El cristiano y la soledad.

Monseñor Antonio González, portal Conoze

El creyente cristiano que vive su fe hasta las raíces, hará su vida en el mundo como habitante fuera del mundo, como quien no es de este mundo, y para quien el mundo es un valle lleno de lágrimas, en su fondo como noche y nada. Que pueda hacer descansar la inquietud de su corazón en Dios pertenece a la lógica de su fe. Pero esa abnegación no puede significar nunca desentendimiento del mundo que lo rodea, porque el hombre es un ser social, hecho naturalmente para la vida en sociedad. La soledad no es un nombre de privación sino de desarrollo. Solitario no es abandonado, sino centrado. La soledad y el recogimiento se transforman en nombres de miseria si no se administran rectamente. Para el cristiano, bienes mediadores que conducen a la conversión y entrega a Dios.

Para alcanzar la sabiduría humana o la divina, hay que pasar por el retiro, el silencio y la soledad. Petrarca muestra a la soledad como lugar privilegiado e inexcusable para la contemplación. El apartarse del mundo debe llevar a la entrada de uno mismo, pero no para quedarse en la orgullosa y estéril posesión de uno mismo, sino abriéndose a la verdad y a la comunicación con el misterio divino, o como diría San Agustín, el espíritu humano «es angosto para contenerse a sí mismo». O sea, que en lo profundo del hombre habita quien es más que él mismo, de donde, para ser uno mismo, ha de trascenderse a sí mismo.

El hombre no es un sujeto hermético. El hombre vive recogido en sí, pero tiene que responder por sí. El silencio que lo separa de todo aquello a lo que se enfrenta, debe terminar en un plano superior, que es donde se resuelve. Vida intelectual o vida interior no quiere decir vida encerrada. La interioridad es el único medio para alcanzar la trascendencia. El hombre no sería humano si no se centrara en algo trascendente. El paso a lo trascendente es arraigo en su propio suelo y se realiza a través de la vida interior, porque el interior del hombre, más que a la naturaleza externa, va directamente a lo divino. El hombre es más humano abriéndose a lo infinito, poniendo en libertad lo que hay divino en él.

El primer paso que el hombre se debe a sí mismo, en razón de su dignidad, está en aquel precepto del poeta latino Horacio, que decía: «Esforzarse por dominar las cosas, y no someterse a ellas». El sabio verdadero es el que es libre, rey de las cosas, cercano a lo divino. El equilibrio que ha de conseguirse en esa «no sumisión» a las cosas y al cierto distanciamiento de los hombres, sin deshumanizarse, lo debe lograr la inteligencia o la razón. El hombre no debe perderse en lo exterior, no debe trivializar su existencia, no debe ser mera comparsa de la estructura social que lo rodea; su vida debe evolucionar, crecer; en un teatro en el que la pieza representada, lo tiene a él por agente, por actor, pero de la que es también autor. Este encontrarse a sí mismo, pide el distanciamiento ascético de los hombres y de las cosas, y la practicaron los expertos entre los hombres, los creadores de ideales religiosos o profanos, místicos y filósofos.

Solitario, en un sentido corriente, es un hombre que se aparta de los demás hombres. El hombre se cansa de la civilización y expresa su descontento refugiándose en la naturaleza. Pero esto no es más que una manifestación de la capacidad de apartarse del hombre. En medio de la cultura, el hombre sigue siendo capaz de ponerse aparte, y cuando la cultura, en vez de ser una superación es un marasmo, pierde su virtud de ser continente en la vida y pierde su capacidad de amparara a los espíritus. Los espíritus se repliegan en búsqueda del lugar natural perdido. De este modo, su rebeldía no es sino una forma de expresar el deseo de poseerse a sí mismo, cansado de la inflación académica y separándose, se recobra. La historia puede concebirse pendularmente. En rebeldía con la naturaleza, el hombre se aferra al espíritu, pero en cuanto el espíritu se manifiesta opresoramente, se vuelve de nuevo a la naturaleza.

Las sociedades o grupos humanos, organizándose, tienden a dar seguridad al hombre y excluir el riesgo de soledad para los individuos. Pero, esa seguridad así creada, suele convertirse en pobreza de inventiva. Las sociedades humanas que no son abiertas, viven bajo la amenaza de la disolución. La buena salud intelectual y espiritual del hombre, dista por igual del conformismo que de los cambios bruscos o revolución. Una autenticidad ética no es compatible con el legalismo ritual. Cierto grado de voluntad creativa es distintivo del hombre. Los grandes hombres no fueron espíritus conformistas, tuvieron espíritu de protesta y anhelos redentores. El aburguesamiento es el peor ambiente para la grandeza moral, entendiendo como tal el que proporciona un cuadro de normas fijadas, funcionalizadas, empobrecedoras del patrimonio creativo del hombre. El hombre verdadero es el que vive una actitud disponible, fuera de lo rutinario y convencional, en manos de una vocación y responsabilidad personales. La vida merecedora de vivirse hay que concebirla como un compromiso, no como confort. La paz no es del que la soporta sino del que la conquista.

La dignidad espiritual hace al hombre solitario, pero su condición de tal le exige ser solidario. La existencia queda así dominada por esta tensión. Emerson habla de la necesidad de aislamiento que el genio siente. El genio es hijo del retiro, la meditación y la perseverancia, y no es afecto de la suerte o de la inspiración. Edison observa humorísticamente que el genio es noventa y nueve por ciento transpiración y un uno por ciento inspiración. Cuando a Newton le preguntaron cómo había podido descubrir los principios mecánicos del universo, contestó: «dándole vueltas en la cabeza día y noche». Pero si Edison y Newton hubieran sido divertidos camaradas, amigos del baile o de tertulias, no tendríamos hoy sus inventos. Ciertas calidades humanas fecundan sólo en el silencio y en la soledad. Ninguna isla descubrió Colón más solitaria que él mismo. Los espíritus superiores fueron siempre, en un sentido o en otro, desterrados, y las grandes obras de arte o literatura, fueron producidas en ese ambiente de exclusión y destierro.

Sin embrago, el hombre sin la sociedad se encuentra indigente. Las artes y las instituciones son para su espíritu tan necesarias como el vestido y el confort para el cuerpo. Sin soledad no se entra en el reino del hombre, y en soledad hay peligro de encierro y asfixia. El hombre es una criatura desdoblada, es el solitario que necesita del prójimo, pero también requiere pensar a solas

Santo Tomás habla de la soledad como instrumento de perfección. La soledad de suyo no es ninguna perfección. Será valorada como medio, según sirva o no a los fines de la existencia. La existencia humana se manifiesta en vida contemplativa y activa. La soledad es mediadora para la contemplación, pero para la acción, el hombre necesita la integración en la sociedad y el apoyo de ella. El hombre es social por naturaleza en el desempeño de la vida activa, y es solitario por vocación a lo divino, en el desempeño de la vida contemplativa.

El hombre ideal de los antiguos era el sabio. El hombre ideal de los cristianos es el santo. Para alcanzar uno u otro, se exigen entrenamientos que obligan a desprenderse de muchas cosas, y a sortear toda clase de trampas y deducciones. La llegada a la sabiduría o a la santidad tiene que recorrer insidiosas odiseas o endiablados peregrinajes. Pero nada más alejado de ambas mentalidades que concebir la existencia sin razón y sin sentido.

Pero alejado, ausentado o secularizado de Dios, el hombre moderno trata de abrirse paso hacia una nueva edad, en la que vivirá solo y tendrá que tomar a solas sus decisiones, para abrirse a una nueva vida conquistada por su esfuerzo y su inventiva. Estará en un futuro hacia el cual hay que progresar para alcanzar un centro donde descansar. Para el hombre moderno quedaron atrás las actitudes mentales apegadas a la tradición; el lugar de la patria de los antiguos lo ocupará la fraternidad, o sea, lugar de convocatoria ingeniado por el propio hombre y de manifestación pluralista. El hilo que engarza esa libre acción inventiva es la historia en proceso permanentemente abierto.

Algunos podrán creer que la soledad afecta solamente a intelectuales, o a capas minoritarias de la sociedad, gente un tanto rara, hastiada de la vida; pero nada tienen que ver con el sano hombre de la calle, con la vida cotidiana repartida entre ocupaciones y diversiones.

Nunca como en la actualidad la calle fue más ruidosa y multitudinaria, hasta tal punto que es verdaderamente difícil vivir solo; pero todo esto termina consumiéndose en ajetreos vacíos e inútiles y esa es nuestra obligación, de hacerle comprender a la masa que si se secan las fuentes de compensación interior, se disminuye como hombre. Además, el pecado del vulgo es la pereza, propicia a entregarse al primer postor, que naturalmente no tiene crédito para poder pagar la confianza depositada en él. El hombre se echa a perder por entregarse a empresas que no son dignas de él.

De ahí surge la otra cara de la soledad, sobre todo en los grandes centros urbanos; la monstruosa aglomeración de seres extraños. Soledad de incomunicación que, en la medida que no deriva en aturdimiento, es de nuevo generadora de angustia. El ruido exterior ensordece y las almas se vuelven incapaces de oír voz alguna enriquecedora, y así las vidas se mueven en un generalizado contexto nihilista.

En el seno del extraño vacío que se produce en nuestras sociedades desprotegidas, hay dos opciones: o el trabajo maquinal o la diversión aturdida. El mundo moderno ha podido hacer desaparecer al desheredado económico, pero queda el desheredado espiritual o moral. El ahogo provocado por la falta de lo urgente pasa a ser angustia por ausencia de lo profundo, y como dijera el autor de «El Principito», «no existe más que un solo problema: redescubrir que existe una vida del espíritu más alta aún que la de la inteligencia, la única vida que puede satisfacer al hombre». A falta de ella, lo que invade a los hombres es la sequedad de sus almas y el infierno de los otros, la incomunicación.