. La tendencia de ahora es más cristocéntrica en

general y más centrada en la resurrección en Cristología. Sin embargo, hay voces que se

apartan de esta tendencia, sobre todo entre los que se inclinan hacia concepciones

menos tradicionales de la resurrección y su revelación. En este tercer punto las

posiciones varían todavía más que en los dos anteriores, pues aquí entra en juego el

parecer del autor sobre la naturaleza y tareas de la teología, sobre el lugar de la

Cristología dentro del conjunto de la teología, y sobre el papel que se atribuye a la. vida

pública de Jesús.

KARL RAHNER

1. El punto de partida de la teología de la resurrección de Rahner es la teología de la

libertad humana. El ser humano, siempre tocado en su existencia concreta por el libre

ofrecimiento que Dios hace de sí mismo por la gracia, no sólo dispone de libertad en el

sentido de capacidad de elección entre alternativas distintas, sino que queda constituido

por su libertad como facultad de autodisposición personal ante Dios. Esta libertad, que

por su misma naturaleza tiende a la permanencia más bien que a la reversibilidad, la

ejerce cada individuo de una vez por todas en la historia finita y situada de su vida que

culmina con la muerte. La muerte, que en este sentido no coincide necesariamente bajo

todos los puntos de vista con el final biológico de las funciones vitales, comprende

elementos activos y pasivos: si, por una parte, nos viene impuesta desde fuera y en

último término no podemos eludirla por otra, representa el ejercicio concentrado y

definitivo de nuestra libertad ante Dios. La muerte es, pues, una realidad

multidimensional, cuyos distintos aspectos pueden guardar diferentes tipos de relación

con el tiempo.

La esperanza trascendental en la validez permanente de lo que uno ha llegado a ser en

la historia de su propia vida es algo intrínseco, dice Rahner, al ejercicio de la libertad

humana y, por consiguiente, coextensivo con esa libertad, aun cuando no se traduce

necesariamente en forma temática, es decir, no se reconoce por lo que es o no se afirma

explícitamente. Podemos negarla, pero sólo al precio de contradecirnos a nosotros

mismos, y no se destruye ni siquiera por el hecho de rechazarla. Ya que no es

precisamente un deseo de continuar la vida en su forma presente sino más bien un deseo

de permanencia de lo que acontece con la muerte, esta esperanza trascendental

constituye el horizonte antropológico para entender lo que significa la resurrección.

Siendo una esperanza de permanencia personal total que incluye todas las dimensiones

genuinas de la realidad humana, su objeto no es la mera inmortalidad del alma sino

también lo que puede denominarse resurrección del cuerpo. No obstante, la capacidad

del hombre para imaginar el contenido de esta esperanza es inexorablemente restringida,

sobre todo por lo que se refiere a sus dimensiones corporales; y las diversas imágenes

que necesariamente acompañan e influyen en los intentos de tematizarla, deben tratarse

con gran reserva, para que sus inevitables deficiencias no impidan la conciencia de su

verdadera realidad.

La resurrección de Jesús es, a la vez, la confirmación de esta esperanza y su realización

en un individuo concreto. En cuanto que Jesús es único, su resurrección contiene

características únicas, pero contiene también los elementos formales esperados con

respecto a la resurrección en general. Así, puesto que la muerte de cada hombre conduce

intrínsecamente a su condición definitiva, la resurrección de Jesús es el fruto de su

existencia temporal y no un período completamente heterogéneo que sigue después.

Lejos de ser un signo de aprobación divina puesto extrínsecamente, es la validez

permanente de su destino ante Dios, "el final completo que lo completa todo" de su

muerte específica. "La resurrección de Cristo no es otro acontecimiento después de su

pasión y su muerte, sino (a pesar de la prolongación temporal, que es un aspecto interior

de la acción del hombre espacio-temporal, por muy unificada e indivisible que sea tal

acción) la manifestación de lo que tuvo lugar en la muerte de Cristo: la entrega activa y

pasiva de la entera realidad de aquel hombre corporal al misterio del Dios de amor y

misericordia a través de la libertad concentrada de Cristo, que dispone de toda su vida y

existencia".

2. Sólo en sus obras más recientes trata Rahner explícita y extensamente las cuestiones

que se refieren a la revelación de la resurrección; aunque ya en sus primeros escritos

advierte que las apariciones deben entenderse como una especie de transposición de lo

que es realmente Jesús resucitado al mundo perceptivo de los discípulos, no como una

visión directa del modo actual de existencia del Señor resucitado. Es una característica

del enfoque de Rahner su esfuerzo por evitar una interpretación positivista, haciendo

hincapié en la esperanza humana trascendental en la resurrección como condición de

posibilidad para conocer la resurrección de Jesús. Una tumba vacía no basta como

garantía de la resurrección, pues podría explicarse de muchas maneras. En algunas obras

Rahner habla de la experiencia de la resurrección por parte de los primeros discípulos

como única y sostiene que los cristianos posteriores dependen de su testimonio, no sólo

en cuanto a la información sobre el hecho sino también en cuanto al conocimiento- de la

posibilidad y naturaleza de su experiencia. Sin embargo, en algunos escritos más

recientes, en forma tentativa denomina los relatos del descubrimiento de la tumba vacía

y de las apariciones explicitaciones secundarias de la experiencia básica de los

discípulos de que Jesús vive en la gloria de Dios, y afirma que esta experiencia es

accesible a todos los cristianos, los cuales siguen dependiendo de los primeros

discípulos para el conocimiento del Jesús histórico que les permite creer y esperar que el

deseo humano trascendental de la resurrección se ha cumplido en él. Esto refleja el

acento que pone Rahner cada vez más en el horizonte "trascendental" formado por la

esperanza humana, aun cuando sigue afirmando la necesidad de acontecimientos

revelatorios "categoriales".

3. En sus primeros escritos cristológicos Rahner recalca sobre todo la Encarnación.

Posteriormente, en su "enfoque histórico salvífico" de la Cristología, la resurrección

desempeña un papel más destacado. En la mayoría de estas obras posteriores se recurre

a la resurrección como a uno de los dos puntos básicos de referencia de la Cristología

fundamental; el otro es la autocomprensión, por implícita que fuese, del Jesús histórico

como Salvador escatológica. Aunque la resurrección no opera simplemente como

confirmación divina del conocimiento claramente expresado por el Jesús histórico, sí

cumple un papel de fundamento de la fe, puesto que es a través de la Pascua que la

autocomprensión implícita en los hechos y palabras de Jesús alcanza para nosotros su

credibilidad definitiva.

Sin embargo, Rahner ha especificado de diferente modo el punto de referencia histórico

de la Cristología. Su preocupación principal, a menudo repetida, es la absoluta

necesidad de recurso histórico al hecho de la existencia de Jesús y a cierta información

positiva acerca de El. Al corriente de las dificultades que hay que afrontar para llegar

hasta el Jesús histórico e inclinado a sostener que la autointerpretación de Jesús es, ante

todo, objeto de fe y no base de la misma, Rahner sugiere en uno de sus escritos que los

teólogos consideren la posibilidad de que la resurrección pueda ejercer la función de

base histórica suficiente para la Cristología, sin mucha información sobre la

autocomprensión de Jesús. Con todo, sabedor de que muchos teólogos no contarían la

resurrección entre los hechos históricamente verificables y consciente de que no es fácil

para el hombre contemporáneo considerar la resurrección como base de la fe aun

cuando esté dispuesto a aceptarla como contenido de la fe, Rahner en otras ocasiones

recurre casi exc lusivamente a la vida y muerte del Jesús histórico. Con eso ha variado

considerablemente el papel que se atribuye a la resurrección. Puesto que la resurrección

está subordinada a la muerte de Jesús, no es el centro de la Cristología; ni tampoco la

misma cristología es, bajo todos los puntos de vista, el centro de la teología.

WALTER KASPER

1. Kasper habla de la resurrección como de un "acto escatológico del poder divino", el

cual es la unidad profunda de un acontecimiento histórico y escatológico-teológico: la

entrada de Jesús en la dimensión de Dios. La corporalidad de la resurrección, que hay

que afirmar para evitar el docetismo, debe entenderse bíblicamente como la totalidad de

la persona y como contacto continuo con el mundo, aunque de una manera totalmente

nueva, divina; "apenas pueden formularse afirmaciones concretas sobre el cómo de este

cuerpo pneumático ".

A veces Kasper vincula estrechamente la resurrección con la cruz, como cuando señala

el contenido de la confesión de la resurrección en el sentido de afirmar que en la muerte

de Cristo ha amanecido la nueva era. Dice, refiriéndose al texto de Rahner: "La

resurrección es el final completo, que lo completa todo, de la muerte en cruz. Por tanto,

no es otro acontecimiento después de la vida y después de la pasión de Jesús, sino lo

que tuvo lugar más profundamente en la muerte de Jesús: la entrega activa y pasiva de

aquel hombre corporal a Dios y la aceptación, llena de amor y misericordia, de este don

por parte de Dios. La resurrección es, en cierto sentido, la dimensión divina más

profunda de la cruz... "

Sin embargo, en otras partes Kasper habla de la resurrección como de un acto nuevo de

Dios, no derivable de ningún otro acto, y rechaza la concentración exclusiva en el Jesús

histórico aduciendo que la resurrección ha añadido contenido propio: la vida nueva del

Crucificado en el reino de Dios. La consecuencia es cierta ambigüedad, acerca de la

posición que toma Kasper, pues muchas expresiones pueden interpretarse de maneras

diferentes: su argumento cristológico global depende indiscutiblemente de la presencia

de nuevo contenido revelatorio en la resurrección, mientras que algunas de sus

explicaciones de la naturaleza de la resurrección parecen incoherentes con tal programa.

2. Por lo que se refiere a la revelación de la resurrección, Kasper defiende que, dada la

imposibilidad de concluir la resurrección a partir del contenido de la vida de Jesús, es

necesario recurrir a nuevo comienzo para explicar el origen, después de su muerte, de la

fe en su resurrección. Si bien Kasper atribuye cierta probabilidad histórica a la tradición

del descubrimiento de la tumba vacía, su referencia principal son las apariciones de

Cristo resucitado, consideradas como representativas de una nueva iniciativa por parte

de Cristo o de Dios. Sin embargo, Kasper se aparta algo de la opinión tradicional, al

insistir en que estas apariciones no tienen que concebirse necesariamente como

milagrosas; son, más bien, "la experiencia creyente de que el Espíritu de Jesús sigue

actuando y de que Jesús vive y está presente en el Espíritu".

3. Kasper hace de la resurrección el punto focal de su Cristología y a menudo se

muestra crítico hacia otros autores porque colocan la resurrección más hacia la periferia

de sus correspondientes cristologías. Al poner de relieve la importancia para la

Cristología de la presencia de Cristo en el Espíritu, pretende elaborar lo que él

denomina "una Cristología orientada pneumáticamente" como alternativa tanto a las

cristologías "desde arriba" como a las cristologías "desde abajo"; a su juicio, las

primeras no están suficientemente atentas a la situación contemporánea, mientras que

las segundas son incompletas debido a la autocomprensión "desde arriba" del mismo

Jesús histórico y debido a la resurrección, que Kasper considera "pura Cristología desde

arriba". El Jesús histórico no ofrece una base suficiente para creer, puesto que el final de

su vida quedó abierto y la cruz aparecía como una declaración de falsedad de su

mensaje; tampoco el Jesús histórico es el contenido exclusivo de la fe cristiana, puesto

que la revelación se da no sólo en el Jesús histórico sino también, e incluso de una

manera superior, en la resurrección y en la misión del Espíritu. Así la resurrección

forma parte del fundamento de la fe y desempeña las funciones de legitimar al Jesús

histórico y de ofrecer el nuevo contenido que Kasper considera esencial para construir

una Cristología no reduccionista.

HANS KÜNG

Küng define categóricamente su Cristología como una Cristología "desde abajo", lo que

considera el único procedimiento legítimo para tal estudio después de Hegel y Strauss.

Contra Kasper, su colega de Tübingen, Küng insiste en que es posible incorporar la

resurrección a este enfoque, puesto que la fe en la resurrección no es una pura

cristología "desde arriba" y, por tanto, no precisa de otro método.

1. Contra las tendencias bultmanianas, Küng sostiene que la resurrección de Jesús no es

sólo una manera de expresar la significación de su muerte ni es un mero acontecimiento

para los discípulos, sino un hecho real en el que "Dios interviene allí donde todo ha

terminado desde un punto de vista humano"; sin embargo, no es histórico en sentido

estricto, puesto que sobrepasa los límites de la historia y ésta, como ciencia, no puede

verificarlo. La resurrección no es una vuelta a esta vida en el espacio y el tiempo, ni una

continuación de la misma, sino una asunción en la realidad definitiva, un "morir en

Dios". Aunque claramente distinta de la muerte y la sepultura, la resurrección no es

necesariamente distinta de la muerte en el tiempo, pues "ocurre con la muerte, en la

muerte, a partir de la muerte".

2. Si bien Küng descarta como elaboraciones legendarias las tradiciones de la tumba

vacía, su juicio sobre el origen de la fe en la resurrección es, por lo demás, parecido al

de Kasper. La revelación de la resurrección tuvo lugar ante todo en la experiencia

radicalmente nueva de los discípulos de Jesús después de su muerte.

3. El papel principal que Küng atribuye a la resurrección es el de legitimar al Jesús

histórico. Tanto la persona como la causa de Jesús parecían terminar ignominiosamente

con la crucifixión, que equivalía al abandono público por parte de Dios y de los

hombres. Su vida pública dejó sin respuesta la cuestión de la validez de las expectativas

y esperanzas que había suscitado, y su muerte como tal no manifestó la victoria de Dios

sobre la muerte. Sin embargo, fue sólo en este instante del tiempo cuando empezó

realmente el movimiento que invoca el nombre de Jesús, pues Jesús en tal momento

adquirió por primera vez credibilidad definitiva. Aunque así la resurrección opera como

legitimación divina de Jesús y su causa, sin la cual no habría base suficiente para la fe

cristiana, Küng insiste en que la misma resurrección es objeto de fe y no un milagro que

autentifica la fe. La Pascua no debe considerarse aisladamente, ni puede menoscabar la

centralidad de la cruz, la cual, a su vez, permanece vinculada a la vida pública de Jesús.

Así Küng puede afirmar que el criterio primario de la Cristología es el "Jesucristo

bíblico", "el mismo Jesucristo... en su existencia terrena y en su cruz, en su resurrección

y en el kerigma de la comunidad". La resurrección es indispensable pero, al parecer,

más subordinada a la vida pública de Jesús y a su muerte que en la opinión de Kasper.

WARD SCHILLEBEECKX

1. Schillebeeckx, difiriendo claramente de Rahner, insiste en que la resurrección es más

que la revelación de lo que sucedió en la muerte de Jesús: es la victoria divina que

corrige la negatividad de la muerte, un acontecimiento nuevo y distinto que otorga un

nuevo significado a la muerte de Jesús. Firmemente categórico al rechazar cualquier

identificación de la resurrección con los comienzos de la fe pascual de la Iglesia

(aunque advirtiendo que ambas cosas no deben separarse), es casi tan firme al negar que

la resurrección pueda considerarse como "la otra cara" de la muerte de Jesús, o como su

aspecto salvífico: la razón fundamental para ello es la negatividad de la crucifixión. Sin

embargo, Schillebeeckx considera que la resurrección es metahistórica y metaempírica,

y niega que la resurrección corporal de Jesús implique la desaparición de su cadáver.

2. Schillebeeckx, a la vez que pone de relieve la importancia del recuerdo del Jesús

histórico por parte de los discípulos, encuentra la revelación de la resurrección en sus

experiencias, repletas de gracia, de que Jesús vive después de su muerte. Interpreta estas

"apariciones", sin que sea la visión óptica elemento esencial de las mismas, como

íntimas experiencias religiosas personales del ofrecimiento renovado del perdón divino

a través de Jesús, lo cual llevó al reagrupamiento de los discípulos bajo la iniciativa de

Pedro. Si bien estas experiencias deben distinguirse de convicciones meramente

subjetivas, no deben interpretarse de una manera ingenuamente realista, y se parecen

mucho a nuestro propio acceso a la fe.

3. El papel que atribuye a la resurrección en su cristología viene determinado por su

principio básico de que la norma y criterio de toda interpretación de Jesús de Nazaret es

el mismo Jesús de Nazaret. Aunque critica agudamente el parecer de que la salvación

está sólo vinculada a la resurrección y de que la Pascua es el único punto de partida de

la teología, rechaza como un falso dilema la alternativa de colocar la salvación en el

Jesús histórico o en el Cristo resucitado, puesto que la resurrección sin el Jesús histórico

sería un mito, mientras que el Jesús histórico sin lo que los cristianos denominan

resurrección sería meramente un trágico fracaso. Para Schillebeeckx, la ruptura decisiva

en la interpretación de Jesús no ocurre en el momento de su muerte sino antes, con su

rechazo público definitivo. Encuentra pruebas en los evangelios de que Jesús, después

del fracaso de su mensaje y su praxis en conseguir la aceptación general, previó que su

muerte se acercaba y fue capaz de integrarla en la comprensión de su misión, a la vez

que la dejaba como un signo profético final para que otros la interpretaran.

Entre la muerte de Jesús y la predicación de la Iglesia primitiva no se halla precisamente

la resurrección como tal sino la experiencia de los discípulos de que El vive.

Schillebeeckx no quiere hablar de la resurrección como legitimación o confirmación

divina en el sentido normal de estas palabras, pues dice que una afirmación de fe no

puede legitimar a otra y que la verdadera legitimación de la fe cristiana no es una

realidad presente sino futura (escatológica).

RUDOLF PESCH, ETC.

1. R. Pesch, exegeta que quiere aportar algo a la teología fundamental, alude

favorablemente a la concepción de Rahner de la resurrección.

2. No le convencen los argumentos a favor de la historicidad del descubrimiento de la

tumba vacía y de las apariciones. Sostiene que los discípulos de Jesús creyeron en El

como mesías profético durante su vida, cuando afirma que el fundamento de la fe

cristiana radica en el mismo Jesús histórico más que en acontecimientos posteriores a su

muerte. Puesto que los discípulos disponían de tradiciones judías que se representaban

la resurrección del mesías-profeta escatológico, fue posible la transformación cualitativa

de su fe transformación necesaria a consecuencia de la crucifixión de Jesús sin recurrir a

apariciones o a tumba vacía; sobre todo si tenemos en cuenta que Jesús pronosticó su

muerte hacia el final de su vida pública y si consideramos que en la última cena El dio

una interpretación salvífica a su muerte inminente.

La opinión de Pesch sobre la revelación de la resurrección se apoya en el Jesús histórico

y presupone un alto grado de reflexión por parte de los discípulos; insiste en que

revelación y reflexión no se excluyen mutuamente de ningún modo.

3. La resurrección no desempeña el papel de legitimación del Jesús histórico, pues en la

vida pública y en la muerte de Jesús se encuentra (histórica y sistemáticamente) base

suficiente para la fe cristiana, y es innecesaria una ulterior legitimación. Así la

resurrección aparece como una legítima y necesaria confesión cristológica del

significado escatológico de Jesús en, vista de su muerte, pero no como parte del

fundamento de la fe, que puede establecerse históricamente.

Hans Jellouschek y Franz Schupp, que aluden también favorablemente a la opinión de

Rahner, sobre la naturaleza de la resurrección, explican los dos de modo parecido la

función de la resurrección en Cristología. El primero sugiere que el término

"resurrección" hace referencia a la muerte de Jesús y, por ende, a su vida terrena como

genuinamente salvíficas y expresa la importancia permanente de la persona de Jesús. La

confesión de que Jesús ha resucitado es equivalente a la confesión de que El es el

Cristo; no una expresión de las razones para poder afirmarlo. Schupp, a su vez, se opone

a hacer depender la validez de la vida de Jesús de una ratificación subsiguiente y teme

una devaluación de la cruz si la salvación, se coloca en una resurrección objetivada

como suceso aparte de la muerte o posterior a ella. La resurrección es, así, la confesión

cristológica fundamental de Jesús, y sobre todo de su muerte, como salvíficos.

Asimismo, Hans Kessler bosqueja una Cristología en la que la resurrección desempeña

sólo una función sistemática limitada. Se apoya en la obra exegética de F.J. Schierse,

según el cual "Jesús reveló la verdad final entera en su palabra y su acción, y todas las

explicitaciones posteriores no son sino intentos de conceptualizar uno u otro aspecto

parcial del acontecimiento de la salvación". Kessler hace hincapié en la actividad

liberadora de Jesús. En un artículo posterior atribuye importancia a la resurrección en

cuanto fundamento para el hecho de que Jesús vive con Dios de una manera nueva y

única en la que está activo en el presente a través del Espíritu.

JON SOBRINO

1. Jon Sobrino, jesuita vasco que enseña teología en El Salvador, considera la

resurrección desde la perspectiva de la teología de la liberación. Intensamente influido

por Jürgen Moltmann, Sobrino sostiene que el punto de partida idóneo para tratar la

cuestión es la actitud de esperanza contra la injusticia y la muerte, y no meramente por

encima o más allá de la injusticia o de la muerte. Sobrino califica la resurrección de

acontecimiento escatológico y dice que, como tal, no puede ser comprensible de una

manera pronta e inmediata.

2. Si bien considera como una cuestión pendiente la historicidad de la tradición de la

tumba vacía, observa que la época de las tradiciones de apariciones apunta hacia la

historicidad y que su núcleo ofrece indicios de ser auténtico. A su juicio, no cabe duda

de que los discípulos tuvieron "algún tipo de experiencia privilegiada" que restauró su

quebrantada fe, aunque es difícil ser más preciso sobre la naturaleza de tal experiencia.

3. Pero el interés principal de Sobrino no radica en esos aspectos de la cuestión.

Deseoso de orientar su Cristología sobre la base del Jesús histórico y advirtiendo de que

"la tentación más radical con que se enfrenta el cristianismo es la de centrarse

unilateralmente en el Cristo resucitado", Sobrino evalúa la resurrección como el suceso

que fundamenta la fe en Jesús y, a la vez, como el que hace posible olvidarse de la vida

concreta de Jesús. Concentrarse en la resurrección, lo que es síntoma de un trabajo

teológico separado de la realidad concreta, lleva de por sí a la perversión de la fe en

"religión" y a la glorificación del poder. Para evitar ésto, la resurrección debe

considerarse íntimamente vinculada con la crucifixión y nunca debe permitirse que

difumine el escándalo de la cruz. Debidamente considerada, la resurrección define quién

es Dios, supera las ambigüedades de la vida de Jesús y clarifica el significado de la

existencia y de la historia humana.

HANS URS Von BALTHASAR, ETC.

1. Considera la resurrección como un acontecimiento separado temporalmente de la

muerte de Jesús. Aunque tiene que ver con la historia, la resurrección no es ni puede ser

un acontecimiento dentro de la historia en el sentido normal, puesto que no es una

vuelta a esta vida sino la transición de Jesús a una forma de existencia en la que para

siempre ha dejado atrás la muerte y ha superado los límites de este tiempo. Para von

Balthasar, dado que la resurrección es un acontecimiento sin analogía, el estado del

Resucitado es absolutamente único y las consideraciones antropológicas generales

tienen un valor restringido al estudiar su naturaleza.

2. Von Balthasar observa antecedentes para entender la resurrección en el concepto

bíblico del Dios vivo, las categorías de la apocalíptica judía y la pretensión escatológica

del Jesús histórico, pero considera que tales antecedentes no bastan en sí mismos para

explicar el acontecimiento único de la resurrección. Si bien el descubrimiento de la

tumba vacía es histórico en sí la tumba vacía es ambigua, no es más que un signo. Lo

decisivo en la revelación de la resurrección fueron las apariciones, que están más allá

del alcance de toda crítica y que se entienden con la máxima precisión como encuentros

con una persona viva; sin las apariciones no hubiera podido predicarse la resurrección,

ya que la fe de los discípulos estaba tan vinculada a la obra y a la persona de Jesús que

de otro modo hubiese sido imposible la continuación de su causa después de su muerte.

3. Atribuye a la resurrección un papel en el centro de la teología; la considera el punto

de partida de toda teología eclesial, pues posibilita una comprensión exacta del

significado de la vida de Jesús, es esencial para la revelación de la divinidad de Cristo y

de la Trinidad y es intrínseca a la fundación de la Iglesia. Teniendo en cuenta, sin

embargo, la concentración de von Balthasar sobre la cruz, sería inexacto considerar su

teología como centrada en la resurrección.

El jesuita australiano Gerald O' Collins y el teólogo irlandés Dermot Lane proponen

concepciones bastante similares de la resurrección. El primero critica duramente las

tendencias a " maximalizar la importancia del Jesús histórico para la fe" que descubre

en J. Jeremías y E. Fuchs. La muerte y la resurrección de Jesús son el punto culminantede

la revelación divina, y el respeto por la particularidad de la vida de Jesús no debe

reducirlas a un apéndice prescindible. Asimismo para el segundo la consideración de la

vida pública de Jesús, aunque esencial para la Cristología, en sí no es suficiente. La

resurección y Pentecostés son las etapas finales necesarias de una revelación gradual

que clarifica lo que ya está implícito en las palabras y acciones de Jesús y añade algo

nuevo al contenido de la fe cristiana, que ahora tiene su nuevo objeto en el Cristo

resucitado.

LEO SCHEFFCZYK, ETC.

1. La afirmación más categórica del parecer tradicional sobre la naturaleza de la

resurrección se encuentra en el libro de Scheffczyk sobre el tema. Habla repetidamente

de la necesidad de una consideración "realista" de la resurrección, que él pone en

contraste con las concepciones "existencialistas" o "hermenéutico-existencialistas ". Si

bien la resurrección está unida con la crucifixión, las dos no son un solo acontecimiento;

la resurrección es una intervención creadora por parte de Dios, un acto divino de nueva

creación. La resurrección de Jesús implica necesariamente el que la tumba quede vacía.

2. Insiste en que la tradición de la tumba vacía no es una "leyenda", aunque tiene menos

importancia que las apariciones, las cuales no sólo son el fundamento necesario de la fe

pascual de los discípulos sino que están tan intrínsecamente vinculadas a la misma

resurrección que negar las apariciones equivale a negar la resurrección.

3. Afirma que a) explicar la resurrección como elemento característico del cristianismo,

b) descubrir su genuino. significado teológico a partir de las escrituras y c) presentar su

verdad como la clave para todas las demás verdades cristianas y como el centro de las

mismas, son las tres tareas que corresponden a la teología sistemática al considerar la

resurrección. Cree que la última es la más importante y por eso dedica gran parte de su

obra a defender que la resurrección es el punto de referencia central para comprender

debidamente la Trinidad, la persona de Cristo, la creación, la Iglesia, los sacramentos y

la escatología. Así, no sólo la Cristología sino toda la teología queda centrada en la

resurrección. Scheffczyk critica agudamente a la teología tradicional porque no

reconoció esta centralidad.

Franz Courth, antiguo estudiante de Scheffczyk, cita numerosos textos del Nuevo

Testamento para defender que la afirmación central del mismo Nuevo Testamento es

que la resurrección de Jesús es la revelación decisiva de Dios. Dice que la última norma

de interpretación de la fe cristiana no es el Jesús histórico sino el Señor crucificado y

resucitado que actúa en la Iglesia a través del Espíritu. A su parecer, otras posiciones

conducen inevitablemente a cristologías reduccionistas, puesto que ignoran el contenido

real que la resurrección tiene de por sí, además de confirmar el Jesús histórico. Más

recientemente, Courth critica la valoración que hace Schillebeeckx de los

acontecimientos posteriores a la muerte de Jesús, como base insuficiente para la idea de

la resurrección (fundamentalmente válida) que tiene el mismo Schillebeeckx.

CONCLUSIÓN

Observemos algunas cuestiones centrales que están en el fondo de las distintas

opiniones

Naturaleza de la resurrección y papel teológico que se le atribuye

Sería bueno explicitar más la correlación entre la forma de entender la naturaleza de la

resurrección con la función teológica que se le atribuye. Por ejemplo, ¿es coherente

entender la resurrección como inseparable de la muerte de Jesús, mientras se evalúa la

crucifixión en términos negativos y se atribuye a la resurrección el papel de legitimar las

pretensiones (implícitas) del Jesús histórico? Parece que autores como Küng y Kasper

han extraído eclécticamente de fuentes discordes sin haberse dado suficiente cuenta de

los problemas que ofrece una síntesis de concepciones diferentes. Sus pareceres sobre la

función de la resurrección en Cristología nos recuerdan a W. Pannenberg mientras que

al explicar la conexión de muerte y resurrección dependen notable y explícitamente de

K. Rahner. Parecería, sin embargo, que la idea de Rahner sobre la naturaleza de la

resurrección es incompatible con la argumentación cristológica de Pannenberg. O por lo

menos, un estudio más explícito de esta cuestión ayudaría a disipar la imagen de

incoherencias.

Suficiencia del Jesús histórico como base y criterio de la Cristología

Parecería que éste es el punto central del debate por lo que se refiere al papel teológico

de la resurrección. Esta es también una cuestión central en la cristología protestante del

momento, como lo indican claramente los pareceres opuestos de Pannenberg y Ebeling.

Es lástima que el análisis de este punto se vea estorbado por el uso de idéntica

terminología para referentes distintos: algunos de los que afirman la suficiencia del

Jesús histórico (p.e. Schierse, Kessler) y la mayoría de los que la niegan (p.e. Courth,

Kasper, Lane) tienden a hacer abstracción dé la muerte de Jesús cuando se refieren al

Jesús histórico, mientras que otros (p. e. Pesch, Schupp, Jellouschek) no sólo incluyen

la crucifixión sino que incluso le atribuyen un lugar muy destacado en su comprensión

de la vida de Jesús.

La acusación de que las teologías que consideran al Jesús histórico como base y criterio

suficiente para la Cristología son inevitablemente reduccionistas tiene mucha fuerza

cuando se alza contra los que prescinden de la crucifixión en su concepto del Jesús

histórico, pero no es necesariamente válida cuando se dirige contra los que no hacen tal

abstracción. El hecho de dar por supuesta acríticamente la problemática distinción de

Pannenberg entre acciones de Jesús y su doble destino de muerte y resurrección, puede

estar aquí en la raíz de muchos problemas. Teniendo presente que la muerte de Jesús fue

la consecuencia de su actividad pública, apenas es posible evaluar su vida pública

haciendo abstracción de su muerte.

Quienes afirman la suficiencia del Jesús histórico incorporando la crucifixión a su

comprensión del mismo, requieren y merecen un examen más cuidadoso. Gozan de la

importante ventaja de que su base y criterio de Cristología es accesible históricamente,

mientras que otros criterios propuestos, como el "Cristo bíblico" de Küng o "el Jesús

terreno y el Cristo resucitado y exaltado" de Kasper, presuponen la resolución de lo que

Rahner acertadamente considera como la primera y más básica cuestión cristológica: la

legitimidad del paso del Jesús histórico al kerigma cristológico de la Iglesia primitiva.

Interpretación teológica de la muerte de Jesús

Se trata de la clave para estudiar la resurrección. Aquí corresponden las valoraciones

críticas recientes de la teoría de la satisfacción y de la categoría de sacrificio, pero el

asunto es mucho más complejo que estos solos aspectos. Se requiere con urgencia un

ulterior estudio sistemático que podría documentarse con provecho en el examen

exegéticamente renovado de las distintas interpretaciones que se hallan en el Nuevo

Testamento. Evitar el aislamiento de la muerte de Jesús de su vida pública es una

importante condición previa para elaborar una interpretación válida. Sugeriríamos,

finalmente, sin defender una falsa glorificación de la crucifixión, que una teología que

evaluara la muerte de Jesús en términos exclusivamente negativos resultará al fin

incapaz de ofrecer un juicio positivo de su vida bien fundamentado cristológicamente.

Tradujo y condensó: AURELI BOIX

 

JOSEPH DORÉ

CREER EN LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO

Pascua debería ser para los cristianos la ocasión de verificar el vigor de su fe en la

resurrección de Jesús. Pues de su testimonio depende la credibilidad humana de la

resurrección de Jesús hoy. El autor, después de presentar, de modo sistemático, las

opiniones actuales sobre el tema y las actitudes del espíritu humano que representan,

muestra a partir del N.T. cuál es el contenido y el significado de la fe en la

resurrección.

Croire en la résurrection de Jésus-Christ, Etudes 356 (1982) 525-542

Todas las palabras del título han sido medidas para que su análisis ilumine la intención

que pretenden.

... de Jesucristo

Subraya, en primer lugar, la referencia al hombre Jesús de Nazaret. Lo siguiente pondrá

en claro que esta referencia no es secundaria ni evidente para todos.

Pero, en segundo lugar, subraya un aspecto de gran importancia. No se quiere sólo

evocar un suceso asombroso referente a un profeta, en cierto modo comparable a otros,

crucificado por Pilatos. Creer en la resurrección es reconocer a Jesús como el Cristo, es

decir, más que "simplemente Jesús y, por tanto, situarle de forma singular con relación a

Dios y a los hombres.

Eso significa que la postura frente al suceso de la resurrección de Jesús aparecerá

vinculada a una interrogación sobre su identidad como Cristo.

... creer en

La modalidad concreta de la postura ante la resurrección es un creer, una fe. Las

páginas siguientes pondrán de relieve la dificultad en comprender el alcance de esta

afirmación.

No es superfluo indicar que no se trata de un creer neutro, sino de creer "en ... ". Lo que

significa que si la resurrección nos atañe por el acto de fe a que estamos invitados, ese

acto tiene el efecto de introducir y hacer partícipes a los creyentes del dinamismo de

vida en que se traduce. Es preocupación principal de estas páginas no separar el

contenido del acto mismo y poner de relieve que, si somos invitados a creer en una

resurrección, lo somos por y en un proceso que tiene algo de resucitante para el que lo

lleva a cabo. Es decir, queremos subrayar que creer en la resurrección de Jesús es creer

en Jesu-Cristo como resucitado y resucitarte.

... la resurrección...

No basta con preguntarse si Jesús resucitó y, en caso afirmativo, qué significa como

revelación de la identidad personal de Jesús y de su interés por los hombres. Hay que

explicar, primero, qué significa "resurrección, pues no es de ningún modo un concepto

diáfano. Podría acudirse a los textos del NT en que se habla del destino de Jesús

después de su muerte y a los términos en que la expresan. Pero nosotros seguiremos

otro camino. Presentaremos y evaluaremos, primero, las opiniones que son hoy

comunes. Y sólo luego acudiremos a la fe y al testimonio apostólicos, consignados en

los escritos sinópticos, paulinos y joanneos.

OPINIONES Y PROBLEMAS DE HOY

Lo que creen y piensan los cristianos respecto a la resurrección de Jesús es, con

frecuencia, algo nebuloso y difuso. Pero es posible establecer ciertos esquemas que

agrupan sus opiniones y las estructuras mentales que básicamente las originan.

Cuatro tipos de opinión

Para dar una visión de conjunto nos serviremos de un cuestionario de Témoignage

Chrétien de 1980, ampliamente contestado, que distinguía cuatro tipos de posturas.

1. El primero imagina que Jesús ha vuelto a tomar posesión de su cadáver y que, como

cuerpo glorioso, está a la derecha de Dios. Esta opinión se apoya en dos datos que

admite, sin más, como históricos y como prueba perentoria, por figurar en el N.T., la

tumba vacía y las apariciones a algunos discípulos.

Rechaza cualquier sospecha de mitología o ingenuidad, pues la sola pregunta por la

historicidad de estos datos significa no ser auténtico creyente o, al menos, situarse en

camino de no serlo. Y, finalmente, pasando del contenido de la fe en la resurrección a lo

que ella misma fundamenta, afirma, apologéticamente, que ahí reside la prueba de la

divinidad de Jesús., pues sólo Dios tiene poder para resucitarse a sí mismo.

2. Una segunda opinión sostiene que Jesús es personalmente vivo y que ha atravesado

efectivamente la muerte como todo hombre. No sabe ni se preocupa demasiado de la

entidad de esta vida (cómo sea verdaderamente corporal), ni tampoco lo que esa

afirmación sobre el profeta de Galilea entraña para la concepción de Dios o para la

misma identidad de Jesús, o para el sentido que puede aportar al destino humano en

general o incluso a la decisión misma de fe.

Se afirma indudablemente que lo que se llama 'la resurrección' ha afectado a Jesús en el

sentido de volverle a la vida. Pero no ven posibilidades de trascender esta afirmación ni

qué interés tendría lograrlo. Pues, por una parte, los exegetas del N.T. concluyen que

existe composición literaria y presentación apologética en los relatos de la tumba vacía

y de las apariciones y que, por tanto, hay que librarse de ciertos lastres tradicionales y

declarar tanto más doctas ciertas ignorancias cuanto son más insuperables. Por otra

parte, se ha acabado por asumir, una idea muy repetida en estos últimos años que la fe

no es primariamente cuestión de contenido, sino de conversión y compromiso contra

todo lo mortífero que exista en la propia vida y en el mundo.

No se olvida reconocer que Jesús ha sido, y es todavía hoy, una llamada sin par a una

vida plena de sentido y el camino hacia el cumplimiento de una esperanza fundada. Sin

cuestionar la importancia de lo que haya podido sucederle a Jesús en otro tiempo, el

centro de interés se fija en lo que permite vivir en la actualidad. Se intuye que no se

acabó con Jesús y que tiene relació n con el sentido de la propia vida. Esto lo expresa la

tradición cristiana diciendo que resucitó. Hablando, sin embargo, con propiedad no

queda claro qué significa esto para Jesús y, en el fondo, tampoco preocupa demasiado.

3. El tercer modelo da un paso más allá en la dirección precedente. Propiamente no

tiene en cuenta la resurrección de Jesús. Se limita a decir que "Jesús vive"... pero,

dejando de lado representaciones tradicionales y el hecho de ser arrancado de la muerte,

añadirá que si Jesús debe y puede ser declarado viviente, es pura y simplemente por y

en aquellos que hoy se refieren a El. No es Jesús quien sobrevive, sino nosotros quienes

tomamos su relevo. Lo que perdura es su "causa", su "espíritu", en la medida en que

ciertos hombres, siguiendo su ejemplo, mantienen lo que en El la muerte ya puso fin.

Esta postura que se juzga la única aceptable en adelante, tiene una doble lucidez y un

doble coraje. Primero, frente a la tradición cristiana que la juzgará como infiel y

contaminada del espíritu del mundo, pues se resigna a perder definitivamente a Jesús.

Pero también frente al espíritu secular, pues le repite, quiéralo entender o no, un dato

incontestable: que se deben a Jesús de Nazaret y a nadie más algunas "de las ideas,

modelos o jerarquías de valores" sin los que la mejor sociedad volvería a la barbarie. No

es preciso aceptar toda la dogmática cristiana (y, en concreto, una verdadera

resurrección) para entender que la defensa de ciertos valores e ideales es algo que tiene

su origen en Jesús y sólo en El; es revivir entre los hombres algo que tomó vida en Jesús

en tiempos de Tiberio... y que de hecho no murió con El.

4. Hay un cuarto modelo que interpreta la resurrección de Jesús como una "clave", como

un puro símbolo. Símbolo de una honda verdad humana universal (que deberá

desligarse finalmente de Jesús): es decir, que nada debe considerarse jamás como

radicalmente comprometido en la existencia humana; que con ciertas condiciones el

bien puede siempre brotar del mal; que la esperanza puede mantenerse frente a todo;

que incluso la muerte tiene sentido si permite llegar a la auténtica sabiduría o a la

entrega como servicio... Es cierto que esta verdad, al menos en Occidente, se ha

expresado unida a Jesús y referida a su resurrección. Lo cual puede haber dado y seguir

dando sentido a la vida. Pero seria un engaño alienante e ilusorio seguir refiriéndola por

más tiempo a representaciones ideológicas o anécdotas históricas caducas. Hay que

decirlo claramente: Jesús está muerto y ya no existe.

Jesús habría enseñado a los hombres paradójicamente cómo vivir sin Dios y sin dioses,

sin Cristo, e incluso, sin Jesús. Según esta concepción, en un contexto en que la

existencia de Dios era una verdad indiscutida, afirmar a Jesús resucitado era la forma de

expresar que Jesús, en contra de sus adversarios, había tenido razón de vivir y morir

como lo hizo. En el mundo ateo de hoy debe ser posible percatarse que allí no se

expresaba más que una convicción fundamental que puede dar sentido pleno a la vida:

el amor en acto y el servicio desinteresado. Jesús murió en el abandono de Dios y

declaró que convenía que partiera. Sus lugares respectivos están ahora vacíos, pero han

permitido a los hombres descubrir cómo deben mantener solos los suyos respectivos. Se

les debe agradecer su papel, pero hay que dejarles desaparecer definitivamente. En

resumen: hay que olvidar la historia de Jesús, que podría enmascarar nuestra tarea y

procurar vivir o sobrevivir siempre. Jesús nos ha demostrado que es posible hacerlo. Y

no hay que buscar en otra parte el sentido y alcance de lo que, en tiempos de fe ya idos,

se hallaba en la afirmación de la resurrección de Jesús.

Dos actitudes fundamentales

Después de describir los esquemas en que se concreta la resurrección de Jesús, será

conveniente analizar las dos estructuras mentales que las fundamentan.

1. Hay una actitud objetivista. Estima que para hablar verdaderamente de una

resurrección de Jesús, hay que poder decir que ésta ha sido objeto de una constatación,

en cierta forma objetiva y neutra, por parte de los que la atestiguan. Este habría sido el

caso. Es cierto que nadie fue testigo de la misma salida de Jesús de la tumba; pero sí que

hay testigos objetivos de los efectos de la resurrección. Desde luego, en la constatación

objetiva de la tumba vacía y en la constatación objetiva de las apariciones, los

discípulos han hallado la prueba de que Jesús había atravesado la muerte y había

resucitado.

El problema se reduciría hoy a asegurar la veracidad de este testimonio y en la medida

en que se consiga, se creerá fundado hablar de la resurrección como de un hecho

objetivamente atestiguado. No habrá, entonces, timidez alguna en equiparar la

resurrección a cualquier otro hecho histórico como la reaparición de la hija del zar

Alejandro II o el retorno de Napoleón de Santa Elena. Hay testigos que constataron,

verificaron y hablaron.- Y cuanto mayor objetividad se halle en sus testimonios, más

fundada será su afirmación y la nuestra de la resurrección de Jesús.

2. En contraste con esta mentalidad hay otra que se puede llamar subjetivista. Empieza

por subrayar que en los mismos textos del N.T. los testigos no dicen jamás que

constataron la resurrección ni que poseyeran pruebas perentorias, sino que han creído

en la resurrección de Jesús.

De ahí se deduce que no se trataba de una absoluta evidencia, ni poseía la seguridad que

se le atribuía. Es cierto que comprometieron su vida por ella, pero no se puede excluir la

hipótesis de un engaño, incluso de buena fe. Por ello no podemos basarnos, sin más en

su alegaciones. Se deberían tener pruebas verificables hoy por sí mismas para apoyar

esta afirmación. Sin embargo, de Jesús sólo sabemos lo que nos transmitieron los

apóstoles y la resurrección, en concreto, no tiene ninguna analogía con hechos

posteriores. Ante un suceso que se afirma, pero del que no se ofrece verificación alguna,

la postura correcta es pensar que se debe atribuir a la subjetividad de los apóstoles. Es

decir, que todo ocurrió en su espíritu, "en su corazón".

No se puede negar que en un determinado momento cambian de vida y de actitud; se

reúnen, predican, etc. Pero no fue más que el resultado de proyectar en Jesús lo que sólo

era experiencia subjetiva. La pretendida resurrección de Jesús, si existe, debe buscarse

en nosotros mismos, en nuestra subjetividad, en nuestra vida, lo único que puede, en

todo caso, ser verificado... Por esta vía se llega a concebir la resurrección como símbolo

de una verdad general, accesible a cualquier hombre, autónoma de cualquier referencia

cristiana

3. Parece como si no se pudiera salir de ese dilema: por una parte, tanto más se afirma la

resurrección cuanto más se parte de una perspectiva objetivista. Pero, por otra, admitir

una subjetividad creyente parece que conduce a negar la posibilidad de mantener una

resurrección que concierna a Jesús mismo y, en definitiva, a la afirmación de que se

trata de una cuestión de nosotros mismos, de nuestra propia subjetividad y del sentido

que demos a nuestra propia existencia.

Quizás, las cosas no sean, sin embargo, tan nítidas. No se puede decidir con prejuicios

dogmáticos ni a prioris de sospecha. La única solución está en recurrir a los textos

mismos de los que pretenden haber sido testigos, o al menos heraldos, de la

resurrección, para inclinarnos por una afirmativa o una negativa. Los mismos textos han

sido utilizados por los partidarios de una u otra solución. Conviene, pues, examinar y

poner en claro qué significan y qué dicen hoy.

TESTIMONIOS Y RESPUESTAS DEL NUEVO TESTAMENTO

Llama la atención que tales textos no parecen encontrar oposición entre el hecho de que

la resurrección afectara a Jesús mismo y que los testigos aparezcan existencial y

radicalmente implicados en la afirmación que establecen. Al contrario, en todos ellos, el

hecho de la resurrección de Jesús no se atestigua de otra forma que en la experiencia de

los discípulos.

La experiencia y la fe de los discípulos

1. Pasó ya el tiempo en que un racionalismo ingenuo, aceptando como criterio último de

verdad el vulgar buen sentido o la pura razón, solventaba la cuestión de la resurrección

atribuyéndola a una superchería de los discípulos. Para mantener la faz después de la

derrota del maestro habrían inventado la tumba vacía y, a partir de ello, una

sobrevivencia de Jesús. A reserva de ciertas correcciones de su mensaje, habrían

logrado invertir en su favor el prestigio que Jesús había logrado en algunos círculos de

su entorno. Otros discípulos, ilusionados y engañados, se habrían luego adherido, y de

esta forma habría ido tomando cuerpo una leyenda de resurrección a través de los

siglos... pero montada en realidad sobre el vacío y que, de hecho, tendría escaso relieve

en las motivaciones reales de los que, sin embargo, pretenden luego hacer profesión de

cristianismo.

En la teoría expuesta se prescinde olímpicamente de un dato en que concuerdan todos

los testigos. La postración moral de los discípulos después de la pasión fue tan grande,

que no es fácil comprender cómo pudieron convertirse, con peligro de su vida, en

campeones de una causa que sabían sin fundamento alguno. Por otra parte, la ciencia

exegética ha establecido modernamente que la tradición de la tumba vacía parece ser

independiente de las tradiciones de apariciones. Si esto es así, hay que deducir dos

cosas: algunos textos no pretenderían más que atestiguar la tumba vacía, y tendrían

cierta credibilidad, ya que carecerían del interés de probar ninguna otra cosa, es decir,

la resurrección. Y otros textos anunciarían la resurrección sin argumentar a partir de la

tumba vacía y eso despojaría, al menos en parte, a la postura racionalista de su

evidencia.

2. Pero no hay que caer en una apologética tan fácil y racionalista como el racionalismo

que hemos cuestionado. La apologética en cuestión argumentaba también racionalmente

a partir de dos datos considerados como indiscutibles: la tumba vacía y las apariciones.

Es falso argüir el hecho de la resurrección del primer dato (aunque hoy se le tenga por

cierto), pues muchas otras cosas pueden dar razón de una tumba vacía. Y si se quiere

apoyar en las apariciones, sería preciso que Jesús se hubiera manifestado en ellas con

una evidencia tan "masiva" y "objetivamente" constatable, que los testigos hubieran

tenido la prueba tangible de su retorno a la vida. Pero sobre esto los textos son claros:

los discípulos no "han visto" al Resucitado independientemente de un acto de fe.

3. Existen, pues, algunos puntos claros y sólo de ellos se debe partir.

Es seguro que la muerte de Jesús sumió a los discípulos en un descorazonamiento total.

También es cierto que, poco después, esos mismos discípulos proclaman segura, por no

decir triunfalmente, la resurrección de Jesús. La cuestión está, por tanto, en averiguar la

razón de este cambio. Pero es seguro también que si se ha producido es porque han

creído en la resurrección.

El problema reside, pues, en averiguar lo que ha llevado a los discípulos a creer lo que

han creído poder y deber anunciar. Ellos, al menos, lo atribuyen a los sucesos que hoy

llamamos apariciones. Sobre ellas fundaron su paso a la fe.

La cuestión se centra en saber qué pasó en las apariciones. A partir de los textos que las

refieren, y que son los únicos datos que poseemos, se presentan como experiencias

visuales, auditivas, táctiles incluso, pero tan ricas y complejas que desbordan el marco

de la pura sensibilidad. Presentan los siguientes caracteres: fueron experiencias

inesperadas en las que los testigos se sienten desconcertantemente movidos "desde

fuera". Su desarrollo obedece al esquema: ver/no-ver; tocar/no-tocar; reconocer/noreconocer

y, en conclusión, aparecer/desaparecer. Parece que a ojos de los testigos las

apariciones no llegan a su plenitud más que en los efectos inmediatos que producen.

Sólo después de la desaparición de lo que han visto comprenden que se produce el

reconocimiento de "Jesús"; y ese hallazgo es inseparable de la comunicación a los

demás, y del compromiso en cambiar la propia vida y el mundo.

No se puede, pues, decir que los discípulos han fomentado una superchería basada en

sus propios deseos ni que se han enfrentado a una evidencia en total "objetividad". Lo

que se debe decir es que han hecho una experiencia "de que algo les advenía" y han

puesto el acto de creer que ese "algo" no tenía sentido aparte de la inesperada

resurrección de Jesús.

Queda ahora por ver de qué manera han llegado a esta conclusión.

Resurrección y divinidad de Jesús

1. Abrumados por la muerte de Jesús, algunos discípulos, sin esperarlo, han tenido

experiencias acompañadas de un doble sentimiento: reencontrar algo de lo que ya

habían vivido con Jesús antes de su muerte, pero que, sin embargo, era de otro orden de

lo que entonces habían pensado.

Vinculada a estas experiencias los discípulos advirtieron una transformación, una tal

promoción de su vida que vieron en ella el cumplimiento de la esperanza que la

tradición de Israel les había enseñado a poner en Dios mismo. Para Israel Dios se

revelaba en las obras de liberación y salvación que llevaba a cabo en favor de los suyos.

Como israelitas, también para los discípulos de Jesús, Dios no era otro que la Fuerza y

la Fuente que conduce y da sentido a la historia, la Roca que fundamenta y la Fortaleza

que protege los destinos del pueblo y de sus miembros. Y lo que aparecía como la firma

y la revelación de Dios, eso mismo se reproducía en experiencias inexplicables

vinculadas a Jesús más allá de su muerte. Abrumados por la desaparición del maestro,

los discípulos descubren luego, con sorpresa, que ningún miedo, ninguna coacción

podía hostigar ni quebrantar su esperanza. Todo ocurría como si por medio y gracias a

Jesús Dios mismo hubiera retornado y permaneciera con ellos.

Se llega, pues, a este resultado: si la fe en la resurrección es la lectura que los discípulos

han creído poder y deber hacer de las apariciones, eso supone dos cosas: haber

compartido previamente la vida terrena de Jesús y, asimismo, la fe y la esperanza en un

Dios reconocible en lo que realiza por y en la vida de los hombres. Se puede, pues,

establecer que: 1) originariamente la resurrección de Jesús representa la lectura que los

discípulos hicieron de lo que les ocurrió poco después de la muerte de Jesús y 2) que

esa lectura consistió en reconocer ese "algo" como un acto del poder de Dios; como un

acto que manifestaba que el poder divino que experimentaron en Jesús antes de su

muerte, llegaba en El mucho más allá de lo que entonces imaginaban.

Ya antes de la cruz, Jesús había ejercido en la vida de los discípulos una influencia

dinámica que les había hecho preguntar sobre la fuente de poder vital que le poseía; ya

habían acabado por buscar la respuesta en el vínculo particular que le ataba al que, de

una forma u otra, llamaba su Padre. Lo que comprenden ahora, en la misma línea, pero

desbordándola, es que el poder de vida que habitaba y surgía de Jesús era la potencia de

vida de Dios mismo. Si ese poder había atravesado la misma muerte, debía

reconocérsele como "divino", pues su historia atestiguaba que el dominio de la vida y la

muerte no sólo era una prerrogativa divina, sino el signo irrecusable de la presencia de

Dios entre los suyos. Si el Dios de Israel es Dios de vivos y no de muertos (Mc 12,27),

Jesús representa su intervención activa entre los creyentes pues entre ellos aparece como

"Príncipe de la vida" (Hch 3,15).

2. De esta manera los discípulos han comprobado que se les aclaraban mutuamente dos

cuestiones: Primero, la cuestión de la fuente de las experiencias hechas después de la

muerte de Jesús se aclaraba, si se relacionaban con lo que traslucía ya su vida antes de la

cruz. E, inversamente, la cuestión de la identidad que se planteaba ya en la vida de Jesús

se aclaraba a la luz de lo que se había vivido ahora, más allá de los sucesos del Calvario.

Lo que estaba en juego en ambos casos era la identidad de Jesús, la "naturaleza" de las

relaciones del crucificado de Nazaret con la Realidad trascendente a la que reconocían

el señorío y el poder de vida sobre toda carne: lo que se llama Dios y que Jesús

denominaba su Padre.

Hay, pues, un punto absolutamente claro: la confesión de fe en la resurrección de Jesús

equivale a confesar la pertenencia de Jesús a la realidad misma de Dios. Si la fe de

Israel se resumía en la confesión de Dios como el liberador de Egipto, la de los

cristianos se concreta en proclamar que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos y en

eso reveló su auténtica faz (2 Co 4,6). Por eso Pablo podrá escribir: "Si confiesas con tu

boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos,

serás salvo" (Rom 10,9); y Pedro podrá invitar a los cristianos a encontrar en la

resurrección el motivo último, la energía y el objeto de su fe en Dios: "Por El (Jesús)

creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo

que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios" (1 P. 1,21).

3. Si esta es la forma como se desarrolló la afirmación de fe en la resurrección de Jesús,

quedan firmemente establecidos varios datos.

a) Que la resurrección afecta a Jesús mismo y no es sólo un cambio psicológico o de

vida de los discípulos. Afecta de tal forma a Jesús que sólo por ella puede reconocerse

su auténtica identidad.

b) Es cierto que con la afirmación de la resurrección no queda plenamente establecida la

cuestión de la identidad de Jesús. Pero al menos queda ya planteada en términos de

divinidad y cuando sea resuelta en el aserto de la filiación, se precisará sólo el modo de

esa participación de Jesús en el poder de vida de Dios. Se explicitará que si Jesús es

detentador de la vida de Dios, lo es en cuanto engendrado a esa vida; si Jesús puede ser

confesado como Dios, lo será a título de Hijo.

c) Si lo que ha llevado a los discípulos a confesar la fe en la resurrección era la

articulación de una referencia a la vida de Jesús y una fe previa en un Dios vivo, es

claro que toda confesión ulterior de esa fe supondrá aceptar el testimonio de los que

habiendo conocido a Jesús en la vida mortal, pretenden haberle reencontrado en sus

experiencias después de la muerte. Pero es claro que sólo podrán recibir ese testimonio

los que tengan por inseparable la cuestión de Dios de la cuestión de la vida del hombre;

aquellos para quienes Dios es susceptible de manifestar su divinidad precisamente en lo

que realiza en la vida de los que creen en El, aquellos que puedan reconocer con Ireneo

que "la gloria de Dios es el hombre vivo".

***

La mejor forma de concluir será plantear algunas cuestiones para reflexionar.

1. Los cuatro esquemas explicados en la primera parte comprometen a una concepción y

a una práctica de la globalidad de la fe cristiana. La segunda parte ha subrayado

fuertemente la vinculación neotestamentaria de la afirmación de la fe en la resurrección

de Jesús al reconocimiento de su identidad divina y su función de salvación. ¿No

deberían los cristianos de hoy verificar qué lugar ocupa, de hecho, en su fe la creencia

en la Resurrección y en qué medida y cuándo la integran y cómo aclara su noción de

Dios y, en consecuencia, su propio destino?

2. Los discípulos han visto confirmada la resurrección de Jesús en el cambio producido

en su propia existencia. ¿No deberían los creyentes actuales recurrir a implantar su fe,

que encuentran tan difícil, en las experiencias vivificantes que de hecho esa fe suscita en

sus vidas... sin perjuicio de adaptar mejor sus prácticas a la fe que estiman poder

profesar?

3. Si la fe en la resurrección de Jesús se extendió más allá de los círculos

jerosolimitanos y galilaicos, es porque esos círculos no se limitaron a narrar un "suceso

de Jesús", sino en la medida en que su transformación de vida era testimonial. Hay que

ver ahí la definición misma del testimonio cristiano en el mundo. Son los mismos

cristianos esparcidos entre los hombres la credibilidad humana de la resurrección de

Jesús. A ellos compete ahora hacer aparecer que Jesús resucitó como el Cristo,

haciendo ver que se da testimonio del resucitado en el cambio que ocasiona en su

existencia. No parece que eso sea agobiar excesivamente a los cristianos porque está

escrito, dicho y se canta incluso que "somos el cuerpo de Cristo". ¿No se nos pregunta a

nosotros: "Qué habéis hecho de El"?

Tradujo y condensó: JOSE M. ROCAFIGUERA

 

RUDOLF PESCH

EL «SEPULCRO VACÍO» Y LA FE EN LA

RESURRECCIÓN DE JESÚS

El progreso de los métodos exegéticos ha llevado a los especialistas, tanto católicos

como protestantes, a la convicción de que los textos del Nuevo Testamento deben ser

analizados e interpretados primero como textos -hay que preguntarse por el género

literario y por la intención primaria del texto-, si, en un paso ulterior, el lector quiere

plantearse la pregunta de su posible trasfondo histórico. Por ello, en el presente

artículo el autor analiza las narraciones del sepulcro vacío (o «abierto») para,

teniendo en cuenta las características propias de cada evangelio, ver su género

literario, su significado teológico y su fundamento histórico en la comunidad primitiva.

El «sepulcro vacío» y la fe en la resurrección de Jesús, Revista Católica Internacional,

4 (1982) 724-740

EL SEPULCRO VACÍO EN CADA UNO DE LOS EVANGELIOS

Si echamos una ojeada general a las narraciones de los cuatro evangelios en lo referente

al sepulcro, podemos sistematizar toda la gama de las distintas formas de emplear en la

narración el "motivo" del "sepulcro vacío":

Presentación de Marcos y Mateo

En uno y otro "sepulcro vacío" no aparece en boca del narrador sino en las palabras del

ángel. Para el ángel de Marcos se trata de un ind icio comprobatorio de su anuncio de la

resurrección; para el de Mateo es, además, una ratificación de la verdad y el

cumplimiento de la profecía del propio Jesús sobre su Resurrección (27,63).

En la tradición más antigua, al final de Marcos (16,1-8), no se relata que las tres

mujeres que iban a embalsamar a Jesús se encontraran el sepulcro vacío. Lo que se

relata es la sorpresa porque la pesada piedra estaba removida y el espanto a la vista del

ángel. No es el "narrador" quien habla de sepulcro vacío, es el ángel quien se refiere a

ello, y lo hace como indicio comprobatorio de su mensaje de Resurrección: "No está

aquí, ved el lugar donde le pusieron". El lector de la narración, al tomar conocimiento

de las palabras del ángel, concluye con toda lógica que las mujeres vieron que Jesús ya

no estaba allí donde le habían puesto. Pero no ha sido el narrador quien ha formulado tal

idea; él no relata el acontecimiento representándolo de esta manera.

Mateo 28,1-18, es una reelaboración de la tradición apologética sobre la base de Marcos

y dependiente asimismo de una tradición apologética sobre la guardia del sepulcro.

Tampoco hace decir al narrador que las mujeres encontraran el sepulcro vacío, incluso

ni siquiera relata que entraran en él, porque el ángel estaba sentado delante del sepulcro.

Nuevamente es el ángel quien se refiere al sepulcro vacío, en este caso invitando a verlo

como comprobación de la verdad y del cumplimiento de la profecía de Jesús, según la

cual resucitaría a los tres días. También aquí el lector piensa que las mujeres

inspeccionarían el sepulcro; pero no es el narrador sino el ángel quien usa esta idea o

"representación".

En la composición de Mateo el sepulcro vacío cobra mayor importancia porque en ella

se presupone y, a un mismo tiempo, se rechaza la impugnación judía contra los

cristianos, según la cual el anuncio de la resurrección hecho por los discípulos era una

impostura en correspondencia con la engañosa profecía de Jesús. Los discípulos habrían

robado el cuerpo y luego habrían anunciado la resurrección, utilizando el sepulcro vacío

como prueba de la misma.

Presentación de Lucas y Juan

En sus presentaciones el motivo "sepulcro vacío" sí que aparece dicho ya por el propio

narrador y también en los discursos (de María Magdalena) que explican hechos

comprobados.

La reelaboración que hace Lucas (24,1-10) del texto básico de Marcos es la primera que

en la narración muestra a las mujeres encontrando el sepulcro vacío. Pero enseguida

añade que su reacción fue de "turbación y perplejidad", sólo solucionada por el ángel,

quien, dando por supuesto que han visto bien ("No está aquí") les anuncia la

resurrección de Jesús y les aclara que buscaban entre los muertos al que estaba vivo, de

acuerdo con lo que él mismo les había profetizado. En la "conversación" -más o menos

como en Mt- el sepulcro vacío" sirve de indicio (comprobatorio) del cumplimiento de la

profecía de Jesús que permite a las mujeres creer y acabar con su turbación.

A pesar de ser el primero que lo haga mencionar al narrador, Lc muestra la poca

importancia que le concede en los versículos que siguen y que evidentemente recoge de

otra tradición. También Pedro comprueba el sepulcro vacío, pero no llega a la fe sino

sólo al asombro; los discípulos de Emaús, por su parte, cuentan que incluso "algunos de

los nuestros" se convencieron por sí mismos de que el sepulcro estaba vacío, como las

mujeres habían dicho, pero también certificaban que a pesar del relato de las mujeres

sobre la aparición de ángeles que decían que él vivía, los discípulos no llegaron a creer;

y es importante notar que estos datos de Emaús son, evidentemente, redaccionales de

Lucas.

En la presentación que hace Juan (20,1-18) de las tradiciones ya manifiestas de Marcos

y Lucas, encontramos un espectro más rico. Magdalena comprueba que el sepulcro está

abierto, y luego que está vacío, pero ante ello sólo reacciona yendo a comunicar que "se

han llevado del sepulcro al Señor". De igual manera reacciona ante los ángeles que le

preguntan por qué llora, y ante el "jardinero", al cual contesta: "Señor si tú te lo has

llevado dime dónde lo has puesto". Se pretende con ello, por un lado, una refutación

apologética de la acusación judea de robo por parte de los discípulos o de malentendido

(el hortelano habría trasladado el cuerpo y María se habría equivocado de sepulcro) y,

por otro, patentizar que el sepulcro abierto y vacío no hace concluir a la primera testigo

que hubiera habido resurrección.

Tampoco la inspección de Pedro lleva a la fe, sino sólo a la constatación del orden en

las vendas y sudario, que refuta la idea de robo, y a la constatación de la ausencia del

cuerpo, de la que no se deduce la fe "pues todavía no habían comprendido las

Escrituras, según las cuales Jesús había de resucitar de entre los muertos". Sin embargo,

en contraposición, el Discípulo amado vio y creyó con una simple mirada (igual que en

21,7, tras la pesca abundante, es capaz de comprender: "Es el Señor"). El Discípulo

amado puede, por así decirlo, leer las huellas y señales de su Señor; ello es lo que le

convierte en el discípulo ideal, de fe ejemplar.

Conclusión

El motivo del "sepulcro vacío" es utilizado por Marcos y Mateo, sólo en boca del ángel

para ratificar el mensaje de la resurrección y la profecía del propio Jesús. Lucas y Juan

lo incluyen también en la parte narrativa como constatación de un hecho, aunque, por

otra parte, muestran toda su radical ambigüedad; sólo tiene valor de prueba dentro del

"mensaje" del ángel. No es el contenido concreto del motivo -el hecho del sepulcro

vacío-lo que aparece como controversia, sino sus interpretaciones. Parece no haber

habido ninguna impugnación del hecho tal como se presenta en los relatos.

Este motivo es utilizado de maneras distintas: Marcos, Lucas y Juan indican que es

encontrado abierto al amanecer; Mateo dice que era de noche cuando las mujeres son

testigos de la apertura por obra del ángel.

Hay que notar también que la terminología usada por los evangelistas para expresar el

motivo del "sepulcro vacío" nunca contiene las palabras: "sepulcro vacío". Se dice: "El

(Jesús) no está aquí", Ved el lugar donde le pusieron", "Se han llevado del sepulcro al

Señor", etc.

Todos entienden la vaciedad como consecuencia de la resurrección corporal de Jesús,

pero nunca se aduce como causa de la fe, sino sólo como signo comprobatorio. Y no

deja de ser curioso cómo y dónde se echa mano de tal signo: nunca en el kerigma

apostólico, y en ninguno de los escritos del N.T. sino solamente en los relatos del

sepulcro y únicamente en boca de los ángeles. Quien encuentra el sepulcro vacío no

sabe qué ha pasado con el muerto. Que Dios ha actuado en él, que le ha resucitado, ellos

únicamente lo pueden creer, bien de los mensajeros de Dios, bien del propio Resucitado

que se lo revela. Por esto en los relatos del sepulcro son los ángeles, en cuanto

encargados y habilitados para anunciar las obras de Dios, los únicos que pueden aducir

la ausencia de Jesús del sepulcro como comprobante de su resurrección.

¿CAE DENTRO DEL CAMPO DEL SABER HISTÓRICO EL HABLAR DE

"SEPULCRO VACÍO"?

Dado que para el creyente la fe en la resurrección de Jesús excluye hasta la simple

suposición de que Jesús "el viviente" pueda ser buscado y encontrado en el sepulcro

"entre los muertos" (Lc) conviene examinar si el hablar del "sepulcro vacío" cae o no

dentro del campo del saber histórico. La fe en el Resucitado implicaba, cuando menos

para los primeros testigos, el convencimiento de fe de que el cuerpo de Jesús no podía

encontrarse en el sepulcro. No deja de ser, sin embargo, cuestionable que aquella fe

dependiera de la verificación de su contenido mediante la prueba de que el sepulcro de

Jesús estaba efectivamente vacío. Que el N.T. no lo discuta no está, en principio a favor

de que fue comprobado, ya que las controversias sobre la interpretación del sepulcro

vacío surgieron, probablemente, en un tiempo en que ya no era posible comprobar si el

sepulcro fue -o no fue- encontrado vacío.

Hay que notar que son los narradores más tardíos los que presentan a los visitantes

comprobando el sepulcro "vacío", mientras que en Marcos el único que habla de ello es

el mensajero celestial que anuncia la resurrección, y como lo hace en el sepulcro, es

consecuente, desde el punto de vista narrativo, que remita al sepulcro vacío como

confirmación de su mensaje. La pregunta es, por tanto, si la tradición más antigua pone

tales palabras en boca del ángel basándose en el conocimiento de un hecho histórico

(fue encontrado vacío en la mañana de Pascua), o en las implicaciones conceptuales de

la fe en la resurrección.

El género de las narraciones de búsqueda sin resultado

Esta cuestión sólo puede resolverse mediante un examen histórico-crítico del relato más

antiguo del sepulcro, transmitido en Mc 16,1-8. Un exhaustivo análisis crítico- literario

da como resultado en mi opinión (a pesar de otras opiniones al respecto) que, en la

forma textual recibida, el texto no es una unidad narrativa independiente (aparecida un

tanto tardíamente), sino la conclusión de una antigua historia de la pasión anterior a

Marcos.

El análisis crítico del género da pruebas de que este texto es una narración construida

(narración cuya finalidad no es "informar sobre acontecimientos" sino "escenificar

verdades" de las que "se habla" en la narración que parece "construida" para esto; el

narrador no está interesado en la verdad del acontecimiento, sino en la verdad del

mensaje, lo que naturalmente no excluye la elaboración de la verdad del

acontecimiento), configurada con gran originalidad y muy entroncada en el contexto,

pero influenciada por los géneros de tradiciones de aperturas (de puertas) o liberaciones

maravillosas, de las narraciones de angelofanías y, especialmente, de las narraciones

que escenifican la búsqueda infructuosa de personas arrebatadas o resucitadas.

La crítica de la tradición tiene como primera tarea distinguir los rasgos típicos del

género, que necesariamente le vienen prescritos al narrador, de los rasgos particulares

de los cuales puede disponer libremente. Ha de examinar hasta qué punto unos y otros

le permiten inferir los datos históricos básicos que impulsaron al narrador a la

construcción del relato.

Las narraciones de búsqueda sin resultado (de personas arrebatadas o resucitadas) tienen

como soporte básico de la acción esta búsqueda infructuosa. En nuestro caso la

búsqueda de las mujeres se presenta como una marcha hacia el sepulcro con esta

estructura:

Introducción (v. 1)

1. Las mujeres "llegaron al sepulcro" (v. 2)

2. "entraron en el sepulcro" (v. 5)

3. "Y salieron huyendo del sepulcro" (v. 8).

La escenificación de los rasgos necesarios, que forman el soporte básico de la

narración, presenta una nota especial en la "huida" de las mujeres; la razón que se aduce

(temblor y espanto) la interpreta como reacción al mensaje del ángel y, así, la

caracteriza como un rasgo legendario (tomado del género de las angelofanías).

La introducción

Menciona tres mujeres (de las cuatro ya conocidas en Mc 15,40) como ejecutoras de la

búsqueda. Su marcha está motivada por la intención de embalsamar (hecho muy inusual

ante un muerto de tiempo) que es un rasgo narrativo necesario para la escenificación del

relato, al exigir la marcha y la entrada en el sepulcro; apenas cabe pensar un motivo más

apropiado que éste para justificar su objetivo. El dato temporal ("pasado el sábado")

indica la hora más temprana para comprar los aromas y señala que la visita se realiza "al

tercer día", por lo que puede ser también una transposición narrativa de la indicación

temporal teológica del kerigma (cfr. 1 Co 15,4).

1.ª parte

La marcha al sepulcro está encuadrada por dos indicaciones de tiempo: salieron de

madrugada el primer día de la semana, llegaron a la salida del sol. No cabe incluir estas

indicaciones entre los datos históricos, son rasgos narrativos libres puestos al servicio de

la interpretación teológica del relato. Se trata del motivo de la ayuda de Dios en las

primeras horas de la mañana (aquí, además, del tercer día) y del motivo según el cual la

liberación nocturna de los encarcelados es descubierta a primeras horas de la mañana.

La entrada en el sepulcro se hace gracias al motivo de las tradiciones de liberaciones

maravillosas; su apertura maravillosa es ya una premonición de la búsqueda infructuosa.

Para hacer entrar en el sepulcro a las mujeres, el narrador ha recorrido a motivos

legendarios de libre elección que le permiten por un lado introducir la angelofanía, y

que por otro, bañan de luz de leyenda hasta la misma marcha al sepulcro, y que,

finalmente, excluyen la posibilidad de dar otra interpretación racional a las causas de

que el sepulcro estuviera abierto y vacío (como la difamación de las mujeres o de los

discípulos).

2.ª parte

La infructuosa búsqueda de las mujeres no es "narrada" sino "hablada" por el ángel. El

narrador evita que las mujeres comprueben el sepulcro vacío; es el ángel quien, para

reforzar su mensaje de resurrección, las hace reparar en ello ("Ved el lugar donde le

pusieron"), después de haber constatado formalmente la "imposibilidad de encontrar" al

buscado Jesús de Nazaret: "¡No está aquí!". En esta escenificación, el "sepulcro vacío"

es un motivo que necesariamente ha de ser "hablado", porque es en el sepulcro, donde -

según el estilo del género "búsqueda sin resultado"- el mensajero celestial, el único que

puede dar noticia de la actuación de Dios en el Crucificado, comunica el mensaje de la

resurrección. Que para la escenificación se eligiese una angelofanía -cosa que no

prescribe el género- se debe sin duda al juicio teológico del narrador, que piensa que la

noticia de la resurrección es una "revelación" que las mujeres no hubieran podido

deducir en absoluto del simple descubrimiento del sepulcro vacío.

3.ª parte

El narrador hace imposible toda demanda de información indicando que las mujeres,

por miedo, "no dijeron nada a nadie". Esta indicación, increíble para una buena lógica

histórica (si las mujeres no hubieran dicho nada, tampoco el narrador hubiera podido

relatar nada), es una advertencia significativa para el lector familiarizado con relatos

legendarios.

En conclusión

El narrador, para escenificar su relato dentro de este género, se ve obligado a atenerse a

los siguientes datos precios: 1) los nombres de las tres mujeres, que han de ser tomados

de 15,40. 2) La sepultura en un sepulcro excavado en la roca, que ya se había relatado

en 15,42-46. 3) La muerte en cruz recogida en 15,21-45. 4) La fe en la resurrección "al

tercer día", que excluye toda suposición de que el cuerpo pudiera ser encontrado en el

sepulcro. Esta fe se debía, como se indica en 16,7, a la profecía de Jesús (obsérvese la

referencia a 14,28) y a las apariciones.

El propio narrador sustrae el hecho del "sepulcro vacío" a toda verificación histórica,

situándolo en el ámbito ideal o representativo, necesario para creer en la resurrección

corporal de Jesús. Por ello hace entrar a las mujeres en el sepulcro, pero no les permite

constatar la ausencia del cuerpo. Por ello pone en boca del ángel la referencia al

"sepulcro vacío", como comprobante de la resurrección.

El lector familiarizado con relatos legendarios comprende que no debe inquirir si el

sepulcro estaba vacío, que no debe repetir la marcha hacia el sepulcro, porque estaba

motivada por una falsa búsqueda, que, en fin, no debe "buscar entre los muertos al que

vive" (Lc). El lector se ve remitido al lugar en que ahora se encuentra el Resucitado,

donde se da a ver en su nuevo cuerpo: la comunidad de los discípulos.

El discurso del ángel se convierte en un mensaje directo a los lectores del texto. Ante

todo les quita el miedo. Luego constata que la búsqueda (presente: "buscáis") del

Crucificado en el sepulcro es impertinente, porque "ha resucitado" (aoristo) y "no está

aquí" (presente), como puede comprobarse echando una mirada al lugar "donde le

pusieron" (aoristo). Acto seguido, con verbos en imperativo, obliga a situarse en el

futuro: "id y decid a sus discípulos...", "va delante de vosotros a Galilea" (presente) y en

el presente se aplica su promesa: "¡Allí le veréis!" (futuro). El "ir por delante" a Galilea

es la marcha del pastor a reunir su rebaño (14,27 ss.), del Jesús ensalzado a reunir su

comunidad de discípulos que es el lugar concreto donde Jesús se deja experimentar

como el "templo no hecho por hombres", que el mismo "ha levantado en tres días"

(14,58, cfr 15,29).

Puesto que la "visión" del Resucitado no era narrada ni en la historia de la pasión

anterior a Marcos, ni en el eva ngelio de Marcos, sino que dicha visión era escenificada

prolépticamente en la transfiguración (9,2-13), hemos de deducir que la promesa de Mc

16,7 ("allí le veréis") resulta una invitación a todos los oyentes para que vayan a buscar

en la comunidad de los discípulos la experiencia pascual fundamental.

CONCLUSIÓN

El análisis crítico de la tradición parece que nos lleva a no poder aceptar como

históricamente seguro que el sepulcro fuera hallado por las tres mujeres abierto y ,vacío.

En la medida en que este juicio esté suficientemente fundamentado nos hace cobrar más

clara conciencia de que la fe en la resurrección no depende de la certidumbre histórica

del sepulcro vacío, sino más bien de la constatación histórica y actual a la vez, del

"cuerpo" del Resucitado, de su comunidad, de su Iglesia, así como de su "vida".

Hay que saber ver la fuerza del símbolo que tiene el discurso del sepulcro vacío en el

lenguaje de la predicación de la resurrección. El modo de ver de la fe (que es el que

condiciona la "narració n construida", la leyenda del sepulcro) contradice a la simple

apariencia, pues ésta no puede percibir la verdadera realidad de un acontecimiento, cuya

particularísima realidad y auténtica profundidad, consiste en ser, al mismo tiempo,

acontecimiento personal y obra invisible de Dios.

Que el Resucitado (realmente resucitado en forma corporal, no un fantasma; el

Crucificado, el condenado por la maldición de la ley y legitimado por Dios) vaya "por

delante" de sus discípulos (para sacarlos de sus sepulcros de increencia, esto es de la

muerte, y para abrir a toda la humanidad por la constitución de su "cuerpo" el camino de

la vida) es el acontecimiento desde el que (mirando hacia atrás) se puede reconocer el

sepulcro (símbolo de la muerte) como vacío (ya que la muerte, al ser vencida por el

Resucitado ha perdido el aguijón).

El mensaje "Ha resucitado", interpretado desde el relato de la transfiguración (en el

contexto originario de la historia de la pasión anterior a Marcos), significa a la vez:

"Este es mi Hijo amado, escuchadle" (9,7). Que los creyentes vean y obedezcan en la

persona de Jesús al mismo Dios, es el punto principal y singular de la resurrección de

Jesús, punto que la diferencia de otros relatos de resurrecciones y arrebatos de muertos.

"En él hemos visto a Dios" y "en él tenemos que obedecer a Dios" así es como reza el

mensaje; no de otra forma "podemos ver el sepulcro vacío".

Y tal posibilidad vale solamente si se entiende como consecuencia de la resurrección de

Jesús: Podemos ver que la muerte ha perdido su poder porque en el "cuerpo"

nuevamente constituido del Resucitado se alcanza "vida tras la muerte", porque en él se

puede vivir y se da a conocer la solución de Dios, y porque en él es posible vencer el

pecado y la muerte, la pobreza y la enfermedad.

El mensajero de Dios en el sepulcro abierto dice "Ha resucitado! No está aquí; ved el

lugar donde le pusieron". Y el creyente evocando la muerte de Jesús, no puede por

menos de decir: "Su carne no experimentó la corrupción" (Hch 2,31; cfr Sal 16,10).

Pues el creyente habla basado en la experiencia de la resurrección de Jesús como

comienzo de la visible-invisible consumación y transformación del mundo.

Condensó: FRANCESC RIERA I FIGUERAS

 

JACOB KREMER

EL TESTIMONIO DE LA RESURRECCIÓN DE

CRISTO EN FORMA DE NARRACIONES

HISTÓRICAS

Las descripciones de la Resurrección (R.) en Lc 24 han configurado la versión más

usual de la experiencia pascual de los discípulos y han servido de base a la apologética

clásica, que las tomó como "pruebas de la realidad" de la R. Por el contrario, la actual

exégesis las considera "historias o narraciones" que no proporcionan acceso directo a

lo ocurrido. Ante la perplejidad del lego, que se pregunta cómo pueden los evangelios

predicar la verdad de la R. con "historias", la ciencia bíblica muestra que precisamente

este modo de interpretar el evangelio nos permite entenderlo como testimonio fidedigno

de la R.

Die Bezeugung der Auferstechung Christi in Form von Geschichten. Zu Schwierigkeiten

und Chancen heutigen Verstehens von Lk 24, 13-53, Geist und Leben, 61 (1988) 172-187

Análisis de Lc 24,13-53

Contexto

Todo texto es comprensible sólo en su contexto. En este caso nos encontramos ante una

serie de perícopas que forman parte de la sagrada escritura, la cual nos ha sido confiada

como "palabra de Dios". No por ello deja de ser obra humana, sometida a

condicionamientos históricos y lingüísticos; pero su carácter canónico le confiere una

autoridad que reclama una escucha atenta y respetuosa del mensaje comunicado.

Como su autor explicita, el evangelio de Le y los Hechos de los apóstoles forman una

sola obra, cuyo propósito es convencer a Teófilo de la absoluta credibilidad de la "buena

nueva" sobre Jesús que ya ha recibido. Así pues, Lc 24 no pretende ser una primera

información sobre la R. de Jesús, sino un "testimonio" de ésta que visualiza y recoge las

tradiciones, cuidadosamente revisadas, de los testigos directos, en orden a la catequesis

de los neófitos.

Estructura de conjunto

Lc 24 está articulado en tres secciones. Comparando la narración lucana del sepulcro

vacío con su paralelo en Mc 16, 1-8 salta a la vista la estructura propia de la misma: a

una breve introducción (1-3) sigue la escena principal (47) en la que los dos mensajeros

(únicos testigos fidedignos) anuncian a las mujeres desconsoladas el mensaje pascual, y

con una pregunta los obligan a reflexionar y acordarse de las palabras del propio Jesús.

A continuación (8-11) se relata la reacción de las mujeres, que hacen memoria, vuelven

del sepulcro e informan a los discípulos; pero éstos no toman en serio su testimonio.

Finalmente (12) se dice que Pedro, a pesar de su vacilación, va a inspeccionar la tumba

y vuelve lleno de asombro. Este último versículo remite al final de las perícopas

siguientes (34).

La historia de Emaús (vv. 13-35) posee una estructura similar. Presenta a dos discípulos

que huyen de Jerusalén y conversan sobre lo allí sucedido (13s). Se les acerca Jesús, a

quien no reconocen (15s) y que con sus preguntas y respuestas les ayuda a entender el

increíble mensaje de la R. a la luz de las Escrituras (17-27). El punto culminante de la

narración es la comida en Emaús, cuando a los discípulos se les abren los ojos (28-32).

Finalmente, los discípulos vuelven a Jerusalén, escuchan allí el mensaje pascual e

informan sobre su propia experiencia (33-35).

La narración de la aparición del resucitado la tarde de pascua (vv. 36-53) está

construida, a pesar de diferencias notables, de modo semejante. Al principio presenta el

miedo y la confusión de los discípulos reunidos, que toman la repentina aparición de

Jesús por un fantasma (36s). Jesús intenta despejar sus dudas mostrándoles su

corporalidad real; pero esto no les lleva a la fe plena (38-43). Entonces lo intenta

mediante sus palabras: a la luz de las Escrituras les explica el misterio de su R. y la

necesidad de su misión entre los paganos como testigos de ésta (44-49). La narración

acaba con una corta descripción de la ascensión y la vuelta a Jerusalén de los discípulos,

que proclaman su fe alabando a Dios en el templo.

La armoniosa construcción de estos tres fragmentos en Lc 24 ya nos indica cuál es el

objetivo principal del evangelista: la superación de las objeciones al mensaje pascual y

de las posibles dudas en los recién convertidos, mostrándoles que los mismos apóstoles

habían recorrido todo un proceso hasta llegar a la fe plena en el resucitado, que se les

dio a conocer en el partir el pan y les explicó el sentido de la Escritura.

El estilo narrativo

Al comienzo de la historia de Emaús, el narrador dirige la atención del lector hacia los

dos discípulos. No detalla el motivo de su viaje de Jerusalén a Emaús y tan sólo da el

nombre de uno de ellos, Cleofás. Únicamente se detiene a precisar el contenido de su

conversación. El giro "y sucedió que" marca la entrada de un tercer personaje cuyo

nombre (Jesús) es indicado al instante. Los discípulos no lo reconocen porque sus ojos

estaban "retenidos" (no porque la figura de Jesús fuera diferente). Asimismo queda

remarcado el dato de que Jesús se les acerca mientras discutían entre ellos. El lector,

que ya conoce por el relato anterior la R. de Jesús, queda intrigado por el desenlace del

encuentro.

Con su pregunta, Jesús da lugar a que los discípulos relaten brevemente la misión de

Jesús, cómo fue rechazado, las esperanzas que alentó, ahora decepcionadas, y los

sucesos de la mañana de pascua, cuya innegable realidad no parece llevarles a la fe.

Tras este relato Jesús, reprochándoles su poca fe, les recuerda que ya los profetas

anunciaron el camino del mesías hacia la gloria a través del sufrimiento. En la escena

siguiente los discípulos ruegan a Jesús que se quede con ellos. El relato de la cena,

introducido por el giro "y sucedió que", se centra en la bendición y reparto del pan, que

abre los ojos a los discípulos. Pero al reconocer a Jesús, éste desaparece. El narrador

introduce entonces una pregunta histórica ("¿no ardía nuestro corazón?"), con la cual se

le abren los ojos al lector: los discípulos ya habían experimentado la cercanía del

resucitado antes de cenar con él. La historia acaba con la apresurada vuelta de los

discípulos a Jerusalén (al narrador no le interesa si esto cuadra con las anteriores

coordenadas temporales). Todavía de noche, encuentran a los once reunidos, que les

anuncian; "¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!". Entonces

ellos relatan su experiencia en el camino de Emaús.

Esta perícopa parece ser una historia ficticia por los indicios siguientes: 1) Recoge sólo

momentos puntuale s de un suceso más largo. 2) Los datos del lugar y tiempo son

irrelevantes, ambiguos y hasta contradictorios. 3) En cambio sorprende la repetición de

ciertos giros y la descripción de los aspectos emotivos. 4) Finalmente, todo el relato se

concentra en la comprensión de la R. de Jesús a la luz del A.T. y de la praxis de la

naciente iglesia: el partir el pan y la predicación de los Once en Jerusalén. Asimismo

abundan elementos retóricos: la disposición dramática capta la atención del lector, que

se identifica enseguida con los discípulos de Emaús. De este modo el narrador le mueve

a confiar en el testimonio apostólico del mensaje pascual.

La perícopa siguiente (vv. 36-53) presupone el mismo círculo de discípulos, en medio

de los cuales se presenta Jesús con el saludo de paz. Pero no se describe cómo aparece

ni su aspecto; sólo se indica la impresión de miedo que causa en los discípulos, que lo

toman por un espíritu irreal. Por eso Jesús les incita a tocarle y a reconocer, las señales

de su pasión (¡no su rostro!). No se especifica si realmente llegaron a tocarle, sino que

ante la incredulidad de los discípulos, Jesús pide algo de comer. Tampoco se dice si esta

vez creyeron al ver a Jesús comiendo. Entonces el narrador centra el relato en las

palabras de Jesús (44-49), que: 1) les recuerda cómo les instruyó sobre la necesidad de

que se cumpliera lo anunciado por la Ley, los Profetas y los Salmos; 2) resume las

predicciones de la Escritura acerca de su R. y de la conversión de todos los pueblos. 3)

instituye a los discípulos como "testigos" y les ordena permanecer en Jerusalén,

prometiéndoles el don del Espíritu. En el último fragmento (50-53) el resucitado

conduce a los discípulos a Betania (no se especifica cómo ni lo que pasó en el camino),

bendice a los discípulos y asciende al cielo. Finalmente se dice que los discípulos

adoraron a Jesús y volvieron a Jerusalén con gran gozo a alabar a Dios en el templo.

Esta escena, en paralelismo con 1, 5-22, que también transcurre en el templo, concluye

el evangelio y enlaza con Hch 1, 1-3.

Como la perícopa de Emaús, también ésta parece ser un relato de ficción: no hay interés

por las coordenadas espacio-temporales (es inverosímil que los apóstoles vayan a

Betania justo después de la aparición del resucitado, que tiene lugar tras la vuelta de los

discípulos de Emaús). En cambio se resaltan las diversas emociones de los discípulos, y

es evidente la intención apologética del fragmento en contra de la objeción, según la

cual los apóstoles sólo habrían visto un fantasma. Lucas mezcla, pues, el día de pascua

con su situación

presente.

De todos estos datos, en conexión con otros relatos (Jn 20,19-29 / Hch 1, 9-11), se

deduce que no hay lugar para una especulación sobre la forma de aparición del

resucitado. El género literario nos muestra que estos relatos estaban al servicio de la

catequesis sobre la pascua: responden a las inquietudes y dudas de los primeros

cristianos, explicándoles que los discípulos no eran unos crédulos, que Jesús resucitado

no era una aparición fantasmal y que tanto el testimonio de los apóstoles como su

misión en y a partir de Jerusalén están en conexión con el A.T.

La formación de los relatos pascuales y su verdad

Historia de la redacción e historia de la tradición

Investigaciones diversas han mostrado en los últimos años la existencia de una unidad

lingüística y teológica en la obra lucana. Un ejemplo de ello es la configuración que da

Lucas al relato del sepulcro vacío (comp. con Mc 16, 1-8 y con Mt 27,62 - 28,15).

Característico de Lucas es su preferencia por las interrogaciones; el adormecimiento de

los discípulos a lo largo del camino; los motivos de la incomprensión de éstos ante la

aparición en forma corporal de Jesús; el insistente "era necesario" con el que éste

reinterpreta las escrituras y toda la historia de la salvación; la misión de los discípulos,

designados como "testigos" y reunidos en torno a Pedro en Jerusalén, a predicar el

evangelio a todos los pueblos tras la recepción de la promesa del Espíritu Santo.

El tinte lucano del texto es tan marcado que apenas se pueden apreciar restos de un

sustrato previo, escrito u oral. Indicios de éste serían tan sólo los nombres de Emaús y

Cleofás, la confesión de fe comunitaria del v. 34 (cf. 1 Co 15, 5) y acaso también el

reconocimiento del Señor con ocasión de una comida. Pero no podemos reconstruir esta

tradición prelucana, sino sólo inferir que a Lucas le pareció apropiada para consolidar y

dar mayor realce a su redacción del evangelio bajo el lema "El Señor ha resucitado

realmente".

Indudablemente la redacción definitiva que nos ha llegado contiene trazos que apuntan a

tradiciones escritas anteriores.

Los empalmes entre diversas escenas son a veces inverosímiles; a la "demostración" que

Jesús hace de su realidad corporal comiendo delante de los discípulo s no sigue la

descripción de cómo reaccionan éstos, sino las instrucciones del resucitado. Es

indiscutible que Lucas ha recogido de los apóstoles la tradición según la cual el

resucitado se les apareció con forma real (cf. Jn 20, 25-27), el leimotiv del "según las

Escrituras" (cf. 1 Co 15, 4) y el tema del envío de los apóstoles (cf. Ga 1, 16; 1 Co 15,

810). Se discute si el doble relato de la ascensión que presenta Lucas es creación suya o

lo recogió de la tradición. En todo caso con esa narración muestra que reconoce la

diferencia fundamental que la primitiva iglesia sostenía entre las apariciones pascuales

del resucitado y las experiencias posteriores a su ascensión.

Valor histórico de la tradición prelucana y verdad de la redacción de Lucas

Sin lugar a dudas los apóstoles tuvieron experiencias singulares en los días posteriores a

la R. de Jesús. Los testimonios más antiguos hablan de una "revelación" (Ga 1,16 / Mt

16,17 / Lc 10,22) o "aparición" (1 Co 15,5-8 / Lc 24,34). Pablo expresa su experiencia

de Damasco con términos como "ver" (1 Co 9,1) o "conocer" (Flp 3,8). Estas

expresiones no son nuevas: ya se encuentran en el A.T. Pero así como en éste el empleo

del término "teofanía" o "revelación" no siempre denota lo mismo, no podemos sin más

poner las experiencias de los discípulos al mismo nivel que las de los profetas o

videntes del A.T. El contexto nos obliga más bien a interpretar sus expresiones como

testimonios de un conocimiento de Cristo que les ha sido gratuitamente dado, o de un

encuentro con el crucificado que vive y actúa de modo nuevo.

Desde la perspectiva de la moderna psicología estas apariciones pueden ser

interpretadas como vivencias puramente "subjetivas". Pero este adjetivo no disminuye

para nada la realidad de estas experiencias; para quienes las tuvieron eran

completamente reales y transformaron por completo su juicio acerca del crucificado. La

realidad que las fundamenta no puede ser inferida de los términos "aparición" o

"revelación", sino que se "experimenta" en el contexto de la predicación y actuación de

sus testigos que apelan, como fundamento de credibilidad de sus afirmaciones, a la

concordancia de su experiencia con las de otros testigos y con las Escrituras.

El conocimiento que podamos tener de la R. de Jesús, dada la condición metahistórica y

metamundana de su realidad, se diferencia esencialmente no sólo de cualquier saber

científico, sino también de experiencias interhumanas que escapan a la objetivación (p.

Ej. el amor). Los apóstoles no podían sino recurrir al lenguaje de su época para expresar

una experiencia que lo trascendía por completo. Especialmente utilizan el lenguaje del

A.T., con sus narraciones de vocaciones proféticas, teofanías antropomórficas y

apocalipsis. Pablo presenta en Ga 1,16 su experiencia según el esque ma de "vocación

profética" y utiliza el término "Hijo" con las connotaciones de Dn 7,13. También el

conocimiento prepascual de Jesús, de su doctrina y milagros, de la última cena y de la

pasión, influyó decisivamente en la configuración de los relatos pascuales. Indicios de

ello encontramos en el mandato misional, la referencia a las señales de la pasión y la

conexión entre reconocimiento del Señor y comida en común.

En una mentalidad como la de la época, la experiencia que los apóstoles querían

transmitir con este lenguaje podía parecer fácilmente a quienes no participaban de ella

un caso más entre otros fenómenos "extraordinarios". La argumentación de Lc 24, 36-

43 va dirigida contra el reproche, generalizado en Jerusalén y fuera de allí, de que los

discípulos sólo habían visto un "espíritu". Expresiones como "cuando partió el pan" o

"lo comió ante sus ojos", utilizadas para defender la "realidad" de la R. fueron más tarde

ampliadas y transformadas bajo el influjo de otras imágenes (cf. la ampliación de Lc 24,

39 en Ignat., ad Smyrn. 3,2s).

Nuestra mentalidad actual ha de situarse en una perspectiva hermenéutica; para

convencer a alguien de la verdad de una afirmación basta con que mi argumento caiga

en su horizonte de comprensión. Por ejemplo, la versión que da Lucas del salmo 16,10 a

propósito de la predicación de Pedro el día de Pentecostés ("pues no abandonarás mi

alma al Hades, ni dejarás a tu santo experimentar la corrupción") es perfectamente

aceptable para un griego como prueba escriturística de la R. de Jesús, en tanto que para

un judío o para un exegeta cristiano no tiene fuerza probativa. Igualmente las

afirmaciones sobre la tumba vacía fueron en el pasado aceptadas como prueba

irrefutable de la R., mientras que hoy la exégesis muestra que dicha interpretación no

hace justicia al texto. Así pues, cuando se trate de aportar pruebas o testimonios,

siempre se ha de distinguir entre "lo que" se quiere demostrar y "cómo" se lleva a cabo

la demostración.

Los evangelios fueron escritos dentro de una mentalidad en la que comúnmente no se

contraargumentaba con silogismos, pues estos sólo convencen al entendimiento, sino

con narraciones que se dirigen a la totalidad de la persona. Un gráfico ejemplo es la

descripción mateana del acontecimiento pascual (27,62 - 28,15).

Lucas es hijo de su época cuando, para convencer a Teófilo de la autenticidad y verdad

absoluta de la enseñanza eclesial sobre la R. de Jesús, no se remite a la simple

descripción de hechos neutros, sino a lo que los discípulos experimentaron el día de

pascua y a su predicación sobre la vida, muerte y R. de Jesús como cumplimiento de las

promesas. Los relatos pascuales bien podrían llamarse "historias sobre la historia",

testimonio de la experiencia histórica de la pascua en forma de historias.

Para una comprensión actual de la resurrección

Ya tempranamente los textos de Lc sobre la R. fueron sometidos a interpretación literal

(introducción de la fiesta de la Ascensión en el s. III, intentos de localizar exactamente

Emaús, de armonizar los datos de Lc con los de Mt...). Mas en general durante los

primeros siglos los datos bíblicos no fueron comprendidos en sentido "histórico", como

muestra la libertad de los hagiógrafos en su uso de tradiciones antiguas y el propio

hecho de la agrupación de versiones tan dispares de la "buena nueva" en un único canon

bíblico. Sólo la irrupción de la cosmovisión historicista de la modernidad ha provocado

el problema de la "verdad objetiva" de las Escrituras. Ciertamente nosotros ya no

podemos acercarnos a los evangelios desde una perspectiva acrítica. Pero hemos de

superar el abordaje `crítico", que al fin y al cabo es sólo un aspecto de nuestra visión del

mundo y de la historia, para recobrar una "ingenuidad de segundo grado".

Reconociendo la especificidad de los géneros literarios de la biblia y los límites de la

ciencia, que nada puede demostrar ni a favor ni en contra de la R., se nos abre el acceso

a la verdad de ésta en la escucha atenta del mensaje evangélico, cuyo lugar es la

asamblea eclesial, en orden a introducirnos cada vez más en la vida de la iglesia y

conformar con ella nuestra propia vida. Para ello ofrecemos a continuación algunas

sugerencias.

1. En los discípulos de Emaús debemos reconocernos a nosotros mismos, con nuestras

esperanzas y decepciones. Como ellos, estamos ciegos y no vemos a Jesús que camina

con nosotros y nos pide que le confiemos nuestras penas, pero también lo que sabemos

por otros hombres que creen en El y ante los cuales permanecemos escépticos: creemos

poder hacernos un juicio exacto y personal de todo. Jesús entonces nos reprocha nuestra

dureza de corazón, nos remite a la totalidad de la biblia, que anuncia el amor de Dios y

su poder sobre la muerte, la salvación que ha concedido a los hombres. Asimismo,

somos nosotros esos discípulos que piden a Jesús que se quede con ellos y que le

reconocen en el partir el pan de la eucaristía. El nos libera para la fe en él y nos impulsa

al anuncio gozoso de nuestra propia experiencia de fe, en conexión con la confesión de

la comunidad eclesial entera.

2. Como ocurría en tiempos del evangelista, nuestra fe se ve impugnada. El Señor

entonces nos anima a contemplar las señales de su pasión y meditar sobre su misión

salvífica, sobre su vida, muerte y resurrección. Aunque nos cueste creer y la

participación en la eucaristía no nos proporcione una fe tan firme como quisiéramos,

ello no debe desanimarnos. Si escuchamos la palabra de Jesús, él nos enseñará no sólo

el sentido de las Escrituras, sino el de nuestra propia vida, y nos enviará como testigos

suyos al mundo, para que la salvación llegue a toda la humanidad. Su presencia directa

entre nosotros ya no es experimentable, pero él se nos da a conocer en el nuevo templo,

la iglesia. Cada encuentro con Cristo resucitado nos ha de llevar, como a los discípulos,

a adorar al Señor (Flp 2,11) y alabar a Dios en el nuevo Israel.

Tradujo y condensó: MARIA JOSE DE TORRES

 

ADOLPHE GESCHÉ

LA AGONÍA DE LA RESURRECCIÓN O EL

DESCENSO A LOS INFIERNOS

El lenguaje teológico echa mano de todos los medios expresivos -conceptuales o

simbólicos- a su alcance para balbucear lo indecible. Por esto se ayuda tanto de los

conceptos cortados a pico del pensamiento filosófico como de las imágenes de

contornos indefinidos de los poetas. Pero hay teólogos que, sin abandonar el rigor del

lenguaje conceptual, apuestan por la imagen del poeta, por la paradoja atrevida del

literato y osan abordar las cuestiones teológicas por el reverso, como quien se propone

observar la luna por su cara oculta. Uno de esos teólogos es, sin duda, Adolphe

Gesché, el cual nos tiene acostumbrados a planteamientos paradójicos y sorprendentes.

Es lo difícil, lo arduo, lo aparentemente oscuro, lo que ilumina lo presuntamente fácil y

claro. Así, en el presente artículo, el motivo temático del "descenso a los infiernos", que

recitamos (¿mecánicamente?) en el credo y que a nadie se le antoja ni fácil ni diáfano,

sirve para arrojar luz sobre el acontecimiento central de nuestra fe: la muerte y

resurrección de Jesucristo.

L’agonie de la Résurrection ou la Descente aux Enfers, Revue Théologique de Louvain

25 (1994) 5-29.

Hablar de la resurrección de Jesús apelando al tema del descenso a los infiernos es optar

por el planteamiento más difícil y problemático, expuesto como está a la ingenuidad

cosmológica y al peligro de caer en la mitología.

Hay enfoques más racionales: el histórico, el antropológico, el lingüístico, el

escatológico. Y vocablos más conceptuales: despertar, vida, exaltación... ¿A qué viene,

pues, un planteamiento tan paradójico en un tema ya de sí difícil y delicado? Justamente

porque el lenguaje cosmológico y el discurso mitológico posee capacidades de las que

la pura razón carece. Pese al riesgo de deriva gnóstica, el lenguaje cosmológico permite

un despliegue que el discurso abstracto ignora. Los Padres griegos lo comprendieron así

cuando, en cristología y soteriología, echaron mano de las representaciones cósmicas.

Y, para la hermenéutica actual, el discurso mitológico, pese a sus riesgos, resulta más

rico que el de la pura razón. Entra en juego aquí la famosa "distancia hermenéutica" que

permite recurrir a un esquema culturalmente alejado.

A propósito del pecado original reconocía ya Kant a las "representaciones religiosas"

una fuerza que no posee la expresión filosófica del "mal radical". "No existe para

nosotros -afirma Kant- una razón que nos haga comprender de dónde nos podría venir,

de entrada, el mal moral. Es ese algo incomprensible lo que la Escritura expresa". La

razón no puede traducirlo en palabras, pero, "por lo que se refiere al sentido, la

representación no resulta menos exacta filosóficamente".

Y ¿cómo no citar aquí un texto sobrecogedor de Schelling precisamente sobre el

descenso a los infiernos? "Palabras oscuras -dice Schelling- de los Padres de la antigua

Alianza que hablan de un lugar de ocultamiento, simple sombra de vida, bajo tierra,

donde todo reposa, y del infierno como de un poder que custodia y no se deja arrebatar

su presa, aunque de vez en cuando penetre un rayo de esperanza, un cantar que dice que

el justo no quedará allí: palabras que no cabe considerarlas todas como fábulas, si es que

nos queda todavía una pizca de respeto para las antiguas tradicio nes"

A la vista de estos dos testimonios se nos antoja que nada nos impide lanzarnos a una

conquista especulativa que más allá de lo ilustrativo alcanzaría el plano conceptual. En

teología sabemos por experiencia que, cuanto mayor es el envoltorio mitológico de un

dato de fe (caso del pecado original), más importante, pero también más difícil, es el

tema. Y por esto ha habido que apelar -inconscientemente- a recursos distintos de las

abstracciones comunes.

La hipótesis del esquema bajada-subida de los infiernos puede reservarnos sorpresas

que -paradójicamente- apuntan a una mejor comprensión de la resurrección que nos

permita superar algunas dificultades clásicas.

Por lo demás, las fuentes de nuestra fe hablan del descenso a los infiernos. Cuando dos

famosos filósofos actúan de una forma tan distinta, sería poco sensato y poco teológico

no reflexionar en el significado de un lenguaje tan íntimamente ligado a nuestra

tradición de la resurrección.

I. EL HECHO DE ESTA TRADICIÓN

Prácticamente todos los credos antiguos, todas las liturgias bautismales y eucarísticas,

tanto orientales como occidentales, mencionan el descenso a los infiernos como parte

integrante de la gesta pascual. Pero vamos a referirnos aquí al texto teológicamente más

argumentado, el del discurso de Pedro en Pentecostés, que sintetiza la fe esencial en

Cristo resucitado y la conversión que ella entraña.

"Este hombre (que) habéis entregado y quitado de en medio haciéndolo crucificar, Dios

lo ha resucitado rompiendo las ataduras de la muerte" (según algunos manuscritos: del

hades o lugar de los muertos), "pues no era posible que la muerte le retuviera bajo su

dominio" (Hch 2, 23-24).

La "muerte" de que se habla responde a la concepción de la permanencia entre los

muertos vivida como una cautividad ("ataduras"), donde reina un poder que domina. La

cita del salmo 15, 8-11, que viene a continuación, lo confirma: "Porque no me

abandonarás en la morada de los muertos (hades) ni dejarás a tu fiel conocer la

descomposición (diaphthorá)" (Hch 2,27). La cita está tomada de la versión de los

Setenta, en la que diaphthorá responde a un término hebreo que significa más bien

"fosa" que "descomposición". Nos encontramos, pues, de nuevo en el lugar de los

muertos.

En el discurso se subraya a continuación la diferencia entre la muerte de Jesús y la de

David. Este también "murió y lo enterraron". En cambió, Jesús "no fue abandonado en

la morada de los muertos" (hades). "Dios lo resucitó" y así "fue exaltado a la diestra de

Dios", lo que no le sucedió a David, "que no subió a los cielos" (Hch 2, 29-35).

Importa recalcar en ese texto la secuencia de los lugares que forman el escenario de la

resurrección: 1) tierra (crucifixión, entierro) 2) infiernos (bajada, permanencia de "tres

días"); 3) cielo (subida de los infiernos el tercer día, resurrección y exaltación, en este

preciso momento, a la derecha del Padre). Cabe advertir que no se menciona la tumba

vacía (aunque tampoco se excluye); que la resurrección no se presenta como un salida

de la tumba; que tampoco se menciona n las apariciones (que suponen una etapa de

transición en la tierra). En una palabra: no se trata de una salida de los infiernos para

volver a la tierra, sino para entrar en el cielo. El esquema es, pues: tierra/infiernos/cielo.

Ahora bien, el esquema que espontáneamente tenemos en mente es: 1) tierra

(crucifixión, colocación del cadáver en la tumba, permanencia en ella durante tres días y

-accesoriamente- una permanencia "parcial" -del alma y/o de la divinidad- en los

infiernos); 2) salida de la tumba y vuelta a la tierra (resurrección de la tumba al tercer

día, permanencia en la tierra durante cuarenta días, apariciones, sin hacer mención de

una permanencia en el cielo); 3) solamente entonces: acceso al cielo (ascensión después

de los cuarenta días). El esquema es, pues, aquí: tierra/ segundo episodio en la

tierra/cielo.

No es que esta segunda secuencia sea falsa. Pero sí que responde a una preocupación

cronológica, más "histórica" y, sin duda, más reciente (característica de los Sinópticos,

en especial de Lucas), que se superpone al esquema más teológico, más trascendente,

del discurso de Pedro. No se trata de discutir si estos dos esquemas son o no pertinentes.

De hecho, cada uno tiene sus ventajas. Lo que importa aquí es sacar a la luz del primero

-el "mitológico"- todo su contenido teológico oculto, que nos permitirá comprender

mejor toda la gesta salvífica de Cristo desde su muerte hasta la subida a la derecha del

Padre, pasando por la bajada a los infiernos y la resurrección.

II. LA TEOLOGÍA DE ESTA TRADICIÓN

Esta tradición nos permite una comprensión mucho más rica de la muerte de Jesús, de

su resurrección personal, de las apariciones y de la ascensión, y de la resurrección como

acción salvífica.

La muerte de Jesús

La muerte es, para nosotros, un fenó meno biológico e instantáneo. Sobreviene y tiene

lugar un "no se sabe qué" de orden metafísico o religioso: o la nada o el paso del alma a

la inmortalidad o la resurrección inmediata o diferida. En todo caso, aunque sea el paso

a otra cosa, se trata de un instante en el que dejamos de vivir.

Esta misma lectura la hacemos espontáneamente a propósito de Jesús: él muere en cruz

en el momento en que expira, tal como testifica legalmente el centurión. La iconografía

occidental sitúa también en la cruz el momento de la muerte.

Pero, para los hebreos, la muerte es otra cosa. Es un proceso temporal. Sí que es expirar.

Pero también (¿y sobre todo?) es entrar (y permanecer) en la morada de los muertos (el

sheol). La muerte no es el drama de un instante. Es un acontecimiento que consiste -si

cabe hablar así- en vivir la vida de los muertos. Claro que sabían perfectamente que el

cuerpo envejecía, sucumbía a la enfermedad y se descomponía en la tumba. Pero, para

ellos, la muerte no acaba aquí: el ser que somos no desaparece, se va a la morada de la

muerte a vivir una vida de "alma en pena", en un país sin retorno y sin sentido. "Señor

¿qué sentido tiene mi vida si ha de terminar en la fosa? ¿te va a dar gracias el polvo o va

proclamar tu lealtad?" (Sal 30, 10).

Es cierto que algunas tradiciones no desconocen la esperanza de que "un día" pueda

ocurrir un salvamento (véase 1 S 2,6; Os 6,2; Jb 19, 25-27; Sb 16,13). Pero ésta no es la

idea dominante. Ni deja de incluir la duración larga -eterna- viviendo en los infiernos,

cautivo de la muerte. En el fondo, el lugar en el que a uno le entierran es el infierno

(véase Lc 16,23). Morir es bajar a los infiernos.

Aplicándolo a Jesús, lo que se nos dice con este tema es que Cristo conoció la muerte, la

"verdadera" muerte, en toda su ve rdad, "durante tres días". No la vivió como una vela

que se apaga, como una lanzada, sino con todas sus consecuencias. Jesús conoció la

muerte. No se le dispensó de ella. La vivió con todos sus horrores, que no se reducen a

los dolores físicos de la cruz. El supo verdaderamente lo que significa ser hombre. No

se zafó de nada de lo que el hombre conoce a partir del pecado, ya que, por si fuera

poco, "fue hecho pecado por nosotros" (2 Co 5, 21).

A fin de cuentas, al descender a ese lugar de desolación, lejos de los hombres (no está

en la tierra) y de Dios (no está en el cielo), no hace sino seguir la lógica de la

encarnación. Así vivió hasta las últimas consecuencias, sin eludir nada de lo que es ser

hombre, la kénosis total de la encarnación. Vivió esa agonía de sentido que es la muerte

para todo hombre. "El mundo de abajo se alarma al anuncio de tu llegada. (¡Así que es

verdad! -añade Claudel-). También tú, lastimado, igual a nosotros" (Is 14, 9-10).

Incluso cuando se consideran los infiernos como pura representación, todo esto es

capital para comprender la realidad y el realismo de la muerte de Jesús. En su poesía

"Descenso de Cristo a los infiernos" el gran poeta alemán R.M. Rilke lo expresa de una

forma que produce vértigo: "Se plantó allí, sin aliento. / De pie, sin parapeto,

dominando el dolor. / Levantó los ojos, raudo, sobre Adán. / Se abismó, brilló, se perdió

en la hondura" (invirtiendo el orden de los versos). Jesús no resucitará como si no

hubiese conocido del todo la muerte. "Desde lo hondo a ti grito, Señor" (Sal 130,1) "Mi

grito sube desde lo más hondo; Señor, escucha mi voz. Si formase parte de la llanura, se

habría detenido ante la cima de la montaña y no habría penetrado de lleno en la nube"

(E. Hello) ¿No vino para esto?

Una vez más: la muerte no es un simple hecho biológico. Quedarse en la muerte en cruz

-realísima, por supuesto- ha podido poner el acento en el dolor y la emotividad y

generar así una teología soteriológica exagerada, en la que el dolor físico se presta a ser

considerado salvífico por sí mismo. La "simple" compasión afectiva por el Cristo

moribundo no basta. Se trata de un drama que posee las dimensiones del destino (de la

vida: la suya y la de los demás). "En fila con todos los muertos, codo con codo con las

hileras de pueblo horizontal, durante treinta horas, los despojos del que queda libre con

los muertos ha participado de nuestro cementerio, ha homologado nuestro silo"

(Claudel).

Se valora, pues, mejor el drama de la muerte de Jesús. Y se adivina lo que esto ha de

significar para comprender mejor la resurrección. Pues, en realidad, es de ese estado, de

ese lugar en el que la muerte ejerce su poder, de donde Jesús va a ser "despertado". Es

acaso algo distinto, algo más que salir de la tumba, lo cual, en el fondo, no sería sino su

consecuencia empírica: "ved, ya no está aquí" (véase Mt 28,6). Y que, encima, no se

vivió como un descubrir a Jesús. Sí que unas mujeres les asustaron -se lamentan los

discípulos de Emaús-, pero lo que es a él, no le vieron (Lc 24,24).

La resurrección personal de Jesús

¿Qué es lo que dicen nuestros textos? Que Jesús resucita de ese estado: resucitó de

entre los muertos. O sea: salió de la morada de los muertos. No se dice (tampoco se

niega) que resucite de la tumba. El Evangelio habla sólo de la tumba hallada vacía. Si la

piedra estaba corrida no era para que Jesús saliese, sino para que las mujeres y luego los

discípulos entrasen (Lc 24,3; Jn 20, 3-9).

Cristo, pues, resucita: sale de la morada de los muertos, o sea, de la auténtica muerte. La

iconografía oriental lo ha entendido perfectamente. Representa a Cristo saliendo y

subiendo del abismo que se abre entre peñas que representan la puerta de los infiernos y

no la entrada de la tumba. Los dos temas -salida de la tumba y subida del abismopueden

estar imbricados. Pero el segundo prevalece: la anábasis (subida) es una

auténtica anástasis (resurrección). En cambio, el hecho de que el mismo vocablo griego

mnemeîon signifique a la vez "tumba" y "recuerdo" ¿no es una invitación a dejar la

tumba en el rincón de los recuerdos?

Jesús sale victorioso de los infiernos. Y ésa sí que es su resurrección: salir de los

infiernos a donde ha ido a vivir su muerte -a beberla hasta las heces- y de donde resurge

vivo para la vida eterna. Es en esa permanencia ahí (y no simplemente en la tumba) y en

ese combate (y no simplemente en la cruz) donde ha vencido la muerte. La ha vencido

en su propio terreno.

A nadie se le escapa la importancia de esa temática. La resurrección adquiere así una

densidad mucho mayor. No corre el riesgo de aparecer como algo puramente

"milagroso" (en mal sentido), como cuando se habla de resurrección de la tumba. Ni hay

peligro de confundirla con la "reviviscencia", que no propiamente "resurrección", de

Lázaro. La resurrección es resurrección-de- los- infiernos: el Señor pasa de los infiernos

al cielo (como en el primer esquema). No es tanto el paso de la tumba a la tierra, sino el

paso "de este mundo al Padre" (Jn 13,1).

La resurrección es un acto de Dios que arranca a Cristo (o un acto de Cristo

arrancándose) de la muerte "total" ("metafísica", "teológica": poco importa cómo se la

llame), de la verdadera muerte, no de la simple muerte biológica, material, a riesgo de

que la resurrección se entienda también únicamente como biológica. Cristo resucita a la

verdadera vida (zôe, y no bíos). La victoria de Jesús es sobre la muerte que hace perder

la vida.

Además, al no ser la resurrección una simple reanimación personal, aparece totalmente

como es: una victoria contra la muerte y no simplemente contra una muerte. La muerte

es vencida en su propio terreno. No se trata simplemente de un muerto, sino de "uno

entre los muertos" que sale de la muerte, del ámbito en el que ella ejerce su poder. No

es un simple episodio, sino un acontecimiento. Ahí está el nervio de la cuestión: con la

resurrección de Jesús ha sido vencida no simplemente su muerte, sino la muerte.

Los cuarenta días

Aunque esto pertenezca a otra tradición (segundo esquema) ¿qué es de los cuarenta días

y de las apariciones en la tierra? ¿con esto no se nos sugiere que Jesús, al abandonar los

infiernos, pasó algún tiempo en la tierra antes de pasar al cielo? Vayamos paso a paso.

1. Por importantes que sean las apariciones, la resurrección no se identifica con ellas. Se

trata de realidades muy distintas. Las apariciones no constituyen la resurrección: son su

mediación -signos y testimonios-, pero no su contenido. La resurrección no es una

vuelta - maravillosa- de Jesús a la tierra.

2. No por eso se niegan las apariciones. Por el contrario, se convierten en lo que son: la

manifestación de alguien que está en el cielo y no de alguien que se encuentra en algún

lugar de la tierra. De repente se esfuman algunas preguntas tontas (¿dónde se escondía

Jesús entre aparición y aparición?). Pero, sobre todo, las apariciones recuperan su

verdadero sentido: son teofánicas, o sea, que van del cielo a la tierra. De paso nos

permiten comprender que Esteban y Pablo puedan hablar de apariciones del Resucitado

incluso después del período privilegiado de las apariciones. Cierto que las apariciones

poseen un carácter particular (signo, testimonio, afianzamiento de la fe, instrucciones a

los apóstoles, envío a la misión) que es propio de estos cuarenta días. Pero las

apariciones, aun teniendo un punto de apoyo empírico, son teofanías, manifestaciones

"celestes", revelación de la presencia de Dios en Cristo devenido Señor (véase Hch

10,40). No es un Jesús redivivo, sino un Jesús resucitado el que se aparece.

No se trata, pues, de negar los cuarenta días. Sí que hubo, durante un período

determinado, esas manifestaciones excepcionales del Señor que venía del cielo y

compartía en la tierra la intimidad de los creyentes y de los apóstoles para iniciarles en

su resurrección y en lo que ella significaba. Pero estos días privilegiados no constituyen

una especie de "tregua", durante la cual Jesús residiría (?) como entre cielo y tierra (!).

El que se aparece no es un Jesús que está en la tierra, sino un Jesús resucitado que viene

de junto al Padre ¿Quién habla de apariciones de Lázaro?

3. Pero entonces ¿qué decir de la ascensión? Si Jesús se encuentra ya en el cielo ¿no se

negaría la ascensión, que parece suponer que es justamente después de una permanencia

en la tierra cuando alcanza Jesús finalmente el cielo? No es eso. Pues, en realidad, la

ascensión constituye con toda propiedad, la última aparición y el final de las

apariciones. Los testigos no se beneficiarán ya más de esas manifestaciones

excepcionales: desapareció de sus ojos y en adelante no le vieron más (véase Hch 1,9).

La ascensión es, pues, la última "subida" al cielo, igual que la que había tras cada

aparición. Pero ésta fue la última, ni más ni menos prodigiosa que las otras.

En el esquema espontáneo (el segundo) -el de los Sinópticos y sobre todo de Lucas- la

ascensión viene a ser el momento único en que el Señor "sube al cielo". Se trata de un

esquema más "cronológico", pero que no se impone a la fe. La mayor parte de los

credos y los textos citados consideran que la subida al cielo se realiza mucho antes de la

ascensión. ¿En qué consiste entonces el carácter excepcional de la ascensión? En que es

en esta última aparición en la que Jesús confía definitiva y solemnemente a sus

apóstoles su misión de Iglesia, que les será confirmada en Pentecostés.

Empeñarnos en los días y en la duración concreta sería olvidar que no estamos ante un

simple reportaje periodístico. Todo ese subir y bajar no son hechos cosmológicos, sino

realidades trascendentes. Non est quaestio motus (no se trata de movimiento) afirma

rotundamente santo Tomás a propósito de la ascensión. Y si, a pesar de todo, se habla

de días -tres y cuarenta- es porque Dios respeta nuestro tiempo. Ahí está el aspecto

importante de esa cronología: ni creación ni salvación fue cosa de un día. Pero en uno y

otro caso los números no cuentan. Por otra parte, la existencia de distintos esquemas,

refractarios a todo concordismo historicista, nos invita a reparar en el contenido: Jesús

experimentó la muerte, la venció, pasó al Padre, se hizo reconocer por los apóstoles y

sólo entonces dio por concluida la obra comenzada. Todo esto -permítasenos la

expresión- exige tiempo, dado que se trata de un Dios que respeta al hombre en la

lentitud de su temporalidad y no de un Dios que le visitaría en una eternidad

incandescente.

Esto es, pues, lo esencial de las apariciones: son la continuación, con otro estilo, de la

enseñanza del Señor a sus apóstoles y su envío en misión, y constituyen otros tantos

testimonios destinados a revelar la resurrección. Cierto, en una determinada lógica

teológica "habría bastado" con "una voz del cielo" (como en el Jordán) o simplemente

con un anuncio como el de los ángeles "hermeneutas", que interpretan el hecho de la

tumba vacía. Pero no se puede negar que, de hecho, las apariciones fueron las

mediaciones por las que Jesús se hizo conocer como resucitado y viviendo la verdadera

vida. Dejando esto a salvo, ni los apóstoles ni nosotros tenemos por qué atribuir un peso

excesivo, y a veces exclusivo, a ese carácter testimonial. La historia de la teología

muestra que la insistencia apologética en las apariciones acaba ocupando todo el

"imaginario", a costa de otros aspectos. Non sunt probationes, sed signa (no son

pruebas, sino signos) afirmará una vez más magistralmente santo Tomás.

En definitiva: se trata de apariciones del que no está ya en los infiernos (en la muerte),

sino a la derecha de Dios. Él no es uno redivivo o un fantasma que se aparece (véase Mt

14,26), sino ho erchómenos, el esperado, el que tenía que venir (Mt 11,3), el que viene

(Ap 1,7). Esta es la resurrección y no un simple retorno a la tierra. Y su anuncio es ya

saludable. Y lo es más si se llega a captar cómo y por qué nos salva.

La resurrección, acto salvífico

Todos nuestros textos afirman que lo acontecido con Jesús no concierne únicamente a

su destino personal. Si él resucita es "para nuestra rehabilitación" (Rm 4,25). El

pensamiento occidental no percibe tan bien el carácter soteriológico de la resurrección

como el de la pasión y de la cruz. Una vez más el tema del descenso a los infiernos va a

contribuir a que comprendamos la resurrección como un acto específico de salvación.

En su conjunto, la tradición ve como tres momentos en el descenso a los infiernos. Se

trata de momentos salvíficos. No los convirtamos en cronológicos.

1. Un combate contra el demonio. La tradición oriental ha conservado fielmente este

aspecto que nuestro occidente tiende a racionalizar más a base de abstracciones (lucha

contra el mal, el pecado, la muerte). No es el momento de plantearnos la cuestión de la

personalidad demoníaca. Lo que sí importa es captar el significado de ese descenso a los

infiernos.

¿Y qué nos dice? Que después de su muerte en cruz, Cristo prosigue, en el último

reducto del mal (del Maligno), la lucha contra el pecado, el mal y la muerte, entablada a

partir de la encarnación. Pero este combate no ha terminado. Todavía falta un último

combate en el propio campo del adversario -los infiernos- donde él domina casi sin

resistencia, "en su casa" -la del Maligno, encarnación misma del mal radical (véase Hb

2,14)-. Es la obra de la encarnación y de la redención la que sigue adelante.

Esta dramatización tiene la ventaja de subrayar una vez más que Cristo experimentó

verdaderamente la muerte. Pero, sobre todo, la de mostrar que el pecado no depende de

una situación simplemente moral (en este sentido: "terrestre", o sea, que se refiere a las

solas relaciones entre los hombres). En este caso la salvación podría quedar asegurada

por un simple esfuerzo moral. La situación reviste una gravedad mucho mayor: por el

pecado el hombre ha errado su destino. Ha perdido el acceso a (el árbol de) la vida. El

drama del pecado consiste en un error de destino, no de simple moral.

En esa "demonización" del descenso a los infiernos se trata de significar que su combate

va hasta las raíces "ontológicas" del mal y no parará hasta lograr la victoria contra el

que impide el acceso a la vida (significada por el segundo árbol), que constituye el

destino del hombre. Ese combate contra el que tiene secuestrada la vida ha de abrir de

nuevo el acceso a la vida.

¿No aparece así mejor el aspecto soteriológico de la resurrección? No olvidemos que es

de los infiernos de donde Jesús resucita. La resurrección se realiza, pues, al término de

un combate. No se trata de un prodigio, sino de una victoria. Y es aquí de nuevo Pedro

quien lo ha expresado de una forma sorprendente.

2. La predicación a los cautivos. "Cristo murió por los pecados una vez por todas -el

inocente por los culpables-, para llevarnos a Dios; muerto en su carne, vivificado por el

Espíritu. Es así como fue a predicar a los espíritus encarcelados, a los rebeldes de

antaño, cuando, en los días de Noé, la paciencia de Dios persistía en su empeño..." (1 P

3, 18-21; véase también 4, 6).

La tradición occidental, esta vez plenamente de acuerdo con la oriental, se mantuvo fiel

a esa visión de las cosas. El Señor va a anunciar la buena noticia también a los que no le

conocieron en tierras de Judea y Galilea. Sólo entonces la evangelización se completa.

"El que le preguntó a Adán (en el paraíso) dónde estaba, bajó al sheol y lo encontró. Lo

llamó y le dijo: He bajado a por ti para llevarte a tu herencia" (San Efrén, Lit. pascual

siríaca).

El tema del descenso a los infiernos permite universalizar la obra de salvación. Y

advirtamos que la predicación a los cautivos se dirige también a los pecadores ("los

rebeldes" -dice Pedro-), lo cual acentúa el carácter salvífico del descenso. En el fondo,

es en los infiernos donde se manifiesta la victoria de la resurrección. "El Señor se

durmió y el mundo entero despertó" (C hromatius de Aquilea).

3. La salida victoriosa. Ahora vamos a abordar el carácter resurreccional del descenso a

los infiernos, que en adelante deberíamos llamar "subida" de los infiernos.

Tras permanecer en los infiernos (combate contra el príncipe del mal, predicación a los

muertos), entonces sale Cristo de los infiernos -auténtico éxodo- y finalmente resucita.

Ya vimos que, a nivel personal, la resurrección de Jesús era resurrección de los infiernos

(lugar donde uno conocía verdaderamente la muerte). Los dos puntos que acabamos de

explicar nos permiten ahora abordarla a nivel soteriológico. La salida de los infiernos es

una victoria contra el mal que tiene cautivos a los hombres. "Al subir a lo alto, llevó

consigo cautiva la cautividad" (Ef 4,8). En esta línea, vale la pena notar que,

originariamente, la triple inmersión (no digo la triple invocación) bautismal se refería,

no a la Trinidad, sino a los tres días de sepultura en la muerte. El bautismo cristiano es

una inmersión en la muerte de Cristo (Rm 6,3) y una subida victoriosa con él.

Los iconos orientales representan a Jesús cogiendo del brazo a Adán y Eva, y

sacándolos de los infiernos. La resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, su

resurrección y la de los demás. No se trata sólo de un triunfo personal, sino de una

victoria que arrastra consigo a las víctimas del cautiverio. Al resucitar, Cristo es, al

mismo tiempo, "resucitado" y "resucitante".

La resurrección es también, como la cruz, un combate y una victoria sobre el mal. La

resurrección es también agónica (un combate). No lo fue sólo la pasión y la cruz. Hay

que haber visto la salida de los infiernos de la pequeña iglesia bizantina San -Salvador -

in - Chôra en Istanbul, para comprender ese carácter de lucha y de victoria "difícil" de

la resurrección: es con "esfuerzo", fatigosamente, que Cristo arranca literalmente los

primeros padres del infierno. Este carácter de victoria que "exige esfuerzo" se pone de

relieve por el hecho de que Cristo agarra a Adán y Eva por la muñeca, -según afirman

los iconólogos- para que no corran el riesgo de deslizarse, si se les sostenía sólo por la

mano. La resurrección no fue "asunto de poca monta". El tema de la "derecha del Padre,

necesaria para sacarle, y del poder del Espíritu, que le hizo entonces Señor, sugieren una

salida de los infiernos "fatigosa", también para Cristo. "¿Hemos de ver en las palabras

que relatan la victoria lograda por Cristo sobre el antiguo reino de la muerte formas de

hablar muy generales, desprovistas de sentido? Yo creo más bien esto: la muerte se

había convertido en un poder" (Schelling).

Gracias, pues, a esa temática de los infiernos, la salvación encuentra en la resurrección

la expresión de su realización. ¿No se comprende mejor así que la resurrección es parte

integrante (no simplemente culminación) de la obra de salvación? Si Cristo hubiese

"renunciado" a los infiernos (con lo que no hubiese llevado hasta el extremo su kénosis),

si simplemente hubiese resucitado, sin más, no habría que decir que faltaba algo? Al

menos a nuestro imaginario ¿no le hubiera faltado un soporte indispensable para

concebir la resurrección como lucha victoriosa y como salvación? Por lo demás, no se

trata sólo de imaginario: la resurrección fue rigurosamente esa victoria sobre la muerte,

de la que Adán y Eva fue ron los primeros beneficiarios. Es en los infiernos donde Jesús

vivió la agonía de la resurrección, como en Getsemaní vivió la de la pasión y en la cruz

la de su muerte.

El destino personal de Jesús y la salvación de los salvados coinciden. ¿No "era

necesario" que Cristo fuese -él mismo- salvado de los infiernos (véase Hch 2,24), para

que él pudiese salvar a los demás? De un golpe, sale -él- y saca -a los demás- de los

infiernos. La resurrección fue un combate en este sentido: una agonía (sentido originario

del término griego), una victoria "costosa". Uno piensa en el tema de los dolores de

parto, que se asocia al de la vida y al del cosmos en espera de la resurrección de los

hombres (véase Rm 8, 1924). Una resurrección presentada como la continuación

demasiado inmediata, demasiado "fácil", de la cruz, ¿no llega incluso a contradecir el

carácter oneroso de la misma cruz?

Hablar de agonía de la resurrección se nos ha podido antojar, de entrada, inadecuado.

Tras la opresión de la pasión y de la cruz, con ganas de acabar con todo aquello, nos

apresuramos a revestirlo de su aspecto de victoria y gloria. Cierto que, tanto para Jesús

como para los salvados, la resurrección posee un acento de alegría y liberación

inexpresable. Pero esto no impide el que sea un combate contra el mal, como lo son la

pasión y la cruz. A Miguel Unamuno "el hombre le parecía impensable sin la referencia

a lo divino, pero lo divino también, sin referencia de otro orden a la existencia agónica

del hombre". El sábado santo es tan santo como el viernes. Si san Juan habla de la gloria

de la cruz, ¿no nos podemos nosotros tomar la libertad de hablar de la agonía de la

resurrección? Una agonía no tiene sentido si no desemboca, fuera de ella misma, en una

victoria. Pero tampoco la victoria tiene sentido, si no pasa por una combate, por una

agonía.

¿No se comprende así mejor el valor soteriológico de la resurrección? Afirmar que

Jesús nos salvó por su muerte está de acuerdo con la Escritura. Pero tomado

exclusivamente, sabemos a qué peligros está exp uesto en teología de la redención.

También está de acuerdo con la Escritura afirmar que nos salva la resurrección. Pero,

además de los riesgos propios de una afirmación exclusiva, la cosa no resulta evidente

para nuestra sensibilidad. Lo mejor es afirmar que Cristo nos salvó por su muerte y por

su resurrección. Es esta afirmación la que se esfuerza por pensar la realidad en cuestión

y hacerla verdaderamente comprensible.

Una reflexión que se ejerce sobre el tema del descenso a los infiernos, asociando muerte

y resurrección en el seno de una misma agonía victoriosa, ¿no da una lectura más

apropiada de la salvación? Al no reducir la muerte a la cruz, sino extenderla a todo el

desarrollo de un drama en el tiempo y en la eternidad, ¿no permite comprender mejor

todo el significado "destinal" de la salvación de Cristo?

Para una mejor comprensión, importa recordar la especificidad de la antropología

cristiana, como antropología de destino. Entre las numerosas antropologías que ocupan

el campo del pensamiento humano -filosófica, cultural, fenomenológica, etc.-, todas

ellas válidas y, en principio, no concurrentes, está también la antropología teologal:

¿qué es el hombre según la fe cristiana? Es un ser destinado a participar un día

plenamente de la vida de Dios.

Ese destino él lo ha recibido del Padre en la creación. Pero en lo que se denomina

enigmáticamente un drama original, y que fue precisamente un error de destino, él ha

perdido el camino. La resurrección es justamente el acto del Padre por el que remodela

la creación. La diferencia entre la creación primordial y esa re-creación está en que

ahora nuestra naturaleza se convierte en resurreccional. Para Adán, esto no era

necesario. Porque él podía "sin más", escoger el árbol de la vida. Pero, fuera de eso, la

resurrección no posee una naturaleza fundamentalmente distinta de la creación. El Hijo

de Dios hace del hombre un ser resurreccional, igual que el Padre le hizo un ser

creacional.

En adelante, la resurrección pertenecerá a la capacidad teologal del hombre creado

(homo capax Dei), que queda así restituido a su vocación destinal, propuesta en la

creación y remodelada en la resurrección (homo capax resurrectionis). En última

instancia, cabría decir que es el pecado (error de destino) el que ha modificado el orden

de la creación, más que la resurrección, que no hace sino reasumir el antiguo deseo

creador para otorgárselo de nuevo al hombre. En adelante, es aceptando su naturaleza

resurreccional que el hombre encontrará el camino de su destino.

"No soy el Dios de los muertos, sino de los vivientes" (Mt 22, 32). El Hijo de ese Dios

de los vivientes es el que lleva adelante esa afirmación: "Yo soy la resurrección y la

vida" (Jn 11, 25). Al recurrir al vocabulario de la fuerza dula derecha del Padre y del

poder del Espíritu en la resurrección, la Escritura remite a todo el vocabulario de la

creación. Ha sido menester fuerza y esfuerzo ("han sido necesarios seis días") para

crear. Igualmente ("he terminado la obra" del Padre [véase Jn 14,4]) ha sido menester

fuerza y poder ("han sido necesarios tres días") para arrancar a Jesús de la muerte y para

que él arrancase de la muerte a los muertos, restableciendo así el acceso al árbol de la

vida. Por esto lo hemos llamado "la agonía de la resurrección: desde el huerto de

Getsemaní hasta el tercer día en la salida de los infiernos.

Pero ¡qué gloriosa, esa agonía!

Tradujo y condensó: Màrius Sala

 

 

LUIS M. MENDIZÁBAL S.I.

ASIMILACIÓN PROGRESIVA DEL CRISTIANO A

CRISTO RESUCITADO

La vida, espiritual como participación progresiva de la resurrección de Cristo,

Gregorianum 39 (1958), 494-524.

Jesucristo nos vino a traer, la Vida para que la tuviéramos en abundancia. Esta vida, al

venir sobre la muerte en que nos encontrábamos, constituye una verdadera resurrección,

iniciada ya ahora en el espíritu y participada progresivamente por el cuerpo.

La característica de la resurrección escatológica es la resurrección del cuerpo glorioso;

pero no de cualquier manera, sino en cuanto el cuerpo glorioso es efecto de la sumisión

al alma resucitada-gloriosa. La idea es de S. Agustín recogida y limada por Santo

Tomás: "La vida del alma es Cristo, como la vida del cuerpo es el alma". El alma tiene

plena vida cuando por ella circula plenamente, sin obstáculos, la vida comunicada por

Cristo, por medio de su resurrección, como causa eficiente y ejemplar; y el cuerpo

adquiere su plenitud de vida cuando queda plenamente sujeto al alma, sujeta ésta a

Cristo, de modo que sea Dios todo en todo. Esta misma idea puede aplicarse al cristiano

cuando resucita a nueva vida en el bautismo.

Admitiendo en la resurrección diversos grados según el mayor dominio positivo de la

Vida, tendremos que la resurrección será más o menos perfecta según la perfección de

los elementos que la constituyen, que son precisamente la sumisión del alma a Cristo

resucitado y del cuerpo al alma gloriosa.

El agobio de la carne

El primer síntoma en que se manifiesta la presencia de la vida resucitada en el hombre

es la advertencia dolorosa de la carnalidad, del peso de lo carnal. Es ya un comienzo de

liberación de la muerte. Mientras el hombre es plenamente esclavo de la carne, no cae

en la cuenta de que es esclavo de ella, por no haber aún en él un principio de vida que

constituya un elemento de rebelión contra la muerte, contra el yugo de la materia.

Cuando el hombre siente que es esclavo, ya ha comenzado a liberarse. Comienza la

guerra contra la carne, el duelo de la vida y de la muerte, que se prolongará hasta que el

espíritu sobrenaturalizado tome la plena iniciativa y se convierta en la Lex Spiritus,

dominada la Lex carnis.

La integración de la afectividad

La integración sobrenatural, lo mismo que la natural, se realiza principalmente por el

recto funcionamiento de la afectividad; tanto espiritual como psicológica y aun

orgánica, pero siempre sobrenatural.

Mientras la afectividad sobrenatural no haya sido desarrollada y confirmada en el

hombre, no puede decirse que se ha llegado a la perfecta resurrección a la vida

sobrenatural. En el orden natural no hay perfecta Integración psicológica personal

mientras una persona no siente afectivamente lo que estima rectamente y en el grado en

que lo estima. Lo mismo sucede en la invasión de la vida resucitada sobre la psicología

del hombre.

Mientras no ha llegado a esta integración personal sobrenatural, no diremos que el

hombre está muerto, pero sí que aún no se ha desarrollado plenamente su vida

sobrenatural, que los dones del Espíritu Santo dados en el bautismo para que informen

el entendimiento y la voluntad y sobre todo la afectividad formando el principio

humano-elevado de una afectividad sobrenatural, no han llegado a su debido desarrollo

integral.

Es cierto que el sentimiento interno sobrenatural no depende de la voluntad de cada uno

directamente, como tampoco depende en el orden natural. Su desarrollo una vez que

está en germen en nosotros, depende de la acción de Dios, de la purificación

sobrenatural del alma, de la oración. Pero por tratarse de un proceso normal en la vida

sobrenatural, es una gracia que Dios no niega a nadie que la pida con las debidas

disposiciones.

Esta afectividad interna sobrenatural constituye esa nueva potencia (correspondiente a la

"nueva criatura") compuesta de la afectividad humana natural informada por el alma

enriquecida con el don del Espíritu Santo. Tiene su parte también orgánica, que en nada

impide que el sentimiento resultante total sea sobrenatural. Su actuación constituye un

paso más en la gloria actual del cuerpo resucitado por el bautismo y derivada a el de la

gloria del alma.

A medida que el alma es glorificada, comunica esa gloria al cuerpo; a su vez esa gloria

del cuerpo facilita -y aumenta la, actividad sobrenatural del alma que se siente como

liberada del peso corporal. Disminuida progresivamente la fuerza de la concupiscencia -

puede quedar siempre el "angelus Satanae", el "spiritus fornicationis"- por la

espiritualización progresiva del cuerpo, los sentidos mismos son integrados en Cristo, la

mente se fija en Dios, con los ,ojos de una fe cada vez más iluminada, y la afectividad

gusta del, gozo .del -Señor, superior a todo gozo.

La vida de Cristo resucitado antes de la Ascensión, es la expresión sensible de lo que

era su vida terrena hasta su muerte en su aspecto afectivo: estaba en la tierra sin ser de la

tierra, llevaba un verdadero cuerpo de carne pero no carnal. A su semejanza, el cristiano

resucitado a la nueva vida vive con la mente en el cielo, estando en la tierra no es de la

tierra. Con el gozo fijo en el cielo donde está su cabeza, el cristiano sufre en sus

miembros de la tierra que continúan crucificados a ella precisamente porque están

invadidos de la gloria de la resurrección y siendo de carne no son carnales.

La devoción

La intensidad de esta vida se gradúa por el fervor de la devoción, entendida como un

estar siempre a punto para servir a Dios, con plena docilidad a su voluntad, de tal suerte

que ya no viva el hombre, sino que Cristo viva en el hombre.

El pleno dominio de Cristo sobre el alma y por el alma sobre el cuerpo, se manifiesta en

la docilidad suave de la devoción.

Somos cuerpo de Cristo porque nuestra vida está informada por la vida divina de Cristo

resucitado, y el miembro de Cristo se integra en una vida de devoción, ocupando el

puesto señalado por el mismo Cristo en su Iglesia.

Este vigoroso estado de fervor no significa necesariamente la supresión de toda

presencia sensible de la "carne" Jesucristo, que era él mismo la Vida, quiso participar de

nuestro cuerpo de muerte sintiendo en su cuerpo el peso de la muerte, a la que superó.

Después de nuestra resurrección en e bautismo nos hallamos ahora nosotros en las

circunstancias en que se hallaba Jesucristo en su vida mortal: nuestra vida de gracia nos

hace participantes de la vida de Dios, pero aún sentimos en nosotros el peso de lo carnal

y las penalidades - no ya para nosotros castigos- del pecado original.

La crucifixión de la carne

El vigor de la vida resucitada se muestra también en la fuerza de la crucifixión de la

carne.

La resurrección eterna de Cristo participada, establece en nosotros el duelo admirable de

la resurrección -en estado de progreso- contra la fuerza de la muerte aún no totalmente

vencida en nosotros. No entramos en la vida eterna, donde está excluida la muerte, hasta

que no se destruya nuestro cuerpo de pecado, por medio de aquella crucifixión de la que

el bautismo fue abanderado y continúa siendo sacramento eficaz; crucifixión que señala

en nosotros el triunfo de la virtud de Jesucristo resucitado, ya que morimos

gustosamente.

Hay un equilibrio entre los dos elementos: "los que son de Jesucristo tienen crucificada

su propia carne con los vicios y las pasiones" (Gal 5,24). Es una crucifixión perpetua

que nunca cesa del todo. Por eso dice S. Pablo: "proceded según el Espíritu de Dios, y

no satisfaréis los apetitos de la carne" (Gal 5,16). No dice que no sentirán los deseos

desordenados de la carne, sino que no los realizarán, porque los crucificarán vivos.

Sólo en los últimos estadios de la vida espiritual cesa en alguna manera esa crucifixión

de la carne, en cuanto cesa el carácter doloroso de ella, manteniéndose el de separación

de todo lo creado, y en cuanto parece que hasta los sentidos se alegran en Dios vivo.

Pero no cesa en modo alguno en cuanto se desahoga n las tendencias naturales, sino en

cuanto quedan sobrenaturalizados los sentidos y hasta los primeros movimientos. Pero

aún entonces queda un dolor mucho más grande que todos los dolores producidos por la

crucifixión de la carne en los estadios precedentes, y que suelen designar los autores de

espiritualidad como "nox Dei". Un amor muy puro e intenso es por sí mismo dolor.

Cuanto menos puro y menos intenso es el amor, tanto más lleva consigo dolores que no

son él mismo. Cuando el amor es suave y sensible, el dolor reside en la parte humana y

natural. Cuando el amor se purifica, es aún, más gustoso,. pero es también más

doloroso; y el dolor invade el espíritu retrayéndose tal vez de la parte humana y natural,

cuyos padecimientos son un refrigerio.

Los últimos estadios

Se habla a veces, con invocación de san Agustín y de san Juan de la Cruz, como si en la

cumbre de la resurrección gloriosa en la vida presente desapareciese la crucifixión,

entendiendo esta desaparición, al menos prácticamente, como si ya cesaran entonces los

frenos de la abnegación y de la renuncia. Aunque el fondo de la idea que quiere

expresarse sea verdadero, la expresión puede resultar ambigua.

La crucifixión nunca cesa. Como en la resurrección final no se recupera la carnalidad y

quien renuncia al placer prohibido de la carne renuncia para siempre, sin que lo goce

tampoco en la otra vida, de modo semejante en el orden actual de la resurrección

presente no existe una recuperación de la carnalidad ni siquiera en el sentido de amor

propio e independencia en el obrar. Esta se ha perdido para siempre. Ya no se recupera

la propia personalidad en el sentido de disposición independiente de sí, aun respecto de

Dios. Esa disposición independiente ha perecido para siempre puesto que Jesucristo es

Cabeza del hombre resucitado que va invadiendo progresivamente hasta las últimas

fibras del cuerpo mismo.

No es exacta la afirmación de que el hombre estará tan sometido a Dios que haciendo su

propia voluntad hará la de Dios. Son matices que pueden parecer despreciables. Pero en

realidad lo contrario es cierto: que el alma haciendo formalmente la voluntad de Dios

hará su misma voluntad, que es obedecer en todo a Dios su Vida.

Del mismo modo no gustará a Dios por el gusto de las criaturas, sino que en el uso de

las criaturas gustará de Dios mismo. Sirvámonos de un ejemplo banal: cuando vemos

sonreír a una persona, no contemplamos y gozamos primero del movimiento de los

labios y de los músculos faciales de ella para deducir de allí la belleza de su estado

interior, sino que sin detenernos reflejamente ni gozar de los movimientos de los

músculos intuimos directamente y gozamos de la sonrisa interior de aquella persona

amable. Lo mismo pasa con Dios en este estadio: el alma no se detiene en la

consideración, como reflejo, del valor y belleza de las criaturas ni en su goce, para pasar

de allí a la consideración y gozo del amor de Dios, sino que todas las criaturas se

convierten para ella como en la sonrisa de Dios que le ama, siendo más realidad para el

alma el amor y la sonrisa de Dios que la materialidad de las criaturas.

Oigámoslo con palabras de san Juan de la Cruz: "Porque echa allí de ver el alma cómo

todas las criaturas de arriba y de abajo tienen su vida y fuerza y duración en Él... Y

aunque es verdad que echa allí de ver el alma que estas cosas son distintas de Dios, en

cuanto tienen ser criado, y las ve en él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce

ser Dios en su ser con infinita eminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en su

ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios

las criaturas y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa y no la

causa por los efectos, que es conocimiento trasero y ese otro es esencial" (Llama 4,5).

El hombre ha llegado así a la plenitud de su resurrección actual.

Condensó: LUIS JUANET

 

JEAN CARMIGNAC

LAS APARICIONES DE JESÚS RESUCITADO Y EL

CALENDARIO BÍBLICO-QUMRÁNICO

El artículo siguiente presenta una nueva hipótesis sobre el difícil problema de las

apariciones de Jesús Resucitado en Jerusalén y en Galilea: gracias al uso del

calendario bíblico-qumránico, el autor cree poder zanjar la larga discusión existente

sobre el tema. Ésta es la razón por la que lo damos a conocer, sabiendo que algunos

exegetas discutirán sus presupuestos concordistas. Pero el camino de una discusión es

el que deben seguir todas las hipótesis nuevas. Por nuestra parte es honrado constatar

que el autor no ha realizado su trabajo a la ligera. Nuestro resumen es el que ha tenido

que aligerarlo eliminando multitud de citas.

Les apparitions de Jésus ressuscité et le calendarir bíblico-qumranien, Revue de

Qumrân, 7 (1971) 483-504

EL PROBLEMA

El problema de las apariciones de Jesús resucitado se complica si se admite la existencia

de apariciones en Jerusalén y en Galilea, pues parece difícil armonizarlas.

Deseo de Jesús

Es un hecho que Jesús, tras su resurrección, quería que sus discípulos retornasen a

Galilea. Así se desprende de sus palabras: "después de mi resurrección, iré delante de

vosotros a Galilea" (Mc 14, 28; Mt 26, 32) y del encargo del ángel y del mismo Jesús a

las santas mujeres de anunciar a los discípulos que les verá resucitado en Galilea (Mc

16, 7; Mt 28, 7. 10).

Son obvias las razones de esta insistencia de Jesús. Tras los últimos acontecimientos, el

ambiente en Jerusalén era muy tenso. Si los discípulos permanecían en la ciudad, se

condenaban a vivir enclaustrados por miedo a los enemigos de Jesús (Jn 20, 19. 20). Si,

por el contrario, se trasladaban a Galilea, podían reencontrar la paz, tan necesaria,

dedicándose a una actividad saludable (Jn 21, 3 ). Éste sería el lugar ideal para acabar de

desarrollar Jesús su tarea formativa, en un ambiente íntimo y tranquilo, hablando a sus

discípulos sobre el reino (Hch 1, 3). En realidad, ya en su vida pública Jesús había

retrasado más de una vez su viaje desde Galilea a Jerusalén por motivos semejantes (Jn

7, 1. 9) ; ahora, tras el drama del calvario era normal que prefiriera ver a sus discípulos

en la paz de Galilea más que en el ambiente tenso de Jerusalén.

Desobediencia de los discípulos

Lo que realmente produce extrañeza es que los discípulos, una vez convencidos de la

resurrección, no obedecieron a las órdenes reiteradas de su maestro y permanecieran en

Jerusalén retrasando ocho días su viaje hacia Galilea (según Jn 20, 26-29). Incluso,

según algunos (Reimarus, Lessing, D. F. Strauss ), esas mismas órdenes son

contradictorias, pues no tiene sentido el citar a unas personas en un lugar -Galilea- y una

fecha concretos cuando uno sabe que las va a ver pocas horas después y varias veces en

la misma Jerusalén.

Nos encontramos ante un problema. Veamos ahora las diferentes posturas que se han

tomado y se toman ante el mismo.

Intentos de solución

Para muchos exegetas, como P. Bonnard, carece de importancia el identificar, numerar

y armonizar las apariciones; lo esencial, para ellos, es que Cristo resucitado se encontró

con sus discípulos.

Algunos críticos, con D. F. Strauss, oponen las apariciones de Galilea a las de Jerusalén

como excluyentes las unas de las otras y, ante la dificultad de poder armonizarlas,

concluyen que todas son pura invención de los evangelistas ante ciertos rumores que

corrían de apariciones de Jesús resucitado.

Otros exegetas (J. Weiss, A. M. Ramsey, G. H. Boobyer) solucionan el problema

acogiéndose a la alegoría y dando al nombre "Galilea" un sentido puramente

metafórico. Para éstos, Galilea sería el símbolo de la patria, el lugar del reino de Dios, el

de la victoria y de la misión escatológico-redentora tras el fracaso desastroso de la cruz.

Esta "tradición galilea", propia de Marcos y Mateo y completamente independiente de

la de Lucas, no sería más que un producto de la imaginación creativo-teológica de las

primeras comunidades.

Otro grupo da la preferencia a las apariciones galileas y no concede verosimilitud

alguna a las jerosolimitanas. Así M. Goguel, P. Gardner-Smith y, ya anteriormente, C.

Weizsiicker. Afirman estos autores que no se trata de dos tradiciones independientes,

sino que una es la transposición de la otra. Defienden, en consecuencia, la originalidad

de la tradición galilea (Marcos) sobre la que se habría construido más tarde, la

jerosolimitana (Lucas).

Oponiéndose a los anteriores, F. C. Burkitt afirma que las únicas apariciones posibles

son, histórica y psicológicamente, las de Jerusalén, pues, dice él, no sería natural que

Pedro y el pequeño núcleo de discípulos, tras haber experimentado a Jesús resucitado en

Jerusalén se ausentaron de la ciudad por un espacio de tiempo superior a un día -téngase

en cuenta que para ir a Galilea y volver se necesitaban varios. Últimamente otro

representante de esta opinión, L. Schenke, afirma que si Marcos habla de apariciones en

Galilea lo hace como reacción contra el predominio que iba teniendo la iglesia de

Jerusalén y en apoyo de Galilea, lugar privilegiado de la predicación del Jesús histórico,

destinado a ser, según Marcos, origen de la misión de la Iglesia.

La mayoría de los comentadores no están de acuerdo con esta oposición entre las

apariciones de Jerusalén y las de Galilea, aunque tampoco las consideran todas

auténticas. E. Lohmeyer, por ejemplo, sin pronunciarse sobre la realidad histórica de

ninguna de las dos categorías de apariciones, admite dos tradiciones que reflejan dos

teologías diferentes y provienen de dos comunidades cristianas primitivas.

Unos pocos recurren a una solución desesperada: la de localizar la "Galilea" sobre el

monte de los olivos. En esta línea, siguiendo a J. Soarez (s. XVI), están J. Hardoun, R.

Hoffmann, A. Resch, J. Lepsius y K. Bornháuser. Se les oponen, entre otros, A. Meyer,

E. Mangenot y C. Kopp.

Algunos autores modernos, como X. Léon-Dufour y J. Ponthot, intentan explicar todo

invocando los procedimientos redaccionales. Dicen que las indicaciones concretas de

lugar y tiempo de las apariciones no tienen ningún valor histórico, pues la artificialidad

de las mismas demuestra que los evangelistas no pretendían escribir una biografía del

Resucitado, sino que se preocupaban por la totalidad del misterio. Dicha artificialidad

redaccional la ve Léon-Dufour en la disposición del relato de las apariciones: los

evangelistas colocan las privadas en Jerusalén; las oficiales -cfr. Marcos, Mateo y Juan

21- en Galilea, si exceptuamos Lucas y Juan 20 que sitúan estas últimas también en

Jerusalén por razones cronológicas o de otro tipo. Hay, pues, una artificialidad

redaccional.

Otros, como M. J. Lagrange, esquivan el problema. Hablan de un retraso sin

importancia y que no es de admirar.

Por el contrario, yo siento extrañeza ante dos hechos: 1) la permanencia de los

discípulos en Jerusalén hasta pasada la octava de la fiesta de los ázimos (podían haber

emprendido en seguida el viaje hacia Galilea, como Cleofás y su amigo lo hicieron

hacia Emaús) y 2) el retraso injustificado de un día en Jerusalén, una vez cumplido el

descanso del día último de la octava.

Así, pues, la dificultad está en la oposición entre la prolongación de la estancia de los

apóstoles en Jerusalén y la insistencia de Jesús en que partiesen inmediatamente hacia

Galilea. ¿Por qué desobedecieron?, ¿por qué Jesús no les reprendió, sino que incluso se

les apareció en Jerusalén a pesar de haberles dado cita en Galilea? En el fondo se trata

de la objeción de D. F. Strauss que tantas respuestas ha provocado y que no ha sido

solucionada del todo.

Solución

La oposición entre el deseo expreso de Jesús y la actuación de los apóstoles queda

resuelta si se tiene en cuenta el antiguo calendario bíblico aún en uso entre muchos en

tiempo de Cristo, como lo demuestran los descubrimientos de Qumran.

Existencia de dos calendarios

Parto de las conclusiones de A. Jaubert sobre la fecha de la santa cena y la cronología de

la pasión, basadas en la tesis del uso de dos calendarios diferentes entre los habitantes

de Palestina en tiempo de Jesucristo: uno más tradicional (lo seguían en Qumran y parte

del pueblo) y otro más oficial (lo seguían los fariseos y parte del pueblo). Mientras el

primero -de origen bíblico- era de ritmo solar, el segundo -de origen helenístico- era de

ritmo lunar. A pesar de la oficialidad de este segundo calendario, el bíblico-tradicional

estaba en uso entre quienes no caían bajo la influencia farisea y eran fieles a la

verdadera tradición bíblica -como Jesús y sus discípulos (cfr. Jn 7, 6. 14 y los relatos de

la pasión).

Cronología de la última pascua de Jesús

Siguiendo este calendario bíblico, Jesús comió en Betania el domingo 12 del primer

mes (Mc 14, 1; Jn 12, 1); celebró la pascua e instituyó la eucaristía el martes 14 al

atardecer (Me 14, 12-16); murió el viernes 17 -14 de nisan, vigilia de la pascua oficial

de los fariseos- (Jn 18, 28; 19, 14); resucitó la madrugada del domingo 19 (Lc 24, 1; Jn

20, 1); se apareció este mismo día a los discípulos de Emmaús (Lc 24, 13) y a los

discípulos sin Tomás (Jn 20, 19-25); se apareció de nuevo a los discípulos, con Tomás,

el domingo 26 (Jn 20, 26-29).

Siempre según este mismo calendario bíblico-qumránico, encontramos dos fechas

festivas y que exigían descanso: el miércoles 22, octava de pascua, último día de los

ázimos (Lv 23, 8; Nm 28, 25; Dt 16, 8) y el domingo 26 -día siguiente al sábado

posterior a la semana de los asimos- en que se celebraba, según el calendario del que

estamos tratando, la ofrenda de la primera gavilla (Lv 23, 10-12) y que también era día

de reposo. Todo esto, por supuesto, de acuerdo con la tradición bíblico-qumránica

seguida por Jesús y sus discípulos.

Plan de Jesús: reunión en Galilea

Teniendo presentes estos dos días festivos, miércoles 22 y domingo 26, nos será fácil

seguir los acontecimientos que tuvieron lugar la semana de la resurrección. Jesús sabía

que sus discípulos sólo disponían de tres días (domingo 19, lunes 20, martes 21) para

llegar a Galilea antes del miércoles 22, octava de la pascua. El espacio a recorrer entre

Jerusalén y Galilea era de unos 100 kilómetros. En tres días podían hacerlo bien; pero

no en menos, teniendo en cuenta que formaban parte del grupo algunas mujeres. Debían

partir, pues, en seguida y así lo encargó Jesús en las dos apariciones a las santas mujeres

del domingo por la mañana (Mc 16, 7 = Mt 28, 7; Mt 28, 10) : los amigos de Jesús, sin

otra prueba que el testimonio de las mujeres, debían partir en seguida hacia Galilea en

donde su fe sería robustecida por el trato íntimo y prolongado del Resucitado. Pero este

proyecto de Jesús fracasó, bien porque las mujeres no se atrevieron a transmitir el

encargo (Mc 16, 8), bien porque los discípulos reaccionaron con escepticismo (Lc 24,

38-41).

Cambio de plan: apariciones en Jerusalén

Jesús se vio obligado a cambiar sus planes apareciéndose a Pedro (Lc 24, 34; 1 Co 15,

5), a los discípulos en Emaús (Lc 24, 35) y a los apóstoles sin Tomás (Lc 24, 36-43; Jn

20, 19-25). Estas apariciones provocaron, por fin, la fe definitiva del grupo. Pero ya se

les había hecho tarde para salir el domingo y si lo hacían el lunes no tenían tiempo de

llegar a Galilea antes del día festivo, miércoles 22. Igualmente el margen de tiempo

entre el 22 y el descanso del sábado 25 les era insuficiente. El domingo 26 era también

día de reposo. En consecuencia, la marcha se retrasó 8 días, desde el domingo 19 hasta

el lunes 27. Durante esta semana, Jesús se apareció lo menos posible a sus discípulos.

Tras la manifestación a los apóstoles, a excepción de Tomás, en el cenáculo el domingo

19 por la tarde, Jesús se mantuvo alejado del grupo hasta el domingo 26 en que se

volvió a presentar a los apóstoles, esta vez con Tomás, con el fin de convencer a éste

antes de la partida hacia Galilea (Jn 20, 26-29). Podemos concluir que las

manifestaciones en Jerusalén tuvieron sobre todo un carácter apologético de cara a los

discípulos mientras que las de Galilea fueron educativas de la fe y con miras a la

misión. En estas últimas, Jesús acabó de completar la formación espiritual de los

discípulos llevando con ellos un género de vida semejante al de su "vida pública" (cfr.

1Co 16, 6-7; Mt 28, 16-20; Lc 24, 4449; Jn 21, 1-23).

Así, pues, gracias al calendario bíblico-qumránico recibe una explicación satisfactoria el

retraso de 8 días de los discípulos en su viaje hacia Galilea a pesar de la insistencia del

maestro en que lo hicieran en seguida. Con todo, se podría objetar que los discípulos

podían haber partido el lunes 20 y haber cumplido el descanso festivo del miércoles 22

en el camino, reemprendiendo el viaje hacia Galilea el lunes 23. A esta objeción se

puede responder de dos maneras, a saber: a) tanto en la biblia como en el libro de los

Jubileos consta que se procuraba no estar de viaje durante el día de descanso (A.

Jaubert), y b) el día octavo de los ázimos no era puramente un día de descanso, sino que

además todos debían participar en una "convocatoria santa" (Lv 23, 8; Nm 28, 25; Dt

16, 8) ; esto era imposible cumplirlo si uno se encontraba de viaje entre Jerusalén y

Galilea por parajes semidesérticos.

Confirmación

La solución presentada concuerda con lo que dice C. F. D. Moule 1 sobre la influencia

de las peregrinaciones en los acontecimientos de pascua y pentecostés: los galileos

fieles al calendario bíblico tradicional no podían volver a su casa, tras la pascua, si no

era emprendiendo el viaje la mañana del domingo 19 (primera caravana) o el lunes 27

(segunda caravana); de este modo cumplían el precepto festivo del sábado 18, del

miércoles 22, del sábado 25 y del domingo 26. El proyecto de Jesús era que sus

discípulos se unieran a la primera carava na; éstos, por falta de fe, se retrasaron y no

tuvieron más remedio que esperar a la segunda.

Pruebas

Según la Torah (cfr. Ex 12, 16. 18) la fiesta de la pascua dura solo 7 días; en nuestro

caso, el último día sería el martes 21 y no el miércoles 22. Por lo tanto, entre el

descanso del 21 y el del 25 quedarían días suficientes para regresar de Jerusalén a

Galilea. Esta es la objeción fundamental. Pero estudiando más a fondo el calendario de

Qumran veremos que no tiene fuerza esa objeción, aparentemente decisiva, contra la

hipótesis propuesta. Hagámoslo.

Fiesta de los ázimos entre los sadûgiyyah

1) El escritor caraíta 2 del siglo X, Jacob al-Qirgisáni, describe en árabe, en su "libro de

las luces y de los vígías", la secta judía de los sadûgiyyah (opuesta a la de los

rabbanitas, descendientes de los fariseos y afiliados al judaísmo oficial) y recuerda,

entre otras cosas, que aquéllos, tanto para la fiesta de las tiendas (8 días) como para la

de pascua (7 días), no contaban el sábado en el cómputo de los días de fiesta. Añade que

esto lo hacían basándose en 1Re 8, 66 que habla de que al octavo día ya se podían ir a

sus casas mientras en Lv 23, 36.39 y Nm 29, 35-38 figuran 8 día s de fiesta. Así, pues,

siempre en su opinión, 1 Re hablaría de 7 días que unidos al sábado harían los 8 días del

Lv y Nm.

2) Lo mismo afirma otro escritor caraíta del siglo XII, Judah ben Eliahu Hadas¡,

en una obra en hebreo.

3) Las dos noticias son paralelas: a) los dos aluden a Noé para justificar un calendario

de 30 días al mes; b) citan ambos 1 Re 8, 66 para justificar el cálculo diferente de la

duración en la fiesta de las tiendas; c) tras hablar de los sadûqiyyah, lo hacen de los

magâ(r)-iyyah; d) Hadasi depende de un escrito árabe, pues a pesar de escribir en

hebreo utiliza los nombres árabes de las sectas antes mencionadas. Esto no quiere decir

que se inspire en Qirgisáni ya que parece que ambos tienen una fuente común - los dos

remiten a ella- a la que son completamente fieles, David al-Mugammis, escritor (sin

duda caraíta) del año 900.

Lo cierto es que tenemos noticias muy uniformes sobre esta secta de los sadûqiyyah por

medio de estos tres autores caraítas de los siglos X a XII. Los tres afirman que dicha

secta no contaba el sábado en el cómputo de los 7 días de la fiesta de pascua ni entre los

8 días previstos para la de las tiendas. Indican los textos en que se apoyaban los

sadûqiyyah para su interpretación y precisan así que la fiesta de las tiendas acababa el

23 del séptimo mes (no el 22) y por consiguiente la de pascua -que duraba un día

menos- lo hacía el 22 (no el 21) del primer mes, según el cómputo de esta secta.

Los sadúqiyyah se identifican con Qumran

Ahora bien, vamos a ver que, cuando estos autores nos hablan de los sadúqíyyah, se

están refiriendo en realidad a los miembros de la comunidad de Qumran aun sin

nombrarlos. Esto se evidencia por las siguientes razones:

a) Atribuyen la paternidad de la secta de los sadügiyyah a un tal Sadóq o Sadúq (el

árabe y el hebreo premasorético no distinguen entre ô y ú). Ahora bien, los textos de

Qumran (de los que al menos uno, el documento de Damasco, les era conocido, ya que

algunos manuscritos del mismo han sido encontrados en la genizah 3 caraíta de El

Cairo) hablan 11 veces de los hijos de Sadóq (o Sadúq). Lo importante es que este título

no estaba reservado a los sacerdotes, sino que se atribuía globalmente a los "elegidos de

Israel", a todos los miembros de la comunidad, ya que habían dejado el camino de los

impíos. La conclusión obvia es que la expresión "hijos de Sadôq" era un término

genérico por el que los de Qumran se designaban a sí mismos.

b) La época de la fundación de la secta de los sadúgiyyah corresponde a la de la

fundación de la comunidad instalada en Qumran. Porque aun situando el origen de la

comunidad esenio-qumránica en el principio, mitad o fin del siglo II a. C., caería dentro

de los límites indicados por Qirgisâni para la fundación de los sadûqiyyah -entre el

cisma de los rabbanitas (fariseos) y "Jesús, hijo de María" que vivió "bajo el reinado de

Augusto".

c) Ambos movimientos prohibían, dando las mismas motivaciones, el matrimonio con

una sobrina carnal como consta en el documento de Damasco y en Qirgisáni.

d) En el calendario de ambas sectas, pentecostés caía siempre en domingo.

e) los sadùqiyyah prohibían el divorcio a pesar de que Dt 24, 1-4 lo admite. Esta

prohibición parece bastante característica de dicha secta en el período anterior al

cristianismo ya que el narrador caraíta Qirqisâni la subraya oponiéndola incluso a la

norma de los caraítas que admitía el divorcio. Pues bien, también el documento

qumránico de Damasco prohíbe el divorcio.

f) El libro de los Jubileos y los manuscritos de Qumran presuponen un calendario con

meses de 30 días (solar). Los caraítas, que como los rabbanitas y los musulmanes

seguían un calendario lunar, hacen notar que los sadûqiyyah utilizaban uno diferente

que como comprobamos corresponde al de Qumran.

g) Los escritores caraítas precisan que este calendario de los sadûqiyyah se basaba en la

historia de Noé. En Gn 7, 11 se habla del día 17 del segundo mes como principio del

diluvio; en 8, 3-4 se dice que "tras ciento cincuenta días las aguas habían bajado y en el

mes séptimo el día diecisiete del mes varó el arca sobre los montes de Ararat" (5 meses

de 30 días = 150 días). Los manuscritos de Qumran hasta ahora publicados no comentan

este pasaje, pero el libro de los Jubileos subraya esta equivalencia entre 5 meses y 150

días.

De todo lo anterior podemos concluir que los miembros de Qumran, que se llamaban a

sí mismos "hijos de Sadòq", coinciden con los llamados sedûquim (en ebrero) y

sadûqiyyah (en árabe) por los tres autores caraítas mencionados. Y, dada la coincidencia

de dichos autores al hablar sobre las particularidades del calendario qumrano-sadoquita,

debemos creerles cuando dicen: 1) que entre los sadûqiyyah, nuestros qumranitas, el

sábado no era computado entre los 7 días durante los cuales no se podía comer más que

ázimos; y 2) que la fiesta que concluía esta semana de los ázimos caía siempre el 22 del

primer mes (es decir, un miércoles según el calendario de qumran).

Confirmación

Una confirmación de todo lo anterior es el esclarecimiento que esta hipótesis arroja

sobre un texto difícil del libro de los Jubileos en que se habla de la "adición de un día

suplementario" a la octava de la fiesta de las tiendas (lo mismo en relación a la de la

pascua). Esto coincidiría con la afirmación de los caraítas de que los sadûqiyyah no

contaban el sábado entre los días de la octava de la fiesta de las tiendas y de la pascua y

por eso, según ellos, la primera duraba nueve días y la segunda ocho (un día más de lo

aparentemente prescrito).

Esto es una confirmación de que, de acuerdo con los documentos caraítas, los

sadûqiyyah y nuestros qumranitas son las mismas personas.

Conclusiones

De la explicación dada al problema que nos ocupa podemos concluir varias cosas, a

saber:

41) Las tesis de A. Jaubert quedan confirmadas por esta nueva aplicación.

2) No hay oposición entre las apariciones de Jesús en Galilea y en Jerusalén. No se

excluyen mutuamente. Primero se manifestó en Jerusalén para alimentar la fe de los

apóstoles y luego en Galilea, cuando pudieron ir allá, para acabar de formarles con

vistas a la misión.

3) La conducta de Jesús no fue ilógica, a pesar de lo que diga D. F. Strauss. Sabiendo

que sus amigos no podían acudir a la cita en Galilea, les visitó a domicilio en Jerusalén.

4) Los descubrimientos de Qumran nos ayudan a comprender mejor otro detalle de los

evangelios. Una vez más, la oposición aparente entre Juan y los sinópticos queda

resuelta en una mejor comprensión de ambos.

5) Finalmente vemos que el evangelio de Juan no está en contra de la realidad histórica

incluso en lo que se refiere a los datos cronológicos a primera vista desconcertantes.

Notas:

1 En New Testaraent Studies, 4 (1957) 58-61

2 Caraítas: miembros de una secta judía contrarios a las tradiciones de los rabinos; no

quisieron admitir la obra de éstos en el Talmud y se quedaron sólo con el texto de la

biblia (N. del T.).

3 Genizah: literalmente significa, en hebreo, escondite, archivo. En sentido amplio,

designa un lugar donde los judíos guardan libros bíblicos profanados o con varias

erratas en una misma página; libros deuterocanónicos o apócrifos; libros considerados

heréticos por los rabinos; documentos civiles con alguna irregularidad; objetos y

escritos que han estado en contacto con la biblia o que contienen el nombre de Dios (N.

del T.).

4 A. Jaubert compone una cronología de la pasión, basándose en la existencia de dos

calendarios en tiempos de Cristo: uno bíblico-tradicional, y otro fariseo-helenístico (N.

del T.).

Tradujo y condensó: RAFAEL DE SIVATTE