Es lugar común
afirmar que la vida cristiana y la vida política son antagónicas. De hecho, en
Venezuela frecuentemente la gente escucha las críticas que hacen el presidente
Chávez y personeros del gobierno, cada vez que las instituciones eclesiásticas
o representantes de la Iglesia, pueblo de Dios, emiten opiniones y fija
posiciones sobre la coyuntura que el país atraviesa. Ahora, esta idea
–religión y política como incompatibles– está, por demás, bastante difundida
aunque, no por ello, corresponda a la realidad de las religiones y, en este
caso, a la vida cristiana misma. En este caso, bastaría con recordar al Jesús
de los evangelios, capaz de llamar hipócritas a quienes descuidaban el amor al
otro por la simple correspondencia a una ley deshumanizante. Para este Jesús,
la vida política es una expresión más del “amarás a tu prójimo como a ti
mismo”. La nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y a
la conducta de los católicos en la vida política de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe (2002) afirma:
“El derecho-deber que tienen los
ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y
promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida
social…”. De este derecho-deber se trata de profundizar, en estas
líneas.
El horizonte necesario:
humanos, sí; ideologizados, no¿Cuál es el horizonte específico
desde donde el cristiano (laico o religioso) ha de asumir su inserción en la
vida sociopolítica y económica de los pueblos? Lógicamente, desde la misma
vida de fe: desde sus auténticos contenidos y su llamado genuino por lograr
condiciones de existencia más humanas para todas las personas. Una dimensión
que sólo encuentra su sentido definitivo al hacer una experiencia sin igual,
que nos coloca en el corazón mismo de la vida trinitaria: descubrir a los
diferentes a sí mismos como un tú –como
alter, otro– y, por
ello, se hace necesario establecer una relación de igualdad y reciprocidad –no
de dominio– para luego, poder percibir en el otro el rostro del hermano, de la
hermana, con el que nos unimos en un solo clamor filial al Padre.
Esto coloca, entonces, un marco referencial para leer la realidad histórica en clave cristiana, sea cual sea la época que se vive: el discernimiento atento, en una perspectiva teológico trinitaria. Implica, según expresa la extraordinaria encíclica Solicitudo Rei Sociales (1987, Nº 40), un claro reconocimiento “de la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, hijos en el Hijo, y de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo”. Estos tres elementos: paternidad común, fraternidad humana y acción vivificadora, son entonces los elementos que constituyen el modo como el cristiano procura alcanzar los fines sociopolíticos que se propone en un determinado momento histórico. En otras palabras: la vida política es una condición del seguimiento de Cristo y es una experiencia que se arraiga en la búsqueda personal y cotidiana de Dios, a través de una praxis histórica que dignifique las condiciones de vida de todos los seres humanos, reconociéndolos como nuestros hermanos.
La búsqueda de la presencia de Dios en lo cotidiano, en los ámbitos personales
y comunitarios, no es un estilo de vida que le es propio sólo a una categoría
de cristianos –quizás a los reconocidos oficialmente como religiosos o como
clero–. Es, más bien, una
forma de vivir, un estilo de vida, que define al ser mismo de la
praxis y la necesaria reflexión de la propia vida de fe de cualquier
bautizado.
Esto coloca a cada creyente en medio de un serio dilema: ¿cómo integrar los
contenidos de su fe –la experiencia de la fraternidad universal y de la
filiación divina– con las implicaciones que tienen para su cotidiano vivir y
su plena realización humana?
Dividir estas dos cosas nos lleva a algo conocido y reconocido por la mayoría
de los seguidores de Jesús: la dicotomía fe-vida, y sus desastrosas
consecuencias, ante todo, para quien opta por vivir así y que, socialmente, se
estructuran hasta componer el “pecado social” al cual todos –de pensamientos,
palabras, obras u omisión– colaboramos.
Este reto, en realidad, sólo puede ser afrontado desde la más radical
honestidad y con realismo, respetando también las leyes de la psicología que
nos caracterizan como individuos.
¿El fin justifica los medios?
Retomemos las palabras dilema,
reto. Éstas nos llevan a preguntarnos por los caminos, los medios
o, si preferimos, las
mediaciones. ¿Qué caminos tomar, qué medios asumir? Esta elección
no se basa en gustos, preferencias o tendencias de la moda. En realidad, al
elegir los medios podemos estar jugándonos nuestra propia identidad humana y
cristiana. Los medios que un cristiano asume –en ese proceso que lo lleva a
insertarse y a optar por una determinada praxis sociopolítica– no pueden ser
intermedios o tibios, necesariamente han de identificarse y corresponder, por
sí mismos, al fin humanizante y plenificante que persiguen.
Muchos cristianos creen poder vivir su fe de forma simple, intimista,
sin más, indiferente a
cualquier ejercicio honesto de discernimiento de las mediaciones
sociopolíticas practicadas por los distintos regímenes o sistemas políticos en
los que viven. Otros tantos, tal vez con más estudios, leen continuamente la
realidad de un determinado país o región a través de los principios e ideas
que emanan de sistemas sociológicos e ideológicos, desde donde fácilmente
hacen interpretaciones de afirmaciones teológicas, acomodándolas al propio
consumo, con la finalidad de legitimar un supuesto carácter cristiano en dicha
opción política. Así, en Venezuela tenemos tantos “santamente” chavistas o
“santamente” opositores.
Pero no basta el simple hacho del compromiso pastoral o una continua labor
social, es necesario y urgente el
discernimiento de
dicha realidad, con todo el peso que dicha palabra entraña: la de quien, para
buscar el oro, pasa por el tamiz la arena y la piedra; o la de quien, para
aprovechar el grano, cuela las impurezas de la gavilla. Se discierne lo que
ahí sucede y cómo se van estructurando las relaciones humanas, cómo se va
conformando una nueva consciencia en la praxis sociorreligiosa, que en algunos
casos tiene poco, muy poco de cristiana. Incluso, recurrimos a la actitud
retratada por la sabiduría popular y prendemos “una vela a Dios y otra al
diablo”[1].
Así, adaptamos sin más la acción pastoral y el trabajo con las comunidades, a
las nuevas condiciones de vida de cada realidad, independientemente de cómo
ésta se nos presente en una determinada coyuntura sociopolítica.
Lo afirmado anteriormente nos previene ante dos peligros: el primero, la
elaboración de una teología apolítica –una fe sin relación alguna con la
cultura y una noción de salvación que no comprenda la dignidad humana–; el
segundo, la elaboración de una política teológica, al mejor estilo de las
teocracias, o una teología a la medida de un determinado sistema político. El
célebre teólogo alemán Kalr Rahner sostiene, ante ello, que se trata de una fe
que se ajusta a la cultura y una salvación que se diluye en esta historia,
perdiendo toda noción de trascendencia y olvidándose de su narrativa
profética.
Lógicamente, la fe siempre se realiza dentro de una determinada forma
cultural. No podría se diferente, aún cuando los propulsores de la Nueva Era o
New Age intenten proponer lo contrario. No existe una fe abstracta o genérica,
pues ella es parte inherente al ser persona, a la humanidad y ésta es siempre
particular y concreta, enmarcada en coordenadas de tiempo y espacio… en otras
palabras: sociohistórica.
Por ello, no es tan sencillo eso de de la fe y la política –¡tremendo problema
el de este blog!– y las relaciones entre teología y realidad histórica. Por
una parte, la realidad histórica de cada coyuntura cultural, sociopolítica y
económica, informa a la fe, y ello delimita las condiciones en las que habita
el o la creyente –o si prefieres, la comunidad eclesial–. Es éste su ámbito de
expresión concreto y obligatorio. Pero, a la vez, toda realidad y toda cultura
–y, en ella, la sociedad o forma de vida– está llamada a ser confrontada desde
los valores evangélicos implícitos en los contenidos de la fe cristiana, ya
nombrados anteriormente. Eso es
inculturación de la fe:
el discernir, desde la praxis de Jesús de Nazaret y los valores del Evangelio,
los valores presentes en la cultura de todo pueblo o forma social. Ello,
porque ninguna forma cultural es perfecta o acabada, ni puede ser norma y
criterio de su propia crítica y construcción. Por demás, para el cristiano,
estudiado o no, la norma y medida por excelencia se encuentra en la práctica
histórica de Jesús de Nazaret. ¿Cristocentrismo? ¡Pues, claro! Si no, ¿qué
sentido tendría proclamarse cristiano?
Lo absoluto para el cristiano
venezolano
En este contexto el horizonte necesario, aquél que inspira toda acción y
reflexión sociopolítica y que
da sentido cristiano a cualquier posición personal e institucional
frente a la realidad, ha de girar en torno a la búsqueda de una fe que
humaniza y, en este sentido, fraterniza al reconocer nuestra filiación primera
y gratuita con Dios. Para ello, el cristiano no sólo necesita reflexionar
sobre el fin último y las metas que un determinado sistema sociopolítico y
económico persigue, como podría serlo, por ejemplo, el paso de condiciones de
vida menos humanas a más humanas; o aquello que en Venezuela hemos escuchado
llamar como “dignificación”
Superando esta corta visión de las cosas, como cristianos –y cristianos venezolanos, partiendo del sitio donde escribo– se hace urgente e imprescindible reconocer si son o no tan nobles o humanizadores los medios como los fines. Es asunto de vital importancia preguntarnos: ¿los medios que se están empleando poseen validez ética para alcanzar este determinado fin? Veamos, por ejemplo, la pasada propuesta de reforma constitucional, cuyos planteamientos rechazó el pueblo venezolano y que, según expresara el presidente Chávez en cadena nacional de radio y televisión el día 03 de diciembre de 2007, se trata simplemente de un “Por ahora…”. ¿Es posible aceptar un proceso de humanización que niegue las libertades personales a costa de un colectivismo social, o que se realice sobre la imposición y la exclusión, irrespetando el valor personal y sagrado de la dignidad humana? Obviamente, no es posible, al menos desde la perspectiva cristiana. Y ello exige tomar una posición con gran honestidad ética y conceptual frente a sistemas que parecieran ser cercanos a la propuesta cristiana en cuanto al fin que describen, pero que la niegan radicalmente en las mediaciones asumidas.
El reto es de todos, pero en éste tienen mayor responsabilidad aquellos que
conducen la comunidad cristiana: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas…
pero también catequistas, ministros de la palabra y de la eucaristía. Todos
tenemos la responsabilidad de asumir nuestro
cometido profético,
orientado a una praxis acorde al evangelio y que conjugue, con palabras y
obras, la crítica de los fines.
Pero no sólo quedarnos allí, aún hay más: es necesario desarrollar una
narrativa política cristiana,
de tal fuerza evangélica que sepa juzgar éticamente tanto las mediaciones
socioeconómicas como las prácticas políticas que se están implementando en un
sistema político como el que hoy se instaura en el país. Y, en ello, está
implicado todo cristiano que tome en serio su fe, puesto que sólo un
posicionamiento honesto y sincero frente a las distintas mediaciones de la
práctica política actual puede contribuir a la des-absolutizació
Pero, atención: la crítica sociopolítica de un cristiano se dirige a los
principios, no a las personas. Es decir: la crítica se realiza sobre conceptos
y nociones que inspiran la praxis sociopolítica y económica de un determinado
régimen o gobierno y las proyecciones de sus consecuencias, incluyendo lo
social y lo ideológico. Por ello se llama crítica: porque se parte de
criterios establecidos, se confrontan valores.
Para concluir, me permito recordar las palabras de uno de los hombres más
importantes del siglo XX: Pablo VI. En 1971, en la Carta Apostólica Octogesima
adveniens (Nº 46), expresaba su profunda preocupación sobre el discernimiento
sociopolítico de los cristianos, en estos términos:
“En este encuentro con las diversas ideologías renovadas, la comunidad
cristiana debe sacar de las fuentes de su fe y de las enseñanzas de la Iglesia
los principios y las normas oportunas
para evitar el dejarse seducir y
después quedar encerrada en un sistema cuyos límites y totalitarismo corren el
riesgo de parecer ante ella demasiado tarde si no lo percibe en sus raíces.
Por encima de todo sistema, sin omitir por ello el compromiso concreto al
servicio de sus hermanos y hermanas, afirmará, en el seno mismo de sus
opciones, lo específico de la aportación cristiana para una transformació
Las palabras del papa Montini son proféticas y son una luz en nuestro camino.
El Señor nos bendiga y nos conceda asumir con responsabilidad la historia que
hoy nos toca vivir en esta tierra de gracia, llamada Venezuela.
[1]
La expresión “prender una vela a Dios y otra al diablo” refiere a la
religiosidad popular venezolana. En general, las personas suelen utilizar las
velas como símbolo en la oración, y estas son ofrecidas a Dios, a la Virgen o
a los santos, para pedir una gracia… El dicho delata la posición hipócrita y
manipuladora de quien pretende negociar entre el bien y el mal, con tal de
lograr su cometido.