(Orígenes y Desarrollo de la Iglesia Ortodoxa Oriental)
Contenido:
Capítulo I. La Iglesia Durante la Lucha por la Supervivencia. Siglos I-IV.
La Separación de la Iglesia Respecto de Israel.
La Iglesia y el Estado Romano.
Las Primeras Sectas y Herejías.
Autores y Maestros de la Iglesia en los Siglos II y III.
Capítulo II. Los Concilios Ecuménicos Siglos IV-VIII.
Constantino El Grande (306-337).
La Victoria de la Ortodoxia Nicena.
El II Concilio Ecuménico (379-395).
La Conversión en Masa del Imperio.
San Juan Crisóstomo (347-407).
El Segundo Concilio de Efeso (449).
El Cuarto Concilio Ecuménico (451).
Justiniano I y su Politica Eclesiastica (527-565).
La Definición de Calcedonia y la Separación de las Iglesias Orientales.
El Cristianismo y el Nacionalismo.
El Cristianismo Fuera del Imperio Bizantino.
Capitulo III. El Islam y las Cruzadas. Siglos VIII-XIII.
El VI Concilio Ecuménico (668-681)
La Iconoclasia y el VII Concilio Ecuménico (787).
La Revivificación del Imperio Occidental.
La Controversia Sobre el “Filioque.”
Deficiencias y Realizaciones Bizantinas.
La Ruptura entre Bizancio y Roma.
La Consolidación de la Autocracia Papal en el Siglo XIII.
El Saqueo de Constantinopla el Viernes Santo de 1204.
Las Iglesias de Lengua Eslava.
La Conversión de Rusia al Cristianismo.
Los Primeros Frutos del Cristianismo Ruso.
Capítulo IV. La Caída de Bizancio. Siglo XIII-XV.
Rusia Bajo el Yugo Mogólico (1240-1480).
La Obra Misionera de la Iglesia Nestoriana.
Los Mogoles y el Cristianismo.
Los Mogoles y la Conversión de Asia al Islam.
El Concilio Florentino (1439).
Los Turcos Otomanos y la Caída de Constantinopla.
Capítulo V. Los Siglos de Aislamiento. Siglos XV-XVIII.
La Iglesia Ortodoxa Bajo el Yugo Turco.
El Oriente Ortodoxo entre Roma y la Reforma Protestante.
La Iglesia Ortodoxa y el Zarismo.
Los Ortodoxos en Polonia y Ucrania.
La Incorporación de Ucrania a Moscu y el Concilio de 1666-67.
El Arcipreste Avvacum (1620-82).
En la Víspera de las Reformas de Pedro El Grande (1668-98).
Pedro El Grande (1682-1725) y la Abolición del Patriarcado de Moscú.
Los no Juramentados y la Iglesia Ortodoxa.
El Imperio de San Petersburgo y la Iglesia Rusa en el Siglo XVIII.
San Tikon de Zadonsk y Paisy Velichkovsky.
La Ascendencia Occidental Sobre el Oriente Cristiano.
La Iglesia de Santo Tomas en el Sur de la India.
La Iglesia Nestoriana del Oriente.
Los Cristianos Balcánicos en los Siglos XVII y XVIII.
Los Ortodoxos Orientales Bajo el Gobierno de los Habsburgos.
El Oriente Cristiano en la Época de su Decadencia (Siglos XV-XVIIl).
Capítulo VI. El Periodo de Liberación Nacional. Siglo XIX.
La Iglesia Rusa a Principios del Siglo XIX.
San Serafín de Sarov (1759-1832).
El Metropolitano Filareto de Moscú (1782-1867).
La Revivificación de la Obra Misionera.
La Aparición de las Iglesias Autocéfalas Nacionales en los Balcanes.
Los Príncipes-Obispos de Montenegro.
Éxito y Fracaso de las Iglesias Balcánicas.
Los Ortodoxos en Austria-Hungría.
La “Intelligentsia” Rusa y la Iglesia Ortodoxa.
Feodor Mikhailovich Dostoievsky (1821-81).
Vladimir Sergeevich Soloviev (1853-1900).
Capítulo VII. Época de Penalidades y Pruebas. Siglo XX.
El Renacimiento Religioso Ruso.
Cuatro Conversos del Marxismo al Cristianismo.
Intentos de Reforma de la Iglesia Rusa (1905-14).
El Padre Juan de Kronstadt (1829-1908).
El Concilio Eclesiástico Panruso de 1918.
Reorganización de las Iglesias Orientales (1914-18).
La Revivificación del Cristianismo en los Balcanes.
Principales Características del Cristianismo Oriental en los Siglos XIX y XX.
La Campaña Atea de los Comunistas.
El Estado Actual de la Iglesia Oriental.
Capítulo VIII. La Fe y Doctrina de la Iglesia Ortodoxa.
El Significado de la Doctrina en el Oriente.
La Autoridad de la Iglesia en el Oriente.
La Sagrada Escritura y la Tradición Eclesiástica.
La Canonización de los Santos.
Las Oraciones por los Difuntos.
Capítulo VIII. El Culto y los Sacramentos.
Los Sacramentos de los Cristianos Orientales.
Oficios de la Iglesia Oriental.
Los Libros Litúrgicos que Utilizan los Cristianos Orientales.
Diferencia entre Oriente y Occidente en el Culto Cristiano.
Capítulo X. La Iglesia en la Vida de los Cristianos.
Los Ritos de las Postrimerías.
El Adiestramiento Avanzado en la Vida Espiritual.
El Tema de los Iconos y Frescos.
Los Iconos de las Festividades Eclesiásticas.
Renacimiento del Arte en el Oriente Cristiano.
Etapas de la Evolución del Arte Bizantino.
Las Escuelas de los Pintores de Iconos Rusos.
Las Tradiciones Artísticas de Oriente y Occidente.
Conclusión. El Oriente Cristiano en el Mundo Contemporáneo.
La Iglesia y el judaísmo. — La separación de la Iglesia respecto de Israel. — La Iglesia y el helenismo. — La Iglesia y el Estado romano. — La persecución: su origen y naturaleza. — Las causas de la victoria cristiana. — Las primeras sectas y herejías. — Autores y maestros de la Iglesia oriental en los siglos II y III.
La comunidad cristiana cobró existencia en la festividad de Pentecostés, cuando un pequeño grupo de galileos “se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, a medida que el Espíritu les daba expresión.” Este acontecimiento tuvo lugar en Jerusalén, ciudad fronteriza del Imperio romano, frente al Oriente que aun se encontraba sin conquistar. Es así que, comenzó una nueva era en la evolución espiritual de la humanidad. La nueva religión se difundió rápidamente por las vías de comunicación dentro de la Diáspora judía. Durante la vida de los Apóstoles esta expansión llegó hasta España y probablemente hasta la India; Roma, Alejandría, Antioquía y otras grandes ciudades se convirtieron en centros de actividades cristianas.
La historia de la Iglesia presenta una imagen de la continua adaptación a un ambiente siempre variable. Se compone de adelantos y retrocesos, de victorias y derrotas; pero a pesar de estos cambios revela tal tenacidad de propósito, tal unidad de fe, que la Iglesia cristiana se ha distinguido de todas las otras religiones.
El primer problema con que tropezaron los seguidores del Mesías fue la adaptación a la comunidad judía en que nació su religión. Los judíos ocupaban una posición única en el Estado plurinacional romano. Étnicamente afines a los otros habitantes de Siria y Arabia, aún formaban un grupo densamente compacto, resistiéndose ferozmente a la fusión con sus otros vecinos. Esta obstinada altivez era resultado de su historia religiosa, pues los judíos no sólo profesaban un monoteísmo intransigente, en aguda oposición contra el politeísmo predominante de otras naciones, sino que, además, creían que Dios había concertado un pacto personal con Israel, ordenando a su pueblo elegido que obedeciera su ley, y prometiéndoles a su vez redimirles del pecado y de la opresión. Los libros del Antiguo Testamento contienen la historia de un largo proceso de educación y purificación, en el curso del cual Israel, unas veces obediente, otras veces rebelde, había dado existencia a una nueva casta, capaz de realizar la tarea que le asignaba Yhavé. La fe en lo humanamente imposible, la disposición a sufrir en obsequio del pacto, una elevada autoconciencia y una profunda comprensión de que la santidad y la confianza son condiciones indispensables para la comunión con el Señor de los Ejércitos se convirtieron en algunas de las sorprendentes características del pueblo elegido.
La ardiente esperanza de liberación de todas sus aflicciones, que vendría ligada al advenimiento de un Mensajero divino especial, alcanzó su cumbre en el siglo que vio el nacimiento de la Iglesia. Después de un período de independencia política bajo los Macabeos (168-63 antes de J.C.), que había intensificado las aspiraciones nacionales y religiosas judías, Palestina se incorporó al Estado romano y se expuso cada vez más a la forzada helenización. Bajo Herodes el Grande (37-4 antes de J.C.), que gobernó sobre Judea, Samaria y Galilea como rey nombrado por el Senado romano, y bajo sus sucesores, se fundaron ciudades paganas en Palestina, donde los extranjeros helenizados adoraban a sus numerosos dioses. Se edificaron templos a Augusto, y el país, habitado por un pueblo que aborrecía cualquier imagen esculpida, quedó contaminado de un paganismo triunfante. Bajo el impacto de esta derrota y humillación, un cierto número de judíos empezó a mezclarse con los gentiles y a renunciar a su exclusividad religiosa y nacional. Pero esta apostasía sólo incrementó el celo de los demás, que con renovado vigor afirmaban su firme confianza en la liberación prometida y reducían al mínimo todos sus contactos con el mundo externo. Tal conducta condujo inevitablemente a constantes choques con las autoridades romanas. Apenas transcurría un año sin una revolución local o una rebelión mayor. Algunos historiadores consideran que nada menos que 250 000 judíos perecieron durante el siglo anterior a la destrucción de Jerusalén en el año 70 de nuestra era. Estas cifras representan una fuerte pérdida en una pequeña población que probablemente no rebasaba el millón de habitantes. En esa atmósfera de agudo sufrimiento floreció una literatura apocalíptica, y cualquier rebelde que afirmaba ser el Mesías fácilmente reunía partidarios fanáticos, debido al ansia y a la esperanza de que dicho pueblo pueda ser liberado de la opresión romana.
La lucha de Palestina tuvo importantes repercusiones en otras regiones de la época. La mayor parte de los judíos del siglo I pertenecían, no a Palestina, sino a la Diáspora. Se podían hallar sus colonias o sus asentamientos tribales en todos los puertos de mar importantes y centros comerciales prósperos del Imperio, e incluso fuera de sus fronteras, en la India, Ceilán y Etiopía. Esta Diáspora, que contenía cinco veces más judíos que la Tierra Santa, presentaba la misma imagen de tensión y exclusividad, pero sin ese constante derramamiento de sangre, que fue faceta tan trágica de la historia de Israel en su territorio nativo. Los judíos de la Diáspora se vieron obligados a tener más contactos con la población que les rodeaba, y no podían evitar enteramente cierta mezcla con los gentiles. El Antiguo Testamento se tradujo al griego en Alejandría en el siglo II antes de J.C. Hubo también algunos conversos al judaísmo que actuaron como intermediarios o gestores espirituales y ayudaron a los primeros cristianos a penetrar en la comunidad gentil.
Al principio, el mensaje del Evangelio se dirigió exclusivamente a esa nación fuertemente oprimida y no derrotada aún, que tan claramente se percató del abismo y de las diferencias como componente social en lo político y lo religioso, diferencias que ellos eran conscientes de todo lo que le separaba del resto de la humanidad. La respuesta fue mixta: se convirtieron algunos judíos, pero la mayoría se negaron a aceptar a Jesucristo como al Mesías prometido. El Galileo Crucificado chocaba demasiado con la figura convencional de un libertador nacional, asociado en sus mentes con el advenimiento del Redentor. Casi inmediatamente rebasó la naciente Iglesia los confines del judaísmo ortodoxo. Pronto se pudo ver que los intrépidos testigos del Cristo Resucitado se mezclaban con las multitudes gentiles, desterradas por los judíos.
Los cristianos tomaron la decisión crucial de separarse de Israel cuando tomaron conciencia como colectivo social, de la universalidad de su religión y decidieron incorporar a su estructura social y en iguales condiciones, a los conversos del paganismo. Este hecho fue un acontecimiento verdaderamente revolucionario, ya que en el siglo I existió el más fuerte contraste posible entre Israel y el mundo helenista. Se desengañaron los paganos, sometiéndose a la fe ciega como fuerza que dominaba tanto a los dioses como a los seres humanos; el universo, a su manera de ver, tenía muchas divinidades, pero no poseía un Maestro Real, un principio rector y un propósito nacional, mientras que los judíos estaban seguros de su posición privilegiada y plenos de esperanza. Sin embargo, el mensaje cristiano fue aceptado por algunos miembros de ambas sociedades, y fue su íntima colaboración la que edificó el fuerte, aunque flexible estructura formal e informal de la Iglesia, expandiendo popularmente doctrina lo suficientemente para escapar de los límites de un grupo étnico o cultural.
El judaísmo proporcionó al cristianismo su afirmación teológica monoteísta, básica de que el Dios de Israel había elegido a su raza obstinada y vital para el propósito especial de la reconciliación con la humanidad, y de que Jesús era el Mesías prometido, que ofrecía la liberación del poder de la ignorancia y el Pecado a los que creían en Él. Israel también proporcionó a la Iglesia las Sagradas Escrituras, y los ritos de la iniciación y el pacto, que de una forma modificada se convirtieron en las piedras fundamentales del culto y organización cristianos. Del judaísmo, la naciente Iglesia aprendió a congregar a sus miembros para celebrar servicios semanales regulares en los que se leían las Escrituras, se daba instrucción y se hacía verdadera la presencia divina mediante el encuentro comunitario en el misterio eucarístico. De la misma fuente heredó la Iglesia el sentido de ser una comunidad separada, radicalmente distinta de los que no reconocían al único y verdadero Dios, y, en vez de adorarle a Él, veneraban ídolos que el mismo ser humano había creado, según su afirmación. El pueblo elegido mostraba también un ejemplo de completa dedicación a la sagrada causa y de valentía al afirmar su intransigente punto de vista. Los judíos enseñaron a la Iglesia que Dios es Santo y que sus siervos deben estar dispuestos a sufrir la prueba del fuego.
Dios es amor, pero la ardiente llama de la caridad divina consume lo que es impuro. Este y otros convencimientos fundamentales adquiridos de los judíos dieron a la Iglesia su estabilidad y su enorme poder de resistencia. Pero, mediante sus contactos con el mundo helenista, los cristianos conocieron su capacidad de expandirse, de penetrar en nuevos campos, de hacer frente a la variedad de necesidades humanas satisfacer muy diferentes exigencias y aspiraciones. La mayor de sus contribuciones fue la lengua griega. Es de suma importancia en la historia de la Iglesia el hecho de que, aunque su fundador hablaba en arameo, su voz llegó a los más amplios círculos de la humanidad en griego, pues en esa lengua se escribieron los libros del Nuevo Testamento y muchos de los comentarios patrísticos acerca de ellos. Ningún idioma hubiera podido servir tan bien a este propósito, ya que podía expresar los conceptos filosóficos con un vigor y sutileza inalcanzables en otra parte, y al mismo tiempo manifestar los más profundos sentimientos religiosos con habilidad, gracia y poesía. El mundo helenizado contribuyó también a que la Iglesia viese la unidad de la humanidad y la similitud fundamental de los problemas intelectuales y espirituales de los hombres. De los filósofos y autores griegos aprendió la Iglesia el arte del pensamiento lógico y de la especulación científica. El griego no sólo era criatura que sabía de unción como el judío; era también pensador y artista, y la Iglesia cristiana halló un honorable lugar para estos tipos de actividad humana. Los griegos proporcionaron a la Iglesia sus teólogos, hombres que analítica y críticamente examinaron el texto de las Sagradas Escrituras, que lo interpretaron a la luz del pensamiento contemporáneo y formularon sus principales doctrinas con la ayuda de términos filosóficos. Así la Iglesia se vio fertilizada por dos tradiciones orientales, el judaísmo y el helenismo, la última de las cuales había combinado ya la filosofía griega con las religiones místicas orientales.
El fundamento material de la rápida expansión del cristianismo procedió, sin embargo, de un tercer elemento, esta vez de origen occidental. Este elemento fue el Imperio Romano, con sus instituciones políticas, legales y su particular y heterogéneo panteón religioso. El genio latino concibió y realizó en los primeros siglos de la era cristiana un Estado plurinacional, con una fuerte autoridad centralizada que radicaba en el Emperador, pero organizada para disfrutar de autonomía municipal. Tal política garantizaba la unidad del Imperio, la seguridad de la comunicación, el fácil intercambio de artículos e ideas, y al mismo tiempo fomentaba la iniciativa local y recibía con agrado los desarrollos regionales. El Imperio Romano era una realización impresionante; la población urbana se enorgullecía del título de ciudadano romano. La ley defendía la tenencia de bienes, se definían claramente los deberes y las responsabilidades de los ciudadanos, se celebraban con regularidad elecciones de funcionarios municipales, y el benevolente gobierno del César ofrecía protección legal a todos los habitantes libres.
La obra misionera de la Iglesia se emprendió en este Estado universal: los predicadores del Evangelio viajaban por las rutas que gozaban de seguridad gracias a las bien disciplinadas legiones; las comunidades cristianas, aceptando la idea romana de derecho y orden, se organizaban como unidades que se ayudaban recíprocamente, regidas por funcionarios democráticamente elegidos; el ejemplo de un solo gobernante terrenal que administraba la justicia imperial facilitó la difusión de la doctrina evangélica acerca de que Dios es el único dueño de los hombres y respeta aun la libertad humana a pesar de sus contradicciones y desvaríos. La Iglesia encontró las más favorables condiciones donde operaban estas tres principales influencias. Los elementos latinos, helénicos y judíos de la civilización se hallaban mejor representados en las principales ciudades de tradición e influencia oriental o de habla griega del Imperio, y fue allí donde la nueva religión edificó durante los tres primeros siglos sus más importantes plazas fuertes. Las comunidades cristianas se componían principalmente del proletariado urbano, aun cuando de vez en cuando se unían a la Iglesia cierto número de hombres de cultura y alto rango social. Cada comunidad era una unidad autónoma, dirigida por un obispo asistido por presbíteros, diáconos y diaconisas. Los deberes de un obispo incluían la presidencia en el ágape eucarístico, acto central del culto cristiano; la instrucción y el bautismo de los conversos, y el mantenimiento de la disciplina. Los presbíteros y diáconos se cuidaban de las viudas y huérfanos, de los enfermos y menesterosos. Las iglesias estaban en comunicación regular con sus vecinos; se recogían limosnas y se enviaban a las comunidades necesitadas; la hospitalidad se ofrecía voluntariamente a los viajeros. No había autoridad central, pero las iglesias fundadas por los Apóstoles en importantes centros gozaban de prestigio, y su caudillaje era aceptado voluntariamente, siendo las más destacadas entre ellas las Iglesias de Roma, Alejandría y Antioquía. Se mantenía el intercambio de opiniones y noticias. La Galia tenía correspondencia con Siria; África del Norte, con Asia Menor; Roma, con Alejandría; Grecia, con España.
Al principio la Iglesia pareció a las autoridades romanas una secta judía más; pero pronto se vio con claridad la distinción entre el Nuevo y el viejo Israel, y para los cristianos fue éste el principio de trescientos años de persecución, que dieron a la Iglesia una fuerza capaz de derrotar al Imperio. El segundo problema con que tropezaron los cristianos fue el de cómo sobrevivir en un mundo romano hostil.
El judaísmo, el helenismo y el Estado romano no sólo fueron la cuna de la Iglesia, sino también las potencias que la intentaron sofocar. El enemigo más cruel y persistente fue el judaísmo, su deudo más cercano. La destrucción de Jerusalén en el año 70 de la era del Señor, al partir los cristianos de la sentenciada ciudad y retirarse a Pella, puso el sello final a la separación entre las dos comunidades. Para los judíos, los cristianos habían aceptado a un impostor como al verdadero Mesías, que, siendo hombre, afirmaba estar en unión con el Padre Celestial, y que, como prueba de su única posición, perdonaba los pecados y liberaba a sus seguidores de la opresión de la Ley. En las sinagogas se proclamó que Jesucristo era un destructor del pacto entre Yhavé e Israel.
Si los dirigentes del judaísmo hubiesen tenido el poder político para con los cristianos, habrían tratado de aniquilarlos totalmente. Pero la caída de Jerusalén y la rápida difusión de la Iglesia fuera de las Iglesias de Palestina situaron a los cristianos más allá del alcance de sus más resueltos antagonistas.
La oposición por parte de la sociedad helenística fue también grande, pero difería del odio de los judíos. Los gentiles atacaban a los cristianos en dos diferentes niveles. Las clases inferiores les temían y les odiaban como a una irritante e incomprensible minoría; las clases superiores les despreciaban por mojigatos y fanáticos. La población urbana cosmopolita de las provincias orientales del Imperio estaba acostumbrada a una multiplicidad de cultos y religiones mistéricas. Algunas de estas tenían sus propios lugares de veneración, a los que no eran admitidos los extraños, pero aun aquellos que consideraban a Mitra o a la Gran Madre de Frigia como a sus protectores particulares frecuentaban también otros templos, participaban en los festivales populares y no diferían de los otros en su conducta. Los cristianos eran totalmente distintos a otros devotos: no constituían una raza aparte como los judíos, sino que procedían de todas las clases y naciones; sin embargo, se portaban en sorprendente contraste con sus propios parientes y antiguos amigos. Se negaban a ofrecer sacrificios a los dioses y se abstenían también de los juegos de gladiadores y otros entretenimientos populares, donde la crueldad y la impiedad eran moneda corriente de diversión en el populacho de la época. Todas estas extrañas facetas o particularidades, a los cristianos los hacían altamente sospechosos a los ojos de la gente común. Los cristianos eran acusados de ser ateos, de ejercer una magia peligrosa, y su presencia era considerada como una ofensa a las deidades reconocidas.
Siempre que ocurría cualquier calamidad, un terremoto, un incendio o una epidemia, estos desastres eran explicados como venganza de los dioses por la impiedad de los cristianos. El populacho estaba sí dispuesto a asaltarles, a arrastrarles a los tribunales y a pedir a gritos su destrucción. La hostilidad de los plebeyos corría pareja con la indiferencia de los que eran cultos y mundanos. Impregnados de literatura clásica, fascinados por la poesía y la retórica, iluminados por los escritos de los grandes filósofos, los romanos educados despreciaban a los cristianos como parias incultos e ignorantes, hundidos en la superstición y entregados a la veneración de un oscuro galileo que fue crucificado por orden del gobierno imperial. Las clases superiores no temían a los cristianos y pensaban que merecían un castigo, no porque fuesen ateos, sino porque desafiaban a la suprema autoridad del Estado y difundían ideas que probablemente debilitarían el orden político y social.
La sociedad helenística era mucho menos resuelta en su política de agresión hacia los judíos. El populacho era peligroso cuando se excitaba, pero su celo por la persecución se calmaba a menudo con la misma rapidez con que surgía. Las clases superiores, en la mayoría de los casos, eran demasiado escépticas para tomar en serio el cristianismo y se mostraban más despectivas que antagónicas.
El tercer enemigo de la Iglesia era el propio Imperio, y éste tenía en sí mismo los medios políticos, legales y coercitivos necesarios para destruir a la nueva religión. El Imperio Romano toleraba, en principio, las creencias de sus súbditos pero en tanto y en cuanto no le desestabilizara la estructura religiosa, jurídica y de poder que había instaurado. Muchos cultos diversos se practicaban en la capital y en las provincias; templos dedicados a dioses extranjeros se alzaban al lado de los que honraban a las ciudades tradicionales del pueblo latino. Incluso los judíos obtenían concesiones y podían seguir sus costumbres, eximiéndoles de observancia que chocaban con sus convencimientos. Sin embargo, el cristianismo no se hallaba incluido entre las religiones toleradas, ya que era considerada una secta peligrosa que hacía peligrar el establishement político imperial generando influencias en el comportamiento de los ciudadanos que hacían peligrar la fidelidad y la obediencia a la autoridad que era ejercida por el Emperador. En varias ocasiones los emperadores hicieron determinados intentos de extirparlo. Al principio, estas persecuciones eran casuales y carecían de consistencia; gradualmente, sin embargo, se planificaron mejor y se hicieron de mayor alcance. El más elevado número de víctimas se atribuye a la última y más feroz de todas las persecuciones, la de Diocleciano y sus compañeros de gobierno, en el siglo IV.
El primer asalto contra los cristianos fue efectuado por Nerón (57-68), que en Roma ordenó su ejecución en masa para apaciguar la insatisfacción popular causada por el gran incendio que destruyó una gran parte de la capital. Dieron muerte a los apóstoles Pedro y Pablo, con cierto número de sus seguidores, pero no se efectuó ningún intento de extender la persecución a otras partes del Imperio o de justificarla sobre cualquier otro cargo que una mal fundamentada acusación de incendio malicioso. Los sucesores de Nerón no adoptaron al principio una política uniforme hacia los cristianos, a quienes trataban, sin embargo, como seguidores de una religión ilícita, que en cualquier momento podían ser arrestados, deportados o ejecutados, y confiscados todos sus bienes. Durante un largo tiempo no se aprobó contra ellos ninguna legislación especial. Por lo tanto, la persecución fue severa bajo algunos emperadores como Domiciano (81-96), y se mitigó bajo otros, como Cómodo (180-192). Incluso alguno de los césares mostraron una favorable disposición, como Alejandro Severo (222-235) o Filipo el Árabe (244-49). La intensidad de la persecución variaba también de provincia a provincia y dependía a menudo del celo de los funcionarios locales.
El intercambio de cartas entre Plinio el Joven, gobernador de Bitinia (111-113), y el emperador Trajano (98-117), uno de los dirigentes más humanos e iluminados del Imperio, arroja alguna luz sobre las razones de esta vacilante política. Plinio halló un gran número de cristianos en su provincia. Creía que eran indeseables y castigaba a los que caían en sus manos, pero consideraba que no presentaban un peligro tan grave como para merecer la destrucción total, de manera que dirigió una carta al Emperador pidiendo instrucciones. La respuesta del Emperador expresaba la aprobación de la moderada política de Plinio. Trajano escribió: “Mi digno Plinio, has seguido la correcta línea de conducta en el trato con los que te presentaron como cristianos. No se les debe perseguir; si son denunciados y convictos, deben ser castigados, pero con la reserva de que cualquiera que niegue ser cristiano y lo demuestre activamente adorando a nuestros dioses debe ser perdonado por su arrepentimiento, sin tener en cuenta las sospechas que graviten sobre su pasado. No se podrán tomar tampoco en consideración las acusaciones anónimas sobre ningún cargo; esto daría mal ejemplo y no sería compatible con el espíritu de nuestra época.”
Trajano fue vacilante y lo fueron también muchos de sus predecesores y sucesores. Era difícil precisar la ofensa cometida por los cristianos, y, no obstante, generalmente se percibía que la Iglesia constituía una sociedad subversiva, cuya propia existencia desafiaba a las afirmaciones de que se debía obedecer al Estado romano en todos los asuntos civiles y religiosos.
Tal era también la opinión de Marco Aurelio (161-180), el iluminado filósofo del trono imperial que condenaba a los cristianos como fanáticos peligrosos e inflexibles. Únicamente cuando los emperadores se percataron por fin del verdadero carácter de la oposición cristiana inauguraron una campaña anticristiana que aspiraba al exterminio total de esta peligrosa religión. La prueba vino a ser la disposición de un ciudadano a ofrecer sacrificio a los dioses que aprobaba el Imperio o la de rendirle honor al Emperador ofreciéndole incienso en el altar levantado en su nombre. Por primera vez se deslindaron los límites del poder del Estado sobre el individuo y la línea de conducta adoptada por los mártires condujo a la fundación de una nueva estructura en que los seres humanos libres podían respirar y vivir. El respeto por la mujer en la nueva comunidad social fue una de sus características, como así también la inserción de los más renegados de la sociedad: los esclavos. Decio (249-51) fue el primer gobernante que hizo obligatoria para todos la conformidad al culto del emperador, y que ordenó una búsqueda sistemática y despiadada de cristianos. Todos los que desobedecían a rendirle culto al Emperador eran condenados a muerte o deportados. Siguieron su política otros varios emperadores: Gallo (251-53), Valeriano (253-59) y Aureliano (270-75). Se alcanzó su punto culminante bajo Diocleciano (284-305), el gran autócrata reformador, que emprendió el último y el mejor planificado ataque.
Diocleciano, aunque simple soldado, era estadista de nacimiento. Consiguió restaurar el orden en el decadente Imperio, aunque al precio de convertirlo en un Estado totalitario. La autonomía local se redujo a una comunidad que centraba sus esfuerzos estratégicos para hacer frente a los crecientes peligros del desasosiego interno y las invasiones extranjeras. Se reformaron las provincias, se reorganizaron las finanzas y se reguló toda la economía. Diocleciano creó una poderosa burocracia y se rodeó de un elaborado ritual y un complicado protocolo. Por primera vez aparecieron las joyas en los vestidos y en los zapatos de un emperador romano, y exigió veneración a su sagrada persona como un monarca oriental. Creyendo seriamente en sus atributos divinos, entraría naturalmente en conflicto con la Iglesia, que mientras tanto había logrado gran incremento en lo que se refiere al número de afectos. Tras largos preparativos, elaboró cuidadosamente lo que pensó sería la ofensiva decisiva y final contra los indefensos cristianos. Consultó el oráculo de Apolo en Didima y, habiendo hallado una fecha propicia, publicó un decreto en marzo del año 303 ordenando la destrucción sistemática de todo edificio cristiano. Desde su palacio en Nicomedia, vio la quema de la principal iglesia de esa ciudad. Una serie de edictos imperiales siguieron a este primer mandamiento. Los cristianos fueron expulsados de todos los empleos gubernamentales, se les privó de su rango o estatus social, se les dejó sin protección estatal y sin derecho de apelación contra ningún ofensor, sino sujetos a ser torturados y ejecutados sin consideración a su previa posición. Envejeciendo ya el Emperador, que había comenzado su campaña contra la Iglesia en asociación con su yerno y compañero de gobierno, Galerio (293-311), en el año decimonono de su reinado, quiso, sin embargo, evitar una matanza general de cristianos. Su principal intención era privar a los miembros de la Iglesia de sus edificios y escrituras sagradas, destruir su organización y someterles por miedo en su mayor parte. Únicamente se esperaba una seria resistencia por parte de los jefes de la comunidad; pero, una vez iniciada la persecución, las intenciones originales si olvidaron pronto y por todo el Imperio se torturó y se dio muerte innumerables víctimas. Las únicas excepciones fueron las prefecturas de la Galia y Bretaña, regidas por Constancio Cloro (293-306), uno de lo: subordinados de Diocleciano con el título de cesar.
Sigue siendo un enigma la razón por la que Diocleciano aplazó su lucha con la Iglesia hasta el final de su mandato y por la que abdicó de súbito el 1 de mayo del año 305, en la cúspide de su campaña anticristiana. Galerio y Constancio fueron proclamados sus sucesores. Este cambio puso fin a la persecución de los cristianos en toda la mitad occidental del Imperio encomendado a Constancio, pero Galerio persistió en sus intentos de acabar con la Iglesia en su dominio oriental. Murió en el año 311 de una enfermedad no identificada, desfiguradora y dolorosa. En su lecho de muerte recordó el edicto contra los cristianos y la agonía que sufrió fue interpretada por sus contemporáneos como señal de la derrota de este cruel y acérrimo enemigo de la Iglesia. El número de víctimas que cayeron durante esta última persecución batió todas las marcas anteriores. Igualmente abrumadora fue la destrucción de los edificios, bibliotecas y documentos eclesiásticos. La Iglesia sufrió severamente; mientras que muchos cristianos demostraron firmeza y fidelidad en sus convicciones y fueron martirizados, otros muchos cedieron y se entregaron a sus perseguidores. Pese a todo, no sería aniquilada la Iglesia y nada ganaría el Imperio; antes bien, dejaría comprometida la autoridad de sus gobernantes.
El mundo mediterráneo, durante los primeros siglos de la era cristiana, gozó de una unidad política, económica y social estructuralmente sólida en su historia. Sin embargo, estas notables realizaciones acentuaron un desaliento y discordia interior. Eran generales el pesimismo y el sentimiento de que una sentencia inminente e inevitable se cernía sobre sus gentes; se observaba que el tiempo se repetía sin principio ni fin; la historia se movía en círculos interminables; los dioses eran inmortales, pero ni mejores ni más sabios que los seres humanos, y finalmente indefensos, lo mismo que el resto de los mortales. La mitología popular representaba las divinidades como frívolas e irresponsables, incapaces en su multiplicidad de satisfacer el ansia de comunión de lo humano con lo sagrado. Las religiones mistéricas, ya orgiásticas o mágicas, no acababan de satisfacer las necesidades de las mentes más sobrias. Sus consecuencias no dejaron de mostrarse: hartaron la relación social generando una fatiga espiritual crónica, generando búsquedas espirituales que se centraran en relaciones míticas armoniosas y purificadoras. La búsqueda por lo Absoluto no fue una búsqueda intelectual solamente, sino un anhelo espiritual que había que satisfacer en toda la relación social y religiosa. Una búsqueda de una verdad que fuese menos fría, más vital, más cerca de las necesidades humanas. El asunto era dónde ella estaba. Por otra parte, los nobles ideales de autodominio predicados por los estoicos parecían estar más allá del alcance de los seres humanos comunes.
La civilización clásica se confundía en sus ideas del bien y el mal; no ofrecía promesa de un futuro mejor y se había perdido el secreto de la felicidad. Cuando se privó a los hombres de la alegría y la esperanza, se volvieron crueles tanto ellos como la sociedad en que vivían. Los juegos de gladiadores excitaban al populacho ante la visión del espectáculo de sangre y tortura; los pobres eran oprimidos; los huérfanos y las viudas eran vendidos como esclavos; los enfermos, abandonados para morir de hambre y sed. Homo homini lupus est, como brutalmente dice el popular proverbio romano.
El cristianismo irrumpió en este mundo de pesimismo y frustración con un mensaje de paz, amor y esperanza. Los seres humanos apreciaron la faz del Ungido, aprendieron la finalidad de la vida y empezaron a respirar esperanza y libertad, donde la fe, la esperanza y el amor eran sus fundamentos espirituales básicos. La unidad y la solidaridad se hizo realidad. Se comenzó a tener sentido de pertenencia (membresía) en un Cuerpo Místico cuya cabeza era el mismo Cristo. Los sufrimientos por los martirios y las persecuciones, lejos de aminorar la lucha por la Causa del Evangelio unieron a un Pueblo que se sentía parte del Cuerpo Místico y aun más: sentían que eran herederos por la Gracia del Espíritu Divino de la promesa en un Reino, que era la misma iglesia, la misma comunidad en la cual los miembros formaban parte. Varios testimonios que datan del período transicional describen este cambio interior de los conversos. Uno de los más elocuentes es el de San Cipriano, obispo mártir de Cartago (murió en el año 258). Fue un distinguido abogado, hombre de riqueza y cultura, amante de la poesía clásica y de la sabiduría. He aquí su descripción del efecto que produjo en él su bautismo: “Cuando aún me hallaba en tinieblas, inseguro de mis pasos errantes, sin saber nada de mi verdadero yo y lejos de la verdad y de la luz, pensaba que era imposible que un hombre pudiese retener toda su estructura corporal y, sin embargo, quedar transformado en corazón y alma.”
“Pero ahora, mediante la ayuda del agua del nuevo nacimiento, se ha lavado la mancha de los años pasados, y una luz procedente de arriba, serena y pura, ha penetrado en mi reconciliado corazón, y un segundo nacimiento me ha convertido en un hombre nuevo.”
Esta experiencia no fue meramente una emoción pasajera; le permitió llevar una vida nueva. El mismo San Cipriano relata ciertos episodios que ocurrieron en su ciudad natal durante la epidemia que se produjo durante la persecución de Decio (251). Todos los que pudieron huyeron de las ciudades, dejando atrás a los enfermos y a los moribundos. Se olvidaron todas las reglas de decencia, de comportamiento social que tendieran a la unidad y a la solidaridad frente a las contingencias. El individualismo ante los riesgos se expresaba en cada una de las circunstancias. Cada cual trataba meramente de salvar su propia vida. El sálvese quién pueda era la moneda corriente en la mayoría de la población. Pero sólo los cristianos eran valientes; sólo ellos conservaban su paz interior y el necesario autodominio, y cuidaban de los enfermos y los muertos. La faceta más sorprendente de su conducta era que incluso actuaban como enfermeros de los enemigos que les habían perseguido. Había algo revolucionario e inexplicable en la mentalidad y conducta cristianas, algo que estremecía y asustaba al mundo pagano por su contraste con las normas aceptadas. Esta regeneración de los conversos proclamaba la aurora de una nueva época.
Es imposible explicar la victoria de la Iglesia sin reconocer que una fuerza previamente desconocida se había introducido en la historia. Nació una comunidad universal cuyos miembros no tenían miedo a la muerte y conservaban su unidad sin el uso del temor y la compulsión. Al contrario estos los unía y los fortalecía en la fe. El mensaje del Evangelio superaba a las ideas que predicaban los gentiles y los judíos: revelaba a Dios no sólo como omnipotente, sino como el Dios del Amor, no sólo como justo, sino como misericordioso. Los cristianos tenían un sentido de finalidad, de pertenencia, combinado con fortaleza, caridad y humildad, y esto les permitía convertirse en arquitectos de un nuevo y mejor orden social, demostrando como lo dice Santiago en su Carta, que la fe se demuestra por hechos y no por palabras (Stg. 2:14,17). La fuente de su inspiración no era una doctrina nueva, sino el encuentro personal con ese galileo enigmático, que prometía a sus seguidores su continua asistencia y un grado de amor y unidad inasequible hasta entonces por los seres humanos. Lo que sorprendía, lo que caracterizaba a la nueva religión fue, pues, hacerse dignos de esta atrevida promesa, cuya recompensa era el Reino Celestial.
Durante los siglos de sufrimiento y persecución, los cristianos mantuvieron su unidad de un modo notable, pero de vez en cuando surgían varios grupos disconformes, díscolos que se separaban del cuerpo principal, bien por causa de su disciplina especial (sectarios) o de su enseñanza defectuosa (herejes). La fidelidad en la práctica de la fe, la esperanza y sobre todo del amor era lo que expresaba su calidad de miembros, su sentido de pertenencia en una comunidad de fe que sustentaba en sus prédicas la Causa Evangélica. El punto de disputa se centraba usualmente en la manera y grado de la adaptación eclesiástica al ambiente no cristiano. Algunas de estas sectas deseaban combinar el cristianismo con la observancia de la ley mosaica, y evitar de este modo una ruptura final con el judaísmo. Estos cristianos eran repudiados por los judíos y criticados por los cristianos, y gradualmente desaparecieron como resultado del creciente abismo que existía entre la Iglesia y la Sinagoga. Más persistentes fueron los intentos de edificar un puente entre la Cristiandad y el helenismo. Este movimiento se conoce con el nombre gnosis. La historia de la Iglesia en los siglos II y III se vio profundamente perturbada por las actividades de varios maestros gnósticos como Basílides, Valentín y Marción. Incluso hubo ejemplos de enteras comunidades cristianas locales que abrazaban el gnosticismo como credo. A pesar de la considerable variedad de detalle, los gnósticos ostentaban una similitud esencial. Todos consideraban que este mundo era creación de una deidad inferior que era responsable de la desafortunada mezcla de espíritu inmortal y materia impura en el ser humano. Muchos gnósticos pensaban que Dios, según revelaba el Antiguo Testamento, era este creador opuesto al buen Dios a quien Jesucristo llamaba su Padre. Los gnósticos eran unos sincretistas que trataban de conciliar las ideas religiosas corrientes del mundo helenista, acerca de que el cosmos era una emanación divina, con la enseñanza del Evangelio. La palabra “gnosis” implicaba la posesión de un conocimiento secreto y superior respecto al misterio de la vida y la muerte que otros no poseían. La extravagancia de sus especulaciones y el desacuerdo existente entre ellos mismos constituyeron sus principales debilidades; su fuerza radicaba en su teología según el temple de la época, ya que hablaban un idioma que apelaba a un auditorio mundano. Los gnósticos formaban sus propios cónclaves y atacaban a los católicos desde fuera, tratándoles como inferiores en sabiduría y educación.
En sorprendente oposición a este sincretismo se hallaba la secta de los denominados montanistas. Sus adeptos trataban de debilitar la fidelidad de los cristianos a la Iglesia católica desde dentro. Su fundador, Montano, fue un frigio que vivió a mediados del siglo II. Afirmaba ser un profeta y compartía su autoridad con dos notables mujeres, Priscila y Maximila, ambas reverenciadas por sus secuaces como poseedoras de los dones del Espíritu Santo, tales como la profecía, la posibilidad de expresión inmediata en lenguas extrañas y la curación. La secta imponía un riguroso ascetismo a sus adeptos y gozó entre ellos de un desmedido entusiasmo. Un tema de su predicación era la inminencia de la segunda venida. Los montanistas tenían muchas de las características comunes hoy día entre los pentecostales y otras sectas revivalistas. Consiguieron un gran número de versos por todo el Imperio, incluyendo a Tertuliano (150-222), el dotado autor y apologista norteafricano, que más tarde, sin embargo, disintió y formó su propia secta.
Los montanistas acentuaban el elemento profético de la vida de la iglesia a expensas de una disciplina regular y una sana erudición. Eran fuertemente antipaganos y muchos fueron martirizados. Su austeridad no iba con todos los cristianos, algunos de los cuales se sentían tentados a abrazar una vida de comodidad y riqueza siempre que disminuía la persecución. El ejemplo más famoso de tal mundanidad fue Pablo de Samosata, obispo de Antioquía, que fue expulsado de su sede por el Sínodo en el año 268 a causa de la pompa y la extravagancia de su conducta. A estas desviaciones se resistió el principal cuerpo de cristianos que se adherían a la tradición apostólica que entrañaban los libros del Nuevo Testamento. Durante estos siglos formativos se efectuó una selección de los escritos que habían de ser reconocidos como auténticos, mientras que otros fueron repudiados por inconsistentes con el mensaje original. La primera enumeración de los libros del Nuevo Testamento data de principios del siglo III (fragmento de Muratori). Esta separación del original respecto de los escritos interpolados fue un proceso gradual que terminó en una aceptación unánime del canon presente.
El importante factor de esta lucha de la Iglesia contra sus adversarios internos y externos fue la sucesión apostólica de sus obispos. Nadie podía convertirse en cabeza de una Iglesia local a menos que fuese aprobado y consagrado por los obispos vecinos. Esta regla frenó la influencia de los extremistas y mantuvo la unidad y cohesión entre los cristianos. La confraternidad y la relación con las Iglesias más antiguas, fundadas por los Apóstoles, ayudaban a las comunidades menores y menos instruidas a conservar su ortodoxia y a combatir la herejía y el cisma.
Desde los primeros siglos conocemos dos tipos de caudillos eclesiásticos: los mártires, que dieron testimonio de su religión sufriendo, y los apologistas, que escribieron en defensa de sus creencias.
Entre los mártires, San Ignacio de Antioquía (muerto entre 107-117) es la más viva figura. Poco se sabe de sus orígenes, de su conversión e incluso de las circunstancias que condujeron a su arresto y condenación, pero todavía podemos oír su voz regocijándose al borde del martirio y poseemos en sus escritos una singular revelación del estado mental del mártir. El anciano obispo escribió siete epístolas durante su lento y doloroso viaje, preso en cadenas, de Antioquía, el lugar de su nacimiento en Cristo, a Roma, la escena de su muerte. Dirigió sus cartas a diferentes comunidades cristianas, exhortándolas a permanecer fieles al Evangelio y a obedecer y a venerar a sus maestros y pastores. En su Epístola a los Romanos dijo: “Escribo a todas las Iglesias y hago saber a todos mi última voluntad, que deseo morir libremente por Dios, si no lo evitáis al menos. Os suplico que no malgastéis condolencia alguna por mi causa. Dejadme ser cebo para los animales salvajes, al objeto de que me hallen como el puro pan de Cristo, o más bien que incite a los animales salvajes a convertirse en mi tumba, sin dejar que nada de mi cuerpo sea un peso para nadie después de mi muerte. Entonces seré discípulo de Jesucristo en el verdadero sentido de la palabra, cuando el mundo no vea ya ni siquiera mi cuerpo. Rogad por mí a Cristo, para que mediante estos instrumentos sea un grato sacrificio a Dios.”
En la última parte de la misma epístola escribió: “De Siria a Roma lucho con los animales salvajes por tierra y mar, de noche y día, sujeto a diez leopardos, quiero decir a una banda de soldados que, aunque tratados con amistad, se hacen tanto más crueles. Sin embargo, por medio de estas injurias me estoy convirtiendo en un verdadero discípulo. Que nada visible o invisible me impida alcanzar a Jesucristo. Venid vosotros, el fuego, la cruz, la lucha con los animales salvajes, la cercenadura y el desplazamiento, la dislocación de huesos, la mutilación de mis miembros, la trituración de todo mi cuerpo; vengan sobre mí todos los perversos tormentos del diablo, pero dejadme gozar la presencia de Cristo.”
La epístola de un testigo de vista, describiendo el martirio del más joven contemporáneo de San Ignacio, San Policarpo, obispo de Esmirna (muerto en 156), y algunos de sus compañeros, presenta un cuadro similar de exaltación y fortaleza. El autor anónimo escribió: “No se puede por menos que admirar su nobleza y resistencia y amor al Maestro. Hablo de los hombres a quienes de tal modo torturaron con el látigo, que sus cuerpos quedaron abiertos hasta las venas y arterias. Sin embargo, lo resistieron, hasta el punto de que todos los que estaban viéndoles se apiadasen y se lamentasen de su suerte. Ninguno de ellos suspiró ni gimió, pues el Señor se hallaba a su lado y les consolaba.” Estos documentos contemporáneos revelan el dilema con que se enfrentaban las autoridades romanas, que deseaban desacreditar el cristianismo y afirmar el derecho del Estado a dominar las creencias de sus ciudadanos, pero nunca tuvieron intención de hacer héroes y mártires. En muchas ocasiones la persecución produjo resultados opuestos, elevando el prestigio de la nueva religión y atrayendo la atención hacia ella de círculos más dilatados.
La contienda entre los paganos y los cristianos no se limitó, sin embargo, al reino donde el verdugo y el carcelero tenían la última palabra. Los antagonistas chocaban también en la esfera del argumento intelectual. Varios autores cristianos trataron de explicar a los paganos eruditos el fundamento de su creencia en la Encarnación. Entre estos defensores del cristianismo los más destacados fueron Clemente de Alejandría (150-215) y Orígenes (185-253).
La última parte del siglo II y la primera mitad del III fueron épocas de una poderosa revivificación en la filosofía helenística. No obstante, había cambiado su temple, pues había adquirido una distinta inclinación religiosa, e incluso su mayor representante, Plotino (muerto en 270), se consideraba como maestro religioso. Al mismo tiempo el misticismo oriental conquistó a algunas de las mejores mentes. La India atrajo una curiosidad especial y muchos buscadores esperaban encontrar la iluminación en la tierra de los brahmanes y faquires.
Las cuestiones de que se preocupaban estos intelectuales se centraban en la naturaleza de Dios, en el fin del universo físico y en su relación con el invariable mundo espiritual. Su atención se dirigió también al problema del origen del mal y al destino del alma inmortal después de su separación del cuerpo mortal. Era popular el sincretismo y muchos autores trataron de conciliar el Antiguo Testamento con los escritos de Platón y Aristóteles. Un autor popular de esa época, Numenio, describió a Platón como a “Moisés hablando griego.”
Esta revivificación religiosa y filosófica fortaleció la oposición pagana a la Iglesia. Un número de autores tales como Celso, Filostrato, Numenio y especialmente Plotino y su discípulo Porfirio atacaron a los cristianos basándose en su desviación del sano fundamento expuesto por los filósofos griegos y en su preferencia por los escritos de los oscuros profetas y maestros hebreos. El siglo ni vio el último y decidido asalto intelectual de la cultura clásica contra el cristianismo. En este difícil período, la Iglesia encontró un número de elocuentes campeones que no sólo defendían las enseñanzas del Evangelio con éxito, sino que contraatacaban también con vigor y convencimiento. Los enemigos paganos del cristianismo confiaban en su superioridad, pues basaban sus argumentos en ideas filosóficas y científicas contemporáneas. Los apologistas cristianos parecían anticuados, pero su independencia del pensamiento corriente resultó ser de provecho en muchas ocasiones. Por ejemplo, Plotino se burló de ellos por negar que el sol y las estrellas tenían una inteligencia más elevada que los hombres; tal actitud le parecía un evidente absurdo. Su defensa del politeísmo contra el monoteísmo también utilizaba argumentos que pronto perdieron su atracción.
El principal encuentro entre los filósofos cristianos y sus rivales paganos tuvo lugar en Alejandría, la ciudad más culta del Imperio. Sus academias y escuelas, el Museo, el Serapeum, el Sebastion atraían estudiantes de todas las partes del mundo donde eran estudiadas y admiradas la retórica y filosofía griegas. Además, hacía mucho tiempo que era centro de erudición judía. Filón (20 años antes de J.C.-50 de la era del Señor) y Josefo (37-100 de la era del Señor) trabajaron allí, y la traducción griega del Antiguo Testamento, la Versión de los Setenta, se había realizado en Alejandría. Los cristianos, siguiendo el ejemplo de los griegos y judíos, fundaron su famosa Escuela Catequística en esa célebre ciudad. Un número de destacados maestros, Panteno (200), Heracleo (247), Dionisio (265), Teognosto (280), Pierio (310), Pedro (311), Dídimo el Ciego (398) y Rodón mantuvieron un alto nivel de instrucción durante más de doscientos años. Pero Clemente y Orígenes fueron los más insignes de estos maestros.
Es probable que Clemente naciera alrededor del año 150 de la era del Señor Atenas, donde se crió como un devoto pagano y recibió una excelente educación. Hay cierta evidencia de que estaba relacionado con la familia imperial, como atestigua su nombre completo Tito Flavio Clemente. Se trasladó a Alejandría a la edad de treinta años, y allí comenzó ante su brillante carrera como principal apologista y cabeza de la Escuela Catequista algo después del año 190.
La persecución iniciada en 202 por Septimio Severo (193-211) le obligó a salir de Egipto. En el 211 apareció como maestro muy venerado en Capadocia, donde fue obispo uno de sus antiguos discípulos, Alejandro; murió allí alrededor del 215.
Clemente fue un autor perfecto, poéticamente dotado de un extraordinario alcance intelectual. No sabía latín, pero su griego era inmaculado. Aunque la mayoría de sus libros se han perdido o perviven en pequeños fragmentos, tres de sus principales obras están completas y nos ayudan a comprender el clima filosófico de Alejandría y la forma como Clemente presentaba el cristianismo a sus oyentes mundanos. En el primero de estos libros, el Protrepticos (Exhortación), expone la inconsistencia de la mitología pagana, y pide a sus lectores que escuchen al Dios vivo hablando por medio de los profetas y revelándose en el Logos Encarnado El segundo libro, Paidagogos (El Instructor), introduce a los lectores en la doctrina cristiana. El tercero, Stromateis (Miscelánea), inicia a los investigadores en los misterios de la Nueva Revelación.
Clemente amaba y respetaba la filosofía griega, consideraba a Platón como precursor de Cristo, citaba a Sócrates y a Pitágoras en apoyo de la verdad de la enseñanza cristiana, y consideraba la historia de los imperios orientales como una preparación providencial de la venida del Mesías. Pero estaba convencido de que las preguntas que formulaban los filósofos de la antigüedad únicamente podían hallar sus verdaderas respuestas en el mensaje del Evangelio, y que los viejos mitos y leyendas de Grecia se habían anticuado, a causa de la Revelación cristiana. “Ya se han anticuado las fábulas,” escribió Clemente, “y ya no es Zeus una serpiente, ni es un cisne, ni un águila, ni un enamorado furioso. Ya no vuela, ni ama a los muchachos, ni besa, ni actúa con violencia.” Aún estaba vivo el paganismo tradicional; se resistía ferozmente al avance cristiano; pero se había debilitado su vitalidad, pues la frivolidad moral y la inconsistencia de sus mitos le privaban de dignidad, autoridad y poder.
Clemente veía en el cristianismo la realización de todo lo que era mejor el mundo helenístico; consideraba al ser humano como el ser más perfecto creado por Dios. Escribió: “El hombre es un noble himno a Dios, inmortal, basado en la justicia. En él están grabados los oráculos de la verdad; pues si no es en el alma sabia, ¿dónde se pueden escribir la verdad, o el amor, o la reverencia, o la ternura? Los que llevan estos caracteres divinos inscritos y sellados en sus almas juzgan que tal sabiduría es un hermoso puerto de partida para cualquier viaje que emprenden y que esta sabiduría es también un puerto de paz y promesa de un seguro retorno.”
Clemente consideraba “la vida como sacra festividad,” pudiéndose considerar eso como un trasunto de su pensamiento. Es curioso que sonase esta nota optimista y valiente en el momento en que los cristianos de todo el Imperio se enfrentaban con el martirio.
Clemente estableció los fundamentos de la apologética cristiana, pero fue Orígenes quien completó su sistema, al sucederle en la Escuela Catequística. Orígenes nació en Alejandría en el año 185. Su padre, Leónidas, era griego, hombre de riqueza y erudición. Su madre era natural de Egipto, y ambos padres eran cristianos convencidos. La familia poseía una gran biblioteca que introdujo al joven Orígenes en el mundo de la cultura clásica. De muchacho, impresionaba a todos con sus inusitadas facultades intelectuales, la madurez de su juicio y su insaciable deseo de información. A la edad de diecisiete años, hizo frente a la gran crisis de su vida cuando su padre fue arrestado y martirizado, confiscada la magnífica biblioteca y arruinada la familia. Orígenes anhelaba compartir la corona de martirio de su padre, pero le perdonaron la vida. Comenzó a enseñar filosofía pagana y doctrina cristiana y a pesar de su juventud adquirió pronto reputación de ser un capacitado maestro. Continuó sus propios estudios y se unió a la escuela de Amonio Sacas, antiguamente cargador de muelle en Alejandría, más tarde convertido al cristianismo, si bien finalizaba su carrera como neoplatonista en oposición a la Iglesia. Amonio no ha dejado escritos, pero su excelencia como maestro se ve probada por el hecho de que dos de los más grandes pensadores religiosos del siglo, Orígenes y Plotino, fueron enseñados y adiestrados en su escuela y contrajeron una inextinguible deuda con él.
La creciente popularidad de Orígenes provocó celos locales y le obligó a salir de Alejandría en el año 231. Trasladó su escuela a Cesárea, donde continuó enseñando durante otro período de nueve años. En 240 le encarcelaron y le torturaron de una manera salvaje. Al final de la persecución le pusieron en libertad, pero su salud estaba agotada y murió en 253, a la edad de sesenta y ocho años, en Tiro.
Orígenes era hombre de asombrosa aplicación. Pasaba todas las noches escribiendo, y los días dando conferencias, ya que consideraba que la comunicación verbal era una forma eficaz en su tiempo para propagar sus ideas y en especial la Palabra de Dios. Se supone que escribió más de 6 000 libros (¡), preferentemente comentarios sobre las Sagradas Escrituras. Muchos de ellos fueron quemados durante las persecuciones y confiscaciones que sufrió en vida, a causa de las discrepancias por parte de sus opositores de las posiciones teológicas e ideas por él sostenidas. Fue el primer doctor bíblico, y durante veintiocho años trabajó constantemente en un examen crítico del Antiguo Testamento. Su dedicación, su perseverancia en la exégesis bíblica tuvo como resultado los cincuenta volúmenes de su Hexapla, que contenía seis textos paralelos del Antiguo Testamento en hebreo y en traducciones griegas. Su curiosidad, su ansia de saber y de interpretar la Palabra de Dios y adaptarla al contexto de su época no conocía límites. Sostenía que escribir era una forma de orar y de ejercer la propagación del mensaje bíblico, no solamente entre los intelectuales de la época sino también en el mismo pueblo. Le interesaban todos los aspectos de la vida cotidiana y todos los problemas filosóficos, exigiéndose de darse una respuesta a sí mismo y a las demandas que asiduamente le hacían. Sostenía que en la medida que él con fe se exigiera a sí mismo y diera resultados confiables ante las demandas probaría que la Gloria de Dios no eran elucubraciones teóricas sino la acción del Espíritu Divino que en él se manifestaba. Combinaba una intrépida honradez intelectual con una completa dedicación al cristianismo. Su ardiente naturaleza le impulsaba a extremos de mortificación propia; en un súbito impulso se castró (como un símbolo de su lucha contra los deseos sexuales y tentaciones mundanas) mientras se hallaba todavía en la flor de su juventud, acto que lamentó posteriormente en la vida y que fue utilizado en contra suya por sus críticos.
Orígenes era un original y poderoso pensador y podía discutir contra los enemigos del cristianismo con pleno conocimiento de la filosofía y ciencia griegas. Era también un destacado maestro y apologista que no sólo instruía, sino que también formaba las personalidades de sus discípulos. Por la influencia filosófica que había recibido de los griegos sostenía que la sabiduría no solamente había que amarla transmitiéndola en discursos o escritos, sino que había que buscarla incesantemente y aun más: había que ayudar a aquellos que le interesaban que se transformaran en maestros, es decir que aprendieran a pensar y a practicar lo que pensaban. Uno de los más ilustres de éstos, San Gregorio Taumaturgo, obispo de Neocesárea (213-70), describió los años que pasó en la escuela de su amado maestro, con profunda gratitud y ardiente afecto. Escribió: “Orígenes coleccionó, para nuestro provecho, todo lo que cada filósofo tenía que ofrecer en verdad y utilidad para la edificación de la humanidad. Pero no quería que nos encariñásemos con un solo maestro, por sabio que le considerasen los colegas de su época. Orígenes nos enseñó a adorar únicamente a Dios y a venerar a sus santos profetas.”
En un pasaje del panegírico dedicado a Orígenes, se ocupó de la inspirada calidad de la interpretación que su maestro hacía de las Sagradas Escrituras: “El Rector Universal, que habla por medio de los profetas, amados de Dios, y que inspira todas las obras proféticas, todo discurso místico y divino, concedió a Orígenes el honor de ser su amigo y lo estableció como maestro. Aquellas cosas que Dios expresaba por medio de otros de un modo enigmático, las revelaba Orígenes de una manera clara e inteligible. Las interpretaciones que Orígenes hacía de las Escrituras eran inspiradas por el Espíritu Santo, pues nadie puede comprender plenamente la voz profética, a menos que le guíe y le ayude el mismo Espíritu que habló por medio del Profeta.” Para su defensa del cristianismo Orígenes utilizó mucho de lo que habló en la filosofía griega, e incorporó a su sistema ideas que han permanecido fuera de la principal tradición de la Iglesia, como la preexistencia de todas las almas (influencia neoplatónica de las reminiscencias de las ideas y de las almas en otro mundo), que creía que fueron creadas iguales y eternas al mismo tiempo. Orígenes consideraba la vida terrenal del ser humano como un período de purificación y prueba para los espíritus celestiales que no habían hecho una clara elección entre el bien y el mal; también se aventuró a opinar que finalmente se salvarán todos los seres humanos.
El conocimiento sin par que tenía Orígenes de la filosofía clásica provocó ataques contra él desde dos lados. Los oponentes paganos del cristianismo, como Porfirio, se indignaron porque Orígenes, hombre de tanta erudición, fuese cristiano. Porfirio escribió: “Orígenes vivía como cristiano, pero pensaba como griego y aplicaba las artes griegas a una creencia extraña.” Sus críticos cristianos objetaban que, siendo cristiano, tomaba demasiado de la filosofía pagana. Sin embargo, Orígenes pudo combinar, de un modo verdaderamente creador, su fe cristiana y su educación clásica.
Uno de sus más célebres libros fue la réplica a Celso (cerca del año 180), distinguido romano y decidido crítico de los cristianos. Celso era un hombre educado, que había estudiado literatura cristiana. Presentó un número de objeciones a la veracidad de los Evangelios, que repitieron muchos oponentes posteriores del cristianismo. Celso deploraba la difusión de la nueva religión: según él, había minado los cimientos del Imperio Romano. Ridiculizó el Antiguo Testamento diciendo que estaba lleno de milagros y fábulas increíbles. Negó el nacimiento virginal del Mesías e insistió en que la historia de la resurrección, inventada por mujeres histéricas, había sido hábilmente utilizada por los Apóstoles. Celso describía a los cristianos como agentes artificiosos y subversivos, que penetraban en las casas de los opulentos y seducían a las mujeres y a los niños con su pervertida fe cuando el dueño de la casa se hallaba lejos del hogar.
Se ha hecho clásica la réplica de Orígenes a estas acusaciones. Preguntó a Celso si los hombres que engañaban deliberadamente a otros estarían dispuestos a morir como mártires en testimonio de su propia mentira, y también cómo podría alterar una mentira las vidas de los hombres y elevarlos moral e intelectualmente a un nivel previamente inaccesible. Celso había terminado su tratado con una apelación dirigida a los cristianos para que renunciasen a su religión y se convirtiesen en leales ciudadanos del Imperio. Las últimas palabras de Orígenes expresan la esperanza de que los gobernantes del Estado romano se convertirán y reconocerán la supremacía de la Ley divina que reveló Cristo; este deseo se realizó unos setenta años más tarde.
La comunidad cristiana en el Oriente evolucionó intelectualmente bajo la enseñanza inspiradora de Orígenes. Más que ningún otro, preparó a sus miembros para las nuevas y más complejas tareas con que se enfrentaron después del reconocimiento de la Iglesia por el Imperio.
Constantino el Grande (306-337). — El Emperador y el Concilio Ecuménico. — El arrianismo. — Las consecuencias de Nicea. — La victoria de la ortodoxia nicena. — El segundo Concilio Ecuménico y el emperador Teodosio (379-395). — La conversión en masa del Imperio y sus efectos sobre la Iglesia. — San Juan Crisóstomo (347-407). — El cisma nestoriano. — El segundo Concilio de Efeso (449). — El cuarto Concilio Ecuménico (451). — El cisma calcedónico. — Justiniano I y su política eclesiástica (527-565). — La definición de Calcedonia y la separación de las Iglesias orientales. — El cristianismo y el nacionalismo. — El cristianismo fuera del Imperio Bizantino. — Roma y el Oriente cristiano. — El monacato oriental.
Por la época en que la persecución de Diocleciano había estremecido a la Iglesia y desequilibrado al Imperio, Constantino, hijo de Constancio Cloro, y joven teniente del temido y anciano Emperador, creó una situación enteramente imprevista estableciendo una cooperación entre la Iglesia y el Estado romano. Entre los cristianos orientales era reverenciado como santo y considerado “igual a los Apóstoles.” Pocos hombres han ejercido tan gran influencia sobre el destino de la humanidad como este brillante soldado, que alteraría el curso de la historia convirtiendo en compañeros a la Iglesia y al Imperio durante los mil setecientos años siguientes. Prolongaría asimismo la vida de su reino durante otros mil doscientos años, trasladando su capital a las playas del Bósforo. Durante varios siglos había de seguir siendo Constantinopla el centro de una original y vigorosa cultura cristiana.
Constantino fue un genio, insigne en todos los sentidos, hombre alto e impetuoso, siempre vencedor, gobernante de visión y administrador experto. Sólo un hombre de la imaginación de Constantino pudo concebir un plan tan osado como el de unir a los dos elementos opuestos: la Iglesia y el Imperio; sólo un hombre de sus dotes de estadista y sabiduría pudo hacer tan duradera una alianza. Existen dos interpretaciones contrarias de sus motivos. Algunos historiadores como Gibbon, Burckhardt, Schwartz y Harnack le consideran un escéptico que supo usar con habilidad del creciente poder de la Iglesia contra sus oponentes políticos; sin embargo, tal postura pasa por alto la creencia universal de su época en la intervención de los benévolos y malignos espíritus en los asuntos públicos y privados; no concuerda con las propias manifestaciones de Constantino y es además incompatible con el hecho de que los jefes contemporáneos de la Iglesia le aceptasen como cristiano.
La historia de su conversión mediante la visión de la Cruz en la víspera de una de las más decisivas empresas militares de su reinado, la batalla del Puente Milvio en el año 312, se ve apoyada por dos historiadores cristianos, Lactancio y Eusebio. Después de su espectacular victoria, Constantino se reunió en Milán con su diarca oriental, Licinio (312-324). Como resultado, Licinio publicó en el año 313 el famoso edicto de tolerancia religiosa conocido por el nombre de Edicto de Milán. Se publicó en Nicomedia y afectaba principalmente a la mitad oriental del Imperio, pues Occidente disfrutaba ya de paz religiosa. La proclama decía: “Cuando yo, Constantino Augusto, y yo, Licinio Augusto, llegamos bajo favorables auspicios a Milán y tomamos en consideración todo lo relativo a la prosperidad común... resolvimos conceder a los cristianos y a todos los hombres la libertad de seguir la religión que quisieren, para que cualquier deidad celestial que exista nos sea propicia a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro gobierno.”
Este decreto establecía la igualdad entre los cristianos y los paganos; pero después de su victoria sobre Licinio en el año 324, Constantino empezó a acentuar todavía más su inclinación hacia el cristianismo mediante su activo interés en los asuntos de la Iglesia. Convocó y presidió los Concilios y aprobó sistemáticamente la legislación del Imperio de acuerdo con la enseñanza de los Evangelios. Las nuevas leyes sancionaban a ciertos delincuentes sexuales (violadores sexuales, por ejemplo), eliminaban las multas que previamente se imponían a los célibes, hacían más difícil el divorcio, facilitaban la liberación de los esclavos, protegían a los presos, a las viudas y a los huérfanos, y daban a los prelados ciertos poderes magistrales. Sin embargo, Constantino no se bautizó hasta el final de su vida y no renunció nunca al título pagano de Pontifex Maximus. Jamás fue incompatible su conducta. Constantino se denominaba obispo de los que no pertenecían a la Iglesia, siendo su función la de atraer conversos ofreciendo a los cristianos todas las oportunidades de ejercer su benévola influencia sobre la sociedad pagana. Creía que su comunidad, unida por un consentimiento voluntario, podía enseñar la lección de unidad al resto de su pueblo.
En el año 324 Constantino se convirtió en el único gobernante del Imperio. Durante el período de guerras civiles y rivalidades políticas esperaba disfrutar de imperturbada tranquilidad y, por lo tanto, era particularmente sensible a cualquier disturbio, especialmente entre los cristianos, a quienes inquietaban dos desavenencias por aquella época. La primera estaba relacionada con la fecha en que se debía celebrar la Pascua; la segunda, una disputa entre Alejandro, obispo de Alejandría (312-327), y su erudito y elocuente presbítero, Arrio (muerto en el año 336).
Para poner rápidamente fin a estos dos conflictos y mostrar su benevolencia a la Iglesia, Constantino convocó un concilio de obispos de todas las partes de su dominio, e incluso de fuera de sus fronteras. La idea del concilio le fue probablemente sugerida por Osio, obispo de Córdoba (265-358), que actuó como consejero suyo en materias eclesiásticas y desempeñó una importante función en los procedimientos del Concilio. Constantino delegó en Osio para que hiciera investigaciones preliminares sobre la disputa alejandrina, y su firme posición contra Arrio influyó sobre la primera política de Constantino en esta controversia teológica.
La costumbre de decidir asuntos importantes en asambleas de los jerarcas de la Iglesia procedía de los tiempos apostólicos. Bajo la persecución, los cristianos habían seguido celebrando similares consultas siempre que les era posible y sus decisiones obligaban moralmente a todas las Iglesias representadas. África del Norte y Roma habían celebrado tales concilios a intervalos regulares; fueron menos frecuentes en el Oriente. Sin embargo, el concilio convenido por el Emperador era distinto de los precedentes porque tenía facultades de legislar tanto para la Iglesia como para el Imperio, ya que sus decretos eran reconocidos como leyes, normas de carácter obligatorias que debían ser cumplidas so pena de ser castigados aquellos que no lo hicieran.
El Primer Concilio Ecuménico es uno de los grandes jalones en la historia de la Iglesia. A las órdenes del Emperador y a expensas del Estado se reunieron varios centenares de obispos en Nicea, pequeña ciudad cercana a Nicomedia, que era entonces la capital. La mayoría de los obispos vino de Asia Menor, Palestina, Siria y Egipto. Dos presbíteros representaban a Silvestre (314-335), el anciano obispo de Roma; África del Norte también envió delegados, y cuatro o cinco obispos vinieron de fuera del Imperio. Fue una asamblea impresionante: algunos de sus participantes eran famosos por su erudición; otros, por su santidad; otros llevaban las señales de la tortura que sufrieron durante la reciente persecución. Constantino dispensaba a estos últimos muestras especiales de respecto. La personalidad del emperador dominaba el sínodo, que duró de mayo a junio del año 325. Constantino tenía cincuenta y un años de edad se hallaba en la cumbre de su gloria y poderío. Su solemne entrada impresionó tanto a los obispos, que Eusebio le comparó a un ángel de Dios. Vestido de púrpura, adornado de oro y piedras preciosas, se dirigió a los representantes de la Iglesia como amigo y compañero creyentes: “Durante algún tiempo mi principal deseo fue disfrutar del espectáculo de vuestra presencia unida, y ahora que se ha cumplido este deseo me siento obligado a dar gracias a Dios, el Rey Universal... No os demoréis, queridos amigos, no os demoréis, ministros de Dios y fieles siervos del que es nuestro Señor y Salvador común: empezad a eliminar las causas de esa desunión que existe entre vosotros y acabad con la confusión la controversia abrazando los principios de la paz... Mediante tal conducta agradaréis al Supremo Dios y me haréis a mí un magnífico favor, que soy siervo como vosotros.”
Esta amistosa arenga, acompañada de los regalos que hizo a los obispos, no pudo por menos que producir un abrumador impacto sobre los hombres que recientemente se habían visto expuestos a la furia de la persecución. Eusebio, describiendo el banquete imperial, al que fueron invitados los obispos antes de su partida, llegó a decir que era “una imagen del Reino de Cristo, ensueño más bien que realidad.”
El Emperador era un astuto estadista que poseía una segura percepción de la diferencia esencial entre el Imperio y la Iglesia. Estaba resuelto a dominarlos, pero se daba cuenta de que no se podía aplicar a ambos la misma política. Era autócrata, pero no monarca sin leyes. Gobernaba un Estado legalmente organizado con un Senado que codificaba los secretos imperiales y era responsable de su ordenada aplicación, Constantino edificó sus relaciones con la Iglesia sobre una base legal familiar. Los concilios episcopales, a juicio de Constantino, habían de realizar la misma función que el Senado romano, y sus procedimientos eran similares: los obispos, igual que los senadores, se sentaban en círculo alrededor del trono del emperador, formulaban respuestas a las preguntas que hacía el soberano y, si las aprobaba, estas discusiones se convertían en leyes. Existía una diferencia esencial: los senadores actuaban en su propio derecho, y se tomaban sus resoluciones mediante un voto mayoritario; el veredicto de los obispos era únicamente válido si lo inspiraba el Espíritu Santo, cuya señal era la unanimidad. Sobre este punto Constantino se desvió de la práctica senatorial y así hizo posible que la Iglesia retuviese su propio carácter. En los Concilios ecuménicos, los obispos podían repetir, por lo tanto, las palabras que sirvieron de prólogo a la resolución del primer concilio cristiano celebrado en Jerusalén en el año 52. Los Apóstoles y los representantes de la Iglesia local habían hecho entonces esta osada declaración: “Plugo al Espíritu Santo y a nosotros.” Estaban seguros de que eran guiados e inspirados porque hablaban con el mismo corazón y la misma mente.
Idéntica fórmula se utilizaba en los concilios ecuménicos. La función del emperador consistía únicamente en dar sanción a los decretos aprobados por el sínodo y en apoyarlos con el poder del Estado. De esta manera, legitimaba políticamente lo que se había decidido por consenso en dichos Concilios, dándoles fuerza de ley. Tal era el plan de la administración eclesiástica concebido por Constantino y fue una notable realización que hiciese posible la íntima colaboración entre el Imperio bizantino, y más tarde el ruso y sus Iglesias.
El primer problema, la fecha de la Pascua, se resolvió fácilmente en Nicea; pero el segundo problema, la disputa de Alejandro con Arrio, resultó de más difícil solución. La mayoría de los obispos encontraban defectuosa la enseñanza de Arrio, pues sugería que Jesucristo, el Logos Encarnado, era inferior a Dios Padre, pero varios miembros del Concilio criticaban también la excomunión de Arrio por Alejandro como severa y precipitada, y, por lo tanto, no se hallaban dispuestos a condenar abiertamente a este hereje. Después de un largo debate, en el que el diácono Atanasio (293-373), uno de los principales partidarios de Alejandro, reveló su percepción teológica y su ardor por la ortodoxia, la mayoría aceptó una nueva fórmula preparada por Osio y apoyada por Atanasio. Definía con mayor exactitud que hasta entonces la igualdad del Padre y el Hijo. Se introdujo en el credo la palabra griega homoousios (de la misma sustancia) y fue aprobada por el Concilio.
Únicamente dos obispos se negaron a firmar dicha declaración teológica. Su obstinada oposición suscitó este problema crucial: ¿Se podía desconsiderar a tan pequeña minoría y proclamar la inspiración del Espíritu Santo, o se debía dispersar el Concilio sin llegar a una decisión obligatoria? No sabemos qué alternativas sugirieron al Emperador. Ni sabemos quién tuvo la última palabra en este asunto, pero sí sabemos lo que al final hizo Constantino, y su acción tuvo consecuencias trascendentales para toda la historia de la Iglesia. Ordenó la exclusión de los dos disidentes; y entonces los restantes obispos promulgaron unánimemente sus decretos en nombre del Espíritu Santo. No se molestaron los obispos refractarios, y no se ha, registrado ninguna protesta contra esta intervención. Por aquella época, probablemente parecía que Constantino había encontrado una simple y práctica salida de un dilema insoluble, pero en realidad había establecido un peligroso precedente de compulsión e intimidación. Una vez aceptada la fuerza como legítima, se podrían cometer en lo sucesivo nuevos actos de crueldad y persecución en nombre del Príncipe de la Paz. Constantino, exaltado por su victoria, despachó a los obispos a sus diócesis. En su carta dirigida a todas las Iglesias, elogió las realizaciones del Sínodo y ordenó a los cristianos que recibiesen sus decretos “con toda voluntariedad como mandamientos verdaderamente divinos y los considerasen como un don de Dios. Pues todo lo que se determina en la Santa Asamblea de los Obispos se ha de considerar como indicativo de la voluntad divina.” Constantino confiaba en que la “unanimidad” conseguida en Nicea terminaría con la nociva disputa; pero los acontecimientos disiparon pronto este optimismo. El Concilio Niceno, en vez de lograr la tranquilidad dentro de la Iglesia, provocó una explosión de hostilidades teológicas sin precedente, que mantuvo a los cristianos orientales en un estado de febril actividad durante más de medio siglo y perturbó a Occidente durante otros doscientos años.
La disputa que empezó en el año 319 entre el obispo Alejandro y su principal presbítero Arrio, que entonces tenía sesenta y tres años de edad, fue local al principio, afectando únicamente a la Iglesia de Alejandría, pero se extendió con rapidez por todo el Oriente y se convirtió en uno de los mayores conflictos doctrinales del siglo IV.
Arrio, con su pálida faz y su larga cabellera de asceta, con su poética imaginación y su voz y estatura autoritarias, era una personalidad impresionante. Tenía numerosos y devotos seguidores y poseía muchos admiradores, de manera especial entre el influyente cuerpo de vírgenes consagradas. Era hombre devoto y erudito, discípulo de un mártir muy reverenciado, Lucio (muerto en el año 312), obispo de Antioquía. Arrio quiso explicar el misterio de la Encarnación en términos de la filosofía helenística contemporánea y, al hacerlo, desfiguró la tradición apostólica e incurrió en herejía. Enseñaba que si el Padre engendró al Hijo, entonces era preciso imaginar una época en que el Hijo no existía, y así colocó a Cristo en una posición intermedia entre el Creador y la creación. Arrio creía devotamente en Jesucristo como Salvador de la humanidad, pero teológicamente subordinaba el Hijo ¿ Padre. Citaba varios textos de los Evangelios en apoyo de su argumento acerca de que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Logos Encarnado, no era igual a Dios Creador, a quien Jesucristo denominaba Padre. El arrianismo se hallaba en abierta contradicción con la afirmación fundamental de la fe católica acerca de que la reconciliación entre Dios y la humanidad y la redención del mundo no se realizaron ni por medio de un mensajero enviado de los cielos, ni por un hombre santo o profeta elevado a una esfera superior después de realizar su tarea, sino por el propio Autor Todopoderoso del universo, que era la única fuente indivisa de todos los seres.
Desde los tiempos apostólicos la Iglesia se oponía resueltamente a cualquier idea de creadores o divinidades subordinadas al supremo Dios, doctrina común de las sectas gnósticas. La enseñanza evangélica de que Dios es amor se basa en la creencia de que en la persona de Jesucristo, que nació, que fue crucificado y ha resucitado, el propio Dios trino y uno sufrió la agonía de la muerte tal cual es conocida de los hombres. El amor perfecto no huye de ningún sacrificio o humillación. Únicamente si Jesucristo compartiese la misma naturaleza con su Padre se podía justificar el convencimiento cristiano de que Dios se ha dado a conocer a la humanidad y ha ofrecido su compañía a su creación. Arrio, dando una enseñanza de un Cristo inferior, envolvía al Creador del universo en impenetrable misterio, y privaba a los miembros de la Iglesia de esa seguridad de que Dios amaba a los hombres y se cuidaba de ellos verdaderamente, que era esencial para la doctrina ortodoxa.
Arrio dirigía la atención hacia los problemas centrales de la teología cristiana, y su discusión requería toda la sabiduría y erudición de que disponían los jefes de la Iglesia; pero desde el principio la disputa que provocó adquirió el carácter de rivalidad personal con Alejandro, y esto animó al obstinado presbítero a mantener una extremada posición y engendró una desabrida animosidad*. Cuando Arrio comenzó a componer canciones populares incorporando sus ideas, Alejandro le expulsó de las filas del clero y le obligó a salir de Alejandría. Arrio emigró a Palestina y más tarde a Nicomedia, donde halló muchos simpatizantes, no necesariamente como propagador de los principios herejes, sino como víctima de un tratamiento autocrático.
En el Concilio Niceno, la mayoría de los obispos repudiaron el arrianismo como falso, pero sólo a unos cuantos les agradaba la palabra homoousios, que se veía asociada en sus mentes con la enseñanza previamente condenada de Pablo de Samosata (muerto cerca del año 270), que había borrado la distinción entre el Padre y el Hijo. No obstante, la intervención personal de Constantino en apoyo de esta discutible expresión teológica la impuso en la incómoda asamblea. Tan pronto como los obispos regresaron a casa, muchos de ellos empezaron a lamentarse de su decisión, pues tenían que afrontar la difícil tarea de explicar a su gente la razón de la aceptación de un credo que contenía una palabra que carecía de autoridad bíblica detrás de sí, una palabra que había sido introducida primeramente por los herejes.
Además de esta dificultad, había otra, relacionada con la terminología del credo niceno. Hasta entonces los cristianos habían utilizado los credos bautismales que, en términos positivos, afirmaban su creencia en la Santísima Trinidad y en Jesucristo como su Salvador. El credo niceno introdujo nuevos elementos de especulación que constituyeron materia de controversia entre los teólogos. Contenía, por ejemplo, las siguientes referencias al Logos Encarnado: “Y los que dicen que no existió en otro tiempo, o que no existió antes de su generación, y que cobró existencia de la nada, o los que afirman que el Hijo de Dios es de otra sustancia o esencia o fue creado o es alterable o mudable, son anatematizados por la Iglesia católica.”
Estas acusaciones reflejaban los debates teológicos del concilio, y muchos cristianos no podían entender su importancia. Por lo tanto, la mayoría de los obispos trataban de archivar el nuevo credo y de adherirse a sus confesiones de fe locales y tradicionales. Unos cuantos repudiaron abiertamente la fórmula nicena, y Constando los desterró y sustituyó por hombres que obedecían al Concilio. Esta acción fue el inicio de las controversias a la Iglesia. La hostilidad estalló entre los obispos, que se acusaban unos a otros de herejías. Estas incriminaciones condujeron a sus víctimas hacia la desgracia y el destierro. En defensa propia, “el clero expulsado apeló al Emperador, alegando su ortodoxia y denunciando a sus rivales.
Se formaron partidos teológicos y chocaron en numerosas asambleas episcopales, convocadas para restaurar la paz. El principal punto de discusión era el término homoousios. La resistencia era psicológicamente explicable, pues esta palabra se impuso prematuramente en Oriente, pero teológicamente el término expresaba la fe tradicional y, por lo tanto, los defensores rehusaban toda concesión, e incluso tal alternativa como homoousios (de similar sustancia), sugerida como componenda, fue rechazada por los que apoyaban el Concilio Niceno. Muchos obispos preferían el destierro al cambio de una sola vocal.
Constantino, dándose cuenta de la futilidad de la compulsión, hizo volver a los obispos desterrados y utilizó todos los medios para restaurar la paz en la Iglesia; pero fracasó, pues era mucha la disensión. Sus hijos tuvieron aún menos éxito; careciendo de su magnanimidad y visión, y conduciéndose como pequeños tiranos, apoyaban a sus obispos favoritos y perseguían a los que odiaban. Algunos de estos emperadores fueron ortodoxos, y algunos arríanos, mientras que otros contemporizaron y favorecieron la componenda doctrinal. Durante este período de batallas y confusiones teológicas, la figura central fue San Atanasio el Grande, patriarca de Alejandría (327-373), que ocupó la cátedra de San Marcos durante cuarenta y seis años. Aunque físicamente era casi enano, intelectualmente era gigante, hombre de indomable valentía, con un ardiente celo por la ortodoxia. Combatió sin piedad contra el arrianismo. Llegó a ser obispo de Alejandría a la edad de treinta y seis años, y enseguida comenzó una campaña en defensa de la teología nicena. Compuso libros y folletos y apeló en persona y por escrito a los emperadores, pidiéndoles que defendieran a los ortodoxos y castigaran a los herejes. Libró la batalla en Egipto y fuera de sus fronteras, creándose enemigos y atrayéndose incondicionales. Fue cuatro veces desterrado por edictos imperiales, pasó casi quince años en tierras extranjeras o escondido, pero sobrevivió a sus enemigos, incluyendo a dieciséis emperadores, con la mayoría de los cuales se mantuvo en continuo conflicto.
En realidad, Atanasio dio vida a un nuevo tipo de jerarca cristiano. Era un dignatario que exigía obediencia y cuyo influjo rivalizaba con el de los gobernadores civiles. Era beligerante y tan distinto de sus humildes predecesores como distinta era la Iglesia postnicena de la comunidad cristiana bajo la persecución. Atanasio ha sido a menudo representado como el salvador de la ortodoxia, que rescató a la Iglesia del arrianismo sin ayuda de nadie. Apenas se ve justificada tal descripción de su papel, pues en ningún momento se desvió la mayoría de su fe tradicional. El disturbio que siguió al Concilio no fue causado tanto por una apostasía doctrinal, sino más bien por la introducción de la compulsión en la comunidad cristiana. El propio Atanasio fue grandemente responsable de ello. Por lo tanto, le atacaban no sólo los que criticaban su teología, sino también los que se oponían a su interferencia en la vida de otras comunidades y que aborrecían su uso de la fuerza y su agresividad.
* El historiador eclesiástico Sócrates de Constantinopla describió el principio de La disputa arriana del siguiente modo: “Un día Alejandro, en presencia de los presbíteros, intentó explicar con una minuciosidad tal vez demasiado filosófica ese gran misterio teológico, la unidad de la Santísima Trinidad. Arrio, imaginándose que el obispo enseñaba sutilmente como Sabelio el Libio, tomó el extremo opuesto llevado del amor de la controversia.” (Sócrates, Hist. Ecc. , I, 5.)
** Sozomeno, otro historiador eclesiástico, dice: “Muchos se unieron con Arrio y sus partidarios, como frecuentemente sucede en casos similares, porque creían que no se les había tratado bien y había sido injusta su excomunión.” (Hist. Ecc. , I, 15.)
A primera vista parece desconcertante el contraste entre la Iglesia antes y después de Nicea. Durante los tres primeros siglos de su existencia, la comunidad cristiana había detentado el poder de unidad y concordia y había ganado la batalla contra el Imperio. A mediados del siglo IV, la misma Iglesia perdió de súbito su armonía interior y se dividió en facciones hostiles. Los cristianos que se habían negado a obedecer las órdenes imperiales invocaban ahora el arma secular para cerrar los templos rivales y arrestar a su clero. La causa principal de esta transformación fue la abrupta fusión de la Iglesia y el Imperio. La vida de la comunidad cristiana antes de Nicea se había basado en la libertad, y el ser miembro de la Iglesia implicaba sacrificio. Nicea alteró estas condiciones fundamentales: la Iglesia se convirtió en cuerpo privilegiado. El Estado se encargó de la protección de su unidad y ortodoxia. Los que infringían sus reglas habían de ser castigados como delincuentes civiles. La confesión de fe, que hasta entonces había sido un secreto revelado únicamente a los iniciados *, no sólo se hizo pública, sino que se llegó a defender tan vigorosamente, que cualquier clérigo que se atrevía a desviarse de ella se hallaba sujeto a severas penas. Los jefes de la Iglesia, que hasta entonces habían disfrutado de autoridad puramente moral, se veían transformados en funcionarios imperiales con poderes de coerción que para algunos eran irresistibles. Los menos escrupulosos se portaban como tiranos. El obispo Jorge, por ejemplo, que fue enviado a Alejandría en el año 357 para sustituir a Atanasio, trató tan cruelmente a los que se negaban a reconocerle, que su propia feligresía le expulsó de la ciudad. Pero incluso los mejores hombres, como San Atanasio, recurrieron con frecuencia a la fuerza. El anciano Silvestre, el papa de Roma, el prudente Osio, el ardiente Atanasio, el erudito Eusebio, renunciaron a la libertad de la Iglesia a cambio de la protección del Imperio.
Esta sorprendente rendición se hallaba relacionada con la creciente tensión emocional que se centraba en Egipto y especialmente en Alejandría. Esa gran ciudad de extremos se hallaba siempre dispuesta a apoyar alguna nueva causa con entusiasmo salvaje. En el siglo IV se revolvió en una fiera reacción contra la licencia sexual que anteriormente prevalecía entre sus habitantes. Las formas más austeras de automortificación excitaban la admiración general; el sexo era considerado como degradante; la virginidad se elogiaba como la principal virtud cristiana. Un gran número de hombres y mujeres abrazaron una vida consagrada al celibato. La tensión emocional en que vivían muchos de ellos se refleja bien en la vida de San Antonio (251-356), cuyas tentaciones, descritas por San Atanasio, impresionaron grandemente a los cristianos de todo el mundo.
Esta acentuación de la virginidad se desequilibró tanto, que proporcionó un favorable fundamento para la apasionada explosión del culto al dirigente, que ha sido siempre una de las características de la mentalidad egipcia. La cabeza de la comunidad cristiana en el valle del Nilo adquirió una posición única: no sólo era considerado como superior a todos los demás obispos locales, sino que se convirtió en objeto de devoción desconocido en otras partes de la Iglesia. Era el héroe popular de los cristianos egipcios, su oráculo divino y el campeón de su naciente nacionalismo.
En esta atmósfera es lógico que también se volvieran apasionadas las disputas doctrinales. Los asuntos teológicos se debatían en las calles y en los mercados con un entusiasmo habitualmente reservado para el deporte o la política. Los partidarios de una escuela de teología ofendían a sus oponentes y elogiaban a sus propios jefes, como inspirados por Dios o cual si fuesen infalibles. Esta hostilidad verbal, una vez aceptada como compatible con el cristianismo, desembocaría en la ejecución de diversos actos de violencia. La tolerancia y la moderación eran calificadas de traición a la verdad. El celo dogmático eximió a los cristianos de la caridad y el perdón. La intervención del Estado era bien recibida por las partes contendientes. En cuanto al Oriente, Egipto desempeñó un papel al abrir las puertas de la Iglesia al uso de la fuerza secular. La Iglesia que superaba a todas las otras en el ejercicio del ascetismo y en el culto del dirigente fue también la primera que renunció a su libertad. Por lo tanto, es significativo que el mismo suelo africano se convirtiera en escena de dos cismas desastrosos en la Iglesia primitiva: el cisma donatista, que acabaría por minar eventualmente al cristianismo de África del Norte, y el cisma de los monofisistas, que puso en manos del Islam la mayor parte del oriente cristiano.
* San Hilario (muerto en el año 367), uno de los más doctos obispos de Occidente, escribiendo en 356 desde su destierro en Oriente a su propia Iglesia en Galia, explicaba a su feligresía que el credo que hasta entonces se había guardado en secreto se había convertido ahora en tema de debate público y que las confesiones de fe locales habían de ser sustituidas por el Credo niceno, que él mismo nunca había utilizado hasta que le expulsaron de su diócesis por su defensa de la ortodoxia contra el arrianismo (Hilario, De Synod. , 91.) San Cirilo de Jerusalén (315-86), en sus cartas catequísticas, desaprobaba también los credos escritos. Escribe: “Deseo que lo encomendéis a la memoria cuando recite el Credo; no que lo escribáis en un papel..., cuidando de que no lo escuche ningún catecúmeno cuando lo repitáis.” V, 12. Sozomeno comparte la misma actitud, I, 20.
El desasosiego que dentro de la Iglesia causó el Concilio niceno coincidió con un período de inquietudes para el Imperio romano. Los hijos de Constantino, Constancio (337-361), Constantino II (337-340) y Constante (340-350), luchaban entre sí y debilitaban el Imperio en un momento en que necesitaba de toda su fuerza para resistir la creciente presión de los bárbaros. Su sobrino y sucesor, Juliano el Apóstata (361-363), sin haber tenido éxito en su intento de revivificar el paganismo, pereció cuando conducía a su ejército contra los persas. Valente (364-378) fue un activo partidario de los arríanos y sus intentos de llenar de herejes las principales sedes incrementaron la confusión. Fue muerto durante una campaña contra los godos.
Su sucesor, Teodosio I (379-395), restauró por fin la paz en la Iglesia y revivificó la fuerza política del Imperio. Convocó un sínodo en Constantinopla en el año 381 (el II Concibo Ecuménico), que proclamó que sólo era ortodoxa la teología nicena, y así terminaron, en cuanto se refiere al Oriente, las disputas ocasionadas por el I Concilio Ecuménico. Esta victoria no sólo se debió al apoyo imperial; fue también resultado del serio pensamiento teológico de tres hombres destacados que conocemos por el nombre de Padres Capadocios: San Basilio el Grande (329-379), San Gregorio Nacianceno (330-389) y San Gregorio de Nisa (335-396). Estos nuevos jefes de la Iglesia oriental consiguieron el triunfo de la tradición apostólica. Sus oponentes se hallaban dispuestos a. modificar su teología para que armonizase con las corrientes filosóficas en vigor y obtuviese así la aprobación de la corte. Los Padres Capadocios, hombres de integridad y valentía, no pretendían favores imperiales. Eran tenaces sin ser intransigentes; ascetas, pero libres de fanatismo; ortodoxos, pero con deseo de restaurar la paz en la Iglesia. Se afanaron, pues, en reconciliar el partido niceno con la mayoría conservadora de los cristianos orientales. Consiguieron su objetivo justificando doctrinalmente el discutido término homoousios y resistiéndose a toda intervención del Estado en disputas doctrinales. Eran hombres de profunda erudición y cultura, que heroicamente defendieron la libertad de la Iglesia y la dignidad de sus pastores. Apoyaron la formulación nicena porque creían que expresaba la fe tradicional de la Iglesia y no porque la había aprobado el Emperador.
Su gran realización fue haber aclarado los términos teológicos. Acuñaron un nuevo vocabulario capaz de expresar la visión cristiana de Dios. El lenguaje de la filosofía griega había sido insuficiente para esta tarea y contribuyó a originar la confusión y aspereza de las disputas postnicenas. El historiador eclesiástico contemporáneo, Sócrates (379-445), tenía razón al comparar a los obispos, en sus interminables disputas, con seres humanos que luchan entre sí en la oscuridad, sin saber con precisión la postura doctrinal de sus adversarios y atribuyendo herejías y errores a los que repudiaban. Los Capadocios introdujeron la luz en este caos y al mismo tiempo purificaron la atmósfera moral entre los jefes de la Iglesia mediante su carencia de ambiciones personales y mediante su auténtico interés por el bienestar y el crecimiento espiritual de toda la comunidad.
San Basilio nació en el año 329 en Cesárea, capital de Capadocia e importante centro comercial en el cruce de las carreteras que unían al Eufrates con el Mar Negro, y Constantinopla con el Imperio Persa. Su padre era un rico abogado y devoto cristiano; su madre, Emilia, era famosa por su belleza y piedad. Sus padres tuvieron diez hijos, y tres de sus hijos y una de sus hijas se cuentan entre el número de los santos de la Iglesia. Basilio se educó en Constantinopla y en Atenas, donde conoció a su amigo de toda la vida, Gregorio Nacianceno. Otro de sus condiscípulos era Juliano, el futuro emperador. Al retornar a su ciudad natal, Basilio pensó en seguir la profesión de su padre, pero la súbita muerte de su hermano, Nancracio, y el ejemplo de su hermana, Santa Macrina, desvelaron su vocación religiosa. Macrina fue una notable mujer que ejerció una poderosa influencia en todos los que la trataron. Formó una comunidad religiosa para mujeres y su caridad y sabiduría la hicieron famosa en todo el Ponto y Capadocia*.
San Basilio siguió el consejo de Macrina y se retiró a la finca de su padre, donde congregó a su alrededor a jóvenes de búsquedas auténticas e inquietudes sumilares. Allí fundaría una pequeña comunidad que desempeñó un importante papel en la evolución del monacato oriental. Estaba convencido de que un monasterio bien organizado, dirigido por un sabio y experto maestro, era de mayor beneficio espiritual que una vida solitaria en el desierto, para los que deseaban dedicarse al culto de Dios. El mismo renunció al mundo, no porque lo despreciase, sino porque su amor a Dios le impulsaba a renunciar a todas las otras lealtades y atracciones. Sin embargo, las reglas que compuso demostraban que el amor a Dios no se puede nunca separar del amor a los seres humanos.
Sin embargo, Basilio era un dirigente demasiado notable para permanecer durante mucho tiempo en la reclusión del monacato. La Iglesia necesitaba de sus servicios. En el año 358, Eusebio, obispo de Cesárea, le ordenó presbítero en contra de su voluntad. En el 370, después de la muerte de Eusebio, Basilio fue elegido como sucesor. Era una época difícil para la Iglesia. El emperador Valente apoyaba las distintas ramificaciones del arrianismo; los ortodoxos no sólo se hallaban oprimidos, sino también divididos, pues no tenían ningún jefe reconocido. Atanasio se hacía viejo, y, de todas formas, su influencia se limitaba a Egipto. El papa de Roma era ortodoxo, pero se hallaba muy lejos y no podía ayudar a los defensores de la fe tradicional en el Oriente. En aquel momento asumió Basilio su función de jefe y realizó con eficacia y brillantez su tarea de unir a la Iglesia bajo el estandarte de la teología nicena. Era débil de salud, amante de la paz y auténticamente humilde, pero tenía una rara firmeza de carácter. Combinaba la tolerancia y la paciencia con una intransigente posición hacia la ortodoxia. Una vez, sufriendo el interrogatorio de Modesto, el tan temido prefecto, Basilio le hizo gritar: “¡Nadie se ha atrevido jamás a hablarme de este modo!” La respuesta de Basilio fue: “Probablemente no habéis conocido nunca un obispo.” Utilizaba otro lenguaje cuando trataba de persuadir a los jefes de la Iglesia. Como teólogo justificó el término homoousios a los ojos de los obispos orientales conservadores. Como estadista eclesiástico se afanó por restaurar la comunión entre Oriente y Occidente, empleando el método preniceno de correspondencia intereclesiástica y oponiéndose a todas las formas de compulsión. En esto difería de San Atanasio, que con frecuencia estuvo dispuesto a utilizar el herramental secular en defensa de la ortodoxia.
El principal obstáculo para la reconciliación por aquella época era la existencia de grupos disidentes en Antioquía y Constantinopla, que estaban en comunión con Roma y Alejandría, y afirmaban ser los únicos representantes de la ortodoxia en el Oriente. Para mantener su posición desfiguraban la teoría doctrinal de San Basilio y de otros teólogos conservadores en las provincias asiáticas. El principal objeto de Basilio era persuadir a los partidarios militantes del Concilio Niceno acerca de que la mayoría de los obispos orientales que se oponían al término homoousios no era menos auténticamente ortodoxos.
Basilio no escatimó esfuerzos para eliminar el malentendido que crearon “ultras” pronicenos. Escribió cartas, envió emisarios, invitó a los obispos occidentales a que viniesen al Oriente y se reunieran con él y sus amigos; aunque le desairaron a menudo, fue perseverante. Murió en el ano 379 sin ver completa la reconciliación, pero tuvo la satisfacción de observar muchas señales de que las Iglesias se movían en la dirección debida y que se restauraría pronto la concordia.
En todas sus obras Basilio tuvo la gran ayuda de su amigo y discípulo San Gregorio Nacianceno, hijo de un humilde clérigo de una pequeña secta religiosa que se reconcilió más tarde con la Iglesia. Su madre, Nona, severa y ascética mujer, dedicó su único hijo al servicio de Dios y le educó en el espíritu de la ortodoxia. Gregorio era pequeño de estatura, de cabellos rojos y salud precaria; pero, lo mismo que Basilio, era intrépido e intransigente. Poeta de grandes dotes, escritor de excelente prosa, habría preferido una tranquila vida literaria, pero las circunstancias le obligaron a tomar parte activa, y a veces decisiva, en la defensa de la ortodoxia. Fue ordenado presbítero en contra de su voluntad, como Basilio, y más tarde el propio Basilio le obligó a convertirse en obispo del abandonado distrito de Sasima. Basilio necesitaba de su apoyo en la campaña contra los arríanos, pero Gregorio estuvo molesto durante mucho tiempo por esta violación que había hecho de su retiro su mejor amigo. Se sentía indigno de sus deberes sacerdotales y anhelaba su austera soledad en la finca de su padre.
En el año en que murió San Basilio, Gregorio apareció de súbito en Constantinopla. La capital era por entonces una plaza fuerte del partido antiniceno y los partidarios del homoousios no contaban siquiera con un templo. San Gregorio empezó a celebrar y a enseñar en una habitación de una casa particular. Pronto se convirtió en el predicador más popular de la capital y fue probablemente por entonces cuando pronunció sus cinco famosas oraciones sobre la Santísima Trinidad. Representan una de las más altas realizaciones de la teología de la Iglesia oriental.
San Gregorio penetró más profundamente que cualquier otro teólogo en el misterio del Dios Trino y Uno, cuya vida interior de amor es la relación, independiente del tiempo, de tres personas distintas, que son únicamente un solo Ser. Dios es Uno en tres y tres en Uno, era el refrán que acompañaba a los sermones de San Gregorio. En su enseñanza sobre la Encarnación, San Gregorio acentuaba la doctrina de que sólo y únicamente por el hecho de que Una Persona de la Santísima Trinidad se convirtió en Hombre verdadero, pueden aspirar la humanidad a la unión con la Deidad. El nacimiento de Cristo creó una situación que era lógicamente contradictoria, pues el Logos Encarnado, siendo Dios y hombre, Detenía las características de sus dos naturalezas y al mismo tiempo continuaba siendo una persona, prueba de que el ser humano puede unirse con Dios sin perder su personalidad, su identidad humana. Gregorio escribió: “Nació Cristo, pero ya estaba engendrado; nació de una mujer, pero era Virgen. Fue bautizado pero redimía los pecados como Dios. Tenía sed, pero dijo: “Si alguien tiene sed, dejadle que venga a mí y beba.” Oraba, pero El oye las oraciones. Preguntó dónde yacía Lázaro, pues era hombre; y resucitó, pues era Dios. Muere, pero da vida. Es enterrado, pero resucita. Desciende al infierno, pero salva a los condenados.”
Los escritos de San Gregorio están llenos de belleza imaginativa y poética; al mismo tiempo son doctrinalmente precisas pues evita las especulaciones arbitrarias y se adhiere a la tradición apostólica original de la Iglesia.
Cuando Valente murió en el año 378, Teodosio, su sucesor, llegó a Constantinopla; siendo un firme defensor de la ortodoxia nicena, ordenó enseguida la transferencia de todas las Iglesias al clero proniceno. El obispo arriano fue expulsado de la capital, y Gregorio fue elevado a la principal por aclamación pública. El, que se había lamentado del peso insoportable que significaba la supervisión de los asuntos eclesiásticos de un pequeño distrito de Capadocia, aceptó con fortaleza la administración de la Iglesia de la capital. Su éxito sorprendió incluso a sus amigos y admiradores, pero también provocó animosidad en los que se oponían a su rápida elevación al poder.
En el año 381, cuando Teodosio convocó un Concilio de obispos orientales en Constantinopla para confirmar la victoria de la ortodoxia nicena, el patriarca de Alejandría puso en duda el derecho de Gregorio a ocupar su cátedra, ya que éste había sido elegido originariamente obispo de Sasima y tal traslado era contrario a las reglas eclesiásticas. Gregorio no quiso ir por supuesto. Se marchó de la capital y regresó a la finca de su padre en Ariansus, donde murió en el año 389.
En su oración de despedida pintó un sorprendente retrato del nuevo tipo de prelado rico en cuya compañía se sintió como extraño. “Nadie me dijo que había de competir con cónsules y prefectos e ilustres generales. Nadie me dijo que esperarían de mí que pusiera los tesoros de la Iglesia al servicio de los excesos en el comer y beber y los fondos de caridad al servicio de la lujuria. Nadie me dijo que debía equiparme con soberbios caballos y montar en magníficas carrozas y que todo el mundo debía dar paso al Patriarca, como si fuese una especie de animal salvaje.”
San Gregorio, encogido, vestido pobremente, pero con su fogosa imaginación y su lengua mordaz, provocaba un agudo contraste frente a los opulentos obispos que se comportaban y vivían como funcionarios del Estado. La dimisión de Gregorio inició la prolongada rivalidad entre Alejandría y Constantinopla, que terminó dividiendo en campos eclesiásticos separados a los obispos dirigentes de estas dos ciudades.
El tercer insigne Capadocio fue San Gregorio de Nisa. Este hermano menor de San Basilio el Grande no tenía nada de la autoritaria personalidad de San Basilio. No fue un líder eclesiástico, pero sí pensador creador y original. San Gregorio era casado. Su bella esposa, Teosebeia, se convirtió en diaconisa. Ambos eran reverenciados como santos por los cristianos orientales. Lo mismo que Gregorio Nacianceno, fue obligado por San Basilio a aceptar órdenes episcopales, pero su blanda y poética naturaleza era inadecuada para la guerra eclesiástica. Sus escritos teológicos respiran un optimismo gozoso, inspirado por la victoria que consiguió la Resurrección de Cristo. San Gregorio creía que la naturaleza humana volvería a su gloria y belleza originales, pues el ser humano está creado a imagen viviente de Dios y le bendice su Creador con inmortalidad. Según San Gregorio, la caída del hombre sólo le privó temporalmente de la legitimidad que se le dio en el Paraíso y que se le ha de dar de nuevo al final de la historia.
San Gregorio tomó parte en la obra del II Concilio Ecuménico, en el año 381, y le acogieron allí como columna de la ortodoxia nicena. El emperador Teodosio respetaba su juicio y fue enviado como legado imperial a investigar el estado de las Iglesias en Arabia y Babilonia. Pero no se encontraba a gusto como enviado del César y prefirió trabajar en Nisa, donde, en el año 396, terminó su vida en paz. En muchos aspectos, como teólogo y autor, es la personalidad más cercana a nuestro tiempo y mentalidad. Gregorio amaba la naturaleza, amaba la tierra y todo lo que pertenecía a ella, y en esto era una excepción en su propia generación, que parecía tan absorta en la contemplación de la vida eterna, que perdía todo interés en los goces y responsabilidades terrenales. La grandeza de San Gregorio como pensador original fue reconocido en el año 787 por el VII Concilio Ecuménico, que le dio el extraordinario título de “Padre de los Padres de la Iglesia.”
* San Gregorio de Nisa ha dejado una conmovedora descripción de su querida hermana (Vita St. Macrinae).
El II Concilio Ecuménico que en el año 381 convocó el emperador Teodosio en Constantinopla se limitó, por causa de los problemas políticos, a los obispos área oriental del Imperio. Fue una asamblea mucho más pequeña que la primera, pues sólo asistieron 150 miembros, pero quedó como una profunda marca en el desarrollo de la Iglesia. La confesión de fe que aprobó fue una adaptación de un Credo bautismal local, probablemente el de Jerusalén, pero se convirtió en el Credo de toda la Iglesia, en el lazo de unidad entre todos los cristianos orientales y en un importante eslabón entre ellos y el Occidente cristiano. Este Credo, que ahora se conoce habitualmente por el nombre de Credo Niceno, aunque pertenece al II Concilio, incorporó la palabra homoousios del Credo Niceno original. Los cuatro cánones adoptados por el II Concilio definían las provincias eclesiásticas y prohibían a sus jefes que se interfiriesen en los asuntos fuera de sus fronteras. Esta prohibición iba dirigida principalmente a Alejandría, cuyos prelados habían adquirido el hábito de comportarse como supremas cabezas de la cristiandad. El obispo de Constantinopla fue elevado a la dignidad de Patriarca y se le asignó el segundo puesto de honor después de Roma, tomando Alejandría el tercer puesto. Esto hirió grandemente el orgullo de los prelados egipcios.
Cuando los miembros del Concilio hubieron terminado su obra, enviaron una carta al Emperador informándole de sus decisiones. En respuesta, Teodosio ordenó que los bienes de la Iglesia de todo el Imperio se entregasen a los obispos que estaban en comunión con Nectario de Constantinopla, Timoteo de Alejandría, Diodoro de Tarso y Óptimo de Antioquía.
Constantino hizo a los obispos únicamente responsables de la formulación de las doctrinas y de la disciplina de la Iglesia. El propio Teodosio decidió qué escuela teológica era la ideal. En el año 383, convocó una conferencia de los jefes de las diversas sectas cristianas, y, cuando le presentaron sus varias confesiones de fe, eligió la que incorporaba la ortodoxia nicena y ordenó que las demás se quemaran en público. Publicó una ley prohibiendo a todos los cristianos que rechazaban el Concilio Niceno que celebrasen ejercicios espirituales. La oposición antinicena se extinguió en todo el Oriente con asombrosa rapidez. Sus jefes estaban demasiado comprometidos por su previa confianza en el apoyo del Estado para ofrecer una seria resistencia a la nueva política del Emperador. Además se hallaban divididos, y muchos de ellos reconocían la validez del homoousios de acuerdo con la interpretación de los Padres Capadocios. La protección imperial fue bien recibida por el partido ortodoxo, pocos miembros de los cuales repararon entonces en el precio que la Iglesia habría de pagar al dar autoridad al Emperador para elegir una escuela de teología y convertirla en pauta de catolicismo en el Imperio.
En el transcurso del siglo IV la vida de los habitantes de la mitad oriental del mundo mediterráneo, de Egipto, Siria y Asia Menor, experimentó una transformación espiritual que tuvo trascendentales repercusiones en la esfera secular. La fe cristiana, que hasta entonces profesaba una mayoría, sustituyó a las antiguas religiones; los ideales ascéticos, en una forma extrema, conquistaron la imaginación del pueblo; y los problemas teológicos provocaron un interés general, sin precedentes en la historia de la Iglesia. San Gregorio de Nisa describió al detalle esta absorción en la especulación religiosa cuando dijo de los tenderos de Constantinopla: “Si rogáis a un hombre que os cambie una moneda de plata, os informa de que el Hijo difiere del Padre; si preguntáis el precio de un pan, os dicen en respuesta que el Hijo es inferior al Padre; y si preguntáis si está listo el baño, os informan solemnemente de que el Hijo fue creado de la nada.”
La avalancha de conversos alteró la composición de la comunidad cristiana. El característico ruido y la excitación del mercado oriental penetraron en el sereno ambiente del templo cristiano. Se renunció a la larga y cuidadosa preparación que se requería previamente para el bautismo; se suavizó la disciplina, con el resultado de que se redujeron considerablemente las barreras entre los cristianos y el resto de la población. Lo que la Iglesia perdió en pureza, ganó el Imperio en el mejor trato de sus ciudadanos. Bajo la influencia cristiana, la clemencia con los criminales, la ayuda a los pobres y a los enfermos, y la prohibición de los entretenimientos crueles e inmorales fueron reconocidos como deberes impostergables del Estado. No obstante, el cambio afectó al emperador. Fue considerado como un ser humano, sujeto a las mismas reglas de conducta que los otros cristianos; no le elevaban ya por encima del control moral, sino que le exhortaban para que mostrase clemencia y perdón, y para que en el Juicio Final diese cuenta de todos sus actos privados y públicos.
Este súbito cambio del Imperio hostil en amigo y protector de la Iglesia, estimuló el desarrollo multilateral de la comunidad cristiana, haciéndolo particularmente espectacular en el Oriente. A pesar de las intensas disputas doctrinales, su historia durante los siglos IV y V constituirá la más gloriosa de sus anales. El número de sus miembros se incrementó rápidamente; el pensamiento teológico maduró y se hizo más profundo, el arte floreció y las instituciones filantrópicas mejoraron la vida de los desheredados de la fortuna. La Iglesia se convirtió en una gran potencia, con el resultado de que una considerable riqueza fue puesta a disposición de sus principales obispos, ocasionando un deterioro moral de algunos de ellos. Se suscitaron varios conflictos personales, estando relacionado el más trágico con San Juan Crisóstomo (el de la Boca de Oro), el más insigne predicador de este período y un intrépido reformador social.
En el año 387, durante las revueltas locales en Antioquía, las estatuas le Teodosio I y su familia fueron destrozadas por el populacho. Este acto de desafío fue considerado como uno de los más graves delitos políticos de aquella época, y se esperaban severas represalias, incluyendo ejecuciones y deportaciones en masa. El pánico se apoderó de la ciudad y el asustado pueblo imploró al Patriarca que suplicase al Emperador clemencia y perdón.
El anciano Flaviano (muerto en el año 404) partió inmediatamente en un difícil viaje a la capital, desafiando las tormentas del invierno y los pasos montañosos cubiertos de nieve helada. Su misión se vio coronada de éxito. Teodosio, como monarca cristiano, perdonó a la ciudad. El portador del último poder político reconocía en la Iglesia una autoridad moral superior a la suya propia, y la obedecía.
Los problemas de Antioquía pusieron de relieve a Juan, uno de los presbíteros de la ciudad. Durante las semanas que los ciudadanos habían vivido en un estado de ansiedad y suspenso, esperando las noticias de la capital, pronunció a diario sermones en que comparaba los vicios de la opulenta ciudad con los preceptos del Evangelio, y exhortaba a sus oyentes para que enmendasen sus vidas. Se han conservado estos discursos y proporcionan un vivo retrato del estado del cristianismo contemporáneo y de la destacada calidad del famoso predicador.
La buena noticia del perdón imperial conmovió profundamente a los ciudadanos. La atmósfera moral de Antioquía se transformó y Juan adquirió una gran popularidad como intrépido pastor y reformador. Por lo tanto, es natural que al quedar vacante en el año 398 el trono patriarcal de Constantinopla, el emperador Arcadio (395-408), previas consultas, confiase la Iglesia de su capital al celoso sacerdote. San Juan no quería aceptar una dignidad tal, pero finalmente se vio obligado a someterse a la presión imperial. Teófilo, papa de Alejandría (muerto en el 412), prelado ambicioso, fue nombrado por el Emperador para que consagrase a Juan, y desde ese día surgió la enemistad entre Teófilo, que vivía como gran magnate, y San Juan, asceta, cuyo principal interés era la justicia social y la caridad para con los pobres. Desde el principio encontró San Juan una fuerte oposición a su campaña para la evangelización de la ciudad. El clero de la capital era mundano y descuidaba sus deberes; los ricos se hallaban inmersos en el lujo y en la molicie; los pobres eran ignorantes y corruptos. San Juan atacó implacablemente todos estos males, y pronto se vio rodeado de resueltos enemigos, a quienes repugnaba, la presencia de un hombre de vida pura y celo intransigente. Sin embargo,, su mayor adversario fue Teófilo, que estaba celoso de la popularidad de su rival y de la prioridad honorífica que disfrutaba la sede de Constantinopla.
La emperatriz Eudoxia admiró al principio a San Juan, pero más tarde se convirtió también en enemiga suya. Invitado por ella, vino Teófilo a Constantinopla en el año 403 y convocó un sínodo de obispos en el Palacio del Roble, en un suburbio de Calcedonia. Trajo veintinueve de los treinta y seis miembros de Egipto. Ninguno tenía derecho a interferirse en la administración de la capital, según la regla aprobada por el II Concilio Ecuménico del año 381. No obstante, esta asamblea ilegal citó a San Juan para que compareciese ante ella, y, al no comparecer, le condenaron por varias acusaciones falsas. Protestó contra esta violación de la ley y de la justicia, pero no quiso luchar en su propia defensa, y se entregó a la guardia de corps imperial. Tan pronto como le alejaron de Constantinopla, un terremoto estremeció la ciudad, y la aterrorizada Eudoxia suplicó a Juan que volviese a su feligresía.
Teófilo huyó a Egipto, temiendo que la población descargase su justa indignación sobre él y sus partidarios. Sin embargo, el retorno de San Juan encolerizó todavía más a sus oponentes. Eudoxia reanudó su campaña contra él, la guardia arrestó y deportó a muchos de sus amigos, mientras que el Emperador era demasiado débil para defender al hombre a quien había traído a Constantinopla.
En el año 404, cuando San Juan fue arrestado de nuevo, un desastroso incendio destruyó la Casa del Senado y la Catedral que Constantino había edificado. No obstante, esta vez el Patriarca fue enviado a Cucusus, una remota plaza del Imperio, que pronto se convertiría en lugar de peregrinación. Se decía que Antioquía estaba desierta, y que sus más destacados ciudadanos se habían trasladado a ese oscuro pueblo para beneficiarse de su enseñanza. Esta popularidad intensificó la hostilidad de los responsables de su destierro. A pesar de su mala salud, le ordenaron que se trasladase aún más al norte, a Pityas, en el Cáucaso, pero murió en el camino el 14 de septiembre del año 407. Sus últimas palabras fueron: “Gloria a Dios por todo.”
En el año 438 sus restos fueron trasladados a Constantinopla, y el reinante emperador Teodosio II (408-50), junto con sus tres hermanas, se arrodillaron al lado del féretro, implorando al Santo que perdonase a sus padres por todos los males que le habían ocasionado. Su destierro, como el de San Gregorio Nacianceno, demostró lo difícil que era para un celoso cristiano mantenerse al mando de la Iglesia de Constantinopla, y lo peligrosa que fue, para el futuro del cristianismo, la resuelta hostilidad de los patriarcas de Alejandría. Pero esta trágica historia indica también la ascendencia moral de los hombres de fe firme y vida pura. San Juan se convirtió en héroe de su Iglesia, en ejemplo e inspiración, que hizo más profunda la vida espiritual de toda la comunidad cristiana.
Durante este doloroso conflicto, la Iglesia romana permaneció resueltamente al lado del injustamente condenado Patriarca. Esta intransigente defensa del gran santo contribuyó a la rehabilitación de su nombre. Pronto se curó el cisma temporal que en las filas de los cristianos orientales causó el destierro de Juan Crisóstomo, y fue seguido de un intervalo de paz en el primer cuarto del siglo V. Sin embargo, éste no duró mucho tiempo, pues el derecho que afirmaba el Estado de arrestar y desterrar a cualquier prelado acusado o incluso sospechoso de herejía proporcionaba demasiadas oportunidades para las intrigas y enredos de los jerarcas menos escrupulosos.
El nuevo conflicto fue iniciado por otro sacerdote de Antioquía, el erudito monje Nestorio, a quien hicieron patriarca de Constantinopla en el año 427. Nestorio era lo contrario que Juan Crisóstomo; su interés principal era la supresión de los grupos disidentes, en vez de mejorar la vida moral de su propia feligresía. Con la ayuda del brazo secular emprendió una enérgica campaña contra los herejes, durante la cual cerró los lugares de culto no autorizado. También intentó definir con mayor precisión que hasta entonces la distinción entre Dios y el hombre en Cristo, haciendo así que sus adversarios pusieran en duda su propia ortodoxia. La creencia tradicional en Jesucristo como Mesías prometido implicaba que era Dios verdadero y hombre real; más era también una persona, no dos seres que operaban en el mismo cuerpo. Esta afirmación paradójica de unidad y distinción se podía interpretar de dos modos diferentes. Una escuela de pensamiento, asociada con Alejandría, consideraba a Jesucristo principalmente como al Logos Encarnado, y acentuaba la divinidad del Salvador. La escuela de Antioquía acentuaba la humanidad de Cristo y se extendía en aquellos aspectos de la Encarnación que revelaban que Jesús tenía las experiencias y limitaciones de los seres humanos, con excepción de sus pecados y divisiones internas. Ambas interpretaciones estaban dentro de la tradición ortodoxa y eran complementarias.
Nestorio era representante militante de la escuela de Antioquía; ofendía a sus oyentes en Constantinopla acentuando la distinción entre las naturalezas divina y humana en Cristo, incluso oponiéndose al título tradicional de Theotokos (Madre de Dios) que se daba a la madre de Jesús, a quien él prefería llamar “Madre de Cristo.” La disputa doctrinal que inició Nestorio en Constantinopla atrajo pronto la atención de San Cirilo (412-444), sobrino de Teófilo, recientemente elegido papa de Alejandría. Cirilo era un brillante teólogo, y caudillo nato del naciente nacionalismo de Egipto. Ordenaba la obediencia ciega de muchos millares de monjes y vírgenes consagradas, y era una especie de rey sin corona de su pueblo. Su celo por la ortodoxia no iba acompañado de caridad para con sus rivales y, desde el principio, su gobierno se caracterizó por los actos de violencia de sus fanáticos seguidores. Los judíos y los paganos fueron los primeros en experimentarlo; no lo pasaron mejor sus oponentes doctrinales. Incluso Oresto, el prefecto de la ciudad, corrió peligro de muerte a manos del enfurecido populacho cuando se atrevió a oponerse al Patriarca.
La aparición de Cirilo en la escena de la controversia que suscitaron los sermones de Nestorio fue el preludio de una inminente tormenta. Se agravó la desavenencia por el activo interés de Roma, que decididamente se puso de parte de Cirilo contra Nestorio. Para evitar problemas, el emperador Teodosio II anunció la convocación de un Concilio Ecuménico en Efeso.
Sin esperar al Concilio, Cirilo publicó doce anatemas contra Nestorio. Enumeró una serie de errores que impedían pertenecer a la Iglesia, entre los que se hallaban varias proposiciones enseñadas en Antioquía. Nestorio varios teólogos de la escuela de Antioquía contraatacaron, acusando a Cirilo de herejía.
El Concilio Ecuménico de Efeso se celebró en el año 431. Prevalecieron la pasión y la animosidad; Cirilo y sus partidarios, en alianza con el obispo local, actuaron como si el Concilio no tuviese otro objeto que el de confirmar las anatemas. Los partidarios de Nestorio, los obispos orientales, que acudían llamados por Juan, patriarca de Antioquía (muerto en el año 422), se retrasaron de camino al Concilio, y Cirilo aprovechó esta oportunidad para convocar a sus seguidores y excomulgar solemnemente a Nestorio antes de la llegada de Juan. Cuando Juan y sus partidarios llegaron por fin a Efeso y se enteraron de esto, excomulgaron a su vez a Cirilo y a su aliado Memnón, arzobispo de Efeso. El irresoluto Emperador confirmó ambas excomuniones y ordenó la destitución de Nestorio, Cirilo y Memnón.
Sólo Nestorio acató el decreto imperial y fue desterrado. Murió en el exilio en el año 452. Cirilo huyó a Egipto y continuó la batalla desde su plaza fuerte. Después de prolongadas e intrincadas negociaciones, se concertó una paz por medio de una componenda, en el año 433, entre Cirilo y Juan de Antioquía. Cirilo retuvo su patriarcado, pero retiró sus anatemas. Los obispos orientales sacrificaron a Nestorio y suscribieron su destitución. No obstante, quedaron insatisfechas ambas partes, pues tenían el convencimiento de que la enseñanza de sus oponentes era errónea y se debía suprimir.
El punto de discusión no era ya el homoousios, sino la physis, la naturaleza de Cristo. Los orientales hablaban de dos naturalezas en Cristo, la divina y la humana, el duofisitismo. Los alejandrinos insistían en una sola naturaleza — monofisitismo — , diciendo que el Salvador, por ser una sola persona, no tenía nada más que una naturaleza, que era a la vez divina y humana. Esta diferencia de expresión era tan sutil, que se podían aceptar ambas fórmulas, más no era ésta la opinión de los ardientes partidarios de cada escuela de pensamiento. En la expresión de sus oponentes veían una peligrosa desviación de la verdad. La dificultad de desenredar esta discusión se subrayó aún más con las interpretaciones antagónicas de los términos empleados. El vocablo griego hypostasis se podía interpretar como persona y como sustancia, y la palabra physis (naturaleza) se utilizaba no como término tanto abstracto como concreto y a veces era también idéntico a sustancia. Ambas partes reconocían a Dios y al hombre en Jesucristo y, por lo tanto, era posible que llegasen a un acuerdo; pero se hallaban ausentes la paciencia y la indulgencia que esto requería. La etiqueta de “hereje,” una vez impuesta a un oponente, le excluía de toda conversación en lo sucesivo, y cualquier intento posterior de conseguir un entendimiento mutuo era considerado como una traición a la verdad. Después de haber declarado un decreto imperial que Nestorio era un traidor y un Judas, todo contacto con él se convirtió en ofensa criminal.
El propio Nestorio repudió las opiniones que le atribuían sus adversarios, y sus propios escritos no le muestran como extremista. La escuela de Antioquía no se convenció nunca de que merecía el tratamiento que recibió en Efeso. Los partidarios de Cirilo estaban igualmente encolerizados por la retirada de sus anatemas, que consideraban como la mejor prueba de la ortodoxia.
La tregua doctrinal concertada entre Cirilo y los obispos asiáticos se mantuvo durante quince años a pesar de la oposición por parte de los extremistas. El propio Cirilo se moderó cada vez más hacia el final de su vida. Desgraciadamente, su sucesor Dióscoro (444-51), que era también de carácter dominante, revivificó la lucha reanudando sus ataques contra el Patriarca de Constantinopla, para lo cual le brindó oportunidad un monje muy reverenciado, el anciano Eutiquio, abad de un monasterio de la capital. Era un famoso asceta con admiradores en las altas esferas, y un persuasivo exponente de la teología alejandrina. En sus sermones e instrucciones mostraba una tendencia a considerar el lado humano de Jesucristo como casi asimilado a su divinidad.
En el año 448, en el concilio local de obispos presidido por Flaviano, patriarca de Constantinopla (446-449), un miembro del mismo dirigió la atención hacia los peligros de tal enseñanza. Eutiquio, citado ante el sínodo, defendió su posición; los obispos le condenaron y le privaron de sus órdenes. Este severo tratamiento sorprendió a los admiradores de Eutiquio, entre los que se hallaban el eunuco Crisafio, favorito del Emperador. Bajo su influencia, Teodosio II decidió justificar a Eutiquio convocando otro Concilio Ecuménico.
El segundo sínodo de Efeso, conocido por el nombre de Concilio de Bandidos se celebró en agosto del año 449. Sus desmanes y maldades, ofrecieron una prueba convincente de la creciente sujeción de la Iglesia al control imperial que había comenzado en Nicea. No sólo preparó la Corte el programa del Concilio, sino que incluso la asistencia al Sínodo se limitó a aquellos en quienes se podía confiar para realizar los planes imperiales. Así, por ejemplo, Teodoredo, obispo de Ciro, el más erudito portavoz de la escuela de Antioquía, no sólo fue expulsado de su sede en la víspera del concilio, sino que el Emperador le prohibió que asistiese, aun cuando estaba invitado por sus miembros.
Otras cartas imperiales nombraron al archimandrita Barsumas, ardiente partidario de Eutiquio, para que representase a los monjes sirios, Dióscoro, junto con sus aliados doctrinales, Juvenalio de Jerusalén y Talasio de Cesárea, fueron nombrados presidentes del Concilio. Sus procedimientos superaron en violencia e irregularidad a otros Sínodos ecuménicos, y demostraron la relajación moral del clero oriental, especialmente de aquellos que obraban bajo la dirección de Dióscoro. El Concilio proclamó su creencia de que, después de la Encarnación, Cristo tenía una naturaleza que era tanto divina como humana. Esta era una confirmación de la fórmula teológica de Cirilo, pero esta victoria doctrinal tan fácilmente obtenida no convenció a Dióscoro y a sus partidarios, Flameó de nuevo la vieja rivalidad entre Alejandría y Constantinopla. Lo mismo que el I Concilio de Efeso fue la escena del triunfo de Cirilo sobre Nestorio, así el II Concilio de Efeso vio a Flaviano pisoteado por Dióscoro. Pero había una diferencia entre estas dos victorias. Nestorio era un militante antialejandrino, que había ofendido a muchos cristianos negándose a llamar Theotokos a la Virgen María. Flaviano no era teólogo beligerante, sino meramente presidente del sínodo que había degradado a Eutiquio. Sin tener en cuenta estos hechos, Dióscoro declaró hereje a Flaviano y, sin darle oportunidad para defenderse, obligó al Concilio a que aprobase esta arbitraria decisión. Tan pronto como se hubo realizado esto, la multitud de monjes y marineros de Alejandría, a quienes Dióscoro había traído a Efeso, invadieron la iglesia donde se celebraban las sesiones del sínodo. En vano trató el Patriarca de salvar su vida resguardándose en el altar. Fue sacado a rastras por los excitados egipcios y maltratado tan duramente, que murió al cabo de tres días. El asesinato público de un prelado inocente, con la aprobación de los obispos rivales, fue el precio que pagó el Episcopado por no protestar contra la deportación de los dos obispos que habían diferido de la mayoría en Nicea, en el año 325.
Este II Concilio de Efeso terminó con una solemne declaración acerca de que la ortodoxia nicena era la regla de fe únicamente verdadera y que todo aquel que se atreviese a desviarse de ella merecía un severísimo castigo. Las escenas finales del Concilio manifestaron el gozo de los vencedores que gritaron entusiásticamente: “Los que contradicen a Dióscoro blasfeman contra Dios. Dios ha hablado por medio de nuestro Patriarca; el Espíritu Santo le ha inspirado. Todos los que guardan silencio son herejes.” Flaviano no fue la única víctima; otros representantes de la escuela de Antioquía, incluyendo a Dominus, patriarca de esa ciudad, fueron también privados de sus cargos y desterrados.
La violencia mostrada en Efeso y la muerte de Flaviano a manos de los seguidores de Dióscoro conmovieron a todos los cristianos. Estaban acostumbrados al castigo de los herejes, pero no al asesinato de los patriarcas en las asambleas episcopales. No obstante, mientras reinó Teodosio, no se suscitó ninguna oposición al Concilio. En el año 450 murió Teodosio y le sucedió su hermana Pulquería, que revocó su política eclesiástica. Fue ejecutado Crisafio y se ordenó la convocatoria de otro Concilio, al objeto de revisar los irregulares procedimientos de su predecesor.
Proyectado originalmente para Nicea, el nuevo sínodo se celebró en octubre del año 451 en Calcedonia, suburbio de Constantinopla. Sus dirigentes fueron los legados papales, que trajeron consigo El Tomo, una carta compuesta por el papa León el Grande (441-61) y dirigida a Flaviano. Este trascendental documento definía a Cristo como persona poseedora de dos naturalezas, fórmula explícitamente repudiada por Dióscoro y sus seguidores. El Tomo de León incorporaba la teología corriente de la Iglesia occidental. Su terminología era más precisa, pues las palabras utilizadas por los cristianos latinos, persona, substantia, natura, carecían de la complejidad y riqueza de significado de los equivalentes griegos, prosopon, hypostasis, ousía, physis.
El Concilio de Calcedonia revocó las decisiones tomadas en Efeso: Dióscoro fue degradado; Teodoredo, junto con otros miembros de la escuela de Antioquía, fue justificado, pero a condición de que condenase a Nestorio. Los miembros del Concilio declararon que San Pedro hablaba por medio de León, y que todos se hallaban de acuerdo con su enseñanza. Estaban presentes más de quinientos obispos, y el IV Concilio fue el mayor de todos los sínodos ecuménicos. El Episcopado oriental tan sólo pensaba limitarse a reparar las injusticias cometidas en Efeso, pero los representantes imperiales les exhortaron a redactar una declaración doctrinal que, de una vez para siempre, terminase con la disputa referida a una o dos naturalezas en Cristo. Entre los obispos hubo poco entusiasmo para cumplir este ruego; pero, bajo la fuerte presión del gobierno, se estableció una comisión que compuso la famosa definición calcedónica. Pretendía salvaguardar el misterio de la Encarnación mediante cuatro negativas, sin intentar explicarlo de una manera racional. Manifiesta que las dos naturalezas de Cristo están unidas sin absorción, sin mezcla, sin división y sin separación. Esta fórmula era una mezcla de tres distintos tipos de terminología, utilizados en Roma, Alejandría y Antioquía. Se puede decir que la fórmula calcedónica expresa la tradición griega que mantuvo el equilibrio entre los extremos de las interpretaciones occidentales y orientales de la Encarnación. El Concilio terminó con júbilo universal y fuertes declaraciones de unanimidad lograda. Pero había señales de otra tormenta en el encuentro entre los obispos y los monjes sirios, dirigidos por el asceta Barsumas. Se intercambiaron palabras de cólera y acusaciones salvajes, y algunos obispos gritaron a los monjes: “Abajo Barsumas, el asesino. Que le lleven al anfiteatro y le arrojen a las fieras.” Los gritos que habían acompañado al martirio de tantos cristianos eran ahora repetidos por los cristianos contra sus hermanos de religión por la simple razón de que preferían una expresión teológica a otra.
Tan pronto como terminó el Concilio de Calcedonia, el emperador Marciano (450-457), marido nominal de la anciana Pulquería, publicó una severa orden, dirigida a todos los cristianos, para que aceptasen la decisión del Sínodo y dejasen la discusión de los temas de controversia. E1 Imperio esperaba conseguir la paz dentro de la Iglesia haciendo obligatoria la definición de Calcedonia. Este prematuro intento de uniformidad obligatoria se efectuó muy a destiempo. Los cristianos no estaban todavía dispuestos a aceptar una expresión teológica como universalmente válida: las pasiones se encontraban en esferas demasiado altas. Habría sido más prudente aplazar la imposición de la fórmula calcedónica, pero, una vez que la hubo aprobado el Concilio, el Estado se sintió obligado a imponerla a todos los cristianos, con trágicas consecuencias para las Iglesias orientales.
En respuesta a esta orden imperial de sumisión a Calcedonia, los monjes sirios de Jerusalén iniciaron una rebelión dirigida por el asceta Teodosio. El asesinato y el incendio premeditado acompañaron a esta protesta. Únicamente después de una batalla regular con los monjes armados, las tropas imperiales restauraron el orden en Palestina. Similares revueltas sanguinarias ocurrieron en otras partes, la peor de todas en Egipto. Hacía largo tiempo que los habitantes del Nilo consideraban a los Patriarcas de Alejandría como sus monarcas, en favorable contraste con la autoridad imperial que representaban los gobernadores civiles enviados desde Constantinopla. El destierro de Dióscoro fue considerado como una humillación nacional y, con singular unanimidad, todo el país rechazó a Calcedonia, declarando su adhesión a la fórmula de “una naturaleza” asociada con el nombre de San Cirilo y aprobada por el II Concilio de Efeso. La disputa cristológica adquirió un nuevo color, un nuevo perfil no solamente teológico sino también político-social. La defensa del monofisitismo se asoció en Egipto con la oposición a un gobierno extranjero. Se aceptó “una naturaleza” como credo nacional en recompensa o contraprestación de la resistencia de Egipto a la opresión imperial. Las autoridades civiles vieron el peligro y trataron de reducir la tensión nombrando como patriarca a Proterio (452-457), que pertenecía a la escuela de Dióscoro. Pero el pueblo lo rechazó como nómino imperial. En el año 457 murió el emperador Marciano; su muerte fue la señal de un levantamiento general en Alejandría. Expulsaron a Proterio, y Timoteo, de apodo el Gato (Aelure, 457-477), vino a ser patriarca elegido y consagrado. Se hallaba lejos de ser extremista en teología, pues repudiaba a Eutiquio. No obstante, representaba a la Iglesia de Egipto, que era monofisista, y su primer acto fue repudiar a Calcedonia y excomulgar a León de Roma y a Anatolio de Constantinopla.
A pesar de esta atrevida acción, retuvo su sede, pues el gobierno imperial se vio frustrado por la obstinada oposición de los egipcios, y los sucesores de Marciano desistieron, de momento, de sus intentos de imponer por la fuerza la definición calcedónica a los cristianos orientales. Buscaron una salida negociada, un sistema sumamente ingenioso que fue avalado por el emperador Zenón (476-491), que, por consejo de su enérgico patriarca Acacio (471-489), propuso una pacificación general eliminando de los debates teológicos el explosivo término “naturaleza.” Zenón publicó un documento llamado Henoticon o Instrumento de Unión (482). Su contenido doctrinal era ortodoxo, pero no mencionaba a Calcedonia. Al mismo tiempo repudiaba las dos corrientes extremas de las partes contendientes condenando a Eutiquio y a Nestorio. La mayoría de los obispos orientales se sintieron satisfechos por esta solución temporal y firmaron el Henoticon. Incluso lo aceptó el patriarca monofisista de Alejandría, Pedro Mongas (El Tartamudo) (477-490). Sin embargo, terminó con esta paz el papa Félix III (483-492), que, en el año 484, excomulgó a Acacio por su intento de evitar el uso de la definición calcedónica. Esta acción animó a todos los oponentes de la reconciliación, y el Henoticon fue finalmente repudiado con igual ardor tanto por los adictos como por los críticos del IV Concilio. Siempre que el partido central, representado por Constantinopla, satisfacía las demandas de los monofisistas, incurría en excomuniones de Roma; siempre que hacía las paces con Occidente, era violentamente atacado por los egipcios. Tal era la situación con que se enfrentaba el destacado gobernante de este período, Justiniano I, que no ahorró esfuerzos para resolver la diferencia monofisista.
Justiniano fue uno de los más notables sucesores de Constantino. Su magnífico retrato en el mosaico de San Vitale de Ravena sugiere una persona de dominante personalidad. Puede ser descrito como tipo ideal de soberano bizantino, consagrado al deber, poseído de abundante energía, insigne constructor de ciudades, fortalezas, puentes e iglesias, y famoso como codificador del Derecho Canónino. Tenía profundos convencimientos religiosos, era sobrio, incluso ascético. En sus magníficos palacios, rodeados de un elaborado ritual, no bebía vino, comía poco, dormía en lecho de madera. Su principal interés era la teología, y nada le producía mayor satisfacción que pasar el tiempo en su biblioteca, estudiando los escritos de los Padres y discutiendo temas doctrinales con obispos y monjes. En el ejercicio de sus deberes imperiales le ayudaba grandemente su esposa, Teodora (muerta en el 548) mujer de origen humilde (su padre fue domador de osos en un circo). Llevaba el peso del gobierno con dignidad e imaginación y compartía la pasión de su marido por la teología y la discusión doctrinal.
La dotada pareja tenía grandes ambiciones: emprendieron un grandioso plan para restaurar el Imperio a su anterior gloria y para traer la paz y la concordia a la Iglesia. Su extraordinaria energía y dedicación consiguieron espectaculares resultados: los bárbaros fueron expulsados de Africa del Norte y de Italia; se restauró el Imperio Occidental; la mayoría de los cristianos aceptaron el Concilio de Constantinopla (el V Sínodo Ecuménico del año 553); y ese milagro de perfección arquitectónica, la Catedral de la Divina Sabiduría, se elevó a orillas del Cuerno de Oro, coronando su largo y arduo reinado. Pero estas victorias fueron demasiado forzadas para ser permanentes: las conquistas en Occidente agotaron la fuerza militar del Imperio y fueron simplemente un freno temporal para el avance bárbaro, la unidad eclesiástica, cimentada por un uso liberal de la intimidación, que resultó ilusoria. En realidad, Justiniano causó daños irreparables, pues sus persistentes esfuerzos por conseguir una forzada reconciliación entre los calcedonios y los anticalcedonios tuvieron como resultado su separación definitiva.
Su política eclesiástica se basa en dos principios: que la seguridad y prosperidad del Estado dependían de la ortodoxia de la fe que confesaban el soberano y su pueblo, y que el supremo deber del emperador era salvaguardar la integridad de la Iglesia y la pureza de su enseñanza. En el prefacio de su Sexta Novela (535) escribió: "Hay dos principales dones que concede Dios a los hombres: el sacerdocio y la autoridad imperial. De estos, el primero se ve relacionado con las cosas divinas, el segundo, con los asuntos humanos. Procediendo de la misma fuente, ambos adornan la vida humana. Nada es de mayor importancia para los emperadores que el apoyo a la dignidad del sacerdocio, para que a su vez los sacerdotes rueguen a Dios por ellos. Por lo tanto, nos interesa muchísimo mantener las verdaderas doctrinas, inspiradas por Dios, y honrar a los sacerdotes. Se conseguirá la prosperidad del reino si universalmente se obedecen los sagrados cánones de los Apóstoles, conservados y explicados por los Santos Padres.
A causa de esta creencia, Justiniano intervino en la vida de la Iglesia y compuso uno tras otro planes de reconciliación. Se consideraba uno de los principales teólogos de su época y redactó varias declaraciones doctrinales que trató de imponer a los miembros de la Iglesia. Su convencimiento de que el emperador era responsable ante Dios de la ortodoxia de sus súbditos convirtió a Justiniano en un despiadado perseguidor de judíos, samaritanos, paganos y herejes, degradó, desterró y encarceló a los obispos y sacerdotes que se atrevían a rechazar sus propuestas doctrinales. Sus predecedores imperiales se contentaron con apoyar a uno u otro partido episcopal, pero Justiniano fue todavía más lejos; elaboró sus propias fórmulas teológicas y las impuso a la comunidad cristiana. Dirigió sus esfuerzos a buscar modos de reconciliar el cuerpo principal de los anticalcedonios, acaudillados por Severo, patriarca de Antioquía (muerto en el 538) con los partidarios del IV Concilio Ecuménico.
Justiniano y Teodora no clasificaron nunca a los monofisistas con los herejes, y consideraron que su disputa con los calcedonios era una división dentro la Iglesia Católica. Entre los muchos intentos de edificar un puente para salvar un abismo, el más importante se conoce como el nombre de Los Tres Capítulos. En este caso la censura se dirigió contra tres eminentes teólogos sirios orientales de la escuela de Antioquía; estos eran justificados por el Concilio de Calcedonia y severamente criticados por los monofisistas. Eran Teodoro de Mopsuestia (muerto en el año 428) padre de Nestorio; Teodoro de Ciro (muerto en el 458) e Ibas de Edesa (muerto en el 457). En el año 543, Justiniano publicó un edicto dogmático condenando los escritos de estos teólogos, muertos en paz con la Iglesia católica y altamente venerados por los sirios orientales tanto dentro del Imperio bizantino como fuera de sus fronteras, en Persia, Asia central y la India. Esta orden imperial fue impopular entre los calcedonios y tuvo una fuerte resistencia en Occidente. Pero Justiniano estaba decidido a que todos los obispos aceptasen su condenación. Después de una prolongada lucha con la oposición, convocó un sínodo en Constantinopla en el año 553, que aprobó este decreto. El papa Virgilio (538-555), a quien trajeron a Constantinopla y era virtualmente prisionero de Justiniano, se resistió al principio al Emperador, pero finalmente abandonó la desigual contienda y firmó las actas del sínodo. A muchos cristianos les inquietó la novedad de esta censura dirigida contra los muertos, que habían sido reverenciados durante su vida por su piedad y erudición.
El celo del Emperador, su uso de la intimidación y su desabrido tratamiento del Papa no produjeron el resultado apetecido. No se impresionaron los monofisitas: sólo la repulsa de Calcedonia les podía poner de nuevo en comunión con Roma y Constantinopla; pero Justiniano no estaba dispuesto a hacer esta concesión final. En Occidente, especialmente en África del Norte, Italia septentrional e Iliria, los decretos del Concilio de Constantinopla fueron recibidos con hostilidad, y durante algún tiempo existió un cisma entre Roma, donde se reconocía el Concilio del año 553, y otras Iglesias occidentales, que lo repudiaban. Los sucesores de Justiniano, Justino II (565-578), Tiberio II (578-582) y Mauricio (582-592), alternaron entre la represión y la tolerancia de la oposición anticalcedónica, e igualmente fracasaron todos en sus esfuerzos de reconciliar a las partes contendientes. Mientras tanto, un destacado eclesiástico llamado Jacobo Baradeo (muerto en el año 538), disfrazado de mendigo, viajaba por todas las provincias asiáticas del Imperio, consagrando obispos y ordenando sacerdotes para los monofisitas. Fue perseguido por el poder secular, pero siempre se las arregló para escapar, y consiguió ordenar dos patriarcas, veintisiete obispos y millares de sacerdotes y diáconos. Debido a su ingenuidad y energía, cobró existencia en Siria y Palestina un cuerpo clerical paralelo al reconocido por el Imperio. Los obispos ordenados por Jacobo llevaban los mismos títulos que los jerarcas calcedonios, y se conocían por el nombre de jacobitas. Otro destacado anticalcedonio fue un monje egipcio llamado Pedro. Los adversarios de la Iglesia imperial le ordenaron obispo secretamente en el año 575 y tomó el título de patriarca de Alejandría. Ordenó enseguida a más de setenta obispos y así construyó los cimientos de una organización eclesiástica independiente en Egipto. Únicamente los funcionarios del Estado y la minoría griega permanecieron bajo la jurisdicción de la jerarquía oficial, que recibió el apodo de Melquitas (hombres del rey) por parte de la población indígena, que permanecía sólidamente al lado de San Cirilo y su condenado sucesor, Dióscoro.
A finales del siglo VI se perdió irreparablemente la unidad de los cristianos orientales. Los patriarcas de Constantinopla y la mayoría de los griegos habían aceptado la fórmula calcedónica; Egipto la había rechazado. Siria, Palestina y el resto de las provincias asiáticas se dividieron en las facciones calcedónica y anticalcedónica, que se hallaban identificadas con las comunidades griega y de lengua siríaca. Los cristianos de Armenia ignoraban a Calcedonia. Los cristianos del Imperio persa se negaban a reconocer el Concilio de Efeso y eran considerados como nestorianos por los ortodoxos. Apoyaban la teología que condenó el V Concilio Ecuménico. Sólo Constantinopla permanecía en comunión con Occidente. El resto de Oriente era hostil a Roma y el último lazo de unidad entre estos cristianos no bizantinos era el hecho de haber cortado sus relaciones fraternales con los cristianos de lengua latina.
La historia del cisma monofisita y las consecuencias desintegradoras del Concilio de Calcedonia suscitan un número de desconcertantes problemas, cuya solución es vital para un entendimiento de la religión cristiana. Por ejemplo, ¿cómo fue posible que un Concilio convocado para remediar la injusticia cometida por su predecesor y al que asistieron más de quinientos obispos, un sínodo que legítimamente afirmaba ser el más representativo de las asambleas ecuménicas, provocase tal odio entre los cristianos, que llegó a originar guerras civiles? ¿Cómo pudo convertirse en bloque impenetrable para la unidad y la concordia una asamblea eclesiástica que, en su sesión final, había ostentado tan gran entusiasmo y unanimidad? ¿Por qué terminaron en fracaso completo los persistentes esfuerzos de reconciliación que hicieron unos emperadores auténticamente devotos, apoyados por algunos de los mejores teólogos? La parte ¿más desconcertante de este severo conflicto es la moderación de la fórmula doctrinal que se desarrolló en Calcedonia, deliberadamente redactada en términos negativos para evitar el peligro de una inadecuada definición del misterio de la Encarnación. A primera vista hay algo inexplicable en la apasionada cualidad del debate y en los innumerables actos de violencia cometidos por ambas partes durante la controversia cristológica. Los calcedonios y los anticalcedonios profesaban la misma religión, repetían el mismo credo, citaban a menudo a los mismos Padres de la Iglesia, adoraban a Dios de una manera similar, y se adherían a la jerarquía apostólica; y, sin embargo, luchaban tan ferozmente unos contra otros, que muchos preferían el destierro e incluso la muerte a entrar en comunión con sus hermanos de religión, y se hallaban tan encolerizados, que quemaban las iglesias y profanaban los sacramentos rivales. Se difundió tanto esta animosidad, que, cuando los mahometanos invadieron el Imperio, los monofisistas les recibieron como a libertadores y abrieron las puertas de sus ciudades a estos enemigos del cristianismo.
Por la época en que la levadura del cristianismo empezaba a despertar al mundo oriental, la administración imperial había impuesto con éxito una civilización cosmopolita a la mayoría de los pueblos vasallos. Se hallaba helenizada la población de las ciudades, la lengua griega se utilizaba universalmente, las otras lenguas antiguas se hallaban reducidas al nivel de dialectos hablados por personas comunes sin cultura. Únicamente los judíos se habían resistido a este proceso de asimilación y retenían sus propios caracteres y escrituras sagradas, pero incluso éstos utilizaban cada vez más el griego en las sinagogas de la Diáspora. Pueblos y razas se mezclaban libremente en la estructura del Estado universal, olvidando su propia exclusividad. Se derrumbaban las barreras nacionales, y los recuerdos y leyendas del pasado se conservaban principalmente entre las comunidades más atrasadas.
En los primeros días, el cristianismo representaba un estado final de este desarrollo cosmopolita, pues admitía a todo el mundo y acentuaba la igualdad de todos, independientemente de la raza u origen social. Sin embargo, cuando pasó de ciudad a país y más allá de los límites del Imperio, penetrando en las regiones bárbaras, empezó a producir efectos contrarios. Despertó la conciencia nacional de los pueblos y creó un sentido de vocación especial.
Una persona madura y espiritualmente despierta no es sólo un individuo plenamente desarrollado, sino también un representante articulado de su raza y cultura. El cristianismo no igualó a sus conversos, sino que descubrió potencialidades peculiares de cada nación. No obstante, este proceso de autoconciencia chocaba con el sentido de universalidad eclesiástica, y la tensión que crearon estos principios, aparentemente opuestos, causó conflictos y luchas dentro de la comunidad cristiana.
En el Oriente, la Iglesia creció con rapidez durante el transcurso de los siglos IV y V. Prácticamente toda la población plurinacional del Imperio se hizo cristiana, al menos de nombre. La legislación antipagana de Justiniano introdujo en el redil de la Iglesia una masa de personas mal instruidas e indisciplinadas. Les animaba la nueva religión; el despertar del nacionalismo fue una de las consecuencias de su bautismo, pero el sentido de hermandad con los cristianos de lengua y temperamento diferentes se hallaba todavía más allá de muchos de estos nuevos conversos. La Iglesia, que siempre había sido una comunidad supranacional, reconocía la igualdad de todos sus grupos nacionales. Mientras se reconocieron como legítimas las características locales de culto y enseñanza, se retuvo la unidad; pero con el incremento de la presión estatal que aspiraba a la uniformidad, y acompañada del temor de divergencia entre los propios cristianos, la variedad de tradiciones nacionales se convirtió en un explosivo que conmovió toda la estructura de la Iglesia católica. La idea de Dios como regidor severo que requería de sus fieles una estricta adhesión a las formas prescritas, y que sólo aprobaba una fórmula doctrinal, y a quien encolerizaban los que utilizaban otra expresión verbal de la misma fe, adquirió ascendencia entre muchos cristianos. Era especialmente popular entre los monjes que fueron adiestrados para obedecer reglas cuidadosamente redactadas por sus superiores. Se hacía gradualmente mayor el abismo entre éstos y el clero parroquial. Aun cuando otros cristianos se hallaban dispuestos a la reconciliación, los ascetas se negaban a hacer las paces. Aunque se suponía que eran seres humanos que se habían despreocupado del mundo, fueron los más activos portadores del nacionalismo, y su temperamento militante fue un obstáculo irresistible para la paz. El ideal de uniformidad, mezclado con el nacionalismo, condujo inevitablemente al sectarismo y al cisma. Los egipcios afirmaban que su confesión de fe era la única aceptable para Dios; los romanos insistían en que eran ellos los que tenían la prerrogativa especial de ser guardianes de la ortodoxia; los griegos confiaban igualmente en su superioridad. Sin embargo, todos se daban cuenta de que la unidad era una de las condiciones indispensables de su religión, y de aquí nacieron esos desesperados esfuerzos por conservarla, que se vieron frustrados por su determinación de hacer las paces únicamente bajo sus propios términos. El conflicto cristológico se convirtió en lucha entre los nacionalismos de Egipto y Siria y la autoridad centralizada del Imperio. Se transformó en un movimiento masivo que ya no podían suavizar los argumentos y acuerdos teológicos.
La repulsa de la fórmula calcedónica se utilizó como estandarte bajo el cual unieron sus filas los que se rebelaban contra Constantinopla. El nacionalismo que se despertó en Egipto, en Siria y en otras partes del Imperio no tuvo un canal normal de expresión. Habían fenecido sus viejas dinastías nativas, estaba dormida la aspiración de independencia política; la única forma de autodeterminación que se ofrecía al pueblo se hallaba en la esfera de la política eclesiástica. El prestigio del obispo dirigente, victoria teológica de sus jefes nativos, eran manifestaciones de una creciente oposición a las órdenes imperiales. Ni los políticos, ni los generales, ni los atletas eran los héroes de las naciones súbditas, sino los obispos y los teólogos. Se utilizaban fórmulas teológicas rivales como armas para combatir contra los cristianos cuya lengua y modo de ver diferían de los propios.
La confusión y la severidad se incrementaron grandemente por el hecho de que ninguna de las partes contendientes se daba cuenta de la importancia del elemento nacional en sus disputas. Estaban convencidos que el único punto importante era una correcta definición de la fe ortodoxa, y consideraban a sus oponentes no como nacionalistas que buscaban expresión propia, sino como herejes peligrosos, desfigurando adrede la verdad evangélica y exponiéndose al siniestro dominio de las potencias tenebrosas. Tal ceguera con respecto a los verdaderos puntos debatidos frustró, desde el principio, todos los esfuerzos de reconciliación.
El nacionalismo, ignorado oficialmente por la Iglesia, estalló en la horrible forma de chauvinismo religioso. Los cristianos de Egipto y Asia, que habían dado tantos mártires, santos y ascetas a la cristiandad, fueron sus principales víctimas. El odio a los extranjeros condujo a exageraciones doctrinales y finalmente a tan gran intolerancia, que tuvo como resultado un permanente cisma. Sólo la revivificación de la autonomía local hubiera podido conservar la unidad de la Iglesia. Pero ni el Imperio ni la mayoría de los jerarcas eclesiásticos estaban dispuestos a tales concesiones. Preferían una uniformidad forzada, con su inevitable consecuencia de rebelión. A los cristianos se les forzaba de continuo hacia una posición en que el precio de la unidad era la desaparición de la iniciativa local y de la tradición. Su elección radicaba entre la sumisión a la dictadura estatal o el cisma, con el resultado de que muchos se mostraron en favor del cisma.
La nueva conciencia nacional que surgía de la creencia en la Encarnación produjo resultados casi opuestos fuera y dentro del Imperio. Desintegró el Estado bizantino, pero consolidó a las naciones independientes del Oriente y les dio estabilidad y vigor. La primera nación que se identificó con la religión de la Encarnación fue Armenia. En el año 301, el rey Tiridates III (261-314) proclamó que el cristianismo era la fe de su pueblo. Mediante este acto levantó una permanente barrera contra los persas, sus poderosos vecinos, que eran fervientes zoroástricos.
El Rey fue convertido por San Gregorio Loosavorich (San Gregorio el Iluminador, muerto en el año 325), que también pertenecía a la familia real, pero durante largo tiempo fue perseguido por Tiridates y pasó mas de quince años en prisión. En el año 302, fue ordenado obispo San Gregorio. En el 303, fundó el Etchmiadzin, que hasta la fecha es la residencia del Catholicos, jefe de la Iglesia de Armenia. La conversión en masa de los armenios, que no sabían ni griego ni siríaco, las dos lenguas en que, por aquel entonces, circulaban en Asia las Sagradas Escrituras, creó el problema de la traducción. Dos héroes de la historia armenia ejecutaron con éxito esta tarea: el obispo San Sahak I (387-439) y San Mesrop Mashthotz (354-440), antiguo secretario del rey y hombre de extraordinaria erudición. No sólo tradujeron al armenio las Sagradas Escrituras, sino que también inventaron un alfabeto especial para su pueblo, que se compone de treinta y seis caracteres que se adaptaban excelentemente a los sonidos de su lengua. Los armenios cobraron existencia como nación después de unirse a la Iglesia cristiana. Su literatura y su cultura datan de aquella época. Su lealtad a Jesucristo se convirtió en una señal que los distinguía de sus vecinos no cristianos, y la retuvieron a través de todas las pruebas de su tempestuosa historia.
Una conversión similar tuvo lugar casi simultáneamente entre los georgianos, que habitaban la región suroeste del Cáucaso. El apóstol de Georgia fue una esclava, Nina (muerta en el año 335). Su inusitada personalidad, su ardiente fe y su don de curación impresionaron tanto al rey Merian y a la reina Nana, que llegaron a bautizarse, y, en el año 330, adoptaron el cristianismo como religión de su pueblo. Más tarde, la Iglesia georgiana adquirió también su propio alfabeto y tradujo la Biblia y los libros de culto a su propia lengua. Los georgianos han sido siempre los firmes aliados del Imperio bizantino, y así conservaron su eslabón con la Iglesia de Constantinopla. Los armenios siguieron la misma política, pero no tuvieron representantes en el Concilio de Calcedonia, pues se hallaban empeñados entonces en una guerra devastadora contra el invasor persa. En el año 491, el sínodo de Valarshapet repudió la definición calcedonia y los armenios suscribieron la fórmula de componenda entre el Concilio Calcedonio y el anticalcedonio, el Henoticon del emperador Zenón. Por consiguiente, su Iglesia se vio tildada de hereje y monofisista por los teólogos bizantinos. Los varios intentos de reconciliación entre Constantinopla y el Etchmiadzin que se hicieron en el siglo VI y también en el siglo X jamás llegaron a tener éxito, debido principalmente al desasosiego político de la época.
A mediados del siglo IV el cristianismo penetró en Etiopía. El primer obispo, San Frumencio, fue ordenado por San Atanasio en el año 350. En el siglo VI se tradujo la Biblia al ghiez, que es todavía el idioma litúrgico de la Iglesia, aunque ya no lo entienda el pueblo. Los etíopes, como los coptos y los sirios, repudian el Concilio Calcedonio y son monofisistas.
Los orígenes del cristianismo en la India y Ceilán suscitan los problemas de mayor controversia. Según la firme creencia de los cristianos indios, su Iglesia fue instituida por el apóstol Tomás, que murió martirizado en su país; esto fue cerca del año 72. La carencia de documentos fidedignos no nos permite confirmar tal tradición histórica, pero un número de pruebas indirectas sugieren que se basa en la verdad. No se sabe más de la historia primitiva de la Iglesia india hasta el año 345, cuando un grupo de cristianos persas, dirigidos por el comerciante Tomás de Cana y por el obispo José, llegaron a la India huyendo de la persecución en su propio país y reforzaron a los cristianos locales. Hoy los miembros de este grupo forman todavía una comunidad separada y no se mezclan en matrimonio con el resto de los cristianos “de Santo Tomás.” Cosmos Indicopleutes, “El Viajero Indio,” que en el año 522 visitó la costa de Malabar, halló en el sur de la India y en Ceilán antiguas y florecientes comunidades. Por entonces la Iglesia india se hallaba en comunión con las Iglesias de Mesopotamia, pero no tenía contacto con los principales centros de la cristiandad.
Los indios, en contraste con los otros cristianos orientales, no tradujeron las escrituras y los cultos a su propia lengua, sino que utilizaron hasta el siglo XIX la versión siríaca. Ésta deficiencia, combinada con el sistema de castas, impidió el crecimiento del cristianismo en su país, y la Iglesia ortodoxa de Malabar ha continuado siendo una comunidad restringida, limitada a los que hablan el malayalam, que pertenecen a las castas superiores. En Ceilán feneció la Iglesia ortodoxa, y los misioneros occidentales reintrodujeron allí el cristianismo.
La Iglesia padeció las pruebas más duras en el Imperio persa. El cristianismo había penetrado allí en el siglo I, pero no encontró condiciones favorables entre los iraníes. Los cristianos trabajaron en Persia con gran desventaja: sus escrituras y su literatura se hallaban escritas siríaco, lengua desconocida para los habitantes; y la despótica monarquía oriental no se cuidó de proteger a sus ciudadanos como el Estado romano. La religión zoroástrica que patrocinaban los reyes persas se mostró más intolerante con respecto a la nueva fe que el paganismo helenizado de Roma. A pesar de todos estos obstáculos, la fe cristiana consiguió un número de conversos, muchos de los cuales fueron martirizados.
La paz que logró Constantino entre la Iglesia y el Estado complicó todavía más la posición cristiana en el Imperio persa; por medio de sus gobernantes, los cristianos estaban identificados con Roma, el principal enemigo de su país. Durante cuarenta años fueron ferozmente perseguidos, pero, en el 383, Shapur III (383-388) revocó la política de sus predecesores y estableció relaciones amistosas con Constantinopla. Permitió que los cristianos extendieran su obra misionera, que llevó el mensaje del Evangelio a los más remotos confines del Imperio persa.
El período de paz no duró mucho tiempo, y para evitar la amenaza de que constantemente les acusaran de conspirar con Bizancio en contra de sus propios gobernantes, los cristianos de Persia decidieron romper con los griegos. En el año 480, acaudillados por el metropolitano Barsuma (457-484), proclamaron su independencia basándose en que la verdadera fe, que identificaban con la escuela teológica de Antioquía, se veía coartada por sus vecinos bizantinos. Por consiguiente, los griegos calificaron, de nestorianos a los cristianos persas, y se suspendieron todos los contactos. Nizibis se convirtió en centro de erudición para los persas, y durante varios siglos formaron allí a sus teólogos y doctores. El siglo VI fue una época de intensa actividad misionera en la Iglesia persa. Se fundaron obispados en Merv, Herat, Samarcanda y otros puntos situados más hacia el este. El Asia central y el Afganistán se vieron llenos de comunidades cristianas. Algunos de estos misioneros persas fueron Occidente, y uno de ellos, Iván, dirigió sus trabajos apostólicos en San Ivo (Cornualles).
Así pues, con respecto a los vecinos orientales del Imperio romano, la predicación evangélica ayudó a algunos de ellos a convertirse en naciones articuladas con cultura y literatura propias. El cristianismo actuó como factor estimulante y perturbador por todo el Oriente, convirtiendo en personas maduras a sus conversos y distinguiéndoles del resto de la población por medio de su empresa, su mejor educación y su sentido de responsabilidad. Así, en el curso de los seis primeros siglos de su historia, el cristianismo se difundió por una considerable parte de Asia y penetró en Etiopía. Sin embargo, no tuvo éxito entre los habitantes más primitivos del África tropical y encontró poca aceptación entre los budistas hinayhanas y los indostanos.
Para los cristianos orientales constituyeron un problema especial sus relaciones con Italia, África del Norte y la Galia, que consideraban al papa de Roma como su obispo dirigente. Desde la época de la reconciliación entre la Iglesia y el Imperio, la organización de la comunidad cristiana tendió cada vez más a seguir la pauta de la administración imperial, y los obispos de las ciudades mayores recibieron el título de metropolitano y una autoridad sobre sus vecinos episcopales. A mediados del siglo V, a cinco metropolitanos se les dio una autoridad todavía mayor y se les denominó patriarcas. El primero de ellos fue el papa de Roma, cuya jurisdicción se extendió por toda la mitad occidental del Imperio y por una considerable parte de los Balcanes (Iliria).
El segundo lugar perteneció al patriarca ecuménico de Constantinopla, el arzobispo de la Nueva Roma, que supervisaba a treinta y nueve distritos metropolitanos con unos cuatrocientos obispos diocesanos. Dominaba las provincias de Tracia, Ponto y Asia. El papa de Alejandría fue el tercer jerarca y regía en Egipto con sus catorce metropolitanos y ciento catorce obispos. El cuarto, el patriarca de Antioquía, tuvo trece metropolitanos y ciento cuarenta obispos en Siria y Arabia. El quinto, el patriarca de Jerusalén, gobernaba sobre Palestina con sus cinco metropolitanos y cincuenta y nueve obispos. En teoría, los cinco patriarcas eran iguales, y el destino de la Iglesia se hallaba confiado a su quíntuple caudillaje. En la realidad, sin embargo, la importancia de los patriarcas difería considerablemente, y la rivalidad entre las principales sedes vino a ser uno de los mayores problemas de la vida eclesiástica en el decurso de los siglos V y VI. Al principio, hubo una lucha entre Constantinopla y Alejandría que terminó con la derrota de Egipto. Más tarde surgió un conflicto todavía más grave entre Roma y los patriarcas orientales. Sus raíces radicaban no sólo en el cambio de la posición política de los obispos romanos, a quienes se les consideraba cada vez más como jefes temporales de su pueblo.
Desde el siglo III, dos emperadores habían regido el Estado romano, supervisando uno la mitad oriental del Imperio, y el otro la mitad occidental. En el año 476, el emperador occidental, Rómulo Augusto (475-476), fue destronado por Odoacro, un capitán bárbaro, y teóricamente el Imperio se reunificó bajo los emperadores orientales; pero, en realidad, Constantinopla no dominó ya sobre Italia y la Galia. El colapso del Imperio occidental liberó a los papas del dominio imperial, y San León I (440-461) elevó a gran altura el prestigio de su sede, abriendo negociaciones con los bárbaros como portavoz y protector reconocido de toda la población cristiana. Sus demandas encontraron apoyo en una supuesta donación de Constantino, según la cual el papa Silvestre (314-335) recibió del gran emperador los derechos soberanos sobre las tierras de los alrededores de Roma. En medio del caos y la inseguridad de la vida durante las invasiones bárbaras, los papas adquirieron un aire de estabilidad y poder que reflejaba la gloria de la Ciudad Eterna. Eran los guardianes de una civilización superior, y así, jefes reconocidos de la Iglesia occidental. La apelación al Papado vino a ser la mejor defensa para el clero contra el arbitrario gobierno de los conductores bárbaros. Esta significativa evolución del Papado no afectó al Oriente bizantino, donde el Papa era todavía considerado como el primer metropolitano entre iguales. Los ortodoxos apelaban a menudo a Roma pidiendo a su patriarcado que fuese arbitro imparcial en sus numerosos conflictos, y los papas como gobierno realizaban eficientemente este servicio, pero la idea de que el prelado romano era la cabeza de la Iglesia continuó siendo ajena a la mente ortodoxa, y los cristianos orientales de fuera del Imperio se hallaban todavía menos conscientes del crecimiento del Papado.
Hasta el movimiento iconoclasta del siglo VII no surgió ninguna disputa mayor entre los cuatro patriarcados orientales y su hermano occidental, aunque a menudo se interrumpía entre ellos todo contacto; no obstante, las semillas del futuro conflicto se sembrarían en el siglo V, cuando los papas consiguieron mayor independencia política y al mismo tiempo empezaron a ser considerados en Occidente como sucesores del Apostol Pedro.
Una de las más impresionantes características del cristianismo oriental después de su reconciliación con el Imperio fue el espectacular crecimiento del monacato que se originó en Egipto. Se considera a San Antonio (251-356), que se retiró al desierto de Nitria alrededor del año 270, iniciador de este movimiento. Su lucha solitaria contra las tentaciones del espíritu y la carne inflamó la imaginación de muchos admiradores que se marcharon hasta su retiro, y un número de ellos comenzó imitarle en sus austeridades. No disponemos de cifras exactas con respecto al número de monjes egipcios, pero el movimiento adquirió tan grandes dimensiones, que se abandonaron ciudades y pueblos y el desierto se pobló de ascetas, ansiosos de sufrir la más severa mortificación para estar en una más completa comunión con Dios. El entusiasmo popular por este tipo de disciplina cristiana se hizo tan poderoso, que muchos miembros de la Iglesia consideraban que sólo estos eremitas eran los fieles seguidores de Cristo, quienes obedecían sin faltar a sus mandamientos.
A la siguiente etapa en la evolución del movimiento monástico se llegó bajo la dirección de Pacomio (muerto en el año 348). Había experimentado los peligros del aislamiento y para hacerles frente organizó una vida comunal entre los ascetas. Su monasterio tenía varias casas, habitadas cada una por treinta o cuarenta monjes, bajo la supervisión de un experto de mayor edad. El sistema de Pacomio recibió aprobación general y él mismo llegó a ser fundador de nueve monasterios y dos conventos de monjas.
Desde Egipto, el monacato se extendió rápidamente hasta Palestina, Siria, Asia Menor, Grecia y Mesopotamia. En todos estos países adquirió características especiales, y, no obstante, retuvo su finalidad original. En Palestina, por ejemplo, los monjes se congregaban en las Lauras, que se componían de aisladas celdas de ermitaños, construidas alrededor de la iglesia y del edificio central que se utilizaba para la enseñanza de los novicios. Los ermitaños se reunían para celebrar los cultos los sábados y los domingos y reconocían como superior al abad elegido. Algunos de ellos, como San Eutimio, San Teodosio y San Sabas, gozaban de una gran reputación por su santidad y sabiduría. A San Sabas se debe la construcción de siete Lauras, incluyendo la Gran Laura.
Fue en Siria donde el ascetismo alcanzó sus formas más extravagantes. San Simeón Estilita (muerto en el 450) pasó treinta años en lo alto de una columna. Ejerció gran influencia sobre la población de los alrededores, y tanto los cristianos como los paganos iban en peregrinación hasta él, en busca de su ayuda espiritual y su consejo. Le imitaron otros estilitas, como San Daniel (muerto en el 489) y San Simeón el Joven (muerto en el 593). En Capadocia el monacato tomó otra dirección. Bajo el caudillaje de San Basilio el Grande (muerto en el 379), se perfeccionó la vida cenobítica o comunal que inició Pacomio. San Basilio redujo el número de monjes de cada monasterio para que el abad pudiese conocer íntimamente a cada uno de ellos y se cerciorase de que se conservaba el adecuado equilibrio entre la oración y el trabajo, el estudio y el descanso. En sus reglas, San Basilio defendía una forma más moderada de ascetismo y dejó una señal permanente en el desarrollo del monacato oriental. No obstante, sería inexacto llamar “basilianos” a los monjes ortodoxos, como hacen algunos autores occidentales, pues la idea de órdenes religiosas no ha apelado nunca a la mente ortodoxa. Las disputas cristológicas que causó el Concilio de Calcedonia dividieron en dos el monacato oriental. Las conquistas mahometanas del siglo VII detuvieron el desarrollo de su rama oriental, pero continuó floreciendo entre la clerecía ortodoxa bizantina. Desde el siglo X, el Monte Atos, con sus numerosos monasterios y celdas de ermitaños, se convirtió en el gran centro de la tradición ascética. También Constantinopla, hasta su caída en el 1453, contuvo muchos monasterios y conventos, y en los siglos posteriores el movimiento monástico halló un suelo favorable en Rusia, donde se difundió por todo el país, llegando a las orillas del Océano Pacífico.
Fueron varios los motivos que promovieron el crecimiento del monacato oriental. El principal impulso procedió de las palabras que Cristo dirigió a aquel joven: “Si quieres ser perfecto, ve a vender lo que tienes y dáselo a los pobres.” Muchos adeptos se unieron a las comunidades monásticas en busca de esta perfección y les animaron los extraordinarios dones de profecía y curación que ostentaban los ascetas, que eran considerados como muestra de aprobación divina con respecto a este tipo de vida.
Indudablemente había otros que deseaban intercambiar los goces transitorios de la vida del mundo y sus múltiples problemas y penalidades por el albergue de una comunidad bien organizada. Pero, aunque el interés personal por la tranquilidad y seguridad desempeñaba a menudo un importante papel, el concepto acerca de la mentalidad del monje oriental sería imperfecto si se interpretara su anhelo de comunión con Dios únicamente en términos de la búsqueda por el individuo de su propia salvación.
El monacato era esencialmente un movimiento corporativo que aspiraba a la realización del nuevo orden cristiano en toda su integridad. Los monjes y las monjas no sólo se deshacían de los lazos y obligaciones familiares, sino que al mismo tiempo contraían nuevos y más estrechos vínculos, compartiendo su trabajo y sus bienes con los hermanos y las hermanas de idénticas miras. Intercambiaban un tipo de lealtad por otro que era más exigente y requería una completa obediencia a los jefes libremente elegidos. A los ascetas se les comparaba con los ángeles, y estaban convencidos de que formaban bien ordenadas legiones angélicas, animadas por el espíritu de amor y obediencia a su Creador. El cambio de nombre que la unión con una comunidad religiosa traía consigo indicaba la voluntad o la disposición del monje de morir al viejo mundo para renacer en una nueva sociedad. Los monjes no despreciaban a los que se quedaban atrás; deseaban ayudar y elevar al resto de la Iglesia. La hospitalidad a los pobres, la ayuda a los enfermos, la disposición a asistir y aconsejar a los necesitados de sabio consejo, fueron, desde el principio, características de las comunidades monásticas; sin embargo, la caridad, el trabajo manual, la mortificación corporal e incluso la salmodia se consideraban no como fines en sí, sino únicamente como medios para realizar el principal objeto de los ascetas retirados de la vida ordinaria, o sea, el culto y adoración del Creador Trino y Uno. Los Padres del desierto pensaban que no había otra actividad tan noble, tan absorbente como ésta, y nadie podía realizarla mejor que en compañía de otros ascetas de idénticas miras. A través de todas las vicisitudes de su larga y atribulada historia, el monacato oriental no ha renunciado nunca a este ideal, y los monjes ortodoxos se han dedicado siempre a la alabanza de Dios, que es la principal finalidad de su existencia comunal.
La vida de la comunidad cristiana se ha enriquecido en gran manera mediante el movimiento monástico. Ayudó a acentuar los dones carismáticos del Espíritu Santo — la profecía, la curación, el conocimiento del estado interno del ser humano — que la Iglesia ofrece a sus miembros, pero que son a menudo inexplorados por los cristianos. Los ascetas y los místicos penetraron profundamente en el misterio de la comunión entre Dios y el ser humano y han facilitado a otros el camino de su ulterior descubrimiento. También enriquecieron el culto en gran manera, y la liturgia de la Iglesia ortodoxa recibió su forma definitiva en las comunidades monásticas. Pero el movimiento monástico tuvo facetas negativas y facetas positivas, y su principal defecto fue el deseo de acelerar el advenimiento del Reino de Dios parando en seco el proceso de transformación gradual de la sociedad humana.
La determinación de someter la carne a los dictados del espíritu adquirió una desproporcionada importancia. La lucha contra las tentaciones sexuales y el temor de las desviaciones heréticas dominaban la mente de muchos ascetas, y esto creó un espíritu de intolerancia que convirtió a los monjes en amenaza para la Iglesia en los atribulados años de las disputas cristológicas. Sus bandas de fanáticos estaban dispuestas a asaltar sus oponentes doctrinales, y los que afirmaban ser los promotores de un orden cristiano integral introdujeron el odio y la enemistad en las filas de los creyentes. Los monjes no se daban cuenta de que el uso de la fuerza podía ser desastroso; ese celo por la doctrina correcta no justificaba la violencia; y ese ascetismo no les eximía de la caridad hacia sus oponentes doctrinales.
Los monjes orientales fueron en gran manera los responsables de la ruptura de la unidad eclesiástica; su intransigente posición contribuyó a la apasionada atmósfera que rodeaba los debates teológicos. Eran heroicos seguidores de su Señor, pero deficientes en el dominio de sí mismos. En realidad, la idea religiosa de muchos monjes orientales se desequilibró tanto, que facilitó la victoria del Islam. Los ascetas fueron pioneros audaces, creando una nueva sociedad que tenía por base la fe en la Encarnación. Intentaron tomar por asalto a la celestial Jerusalén; pero, al hacerlo, fueron víctimas de su propia impaciencia y, pese a sus intenciones originales, se convirtieron en abanderados de un nacionalismo agresivo.
El Islam. — El sexto Concilio Ecuménico (680-681). — La iconoclasia y el séptimo Concilio Ecuménico (787). — La revivificación del Imperio occidental. — La controversia sobre el Filioque. — La conversión de los eslavos. — El cisma fociano. — Deficiencias y realizaciones bizantinas. — La ruptura entre Bizancio y Roma. — La consolidación de la autocracia papal en el siglo XIII. — El significado de la excomunión de Humberto. — La venida de los cruzados. — El saqueo de Constantinopla el Viernes Santo de 1204. — Las iglesias de lengua eslava. — La conversión de Rusia al cristianismo. — Los primeros frutos del cristianismo ruso.
A principios del siglo VII los dos imperios rivales del Oriente, Bizancio y Persia, comenzaron la más feroz de todas sus contiendas, con fatales consecuencias para ambos. Al principio, la victoria fue de los persas, acaudillados por Cosroes II (590-628). En el año 612 invadieron Siria; en el 614 se tomó Jerusalén, y el enemigo triunfante se llevó a su capital la verdadera Cruz, descubierta por la madre de Constantino, Elena. Al año siguiente aparecieron los persas ante Constantinopla por el flanco asiático, mientras que los avaros se aproximaron a la capital desde el noroeste. Heraclio (610-641) salvó el Imperio. Sin amilanarse por los reveses sufridos, consolidó el gobierno y lanzó un contraataque en el año 622. Sus cinco campañas contra los persas fueron entusiásticamente apoyadas por la población cristiana. Sergio, patriarca de Constantinopla (610-638), puso a disposición del Emperador los tesoros de la Iglesia. Heraclio no sólo recuperó todos los territorios perdidos, sino que penetró en el corazón del territorio enemigo, hasta el punto de que en el año 628 pudo tomar Seleucia-Ctesifón, y encontrar allí la Santa Cruz, que volvió a llevar a Jerusalén. Fue un extraordinario caudillo militar y un sabio estadista. Reconoció la vital importancia de la unidad religiosa en esta época de extremado peligro para su Estado cristiano y no escatimó esfuerzos para reconciliar al partido calcedonio con el anticalcedonio. El sistema que patrocinaron él y su nieto Constante II (642-668) se conoce por el nombre de monotelismo. Según esta teoría, Jesucristo, aunque tenía dos naturalezas, solamente tenía una voluntad. Los defensores de esta proposición esperaban construir así un puente sobre el espacio que separaba a los monofisistas de los duofisistas. Argumentaban que la aceptación de dos voluntades en Cristo lógicamente conducía a la posibilidad de un conflicto interior en su persona.
Un número de los que apoyaban el Concilio de Calcedonia, incluyendo al papa Honorio I (625-38), aprobaron esta especulación teológica, pero se opusieron resueltamente a ella dos firmes ortodoxos, Máximo el Confesor (580-662) y Sofronio, patriarca de Jerusalén (634-68), pues enseñaban que la voluntad era función de la naturaleza y no de la persona. Si Cristo tenía dos naturalezas — una divina y otra humana — , entonces, según ellos, también debía tener dos voluntades. Occidente siguió la trayectoria de Máximo y rechazó el monotelismo. Constante II trató de someter por la fuerza a los papas. Arrestó y deportó al papa Martín I (649-55), que murió en Crimea confesando la fe católica. Él único resultado de los esfuerzos del Emperador fue la aparición de un tercer partido monotelista entre los cristianos orientales *.
* Sólo sobrevivieron en el Líbano y hoy se conocen por el nombre de maronitas.
En una época en que los emperadores bizantinos realizaban sus últimos y desesperados intentos de reunificar la cristiandad, apareció de súbito un nuevo enemigo en el horizonte oriental: el Islam. En la historia religiosa de la humanidad no hay mayor enigma que la espectacular difusión del mahometismo y la influencia que ha tenido desde entonces en las mentes de los pueblos orientales. Nada había indicado, ni siquiera remotamente, la posibilidad del nacimiento de una nueva religión mundial entre las pobres e ignorantes tribus de Arabia, que invertían su energía en interminables escaramuzas con sus vecinos.
La vida primitiva de Mahoma (570-632) no sugería su significado posterior. No se distinguía ni por erudición ni por ascetismo. Le tenía empleado como agente comercial una rica viuda, Kadisha, con quien se casó a los veinticinco años de edad y así mejoró de posición social. En el año 619 Mahoma oyó la llamada de ser profeta del Todopoderoso y emprendió la carrera de reformador religioso. Esta fecha será uno de los ejes de la historia de la humanidad. Cuando murió, en el año 632, era el amo de Arabia y el dirigente inspirado de su pueblo.
La difusión del Islam fue en un principio irresistible. Damasco y Edesa se tomaron en el 636, Jerusalén en el 638, Cesárea en el 640, Mesopotamia fue conquistada en el 641, Egipto se rindió en el 642, África del Norte fue arrollada en el 647, España fue invadida en el 711-15. Persia fue también atacada, y destruida la dinastía de los Sasánidas, junto con el zoroastrismo, que durante más de un milenio había sido la única religión de su pueblo. El Irán se incorporó al Islam y renunció a su fe y tradición antiguas. Estas sorprendentes victorias, la fascinación que el Corán ejerció sobre sus seguidores, y el número de conversos que hizo entre las naciones subyugadas, apuntan varias preguntas desconcertantes. ¿Cuál fue la fuente principal de la fuerza del Islam? ¿Por qué arrolló las tierras cristianas con tanta facilidad? ¿Cómo extinguió la creencia en la Encarnación entre los que la habían aceptado tan firmemente? ¿Por qué no se ha producido un significativo retorno a la fe cristiana entre las almas conquistadas por los seguidores de Mahoma? No cabe duda de que uno de los principales factores del éxito inicial de los mahometanos fue la lucha fratricida entre los calcedonios y los anticalcedonios en el Imperio bizantino.
Para los monofisistas los mahometanos llegaron como defensores y libertadores. Los invasores avanzaban bajo las verdes banderas elegidas deliberadamente como color que la tradición asociaba con el partido anticalcedonio. En una época en que todos los aspectos de la vida social habían adquirido un significado teológico, incluso los Azules y los Verdes, las dos facciones que en los Hipódromos luchaban por la popularidad en las ciudades bizantinas, se hallaban divididos por el asunto de Calcedonia. Los sirios y los coptos pensaban que los invasores les ofrecerían mejores condiciones que la exigente administración imperial, que trataba de imponerles la definición de Calcedonia. Muchas de las plazas fuertes bizantinas abrieron alegremente sus puertas a los ejércitos del Profeta, dándoles la bienvenida como hermanos de religión.
No solemos percatarnos suficientemente de lo cercano que se hallaba el Islam, en sus años primitivos, a la versión oriental del cristianismo. El Corán no sólo enseñaba el nacimiento virginal de Cristo y la ausencia de todo pecado en él, sino que también le consideraba como el Dios nombrado Juez de la humanidad en el Juicio Final. En fecha tan posterior como el siglo VIII, San Juan de Damasco (muerto en el 749), destacado teólogo de su época, consideraba todavía a los mahometanos como una secta cristiana. Escribió: “En aquel entonces surgió un falso profeta llamado Mahoma, que, habiendo leído el Antiguo Testamento y el Nuevo, con toda probabilidad por su asociación con un monje arriano, organizó su propia secta” *.
Fue mucho más tarde cuando la verdadera oposición entre el cristianismo y el mahometismo se hizo patente tanto para los conquistadores como para los conquistados. Esta confusión con respecto a la naturaleza el Islam explica en parte su rápido avance inicial, pero otras causas contribuyeron a hacer permanente su influencia. El Islam no sólo derrotó al Imperio; sustituyó también al cristianismo. A primera vista esto parece inexplicable, pues redujo drásticamente la vida cultural, social y artística de las naciones orientales, cuya apasionada curiosidad intelectual y absorbente preocupación por las especulaciones teológicas se vieron paralizadas por la aceptación de la verdad definitiva tal cual la proclama el Corán. A las mujeres, a quienes hasta entonces se les había concedido igualdad con los hombres, y una parte activa en los asuntos de la comunidad cristiana, se les prohibió la vida pública, se las veló y se las confinó en sus casas. Los magníficos frescos y mosaicos del arte cristiano fueron desfigurados o blanqueados, para que no ofendiesen la vista de los “verdaderos creyentes.” La autodeterminación política quedó suprimida en todas partes: el gobierno arbitrario de los sultanes, los jeques y otros efes islámicos, sustituyó a los representantes elegidos del pueblo. La erudición se vio confinada al estudio de los sagrados textos islámicos; la mayoría de los oficios de destreza manual se relegaron, como ocupaciones inferiores, a los derrotados cristianos.
Después de tres siglos de absorbente actividad intelectual y artística, le drásticos experimentos sociales y de tensos conflictos, Egipto, Siria y Mesopotamia se hundieron lenta, pero irresistiblemente, en un estado de resignación mental, de paralización política y de aceptación fatalista del despotismo oriental. Dios, que se había revelado a las gentes mediterráneas mediante la Encarnación de su Hijo, a quien habían visto cara a cara, se convirtió una vez más en un Ser remoto e inaccesible, elevado muy por encima de las miserias y vicisitudes de la vida terrenal, inescrutable en su trato con los hombres.
La principal atracción del Islam radicaba en que era práctico; aparentemente no exigía esfuerzos sobrehumanos. La observancia del ayuno del Ramadán, las limosnas, la repetición diaria de cinco breves oraciones, una peregrinación a la Meca, la Guerra Santa y la creencia en un solo Dios y en su Profeta, era todo lo necesario para la salvación. El Oriente cristiano, en la víspera de la conquista islámica, se había olvidado de las limitaciones de la naturaleza humana. Muchos miembros de la Iglesia deseaban imitar a los ángeles: de aquí los movimientos en masa hacia la vida célibe de los monjes y monjas; de aquí el éxodo de ciudades y pueblos hacia el desierto; de aquí las extraordinarias proezas de automortificación que demostraban hasta qué punto los hombres podían someter sus cuerpos a los dictados del espíritu. Algunos de estos ascetas orientales sólo dormían de pie, otros se encerraban en oscuras celdas o vivían en lo alto de columnas, o sólo comían hierbas, e incluso en ocasiones no comían más de una vez por semana.
El Islam acabó con todos estos excesos. Eliminó el exagerado temor al sexo, descartó el ascetismo como innecesario, desterró el temor al infierno para los que no habían alcanzado la perfección, sofocó las investigaciones teológicas y terminó la discusión entre los monofisistas y los duofisistas. El Islam era como la arena del desierto, enterrando una rica • variada vegetación. Pero al mismo tiempo extinguió las llamas del odio. Creó un sentido de solidaridad y hermandad que se había perdido entre los contendientes cristianos.
Los cristianos orientales habían mostrado una virtud heroica, pero habían sido obstinados y nada caritativos para con sus adversarios teológicos, y esto fue su destrucción. No se hallaban preparados para el orden cristiano y fueron reducidos a un estado de minoría despreciada y esclavizada.
* Una reciente investigación ha demostrado de manera concluyente que Mahoma se vio muy influido por la doctrina nestoriana. En la época de la rápida expansión del Islam, sus partidarios y sus oponentes se trataban como si profesasen juntos una religión basada en la revelación bíblica.
El año 668 fue asesinado en Sicilia el emperador Constante II. Su hijo, Constantino IV (668-85), fue un jefe capacitado, que, después de cinco años de estar Constantinopla sitiada por los sarracenos (673-78), les derrotó por tierra y mar y salvó a su reino de la extinción. Pero el revivificado Imperio ya no era tan plurinacional como antes; principalmente se limitaba a la población de lengua griega. Se había renunciado a Egipto, Siria y Palestina; el griego se convirtió en el idioma oficial del Estado y se volvieron a nombrar funcionarios debidamente. También cambió la posición del patriarca de Constantinopla. Se convirtió en el único portavoz de la Iglesia bizantina, pues los otros tres patriarcas orientales no sólo se hallaban esclavizados por los mahometanos, sino que también habían perdido la mayor parte de sus fieles, que se pasaron a sus rivales anticalcedonios.
Estos cambios despojaron de su significado previo a la disputa monofisista. La nueva tarea era fortalecer el eslabón entre Roma y Constantinopla. Esto se consiguió en el año 680, cuando se reunió en la capital VI Concilio Ecuménico. Se celebraron dieciocho sesiones, del 7 noviembre de 680 al 16 de septiembre de 681. Sus procedimientos fueron tediosos, mera lectura y discusión de varios documentos doctrinales, pero la obra del Concilio se vio libre de violencia o interferencia estatal. El partido calcedonio obtuvo una completa satisfacción. Nadie defendió concesiones para los adversarios del IV Concilio Ecuménico. Fueron anatematizados todos los que en el pasado se habían inclinado a transigir, incluyendo al papa Honorio, puesto por el Sínodo entre los herejes. El VI Concilio Ecuménico terminó la controversia que suscitó Nestorio a principios del siglo V y marcó el final de un período en la historia del cristianismo oriental.
La victoria de Constantino IV sobre los árabes en el año 668, aunque salvó al Imperio del yugo del Islam, no eliminó la amenaza de este formidable adversario. Todas las fronteras orientales y meridionales se vieron en lo sucesivo permanentemente expuestas al ataque. El Imperio necesitaba un fuerte y eficiente gobierno, y lo encontró en la dinastía Isáurica (717-867).
León III (717-41), fundador de la casa, y su hijo, Constantino V (741-75), fueron vigorosos gobernantes que consolidaron el Imperio, y ensancharon considerablemente su territorio. Fueron reformadores sociales y legisladores. En el año 740 León III promulgó un nuevo código legal que marcaba importantes avances sobre las Novellae de Justiniano y denotaba un nuevo incremento de la influencia cristiana. Ya no se consideró el matrimonio como contrato disoluble, sino como unión para toda la vida. Se confirmó la igualdad entre hombres y mujeres, dando a la madre los mismos derechos que al padre; se limitó drásticamente la sentencia de muerte por ciertos delitos; a las mujeres culpables de adulterio se les eximió del castigo de los azotes. Esta tendencia hacia un tratamiento más humano de los criminales y un mayor respeto a las mujeres fue acompañada de un intento de reformar la vida eclesiástica, que causó una nueva división en sus filas.
Las disputas dentro de la comunidad cristiana habían sido generalmente provocadas por los obispos y teólogos, acusándose unos a otros de heterodoxos. Pero la iconoclasia, nuevo conflicto, tuvo un origen diferente. Tomó la iniciativa el Basileus, apoyado, sin embargo, por un número de notables obispos. Su objeto era cortar la excesiva veneración de las sagradas imágenes que representaban a Jesucristo, a su Madre y a los santos, y oponerse al monacato, a las peregrinaciones y a la devoción especial a los varios santuarios.
La iconoclasia se puede describir como la última protesta oriental en el cristianismo contra el helenismo, que se hallaba entremezclado con la tradición de la Iglesia bizantina. Fue parte de ese movimiento hacia el monoteísmo y simplificó la teología, cuya más poderosa expresión fue el propio Islam. Aunque el Emperador y el ejército resistieron valientemente la formidable presión del Islam, cayeron, no obstante, bajo su influencia y trataron de alterar la vida y el culto de la Iglesia sobre unos puntos que eran particularmente criticados por los mahometanos, o sea la veneración de las sagradas imágenes, el culto de los santos y el celibato. No es probable que los emperadores iconoclastas pensasen tender un puente sobre el espacio que había entre el Islam y el Cristianismo, y reconciliar así a las dos religiones. Es más probable que, siendo ellos mismos de origen no griego, compartiesen la idea de que Dios no se puede representar bajo ninguna forma humana. El ejército apoyaba a sus jefes en sus campañas contra las imágenes, reclutándose la mayoría de los soldados de ese período entre los armenios, los mardaítas, los isáuricos y otros pueblos asiáticos.
En el año 725 se publicó el primer edicto ordenando que se quitaran los iconos de las iglesias. Tuvo una fuerte oposición en Grecia y en Italia, pero fue aceptado en Asia. Protestaron Germano, patriarca de Constantinopla (715-30), el papa Gregorio II (715-31), así como el mejor teólogo de la Iglesia oriental de aquel período, Juan de Damasco (676-749). Expulsaron a Germano de Constantinopla, pero Juan de Damasco se hallaba fuera de alcance; vivía en territorio ocupado por los mahometanos. El Papa, todavía súbdito nominal del Imperio, estaba demasiado lejos para ser destronado. Pero León III le castigó confiscando las haciendas de la sede romana en Sicilia e Italia meridional, y trasladando las diócesis de Iliria, de Roma, a Constantinopla. Estas medidas tuvieron fatales consecuencias para el cristianismo. Crearon un antagonismo entre la Vieja y la Nueva Roma, y obligaron a los papas a buscar nuevos amigos y protectores; encontraron éstos entre los galos. La restauración del Imperio occidental como rival de Bizancio fue preparada por los emperadores iconoclastas, que intentaron, sin éxito, imponer su política en Occidente. Constantino V, Coprónimo (741-75), era más teólogo que su padre León III, y su campaña contra los iconos se siguió todavía con mayor vigor. Convocó un concilio en Constantinopla en el año 753, que congregó a unos trescientos cuarenta obispos. Declararon que la única representación legal del Salvador era la Eucaristía, y que, por lo tanto, eran herejes las figuras y las imágenes, que sólo podían representar su aspecto humano. Ni Roma, ni Antioquía, ni Alejandría, enviaron delegados a este Concilio. El hijo y sucesor de Constantino, León IV, el Khazar (775-80), mitigó las opresivas medidas de su padre contra los adoradores de iconos. A su muerte la regencia recayó en Irene, una perfecta ateniense, ferviente devota de los iconos. Consiguió elevar a la sede patriarcal de Constantinopla a un erudito secretario de Estado, Tarasio (784-806), y bajo su presidencia se convocó en Nicea el VII Concilio Ecuménico, en el año 787. Asistieron a él unos trescientos obispos. El Papa envió dos delegados. Se repudiaron las decisiones del Concilio del año 753 y se aprobó la veneración de los iconos. El Concilio hizo distinción entre la adoración, que se podía rendir a un solo Dios, y el honor que se rendía a las sagradas imágenes, que eran veneradas por amor a sus prototipos. El VII Concilio reafirmó la verdadera humanidad del Salvador, proclamando que a Jesucristo se le podía representar en pintura como a cualquier otro ser humano. El Concilio acentuó la independencia de la Iglesia respecto del Estado en el tercero de sus veintiún cánones.
En cuanto al Oriente, el VII Concilio Ecuménico completó la obra de definición dogmática, y la Iglesia ortodoxa no reconoce la autoridad de los Concilios posteriores que se convocaron en Occidente. Había triunfado la fe católica; pero, en el curso de estas prolongadas y a menudo confusas contiendas, se dividió la parte oriental de la cristiandad, y, como resultado, el ala oriental de la Iglesia se separó de Roma y Constantinopla, y se paralizó, bajo el Islam.
Durante el período de los problemas que originaron los emperadores iconoclastas se torcieron con frecuencia las relaciones entre Roma y Constantinopla. Mientras tanto, las condiciones políticas de Occidente sufrieron importantes alteraciones. Los bárbaros, que habían destruido la mitad occidental del Imperio, habían empezado a establecerse y a formar unidades políticas más permanentes. Los papas, cada vez más separados de los soberanos bizantinos, buscaban la amistad y protección de los gobernantes bárbaros, a quienes halagaba la asociación con los prelados, que reflejaban la antigua gloria de la ciudad imperial, señora del mundo durante tantas generaciones.
La controversia iconoclasta exacerbó la nueva situación, pues Roma apoyaba a los ortodoxos y suspendía la comunión con el Oriente, en tanto que los iconoclastas dominaran en la sede patriarcal de Constantinopla. Durante esta época de tensión, ocurrió un suceso que tuvo graves consecuencias para el futuro de la Europa cristiana. En el año 800, el papa León III (795-816) coronó a Carlomagno (771-814) como emperador en la vieja basílica de San Pedro en Roma. Esta elevación de un bárbaro occidental trastornó las relaciones entre los cristianos orientales y occidentales. Desde la época de Justiniano se había sostenido en general que la Providencia divina había establecido dos instituciones para la salvación de los hombres: la Iglesia y el Imperio. La primera era responsable del bienestar y del crecimiento espiritual del pueblo, y le guiaba hacia el reino eterno, mientras que el segundo era responsable de la paz y el orden de la vida temporal, ofreciendo protección a la Iglesia para que sirviese a los seres humanos sin ningún estorbo. El Imperio, lo mismo que la Iglesia, era único e indivisible, dirigido y protegido por Dios; pero lo mismo que la unidad de la Iglesia no excluía la coexistencia de muchos obispos, así el Imperio pudo tener, y los tuvo a menudo, varios coemperadores.
En teoría, debió ser bien acogida la reaparición de un emperador en Occidente, pero la coronación de Carlomagno no fue una acción amistosa o una satisfactoria extensión de la autoridad imperial sobre las tierras occidentales que ocupaban los bárbaros. Fue un golpe revolucionario, un desafío al Basileus. Se había elevado al trono a un bárbaro occidental sin conocimiento y consentimiento del legítimo monarca.
La coronación de Carlomagno originó un Estado universal rival, y porque sólo era concebible un Imperio, ofrecía, por lo tanto, a los cristianos una inquietante elección. Lo comprendían ambas partes con toda claridad; sin embargo, al principio se evitó un choque abierto. El emperador oriental tenía problemas en el año 800 y cerró los ojos a esta ofensa; incluso envió un mensaje de salutación a su hermano “ilegítimo.” Análogamente, Carlomagno no se hallaba dispuesto a atacar al emperador oriental. No obstante, comenzó a perseguir herejes, pretendiendo establecer su derecho como único sucesor de Constantino. En una época en que la uniformidad de ritual, incluso de costumbre, se consideraba cada vez más como signo indispensable de ortodoxia doctrinal, no era difícil tildar de “hereje” a cualquier comunidad cristiana. Los cristianos orientales y occidentales habían seguido siempre sus propias tradiciones, y allá por el siglo IX habían divergido éstas considerablemente, de manera que los obispos occidentales que apoyaban a Carlomagno le proporcionaron fácilmente la necesaria evidencia, consistiendo la más grave acusación en la supuesta corrupción del Credo por omisión de la frase Filioque. Tal fue el principio de la denominada controversia sobre el Filioque, que hasta hoy ha seguido siendo un bloque impenetrable en la vía de cooperación entre Oriente y Occidente.
Antes de Nicea se esperaba que un neófito confesara su fe con las palabras de un credo que proclamaba la creencia en el Dios Trino y Uno y en la Encarnación. Las Iglesias locales tenían credos que diferían verbalmente, pero que eran idénticos en esencia.
Después del reconocimiento de la Iglesia por el Imperio en el siglo IV, se regularon los términos de todos estos credos bautismales, y el texto que se adoptó finalmente en el II Concilio Ecuménico de Constantinopla, en el año 381, se convirtió en el Credo de la Iglesia católica. Los Concilios posteriores, el III y el IV (Efeso, 431, y Calcedonia, 451), prohibieron todas las alteraciones y adiciones, y decretaron que la comunión entre las Iglesias locales dependería de la confesión de fe niceno-constantinopolitana. Todas las Iglesias aprobaron esta decisión, y, por lo tanto, cuando los prelados occidentales acusaron a los obispos bizantinos de alterar el Credo, suscitaron una gran controversia que conmovió profundamente a los ortodoxos. El punto de discusión se centraba en dos palabras latinas: Filio que... “y del Hijo.” Esta discutida frase se refiere a la relación del Espíritu Santo con las otras personas de la Santísima Trinidad. Los obispos occidentales insistían en que el Credo debía rezar de esta manera: “Creo en el Espíritu Santo... que procede del Padre y del Hijo.” Los cristianos orientales decían: “Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre.” ¿Quiénes tenían razón y quiénes no la tenían en esta disputa? Hablando históricamente, eran correctos los ortodoxos. El Credo, tal cual fue aprobado en Constantinopla, y tal cual lo aceptaron finalmente los obispos orientales y occidentales en los Concilios posteriores, se ajustaba al texto del Evangelio de San Juan, capítulo XV, versículo 26, que, describiendo al Espíritu Santo, dice que procede del Padre. Los prelados galos del siglo IX, que sabían poca historia, estaban auténticamente convencidos de que su versión del Credo era la correcta, y no tenían idea de cómo, cuándo o dónde se efectuó el fatal agregado.
El papa León III (795-816) era una persona mejor informada. Le molestaba la iniciación de una controversia que no contribuía al prestigio de la erudición occidental. Trató de frenarla ordenando que el texto del Credo original se grabase en placas de plata que ostentó de modo notable en su catedral. Sus esfuerzos no produjeron resultados permanentes. Los emperadores occidentales prestaban apoyo a la adición, y en el año 1014 el papa Benedicto VIII (1012-24) aprobó en Roma, en la coronación del emperador Enrique II (1002-24), la recitación del Credo alterado. A partir de entonces, el Credo con la cláusula Filioque se convirtió en aceptada confesión de fe para todos los cristianos occidentales *.
El lugar, el momento y la razón de este cambio en el texto del Credo es uno de los puntos más oscuros de la historia eclesiástica, y una detallada descripción de este asunto queda fuera del propósito de este libro. Aquí es suficiente manifestar que un número de teólogos occidentales como San Agustín (muerto en el 430), y los papas San León I (440-61) y San Gregorio Magno (590-604), dijeron del Espíritu Santo que procedía del Padre y del Hijo. Pero estas expresiones no afectaban al texto del Credo, que tanto Oriente como Occidente consideraban como definitivamente establecido. La alteración del Credo arbitrariamente fue introducida en el III Concilio de Toledo (589), que fue apoyada por los obispos del Occidente, probablemente por equivocación, pues la Iglesia española tenía pocos teólogos en aquellos siglos. Es improbable que los hombres responsables de esta adición intentasen desafiar a la autoridad de los Concilios Ecuménicos. Les movía el deseo de acentuar la igualdad del Padre y el Hijo, cosa que negaban sus adversarios, los arríanos locales, y la declaración de que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo parecía servir a este propósito. El Credo alterado penetró gradualmente en Galia y Bretaña, pero siguió siendo una peculiaridad local de las Iglesias bárbaras.
* Sin embargo, la Sorbona se resistió a la innovación hasta el siglo XIII.
El fin de la iconoclasia produjo un poderoso resurgimiento del cristianismo bizantino. Una extraordinaria inspiración artística se extendió por el Imperio; se volvieron a decorar las iglesias, y en todas partes aparecieron mosaicos, frescos e iconos, superiores a los del período anterior. Se fomentó la erudición, y la Universidad de Constantinopla atrajo a muchos destacados alumnos. Fue también una época de intensa labor misionera, que obtuvo su mayor éxito con la conversión de los pueblos eslavos, que entraron en la Iglesia ortodoxa equipados con la Biblia y los libros litúrgicos traducidos a su propia lengua. Sin embargo, esta gran empresa misionera contribuyó a incrementar la hostilidad entre Oriente y Occidente, aunque al principio fue conjuntamente patrocinada por Roma y Constantinopla.
Los apóstoles de los eslavos fueron dos hermanos: Cirilo (muerto en el año 869) y Metodio (muerto en el 885). Eran oriundos de Salónica, ciudad griega que, en el siglo IX, se hallaba rodeada de poblaciones rurales de lengua eslava, y es probable que hablasen con fluidez esta lengua. Cirilo y Metodio pertenecían a la élite cultural de su época. Educados en Constantinopla, se retiraron a una vida monástica, pero pronto les hicieron volver a la capital y les encomendaron una labor misionera. La evangelización de los bárbaros era considerada por el Imperio bizantino como expresión de su vocación cristiana, y también como importante parte de su consistente política de mantener buenas relaciones con sus vecinos, con cuya conversión esperaban hacerles menos agresivos. En el año 863, los dos hermanos, equipados con una traducción eslava que habían realizado de las Sagradas Escrituras, fueron enviados de Constantinopla a la remota Moravia, en respuesta a la petición del príncipe Rastislav.
Esta inesperada demanda, y la ansiosa respuesta del Imperio, fueron parte de la compleja situación política de la Europa central a mediados del siglo IX. Los moravos, que habitaban la Europa central, deseaban asociarse con la civilización superior de la cristiandad, pero sus vecinos germanos, acaudillados por el arzobispo de Salzburgo, se hallaban más decididos a imponerles su gobierno político que a darles a conocer el mensaje del Evangelio. Para unirse a la Iglesia y retener, sin embargo, su identidad e independencia, el príncipe Rastislav y sus capitanes resolvieron pedir a Bizancio que viniese en su ayuda. Este ruego coincidió con la aparición en las fronteras occidentales del Imperio de un nuevo enemigo, los búlgaros, nómadas asiáticos que invadieron los Balcanes, conquistaron a los eslavos, adoptaron su idioma, y formaron un fuerte Estado militar situado entre el Imperio y Moravia. Así, si los griegos podían ayudar a los moravos contra los germanos, los moravos podían ayudar a los griegos contra los búlgaros, y una alianza entre Rastislav y el Imperio era beneficiosa para ambas partes. Los hermanos misioneros, que podían predicar el Evangelio en el idioma de los moravos y bohemios, tuvieron un resonante éxito. Se bautizaron príncipes, nobles y plebeyos, y se erigieron iglesias. El clero galo se alarmó y acusó a Cirilo y a Metodio de herejía, alegando que solamente los tres idiomas — el hebreo, el griego y el latín — que se utilizaron para la inscripción de la Cruz eran los que legalmente se podían emplear en el culto cristiano. Para justificar su causa, los dos hermanos tuvieron que ir a Roma, donde fueron recibidos favorablemente, pues tanto Adriano II (867-72) como su sucesor Juan VII (872-82) se hallaban inquietos por la creciente independencia de los obispos germanos, y acogieron bien la inesperada ayuda de los misioneros griegos en la tarea de refrenar sus ambiciones. Cirilo murió en Roma en el año 869, pero su hermano fue consagrado arzobispo de Sirmio, por el Papa, con jurisdicción independiente sobre Moravia y Panonia, que en aquella época también se encontraba habitada por los eslavos. De camino a su diócesis, Metodio cayó en manos del arzobispo de Salzburgo y pasó largo tiempo encarcelado, pero finalmente consiguió llegar a Moravia y completar allí su obra. Murió en el año 885.
La Iglesia de lengua eslava no sobrevivió en la Europa central. En el 906, otra oleada de nómadas asiáticos, los húngaros, destruyeron el Imperio moravo. El clero germano explotó este desastre y suprimió la lengua eslava. La última plaza fuerte de la liturgia eslava, el monasterio de Sazava, en Bohemia, se latinizó en el 1096. Pero los cristianos de lengua eslava, derrotados en Moravia y Bohemia, hallaron refugio en Bulgaria, donde el zar Boris (852-89) les dio ánimo y protección. El alfabeto que inventaron los hermanos, denominado “glagolítico,” en su modificada forma “cirílica,” vino a ser la escritura que utilizaron todos los eslavos de la Iglesia ortodoxa, y las traducciones de Cirilo y Metodio facilitaron el nacimiento de la literatura eslava en Bulgaria y más tarde en Serbia. La obra misionera de los dos hermanos afectó profundamente a la historia de Europa. Los búlgaros se convirtieron en fuertes adeptos de la ortodoxia bizantina. Sus vecinos, los serbios, después de un período de vacilación entre Roma y Constantinopla, también se unieron a la mitad oriental del cristianismo. En el siguiente siglo, Vladimir, príncipe de Kiev (muerto en 1015), siguió el mismo camino, y así la mayoría de los eslavos hallaron su patria espiritual en la Iglesia ortodoxa, que les hablaba en su propia lengua.
Sin embargo, los otros eslavos abrazaron la tradición latina. Los croatas, los eslovenos, los checos, los eslovacos y los polacos se incorporaron a la sociedad de las naciones cristianas occidentales y recurrieron a Roma en busca de caudillaje espiritual.
La fundación de la Iglesia de lengua nativa en Bulgaria, tan importante para el futuro crecimiento de la cultura eslava, originó un alarmante deterioro de las relaciones entre las partes orientales y occidentales del cristianismo. Al zar Boris se le recuerda en la historia eclesiástica no sólo como el primer gobernante cristiano de su nación, sino también como el hombre que provocó el agudo conflicto entre Roma y Constantinopla, conocido por el nombre de cisma fociano *.
Focio (820-91) era un distinguido siervo civil, uno de los hombres más doctos de Constantinopla. Aunque lego, era reconocido como teólogo prestigioso. En el año 857, Ignacio, patriarca de Constantinopla (846-57 y 867-78), fue depuesto por el emperador Miguel III, el Borracho (842-67). En la subsiguiente crisis, ordenaron apresuradamente a Focio y le instalaron como patriarca (858-67). El papa Nicolás I (85 8-67), cuyas relaciones con Constantinopla estaban ya tirantes, se negó a reconocer a Focio como obispo legítimo. Envió dos legados a Constantinopla con una carta en que afirmaba su derecho a supervisar los asuntos de todas las Iglesias, incluyendo la de Constantinopla. Los legados llevaban el encargo de investigar la elección y de informar sobre ella al Papa. No obstante, Nicolás mencionaba en su epístola la posibilidad de reconocer a Focio si retornaban a su jurisdicción las provincias eclesiásticas del sur de Italia, Sicilia e Iliria, que se separaron de Roma durante controversia iconoclasta.
En el 861 se celebró en Constantinopla un Concilio que presidieron los legados. Después de una prolongada deliberación, declararon, en nombre del Pontífice romano, que Focio era legítimo poseedor de su cargo. Esta victoria del recién elegido patriarca se compró a un alto precio. No sólo habían actuado los legados papales como jueces supremos en el caso de los dos pretendientes rivales del trono ecuménico, sino que el Imperio y la Iglesia habían reconocido su derecho a actuar de semejante forma.
A Nicolás le embarazó mucho esta compleja situación. Le agradaba que hubiesen reconocido su autoridad, pero le inquietaba no haber conseguido el retorno de las apetecidas provincias, y esto era especialmente importante, pues la antigua provincia de Iliria coincidía en parte con una poderosa Bulgaria, donde el reinante Boris contemplaba su propia conversión y la de su pueblo al cristianismo. La cuestión de sí se asociase al cristianismo oriental u occidental era de suma importancia para el precavido Papa, que se daba cuenta de todas las consecuencias de tan grave decisión. En la desabrida correspondencia que a continuación tuvo lugar entre Roma y Constantinopla, el problema de Bulgaria adquirió una importancia central. La desviada política que seguía el zar Boris indujo a los antagonistas a que se acusaran unos a otros de separarse de la tradición apostólica. Así adquirió de súbito un tono siniestro la competencia entre Roma y Constantinopla, que hasta entonces se había limitado a sus esferas de influencia y jurisdicción. Cada parte acusaba a la otra de innovaciones heréticas, y con ello trasladaron su controversia a un nuevo campo, con las consecuencias religiosas, sociales y políticas que tales actitudes demandaría.
Boris trató astutamente de aprovecharse de esta rivalidad. Al principio se inclinó hacia Roma, pero en el 864-65 aceptó el bautismo de los griegos, pidiendo al emperador, Miguel III, que fuese su padrino. Le impresionó tanto el esplendor del servicio patriarcal, que solicitó un patriarcado propio para su capital; se lo negaron cortésmente. Encolerizado, se inclinó de nuevo hacia el Papa, y en el año 866 dos obispos latinos vinieron a Bulgaria con una larga epístola que compuso Nicolás en respuesta a las preguntas que formuló Boris. La mayoría de ellas eran de naturaleza práctica y típicas de la mentalidad de Boris; por ejemplo, preguntó si las mujeres podían llevar pantalones sin poner en peligro su salvación. Las respuestas del Papa eran sabias y provechosas, pero al final de su larga epístola dirigía severos ataques contra los griegos, advirtiendo a los búlgaros sobre la desviación de los patriarcas respecto de la sana tradición.
La intrusión latina excitó la indignación griega. En el 867 Focio convocó un Sínodo en Constantinopla, en el que se condenó la acción del papa Nicolás, y los misioneros latinos de Bulgaria fueron acusados de muchos errores e innovaciones. Lo más grave era la enseñanza herética acerca de que el Espíritu Santo procedía tambien del Hijo. Así se volvió a introducir la controversia sobre el Filioque, que por primera vez suscitó Carlomagno a principios del siglo y en la que intervino con éxito el Papa.
En el mismo año murió el papa Nicolás, y Focio fue expulsado de su trono por el nuevo emperador, Basilio (867-888), que había asesinado a su bienhechor, Miguel III. Ignacio tomó nuevamente posesión de su cargo, pero no mostró mucha gratitud por la defensa que hizo Roma de su causa y mantuvo la política antilatina de su predecesor. En el 878, después de la muerte de Ignacio, Focio se convirtió de nuevo en patriarca. Esta vez reanudó la comunión con Roma y puso fin al cisma. Murió en el 891, desterrado, tras de haberle privado por segunda vez de su patriarcado, en el 886, el emperador León VI (886-912).
Mientras tanto, el zar Boris cambió nuevamente de opinión; en el 869 expulsó al obispo latino e hizo volver a los griegos. Esto incorporó definitivamente su reino a la órbita de la ortodoxia bizantina.
* La figura de Focio, hasta hace pocos años juzgada peyorativamente por la Iglesia occidental y sus seguidores, ha sido rehabilitada, tras los objetivos estudios de un erudito católico romano, Dvornik. (N. DEL T.).
El Imperio bizantino alcanzó su esplendor dentro de su larga y gloriosa historia bajo el capacitado gobierno de la dinastía macedónica (867-1056). Durante dos siglos, Constantinopla, con riqueza, cultura y realizaciones artísticas, dominó el mundo mediterráneo. Sus magníficas iglesias, adornadas de mármoles y mosaicos, y sus numerosos palacios, bibliotecas, hipódromos, monasterios y hospitales la convertían en objeto de maravilla para todos. La estratégica posición geopolítica en que se hallaba su capital, la eficiencia de su administración civil, su eficaz sistema legal, el fuerte basamento religioso que influía en toda la organización social, la disciplina y la organización de sus fuerzas armadas, la pericia de sus artesanos y la experiencia de sus banqueros y comerciantes hacían de Bizancio el país más próspero y estable de la cristiandad. Su besante de oro fue durante siglos la única moneda universalmente reconocida, inspirando la misma confianza desde China a Irlanda, desde África a las estepas del sur de Rusia. La idea que mantenía este vigor y estabilidad era la creencia de que Jesucristo regía a este extraordinario reino. El Imperio era suyo y la soberanía del Señor Encarnado se interpretaba de manera realista. El palacio imperial contenía un trono vacío en el que reposaba el libro de los Cuatro Evangelios, y se reservaba este sitio de honor a la presencia invisible del Maestro Celestial. Las leyes se promulgaban en nombre de Jesucristo, y su cabeza coronada con la diadema imperial se estampaba en el besante de oro. El ejército marchaba gritando rítmicamente: “Cristo es Conquistador,” y llevaba su imagen en las banderas. El emperador era únicamente su virrey, y su vestido y conducta acentuaban su papel como icono visible del invisible Rey.
La aceptación del Logos Encarnado como Soberano del Estado significaba que su constitución se basaba en los Evangelios. Los bizantinos tomaban en serio su religión, trataban de edificar su vida política, social e intelectual sobre la base de la enseñanza de Cristo. La primera consecuencia era un profundo sentido de igualdad. Cualquier habitante del Imperio, cualquiera que fuese su raza o clase social, podía elevarse a los más altos puestos del Estado, incluyendo el trono imperial. Las mujeres eran tan elegibles para la soberanía como los hombres, y gozaban de un aprecio y libertad que se desconocían en otras partes. El poder Centralizado del monarca no era arbitrario, sino que estaba controlado por los mandamientos de Cristo, de manera que, paradójicamente, el espíritu demócrata se filtraba en esta sociedad altamente centralizada y minuciosamente regulada.
La política exterior de Bizancio se dirigía hacia la conversión de los paganos y hacia el establecimiento de buenas relaciones con los pueblos vecinos. Al ejército se le llamaba “amante de Cristo,” pues su tarea era proteger a los cristianos contra la agresión bárbara. El cuidado de los pobres, los enfermos y los indefensos era función del Estado. Se fundaron muchas instituciones caritativas, mantenidas a expensas del emperador. Algunos de estos hospitales tenían capacidad para varios millares de internos, que eran atendidos por médicos y sacerdotes. Los edificadores del Imperio bizantino tenían una grande e inspiradora visión; se consideraban como siervos elegidos del Creador del Universo. Constantinopla era una ciudad divinamente protegida; sus doradas cúpulas reflejaban la gloria celestial que reposaba sobre esta terrena capital del Rey Eterno.
Esta noble creencia fue el origen de muchas realizaciones extraordinarias; pero, como todas las cosas humanas, tenía sus aspectos negativos. La debilidad principal era una identificación demasiado estrecha del prototipo divino con la imperfecta equivalencia humana. Los bizantinos sentían la tentación de tomar lo simbólico por lo realizado. Consideraban que una acción ritualista era suficiente en sí y se olvidaban de sus implicaciones morales. Les agobiaba e inmovilizaba la pretensión de que en su reino se realizaba el reino de Cristo, y cerraban los ojos a muchas flagrantes violaciones de la enseñanza del Nuevo Testamento bajo el pretexto de que su orden social y político era aprobado y aceptado por su Maestro divino. Se hallaban satisfechos de sí mismos, y esto les impedía continuar las exploraciones científicas y técnicas, las dos esferas en que mostraban poco interés o sutileza. Este excesivo énfasis sobre el simbolismo les condujo a un abuso tan curioso como el de nombrar a eunucos para una serie de importantes cargos en palacio. Se suponía que representaban a los ángeles, y lo mismo que Cristo estaba rodeado del ejército celestial, así atendían al emperador unos seres humanos sin sexo. El propio Basileus ocupaba una paradójica posición. Era una figura sagrada y cualquier acción dirigida contra él constituía no sólo un delito político, sino un sacrilegio, y era cruelmente castigado; sin embargo, si tenía éxito una conspiración contra él, su derrota era considerada como señal de displicencia divina, y el nuevo emperador, que probablemente había asesinado a su predecesor, era aclamado como un semidiós, como un jefe elegido de su pueblo. La vida política bizantina estaba llena de intrigas; la administración centralizada desconfiaba del autogobierno local y suprimía la iniciativa económica; la libertad no confirmaba la igualdad; el estático concepto de la vida era un estorbo para el progreso. Estas deficiencias del orden social bizantino eran tanto más graves porque afectaban también a la estructura de la Iglesia, e incluso las ocasionaba en parte una torcida idea de su misión entre los jefes y las filas.
Los cristianos bizantinos encomendaron al Imperio un excesivo número de sus responsabilidades y funciones. Dotaron al Estado de significado religioso, que hizo al Imperio tan indispensable para la salvación de la humanidad como la propia Iglesia, y elevó al emperador a la posición de miembro de la jerarquía eclesiástica. El Imperio y la Iglesia se aliaron tan estrechamente, que apenas se podían distinguir a veces, y esta fusión hizo a la Iglesia cada vez más vulnerable y dependiente del apoyo estatal.
Después de unir al Imperio y la Iglesia en un lazo indisoluble, los ortodoxos se expusieron a las rivalidades políticas entre Bizancio y la Europa occidental. A principios del segundo milenio, el Papado experimentó una extraordinaria revivificación, después de su casi total eclipse durante la edad oscura. Se eligieron sucesivamente varios enérgicos papas. Este cambio ocurrió en la época en que los patriarcas ecuménicos alcanzaron también la cúspide de su poderío, participando de la autoridad y prestigio de su victorioso Imperio.
El nuevo choque entre Roma y Constantinopla fue ocasionado principalmente por la competencia cultural entre los griegos y los latinos, hallándose ambas partes firmemente convencidas de la superioridad de su propia tradición.
Dos paralelos movimientos de reforma se iniciaron dentro de la Iglesia occidental en el siglo XI: uno, dirigido por los monjes cluniacenses, que aspiraba a la mejora de la vida monástica; el otro, asociado con Lorena, que pretendía intensificar la disciplina, suprimir la simonía, e impedir el nombramiento de hombres inadecuados para el oficio episcopal. Estos dos movimientos esperaban tener éxito fortaleciendo la autoridad de los papas e imponiendo el celibato al clero. Obtenían su inspiración de la misma fuente: la renovada apreciación de la erudición y cultura latinas. A los conversos germanos y eslavos del cristianismo les fascinaba tanto la majestad del desaparecido Estado romano, que consideraban sus propias lenguas como indignas de uso en el culto divino y no se sintieron propiamente incorporados a la Iglesia hasta que dominaron no sólo el latín, sino también la manera de ver que le acompañaba.
Los emperadores germanos apoyaron el movimiento de reforma, pues necesitaban un clero mejor educado y disciplinado para su administración civil y eclesiástica. Para fortalecer al Papado, los emperadores elevaban a sus parientes al trono papal, y esta política afectó radicalmente a las relaciones entre los papas y los patriarcas. Hasta el siglo XI, los ocupantes de las dos principales sedes pertenecieron al mundo mediterráneo, y aunque discutían entre sí, tenían mucho en común. La situación cambió cuando hombres de diferente temperamento y ascendencia se convirtieron en jefes de la Iglesia latina *. Nacidos y criados en Francia y Alemania, eran extraños a los griegos e italianos. Suponían que sus costumbres representaban la auténtica tradición apostólica e impusieron a los obstinados meridionales dos de sus innovaciones: la adición del Filioque al Credo y el celibato obligatorio al clero. Cuando hubieron conseguido su victoria en Italia, los reformadores decidieron imponer las mismas novedades a los griegos, y esto provocó naturalmente la mayor indignación en Bizancio.
Al Occidente cristiano le inspiraba una visión de la autoridad centralizada del Papado, no sólo independiente, sino superior a todas las otras potencias. El clero célibe, obediente a la cabeza de la Iglesia y exento del control de los gobernantes seculares, proporcionaba la base de la monarquía Papal. Este majestuoso edificio del catolicismo medieval, que audazmente concibieron gentes extrañas al clima del cristianismo primitivo, halló su expresión visual en la grandeza de la arquitectura eclesiástica románica y más tarde gótica.
* El primer papa alemán fue Gregorio V (996-999). Silvestre II (999-1003) era francés. Entre 1009 y 1058 se sucedieron cinco alemanes, y hubo otros dos franceses antes del 1100.
** Los decretos contra el clero casado fueron aprobados por los Sínodos reformadores de Augsburgo, 952; Poitiers, 1000; Goslar, 1019; Pavía, 1022; Selinsgtad, Bourges, 1031; Roma, 1047. Finalmente, el papa Gregorio VII excomulgó a todos los sacerdotes casados en el 1074.
Es significativo que la transformación del Papado de uno de los patriarcados del Imperio romano en una monarquía sagrada coincidiese con la aparición de los normandos en Italia. El papa Benedicto VIII (1012-24) les había invitado a venir en el año 1016 para que le ayudasen en su lucha contra los árabes y los bizantinos. Los normandos se adueñaron pronto de Sicilia, penetraron en el sur de Italia y se convirtieron en una importante fuerza política. Desempeñaron un papel decisivo en el drama del cisma entre Roma y Constantinopla, y sin su activa participación no habría ocurrido éste a mediados del siglo XI.
Comenzó en el 1049 cuando un francés, Bruno de Toul, llegó a ser el Papa León IX (muerto en el 1054). Por aquel entonces Constantino Monomaco (1042-55) ocupaba el trono imperial de Constantinopla. Los normandos codiciaban las provincias bizantinas del sur de Italia y constituían una amenaza idéntica para las posesiones papales. Era natural que el Emperador y el Papa considerasen una más estrecha Cooperación, y después de un intercambio de cartas León IX envió tres legados a Constantinopla para concertar una alianza con el Imperio. Sus legados eran Humberto de Mourmontiers, cardenal obispo de Silva Cándida (1010-63); Federico de Lorena, canciller de la sede romana, más tarde papa Esteban IX (1057-58); y Pedro, arzobispo de Amalfi, ciudad que contenía una gran población griega y era Estado vasallo de Bizancio. Los legados llegaron a Constantinopla en abril de 1054 y enseguida entablaron una desabrida disputa con Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla (1043-58), persona de distinción, considerado en otra ocasión como candidato idóneo para el trono imperial, severo disciplinario, de miras estrechas y mucho más consciente de la exaltada posición de su sede. Era persona más fuerte que el manejable Constantino Monomaco, y el Patriarca gozaba de mayor popularidad en la ciudad que el Emperador. Esto le animó a tomar una línea de conducta opuesta, y en vez de dispensar una buena acogida a los enviados de Roma, se opuso a ellos resueltamente. Esta hostilidad se debía a un previo encuentro entre Miguel y Humberto, que surgió en el curso de los intentos del Patriarca por imponer las prácticas griegas a los armenios que recientemente habían caído bajo el control político del Imperio. En su campaña de uniformidad, Miguel había declarado que era una innovación hereje el uso de pan sin levadura en la Eucaristía, pero los armenios que lo practicaban habían manifestado que estaba de su parte Roma, a la vez que todo el Occidente. El Patriarca, irritado por esta resistencia, había ordenado al clero latino de Constantinopla, en el año 1052, que siguieran el uso griego, y, cuando se negaron, cerró sus iglesias. Este movimiento fue acompañado de la publicación de una epístola beligerante que, por orden del Patriarca, escribió León, arzobispo de Ocrida, y dirigió a Juan, obispo griego de Trani, en Apulia. León de Ocrida criticaba las costumbres litúrgicas occidentales y condenaba no sólo el uso de pan sin levadura, sino el ayuno de los sábados en cuaresma y la manera de cantar el Alleluia. Todas estas desviaciones del ritual aprobado en Constantinopla eran consideradas como graves ofensas contra la ortodoxia, y se pidió al obispo Juan que enviase la carta al Papa y al resto del clero galo.
Una réplica a este ataque fue escrita por Humberto, que había trasladado la controversia a un terreno particularmente atractivo para los partidarios del movimiento lorenés. Discutió extensamente las prerrogativas de la sede romana, basando sus argumentos en los falsificados decretales isidorianos que databan de mediados del siglo IX, los cuales eran considerados en Occidente, en el siglo XI, como la más importante justificación de la supremacía papal, pero que todavía eran desconocidos en Constantinopla.
Habiendo sido éste el primer contacto entre Miguel y Humberto, el Patriarca trató a los legados de Occidente, cuando llegaron a Constantinopla, como seres humanos que ignoraban la tradición apostólica, mientras que Humberto explicó a Constantino que, antes de que se pudiera concertar una alianza entre el Imperio y el Papado, Miguel debía someterse a León IX. El Emperador trató en vano de ponerse de acuerdo con los enviados papales, pero el Patriarca obstruyó sus negociaciones.
Pronto llegó la noticia a Constantinopla de que León había muerto el 19 de abril, prisionero de los normandos. Miguel suspendió enseguida todos los contactos con Humberto y sus compañeros, declarando que ya habían perdido sus credenciales. Humberto se aprovechó de la muerte del Papa para actuar independientemente, y el sábado, 16 de abril de 1054, marchó a la catedral de Santa Sofía justamente cuando iba a empezar la celebración y puso sobre el altar una bula de excomunión. Entonces se fue de la iglesia, sacudiéndose solemnemente el polvo de sus pies y gritando a la enmudecida muchedumbre: Videat Deus et judicat. Inmediatamente llevaron la bula al Patriarca, y cuando la tradujeron al griego resultó ser uno de los más curiosos documentos en la historia de las disputas cristianas. La excomunión iba dirigida no contra todos los cristianos ortodoxos, sino únicamente contra Miguel Cerulario, León de Ocrida, Miguel Constantino, el canciller patriarcal y aquellos que seguían su pauta.
La justificación de su expulsión de entre los miembros de la Iglesia católica era una singular colección de hechos y ficciones. Los hechos eran triviales; las ficciones, grotescas. El cardenal Humberto acusaba al Patriarca de una errónea enseñanza acerca de que el pan eucarístico tenía alma, que no se podía bautizar a las mujeres cuando estaban de parto, que los hombres que se afeitaban las barbas no eran dignos de recibir el Sacramento; otras incriminaciones eran la simonía, la aprobación de la emasculación y la repetición del bautismo de los cristianos latinos. El mayor de todos sus delitos era la obstinada corrupción del credo niceno, del que se argumentaba que el Patriarca había suprimido las palabras Filioque.
Este extraordinario documento revelaba no sólo el fanatismo de su autor, sino una sorprendente ignorancia de la historia. A Humberto se le respetaba como hombre erudito, pero se hallaba tan mal informado, que no tenía idea de que el credo original no incluía la cláusula Filioque y que el celibato obligatorio del clero no era tradición apostólica. Miguel no perdió tiempo en convocar un concilio local de obispos y en excomulgar a Humberto y a los otros legados, llamándoles impostores. El emperador, no deseando verse mezclado en este destructivo intercambio de hostilidades eclesiásticas, hizo regresar a Humberto cargado de regalos con la esperanza de que el nuevo Papa repudiase la acción del irascible cardenal. No se vio satisfecha esta esperanza, pues los normandos estaban decididos a evitar una alianza entre el papa y el Emperador, e hicieron imposible la reanudación de sus negociaciones.
Es digno de notar que se rompiera la comunión entre Roma y Constantinopla cuando se hallaba vacante la sede papal y que ningún pontífice romano confirmase jamás el acto de excomunión, ni lo repudiase realmente.
El año 1054, antiguamente aceptado como fecha del cisma entre Oriente y Occidente, se ha visto recientemente discutido. Algunos historiadores minimizan la importancia de 1054; señalan la continuación de relaciones amistosas entre los cristianos latinos y griegos después de la “excomunión” y la ausencia de toda referencia a ella en las crónicas bizantinas de ese período. Otros historiadores dicen que la ruptura entre Roma y Constantinopla tuvo lugar en fecha anterior, bajo el patriarca Sergio II (995-1019). En 1009 el papa Sergio IV (1009-12), con ocasión de su elección, envió la acostumbrada profesión de su fe a Constantinopla. Por primera vez, contenía la cláusula Filioque. Como resultado de esto, el Patriarca se negó a incluir el nombre del Papa en la lista de los obispos legales y así se suspendió la comunión oficial entre las dos principales sedes.
Sin embargo, se puede argumentar que esta omisión del nombre del Papa en los dípticos de Constantinopla no sugería a los contemporáneos que se hallaba rota la unidad de la Iglesia. Incluso el cardenal Humberto describió a Constantinopla como civitas Christianissima et Orthodoxa y trató al Emperador con el respeto debido a un soberano católico. El resto de las Iglesias orientales no consideraba que sus relaciones con Roma habían sufrido una alteración drástica ya en 1009 o en 1054, y continuaron aceptando a los latinos como miembros de la Iglesia católica. Sin embargo, a pesar de toda esta evidencia, la excomunión de Humberto fue un hito trágico en la historia de la Iglesia. Ambas partes creían firmemente en la unidad de la cristiandad, pero ya no era la misma su visión de lo que debía ser la Iglesia católica. No solamente diferían su culto, su disciplina, sus costumbres y su manera de ver, sino que había una seria divergencia con respecto a la estructura de la comunidad cristiana. Occidente consideraba a la Iglesia como una monarquía sagrada, y al papa como fuente de toda autoridad en enseñanza y administración. Los griegos no tenían lugar para ese tipo de papado en su sistema. Estaban dispuestos a tratar al obispo de Roma como al jerarca mayor, pero la idea de que el papa era un monarca eclesiástico que había de ser obedecido por el resto de la cristiandad era ajena a la tradición bizantina, y ninguna de las dos partes estaba resuelta a hacer concesiones.
Este empeño de no reconocer como legítima la divergencia en la estructura de la Iglesia fomentó una interminable controversia entre los griegos y los latinos, que incluía no sólo problemas constitucionales, sino también minuciosos detalles de ritual y costumbre, presentando cada parte catálogos de herejías, tales como los anillos que lucían los obispos occidentales, el uso de la música de órgano, o la genuflexión. Era obvio que le para tales mentes la unidad de la Iglesia sólo se podía expresar por medio de una uniformidad completa, y para imponer ésta se requería la poderosa asistencia del brazo secular. Esta equivocada idea de unidad condujo a una compulsión que fue fatal vivero de desunión. Desde el siglo IX en adelante, las ramas oriental y occidental de la Iglesia, aliada cada una con su propio Imperio, se acosaron mutuamente siempre que fueran favorables las circunstancias políticas.
La concentración del poder y la autoridad en manos de un solo obispo, el Papa en Occidente, hizo posible el desastre del cisma. El cardenal Humberto pensaba que tenía derecho a separar de la Iglesia al Patriarca y a sus asociados. Los griegos estaban igualmente convencidos de que a los latinos se les podía expulsar de entre los miembros de la Iglesia católica mediante el acto de un sínodo presidido por el Patriarca. En una atmósfera de disputas y querellas, colmadas por actos de violencia y opresiones, adquirió un carácter verdaderamente amenazador el arma de la excomunión en manos de los prelados individuales. Su poder destructivo quedó ampliamente demostrado por la historia del cisma del siglo XI.
Y, sin embargo, a pesar de todas estas deformaciones internas y errores generales, la Iglesia poseía todavía una forma de unidad, como demuestra el tiempo que tardó en consumarse el cisma. Existía, asimismo, cierto número de cristianos por ambas partes que no estaban enteramente adheridos a un estático concepto de la Iglesia, y que se oponían a la prevaleciente tendencia hacia la uniformidad.
Mientras que los bizantinos luchaban con los normandos en el sur de Italia y los cristianos orientales y occidentales desarrollaban sus propios sistemas de orden eclesiástico, aparecieron en el Oriente nuevos enemigos del cristianismo e iniciaron un firme avance sobre Constantinopla. Eran los turcos seldjúcidas, originalmente nómadas del Asia central. En una primera etapa, habían abrazado el islamismo. Por otra parte, esta conversión detuvo su desarrollo cultural, pues se convirtieron en imitadores de los árabes, adoptando su manera de ver y su escritura, que no armonizaban bien con su propia mentalidad y lengua; por otra parte, les ayudó a adquirir cierta prestancia entre las naciones islámicas. Los turcos fueron invariablemente victoriosos, pues constituían un grupo unificado, de inclinaciones conquistadoras, mientras que sus enemigos se hallaban divididos, eran irresolutos y fueron lo bastante ingenuos como para solicitar ayuda turca en contra de sus vecinos. En el año 1055 los seldjúcidas invadieron Mesopotamia y tomaron Bagdad. En el 1071, por causa de las disensiones entre los cristianos, infligieron una desastrosa derrota al ejército bizantino en Manzikert, de la que nunca se recuperó plenamente el Imperio oriental. Fue un año negro para Constantinopla, pues al mismo tiempo cedieron también los griegos a los normandos su última plaza fuerte en Italia.
El final del siglo XI se puede considerar como el principio de la decadencia del Imperio. El Islam en Oriente y los cristianos latinos en Occidente se hallaban igualmente decididos a aniquilar al Oriente cristiano. Durante cuatrocientos años, el Imperio luchó contra dos frentes, pero estaba sellada su suerte; hubiera podido derrotar a un adversario, pero el poder combinado de ambos era demasiado grande para tener éxito en la resistencia.
Uno de los emperadores bizantinos más capacitados de ese período fue Alejo Comneno I (1081-1118), y fue durante su reinado cuando los cristianos latinos lanzaron su cruzada contra el Islam.
Para muchos cristianos de Occidente, los aspectos heroicos y románticos de las Cruzadas han oscureció sus resultados negativos, pues los cruzados combatieron contra el Oriente e introdujeron el espíritu de brutalidad y persecución en su propia Iglesia. Al final destruyeron los últimos vestigios de unidad entre los cristianos orientales y occidentales, Su mayor delito fue el bárbaro saqueo de Constantinopla, acto que abrió paso a los invasores turcos hasta el corazón de Europa.
El principio de las Cruzadas fue espectacular: el 27 de noviembre de 1095, el papa Urbano II (1088-99) predicó su trascendental sermón en el Concilio de Clermont, en el que exhortó al Occidente cristiano para que se rescatase los Santos Lugares de la tiranía de los infieles y asegurase el camino a los peregrinos que se dirigían al lugar del nacimiento de Cristo y a la ciudad de su muerte y resurrección. Fue enérgica la respuesta, y varios ejércitos de cruzados iniciaron pronto su marcha hacia el Oriente. En el 1096-97 entraron en las bien cultivadas tierras de Bizancio. El primer contacto entre estos indisciplinados y rapaces guerreros occidentales no fue alentador para ninguna de ambas partes. Los cruzados se asombraban de la prosperidad y refinamiento de los habientes del Imperio, y les cohibía su desconocimiento de las costumbres orientales. Las Iglesias ortodoxas, con cúpulas e iconos, eran distintas a sus propios edificios; las liturgias eran igualmente diferentes. Los simples soldados creían que se enfrentaban con una religión ajena a la suya propia. A los caballeros les deslumbraban las realizaciones de Bizancio y envidiaban su riqueza y civilización. El emperador Alejo tenia urgente necesidad de hombres para su campaña contra los turcos, y de buena gana habría reclutado gente para su propio ejército, pero la vista de una fuerza independiente que marchaba a través de su territorio, dirigiendo la guerra sobre sus propios términos con el propósito de crear principados occidentales independientes en los antiguos dominios del Imperio, le alarmó en gran manera. Sin embargo, fue un inteligente diplomático y un capacitado administrador. Concertó un convenio con los caudillos occidentales, estipulando que cualquier provincia conquistada se debía restituir al Emperador. Algunos de los cruzados, cuyo prototipo era Godofredo de Bouillon, eran hombres de honor y de altos ideales y cumplieron fielmente sus acuerdos. Otros insistieron en que cada cual debía retener sus propias conquistas.
Alejo protegió eficientemente a su propio pueblo contra el pillaje y la rapiña de los cruzados, creando un cuerpo especial de vigilancia que acompañaba a los ejércitos occidentales que pasaban por su Estado. A pesar de todas estas precauciones, los soldados de Balduino saquearon un suburbio de Constantinopla; otro destacamento de cruzados arruinó Castoria, una próspera ciudad de Macedonia. Los cristianos orientales miraban con sorpresa e indignación a los groseros y violentos guerreros latinos. Les era aborrecible la idea de una guerra santa de agresión. Se sorprendieron especialmente al ver a obispos, abades y monjes armados de pies a cabeza y comportándose como soldados ordinarios. A los ortodoxos también les desconcertó encontrar tan gran diferencia entre el concepto eclesiástico de los latinos y el suyo propio, y muchos de ellos se resistían a reconocer que los cristianos occidentales profesaban la misma religión.
Los cruzados fueron victoriosos al principio, y en 1099 tomaron Jerusalén. Sin embargo, la expansión y consolidación de su territorio no mejoró sus relaciones con los cristianos orientales. Cuando se tomaba por asalto una nueva ciudad, toda la población sufría a manos de los invasores, sin mostrar los cruzados ningún respeto por las vidas y bienes de los cristianos. Incluso empeoraron las condiciones cuando su gobierno se estableció firmemente, pues trataron de sustituir al clero local por sus propios hombres, y en 1100 obligaron a salir de la ciudad a Juan, patriarca griego de Antioquía; le sustituyeron por un prelado latino. Esta fecha marcó un paso más en el alejamiento de Oriente y Occidente y creó una nueva razón de antagonismo entre su clero. Los cruzados más desprovistos de principios eran los normandos, que no guardaban en secreto sus ansias de crearse reinos particulares para sí mismos. Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscardo, había luchado en Italia contra el Emperador antes de comenzar las Cruzadas. Cuando tomó Antioquía, se negó a entregarla a Alejo. Y así se dilataba rápidamente el abismo entre los griegos y los latinos, y pronto llegaron a desconfiar unos de otros tanto como de los mahometanos. El mismo Bohemundo concibió la idea de una cruzada contra los cristianos ortodoxos. En el 1103, después de haber sido liberado del cautiverio turco, recorrió Europa reclutando un nuevo ejército, esta vez no contra los infieles, sino contra el Imperio, acusando a Alejo de doblez y de entendimiento con los enemigos de la Cruz. No tuvo éxito, pero nació la idea de una guerra santa contra los cismáticos, y arrojó su sombra siniestra sobre las relaciones entre los cruzados y Bizancio.
El siglo XII vio el rápido declive del Imperio oriental y la degeneración moral y política de los cruzados, que, aunque incapaces de expulsar a los mahometanos y establecer un orden político permanente, consiguieron varias plazas fuertes en Siria y Palestina, y terciaron en una contienda en que, antes de su llegada, sólo estaban envueltos los cristianos orientales y los mahometanos. Las repúblicas comerciales italianas — Venecia, Génova y Pisa — , siguiendo el rastro de los cruzados, establecieron puestos de comercio dondequiera que les fue posible, y sus contrarios intereses complicaron todavía más la confusión que creó la llegada de los latinos al Próximo Oriente.
Mientras tanto, el Imperio sufrió varios reveses militares. Además, se disputaban el trono unos candidatos rivales que no tenían escrúpulos en invocar la ayuda de los extranjeros. Cada vez más se conducían los cruzados como mercenarios, dispuestos a servir a cualquier señor, y consideraban enemigos suyos tanto a los cristianos orientales como a los mahometanos. Este hundimiento gradual del ideal original hasta el punto de una guerra de rapiñaje alcanzó su culmen a principios del siglo XIII, en la denominada Cuarta Cruzada. El gran pontífice romano Inocencio III (1198-1216), inspirado por la misma visión que Urbano II, quiso ver a las naciones cristianas marchando como una fuerza unida contra los seguidores del falso profeta. Pero, si el Papa era fiel al antiguo ideal, los hombres que respondieron a su llamada eran distintos a los primeros cruzados. Fueron acaudillados por el marqués Bonifacio de Montferrato, que aceptó la oferta veneciana de transportar su ejército por mar a Egipto si quería capturar la ciudad de Zadar y entregarla a esa república. Así, la primera hazaña militar de los Caballeros de la Cruz fue tomar y saquear una ciudad cristiana que pertenecía al rey de Hungría, un buen católico y fiel siervo del Papa (1202).
Inocencio excomulgó, indignado, a los cruzados, pero pronto les perdonó, esperando que dirigieran su atención a la guerra contra los sarracenos. Pero no había de ser así, pues cuando todavía celebraban su victoria sobre Zadar, un príncipe bizantino, Alejo, hijo del depuesto emperador Isaac Angelo (1185-96), llegó a su campamento y pidió a Bonifacio que le ayudase a recuperar el trono de su padre. Los cruzados prestaron a ayudar al pretendiente, y los venecianos ofrecieron alegremente su flota. En abril de 1203, los cruzados zarparon de Zadar y llegaron a Constantinopla en junio. El emperador Alejo III (1195-1203) no hizo preparativos en defensa de la ciudad; pero, aunque era impopular, halló leal apoyo entre los habitantes, y los ciudadanos se negaron a admitir al pretendiente. Los cruzados se sentían contrariados, pues habían esperado un fácil triunfo; en cambio, tenían que luchar afanosamente contra los defensores de la capital. Sin embargo, Alejo III no era hombre de coraje; huyó de Constantinopla y los oficiales repusieron apresuradamente en el trono al ciego Isaac Angelo. Los cruzados aceptaron una tregua, a condición de que su candidato, Alejo IV, fuese proclamado coemperador con su padre. Alejo confirmó por su parte su disposición a respetar todas las obligaciones que había contraído en Zadar, incluyendo la sumisión al papado y las concesiones comerciales a Venecia.
Las precipitadas promesas que hizo el joven príncipe resultaron difíciles de cumplir. El tesoro estaba vacío, el Patriarca y el pueblo se negaron a reconocer al papa como cabeza de la Iglesia, los venecianos eran aborrecidos y nadie respetaba a un emperador invidente. En febrero de 1204, la excitada población destronó a Alejo IV. Perecieron tanto él como su padre, y otro noble, que se llamaba Alejo Murzúfulo, fue proclamado emperador.
Los cruzados decidieron atacar, y, después de una lucha breve, pero feroz, entraron en la ciudad el Viernes Santo de 1204, y durante tres saquearon salvajemente la gran capital del Oriente cristiano, que había sido conquistada con anterioridad. El saqueo de Constantinopla es uno de los mayores desastres de la historia cristiana. La ciudad contenía innumerables e insustituibles tesoros de la antigüedad clásica arte y erudición cristianos. Todo lo mejor que poseía el mundo mediterráneo se hallaba reunido allí. Durante tres días, una salvaje multitud de soldados borrachos y sedientos de sangre mataron y violaron; fueron perversamente destruidos palacios, iglesias, bibliotecas y colecciones de arte; fueron profanados los monasterios y conventos, y saqueados los hospitales y orfanatos. Pusieron a una prostituta borracha en el trono del patriarca en la catedral de Santa Sofía y cantaron indecentes canciones con aplauso de los cruzados, mientras que los caballeros se ocupaban en hacer pedazos el altar mayor que, estaba hecho de oro y adornado con piedras preciosas.
En aquellos tres días la humanidad perdió algunas de sus más grandes obras maestras del arte. La Iglesia perdió su unidad; el Imperio, la fuerza le resistencia a los invasores asiáticos. Por fin, sufrió un colapso definitivo el sentido de confraternidad entre los cristianos orientales y occidentales, que había sobrevivido a tantos reveses y pruebas y que había resistido tantos intentos de ruptura. Ya no se podía decir que los latinos y los griegos eran miembros de la misma Iglesia. Los profanados altares, los sagrados vasos manchados de sangre, las saqueadas casas religiosas, declaraban con elocuencia el fin de la unidad cristiana.
Al principio, el papa Inocencio se horrorizó de los resultados de sus esfuerzos, pero más tarde se reconcilió con el acto de destrucción, pues los cruzados eligieron apresuradamente a su propio emperador y patriarca, quienes reconocieron la supremacía del Papa en nombre de la arruinada ciudad. El Imperio latino de Constantinopla llevó una tenebrosa existencia durante medio siglo (1204-1261). Era una construcción artificial, que duró todo ese tiempo a causa de la debilidad y las divisiones entre los griegos. Por último, Miguel VIII el Paleólogo (1260-82) expulsó a los cruzados y retornó a Constantinopla desde Nicea, donde el gobierno griego había encontrado refugio temporal. Bizancio sobrevivió durante otros doscientos años, pero ya no era una vida normal, sino una agonía de muerte. Los cruzados habían minado su eficaz resistencia contra los turcos. Sólo era cuestión de tiempo hasta que la ciudad cayese en sus manos. Los turcos, cuando llegaron, llegaron para quequedarse. Los cruzados no libraron a Tierra Santa del yugo mahometano; en cambio, con sus estrategias desacertadas facilitaron la entrega del Oriente cristiano a las manos de sus opresores orientales.
Después de la exaltación del Islam, la Iglesia y cultura bizantinas perdieron su influencia sobre la masa de habitantes del Asia Menor, Siria y Egipto, pero encontraron un nuevo dominio entre los pueblos de lengua eslava.
La versión bizantina del cristianismo oriental se convirtió en religión de los serbios, búlgaros, macedonios y rusos. Después de su conversión al cristianismo en el siglo IX, los búlgaros crearon por dos veces un impresionante Imperio, y en cada una de estas ocasiones trataron de someter a los griegos y de hacer de Constantinopla su capital. Simeón (893-927) fue el primer gobernante búlgaro que asumió el título de zar. En el 913 llevó a su ejército hasta las murallas de Constantinopla, pero no consiguió tomar la ciudad. En el 923 celebró una conferencia privada con el Basileus y logró un subsidio anual de los intimidados griegos, junto con el reconocimiento de la Iglesia búlgara como cuerpo independiente bajo un arzobispo que residía en la capital, Gran Preslav. Sin embargo, el Imperio que fundó Simeón sólo duró hasta el año 972. Su sucesor, el zar Pedro (927-69), no pudo dominar a sus indóciles nobles, y vio debilitada la fuerza de su Estado. Durante el reinado de su hijo, Boris II (969-76), Bulgaria fue invadida por Sviatoslav de Kiev (945-73), que devastó Gran Preslav y capturó al Zar. El emperador, Juan I Tzimisces (969-76), entró en Bulgaria en el año 972 y dividió el derrotado Imperio en dos reinos independientes. Uno de ellos, la Bulgaria occidental, bajo el gobierno del zar Samuel (976-1014), con su capital en Ohrid, a orillas de un hermoso lago, se convirtió en centro de arte y erudición eslavos. Samuel reanudó las guerras contra Bizancio, pero Basilio II (976-1025), que recibió el sobrenombre de Bulgaractonus por su resonante victoria, derrotó completamente al ejército búlgaro (25 de julio de 1014). Samuel murió en el mismo año, y se disolvió su Estado.
El Segundo Imperio búlgaro floreció desde 1186 a 1241. Alcanzó su cénit bajo el gobierno de Juan Asan II (1218-41), que se llamaba a sí mismo zar de los búlgaros y de los griegos. Esta vez se fijó la capital en Tirnovo. Aprovechándose de la rivalidad entre los Imperios griego y latino, los búlgaros pudieron mantener su ascendencia sobre sus vecinos. En 1236, Juan Asán intentó tomar Constantinopla, ocupada entonces por los cruzados, pero fue rechazado. Después de su muerte, la anarquía debilitó el reino búlgaro, y la continua lucha entre los cristianos balcánicos facilitó el avance de los turcos. En 1382 tomaron Sofía; en 1393, Tirnovo; en 1398, Vidin, la última plaza fuerte de los búlgaros. Durante quinientos años, hasta 1878, los búlgaros se vieron reducidos a la esclavitud bajo los invasores islámicos.
La historia de sus vecinos, los serbios, fue similar en sus líneas principales. Este dotado y brioso pueblo, que se había establecido en los Balcanes en algún momento del siglo VI, tuvo períodos de grandeza cuando fue conducido por capacitados gobernantes; pero la rivalidad gentilicia y la falta de cooperación frustraron invariablemente sus intentos de establecer un orden político estable. El fundador de la dinastía que hizo de los serbios una nación fue Stefan Nemanja (1151-95), que extendió su gobierno sobre todas las tribus vecinas y ensanchó su territorio a expensas del Imperio bizantino. Los frutos de sus obras se vieron en peligro de disiparse por causa de sus hijos, pero se evitó el desastre gracias al menor, llamado Rastko, que se convirtió en el Santo Patrón de Serbia y en el verdadero constructor de la unidad nacional. Este extraordinario hombre se hizo monje cuando era todavía un joven, y recibió el nombre de Sava. En 1207 retornó a su país procedente del Monte Atos y consiguió restaurar la paz entre sus hermanos. En 1217 fue a Nicea, la capital temporal del Imperio bizantino (pues Constantinopla estaba ocupada por los latinos), y allí el Patriarca ecuménico le consagró obispo de todas las tierras serbias. En 1222 coronó a su hermano Stefan en el monasterio de Zica como primer rey de los serbios. Murió en 1236 en Tirnovo, pero sus restos fueron solemnemente trasladados al monasterio de Milisevo dos años después. Fueron quemados en 1593 por los turcos en un intento de aplastar el deseo de libertad que sentían los serbios. El papel de San Sava en la historia de los serbios no tiene paralelo en la vida de otras naciones. Era más que un capacitado organizador de la Iglesia o que un Santo Patrón. Continúa siendo su amado maestro, ejemplo viviente de hombre verdaderamente cristiano, símbolo de la unidad serbia y de su indestructible eslabón con la ortodoxia bizantina. No existe un serbio que no venere a San Sava. Su día conmemorativo es fiesta nacional.
El cénit del poderío político serbio se alcanzó durante el reinado del rey Dushan (1331-55). Proclamó su reino como Imperio en 1345 y se llamó a sí mismo emperador de los serbios, búlgaros y griegos. El arzobispo serbio se convirtió en patriarca en 1351 con su residencia en Pec. Dushan no sólo fue un jefe militar, sino también legislador y patrón de las artes. Los griegos le consideraban como un peligroso enemigo, y el Patriarca ecuménico se negó a reconocer el título de patriarca que asumió la cabeza de la Iglesia serbia. Únicamente en 1375, cuando los bizantinos y los serbios se vieron igualmente amenazados por los turcos, llegaron a un acuerdo, pero ya era demasiado tarde. En 1389, en la batalla de Kosovo, los turcos destruyeron la independencia de Serbia. La flor de la nación serbia pereció en el campo de batalla con su zar, Lazar (1371-89). Largos siglos de esclavitud aguardaban al derrotado pueblo. Aunque Kosovo resultó un desastre nacional, fue una lucha heroica recordada con orgullo y duelo. La viuda de Lazar, Militsa, fundó un convento para las viudas de los muertos y se convirtió en su abadesa. La cuentan entre los santos de la Iglesia. Demostró fortaleza y fe en la última victoria del cristianismo, en la hora más oscura de la derrota y humillación de su nación.
La historia de los eslavos ortodoxos meridionales revela la poderosa atracción que tenían para ellos Constantinopla y su brillante civilización. Constituyen una extraordinaria realización la arquitectura y pintura eclesiásticas serbias y búlgaras que datan de los siglos de su rivalidad con Bizancio. La mayoría de estos tesoros artísticos se pueden hallar en los monasterios que edificaron y dotaron los gobernantes serbios y búlgaros en los siglos XII, XIII y XIV, tales como Studenica, Pec, Dacani y Gracanica. Ocrida, en otro tiempo capital de Bulgaria, contiene extraordinarias iglesias adornadas con magníficos frescos que datan de los siglos XI y XIII. Pero la proximidad de Constantinopla, a la que llamaban Tsargrad y “Reina de las Ciudades,” fue la causa de su destrucción.
En vez de concentrar su fuerza en edificar sus propios estados nacionales, la malgastaron en grandiosos sistemas de edificación imperial, que les complicó en constantes luchas con sus vecinos. Los zares eslavos trataban de imitar al Basileus, con la esperanza de igualar a sus arzobispos con el Patriarca ecuménico. Estas exageradas ambiciones contribuyeron a la inestabilidad de los Estados cristianos en los Balcanes y facilitaron la victoria turca, pues cuando, en 1353, los nómadas cruzaron el Estrecho y desembarcaron en Europa, se encontraron con las naciones balcánicas desunidas, que no pudieron detener su avance. La caída de Constantinopla arrastró al mismo abismo al resto de los cristianos ortodoxos, establecidos en el antiguo territorio del Imperio.
Los rusos sintieron también la fascinación de Constantinopla, pero su lejanía geográfica y sus particulares problemas nacionales les condujeron a un desarrollo histórico diferente al de los eslavos meridionales.
La conversión de Rusia al cristianismo tuvo lugar en medio de las crecientes tensiones entre Oriente y Occidente, pero al principio prometió una mejora en sus relaciones. El promotor fue el gran príncipe Vladimiro de Kiev (979-1015), uno de los más notables gobernantes de la historia Rusa. En los siglos X y XI, Kiev era un importante centro de comercio internacional, pues el Mar Mediterráneo, la principal vía de comunicación entre Oriente y Occidente, estaba bloqueado en aquella época por piratas islámicos. Por lo tanto, era más seguro transportar las mercancías a lo largo de las protegidas costas del Mar Negro y por los ríos rusos hasta donde éstos se acercan, pero no se unen a otros ríos que desembocan en el Báltico. Allí se distribuían las mercancías orientales entre los países occidentales. Kiev se hallaba en el centro de este tráfico fluvial, y la rica población de la ciudad incluía a eslavos, griegos, germanos y escandinavos. Los propios príncipes de Kiev eran de origen vikingo.
En el siglo X, el paganismo nativo perdía su influencia sobre muchos rusos, y rápidamente se incrementaba el número de cristianos. A principios de su gobierno, Vladimiro se opuso a la nueva religión, pero cambió de parecer y decidió bautizarse y convertir también a su pueblo al cristianismo. Este paso tuvo importantes consecuencias políticas, pues la entrada en la comunidad de las naciones cristianas implicaba el reconocimiento de la soberanía del emperador cristiano, que era considerado como único y supremo señor de todos los príncipes y pueblos cristianos. Vladimiro, como otros gobernantes paganos de Europa, se había enfrentado con una elección entre el Imperio de Oriente y el de Occidente, y de su decisión dependía la incorporación de sus vastos dominios a una de estas grandes unidades políticas y culturales que entonces empezaban a competir entre sí.
El príncipe Vladimiro fue un gran monarca. Se le puede comparar con Carlomagno en las dimensiones de sus proyectos políticos y en su pericia en llevarlos a cabo. Su Imperio cubrió la mayoría de la Rusia europea, los Estados Bálticos y parte de Polonia. Su liderazgo fue también reconocido por los príncipes de Hungría y Moravia. Por lo tanto, el Imperio de Kiev incluía áreas orientales y occidentales de Europa, y Vladimiro hubiera podido unirse a alguna de ellas. Se negó a comprometerse, y mediante un diestro uso de la diplomacia y la fuerza militar consiguió de Constantinopla un establecimiento eclesiástico que correspondía a su deseo de fundar una Iglesia independiente de autoridades externas. Su Iglesia tenía una organización occidental, como revela la catedral de los Diezmos que edificó, pues el diezmo era un método occidental de obtener ingresos, no oriental; pero el ritual adoptado era oriental y la lengua de la liturgia era eslava. En el siglo X, Vladimiro hizo uso de las primeras traducciones de Cirilo, Metodio y sus discípulos. La crónica rusa describe de forma dramática cómo buscó el príncipe la mejor religión. Refiere cómo Vladimiro dirigió a sus enviados a todos los países vecinos. Estudiaron las prácticas islámicas entre los árabes, el judaísmo que profesaban los khazars, cuyo reino estaba situado en la región baja del Volga, y la Iglesia latina que actuaba en Occidente. Ninguna de estas religiones les produjo una impresión favorable. Sin embargo, les fascinó el esplendor de la liturgia bizantina cuando visitaron Santa Sofía en Constantinopla. El narrador de la crónica rusa refiere que los enviados declararon a Vladimiro que no sabían si estaban todavía en la tierra o en el cielo, cuando asistieron al servicio divino. Fueron la belleza y la gloria del ritual bizantino en la cúspide de su perfección artística las que introdujeron a los rusos en la tradición eclesial ortodoxa. Puede que sea una leyenda la propia historia del despacho de legados a los países vecinos, pero manifiesta con exactitud la importancia del atractivo estético del culto bizantino. El amor a la belleza ha sido una de las principales características de los cristianos rusos. La palabra “ortodoxia” se traducía al eslavo como “pravoslavie,” que significa verdadera gloria, o legítimo culto y este aspecto de la religión ha sido siempre muy importante en la mentalidad rusa.
En el 989 Vladimiro organizó el bautismo en masa de su pueblo después de una venturosa campaña contra Kherson, la plaza fuerte bizantina de Crimea. Su victoria militar le permitió dictar sus propias condiciones al derrotado Imperio; no sólo obtuvo obispos de su propia elección sino también una esposa, Ana, la hermana del Emperador. Vladimiro entró en el círculo de las naciones civilizadas no como suplicante, sino como poderoso soberano cristiano.
Su intento de mantener el equilibrio entre Oriente y Occidente no fue continuado por sus sucesores. Los conversos rusos se vieron influidos por los sentimientos antilatinos que animaban a sus maestros griegos. El hijo de Vladimiro, Yaroslav el Sabio (1019-54), aceptó al patriarca de Constantinopla como supremo supervisor de la Iglesia rusa, y, como señal de esta nueva orientación eclesiástica, consagró una segunda catedral en Kiev el año 1039, dedicada esta vez a la Divina Sabiduría (Santa Sofía), a imitación de la iglesia matriz de Constantinopla. Después de esta revolución eclesiástica, los rusos se convirtieron en los más fieles adeptos de la ortodoxia bizantina, y en sus más ardientes defensores.
Desde el principio de su historia, los cristianos rusos ostentaron un número de características que les separó del resto de la cristiandad.
El príncipe Vladimiro asombró a sus consejeros bizantinos proponiéndoles la abolición de la pena capital como incompatible con la religión cristiana. También impresionó a sus maestros mediante una caridad tan grande, que todos los pobres de su capital eran alimentados y cuidados a sus expensas. Sus dos hijos menores, Boris y Gleb, fueron canonizados por un hecho sin precedente en la historia cristiana.
Boris recibió la noticia de la muerte de su padre cuando regresaba a casa a la cabeza de sus tropas después de una venturosa expedición contra los nómades merodeadores. Supo simultáneamente que su hermano mayor, Sviatopolk, intentaba atacarle y hacerse así con el poder que de acuerdo con el derecho correspondía a Boris. El joven príncipe, con sorpresa de todo el mundo, se negó a llevar a sus hombres a una batalla contra su hermano. Les dijo que era su deber luchar por la protección su país, pero no complicarse en la rivalidad entre él y su hermano. Prefería morir antes que ocasionar a otros la muerte, cuando ésta se podía evitar. Su asesinato en 1015, y el de su hermano Gleb, que compartía sus ideas, conmovieron tan profundamente a la nación, que Sviatopolk tuvo que huir del país y morir desterrado. Un énfasis similar sobre las implicaciones sociales de la fe cristiana se manifestó en la notable vida de San Teodosio (muerto en el 1074) fundador del famoso monasterio de las Cuevas, próximo a Kiev. Era hijo de padres bien acomodados y de joven compartió voluntariamente el trabajo manual de los siervos y llevó la misma vestimenta pobre, deseando, en esta identificación con los humildes y los oprimidos, seguir a Cristo que, siendo Dios, vivió entre los pobres como uno de ellos.
Incluso cuando Teodosio llegó a ser abad de su monasterio, continuó trabajando como uno de los siervos. El mismo espíritu de caridad y perdón se ve en el testamento del príncipe Vladimiro II Monomakh (1113-25), uno de los más venturosos gobernantes de la Rusia pretártara. Este notable documento está inspirado por una visión consistentemente cristiana. Durante su larga y brillante carrera política, Vladimiro practicó los principios y virtudes que predicaba.
Fue pacificador en las relaciones con otros príncipes rusos, pero osado y venturoso guerrero cuando defendía a su país contra los nómades. Para él el cristianismo era la pauta de la vida y aconsejaba a sus hijos que practicasen a diario el examen de conciencia, y que rezasen antes de irse a dormir y que dieran limosnas. Escribió: “Sobre todo, no olvidéis a los pobres; alimentadlos y protegedlos, así como a los huérfanos y viudas. No permitáis que los poderosos opriman a otros. No deis muerte a nadie, y no permitáis que se pronuncie una sentencia de muerte, ni siquiera contra los peores criminales, pues también tienen almas cristianas. Luchad contra el orgullo en vuestras mentes y en vuestros corazones. Recordad que todos somos mortales: hoy vivimos; mañana estaremos en nuestras tumbas. Todo lo que poseemos no es nuestro, sino de Dios. No sepultéis nunca vuestros tesoros en la tierra; esto es un gran pecado. Respetad a los viejos como si fueran vuestro padre, y tratad a los jóvenes como a hermanos vuestros.”
El espíritu profundamente cristiano de su testamento y la popularidad que disfrutó atestiguan la fuerte influencia de la nueva religión sobre el pueblo ruso.
Rusia, durante el período de Kiev (980-1240), alcanzó un alto nivel de civilización. Su capital fue la segunda ciudad de Europa, después de Constantinopla. Las catedrales de Santa Sofía, erigidas por Yaroslav en Kiev y en Novgorod, eran los edificios más hermosos fuera de Bizancio *.
El uso de la lengua eslava en el culto, y la traducción de la Biblia y otras obras cristianas a esa lengua facilitaron el crecimiento de la cultura rusa. En Occidente se hizo difícil el acceso a la educación superior por la necesidad de aprender latín. Sin embargo, esto disciplinó las mentes de los conversos bárbaros y ayudó a crear un grupo humano que poseían una tradición superior y distinta a la suya propia. Tal división entre el clero y los seglares no tuvo lugar en Rusia. El cristianismo ruso se injertó a un paganismo no desarrollado, y la nueva fe consiguió rápidamente la obediencia del pueblo. No obstante, este proceso dejó sin cambiar varios defectos nacionales, tales como la falta de dominio propio y una tendencia hacia la anarquía, debilidades características de la historia eslava.
La Rusia del período de Kiev era culturalmente avanzada, pero políticamente inestable, debido a la rivalidad de sus numerosos príncipes. Esta deficiencia de sus estadistas resultó fatal cuando Rusia fue invadida de súbito por los mogoles a mediados del siglo XIII.
* Aún se hallan en pie ambas catedrales a pesar de todas las vicisitudes de la tempestuosa historia de Rusia.
Rusia bajo el yugo mogólico (1240-1480). — Sergio de Radonezh (1314-1392). — La obra misionera de la Iglesia nestoriana. — Los mogoles y el cristianismo. — Los mogoles y la conversión de Asia al Islam. — El Concilio Florentino (1439). — -Los últimos años del Imperio. — Los turcos otomanos y la caída de Constantinopla.
El saqueo de Constantinopla en 1204 fue seguido de otra mayor calamidad para los cristianos orientales: la súbita irrupción de los mogoles. Los nómades de Mogolia se hallaban divididos en muchas tribus rivales y eran despreciados por sus vecinos más civilizados; nadie esperaba serios peligros de esos salvajes jinetes del desierto. Su espectacular exaltación al poder en el siglo XIII fue tan imprevista como la conquista mahometana del Cercano Oriente y África del Norte en el siglo XVII. El creador del Imperio Panasiático fue Temudjin (1167-1227), hijo de un pequeño jefe. Inició sus hazañas militares atacando y derrotando a los tártaros, una tribu vecina que alevosamente había envenenado a su padre. Resulta irónico que sus hordas se conociesen en Europa por el nombre de ese aniquilado clan, que, no obstante, tomó la forma de tártaros, los espantosos hombres que salían del “Tártaro” (infierno)*. Después de muchas aventuras, Temudjin, habiendo unido a todos los mogoles, fue proclamado supremo kan o emperador en 1206 y tomó el nombre de Gengis Kan. En los cuatro años siguientes (1211-15) sometió al poderoso y populoso Imperio Chino, y después de esta victoria se volvió hacia Occidente y devastó Transoxania, Bokhara, Azerbaijan, Georgia y Persia. Conquistó todas las principales ciudades del Asia Central y del Afganistán: Samarcanda, Merv, Nishapur y Herat.
Las arrolladoras incursiones de sus jinetes eran irresistibles, debido a su férrea disciplina y a su agilidad, que trastornaban todos los cálculos de los expertos militares contemporáneos. Los mogoles, que utilizaban nativamente dos caballos, viajaban de día y de noche, pues podían dormitar en la silla y comer carne cruda, por lo que no les era preciso detenerse largo tiempo para acampar.
Pero tal energía no era suficiente para edificar un imperio, y en esto Gengis Kan empleó diestramente a expertos burócratas chinos, conducidos por Eliu Chu Tsai. La velocidad y eficiencia del sistema postal mogólico y la excelencia de sus métodos de tributación dieron estabilidad a sus conquistas. La Pax Mogolica hizo que fueran seguros los viajes en Asia y abrió regiones en el corazón de ese vasto continente que antes y después de esa época estuvieron cerradas al mundo exterior. La pericia militar de los nómadas y la experiencia de los burócratas chinos no explican, sin embargo, el secreto de la campaña de Gengis Kan por último radicó en un sentido de misión que dominaba todos sus planes. Creía que el supremo Dios del eterno cielo azul le había encargado establecer la paz universal y que le concedería la victoria sobre todos sus adversarios mientras obedeciese los decretos divinos. Aunque Gengis Kan y la mayoría de sus seguidores eran shamanistas, no intentó imponer su credo a los conquistados. Al contrario, mostró un auténtico respeto todo tipo de religión, y, creyendo que la deidad suprema aceptaba diversos cultos, castigaba cualquier sacrilegio o falta de respeto para los sacerdotes, monjes y adivinos.
Gengis Kan murió en 1227 en medio de sus victoriosas campañas. Bajo sus elegidos sucesores en el transcurso de los dos siglos siguientes, Rusia, Mesopotamia, Siria y Palestina, y más tarde la India, se sumaron a los dominios que regían los mogoles.
La conquista mogólica tuvo trascendentes repercusiones en la historia de los cristianos orientales. Por una parte, contuvo temporalmente la presión turca sobre las posesiones bizantinas que aún quedaban, pues en dos ocasiones los tártaros infligieron grandes derrotas a los mahometanos en Mesopotamia y Asia Menor, la primera en 1256-58, y la otra en el siglo XV. Su última victoria en Ankara en 1402 prolongó la vida del vacilante Imperio otro medio siglo. Por otra parte, el gobierno tártaro separó durante doscientos años a la Iglesia rusa del resto del cristianismo y retardó el crecimiento de la cultura rusa. Otro desastroso resultado del imperialismo mogólico fue la destrucción de la Iglesia nestoriana por Tamerlán (1369-1405), el más feroz de los déspotas asiáticos.
* El cronista Matthew París (siglo XIII) escribió: “La detestable raza de Satán, los tártaros... , salieron como demonios escapados del Tártaro (infierno).” (Matthew París, I, 312).
Los rusos, como el resto de Europa, poco habían sabido de los mogoles hasta que el país se vio repentinamente invadido de ellos. Después de tres campañas devastadoras (1237-41), Rusia dejó de existir como nación independiente. Las pequeñas e inconexas fuerzas rusas fueron aplastadas por sucesivas avalanchas de los pujantes nómadas. Kiev y todas las otras principales ciudades fueron arrasadas por el fuego, y asesinada la población o deportada como esclavos. La mayor calamidad recayó sobre las más ricas provincias meridionales; el enviado papal franciscano a Mogolia, Giovanni de Pian di Carpini, cruzando Rusia en 1245, refirió en una descripción de su viaje que no encontró habitantes en la región, que en otro tiempo estuvo densamente poblada. Sólo se libraron de la destrucción dos ciudades, protegidas por los terrenos pantanosos del norte: Novgorod y Pskov.
Los mogoles intentaban subyugar el resto de Europa, y cuando llegaron al Adriático en 1242 no les hubiera podido detener ninguna potencia militar; pero se salvó Occidente por la muerte de su supremo kan, Ogodai, en 1241. Tan pronto como el mensajero de Mogolla llegó al ejército tártaro acuartelado en Hungría, su comandante, el kan Batu, ordenó a sus hombres que volviesen al sur de Rusia. Deseaba estar más cerca de la escena de elección de Supremo Kan. Había intentado reanudar su conquista de Occidente, pero las intrigas y los desacuerdos en la corte le obligaron primero a aplazar su campaña y después a abandonarla. Así se libró Europa del yugo mogólico, mientras que Rusia quedó sólidamente incorporada al Imperio Panasiático.
Tan pronto como llegó a sus vecinos occidentales la noticia del desastre que había sobrevenido al pueblo ruso, se organizó una cruzada, no contra los nómades paganos, sino contra el pequeño territorio ruso cerca del Mar Báltico, que por casualidad había quedado sin destruir. En esta desesperada hora de la historia rusa, un extraordinario príncipe, Alejandro Nevsky (muerto en 1263), salvó de los cruzados a Novgorod y Pskov. A la cabeza de un puñado de hombres, derrotó primero a los suecos (1240) y después a los caballeros teutónicos (1242). Esta doble victoria hizo posible la supervivencia de la ortodoxia en Rusia, pues los mogoles tomaron la Iglesia rusa bajo su protección.
La recuperación rusa fue lenta y dolorosa. La mayoría de los supervivientes se hallaban dispersos en los bosques del noroeste o en la Galitzia y los Montes Cárpatos. Les permitieron reanudar su labor, y la administración se encomendó a los príncipes rusos, estrechamente vigilados por los supervisores mogólicos. Los tártaros se posesionaron de las estepas y continuaron su existencia nómada, despreciando a los rusos, ocupados en la agricultura.
Al principio, éstos se sublevaron periódicamente contra sus esclavizadores, pero invariablemente se sofocaron sus insurrecciones y gradualmente se debilitaron sus esperanzas de liberación. Durante estos años de prueba, la única luz que les quedó fue su Iglesia. Los mogoles mostraron un marcado respeto a los metropolitanos de Kiev, a quienes eximieron de los tributos, con libertad de viajar por todo el país. Varios prelados denotaron un valor y celo dignos de su vocación. No tenían sede permanente, pues se hallaban en ruinas sus ciudades, sino que iban de un lugar a otro, dando consuelo al pueblo y actuando como símbolos vivientes de su unidad.
Generalmente se nombraban por turno a griegos y rusos para ocupar puestos de responsabilidad. Uno de ellos, Teognosto (1325-52), decidió fijar su residencia en Moscú, que fue un importante acontecimiento en la historia de Rusia. En la época de la invasión tártara, Moscú era una ciudad insignificante en extensión. Sin embargo, tenía una serie de capacitados príncipes que, en vez de conspirar contra sus vecinos, se dedicaban a mejorar la administración de su pequeño dominio. Uno de ellos, Ivan Kalita (Juan el Administrador, 1328-41), llamado así por su caridad y pericia financiera, hizo de su principado un oasis de paz y orden en medio de la rivalidad y anarquía. El traslado de la sede del metropolitano a Moscú realzó grandemente su prestigio, y desde mediados del siglo XIV se convirtió en centro indiscutido de revivificación religiosa y nacional.
En 1380 el príncipe Dimitri de Moscú (1359-89), que presidía una coalición de todos los rusos, infligió la primera derrota a los tártaros en la batalla de Kulikovo Pole. Esta victoria no marcó el fin del yugo tártaro. Los mogoles eran todavía más fuertes que los rusos y restablecieron su control, pero Kulikovo Pole es, no obstante, un importante hito en la historia rusa, pues libró a los rusos de su temor a los nómadas destruyendo la creencia en su invencibilidad. La liberación de este temor fue preparada por las obras de uno de los más grandes santos de la Iglesia rusa, San Sergio de Radonezh.
De joven, San Sergio se retiró a la paz de los frondosos bosques que se extendían a unas cincuenta millas al norte de Moscú. Después de varios años de soledad, se le unieron otros hombres que deseaban una vida de oración y contemplación. Gradualmente se formó una comunidad, en cuyo abad se convirtió San Sergio. No era hombre que pretendiese dirigir a las gentes; su único deseo era dedicarse al culto de su Creador, pero su humildad, su sencillez de corazón y su carencia de ansiedad y temor le hicieron maestro de su pueblo. El rico y el pobre, el príncipe y el campesino le buscaban para pedirle consejo. El príncipe Dimitri de Moscú, en la víspera de Kulikovo Pole, se entrevistó también con el anciano y obtuvo la bendición de San Sergio.
El ánimo que dio el Abad para la resistencia militar contra los tártaros parece, a primera vista, que contradice su característica obra de pacificación. La primera iglesia que edificó fue dedicada a la Santísima Trinidad, para que sus discípulos, inspirados por la perfecta unidad de los Tres, aprendiesen a vivir en paz entre sí mismos. Varias veces emprendió largos y agotadores viajes para restaurar la concordia entre príncipes en pugna. Por regla general, tenía éxito, pues todos reconocían su imparcialidad y santidad. Sin embargo, en el caso de los tártaros actuó de manera diferente, pues negarse a luchar significaba la matanza y deportación de los indefensos. La casi total despoblación del Asia central, que ocasionaron las hordas de Tamerlán a principios del siglo siguiente, explica la acción del santo ruso. A su juicio, la guerra era perniciosa, pero el abandono de las víctimas era todavía más pernicioso, y con esta justificación animó San Sergio al príncipe Dimitri a avanzar hacia las etapas y enfrentarse allí con el formidable enemigo. La victoria rusa fue resultado de esta osada acción. El santo pacificador contribuyó más que nadie a liberar a su nación del miedo y de los mogoles. San Sergio tuvo muchos discípulos, y el siglo XV fue un período de renovación espiritual de Rusia. Se fundaron casas religiosas por todo el país, se revivificó la erudición y la pintura de iconos alcanzó su edad de oro; el más grande de los artistas, Rublev (1370-1430), dedicó en 1411 su obra maestra, el icono de la Santísima Trinidad, a la memoria San Sergio, su maestro.
A finales de siglo, Rusia había adquirido una considerable potencia militar. En 1480 otro príncipe moscovita, Iván III (1462-1505), repudió por último la soberanía tártara. Por aquel entonces Iván tenía el título Gran Príncipe de Rusia, pues dominaba la mayor parte de las provincias del noroeste. Pero la Rusia del suroeste, con Kiev, no se hallaba bajo su gobierno. Se había incorporado al Estado polaco-lituano, y su reconquista se convirtió en la principal preocupación política de la Rusia posterior a los tártaros.
La liberación de Moscú respecto a los mogoles coincidió con la caída de Constantinopla en 1453. En 1472 Iván III se casó con Sofía, sobrina del último emperador bizantino, y asumió sus prerrogativas como sucesor suyo. Moscú, que era entonces la única capital libre entre los cristianos orientales, se convirtió en centro reconocido y en su única esperanza de liberación definitiva del Islam.
La conquista tártara alteró el curso de la historia rusa y dejó una huella duradera sobre el cristianismo. Los mogoles tuvieron un impacto aún más decisivo sobre el destino de las Iglesias nestorianas que se extendieron por toda Asia a principios de la Edad Media.
La destrucción del Imperio de los Sasánidas por los árabes (638-50) había proporcionado un alivio temporal a los cristianos nativos. Los mahometanos aniquilaron el zoroastrismo, pero fueron tolerantes con los cristianos. El califa Omar (634-44) les concedió el privilegio de un milet, comunidad autónoma dentro del Estado islámico. A los cristianos se les permitía mantener sus escuelas, convocar concilios y ser juzgados por hombres de su confianza. Se les prohibía hacer prosélitos entre los musulmanes, pero tenían libertad para convertir a su fe a los paganos. Se les trataba como socialmente inferiores, pero se les apreciaba por su pericia y erudición.
Los cristianos persas eran viajeros emprendedores y ardientes misioneros. Sus vivas comunidades se podían encontrar mucho más allá de las fronteras del Califato de Abbasid. Llegaron a China, India, Ceilán, e incluso penetraron en Mogolia y en Tibet, llevando la luz y una más amplia visión de la vida a estas regiones aisladas e inaccesibles. Su principal centro de erudición era Nisibis, la sede de la famosa escuela teológica, donde se enseñaba no sólo teología, sino también filosofía griega, primero en siríaco y después en árabe. De allí los eruditos árabes y judíos trasmitieron a España el conocimiento de Platón y Aristóteles, que luego pasó al resto de Europa a finales de la Edad Media. Otra importante escuela suya se hallaba en Seleucia, donde se estudiaba medicina. Los nestorianos eran médicos de renombre. Algunos de ellos ejercieron una considerable influencia política, siendo confidentes y consejeros de califas tales como Harún al Raschid (785-809) y sus sucesores.
El tercer centro de erudición cristiana era Merv, donde se hicieron muchas traducciones del griego y el siríaco a las lenguas que se hablaban en Samarcanda y Bokhara.
La Iglesia nestoriana alcanzó su más dilatada expansión durante la época del patriarca Timoteo el Grande (778-820). Residía en Bagdad y estaba al mando de una alianza de veinticinco metropolitanos y más de cien obispos. Muchos de sus fieles vivían fuera del Califato de Abbasid, y los obispos de tan remotos lugares como Sumatra, Malabar, Mogolia y Siberia oriental reconocían su autoridad. Envió misioneros a Tibet y a varias tribus nómadas y consagró obispos para los que se movían con sus fieles por los vastos espacios abiertos del Asia central.
Los sucesores de Timoteo continuaron la política de expansión. Por ejemplo, Subhaliso, uno de estos obispos misioneros, supervisaba a los cristianos esparcidos en Dailam y Gilon, en la orilla meridional del Mar Caspio. En 1009, el metropolitano de Merv convirtió al cristianismo a veinte mil paganos turcos. Simultáneamente, una tribu mogólica, los keraits, que vivían al sur del Lago Baikal, se unieron también a la Iglesia nestoriana.
En el mismo período, durante la dinastía T'ang (618-907), se convirtió un considerable número de chinos. En 781 se erigió un importante monumento en Sianfú, capital de la China de aquel período, que da una descripción de la historia de la Iglesia China, y muestra la importancia que tuvo en la vida de la nación. La historia posterior de la Iglesia China es menos conocida, aunque se mitigaron con tolerancia los períodos de persecución.
El siglo XIII vio otra revivificación de la Iglesia en China. En 1275 se creó el Arzobispado de Pekín, y se edificaron iglesias en Cheng-Kiang, Yang Chou y Hang Chou. Se estableció un departamento especial de la administración para cuidar de los asuntos de los cristianos. Los mogoles dieron fin a esta expansión de la Iglesia nestoriana. Al principio, sus victorias parecieron ofrecer nuevas posibilidades para la difusión del cristianismo en Asia, pero estas esperanzas no estaban justificadas. El final siglo XIV vio el colapso catastrófico de las Iglesias asiáticas, ocasionado las hordas de Tamerlán.
La llegada de los mogoles y su conquista de China, Asia central y Persia colocaron a los cristianos nestorianos frente a una situación totalmente nueva. Los nuevos maestros de Asia buscaban una religión más consistente que su chamanismo. Era evidente que Jesucristo, Mahoma o Buda se convertirían finalmente en su Supremo Maestro.
Al principio, el cristianismo tuvo una considerable ventaja sobre sus rivales, pues eran en su mayoría cristianos los turcos uighurs, que fueron los primeros en incorporarse al Imperio Mogólico y que representaban una civilización superior a la propia tribu de Gengis Kan. Los keraits, los naimans y los turcos onguts, que se hallaban íntimamente aliados con los mogoles, eran también predominantemente nestorianos. Los kara khitai eran budistas o taoístas, y sólo los turcos occidentales eran musulmanes. El cristianismo ejerció mayor influencia que otras religiones en el cuartel general del Imperio Mogólico, pues muchas de las esposas y madres de los kanes eran cristianas y pertenecían a la familia real kerait. Varias de estas magistrales mujeres desempeñaron papeles decisivos en la política: por ejemplo, Baigi, madre de Kublai Kan (1260-1294), y Duluz Khatum, esposa de Hulagu (1256-1265). Muchos altos funcionarios eran también cristianos, tales como Chinkai y Bolgai, cancilleres los dos, y Kitbaka, teniente mayor de Hulagu.
El papa Inocencio IV (1241-1254), con la previsión de un gran estadista, se percató de la extremada urgencia e importancia del problema religioso que originaron las victorias mogólicas y despachó a varios emisarios. Los primeros enviados papales fueron Giovanni di Pian di Carpini y Lorenzo de Portugal, ambos franciscanos. Pasaron dos años en un largo viaje a Karakorum, la capital de campaña del nuevo imperio (1245-47). Llevaban consigo dos bulas papales dirigidas al emperador de los tártaros. En la primera, Inocencio IV manifestaba su derecho de ser sucesor de San Pedro y exhortaba al Kan para que aceptase su autoridad; en la segunda, reprendía a los mogoles por devastar los reinos católicos de Hungría y Polonia.
Los tártaros, que pretendían entonces la conquista de Europa, replicaron en un documento que revela su interpretación religiosa de sus asombrosos éxitos militares. El kan Kuyuk (1240-48), autor de esta epístola, expresó la típica reacción mogólica a las demandas del Papa. Escribió: “Por el poder del Eterno Cielo, somos el regidor de todas las naciones, y ésta es nuestra orden: si te llega a ti, tú, que eres el gran Papa, junto con todos los príncipes, vendrás en persona a rendirnos homenaje y a servirnos. Has dicho también que sería conveniente que nos bauticemos. No podemos comprender este ruego. Igualmente dices que debiéramos convertirnos en temblorosos cristianos como los nestorianos y adorar a Dios y ser ascetas. ¿Cómo sabes tú a quién absuelve Dios y con quién tiene misericordia? ¿Cómo sabes que tus palabras tienen la aprobación de Dios? Desde la salida del sol hasta su puesta, se han sometido a Nos todas las naciones. ¿Quién podría hacer esto en contra de la voluntad de Dios? Ahora debes tú decir con sinceridad en tu corazón: “Me someto a Vos y os sirvo,” y reconoceremos tu sumisión. Si no observas la orden de Dios, te reconoceremos como enemigo nuestro.”
Esta carta, sellada en noviembre de 1246, hablaba una lengua desconocida para la diplomacia europea, la lengua de un mundo donde se recibieron con sorpresa las demandas del Papado para dominar a los emperadores y reyes. El Papa quedó decepcionado, pero perseveró, y otras varias misiones fueron despachadas por él y sus sucesores. Las más importantes fueron las del Hermano Guillermo de Rubruck, otro franciscano (1253-55), que ha dejado una viva descripción de su estancia entre los tártaros, y la de Juan de Monte Corvino, que pasó doce años en la corte de Timur (1294-1307).
Estos últimos enviados recibieron una acogida mucho más amistosa, pues por aquel entonces los mogoles habían emprendido una gran campaña militar con pretensiones de aniquilar al Islam, y se hallaban deseosos de la cooperación cristiana. Una singular posibilidad de conversión en masa se ofreció rápidamente a la Iglesia y probablemente sólo un hombre se dio cuenta en aquella época de su suprema importancia. Fue San Luis, rey de Francia (1226-70), pero se vio mal dirigido por su ambicioso hermano, Carlos de Anjou, rey de Nápoles y Sicilia (1268-85), y murió durante la desastrosa expedición contra Túnez. Después de su muerte, nadie supo cumplir en Europa la tarea de satisfacer el ruego de amistad y colaboración que hicieron los mogoles. Este poco conocido episodio de la larga contienda entre Asia y Europa contenía potencialidades de mayor significación para la historia del mundo, y los fatales errores que cometieron los cristianos tuvieron trágicas consecuencias. Los mogoles, acaudillados por Hulagu, iniciaron su campaña contra el Islam en 1255; su intención era restituir Palestina a los cristianos y terminar con el control mahometano sobre el Próximo Oriente. Mesopotamia fue conquistada en 1257, Bagdad en 1258, y fue abolido el califato de Abbasid con la ejecución de Mustasim, el último califa. Al año siguiente Hulagu avanzó hacia Siria y tomó Edesa; su general, Kitbaka, cristiano nestoriano, capturó Alepo y Damasco en 1260. El único reino mahometano que quedaba era Egipto, donde la mayoría de la población era cristiana. Hulagu, seguro de su victoria, envió emisarios a los sultanes mamluks para exigirles sumisión. Les dieron muerte y los mogoles comenzaron su marcha hacia el valle del Nilo. En este momento crucial, una guerra civil en el Cáucaso obligó a Hulagu a retirar sus principales fuerzas de Palestina. Llegó a Egipto la noticia de la retirada y animó a los mamluks a iniciar un contraataque. No estaban seguros de sus posibilidades y solicitaron ayuda a los cruzados, que controlaban la más corta y segura ruta para el avance egipcio. Los barones de Outremer se reunieron en Acra y decidieron prestar asistencia a los musulmanes. Les convertían en antagonistas los favores que los mogoles dispensaban a los cristianos orientales y pensaban que la derrota de los mamluks no produciría ninguna ventaja a los cristianos latinos. El ejército egipcio cruzó sin peligro el territorio de los cruzados y en una decisiva batalla en Ain-Jalut fue derrotado el grandemente reducido destacamento de los mogoles (1260). Fue una victoria decisiva. Los mogoles no repitieron nunca su marcha hacia Egipto.
En 1268, los mamluks premiaron a sus aliados cristianos aniquilándoles. El sultán Baibar (muerto en el 1277), turco kipchak que había asumido el poder supremo sobre Egipto, expulsó a los cruzados de Antioquía, su posesión más importante. Su caída fue seguida de la rápida rendición de otras plazas fuertes, hasta que la última, la fortaleza isleña de Ruad, fue conquistada en 1303. Toda la costa de Siria y Palestina quedó devastada por los victoriosos musulmanes; esta vez no perdonaron a las poblaciones cristianas y convirtieron en desierto sus fértiles regiones. Los barones habían calculado mal el temple de sus rivales islámicos y pagaron plenamente el error que les había hecho cometer su hostilidad hacia los cristianos orientales.
No obstante, la derrota de Ain-Jalut no acabó con las negociaciones entre los cristianos y los mogoles. El kan Abaka(1265-82), hijo de Hulagu, envió una embajada al Concilio de Lyón en 1274, ofreciendo su alianza. Eduardo I, rey de Inglaterra (1272-1307), escribió una carta entusiástica al Kan mogol esperando entrevistarse pronto con él en Palestina, liberada por los esfuerzos conjuntos de los enemigos de la Santa Cruz, En respuesta, seis enviados mogoles visitaron Inglaterra en 1277, pero no pudieron conmover al rey y a sus barones, y se aplazó indefinidamente la esperada cruzada. En 1286, el hijo de Abaka, Argun (1284-91), envió a Europa la última y la más impresionante misión. Para crear una atmósfera favorable, un destacado cristiano, Rubban Sauma, fue nombrado jefe de la delegación. Era cristiano chino, confidente y condiscípulo del patriarca nestoriano, Mar Jahballaha III (1281-1317), que era mogol ongut de nacimiento y que se había criado en Pekín. La misión mogólica visitó Roma, París y Londres en 1287. En todas partes fue recibida con honores; era muy admirado el docto y devoto chino. Dio a conocer a los cristianos occidentales una Iglesia cuya existencia no se sospechaba en Europa. No obstante, sus esfuerzos de conseguir una alianza militar entre los mogoles y los gobernantes cristianos no llegaron a nada, aunque el kan Argun anunció que se bautizaría en Jerusalén tan pronto recuperase la ciudad del poder de los musulmanes. En anticipación de este acontecimiento, bautizó a uno de sus hijos y le dio el nombre de Nicolás en honor del papa reinante. La Europa cristiana permaneció sorda a estas súplicas de Oriente. Sus gobernantes se hallaban absortos en sus disputas y problemas. El kan Argun murió en 1291. El mismo año, Acra fue tomada por los mamluks y Palestina se perdió definitivamente para los cruzados. El kan Ghazan (1295-1304) alteró drásticamente la política de su padre. Abrazó el islamismo, y esto condujo a la conversión del resto de los mogoles. Toda el Asia central, con excepción de Tibet, se incorporó, como el Próximo Oriente, a la comunidad islámica.
El Imperio Mogólico, que se extendió desde el Mar de la China hasta el Mar Negro y temporalmente proporcionó estabilidad y facilitó las comunicaciones por todo este vasto territorio, ofrecía a los cristianos una singular oportunidad para convertir Asia a su religión. Los mogoles mostraban amistad para con los cristianos y su hostilidad hacia el Islam les hacía desear vínculos más estrechos. Por lo tanto, requiere cierta explicación su definitiva conversión al Islam.
Los tártaros se enfrentaron con el cristianismo bajo tres distintas formas. La más grata para ellos era el cristianismo oriental, que profesaban diversas tribus afines a ellos. La corte del Gran Kan estaba llena de nestorianos, principalmente empleados como artesanos, calígrafos y médicos; eran apreciados como expertos, pero despreciados como raza sometida. El kan Kuyuk les calificó de “temblorosos nestorianos” en su epístola al Papa, y para los conquistadores de Asia habría sido humillante aceptar la fe de estos hombres serviles y a veces miserables.
La Iglesia ortodoxa rusa causó a los mogoles una impresión más favorable, y algunos de los príncipes y obispos rusos, tales como San Alejandro Nevsky (muerto en 1263) y los metropolitanos Cirilo (1242-81) y Alexis (1353-78) fueron altamente estimados por los kanes. Sin embargo, su conversión a la Iglesia rusa habría significado que renunciaban sus costumbres nacionales. Más tarde se hizo corriente tal aceptación del cristianismo y condujo a la incorporación de los mogoles a la comunidad rusa; pero en este decisivo momento, a finales del siglo XIII, cuando los tártaros dejaron de ser feroces invasores y empezaron a cooperar y a mezclarse en matrimonio, los rusos perdieron su oportunidad, pues concebían la vida cristiana de una manera demasiado angosta. Los rusos eran intensamente ritualistas; observaban la distinción del Antiguo Testamento entre alimentos puros e impuros, y les sublevaba el hábito mogólico de comer cualquier clase de carne y de beber la leche fermentada de las yeguas (kumis). Trataban a los tártaros como impuros y varios príncipes y enviados prefirieron la muerte a la contaminación que entrañaba la conformidad con las costumbres mogólicas. Los más notables entre estos mártires fueron el príncipe San Miguel de Chernigov y su boyardo Fedor, a quienes mataron los mogoles en 1246 por negarse a seguir el ritual prescrito por la corte del Kan.
Los misioneros latinos representaban otra tendencia extrema. Los frailes franciscanos que llegaban a Mogolia procedentes de Roma asombraban a los tártaros por su valor, simplicidad y completa despreocupación de las ventajas y riquezas terrenales; pero a los mogoles les contrariaba su declaración de que todos los reyes debían obediencia al Vicario de Cristo. El Kan y sus cortesanos se informaron con respecto al número de jinetes y camelleros que servían en el ejército del Papa, y cuando se dieron cuenta de que su propia fuerza militar era muy superior, se negaron a someterse a la autoridad del Papa si era ése el precio del bautismo. Para los hombres criados en los selváticos desiertos de Asia, que dominaban territorios cuya extensión superaba la imaginación de la Europa medieval, tal sumisión era incomprensible. Incluso los cristianos nestorianos no podían captar las implicaciones de la doctrina papal. Cuando Rabban Sauma llegó a Roma en 1289, nadie había oído hablar allí de su patriarca Mar Jahballaha III. Sin embargo, los cardenales desearon saber si ese desconocido prelado reconocía al Papa como cabeza de la Iglesia. Sauma contestó: “A los cristianos orientales nunca ha venido a visitarnos ningún hombre del Papa. Los Santos Apóstoles enseñaron a nuestros padres la verdadera fe y así la conservamos intacta hasta este día.” Si el Papado no significaba nada para un docto cristiano chino, ¿cómo podría comprender su significado un nómada chamanista?
Les agradaba más el Islam. Sus simples reglas de fe y conducta, su unidad y su fuerza de convicción impresionaban a los mogoles, que podían entrar en su órbita sin abandonar sus costumbres nacionales y hábitos de pensamiento. La aceptación de Mahoma como maestro por parte de los mogoles cerró a Asia para el cristianismo durante muchos siglos aún por venir. Esta conversión significaba también la casi completa aniquilación de los cristianos orientales. Tamerlán (1363-1405), el último gran jefe militar de los mogoles, era un musulmán fanático, y en su devastadora marcha a través de Asia exterminó virtualmente el cristianismo. Pirámides de cráneos, ciudades arrasadas, fértiles llanuras convertidas en desierto, marcaban el paso triunfante de este azote de Asia.
Los cristianos nestorianos se mantuvieron firmes en su fe. Les exterminaron físicamente, y con su destrucción declinó rápidamente la vida cultural e intelectual del Asia central. Su trágica historia fue una curiosa mezcla de gloria y fracaso. Eran cristianos doctos y celosos, médicos la mayoría de ellos, comerciantes y funcionarios en oficinas del Estado. Sus dominadores islámicos les excluían de los principales puestos del gobierno, y no tenían derecho a servir en el ejército. Pertenecían a una comunidad tolerada que era, no obstante, considerada como inferior y despreciada por la raza dominadora. Por lo tanto, adquirieron muchas facetas comunes a tales minorías. Tuvieron que recurrir a la astucia y a la intriga. Vivían en constante peligro de ser repentinamente atacados por el populacho mahometano y ejecutados por un sultán malhumorado y suspicaz. Vivían bajo un orden político que no restringía la voluntad arbitraria de los irresponsables gobernantes, que igualmente tenían libertad para conceder favores o infligir castigo sin discriminación a todos sus súbditos esclavizados.
Pereció la Iglesia nestoriana, pues se la llevó el viento del desierto antes de que tuviese tiempo para echar firmes raíces en las arenas movedizas del Asia central.
Durante los años de agonía del Imperio, el Basileus había continuado haciendo desesperados esfuerzos para conseguir ayuda militar de Occidente. Esta se había de comprar únicamente con la sumisión al Papa, y durante todo el tiempo se efectuaron negociaciones para tal rendición.
Parecía que habían tenido éxito en el Concilio de Lyon en 1274. Miguel VIII (1260-82) era un capacitado diplomático que, aceptando la protección romana, adquirió inmunidad temporal contra otro ataque de Occidente. Su principal adversario era Carlos de Anjou, rey de Nápoles y Sicilia. Este agresivo hermano de San Luis IX de Francia (1226-76) invadió el sur de Italia en 1266, por invitación del papa Urbano IV (1261-64). Después de derrotar al rey Manfredo de Sicilia (1255-66) y de ejecutar a Conradino, de quince años de edad, el último vástago de los Hohenstaufen (1268), Carlos se dedicó a construir un imperio propio a expensas de Bizancio. La reconciliación de Miguel VIII con el Papa aplazó la campaña de Carlos. Las Vísperas Sicilianas (1282), el venturoso levantamiento de la población local contra Carlos y sus tropas francesas, eliminaron el peligro de agresión occidental, y los bizantinos recobraron su libertad eclesiástica repudiando la unión concertada con Roma en Lyon.
El último intento de reconciliación con el Papado se efectuó en la víspera de la caída del Imperio. El emperador, Juan VIII (1425-48), estaba resuelto a obtener refuerzos de Occidente, la última esperanza de salvar su reino, que se limitaba ya a Constantinopla y a una estrecha franja de tierra en la costa asiática del Mar de Mármara. El 24 de noviembre de 1437, el Basileus, acompañado de su hermano Demetrio, el patriarca José II (1416-39), y veintidós obispos, zarparon para Italia. Llegaron a Venecia el 8 de febrero de 1438, y enseguida iniciaron las negociaciones con el papa, Eugenio IV (1431-47), que convocó un concilio objeto de restaurar la unidad con los griegos. Las primeras sesiones de este sínodo tuvieron lugar en Ferrara, pero el 10 de enero de 1439 se trasladó la asamblea a Florencia, donde ambas partes firmaron el acta de reunión en julio del mismo año.
El Concilio de Florencia fue una asamblea representativa; los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén enviaron delegados, e Isidoro, metropolitano de Moscú (muerto en 1463), actuó en nombre de la Iglesia rusa. Los obispos ortodoxos se hallaban divididos. Un grupo, acaudillado por Besarión, arzobispo de Nicea (1395-1472), e Isidoro de Moscú, que era griego, deseaba la reunión con el Occidente latino, no sólo por razones políticas, sino también por razones religiosas. El otro grupo, acaudillado por Marcos, arzobispo de Efeso (muerto en 1443), pensaba que la rendición a Roma significaba traición a la tradición apostólica que conservaba el Oriente cristiano. Los latinos estaban acaudillados por el cardenal Giuliano Caesarini (1398-1444). Se dejaron a un lado los puntos triviales que tanto se habían aumentado en la polémica entre los griegos y los latinos en los siglos precedentes. Todo el problema del cisma se consideraba ahora desde un punto de vista puramente doctrinal. Se creía que, si se podía conseguir un entendimiento teológico, se restauraría inmediatamente la unidad del cristianismo y se eliminaría la amenaza islámica.
Los cinco capítulos principales que se escogieron para deliberación fueron la cláusula Filioque, el purgatorio, la primacía papal, el pan eucarístico y las palabras de consagración de los elementos para la Santa Comunión. Lo que más tiempo llevó fue la consideración de la cláusula Filioque. Marcos de Efeso atacó la adición occidental, basándose tanto en sus implicaciones teológicas como en una violación del acuerdo, conseguido en los primeros concilios ecuménicos, de no alterar el credo aprobado por los sínodos. Este debate doctrinal se inició el 2 de marzo y duró hasta junio. Terminó con una victoria occidental. Los teólogos escolásticos habían elaborado por aquel entonces un sistema intelectual que defendía la doble procedencia del Espíritu Santo; se hallaban bien equipados para la disputa y redujeron a Marcos de Efeso y a sus partidarios a una posición meramente defensiva. Mediante citas de los Santos Padres, intentaron probar los ortodoxos que sólo la fórmula original representaba la tradición apostólica, que rechazaba la doctrina de doble procedencia; pero los latinos demostraron que una serie de antiguos y reverenciados autores eclesiásticos habían descrito al Espíritu Santo como procedente del Padre por medio del Hijo. Bajo la fuerza de estas expresiones, Besarión de Nicea y otros griegos, exhortados por el Emperador para que hiciesen concesiones a los latinos, aceptaron la teología de la doble procedencia y acordaron restaurar su unidad con Roma. La minoría, acaudillada por Marcos, protestó en vano.
El Concilio Florentino terminó con una solemne proclamación de la unidad conseguida. Sin embargo, Marcos de Efeso se negó a firmar la declaración de reunión, y su cartel de desafío indicaba la fuerza de la resistencia bizantina contra la rendición a Roma que efectuaron el agobiado Emperador y sus prelados.
La reconciliación resultó ser una ilusión. A su regreso, los delegados griegos fueron recibidos con hostilidad no disimulada. La gente decía abiertamente que prefería el gobierno de los turcos al del Papa. Al menos los musulmanes no intervenían en sus asuntos eclesiásticos. Aún más intransigente fue la recepción de la noticia en Moscú; el metropolitano Isidoro tuvo que huir de Rusia. Tanto el príncipe como el pueblo repudiaron unánimemente los términos de capitulación; únicamente Besarión y sus partidarios permanecieron firmes en defensa de la unión florentina. Finalmente se unieron a la Iglesia romana, y Besarión terminó su vida como destacado cardenal.
La conquista de Constantinopla por los turcos fue interpretada por muchos cristianos orientales como merecido castigo de la traición a la ortodoxia por el Emperador y el Patriarca. Desde 1439 no se han efectuado negociaciones de reunión entre Roma y Constantinopla.
La historia del cisma entre Oriente y Occidente revela dos importantes hechos: a) que no se produjo rápidamente, sino que tardó unos quinientos años en desarrollarse; b) que la causa principal de la separación, el crecimiento de la autoridad papal en Occidente, fue la causa fundamental.
Durante los últimos doscientos años de su historia, Bizancio, aunque moribundo como Estado, permaneció vivo espiritual y artísticamente. Fue una época de inspiración artística, cuando se crearon mosaicos y frescos de exquisita armonía y belleza. Aunque han sobrevivido muy pocos, se pueden ver todavía algunos en la recientemente restaurada iglesia del Salvador en Constantinopla (Kahrieh Djami), y en las ruinosas iglesias de Mistras, capital del Peloponeso, la última plaza fuerte de la resistencia griega contra los turcos. Sus numerosas iglesias, precariamente encaramadas en la pendiente de una escarpada montaña que se eleva en la llanura de Esparta, hablan elocuentemente de la visión profundamente humana y auténticamente cristiana de estos infortunados defensores de la libertad ortodoxa.
La revivificación del arte fue acompañada de un extraordinario movimiento místico conocido por el nombre de hesicasmo. Tuvo su origen en el Monte Atos, que, después del año 963, se había convertido en dominio exclusivo de los monjes. Gregorio Palamas (1296-1359), que terminó su vida como arzobispo de Salónica, fue uno de los más destacados hesicastas. Sus escritos revelan una profunda penetración en el misterio de la comunión de lo humano con lo divino. Enseñaba que Dios es inaccesible a su yo interior, pero que toda la creación se halla impregnada de la energía divina, que ilumina el universo y establece las más íntimas relaciones personales entre el hombre y el Creador. Mantenía que la luz en que fue visto Cristo por los Apóstoles en el monte de la Transfiguración era esa energía increada y que desde entonces ha sido observada por otros hombres de corazones y mentes purificados.
Un contemporáneo de Palamas fue Nicolás Cabasilas (muerto en 1380). Fue uno de los más poderosos autores bizantinos, y dos de sus obras — La Vida de Cristo y La Explicación de la Liturgia Divina — son clásicas de la literatura ortodoxa. Cabasilas era lego, pero su extraordinaria erudición y rara intuición religiosa hicieron de él una autoridad sobre el culto eucarístico y un reconocido maestro de vida espiritual. También floreció la filosofía en las obras de Planudes, Plethon y Besarión. Varios distinguidos historiadores, entre los que se hallaban Juan Cantacuzeno, Nicéforo, Gregoras, Ducas y Calcocondilas, dejaron crónicas bien documentadas de su época.
Los bizantinos llevaban una vida intensa y altamente articulada, pero no tenían fuerza física para resistir las incursiones de los turcos. Estos nómades sin cultura, pero obedientes a la voluntad de sus sultanes, adquirieron ascendencia sobre el resto de los musulmanes y avanzaron con firmeza hacia Occidente. Derrotados por los mogoles en 1243, se recuperaron bajo una nueva dinastía cuyo fundador fue Otmán (1290-1326), que les dio el nombre con que se les conoce como conquistadores de Constantinopla. Desde el siglo XIV en adelante, se hizo patente que estos asiáticos eran los dueños indiscutibles del Próximo Oriente. Su marcha fue al principio lenta, pero cuando tomaban una ciudad, no se podía intentar la recuperación del territorio perdido. En 1326, los turcos tomaron Brusa; en 1331, Nicea; en 1337, Nicomedia. Su avance no sólo se vio facilitado, sino incluso realmente alentado por las disensiones y la rivalidad entre sus adversarios cristianos. Así, el emperador Juan VI Cantacuzeno (1347-54) cometió la necedad de invitar a los turcos para que viniesen en su auxilio. A petición suya, desembarcaron en la costa europea y derrotaron a los serbios en 1353. Al año siguiente se establecieron en Galípoli, y, después de conseguir esta plaza, empezaron rápidamente a dilatar su gobierno sobre Tracia.
En 1365 el sultán Murad (1353-89) trasladó su capital a Adrianópolis y así selló la suerte del Imperio Bizantino. Ahora estaba sólidamente rodeado por los turcos, y el mar fue en lo sucesivo su único contacto con el resto del mundo.
La fundación de un Estado islámico en suelo europeo alarmó al Occidente cristiano. Pero fracasaron los intentos de unir contra él a las potencias europeas. Amadeo de Saboya organizó apresuradamente una cruzada, pero era insuficiente su fuerza y fue rechazado por los turcos en 1366. Sin embargo, en 1402, cambió de súbito la escena; otra vez por causa de los mogoles. En la batalla de Angora, Tamerlán aniquiló al ejército turco con sus auxiliares cristianos, proporcionados por las conquistadas naciones balcánicas. A los cristianos se les brindó una posibilidad de liberación, pero se perdió la única oportunidad y los turcos reanudaron su conquista de Europa. En 1430 tomaron Salónica, la ciudad más cercana a Constantinopla en importancia. En 1472 invadieron Hungría y llegaron así al corazón de Europa. El último intento de su expulsión se debió al rey Vladislav VI (1434-44) de Polonia y Hungría. Traicionado por los venecianos y sin el apoyo de los cristianos balcánicos, su ejército de húngaros, polacos y bohemios fue arrollado por los turcos en Varna, en el año 1444. Fue muerto el rey, y con él se perdió toda esperanza de salvar a Constantinopla.
Mohamed II (1451-81) puso sitio a la gran capital en febrero de 1453, cuando la ciudad se hallaba grandemente despoblada por la guerra civil y los estragos de la peste. El emperador Constantino XI (1449-53) tenía solamente 10 000 hombres para defender su capital; sin embargo, su prestigio era tan grande y sus altas murallas tan formidables, que casi desistió Mohamed del intento, aunque había traído consigo a 150 000 hombres. No obstante, le persuadió para que continuase el sitio un renegado húngaro, Urbano, que construía artillería pesada para los turcos. Después de varios días de bombardeo, se abrió una brecha en la pared el 29 de mayo de 1453. Aquel día se celebró la última Eucaristía en Santa Sofía; el Emperador y los restantes de su ejército, griegos y latinos, hicieron su última comunión. Aquella misma mañana las hordas islámicas penetraron en la ciudad asesinando a la población, quemando y destruyendo todo lo que encontraban a su paso. El Emperador, que llevaba el nombre del fundador de la ciudad, murió luchando en sus calles. El Patriarca fue muerto. Cuando Mohamed entró a caballo en la catedral, la encontró llena de los cadáveres de quienes en vano habían buscado refugio en el templo. Según una leyenda, la matanza comenzó antes de que acabara la celebración de la Santa Comunión, y el sacerdote con su sagrada vestidura desapareció milagrosamente detrás de una de las columnas de mármol, llevando consigo el cáliz. Algunos cristianos orientales creen aún que en Hagia Sophia se restaurará algún día el culto cristiano, y que el servicio divino interrumpido por los turcos se cantará de nuevo en esta catedral de la Santa Sabiduría.
Mohamed quiso repoblar Constantinopla con su propio pueblo, pero los turcos se sentían extraños en una ciudad edificada por hombres de otra raza, cultura y religión; así que el sultán permitió que los dispersos cristianos volvieran a sus hogares y reanudasen la vida como artesanos y comerciantes, tratados como raza sometida por sus orgullosos conquistadores asiáticos. Este fue el fin del gran Imperio, pero la Iglesia ortodoxa sobrevivió al desastre y continuó oficiando para sus miembros esclavizados.
Los defectos y limitaciones del orden político y social bizantino facilitaron el declive del Imperio; su burocracia se hallaba superorganizada, la empresa privada se veía estrechamente supervisada, y las guerras constantes debilitaron la fuerza y riqueza del pueblo. Sin embargo, el Imperio pereció no de enfermedad interna, sino de ataques externos. Sin la puñalada por la espalda que le dieron los cruzados en 1204, tal vez Bizancio hubiera podido resistir a los turcos y conservar así para la posteridad sus últimos tesoros de arte y erudición clásicos y cristianos.
El Imperio otomano. — La Iglesia ortodoxa bajo el yugo turco. — El Oriente ortodoxo entre Roma y la Reforma. — Cirilo Lukaris (1572-1638). — La Iglesia ortodoxa y el zarismo moscovita. — Dos tendencias de la ortodoxia rusa. — El cisma de la Iglesia rusa. — Los ortodoxos en Polonia y Ucrania. — La incorporación de Ucrania al zarismo moscovita y el Concilio de 1666-67. — El arcipreste Avvacum (1620-82). — La Iglesia rusa en la víspera de las reformas de Pedro el Grande (1668-98). Pedro el Grande (1682-1725) y la abolición del patriarcado de Moscú. — Los No Juramentados y la Iglesia Ortodoxa. — El imperio de San Petersburgo y la Iglesia rusa en el siglo XVIII. — San Tikón de Zadonsk y Paisy Velichkovsky. — La ascendencia occidental sobre el Oriente cristiano. — La Iglesia de Santo Tomás en el sur de la India. — La Iglesia de Etiopía. — La Iglesia nestoriana del Oriente. — La Iglesia de los armenios. — La Iglesia copta. — Los jacobitas. — Los cristianos balcánicos en los siglos XVII y XVIII. — Los ortodoxos orientales bajo el gobierno de los Habsburgos. — El Oriente cristiano en la época de su decadencia.
La conquista de Constantinopla por los turcos en 1453 eliminó el último obstáculo para su avance. Durante los dos siglos siguientes, el Islam ejerció una dura presión sobre la Europa meridional y central. Mohamed II (1451-81) extendió su poder sobre la mayor parte de los Balcanes; las islas del mar Egeo fueron conquistadas en 1457-62, las islas Jónicas en 1479, Y Crimea en 1476. Selim I (1512-20) incorporó Egipto en 1517 y esta victoria entregó Palestina y Arabia a los turcos. La posesión de La Meca y Jerusalén hizo que el Sultán se proclamara Califa, o gobernador supremo de los mahometanos en todo el mundo. El Imperio Otomano alcanzó su mayor expansión bajo Solimán el Magnífico (1520-66). En 1522 expulsó de Rodas a los Caballeros Hospitalarios y en 1526 cayó bajo su control la mayor parte de Hungría. En 1538 toda la costa del Mar Rojo cayó bajo el dominio turco y esto les permitió invadir la India. En septiembre de 1529, 120.000 mahometanos se presentaron ante las murallas de Viena, pero no pudieron tomar la ciudad. Austria fue invadida por los turcos tres veces (1526, 1529 y 1532). Estos ataques contra los Habsburgos tuvieron importantes repercusión en la historia religiosa de Occidente, pues permitieron que los príncipes protestantes de Alemania consolidasen su poder político, mientras que sus oponentes católicos romanos se ocupaban en luchar contra los turcos. En 1541 los turcos capturaron Budapest y en 1547 obligaron al Emperador a convertirse en tributario suyo. Sin embargo, no pudieron avanzar más hacia el oeste, ni establecer su hegemonía en Europa. En 1571 sufrieron su primer revés de gravedad en la batalla naval de Lepanto. Pero esto no afectó mucho a su formidable fuerza militar y pudieron continuar luchando simultáneamente en Túnez, Persia, el Cáucaso, Hungría y Austria.
Durante este período de expansión turca, la administración civil e incluso el mando militar se hallaban, en gran medida, en manos de extranjeros, recientes conversos del cristianismo. Por ejemplo, Ibrahim Pacha (1523-36), el famoso visir de Solimán el Magnífico, era griego; también lo era el experto comandante naval Haraddin Pacha; Mohamed Sokolich, gran visir (1560-79) bajo Selim II (1566-74) y Murad III (1574-95) era serbio; y la dinastía de los visires Kiuprili (1656-91) era albanesa.
Los turcos mostraban poco interés por la rutinaria administración, delegándola en hombres reclutados de las naciones conquistadas. Esta indolencia desmoralizaba a los sultanes y condujo a la decadencia política del Estado otomano. En 1606 los turcos firmaron un tratado de paz con los Habsburgos en Zsitva-Torok, mediante el cual reconocían al Imperio Austríaco como poder igual al suyo propio, y el Emperador dejó de pagar tributos al Sultán. Después de una segunda e infructuosa intentona de conquistar Viena en 1683, los turcos concertaron, en 1699, en Karlowitz, una desventajosa paz frente a una coalición europea, cediendo Hungría, Transilvania, Croacia y Eslovenia a Austria; Padolia a Polonia, y Morea y Dalmacia a Venecia. Por primera vez Rusia tomó parte en una acción europea conjunta y recibió la fortaleza de Azov. Este tratado de paz fue el punto clave en las relaciones entre los turcos y los cristianos. Después de Karlowitz, el Imperio otomano empezó su larga y tortuosa retirada de Occidente.
Mientras que los turcos se hallaban en la cúspide de su poder, los subyugados cristianos orientales no tenían ningún medio de resistencia abierta y se vieron obligados a adaptar su vida religiosa y cultura a condiciones adversas. Los mahometanos obligaban a los paganos que caían en su poder a elegir entre la conversión al Islam y el exterminio; a los subyugados cristianos y judíos se les reconocía como “gentes del Libro” y se les dejaba practicar su religión, aunque no se les daba ciudadanía. Por lo tanto, los cristianos gozaban de cierta autonomía, pero sufrían muchas limitaciones; los turcos dividían a los cristianos, no según su nacionalidad, sino su confesión. Así, todos los ortodoxos bizantinos, ya griegos, árabes, serbios o albaneses, formaban un solo grupo; los coptos no calcedonios eran considerados como un cuerpo aparte; también los armenios y los nestorianos. Cada una de estas comunidades era gobernada por un jerarca que aprobaba el sultán. El patriarca de Constantinopla era el único portavoz oficialmente reconocido de todos los ortodoxos bizantinos. Era su juez supremo con acceso directo al sultán. Otros patriarcas y obispos perdieron su independencia y se vieron reducidos a la categoría de subordinados, pasando gran parte de su tiempo en Constantinopla para hallarse cerca de la fuente de intriga y poderío.
La posición del patriarca era elevada y precaria al mismo tiempo. De 159 patriarcas durante quinientos años de gobierno turco, sólo 21 murieron de muerte natural en su ministerio. Seis fueron asesinados, veintisiete abdicaron y ciento cinco fueron arbitrariamente destituidos. En cualquier momento los sultanes podían destituir al patriarca o a cualquier obispo que no les fuese grato. Pocos podían ejercer en paz sus deberes pastorales. Algunos fueron expulsados y rehabilitados hasta cuatro o cinco veces, y, no obstante, a pesar de todos estos peligros, el puesto era ansiosamente deseado, aunque se obtenía y se conservaba mediante soborno y se veía expuesto a la rivalidad y a las maquinaciones de los enviados de las potencias occidentales.
En estas circunstancias, los cristianos padecían gravemente. No se edificaban nuevas iglesias. Ninguna iglesia podía dar señal de existencia tocando las campanas o poniendo una cruz en el edificio. Se abandonó la formación sistemática del clero, se hizo imposible la educación superior, y la instrucción de los niños se redujo a unos cuantos principios. El soborno y la corrupción, que eran la base de la administración turca, tuvieron un efecto especialmente adverso en la autoridad del clero. Todo ministerio tenía que ser comprado, y los obispos y sacerdotes se veían obligados a resarcirse con el dinero de sus fieles. Sin embargo, la mayor calamidad era la obligación de proporcionar esclavos a los sultanes.
A intervalos de cinco años, los muchachos cristianos entre las edades de ocho y quince años eran inspeccionados por los turcos; seleccionaban a los más fuertes y a los más inteligentes, les convertían al islamismo y les hacían esclavos de los sultanes. A la mayoría les arrastraban a un cuerpo especial del ejército, llamado jenízaros. Estos excristianos constituían el principal instrumento de opresión, pues a menudo se convertían en musulmanes fanáticos. Más tarde adquirieron un considerable poder político que fue utilizado para acabar con el gobierno de muchos sultanes. Al resto de los reclutas cristianos se les destinaba a otros tipos de servicios en la casa del sultán y algunos alcanzaban importantes puestos en el Estado.
Esta constante pérdida de los varones más vigorosos fue una de las razones de estancamiento en el Oriente cristiano. Este inicuo tributo de muchachos duró más de dos siglos (1430-1685) y cuando fue por fin abolido la posición de los cristianos mejoró pronto. Pero incluso bajo estas degradantes condiciones, los cristianos orientales no perdieron sus capacidades emprendedoras y naturales. Algunos marcharon a estudiar a Italia, otros recibieron instrucción de unos cuantos monjes eruditos que heroicamente mantenían la tradición del saber en medio de los mayores obstáculos y riesgos. El comercio, las artes y el servicio diplomático se hallaban en manos cristianas en la mayoría de los casos.
Mientras que la Iglesia bizantina hacía en vano sus últimos intentos de llegar a un acuerdo viable con el Papado, los cristianos occidentales se hallaban bajo la presión del movimiento conciliar, que aspiraba a suprimir los abusos y a mejorar en general la vida eclesiástica. Él movimiento conciliar era apoyado por muchos clérigos de alta mentalidad, pero sus jefes carecían de unidad y de sabiduría práctica. El Papado se oponía decididamente a estos intentos de reducir su autoridad, y a finales del siglo xv habían fracasado estos planes de reforma pacífica. La revolución religiosa del siglo XVI tuvo lugar cuando el Oriente cristiano se hallaba absorto en la lucha por la mera supervivencia. Los rusos se ocupaban en una guerra feroz contra los turcos en sus fronteras orientales y meridionales. Los griegos se encontraban demasiado inquietos por problemas políticos, demasiado aislados psicológica y políticamente de Occidente, para participar en los debates entre católicos y protestantes. La Reforma protestante fue, pues, una preocupación exclusivamente occidental y ello llevó, no sólo a limitaciones peculiares en el pensamiento teológico, sino también a cambios litúrgicos.
Pero si los ortodoxos no pudieron influir en los acontecimientos de Occidente, ambas partes en disputa ansiaban encontrar apoyo en Oriente para sus pretensiones de representar el auténtico cristianismo. El primer intento de conseguir aliados entre los griegos había sido hecho por los husitas en fecha tan remota como la del siglo XV. Estos checos que se sublevaron contra Roma enviaron varios emisarios a Constantinopla y trataron de vincular su movimiento a la Iglesia ortodoxa. La caída de la ciudad terminó estas negociaciones. Martín Lutero y sus colaboradores, mediante cartas y entrevistas personales, no se sentían menos resueltos a conseguir para sus actividades la aprobación de los oponentes orientales del Papado. Estos contactos revelaron el abismo entre el Oriente cristiano y Occidente en el siglo XVI.
A los ortodoxos les desconcertaba la Reforma protestante; algunos consideraban meramente que el protestantismo era un nuevo error nacido de Roma, “madre de todas las herejías.” Otros esperaban persuadir a los calvinistas y a los luteranos para que retornasen a las sanas doctrinas de una Iglesia indivisa y descartaran todas las innovaciones latinas. Pocos ortodoxos se daban cuenta de que el protestantismo no tenía de momento un lenguaje común con el Oriente. Pero no se reparaba en este hecho, y varios métodos de reunión basados en acuerdos doctrinales y propuestos en Tübingen, la plaza fuerte del luteranismo, o en Ginebra, la patria del calvinismo, fueron recibidos favorablemente por algunos cristianos orientales. Los católicos romanos, alentados por la Contrarreforma, y habiendo descubierto una nueva fuerza militante en la Compañía de Jesús, se alarmaron y no escatimaron esfuerzos para acabar con estos intentos de cooperación. Constantinopla se convirtió en un foco de competencia intensa, alcanzando un dramático climax cuando Cirilo Lukaris fue nombrado patriarca.
Lukaris, natural de Creta, pertenecía a una familia bien acomodada. Estudió en Padua, adonde los más afortunados griegos de la isla enviaban a sus hijos para darles una educación superior. De joven fue conocido de Melecio Pigas (1592-1602), un iluminado patriarca de Alejandría, que le ordenó en 1593 a la edad de veintiún años. Melecio se percató claramente de la importancia de elevar el nivel de educación entre el clero y de formar vínculos más estrechos con el Occidente no papal. Animó a Cirilo para que aceptase una invitación de ir a Lituania, donde los católicos romanos habían iniciado una enérgica campaña contra los protestantes y los ortodoxos. Cirilo pasó algunos años enseñando teología, primero en Vilna y más tarde en Lvov, capital de Galitzia. Asistió con su amigo Nicéforo Pataschos al Concilio de Brest-Litovsk en 1596, donde la mayoría de los obispos ortodoxos se pasaron a Roma, aun cuando tanto el clero parroquial como los seglares permanecieran fieles a su tradición. La siguiente persecución de los ortodoxos por los polacos costó la vida de su compañero, pero Cirilo pudo escapar del arresto y regresar a Egipto. Al morir su bienhechor, fue elegido patriarca de Alejandría (1602-20). Sus experiencias en Polonia y Lituania, y la propaganda de los jesuitas en Turquía le habían convencido de que los ortodoxos necesitaban la ayuda de los protestantes para resistir la creciente agresividad de los latinos. Por consiguiente, despachó uno de sus mejores sacerdotes a Occidente: Metrofanes Kritopulos, que pasó cinco años en Oxford (1617-22), seis en Alemania y Suiza, y dos en Venecia. Después de sus trece años de estancia entre los protestantes y los romanos, Metrofanes regresó a Oriente y acabó su vida como patriarca de Alejandría (1636-39). Tuvo éxito su misión; había conocido directamente las condiciones religiosas en Inglaterra y en el continente y pudo proporcionar a Cirilo la información que necesitaba para una enérgica campaña contra Roma. Inició ésta mientras se hallaba todavía en Alejandría, pero pronto se dio cuenta de que la batalla se había de librar desde Constantinopla y se las arregló para que le trasladasen allí en 1620. Esto le convirtió en la figura central de una contienda altamente dramática, en la que tomaban parte Roma, Ginebra, Francia, Austria, Holanda e Inglaterra.
La historia del Patriarca revela el estado interno de la Iglesia ortodoxa, la presión que había de soportar de los divididos cristianos occidentales, y la peculiar mezcla de intereses religiosos, políticos y comerciales que operaban en Constantinopla durante el siglo XVII. Los principales actores de este drama fueron los embajadores de Francia, Austria, Holanda e Inglaterra. Desde 1535, Francia había sido reconocida por los turcos como protectora de los cristianos en su Imperio, privilegio que animó a la Compañía de Jesús a batallar por la sumisión de los ortodoxos a Roma. La elección de Cirilo, opuesto a sus miras, constituyó una provocación para el prestigio francés, y su enviado, el conde de Cézy, ayudado por su colega austríaco, y utilizando todos los métodos de la diplomacia oriental — denuncias y sobornos — , consiguió retirar a Cirilo de su ministerio. Los diplomáticos protestantes defendieron a Cirilo y le ayudaron a recuperar su puesto. Este juego se repitió varias veces. Mientras tanto, Cirilo concibió el plan de establecer una unión entre los ortodoxos y los protestantes. Es imposible adivinar si vislumbraba la posibilidad de un acuerdo doctrinal o si sólo pretendía una cooperación práctica. Su atrevido plan hizo que los jesuitas le considerasen como hereje peligroso, y los turcos como astuto intrigante político, pues los franceses le acusaban de provocar incursiones por medio de los cosacos ucranianos, que se habían convertido en una seria amenaza para la seguridad turca en el Mar Negro. Cirilo trató de evitar la publicidad acerca de sus negociaciones, pero sus amigos protestantes deseaban la prueba tangible de que aprobaba una teología, reformada. En este complicado complot desempeñó un papel fatal Antoine Léger, calvinista de Ginebra, capellán de la Legación holandesa. Fue instrumento de la publicación de la Confesión de fe, de Cirilo, que apareció en latín en 1629, en Ginebra. Este documento contenía varios, artículos calvinistas, que enseguida fueron repudiados por otros prelados ortodoxos. No obstante, la mayor parte del clero y del pueblo permaneció leal a su patriarca, y cuando los jesuitas sustituyeron a Cirilo por un obispo romanizante, Atanasio Patelarios, el intruso fue expulsado a los veintiún días. Cirilo fue rehabilitado por cuarta vez, pero su nueva victoria hizo que sus enemigos se decidieran a desembarazarse de él por completo. Fracasó el primer intento de asesinarle, pero en 1638 fue otra vez derrotado y encarcelado; sobornados sus carceleros, fue estrangulado mientras se hallaba ausente el Sultán. Cirilo fue asesinado el 27 de junio. Arrojaron su cuerpo al mar, pero lo encontró un pescador y ahora reposa en la iglesia patriarcal de Phanar.
La historia de Cirilo Lukaris indica la decisión firme de los romanos y los protestantes de arrastrar a los ortodoxos hacia su controversia, y los peligros políticos, sociales y teológicos que entrañaba esto para los cristianos orientales bajo el dominio turco. El asesinato de Cirilo detuvo durante algún tiempo los intentos de reunión entre los protestantes y los ortodoxos. Las negociaciones se reanudaron únicamente a principios del siglo XVIII, cuando hubo aparecido un nuevo factor — el creciente poder de Rusia — , y la oferta de unidad procedió de Inglaterra, no del continente.
El activo interés de Cirilo por la teología occidental era una excepción más bien que un ejemplo de la actitud ortodoxa del resto del cristianismo. La mayoría de los griegos, amargados por la conducta nada fraternal de Occidente durante los últimos años de la agonía bizantina, no deseaban relaciones con los occidentales. Sólo una minoría se daba cuenta de la mediatez de tal actitud negativa y de la necesidad de permanecer en contacto con el pensamiento occidental, que progresaba sin el estorbo de la opresión islámica. Aquellos ortodoxos que deseaban una educación superior sólo podían obtenerla en las universidades occidentales, y tanto los católicos romanos como los protestantes estaban dispuestos a aceptar a cierto número de estudiantes orientales, pues ambas partes se hallaban ansiosas de incrementar el número de sus partidarios entre los futuros jefes de la Iglesia de Constantinopla. Esta preparación en Occidente se compraba en la mayoría de los casos por una apostasía temporal, aunque casi todos los griegos eran firmemente ortodoxos y consideraban que sus estudios en el extranjero era un medio de armarse contra la propaganda de sus maestros. Por lo tanto, una vez que regresaban a casa, se reintegraban a su propia Iglesia. No obstante, fueron pocos los que se libraron totalmente del impacto teológico de su formación heterodoxa: intelectualmente perdieron contacto con su propia tradición; su oposición a Roma se basaba en los principios protestantes, y su oposición a la Reforma se fundamentaba en la enseñanza de los jesuitas. Ya no podían hablar los ortodoxos con su propia voz y el resto del cristianismo dejó de escuchar su mensaje.
Desde la época de su liberación de los tártaros en 1480, Rusia se venía dilatando, y este crecimiento de su poder político iba acompañado de un sentido de vocación especial con la creencia de que Moscú era la tercera y última Roma. Esta idea fue resultado del convencimiento que compartían los cristianos orientales y occidentales acerca de que el Imperio era tan indispensable como la Iglesia para el plan divino de salvación. La caída de Bizancio se interpretó como señal del próximo fin del mundo. (En general, se esperaba que éste tendría lugar en 1492, siete mil años después de la creación, según un cálculo aprobado). Como alternativa se propuso otra teoría, la de trasladar las prerrogativas imperiales de una nación a otra. En el libro del profeta Daniel se halla el fundamento de esta visión de Imperios sucesivos que cumplen sus misiones y se sustituyen cuando resultan infieles. Sus cuatro Imperios se interpretaron a la luz del comentario de San Hipólito (muerto en 236), que los identificó con Babilonia, Persia, el Imperio de Alejandro el Grande y Roma. Durante la ascendencia del último Imperio, habían de tener lugar los mayores acontecimientos de la historia, incluyendo la Encarnación y el último juicio. Roma no había de tener sucesores, pero la capital del cristianismo podía cambiar de localidad, aunque retuviese su sagrado nombre. Así los ortodoxos llamaban a Constantinopla la segunda Roma, después del cisma con Occidente, y cuando fue tomada por los turcos, Moscú se convirtió en la Tercera Roma. Esta creencia formó el pensamiento ruso, éstos se consideraban como guardianes de una ortodoxia pura. Relacionando su historia con las glorias de la antigüedad, se sentían llamados para el servicio universal, y el fracaso en este deber entrañaría repulsas y castigos divinos.
Estos pensamientos, mezclados con temor y exaltación, los expresó el monje Filoteo, que escribió en una epístola a Basilio III Gran Príncipe de Moscú (1505-1533): "La Iglesia de la antigua Roma, cayó por su herejía, las puertas de la segunda Roma, Constantinopla, fueron derribadas a pedazos por las hachas de los turcos infieles, pero la Iglesia de Moscú, la nueva Roma, brilla con mayor esplendor que el sol sobre todo el universo. Eres el soberano ecuménico, debes elegir las riendas del gobierno con temor de Dios, témele a El, que te las ha entregado a ti. Han caído dos Romas, pero la tercera permanece firme; no puede existir una cuarta. Tu reino cristiano no se dará a ningún otro gobernante"
Estas palabras, escritas en Pskov en el siglo XV, fueron proféticas. Filoteo preveía la grandeza de su país en una época en que la propia existencia de Moscú apenas era reconocida en Europa. En 1547, quince años después de componerse la epístola de Filoteo, Iván IV (1533-1584) asumió el título de Zar, que los rusos interpretaban como equivalente a Basileus, y en 1596 el metropolitano de Moscú se convirtió en Patriarca. El documento que anunciaba este suceso reproducía casi al pie de la letra las palabras del erudito anciano, e iban confirmadas por las firmas de los cuatro patriarcas orientales.
Los rusos aceptaron el desafío de responsabilidad que predijo Filoteo, pero su interpretación de la esencia de la ortodoxia difería considerablemente de la de Bizancio. La primera Roma legó al cristianismo la ley, el orden y la disciplina, y proclamó la universalidad de la Iglesia. La antigua Roma representaba la autoridad paternal del Padre. La segunda Roma-Constantinopla- ofreció dirección intelectual. Había hecho mucho con formular credos y combatir herejías. Su función armonizaba con el Logos, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La tercera Roma, Moscú, expresaba el convencimiento de que toda la vida corporativa de una nación había de ser inspirada por el Espíritu Santo.
La Rusia del zarismo moscovita, que nació de las ruinas de la ocupación tártara, era diferencia de la Rusia de Kiev. También lo era la Iglesia que trasladó la sede de su obispo principal a la antigua a la nueva capital. La Rusia de Kiev era un discípulo joven y entusiástico de Bizancio; la Rusia de Moscú era un avanzado puesto cristiano del mundo asiático. Iba detrás de Europa en ciencia, en pericia militar y técnica, pero había un dominio en que eran maestros los rusos, y era éste la esfera del culto, comprendida como si cubriese todo los aspectos de la vida personal, social y nacional. En ese arte de la conducta cristiana, descrito por los rusos como bitovoe glagoschestie (la piedad diaria) no tenían rivales los moscovitas. La ortodoxia, etimológicamente comprendida como "verdadera gloria" (pravoslavie), se infiltraba en toda su cultura. Los rusos consiguieron una extraordinaria unidad espiritual. El zar y los boyardos, los comerciantes y los campesinos, todos eran miembros de la misma comunidad ortodoxa, hablando el mismo lenguaje, compartiendo el mismo ideal, observando la misma pauta de conducta y comprendiéndose completamente unos a otros. Su inspiración procedía de su creencia en la Encarnación, confirmada por el drama de la Eucaristía, realizado cada día de fiesta por toda la nación. La iglesia parroquial era la universidad de los rusos, su sala de conciertos, su galería de arte, y, sobre todo, el lugar santo, que les recordaba que este mundo, a pesar de sus imperfecciones, era templo del Espíritu Santo, y que la vocación del ser humano era trabajar por su transfiguración. Las brillantes cúpulas de la iglesia rusa adornadas de cruces doradas, los innumerables iconos que representaban el triunfo de los santos, la alegría de las celebraciones de Pascua, todas estas manifestaciones típicas del cristianismo ruso declaraban elocuentemente la determinación del pueblo de Rusia a santificar la vida nacional y elevarla a la santidad y al amor fraternal.
Un ruso de ese período era una persona consagrada que expresaba sus alegrías y pesares de una manera acorde con su religión, regulando su dieta en conmemoración de los acontecimientos descritos en el Nuevo Testamento, enfrentándose a la muerte como persona dispuesta a comparecer ante su Juez y Salvador, y desempeñando, desde su primero a su último soplo de vida, un papel en el drama cósmico de la redención.
Los bizantinos veían en Jesucristo al emperador; los rusos consideraban a su comunidad protegida por los santos, los elegidos servidores del Espíritu Santo, entre los cuales era el más insigne la Madre de Dios, la Virgen María. Ni Constantinopla ni Moscú vivieron de conformidad con su ideal; pero su fracaso no les robó el significado, pues contemplaban una gran visión, ennobleciendo y elevando a la humanidad.
El crecimiento de la ortodoxia rusa fue acompañado de la aparición de dos distintas tendencias, procediendo ambas de Sergio de Radonezh. El portavoz de una de ellas era San Nilo Sorsky (1433-1508). Su escuela de pensamiento, conocida por el nombre de No-Poseedores, acentuaba la libertad de la vida espiritual, se oponía a cualquier uso de la coerción en materias religiosas, desaprobaba una relación demasiado estrecha entre la Iglesia y el Estado, y veía bien la hermandad con el resto de los ortodoxos. El propio San Nilo era un gran erudito; había pasado algún tiempo en el Monte Sagrado de Atos y su espiritualidad era acorde con el movimiento hesicasta. El nombre de No-Poseedores se aplicó a San Nilo y sus seguidores porque se negaban a adquirir tierras y dominar a los campesinos que trabajasen en ellas. Consideraban que la preocupación por el manejo de la propiedad era incompatible con la profesión monástica, y pensaban que un asceta tenía que padecer pobreza y privación como parte de su adiestramiento religioso. San José de Volokalamsk (1439-1515) representaba el punto de vista opuesto. Era un capacitado administrador, un amante de la piedad rusa, un patrono del arte y un activo promotor de buenas obras. Defendía el derecho de las comunidades monásticas a poseer tierras y siervos, mantener sobre esta base las instituciones docentes y filantrópicas. Su amigo y aliado Gennady, arzobispo de Novgorod (muerto en 1505), abogaba por el severo castigo de los herejes y otros perturbadores de la paz religiosa, considerando que un deber del Estado era proteger a la ortodoxia y suprimir los errores, pero a los No- Poseedores les prohibían tal persecución los evangélicos.
Mientras estas dos escuelas de pensamiento coexistieron en Rusia, se conservó el equilibrio y la lozanía de su vida religiosa y cultural. Desgraciadamente, sin embargo, los problemas matrimoniales de la familia del Gran Príncipe de Moscú, Basilio III (1505-1533), ocasionaron la derrota de los No-Poseedores. Fue destituido su seguidor, el metropolitano Varlaam de Moscú (1511-1522), que desaprobaba el segundo matrimonio del Príncipe y ocupó su lugar Daniel (1522-1539), un decidido enemigo de los No Poseedores.Utilizó todos los medios para suprimir su movimiento, y por consiguiente, su influencia empezó a declinar desde mediados del siglo XVI. El desarrollo cultural de Rusia se hizo unilateral, se dio demasiado énfasis al ritualismo, se descuidó la erudición, se incrementó la subordinación al Estado y se perdió la apreciación de la libertad.
La victoria de los Poseedores desempeñó un papel en la trágica suerte de una de las más interesantes personalidades de esa época, San Máximo el Griego (1470-1556); su llegaba a Moscú en 1516 ofreció a los ortodoxos rusos una oportunidad única a dilatar su horizonte mental y espiritual, conectando su vida cultural con el Renacimiento en Italia. Durante largo tiempo el misterio rodeó sus orígenes, pero se ha establecido recientemente su identidad. Era nativo de Grecia, había ido a Italia en 1492 y allí se lanzó a las controversias intelectuales y artísticas del Renacimiento. Admirador de Savonarola (1452-1498), ingresó en la Orden de los Dominicos (1502-1504); pero sintiéndose insatisfecho con su espíritu, regresó a Grecia, y pasó once años en el Monte Atos (1505-1516). En 1516 fue a Rusia por invitación del Gran Príncipe de Moscú, que deseaba mejorar el saber ruso. Máximo representaba lo mejor de la erudición cristiana. Era hombre de gran integridad, dedicado a la ortodoxia, intrépido e intransigente en su actitud con la pereza, la ignorancia y los abusos. Tenía algo de la llama que ardía en su maestro, Savonarola. Fue recibido con los brazos abiertos por los No-Poseedores y suscitó el odio de los josefitas, que, habiendo consolidado su posición, atacaron a Máximo como peligroso innovador y crítico de las costumbres rusas.
Su arresto y largo encarcelamiento (1531-1551) terminó, para los siglos aún por venir, con la posibilidad de un provechoso cambio de ideas entre Moscú y el resto del cristianismo. Los Poseedores empujaron a la Iglesia hacia el aislamiento y el provincialismo. Su victoria fue confirmada por el Concilio de los Cien Capítulos*, convocado en Moscú en 1551, en el que los obispos, en sus réplicas al zar Iván IV (1533-84), afirmaron la supremacía de la ortodoxia rusa sobre la versión griega.
Iván IV, el primer tirano ruso, era un representante militante de la idea de la autocracia sagrada tal cual la concebía José de Volokalamsk. Cuando San Felipe, metropolitano de Moscú (1566-69), censuró a Iván su crueldad y opresión, el Zar encontró un clero suficientemente sumiso para que lo condenasen y le degradasen. Felipe fue asesinado, y así empezó a pagar la Iglesia una alianza demasiado estrecha con el zarismo .
Durante el reinado de Iván comenzó la trayectoria rusa hacia el Oriente. En 1552, los rusos tomaron Kazán y así atravesaron la barrera tártara que les había impedido extender sus dominios hacia el este. En 1556 Astrakhan se rindió a Moscú y todo el curso del río Volga se abrió a la navegación rusa. Invadieron Siberia en 1555, y en menos de un siglo los moscovitas llegaron al Océano Pacífico (1640). Se conmemoraron estas conquistas con la erección de una de las más originales iglesias rusas, San Basilio, en la Krasnaia Ploschiad’ de Moscú. Los arquitectos Barma y Pstnik, dando a cada una de las siete cúpulas su propio dibujo y color, expresaron la visión de Asia convertida al cristianismo por la iglesia ortodoxa rusa. Motivos arquitectónicos persas, turcos e indios se entrelazan con el diseño de estructuras de madera rusas. La iglesia de San Basilio revela la fusión de los elementos orientales y bizantinos en el arte y la cultura de la Rusia posterior a los tártaros.
Las extraordinarias realizaciones de Rusia, y las no menos evidentes limitaciones, se revelaron plenamente en la trágica historia del cisma que se produjo a mediados del siglo XVII. A principios de siglo, Rusia pasó por una importante crisis política conocida por el nombre de Epocas de Problemas (1598-1613), cuando al final de la dinastía de Rurik, a la muerte del zar Feodor (1584-98), causó la guerra civil y la anarquía, agravado todo ello por la invasión de los polacos y los suecos. Los enemigos penetraron hasta el corazón de Rusia e incluso Moscú fue capturado por los polacos. Los rusos recuperaron su unidad bajo el liderazgo del patriarca Germogen (1606-12) y los monjes del monasterio de San Sergio. La revificación nacional fue inspirada por la fe y el amor a la Iglesia Ortodoxa.
En 1613 Miguel Romanov, un muchacho de dieciséis años de edad, fue elegido Zar de Moscú por la Asamblea Nacional, y se restauró gradualmente el orden. Los aciagos acontecimientos del interregno, cuando los extranjeros y los bandidos asolaban el país, y cuando se profanaban los santuarios y se descartaban las costumbres cristianas, provocaron un movimiento de reforma entre los clérigos más jóvenes que deseaban ver a su pueblo moralmente purgado. La mayoría de los fanáticos procedían de hogares humildes, pero el carácter popular de la Iglesia rusa no les impedía alcanzar los principales puestos. Uno de ellos, Nikón (1605-81), hijo de un herrero, llegó a ser Patriarca de Moscú en 1652; otros, como Avvacum (1620-82), Iván Neronov (1591-1670), Longinos y Lázaro, recibieron el cargo de las principales parroquias de Moscú y las ciudades vecinas. Estos hombres de integridad y fe iniciaron una vigorosa campaña por la renovación espiritual del pueblo, y particularmente se preocupaban de que la responsabilidad de las clases superiores diera ejemplo de conducta auténticamente cristiana. El segundo zar de la familia Romanov, Alejo (1645-76), era un devoto cristiano y de todo corazón apoyó a este movimiento. Tenía particular afecto a Nikón, que había adquirido popularidad por su defensa de la justicia y la probidad cristiana. Cuando Nikón fue elegido patriarca, pasó por el país una ola de expectación, pero en vez de un rápido avance hacia nuevos triunfos de la ortodoxia, la Iglesia rusa sufrió un inesperado desastre, debido a un cisma dentro del partido reformador. Su inmediata causa fue un decreto promulgado por el Patriarca en 1653, dando a los rusos la orden de seguir el ritual griego en todos los casos en que este difería del suyo propio. Estas diferencias de ceremonial afectaban, entre otras, a costumbres tales como la manera de hacer la señal de la cruz y el número de aleluyas cantados en los servicios eclesiásticos.
Los sacerdotes reformadores, acaudillados por Avvacum, no quisieron obedecer al Patriarca. Nikón, en vez de explicar la razón de su orden, desterró al clero disconforme. Esto no hizo más que inflamar su celo. Un gran número de seglares repudiaron también el ritual enmendado y así la Iglesia rusa perdió su unidad. Los oponentes de Nikón formaron su propia comunidad, y hasta la fecha continúan siendo un cuerpo separado conocido por el nombre de Antiguos Creyentes o Antiguos Ritualistas.
En el pasado, entre los historiadores rusos, era corriente ver en este cisma una prueba del atraso intelectual de los rusos antes de su occidentalización en el siglo XVIII. Se dijo que la causa del cisma era una oscura disputa acerca de los detalles del ritual, y los oponentes del Patriarca fueron tachados de fanáticos de angosta mentalidad que preferían dividir a la Iglesia a consentir alteraciones menores. En realidad, eran graves las consideraciones políticas que indujeron al Patriarca a iniciar su campaña por la unificación de los rituales de Moscú, Grecia y Ucrania, y no menos poderosas las razones para repudiar sus reformas.
A mediados del siglo XVIII los rusos constituían la única nación independiente entre los ortodoxos y recibieron urgentes peticiones de ayuda tanto de los cristianos que sufrían bajo los turcos como de sus parientes oprimidos por los polacos en Ucrania. Moscú se convirtió en importante centro para los cristianos orientales, que venían a Rusia a pedir limosna y protección. Estos contactos con los griegos, árabes, eslavos balcánicos y ucranianos revelaban la existencia de un número de diferencias de ritual entre los moscovitas y los otros ortodoxos. Por aquel entonces, cuando prevalecía un concepto estático de la Iglesia, cualquier desacuerdo sobre tales materias era explicado como una desviación de la tradición apostólica y ocasionaba amargas discusiones. El gobierno ruso, proyectando ahora una campaña para la liberación de los cristianos orientales, empezando por Ucrania y extendiéndose hasta los Balcanes, requería unidad y concordia entre todos los ortodoxos. Al zar Alejo y a su amigo el Patriarca les movía una visión de la Eucaristía celebrándose una vez más en Hagia Sophia, en Constantinopla, cuando el Zar , rodeado por los cinco patriarcas, anunciaría el fin de la dominación turca y la liberación de los ortodoxos de la sujeción al Islam. Por el triunfo de una misión tal estaban ambos dispuestos a sacrificar las amadas costumbres de la ortodoxia rusa, argumentando que para los griegos, maestros en Cristo de los rusos, debían conocer mejor las pautas originales.
La política de los patriarcas implicaba que los rusos estaban equivocados cuando afirmaban que el centro de la ortodoxia se había trasladado de Constantinopla a Moscú, y precisamente era ésta la creencia que los oponentes de Nikón no querían abandonar. Estaban convencidos de que los griegos y los ucranianos, privados de libertad política y bajo la obligación de educar a su clero en seminarios católicos romanos y protestantes, no conservaban ya la tradición auténtica. Una reciente investigación ha confirmado la afirmación y el acierto de los Antiguos Creyentes. El ritual de la Iglesia rusa en la época del cisma reproducía fielmente las costumbres litúrgicas bizantinas del siglo XI, pues los rusos no habían alterado nada en el orden de la liturgia, mientras que el resto de los ortodoxos, bajo el impacto de Occidente, modificaron varias de sus costumbres y doctrinas. Estos cambios fueron particularmente notables en la vecina Ucrania, que, en la misma época del cisma, solicitó ayuda y protección de Moscú.
Ucrania, patria originaria del pueblo ruso, cayó en manos de los lituanos en el siglo XIV. Al principio, los invasores aceptaron de buena gana el liderazgo cultural de los rusos y muchos de ellos se unieron a la Iglesia ortodoxa. En 1386 el gran duque de Lituania, Jagelón (1377-1434), contrajo matrimonio con Eduvigis, reina de Polonia (1384-99), y los dos países quedaron dinásticamente unidos. Una de las condiciones de esta unión era la conversión de Jagelón a Roma; también prometió hacer del cristianismo latino la religión de su pueblo. Debidamente le bautizaron de nuevo, pues ya era miembro de la Iglesia ortodoxa, pero tuvo oposición su intento de introducir a otros en el redil romano. Se abstuvo prudentemente de utilizar la fuerza y Lituania consiguió autonomía y tolerancia religiosa bajo el gobierno de su primo Vitovt (muerto en 1430). Hasta la segunda parte del siglo XVI, Lituania y Polonia coexistieron pacíficamente. Los rusos en Lituania y en Ucrania seguían su tradición ortodoxa y no se les obligó a cambiar de religión. Sin embargo, se alteró la situación en 1569, cuando Polonia y Lituania, amenazadas por el creciente poderío de Moscú, concertaron una unión mucho más estrecha en Liublin: Kiev, con parte de Ucrania, pasó a Polonia, que siempre había sido un Estado católico romano militante. Este traslado coincidió con la rápida difusión del protestantismo en Lituania y Polonia, donde se hizo luterana la considerable colonia alemana; y muchos lituanos se hicieron calvinistas. Para detener esta deserción, los jesuitas fueron invitados a Polonia y su llegada cambió grandemente la posición de los partidos. Los jesuitas abrieron excelentes escuelas para los hijos de la clase media superior, y rápidamente sofocaron el calvinismo entre las principales familias de Lituania.
Después de obtener esta victoria, volvieron los ojos hacia los ortodoxos, que acababan de caer bajo el control político de los polacos. Polonia era un Estado aristocrático; sólo los nobles tenían derechos políticos, y únicamente los que pertenecían a la Iglesia romana gozaban de los privilegios de la clase media superior. Por lo tanto, muchas de las principales familias ortodoxas rusas desertaban de su Iglesia y nación y se pasaban a Roma. Esta apostasía fortaleció la resolución del resto de los ortodoxos en Ucrania y Lituania de permanecer firmes en su fe y su idioma. Se organizaron numerosas hermandades seglares que abrían escuelas e imprimían libros en defensa de su religión.
Esta decidida resistencia indicó a los jesuitas que no podían esperar una fácil victoria. Concibieron un nuevo plan de conversión; los rusos conservarían intacta su tradición oriental, siendo el único cambio el reconocimiento del Papa como cabeza suprema de todos los cristianos. Este plan recibió la aprobación de varios obispos ortodoxos, a quienes se les prometió, en caso de éxito, igualdad con el episcopado romano, que gozaba de muchos privilegios (incluyendo plazas en el Senado), vedados a los jerarcas ortodoxos. El rey Segismundo (Vasa) III (1587-1632), ferviente católico romano, prestó su pleno apoyo. Las negociaciones entre Roma y los obispos rusos se llevaron con gran secreto, pues se esperaba que ofrecerían resistencias las influyentes hermandades seglares.
Cuando se acordaron todos los detalles, se convocó un Concilio de la Iglesia ortodoxa en Brest-Litovsk (1596). Hubo división desde el principio. La mayoría de los obispos y una minoría de los sacerdotes y seglares se manifestaban en favor de una unión con Roma; el resto se pronunciaba en contra de ésta.
A pesar de esta división, los pro-romanos proclamaron su reconocimiento del Papa, y el rey les declaró enseguida los únicos representantes legales de la Iglesia rusa en sus dominios. Quedaron fuera de la ley los que no quisieron rendirse, fueron expulsados obispos y sacerdotes, se cerraron iglesias y empezó la persecución. Privados de sus obispos, los que se oponían a la unión se veían acosados por todas partes, y algunos empezaron a desesperar, desaliento agravado por los sucesos de la Época de Tribulaciones, durante la cual los polacos ocuparon incluso Moscú. Sin embargo, el cambio se produjo en 1620, cuando Teófanes, patriarca de Jerusalén (1608-45), de camino a Moscú, ordenó secretamente a siete obispos ortodoxos en Ucrania. El gobierno polaco decretó su inmediato arresto, pero inesperadamente acudió al rescate una nueva fuerza, los cosacos. Estos piratas de las estepas, forajidos de Polonia y Rusia, eran ortodoxos en su mayoría que mostraban poco respeto hacia otras religiones. No reconocían ninguna autoridad, y sus campamentos en la tierra de nadie del curso bajo del Dnieper y el Don eran una amenaza por igual para los tártaros, turcos y polacos. Sin embargo, cuando los ortodoxos fueron víctimas de una organizada persecución, fueron protegidos por los cosacos, que obligaron a los polacos a hacer importantes concesiones. Con este inesperado patrocinio, los ortodoxos volvieron a abrir sus escuelas y restauraron su vida eclesiástica.
La Academia Teológica de Kiev se convirtió en centro de resistencia a Roma. Ya no era suficiente adiestrar a los hombres para el sacerdocio; habían de ser equipados para luchar con los unitas o unificados, que tenían el apoyo de la Iglesia romana con sus realizaciones escolásticas, recursos financieros e influencias políticas. Los ortodoxos de Ucrania se sentían aislados. Moscú no comprendía su posición, los griegos luchaban por la supervivencia, y los teólogos de Kiev no podían esperar ayuda de ninguna parte. En este momento crítico, un hombre de destacada personalidad y erudición se convirtió en su jefe: Pedro Mogila (1596-1647). Era hijo de un príncipe moldavo educado en París; graduado en la Sorbona, gozó de todos los refinamientos de la cultura europea; pero, al contrario que muchos otros nobles ortodoxos, había permanecido fiel a su Iglesia y le ofreció sus servicios. En 1633 fue elegido metropolitano de Kiev, y durante los catorce años de su episcopado revisó toda la política de su Iglesia con respecto a Occidente.
Mogila se dio cuenta de que era imposible luchar contra Roma con los vestigios de erudición que los ortodoxos ucranianos habían conservado de sus mejores días. Los que únicamente conocían su propia lengua eslava y un poco de griego no tenían acceso a la literatura contemporánea, cuya mayor parte estaba en latín; por lo tanto, hizo del latín el idioma de instrucción en su Academia y obligó a los obstinados ortodoxos a estudiar en el original los escritos de sus oponentes.
Los Concilios celebrados en Kiev en 1640 y en Jassi en 1642 apoyaron sus reformas y aprobaron los libros litúrgicos y los catecismos que recopiló, los cuales contenían varias adaptaciones de fuentes latinas. Mogila adiestró a un número de hombres expertos en dialéctica y capaces de discutir contra los unificados. Los cristianos orientales que se habían sometido a Roma se encontraban ahora en desventaja. Eran considerados como católicos inferiores. A pesar de las promesas hechas, sus obispos no gozaban de igual posición que los prelados romanos y no se les admitía en el Senado. Los ortodoxos les despreciaban como traidores, y siempre que los cristianos orientales adquirían libertad de acción, los unificados eran los primeros en ser castigados.
Sin embargo, Pedro Mogila compró su éxito por un precio. El adiestramiento en lengua latina, el estudio de los manuales de la teología romana y protestante, influyó inevitablemente en el pensamiento de sus alumnos. Su teología evitó los extremos occidentales, pero perdió de vista la enseñanza auténticamente ortodoxa. Se latinizaron los ortodoxos ucranianos, y cuando los moscovitas se pusieron en contacto con ellos, pudieron notar en seguida que se habían desviado de la tradición familiar, sin que les fuera siempre posible formular con exactitud los puntos de desviación en cuestión.
En 1648 toda Ucrania se levantó contra el gobierno polaco. Bogdan Khmelnitsky (muerto en 1669), jefe de la rebelión, liberó a su pueblo; expulsó de las tierras ortodoxas a todos los jesuitas, unificados y judíos. Más tarde, derrotado y fuertemente oprimido por los victoriosos polacos, solicitó ayuda del zar Alejo. La Asamblea Nacional de Moscú, después de una larga vacilación, acordó declarar la guerra a Polonia. El 8 de enero de 1654, la Rada, asamblea de los cosacos, reconoció al zar Alejo como soberano.
La guerra entre Rusia y Polonia duró hasta 1667, sin que ninguna parte pudiera alcanzar una victoria decisiva. Este agotador conflicto se vio agravado por la intervención de los suecos, los tártaros de Crimea y los turcos. Se concertó por fin una paz de compromiso; Ucrania quedó dividida, Kiev y su Academia teológica pasaron a Rusia. De este modo se dio fin al aislamiento eclesiástico de Rusia. Una escuela equipada de manuales latinos, dirigida por eruditos familiarizados con los recovecos de la controversia occidental, se incorporó a la Iglesia rusa, que desde el siglo XIII había vivido sin tener contacto con el pensamiento occidental.
Durante la guerra con Polonia, el Zar se ausentó a menudo de Moscú; dejó el gobierno en manos del Patriarca, que utilizó su poder en pro de una vigorosa campaña contra los antiguos creyentes. Cuando en 1637 Alejo regresó a Moscú, ya no eran idénticas sus relaciones con el Patriarca. El Zar perdió su ciega confianza anterior en su amigo, y Nikón, dándose cuenta de esto, trató de restaurar su autoridad mediante un paso dramático. Marchó repentinamente de Moscú y declaró que no regresaría hasta que el Zar hiciera las paces con él. Alejo se negó a iniciar negociaciones y durante nueve años la Iglesia rusa tuvo un patriarca ausente que no la gobernaba. Esta nueva crisis fue más que un mero desacuerdo entre dos antiguos amigos; reflejaba otra resquebrajadura entre los dirigentes de Rusia aún mayor que la provocada por la enojosa cuestión de los cambios de ritual.
Desde su exaltación al poder, Nikón había aspirado al establecimiento de la independencia de la Iglesia respecto del Estado. Utilizó el mismo título de Gran Señor (Veliki Gosudar) que el Zar, y nunca dejó de acentuar la ascendencia moral del sagrado ministerio sobre él poder secular. Sus resueltos oponentes eran los boyardos, que deseaban tomar el control de las vastas tierras eclesiásticas y privar a la jerarquía de su independencia legal.
Al principio, el devoto Zar compartía las aspiraciones de Nikón, pero más tarde cambió de parecer y se puso de parte de los boyardos. Este fue un conflicto decisivo en la historia de Rusia, que preparó el terreno para la drástica secularización del país en el siglo XVIII. Nikón fue derrotado porque su precipitada política y sus reformas mal aconsejadas ofendían y repugnaban a muchos de sus partidarios, y con su derrota se perdió la causa de la independencia de la Iglesia.
El Concilio de Moscú de 1666-67 dio fin a la lucha entre el Zar y el Gran Patriarca. Su convocatoria fue un desastre mayor en la historia de Iglesia rusa. El Concilio fue presidido por dos patriarcas orientales, Paisy de Alejandría (1665-85) y Macario de Antioquía (1647-72), especialmente invitados a Moscú para ese propósito. Pero el principal actor en esta asamblea eclesiástica fue un aventurero griego sin escrúpulos, el ex-unificado obispo Paisy Ligaridis. Había sido admirador de Nikón cuando el Patriarca se hallaba en el poder, pero se había vuelto contra su bienhechor cuando cayó Nikón.
El Concilio excomulgó primero a todos los que se oponían a las reformas del Patriarca, y así separó del resto de los ortodoxos rusos a los antiguos creyentes. En segundo lugar, condenó al Patriarca y le privó de sus órdenes. En tercer lugar, declaró que el Concilio de los Cien Capítulos de 1551, tan venerado por los rusos porque expresaba su convencimiento de la superioridad de su propia ortodoxia, no tenía autoridad alguna, pues se componía de ignorantes. Los obispos rusos se resistían a firmar una declaración tan humillante, pero los obispos orientales y Paisy Ligaridis les obligaron a firmarla. Nikón murió en 1681, habiendo sobrevivido al zar Alejo y a la mayoría de sus enemigos. Durante sus anos de exilio, fue tratado como un simple monje, pero le enterraron como patriarca, con todos los honores que corresponden a su ministerio, y como tal le recuerda la Iglesia rusa. Era hombre de grandes dotes, pero innato líder que fracasó inesperadamente, cuando alcanzó la cúspide del poder, por falta de moderación.
El principal oponente de las reformas de Nikón era el arcipreste Avvacum, hombre de destacado celo e intrepidez, escritor de talento que personificaba la cultura de Moscú. Es preciso conocerle para comprender la ortodoxia rusa. Avvacum, lo mismo que Nikón, procedía de un hogar humilde, el de un pobre sacerdote de pueblo. Le ordenaron a los veintiún años de edad, e inmediatamente se complicó en una lucha con personalidades de autoridad. Era un reformador intrépido que se negaba a guardar silencio ante los abusos y las injusticias. Trasladado a Moscú, fue conocido del Zar y su casa, y se ganó la admiración de muchos cristianos fervientes que ocupaban altos puestos. Su implacable denuncia de la rendición de Nikón a los griegos fue causa de su destierro. El y su familia pasaron diez años (1653-63) en la Siberia oriental con un pequeño destacamento de cosacos enviados a explorar esa agreste región. En su autobiografía, compuesta en 1673, Avvacum, con soberbia pericia literaria, describió sus aventuras. Este libro marca una época en la literatura rusa. Escrita en prisión, con el propósito de fortalecer a los partidarios de su movimiento, esta primera autobiografía en lengua rusa no sólo revela la fuerte personalidad de su autor, sino que presenta también un magnífico ejemplo del ruso que se hablaba en el siglo XVII. Avvacum descartó el estilo literario convencional de los escritores contemporáneos y creó una obra maestra que se halla muy por encima del resto de la literatura del zarismo.
Avvacum no perdonaba a sus oponentes; utilizaba palabras crudas y expresiones que eran más propias del mercado que de una controversia eclesiástica, pero su sinceridad, su fe ferviente y su disposición a exponer sus propias faltas y debilidades, cautivan al lector.
Una figura central en la galería de personas descritas por Avvacum era Pashkov, jefe de la expedición a Siberia. Era ley para consigo mismo, un bruto acostumbrado a ser temido y obedecido por sus subordinados. Avvacum era su indefenso prisionero; pero, sin que le desmayaran los azotes y las torturas, permaneció firme contra su formidable oponente, y finalmente ganó la batalla. Avvacum era la más fuerte de las dos personalidades. El sacerdote era respetado por todos los miembros de la expedición, incluyendo a la esposa y el hijo del temido comandante. Avvacum tenía una constitución férrea; incluso cuando le exponían desnudo a la escarcha de Siberia, se negaba a rendirse. Le dejaron abandonado, cuidando de los enfermos y los heridos, sin armas ni protección; pero, sano y salvo, regresó con su gente a Rusia después de seis meses de viaje a través de un país del que no existían mapas, habitado por tribus hostiles. Al resumir esta parte dramática de su vida, escribió: “Durante diez años Pashkov me atormentó, o acaso le atormenté yo a él. No lo sé: Dios lo decidirá el día del juicio.”
La esposa de Avvacum era mujer de igual valor y fortaleza. La introducen dos escenas de su autobiografía. Avvacum describe su forzada marcha por la Siberia oriental: “El país era bárbaro; los nativos, hostiles; así que temíamos separarnos uno del otro, y, sin embargo, no podíamos avanzar al paso de los caballos, pues era una pareja hambrienta y fatigada; y mi pobre vieja andaba dando traspiés y por fin cayó. Y me acerqué a ella para ayudarle, y, pobre alma, empezó a quejárseme diciendo: "¿Cuánto tiempo, arcipreste, han de durar estos sufrimientos?” Y dije: "Hasta la muerte,” y con un suspiro respondió: "Así sea; continuemos nuestro camino.””
El segundo episodio fue el más decisivo de la vida de Avvacum. Relata que cuando, después de diez años de sufrimiento en el desierto de Siberia, llegó por fin a los poblados rusos y se enteró de que muchos de su facción habían perecido o cedido a la presión, le faltó el valor y empezó a pensar en una reconciliación con el Zar y el Patriarca. Recurrió a su esposa en busca de consejo y le preguntó: “¿Qué debo hacer? ¿Hablar o vivir en paz?” El honor, la prosperidad y la libertad para él y su familia dependían de esta decisión; pero no fue éste el camino que eligió ella para su amado esposo. Su réplica fue: “Yo y los niños te damos nuestra bendición para que continúes predicando la palabra de Dios como hasta aquí.” “Y yo,” añade Avvacum, “me incliné ante ella, y deseché mi ceguera.” La corona del martirio le esperaba al final de su larga y atormentada vida, y le envió a ganarla su fiel esposa. En 1682 quemaron vivo a Avvacum con tres de sus más íntimos compañeros. Sufrieron este castigo, según dice el acta oficial, a causa de “las grandes blasfemias que proferían contra el Zar y su casa.”
La muerte de Avvacum en una hoguera conmovió profundamente a sus seguidores, y muchos hombres y mujeres entre los antiguos creyentes optaron por morir en sus casas incendiadas, a las que ellos mismos prendieron fuego, para que no les contaminase la conformidad con los niconitas, nombre que daban al resto de los ortodoxos rusos.
Avvacum era hombre apasionado, extremado en sus ideas y acciones, y un sacerdote a quien la abrumadora realidad de la divina presencia no le hizo notar los sufrimientos y privaciones de la existencia terrenal. Era el verdadero portavoz de la ortodoxia rusa, con la firme creencia de que su amada ciudad era la tercera Roma. Cuando, en el Concilio de 1666, los patriarcas orientales trataron de conseguir su sumisión y señalaron su deber de conformidad, Avvacum replicó: “Oh maestros del cristianismo, ¿no sabéis que Roma cayó hace largo tiempo y yace postrada, y que los polacos y los germanos cayeron de la misma manera, enemigos del cristianismo hasta el final? Aun entre vosotros, la ortodoxia ha tomado múltiples colores, y no es extraño que hoy os encontréis impotentes por la violencia del turco Mohamed. Sois vosotros quienes en lo sucesivo debéis recurrir a nosotros para que os enseñemos. Por la gracia de Dios, existió entre nosotros una autocracia sagrada, hasta la época de Nikón el apóstata. En nuestra Rusia, bajo nuestros piadosos príncipes y zares, la fe ortodoxa era pura y limpia, y la Iglesia no conocía sediciones.”
Tal era el credo de Avvacum, y estaba dispuesto a morir en testimonio de la especial misión cristiana que creía asignada a la santa Rusia. Nikón y Avvacum eran representantes típicos de la cultura rusa, cultura rica en devociones y realizaciones artísticas, pero deficiente en disciplina intelectual y autodominio. La visión rusa era integral, inspirada la fe de su ortodoxia apolítica; sus convencidos partidarios tenían un abrumador sentido de su misión.
La retirada de los oponentes de Nikón, los antiguos creyentes, de la participación en la vida de la Iglesia incrementó la velocidad y desigualdad de la occidentalización de Rusia. Los comerciantes, los libres campesinos del este y del norte y los cosacos, el compacto núcleo de la comunidad de los antiguos creyentes, eran las clases más independientes y emprendedoras, y su pérdida fue calamitosa para el principal cuerpo de la Iglesia en una época en que el país se hallaba expuesto al impacto de la civilización occidental. Una de las más urgentes necesidades de la Iglesia era la mejora del conocimiento teológico. El zar Alejo se dio cuenta de esto. Entre los varios eruditos de Kiev que invitó Moscú, el más notable fue un docto anciano, Epifanio Slovenetsky (muerto en 1676), de la vieja escuela teológica de Kiev. Versado en los Padres griegos, pero no en el escolasticismo latino introducido por Pedro Mogila, Epifanio era un auténtico erudito, conservador, pero no reaccionario. Deseaba elevar el nivel educacional del clero ruso, pero se oponía a la servil imitación de Occidente. Era retraído, pero intrépido, y habló en defensa del patriarca Nikón después de su caída, aunque no había pertenecido al número de sus amigos cuando Nikón estaba en el poder.
Epifanio deseaba el progreso gradual, no el cambio drástico, y le apoyaba calurosamente el boyardo Feodor Mikhailovich Rtishchev (1625-73), uno de los más atractivos personajes del Moscú del siglo XVII. Él y su hermana Anna eran humanistas cristianos, patrocinadores de la erudición, fundadores de instituciones benéficas, imbuidos de humildad cristiana y de un auténtico sentido de hermandad. Concedieron la libertad a todos sus siervos y su caridad fue sin límites. Ambos se hallaban profundamente adheridos a la Iglesia y observaban todo el ritual de vida diaria que implicaba la ortodoxia rusa; pero estaban abiertos a nuevas ideas y acogieron bien a Epifanio y a otros eruditos griegos y ucranianos que trajeron consigo la disciplina intelectual que necesitaba la cultura rusa.
Sin embargo, la moderación iluminista que aspiraba a la reforma gradual fue pronto sustituida por otra tendencia, que introdujeron los alumnos de Pedro Mogila, y en particular otro monje ucraniano, Simeón Polotsky (muerto en 1680). Simeón no sabía griego, pero dominaba a fondo el latín, y su elocuencia y pulidos modales eran una novedad en Moscú. Su urbanidad le hacía indispensable en las funciones de la corte. El zar Alejo confió la educación de sus hijos a este persuasivo clérigo, que les enseñó latín y polaco y les familiarizó con los modales de Occidente. Simeón despreciaba al clero moscovita por inculto y rústico. El mismo era hombre de mente superficial, pero había adquirido una gran variedad de información y al principio impresionó grandemente a sus sencillos oyentes; pero su teología latinizada y su arrogante conducta provocaron finalmente la sospecha y animosidad del clero superior de Moscú. Su principal oponente fue el patriarca Joaquín (1674-90), a quien apoyaban dos griegos eruditos, Joaniquio y Sofronio Lichudis, enviados a Moscú por Dositeo, patriarca de Jerusalén (1663-1707), firme defensor de la ortodoxia, que se hallaba alarmado por la difusión de la teología occidentalizada en Rusia.
Los hermanos griegos estaban bien adiestrados en la polémica antilatina, pues se habían educado en Venecia y Padua. Tan pronto como llegaron a Moscú, en 1680, atacaron a Silvestre Medvedev (muerto en 1691), que había sucedido a Simeón Polotsky como jefe del partido ucraniano prolatino.
El principal punto de disputa era el momento de la consagración de los elementos eucarísticos. La tradición latina identificaba este momento con las palabras “Tomad y comed, éste es mi cuerpo,” pronunciadas por el celebrante. Silvestre Medvedev seguía esta enseñanza, pero sus oponentes consideraban que la invocación del Espíritu Santo que sigue a las palabras de la institución era el momento de la consagración. El Concilio de 1690 dio la victoria a los antilatinos. Medvedev fue condenado y varios manuales de teología, impresos en Kiev, fueron declarados heréticos y retirados de la circulación.
El clero moscovita sólo tuvo escaso tiempo para disfrutar de su victoria. Al nuevo zar, Pedro, no le interesaba el cambio gradual, sino que estaba resuelto a convertir a Rusia en una nación europea de un solo golpe.
Pedro era el decimotercer hijo del zar Alejo, y al nacer en 1672 nadie hubiera podido prever que ascendería al trono y alteraría el curso de la historia.
Su padre se casó dos veces. Los feudos de los Miloslavskys y los Narishkins, las familias de las dos esposas, se interfirieron en la educación de Pedro y desfiguraron su carácter. Tenía cuatro años de edad cuando murió su padre; diez cuando su hermanastro mayor, el zar Feodor II (1676-82), murió sin descendencia después de un corto y prometedor reinado. Su otro hermanastro, Iván, era un joven pasivo y enfermizo, y Pedro, muchacho vigoroso y sano, fue rápidamente proclamado Zar por los partidarios de la familia Narishkins.
Sofía, la dominadora hermanastra de Pedro, organizó una contraconspiración. Sus partidarios armados invadieron el Kremlin y proclamaron a Iván y a Pedro como gobernantes conjuntos. En la revolución de este palacio, varios tíos y parientes de Pedro fueron salvajemente asesinados ante sus ojos y esta escena de horror no se borró nunca de su mente. Desde ese aciago día, Pedro se convirtió en enemigo de Moscú y en irreconciliable antagonista de su modo de vida.
Durante los siete años siguientes, el gobierno del país permaneció en las firmes manos de Sofía. Esta ambiciosa princesa mantuvo a Pedro, el Zar titular, alejado de la capital y descuidó deliberadamente su educación. Alejo procuró que sus hijos mayores fuesen cuidadosamente educados. Feodor hablaba latín con fluidez y era de modales refinados, pero Pedro se volvió terco e indisciplinado, incluso incapaz de deletrear, pero con una fuerte inclinación por la mecánica y las cosas prácticas, usualmente ignoradas en Rusia. Una de sus pasiones era la navegación a vela, deporte antes desconocido en Rusia, que aprendió de unos artífices extranjeros establecidos en Moscú. En 1689 tuvo un decisivo choque con su hermana. Obligó a Sofía a retirarse a un convento. Su principal ambición era conseguir para su país una salida hacia el mar, y después de veintiún años de dura lucha contra Suecia (1700-21), se apoderó del Báltico e hizo de Rusia una potencia militar de primera clase. Durante estos agotadores años, bajo la constante amenaza de una invasión extranjera, Pedro emprendió trascendentales reformas internas. Sustituyó el gobierno paternal de los zares de Moscú por una monarquía centralizada y absoluta al estilo occidental. La administración pasó a una burocracia, copiada de Suecia. Se adiestró y armó adecuadamente al ejército, se fomentaron la industria y el comercio y se mejoró la educación. Estos cambios, acompañados de una fuerte tributación y otras medidas opresivas, que nacieron de un más firme control estatal, provocaron un gran descontento. Los conservadores, que se quejaban de los privilegios concedidos a los extranjeros y despreciaban las costumbres occidentales, esperaban que la Iglesia voceara su desazón. Pedro decidió privar a la Iglesia de su libertad e impedir así que fuese portavoz del pueblo ruso. Fue una difícil tarea, pues aunque la Iglesia se hallaba en gran manera debilitada por el cisma de los antiguos creyentes, continuaba siendo el vínculo más fuerte que conocía el pueblo ruso, y tenía para ellos más realidad que el Estado o la nación.
La derrota de la Iglesia costó a Pedro veintiún años de cuidadosas maniobras y planes. En 1700, después de la muerte del patriarca Adriano, uno de los favoritos de Pedro, Stefan Yavorsky (1658-1722), fue nombrado guardián del vacante trono patriarcal. Durante los veinte años siguientes, Pedro puso en los tronos episcopales a hombres de su propia elección, principalmente ucranianos, que eran impopulares en las diócesis moscovitas y dependían, por lo tanto, del favor del Zar. El más sumiso y erudito era el obispo Feofan Prokopovich (1681-1738). Era muy versado en teología occidental y tenía inclinaciones protestantes. Se mostraba en favor del control secular de la administración eclesiástica, tal como existía en los países luteranos. Pedro deseaba introducirlo en Rusia. Bajo su supervisión, Feofan compuso las Regulaciones Eclesiásticas que se publicaron en 1721, dando una nueva y subordinada posición a la Iglesia. En este documento se ridiculizaban y atacaban las viejas formas de gobierno eclesiástico, se criticaban las costumbres moscovitas y se elogiaban altamente las ventajas del nuevo sistema. El punto central de esta legislación era la abolición del patriarcado y su sustitución por un permanente concilio del clero bajo la denominación de Santo Sínodo Rector. Se dieron varias razones para este drástico cambio. Una era la supuesta mayor imparcialidad y eficacia de un órgano colegiado en comparación con el gobierno de un solo hombre; la otra era la peligrosa idea de la gran importancia del patriarca que abrigaban los “ignorantes” que le consideraban igual al zar. El último argumento era que el emperador, poseyendo el poder absoluto, no podía tolerar rivales que, como el obispo de Roma, o algunos patriarcas bizantinos, podían tener la audacia de considerarse con autoridad sobre el gobernante secular. Para evitar estos malos entendimientos, se instituyó un cuerpo colegiado, compuesto personas elegidas por el Zar y obedientes a él. El sínodo tenía un presidente, dos vicepresidentes, y otros ocho miembros que eran obispos, monjes o sacerdotes casados. Cada miembro, incluyendo al presidente, tenía un solo voto y todas las resoluciones habían de ser aprobadas por una mayoría.
El sínodo no tenía precedente en la historia de la Iglesia ortodoxa, pues no era un cuerpo representativo, ya que todos los miembros eran nombrados por el Zar y podían ser destituidos por él. Cada uno de ellos había de prestar un juramento especial y declarar: “Reconozco al monarca de toda la Rusia como juez definitivo de este colegio.” La total subordinación al emperador aún se veía más acentuada por el nombramiento de un oficial secular llamado procurador del Sínodo. Este “ojo vigilante” del monarca no era miembro del sínodo y no tenía voto, pero ocupaba una posición clave, pues sólo él era responsable de la agenda de las sesiones y presentaba las decisiones al emperador para su firma. Únicamente eran legalizadas las resoluciones que así se aprobaban. Si añadimos a las funciones del procurador su derecho de sugerir al soberano adecuados candidatos para el sínodo, nos daremos cuenta de la suprema importancia de estos oficiales.
Los primeros miembros del sínodo fueron todos ucranianos. Los obispos moscovitas, aunque excluidos, fueron requeridos individualmente para firmar un documento en aprobación del sínodo, so pena de ser expulsados de sus diócesis. Los más obstinados, como Ignacio, obispo de Tambov, e Isaías, metropolitano de Nizhni-Novgorod, ya se hallaban por entonces destituidos. El resto dio de mala gana su aprobación. En 1723 los patriarcas orientales, que dependían del favor de Pedro, reconocieron también al extraño colegio como “su amado hermano en Cristo.”
Había dos razones que explicaban el fracaso de los jerarcas rusos para evitar la imposición sobre ellos de esta grotesca caricatura de gobierno eclesiástico. Desde luego, la principal razón era la retirada de los antiguos creyentes. La otra era que los ortodoxos habrían permanecido firmes en defensa de su fe y resistido a cualquier intento de alterar su tradición sacramental, pero Pedro no tocó estos aspectos de la vida eclesiástica. Atacó el punto más débil de la Iglesia rusa: su constitución. El derecho canónico ortodoxo prescribe un sistema cuidadosamente diseñado para la administración eclesiástica. Habían de ser elegidos los obispos y el clero. Los obispos debían convocar concilios diocesanos y ser consultados regularmente por el jerarca mayor. Estas regulaciones que salvaguardaban la libertad y la autoridad de la Iglesia no habían sido nunca observadas en Rusia. Los obispos eran pocos (hasta el siglo XVIII, únicamente dieciséis), las distancias eran enormes y los concilios sólo se celebraban en circunstancias excepcionales. Estos defectos se veían mitigados por el espíritu de familia que prevalecía en la Rusia anterior a Pedro. Aunque los derechos de los obispos y del patriarca no fueron nunca claramente definidos y el Zar tenía mucho que decir en su elección, su autoridad espiritual era universalmente reconocida y los zares eran siempre los primeros en dar ejemplo de obediencia filial a los patriarcas. Estos tenían el derecho habitual de recordar a los soberanos sus cristianos deberes de misericordia y perdón siempre que parecían demasiado ásperas o injustas para el pueblo cristiano las medidas que emprendía el gobierno *. Un símbolo de que el Zar aceptaba la autoridad de la Iglesia era la procesión del domingo de Ramos; ese día el Patriarca, representando a Cristo, recorría las calles de la capital en un asno, mientras que el Zar conducía humildemente al animal.
Pedro terminó con esta ascendencia moral de la Iglesia. Silenció a los obispos, decretó la abolición del patriarcado, suprimió la libertad parroquial y paralizó a la Iglesia. Los zares moscovitas habían sido siempre tan fieles y devotos miembros de la Iglesia, que no se había dado ninguna disposición para protegerla de su interferencia ilegal. La mayoría de los rusos esperaban y rezaban porque el próximo monarca librara a la Iglesia de su cautiverio. No sonó ninguna llamada de oposición organizada y, como resultado, durante más de doscientos años, la Iglesia rusa perdió el derecho de hablar libremente sobre los principales temas morales o religiosos.
El propio Pedro fue el primero en sufrir las malas consecuencias de su política. En 1718 chocó con su hijo y heredero, Alejo, que huyó al extranjero. Persuadieron al joven para que retornase a casa bajo la promesa que le hizo su padre de no infligirle ningún castigo. Pedro no cumplió su palabra y su hijo pereció en la tortura a que le sometieron durante el interrogatorio. Evidentemente al Zar le atormentaba su conciencia, y, antes de cometerse el acto fatal, pidió a los principales obispos que le aconsejasen. En los antiguos días, el Patriarca habría expresado el parecer cristiano de la nación. Ahora, los obispos, nombrados por el Zar, tenían miedo de intervenir, aunque sí mencionaron la virtud del perdón en su réplica no comprometedora. La acción de Pedro alteró la sucesión legal al trono y lanzó al país al tumulto de las revoluciones palaciegas que convulsionaron a Rusia durante todo el siglo.
Pero ni Pedro ni sus agentes, los procuradores del sínodo, pudieron separar de la Iglesia a los rusos, que permanecieron fieles a la tradición de sus antepasados. Los ortodoxos no aceptaron nunca la idea de que los emperadores, u otros cualesquiera, tuviesen derecho a controlar la Iglesia de Dios. La Iglesia era mucho más antigua que el Imperio; podía verse temporalmente sometida, pero no alterada sustancialmente ni destruida. El Imperio sufrió un colapso en 1917, pero la Iglesia sobrevivió a la catástrofe que resultó inevitable cuando Pedro suprimió la voz de la libre opinión cristiana.
* Este derecho de intervención se llamaba Pechalovanie.
Durante el reinado de Pedro ocurrió un curioso episodio en las relaciones entre los cristianos orientales y occidentales, un intento que hicieron los No Juramentados de reunión corporativa entre ellos. Estos doctos y concienzudos teólogos de la Iglesia anglicana, que se negaron a quebrantar su juramento de lealtad a los Estuardos, animados por Pedro, enviaron tres cartas al Patriarca de Constantinopla manifestando las condiciones de reunión que podían aceptar y recibieron dos respuestas. La correspondencia duró desde 1716 a 1725. Nada salió de este primer intento de reunión entre los anglicanos y los ortodoxos, pues los No Juramentados deseaban que los cristianos orientales alterasen varias costumbres litúrgicas, especialmente la invocación directa de los santos, la veneración de los iconos y la adoración de los elementos eucarísticos. Sobre todo, se oponían a la devoción especial que mostraban a la Madre de Dios. Los obispos orientales aconsejaron a los No Juramentados que abandonasen su herejía calvinista-luterana, y esta sugerencia ofendió a los teólogos ingleses, que criticaban sobremanera a los protestantes continentales. En el siglo XVIII, ninguna de las dos partes deseaba escuchar críticas ni sugerencias, más este intercambio de cartas inició unas discusiones que se hicieron más fructíferas en el curso de los dos siglos siguientes.
San Petersburgo, la nueva capital de Rusia, era una extraña ciudad, ni rusa ni europea, una ciudad de hermosura y grandeza. Igualmente prometedor se presentaba el Imperio que sustituyó a la vieja estructura zarista. Socialmente se vio dividido en agudo contraste desde su principio hasta su trágico fin. La clase rectora se hallaba occidentalizada vestía a la europea, prefería hablar lenguas extranjeras y consideraba a París como su metrópoli. Buscaban sabiduría e instrucción en las universidades alemanas y leían libros y periódicos franceses para mantenerse en contacto con el más reciente pensamiento político. Imitaban a Europa con ardor, en el convencimiento de que la filosofía occidental y la ciencia social ofrecían una panacea para todos los defectos y fracasos, incluyendo los que afectaban a su vida nacional.
Pedro reconstruyó Rusia de acuerdo con planes occidentales. Dos siglos después de su época. Ambos representaban a la minoría de los rusos. El resto de la nación, especialmente los campesinos, consideraba a Occidente como enemigo y opresor, pues el Imperio había extendido el peso de la esclavitud, que se hizo especialmente degradante en la segunda mitad del siglo XVIII, y sólo fue abolida en 1861.
Después de la muerte de Pedro en 1725, el Imperio parecía muy inseguro. Ni los observadores rusos ni extranjeros le creían capaz de sobrevivir. Se hicieron varios intentos de detener el proceso de occidentalización y de colocar de nuevo a Moscú en su previo lugar de honor. Pero estos esfuerzos no produjeron resultado permanente alguno. El contacto con Europa, conseguido a un alto precio, era demasiado valioso para abandonarlo, y no sólo se mantuvo, sino que fue intensificado. El siglo XVIII fue un período turbulento en la historia de Rusia. La nación se hallaba agitada por sus intentos de ajustarse a las nuevas condiciones. El gobierno estaba preferentemente en manos de aventureros incompetentes e ignorantes, muchos de origen extranjero, mientras que el trono era ocupado por mujeres y niños que no tenían derecho moral ni legal a esta exaltada posición. Pedro, en su deseo de afirmar sus pretensiones absolutistas, había decretado que el soberano reinante era el único responsable de la elección de su sucesor. El mismo no quiso hacer uso de este dudoso privilegio, pero en virtud de esta ley destruyó todo viso de legalidad o estabilidad en la sucesión rusa.
El estado de la Iglesia rusa era deplorable. El Sínodo estaba expuesto a todas las intrigas y vicisitudes de las revoluciones de la corte. Los obispos eran ascendidos o degradados por causas que no tenían nada que ver con la religión. El clero parroquial dependía totalmente de las decisiones arbitrarias de los obispos reclutados entre los monjes, la mayoría recién llegados de Ucrania. Las nuevas escuelas teológicas para la formación del clero seguían servilmente las pautas occidentales. Los libros de texto estaban en latín y también la enseñanza.
Este estado de opresión alcanzó su climax durante el largo reinado de Catalina II (1762-96). Esta dotada y ambiciosa mujer alemana que usurpó el trono ruso se consideraba como gobernante ilustrado y benévolo de un pueblo bárbaro. Era responsable de la difusión de las formas más inhumanas de servidumbre. Profesaba el racionalismo escéptico de Voltaire. Para ella la Iglesia ortodoxa estaba contaminada por la ignorancia y la superstición. Entre los procuradores del Sínodo que nombró había librepensadores y personalidades abiertamente hostiles al cristianismo. Una de sus acciones fue confiscar las tierras pertenecientes a la Iglesia y reducir drásticamente un gran número de casas religiosas. Estas medidas recibieron una decidida protesta de la mayoría de los obispos más independientes. Su jefe fue Arsenio Matsievich, metropolitano de Rostov, condenado a morir de hambre en 1772 por orden de la Emperatriz, por haber criticado su política. Otros obispos fueron encarcelados y despojados de sus hábitos.
Durante el reinado de Catalina, San Petersburgo floreció en toda su extravagante belleza; la Emperatriz y su cortejo seguían las más recientes modas de París y copiaban a las grandes capitales de Europa; pero este refinamiento y lujo eran comprados a costa del trabajo de esclavos de los campesinos rusos, que hicieron infructuosos, pero formidables intentos de desembarazarse del gobierno extranjero bajo el cosaco Pugachev. Durante un breve período, los rebeldes dominaron la mayor parte de las provincias orientales (1773-75).
Catalina tuvo la suerte de conseguir los servicios de varios hombres de extraordinaria capacidad. Entre sus generales, el más insigne era Alejandro Suvorov (muerto en 1800). En el curso de dos guerras contra los turcos, los rusos penetraron por primera vez en los Balcanes en 1768-74 y nuevamente en 1787-92. El tratado de paz concertado en Kuchuk Kainarjie en 1774 establecía el control ruso sobre el Mar Negro y concedía a los monarcas rusos el derecho de proteger a la población ortodoxa del Imperio otomano. Este fue el cambio de la historia de los esclavizados cristianos orientales, cuyas esperanzas de liberación dejaron de ser un sueño irrealizable.
Las tres divisiones de Polonia, en que Catalina participó de mala gana (1772, 1793 y 1795), introdujeron en el Imperio otra gran sección de los ucranianos ortodoxos y rusos blancos, pero también añadieron un territorio habitado por polacos católicos romanos y por un considerable número de judíos. El Imperio Ruso se dilató grandemente, pero a medida que creció su poder político, se hicieron más complejas también sus condiciones sociales y religiosas.
En la segunda mitad del siglo XVIII, las clases superiores de Rusia empezaron a desertar de la Iglesia en busca de otros modos de vida; algunos se emanciparon por completo de la fe y la moral cristiana. Otros se consideraban discípulos de Voltaire; y aun otros se afiliaron a la francmasonería. Estos desertores fueron pocos al principio, pero todos pertenecían a la aristocracia y su visión penetró gradualmente hasta las clases inferiores.
El influjo de nuevas ideas, el más estrecho contacto con Occidente, la sumisión de la Iglesia al control burocrático no sólo tuvieron resultados negativos, sino también positivos para el cristianismo ruso. El cierre de muchos monasterios alivió a la Iglesia del peso de muchos hombres y mujeres que no sentían una vocación religiosa auténtica; el conocimiento de la literatura cristiana de Occidente introdujo a los rusos algunas de las grandes obras de piedad cristiana; la mezcla con los ortodoxos balcánicos, que no limitó la burocracia de San Petersburgo, estimuló la revivificación del monacato ruso.
Dos jefes eclesiásticos de ese período merecen especial mención: San Tikón de Zadonsk (1724-83) y Paisy Velichkovsky (1722-94).·San Tikón nació en la familia de un pobre cantor eclesiástico. Fue enviado a uno de los seminarios recién abiertos donde los hijos del clero ruso eran instruidos en la escolástica latina. Dotado de una mente viva y una fuerte imaginación, progresó rápidamente en sus estudios. Fue ordenado, hizo votos monásticos, y le nombraron profesor de teología.
En 1763, a la joven edad de treinta y un años, le hicieron obispo de Voronezh. La ciudad era una población fronteriza en aquel período, de cara a las abiertas estepas que habitaban los cosacos. El indómito pueblo, el clero indisciplinado, la atmósfera general de desasosiego y violencia que encontró allí, quebrantaron su salud. En 1767 abandonó administración eclesiástica, para la que se hallaba mal dispuesto, y se retiró a un pequeño monasterio en Zadonsk. Durante los dieciséis años siguientes vivió allí en reclusión y pobreza como un simple monje. Esta huida del mundo y sus conflictos no significaba que se había desentendido del sufrimiento de la humanidad. Al contrario, San Tikón se dedicó al servicio de todos los necesitados de ayuda y consejo. Mantuvo una gran correspondencia y escribió varios libros de devoción, en los que libremente incorporaba los elementos del cristianismo occidental que le resultaban compatibles con la ortodoxia rusa. Su amor, humildad y paciencia le granjearon el profundo afecto de muchos discípulos y admiradores. Incluso durante su vida le veneraban como hombre santo, y le canonizó la Iglesia rusa en 1861.
El padre Zosima de Los hermanos Karamazopv, y todavía más el obispo Tikón en Los endemoniados *, nos dan el retrato que hizo Dostoievsky de este santo ruso y demuestran el impacto que tuvo San Tikón en los más grandes novelistas de Rusia.
Paisy Velichkovsky nació en Ucrania en 1722. Ingresó en la Academia Teológica de Kiev, pero le desagradaba su escolasticismo y anhelaba la tradición patrística ortodoxa. Se marchó de Kiev y se hizo monje en el Monte Atos, el hogar de la ortodoxia pura.
Allí inició su gran obra de traducir al ruso los clásicos griegos sobre el ascetismo y la contemplación. Reunió un gran número de antiguos manuscritos y se los llevó a Moldavia, donde, en 1779, fue elegido abad del monasterio de Niamez. Allí, hasta el final de su vida, trabajó día y noche en traducciones, rodeado de un creciente número de fieles discípulos. Puso a disposición de la Iglesia rusa la experiencia de los grandes místicos orientales. Muchos de estos escritos nunca habían sido traducidos con anterioridad, otros sólo podían encontrarse en raros manuscritos antiguos. Uno de sus libros, llamado Dobrotolubie, que contiene extractos de los escritos de los Padres orientales sobre la oración, adquirió especialmente una gran popularidad **. Se convirtió en manual de instrucción en el arte de vivir cristianamente y ayudó a muchos rusos a llevar una mejor vida cristiana.
El propio Paisy era un experto director espiritual, y revivificó la verdadera tradición monástica de la Iglesia ortodoxa, que había decaído en muchas partes del mundo oriental en el siglo XVIII. Recordó a los ortodoxos las fuentes de su tradición. Enseñó griego patrístico a sus discípulos y les aconsejó que leyeran a los Padres de la ortodoxia oriental en vez de estudiar los escritos de los controversistas católicos romano y protestantes.
El siglo XVIII terminó en Rusia con el corto y trágico reinado de Pablo I (1796-1801). Era maniático y visionario, obsesionado por el deseo de revivificar la sagrada monarquía que habían profanado los monarcas racionalistas de su tiempo, incluyendo a su propia madre Catalina II.
En su desordenada mente, el ideal de un Imperio ortodoxo iba combinado con militarismo prusiano y órdenes de caballería medieval. Invitó a los Caballeros de Malta para que se estableciesen en Rusia y aceptó el título de gran maestre. Hizo un estatuto describiéndose como jefe de la Iglesia. Era una pretensión disparatada, pues contradecía a la enseñanza ortodoxa, y, además, la Iglesia rusa era solamente un miembro de la comunidad de los cristianos orientales. No obstante, esta afirmación dio origen al mal entendimiento de que los rusos profesaban el cesaro-papismo.
En realidad, la declaración de Pablo I fue el acto arbitrario de un gobernante irresponsable, y lo repudió la Iglesia rusa tan pronto como pudo expresar su verdadera opinión en el Concilio libremente elegido en 1917.
* Sin embargo, el capítulo que describe al obispo Tikón se suele omitir del texto de la novela.
** Una traducción inglesa abreviada se publicó en 1951. Véase Writings from Philokalia, traducidos por E. Kadlonbovsky y G. Palmer (Londres, Faber & Faber, 1951)·
Los siglos XVI, XVII y XVIII fueron el período oscuro de la historia del Oriente cristiano. La opresión política, la pobreza y la ignorancia minaron la fuerza de esta comunidad. Fue también en la época de ascendencia occidental cuando los católicos romanos y los protestantes tomaron por segura su superioridad sobre las Iglesias bizantinas y orientales.
La desigual contienda entre el Oriente cristiano y Occidente continuó tanto en Europa como en Asia; uno de sus campos de batalla fue el remoto puesto adelantado del cristianismo oriental, la Iglesia ortodoxa de la costa de Malabar en el sur de la India.
Los portugueses descubrieron la existencia de los cristianos de Santo Tomás después que Vasco de Gama desembarcó cerca de Calicut el 14 de mayo de 1498. La comunidad cristiana en la India se componía de unas 30.000 familias en aquella época y era regida por el metropolitano Mar Yahballaha, asistido por tres obispos sufragáneos, Mar Denha, Mar Jacob y Mar Johanes, todos naturales de Mesopotamia y representantes de la versión nestoriana del cristianismo oriental.
La llegada de los portugueses coincidió con las incursiones musulmanas en el sur de la India. En 1502 los cristianos indios pidieron a Vasco de Gama que les tomase bajo su protección. Este era un movimiento político y los ortodoxos no esperaban que su alianza con los portugueses afectase a su vida eclesiástica, y no influyó en ella al principio. Los recién llegados no hicieron ningún intento de interferirse en los asuntos de los cristianos de Malabar; San Francisco Javier, el gran misionero de aquella época (1506-52), que pasó tres años en el sur de la India y bautizó a varios millares de paganos, no buscó prosélitos entre los ortodoxos y mantuvo amistosas relaciones con ellos. Incluso recomendó al rey portugués Juan III (el Pío, 1521-57) a uno de los obispos, Mar Jacob, “como anciano virtuoso y santo, que ha servido bien a Dios y a Vuestra Majestad durante cuarenta y cinco años.”
Estas amistosas relaciones empezaron a decaer en la segunda mitad del siglo XVI. En fecha tan remota como la de 1455, el papa Calixto III (1455-68) había concedido a los portugueses la jurisdicción sobre toda África y Asia meridional. Durante algún tiempo fue nominal este privilegio, pero con el rápido crecimiento de sus posesiones de ultramar, los portugueses comenzaron a hacer uso práctico de él. En cuanto concernía a la Iglesia india, esto implicaba que el rey de Portugal tenía el derecho de nombrar sus obispos y supervisar su administración. Los ortodoxos indios ignoraban totalmente las pretensiones papales de jurisdicción universal. Sin embargo, estando acostumbrados a reconocer la autoridad del patriarca nestoriano de Babilonia, no tuvieron dificultad en trasladar su obediencia a la figura aún más remota del Papa. Pero las cosas empezaron a cambiar cuando los portugueses se pusieron a latinizar su culto y a alterar sus antiguas tradiciones. Estas diferían sorprendentemente de las formas occidentales, pues incorporaban muchas costumbres indostánicas; el sacerdocio, por ejemplo, era un privilegio abierto únicamente a los hijos de ciertas familias; gran parte de la enseñanza era oral; la liturgia se celebraba en lengua siríaca, como el sánscrito de los indostánicos, idioma sagrado, pero incomprensible. Todos los obispos eran extranjeros que venían de Mesopotamia y vivían como santos indostánicos, en aislamiento, sin mezclarse nunca con sus fieles. Los intentos portugueses de poner a estos inusitados cristianos en línea con su propia política eclesiástica provocaron muchos conflictos, que concluyeron a finales del siglo XVI.
En 1595 a Alexis de Menez, arzobispo portugués de Goa, le confió el papa Clemente VIII (1592-1605) la tarea de desenredar la confusa situación. Pasó varios meses visitando las esparcidas comunidades de los cristianos de Malabar, viajando por ríos infectados de cocodrilos y cruzando montañas en la jungla tropical. Impresionó a los ortodoxos con su celo y valor y consiguió persuadir al clero y a los seglares para que fusionasen su Iglesia con la de Roma. El 21 de junio de 1599 se celebró un Sínodo en Diamper. Ochocientos trece delegados que representaban a esta antigua Iglesia hicieron una solemne confesión de fe como la que prescribe el Concilio de Trento (1565): reconocieron la supremacía del Papa, aceptaron el celibato obligatorio de su clero y acordaron alterar el ritual de su culto.
Esta completa victoria fue en parte resultado de una ostentación del poder militar de los portugueses, pues el virrey envió un destacamento de tropas a vigilar los procedimientos del Concilio. Este aparente triunfo de los latinos fue acompañado de la incineración en gran escala de los libros de culto ortodoxos y otros documentos eclesiásticos. Esta destrucción fue tan completa, que apenas queda hoy una información fidedigna acerca de la vida y enseñanza de la Iglesia india anterior al siglo XVI.
Los siguientes acontecimientos fueron típicos del pueblo oriental, que visiblemente cede bajo la fuerte presión externa, pero que es capaz de una larga y obstinada resistencia interna. Los cristianos de Santo Tomás se resistieron fuertemente a la latinización de su Iglesia, pero tardaron más de medio siglo en reafirmar su independencia. La rebelión estalló en 1653. Su inmediata causa fue el arresto y asesinato por los portugueses del obispo Ahatalla, que había venido secretamente a la India procedente de Babilonia por invitación de los adversarios de Roma, Cuando la noticia de su asesinato llegó a los ortodoxos, sus jefes se reunieron en Mattancherry y celebraron un Sínodo en la vecindad de la antigua y muy reverenciada cruz inclinada (coonen). Todos los delegados prometieron solemnemente volver a su vieja tradición y repudiar su sujeción a Roma. Como muestra visible de su determinación, todos tomaron las cuerdas atadas a la cruz y repitieron juntos su juramento de defender su libertad religiosa.
Una confusa lucha entre los portugueses y los indios siguió a este acto de desafío; los rebeldes no tenían obispos y se veían obligados a recurrir a ordenaciones irregulares mediante presbíteros, para proveer de clero a sus parroquias. Esta acción ofreció a los jesuitas la oportunidad de persuadir a muchos de los indios para que volviesen a rendir obediencia a Roma, mientras que otros continuaron su resistencia.
En 1663 los holandeses expulsaron a los portugueses de Malabar, lo cual permitió que los ortodoxos recuperasen sus perdidos contactos con otros cristianos orientales. Mar Gregorious, un obispo sirio, llegó en 1665 y restauró el ministerio apostólico entre los indios reordenando a su clero. Sin embargo, no representaba a la tradición nestoriana del cristianismo oriental, sino a la jacobita, y desde su época los cristianos de Santo Tomás han reconocido la superioridad eclesiástica de los patriarcas sirios de Homs.
Aquellos indios que volvieron a Roma han formado una comunidad separada, conocida hoy por el nombre de siro-romana. Su culto y enseñanza están latinizados, pero han retenido ciertas facetas que les separan de los latinos ordinarios de su país.
Así los cristianos ortodoxos del sur de la India, que habían conservado su fe y unidad en medio del hinduismo durante mil seiscientos años, se dividieron al tener contacto con el Occidente cristiano. Su comunidad se partió en dos mitades, y el abismo que existe entre ellas es hoy tan insalvable como lo era en el siglo XVII.
La historia del contacto entre Roma y los cristianos etíopes es similar en algunos aspectos. El negus David (1505-40) mantuvo correspondencia con el rey Juan III de Portugal y con varios papas. Al principio, los latinos parecían aliados naturales contra los musulmanes. En 1603, un jesuita, Pedro Páez, convirtió a Roma al negus Za Donghel. El rey fue asesinado al año siguiente, pero su sucesor, Susneyos, en 1623, declaró el catolicismo romano como la religión de Etiopía. En 1626, Alfonso Méndez llegó de Roma con el título de patriarca de Etiopía e inició drásticas reformas. Con gran vigor se entabló una regular persecución de los que se oponían a las innovaciones occidentales. Esta política hizo a la Iglesia romana tan impopular en Etiopía, que el próximo negus, Fasilidas, expulsó a los jesuitas y repudió la unión con Roma. Esta vez no hubo como resultado ningún cisma, pues los etíopes retornaron unánimemente a sus formas tradicionales de vida eclesiástica. Hasta la invasión italiana en 1936, su montañoso reino permaneció cerrado a todas las influencias externas. Algunas de sus costumbres, tales como la circuncisión y el uso sagrado de las danzas en el culto, unen a la Iglesia etíope con la religión del Antiguo Testamento más estrechamente que ninguna otra rama del cristianismo.
Ninguna otra comunidad cristiana tuvo tales altibajos en su historia como la Iglesia nestoriana del Imperio Persa. En el siglo XIV, sus puestos adelantados del Asia central, Turquestán y Persia fueron aniquilados en las matanzas que acompañaron a las campañas de Tamerlán. Sólo un pequeño vestigio sobrevivió en Mesopotamia y en las agrestes montañas del Curdistán. Quedaron cinco de más de doscientas diócesis que habían existido en los siglos anteriores. Los patriarcas se trasladaron a Mosul. La administración eclesiástica degeneró en un sistema de nombramientos hereditarios; el patriarca elegía a uno de sus parientes, usualmente a un sobrino, como guardián del trono, Natar Curaga, que le sucedía en el control religioso y secular de todos los nestorianos.
En 1552 se alteró este orden por un conflicto entre el abad Sulaka y Shiman Dinkha, el Natar Curaga del difunto patriarca, Shimanbar Mama. Los nestorianos de la llanura — las comunidades de Mosul y Nisibis — apoyaban al abad Sulaka como candidato para el patriarcado, y los nestorianos del Curdistán apoyaban a Shiman Dinkha. Este último era el único obispo entre los nestorianos por aquel entonces, así que asumió el título de patriarca y tomó bajo su control las propiedades eclesiásticas. Sus oponentes apelaron a Roma para consagrar al abad Sulaka. El papa Julio III (1550-55) dispensó una buena acogida a este inesperado ruego; Sulaka fue consagrado y recibió el título de patriarca de los caldeos, como todavía se llaman los nestorianos reconciliados con Roma.
Sulaka consagró otros cinco obispos cuando regresó a Mosul, y desde entonces la comunidad nestoriana ha estado dividida entre la Iglesia de la llanura y la Iglesia de las montañas.
Al principio, ambas comunidades se ajustaron al sistema del Natar Curaga y durante algún tiempo existió poca diferencia entre ellas; fueron comunes los cambios de sumisión de una a otra durante los siglos XVI y XVII. Algunos obispos nestorianos se sometieron a Roma; algunos caldeos volvieron a su Iglesia madre. Por último, las autoridades romanas empezaron a instruir a su clero en la tradición occidental y esto estabilizó a la Iglesia caldea como corporación de ritual y visión latinizados. En 1778 los cristianos de la llanura se sometieron definitivamente a Roma, y la Iglesia nestoriana del Oriente quedó irreparablemente dividida. Los caldeos tienen todavía su centro en Bagdad, pero los nestorianos, que tenían su plaza fuerte en las montañas del Curdistán, fueron muertos por los mahometanos a finales de la primera guerra mundial, y sus vestigios se dispersaron por el Líbano y Palestina.
Fueron los armenios quienes ofrecieron la más fuerte resistencia a los invasores islámicos. Esta valiente nación ha luchado sin desmayo contra sus muchos invasores y encontró en su Iglesia el principal apoyo de su independencia nacional.
Los armenios fueron arrollados por los sarracenos en el siglo IX. Etchmiadzin, su capital eclesiástica, quedó destruida, y durante quinientos cuarenta años el Catholicos no tuvo residencia fija (901-1441).
Durante ese tiempo de tribulaciones, muchos armenios emigraron a Occidente y en el siglo XI fundaron el reino de la pequeña Armenia en Cilicia (1080-1395). Era el período de las Cruzadas y los armenios fueron valiosos aliados de los caballeros occidentales. El rey Lavan II (1185-1219) abrió negociaciones con los cruzados, convencido de que sólo una estrecha cooperación entre todos los cristianos del Cercano Oriente podía salvar a éstos de la derrota. En 1199 reconoció al Papa como soberano y fue coronado por el legado papal. La mayoría de los armenios no se sentían inclinados a latinizarse y, por lo tanto, el rey fue ungido por su propio obispo muy en conformidad con el ritual ortodoxo. Sin embargo, persuadió al legado papal para que aceptase la sumisión de doce obispos como muestra de la incorporación de la nación al cristianismo occidental. Este primer acto de unión tuvo poco efecto práctico. A finales del siglo XIII, la necesidad de una mayor ayuda militar de Occidente indujo al rey Hetoom II (1289-1305) a adoptar una política más acomodaticia hacia los latinos. En 1307 un sínodo que se celebró en Sis aprobó varios cambios de culto y enseñanza en cumplimiento de los ruegos papales. Estas concesiones resultaron ser de ningún valor real, pues los días de los cruzados estaban contados, y los armenios, abandonados por Occidente, perdieron su independencia política en 1375, pero recuperaron su libertad religiosa. No obstante, su conexión con los latinos quedó como una permanente señal en su ritual. Por ejemplo, los obispos armenios llevan mitras occidentales y portan báculos pastorales al estilo latino.
Los siglos XV y XVI constituyeron un período oscuro en la historia de los armenios. La opresión musulmana, agravada por los desórdenes internos, redujo sus oportunidades, pero no su deseo de erudición. Este pueblo tenaz no perdió nunca la esperanza de recuperar su independencia y estaba decidido a conservar su herencia cultural. El Catholicos, Miguel de Sebastia (1545-76), puso en marcha una imprenta de lengua armenia. Envió a uno de sus agentes, Abgar de Tokat, a Italia y, en 1565, se publicó en Venecia el primer libro armenio. Otras imprentas aparecieron más tarde en Roma, Constantinopla, Amsterdam y Etchmiadzin. Este anhelo de educación fue la fuente de un agudo conflicto en Constantinopla, donde se había establecido una influyente y próspera colonia de armenios. Los emisarios romanos utilizaron tanto la fuerza como la persuasión para poner de su parte a estos armenios, prometiéndoles facilidades docentes y protección política. El embajador francés, marques de Feriol, atrajo al patriarca armenio de Constantinopla, Avedic Tokat, a Francia, donde fue juzgado y condenado por la Inquisición en 1711.
A pesar de estos actos de violencia, los armenios, ya esparcidos por toda Europa y Asia o perseguidos en su propio país, se vieron obligados recurrir a Occidente para mantener su erudición y tradición cultural. Uno de estos doctores, Mikhitar, después de muchas peregrinaciones, se refugió en la pequeña isla de San Lázaro, cerca de Venecia, y allí, en 1717, formó una comunidad de eruditos monjes que ha seguido siendo importante centro cultural para los armenios.
Una condición impuesta a Mikhitar fue la sumisión a Roma. Pero no fue alcanzado por la campaña de conversión y la comunidad religiosa que fundó ha retenido una tradición de enseñanza imparcial.
Los armenios, como los otros cristianos orientales, perdieron su unidad como resultado de la propaganda romana y protestante. Tres millones permanecieron siendo ortodoxos, y cien mil se hallan divididos entre las confesiones romana y protestante.
La Iglesia Nacional de Egipto, el más fuerte oponente del Concilio Calcedonio, se separó de los ortodoxos bizantinos en el siglo VI. Al principio se mostró a favor de los musulmanes, pero las condiciones se gravaron gradualmente y quedó reducida a un grupo minoritario, a quienes sus dominadores islámicos dieron el nombre de coptos.
En 1594 los jesuitas hicieron un decidido intento de persuadir a los coptos para que se sometiesen a Roma: no tuvieron éxito. En 1630 un sacerdote francés, el padre Agathengelo de Vendôme, batalló entré los coptos, pero su celo y elocuencia no consiguieron hacer conversos. Los coptos unificados datan únicamente del siglo XIX y alcanzan un número de cuarenta mil, en comparación con dos millones y medio de coptos ortodoxos.
La propaganda romana tuvo un éxito mucho mayor con otro grupo de anticalcedonios, los jacobitas de Siria y Palestina. Los dispersos jacobitas, acosados por los mahometanos, necesitaban ayuda financiera y protección. Las potencias occidentales les ofrecieron esto de buena gana, especialmente Francia, a condición de que se sometieran al Papado. En 1701 Andrés Akhidian, partidario de la unión con Roma, fue nombrado obispo de Alepo. Sus designios llegaron a conocimiento de sus fieles, y condujeron a reyertas sus intentos de efectuar la reconciliación. Sus partidarios entre el clero fueron encarcelados por las autoridades turcas y durante setenta y siete años nadie se atrevió a reanudar las negociaciones con Roma.
En 1783 el Patriarca jacobita de Antioquía nombró sucesor suyo a Mar Miguel Yarweh, arzobispo de Alepo, que se sometió a Roma. Los ortodoxos le expulsaron con ayuda de los turcos, y Yarweh huyó al Líbano. Inició la trayectoria de los patriarcas sirios que se reconciliaron con el Papado. Así los jacobitas se dividieron, en el siglo XVIII, en dos grupos casi iguales en número (unos 80 000 en la actualidad).
Tal es la historia del impacto del Occidente cristiano sobre los cristianos orientales. Muchos de ellos esperaban encontrar en Occidente amistad y la ayuda que tanto necesitaban. Reconocieron a Occidente como mejor equipado y más iluminado, y algunos estaban dispuestos a aceptar el liderazgo romano a cambio de una mejor educación y mayor orden y eficiencia en su propia vida eclesiástica. El precio de tal sumisión fue invariablemente la latinización de sus ritos, el abandono de sus antiguas tradiciones y la aceptación del clero latino como supervisor. Como resultado, se unificó solamente una minoría; la mayoría permaneció fiel a su propia comunidad, aunque moral e intelectualmente se deterioró bajo la opresión mahometana. El soborno, la intriga y el aislamiento espiritual debilitaron la vitalidad de los cristianos orientales; pero la conversión a Occidente no fue un antídoto contra estos males, pues tanto Roma como el protestantismo consideraban al Oriente cristiano como inferior y degradado, para ser redimido únicamente por la absorción. El reconocimiento occidental del valor del Oriente cristiano se produjo en el siglo XX.
El estado de las Iglesias orientales era más esperanzador en los Balcanes que en el resto del Imperio Otomano, pues los cristianos balcánicos tenían la ventaja de ser una mayoría en sus propias tierras, mientras que los cristianos orientales eran minorías dispersas entre los mahometanos. Los cristianos balcánicos vivían más cerca de los países cristianos libres y les llegaba un soplo ocasional de aire fresco, que les era negado a los pueblos de Asia.
El final del siglo XVII ostentaba las señales inconfundibles de la decadencia turca. En 1688 los Habsburgos tomaron Belgrado y Vidin, y fueron entusiásticamente recibidos por los serbios como liberadores. Sin embargo, fue de corta vida este éxito. En 1690 los turcos expulsaron de Serbia y Bulgaria a los austríacos. Esta derrota significó una catástrofe nacional para los serbios, que, conducidos por su patriarca, Arsenio III, dejaron la patria en gran número y huyeron a Banat con los austríacos que se retiraban (1691). Las tierras que abandonaron los serbios fueron parcialmente ocupadas por los arnaútes de Albania, que trastornaron el equilibrio nacional en el corazón de la península balcánica. Los turcos, alarmado por este éxodo en masa, abolieron los últimos vestigios de autonomía eclesiástica en la Iglesia serbia, y pasaron su administración a los griegos fanariotas *, que constituían el cuerpo mejor organizado dentro del Imperio Otomano y que esperaban sustituir con el tiempo a sus dominadores asiáticos.
El siglo XVIII fue, por tanto, una época de intensa competencia entre los cristianos balcánicos. Los fanariotas, dedicándose al comercio, amasaban considerables fortunas y podían comprar a los turcos todos los nombramientos eclesiásticos y civiles remunerativos que estaban abiertos a los cristianos. Este sistema de soborno organizado permitió que los griegos tomasen bajo su control la mayoría de los obispados y empezaron sistemáticamente la obra de helenizar a los ortodoxos no griegos, que eran la mayoría. El griego se convirtió en la lengua litúrgica; las pocas escuelas parroquiales también enseñaban a sus alumnos en griego. Los fanariotas esperaban restaurar el Imperio Bizantino, pero de momento fueron los súbditos cristianos más obedientes y flexibles, y los turcos confiaban en ellos más que en el resto. Los fanariotas consiguieron también el control secular de las ricas provincias de Moldavia y Valaquia. Desde 1712 hasta 1821, los puestos de señores de estas provincias fueron vendidos por los turcos a las ricas familias griegas de Constantinopla. Un señor gozaba de sus privilegios por sólo tres años, durante los cuales extraía todo lo que invirtió, y aún más. Esta rapacidad incrementó naturalmente la desconfianza mutua entre los cristianos balcánicos.
Los fanariotas habían calculado mal: no helenizaron a los eslavos ni a los rumanos, y en vez de convertirse en caudillos de liberación, se hicieron hostiles a los otros ortodoxos. El nacionalismo secular de Occidente era todavía desconocido por entonces en los Balcanes, donde los cristianos se consideraban como miembros de la misma familia ortodoxa, siendo lingüística la única diferencia. Sin embargo, la política fanariota creó un espíritu de rivalidad entre ellos, y, por consiguiente, los cristianos balcánicos no pudieron actuar juntos en su lucha contra los turcos. Estas divisiones internas proporcionaron a las potencias occidentales, en particular a Inglaterra y Austria, oportunidades de intervención, y esto condujo a la política fatal de dividir los Balcanes, que por último arrastró a Europa a las desastrosas guerras del siglo XX.
* El nombre Phanariot se deriva de Fanar, barrio de Constantinopla cercano al faro (fenar), que estaba reservado a los griegos y donde tenían su residencia las mejores familias.
En 1699, mediante el tratado de paz de Karlowitz, el Imperio Austríaco adquirió un considerable territorio cedido por los turcos. Esta victoria incrementó grandemente el número de ortodoxos dentro del dominio de los Habsburgos y el gobierno multiplicó sus esfuerzos para inducir a los cristianos orientales a someterse a Roma. En fecha tan remota como la de 1652, una rama aislada de la Iglesia ortodoxa rusa en los Montes Cárpatos se había visto forzada a la unión. En el siglo XVIII se siguió vigorosamente la misma política en Transilvania. Allí la mayoría de los cristianos eran rumanos ortodoxos, pero eran considerados como parias. Sólo se reconocían cuatro confesiones occidentales: la romana, la luterana, la calvinista y la unitaria. El clero ortodoxo se hallaba degradado al nivel de los siervos y tenía que soportar el peso de una fuerte tributación y del trabajo manual, de los que estaban exentos otros ministros cristianos. Los seglares ortodoxos eran sistemáticamente oprimidos. La unión con Roma fue ofrecida a los rumanos como inmediato remedio para estos males. Prometieron al clero el mismo tratamiento que a los de confesiones occidentales; a los seglares se les dio la seguridad de una posición mejorada. En 1701 la mayoría de los rumanos de Transilvania aceptaron la unión con Roma, aunque un número sustancial continuó siendo ortodoxo. Este residuo, privado de sus propios obispos, quedó temporalmente bajo la supervisión del clero serbio, pues los serbios se resistían obstinadamente a la política de latinización y habían fracasado todos los esfuerzos de convertirlos en unitas o unificados. Acababan de llegar a Austria y retenían ese espíritu de independencia que habían conservado vivo durante siglos bajo los turcos. Constituían también una valiosa fuerza militar que ocupaba la zona fronteriza entre los otomanos y los Habsburgos, y, por lo tanto, disfrutaban de ciertos privilegios que les eran negados a otros ortodoxos. Su resistencia infundió tanto valor al resto de los cristianos orientales, que los austríacos no pudieron imponer la unión con Roma a todos sus súbditos ortodoxos.
La caída del Imperio Bizantino a mediados del siglo XV marcó un extraordinario hito en la revolución del cristianismo oriental. Falleció de un colapso el Estado que se creía indestructible, y la reina de las ciudades, elegida por Dios, fue saqueada por los infieles. Desde la época del emperador Constantino los ortodoxos consideraron al Imperio como su escudo protector y le cedieron muchas funciones ejercidas previamente por la propia comunidad cristiana. El golpe que sufrió la Iglesia fue tremendo, pero no fatal. Sobrevivió al desastre, pero su vida se empobreció grandemente y perdió varias actividades esenciales. El principal cambio fue que su crecimiento ulterior se hizo difícil. Bajo el Islam, los cristianos tenían una relativa seguridad de la propiedad, pero se les prohibía dilatarla y esta limitación crucial influyó profundamente en su psicología. En vez de mirar hacia adelante, recordaban con nostalgia su glorioso pasado. Los cristianos orientales se volvieron intensamente conservadores, la ortodoxia se identificó en sus mentes con la inmovilidad, y la rigurosa adhesión a formas creadas en mejores días se convirtió en la única política disponible para ellos.
Este declive coincidió con la renovada presión de Occidente. Los cristianos orientales, luchando en defensa propia sobre un terreno elegido por los oponentes occidentales, habían producido un número de fórmulas defectuosas. De esta época data la idea de que los siete primeros Concilios Ecuménicos forman la autoridad definitiva e inalterable para la Iglesia ortodoxa, que hay solamente siete Sacramentos y que existe un momento preciso en que tiene lugar la consagración de los elementos eucarísticos. Oprimidos sobre dos flancos por el Islam y Occidente, los cristianos orientales asociaron tan estrechamente la Iglesia con la nacionalidad, que confinaron la ortodoxia a su propio pueblo y se volvieron indiferentes a la condición religiosa del resto del mundo. Y, sin embargo, a pesar de todas estas deficiencias, el cristianismo no murió entre ellos. La Eucaristía alimentaba espiritualmente a los fieles, el Evangelio iluminaba sus mentes, y su inmortal amor a la libertad les daba fuerza para continuar su lucha por la liberación del yugo islámico. El Oriente cristiano se hallaba encadenado a los muros de su prisión, pero se negó a rendirse, esperando que Dios en su misericordia libraría algún día a sus siervos del cautiverio. La única excepción en este estado de esclavitud fueron los rusos; su Iglesia se dilataba con el crecimiento del zarismo , pero también sufrió de un conservadurismo excesivo, e incluso sospechó más de Occidente que los griegos y los orientales. La confusión entre los elementos esenciales y secundarios en la religión se hallaba tan difundida en Rusia, que sus principales cristianos dividieron su comunidad precisamente en una época en que era necesaria la unidad para su campaña de liberar a sus oprimidos hermanos de religión.
No obstante, este triste cuadro tiene una faceta redentora. El concepto estratégico de la Iglesia, aceptado universalmente por todos los cristianos durante aquellos siglos, desfiguró seriamente su pensamiento y acciones. La mayoría de las controversias occidentales de los siglos XVI y XVII fueron, por lo tanto, lamentablemente parciales, y muchas decisiones tomadas por entonces trastornaron la equilibrada posición del cristianismo. Los cristianos orientales, privados de su libertad, escaparon de los peligros del sectarismo doctrinal y de la inadecuada improvisación litúrgica. Su moderación les salvó de muchos errores cometidos por Occidente. Los ortodoxos iban a la zaga de Occidente en saber y organización, pero les sostenía su firme convencimiento de que conservaban intacta la enseñanza apostólica y que en su culto se retenía fielmente la tradición patrística.
A finales del siglo XVIII, el Oriente cristiano se hundió en su punto más bajo. El Islam se tambaleaba, pero aún no estaba derrotado, y en su presión sobre los ortodoxos continuaba siendo tan abrumador como siempre. La Iglesia rusa estaba paralizada y humillada, y Occidente era agresivo y confiaba en su superioridad sobre Oriente. En esa hora de oscuridad, apareció una tenue luz en el horizonte lejano. Venía inesperadamente de Francia, la antigua enemiga de los ortodoxos: las explosivas ideas de libertad y fraternidad que proclamaba la Revolución Francesa estimularon política e intelectualmente al Oriente cristiano y contribuyeron a la recuperación de su libertad.
La Iglesia rusa a principios del siglo XIX. — San Serafín de Sarov (1759-1832). — Optina Pustin. — El metropolitano Filareto de Moscú (1782-1867). — La revivificación de la obra misionera. — Los eslavófilos. — Alejo Khomiakov (1804-60). — La aparición de las Iglesias autocéfalas nacionales en los Balcanes. — La Iglesia serbia. — Los príncipes-obispos de Montenegro. — La Iglesia de Grecia. — La Iglesia de Rumania. — La Iglesia de Bulgaria. — Éxito y fracaso de las Iglesias balcánicas. — Los ortodoxos en Austria-Hungría. — La Intelligentsia rusa y la Iglesia ortodoxa. — Feodor Mikhailovich Dostoievsky (1821-81). — Vladimir Sergeevich Soloviev (1853-1900).
La transición del siglo XVIII al XIX fue un período altamente dramático, cargado de tensiones y disturbios revolucionarios por toda Europa. En Rusia el desequilibrado y desconcertante emperador Pablo I fue asesinado en 1801, sucediéndole su hijo, Alejandro I (1801-25), un gobernante iluminado y liberal que al principio mereció una entusiástica admiración de sus súbditos. La invasión de Rusia por Napoleón en 1812 y su derrota elevaron a Alejandro al liderazgo entre las grandes potencias y llevaron al ejército ruso hasta el corazón de Europa. En 1815 los cosacos levantaron sus tiendas de campaña en la plaza de la Opera, en París.
El reinado de Alejandro fue notable por la aparición entre los rusos de un cuerpo de gentes auténticamente occidentalizadas. Desde las reformas de Pedro el Grande, la clase superior había tomado de los franceses el vestido, la lengua y los modales, pero incluso estos rusos habían continuado siendo extraños culturales para el mundo occidental. A finales del siglo XVIII se había iniciado un cambio. Nicolás Karamsin (1766-1826), autor de algunas novelas sentimentales y uno de los primeros historiadores rusos, visitó la Europa occidental en 1789-90. En 1791-92 publicó las Cartas de un viajero ruso, en las que expresó un sentido nuevo de pertenencia al mundo occidental. Hornero y Virgilio, Molière y Racine, Voltaire y Kant no eran ya simples nombres para este ruso educado. Le conmovían las ruinas clásicas, vertía lágrimas leyendo novelas sentimentales y le animaba el deseo de ver a sus compatriotas liberados del cautiverio de la opresión política.
Esta íntima asociación con la cultura europea tuvo importantes repercusiones en las ideas religiosas. El recelo hacia el Occidente Cristiano fue sustituido por el deseo de descubrir un lenguaje común con los católicos romanos y los protestantes. El propio Emperador tomó la iniciativa; pues los importantes acontecimientos históricos en que había desempeñado tan destacado papel cambiaron su anterior visión racionalista. Se convirtió en místico y buscó las señales y los símbolos que revelan la providencia divina. Alejandro profesaba una religión del corazón y rechazaba las doctrinas y sacramentos como meras manifestaciones formalizadas del cristianismo, innecesarias para los verdaderos iniciados. Estaba convencido de que no sólo todos los cristianos, sino todos los creyentes en Dios podían unirse en un esfuerzo común para promover la buena voluntad entre los hombres. En su amigo, el príncipe Alejandro Golitsin (1773-1844), encontró un entusiasta partidario de su credo. Golitsin fue nombrado jefe de un doble Ministerio de Educación y Religión, con la tarea de edificar todo el sistema docente del Imperio sobre unos fundamentos religiosos aceptables a todas las confesiones. Este plan fue apoyado por la Sociedad Bíblica, fundada en 1812, al estilo de la Sociedad Bíblica Británica, puesta en marcha en 1804. Al principio tuvo un resonante éxito, pero cuando el hermano de Alejandro, Nicolás I (1825-55), ascendió al trono, la circulación de las Sagradas Escrituras en la lengua vernácula fue prohibida como políticamente peligrosa, y la obra de la Sociedad quedó limitada a la circulación de la Biblia en otros idiomas, menos el ruso *.
La acentuación de los elementos emocionales y pietistas del cristianismo, tan marcada entre los círculos superiores de la sociedad de San Petersburgo, fue acompañada de tendencias similares en las clases inferiores. Esto se puede ver en el éxito de varias sectas, algunas de las cuales prometían a sus seguidores la liberación del pecado y de los deseos carnales mediante una experiencia orgiástica. La más activa era la secta Khlisti. Sus seguidores afirmaban estar poseídos por el Espíritu Santo, y, una vez alcanzado este estado, no podían hacer nada malo; se entregaban a danzas rituales que a menudo terminaban en promiscuidad sexual. En contraste con esta secta clandestina, existía otra, los Skoptsi fundada por Kondraty Selivanov (muerto en 1832), que abogaba por la emasculación voluntaria como el camino más seguro para la bienaventuranza y la salvación. Otras sectas tomaban su inspiración del pietismo alemán, denominándose a sí mismos cristianos espirituales porque repudiaban los sacramentos y la jerarquía y predicaban el anarquismo en las cuestiones sociales. En esta irracional atmósfera de confusión — tensiones emocionales y desaprobación oficial del confesionalismo — , la posición de la Iglesia ortodoxa se hallaba lejos de ser cómoda.
Durante el siglo XVIII el clero de la Iglesia rusa se había aislado cada vez más de la gente del pueblo. Los candidatos al sacerdocio y al episcopado se limitaban a los graduados de los seminarios donde eran instruidos los hijos del clero. El latín se utilizaba en estas escuelas y sus libros de texto eran copias de manuales católicos o protestantes. Esta insatisfactoria educación en un espíritu extraño separaba al clero parroquial de las clases inferiores, que se adherían a la ortodoxia tradicional. Sin embargo, la educación en los seminarios no elevaba a los obispos y sacerdotes al nivel de las clases superiores occidentalizadas, con su preferencia por la lengua, la literatura y los modales de Francia. Este aislamiento cultural del clero ruso se vio aún más agravado por su posición legal. Los legisladores imperiales habían suprimido el autogobierno eclesiástico, pero no habían proporcionado al clero un subsidio estatal adecuado. Los feligreses ya no tenían nada que decir en el nombramiento de sus pastores, elegidos por los obispos a su libre albedrío. Pero el mantenimiento de un sacerdote parroquial y de sus asistentes continuaba siendo, como en los antiguos días, una responsabilidad parroquial, y esto conducía a menudo a fricciones y disgustos. También los obispos eran nombrados sin consultar a los miembros de la Iglesia y se hallaban bajo el control del Sínodo, que podía trasladarles de una diócesis a otra, ascenderles o destituirles. Mas no estaba muerta la Iglesia: continuaba siendo la fuerza más vital en la vida de los rusos; les daba su sentido de hermandad y dedicación al servicio de Dios y del hombre. La Iglesia era el único lugar de reunión para los rusos de todas las clases y condiciones; era el lazo que les unía a su pasado y les recordaba que todos fueron originalmente cristianos ortodoxos y, sólo en segundo lugar, amos y siervos, campesinos y nobles.
* En 1863 se permitió que El Nuevo Testamento en ruso se imprimiera de nuevo. El Antiguo Testamento en ruso se publicó en 1875.
El significado de la Iglesia para la nación se puede ver en hombres tales como San Serafín de Sarov, uno de los más amados santos del pueblo ruso. Nacido en Kursk, en la Rusia central, pertenecía a la clase artesana, poco tocada por la influencia occidental. Sus padres se dedicaban a la construcción y eran profundamente devotos de la Iglesia. A la edad de dieciocho años, Prokhor Moshin (éste era su nombre en el mundo) ingresó en la comunidad monástica de Sarov, perdida entre las inmensas florestas de la provincia oriental de Tambov. Allí pasó por todas las etapas del ascetismo ortodoxo, incrementando gradualmente la severidad de sus ejercicios hasta que alcanzó tal contemplación del amor divino, que pudo abstenerse durante días y noches de comer y dormir. Pasó mil noches consecutivas orando de rodillas sobre una piedra próxima a su solitaria cabaña de la selva. Todas estas pruebas de resistencia y obediencia a la voluntad divina encontraron su consumación en servicio de los sufrimientos humanos. En 1825, después de diecisiete años de reclusión, San Serafín abrió las puertas de su celda a todos los que deseaban consultarle. Físicamente había sufrido un cambio drástico; el encorvado anciano tenía poco parecido con el sano y vigoroso joven que llegó a Sarov, pero los brillantes ojos azules del anciano, su radiante amor y su conocimiento de los seres humanos demostraban que sus sufrimientos y pruebas no habían sido en vano. Durante los siete años que le quedaban de vida, fue visitado por una interminable afluencia de personas; hasta cuatro o cinco mil almas al día venían a verle, a tocarle, a pedirle consuelo. Continuaba siendo humilde, retraído; a menudo daba un enigmático consejo, pero vertía sobre todos su ilimitada compasión. San Serafín curaba y profetizaba. Uno de sus discípulos, Nicolás Motovilov, curado por San Serafín de una enfermedad aparentemente incurable, ha dejado un extraordinario documento que describe su conversación con el anciano.
Al final de un discurso sobre el último propósito de la vida, que consiste en la unión perfecta con el Espíritu Santo, que transforma e ilumina la naturaleza humana, Motovilov vio la luz de la transfiguración de que le había hablado San Serafín. Motovilov escribió: “Después de estas palabras, le miré a la cara y me sobrevino un pavor aún mayor. Imaginad en el centro del sol, en la deslumbrante brillantez de sus rayos al mediodía, el rostro de un hombre que habla con vosotros. Veis el movimiento de sus labios y la variable expresión de sus ojos, oís su voz, Sentís que alguien os toma de los hombros, mas no veis las manos, sino sólo una luz cegadora que se extiende a unas yardas en derredor y despide un chispeante resplandor sobre la capa de nieve del páramo y sobre los copos de nieve que nos cubrían al anciano y a mí.”
San Serafín no se hallaba solo. Un auténtico renacimiento del monacato y la espiritualidad tuvo lugar en Rusia en el siglo XIX. Las singulares gracias de la santidad y la profecía fueron reveladas por hombres y mujeres de todas las clases y órdenes.
La tradición ascética, revivificada por Paisy Velichkovsky durante el siglo XVIII en Moldavia, llegó a Rusia a través de sus numerosos discípulos. Uno de ellos, Leónidas (1768-1841), se estableció en Optina Pustin, monasterio próximo a Tula, y se hizo famoso como consejero espiritual. Fue sucedido por otro hombre de santidad y sabiduría, Macario (1788-1860), y más tarde por el más famoso de los ancianos de Optina, Ambrosio (1812-91), cuyos discípulos Anatolio (muerto en 1922) y Nectario (muerto en 1928) padecieron la tormenta de la Revolución comunista, fueron expulsados de su monasterio y murieron como confesores. Optina no fue sólo un importante centro de vida monástica: fue también un lugar de reunión para todos los que guardaban la auténtica tradición patrística de la ortodoxia oriental y para los intelectuales occidentalizados que buscaban la enseñanza cristiana no contaminada por las intervenciones burocráticas o las controversias occidentales. Gogol (1809-52), Dostoievsky (1821-81), Tolstoy (1828-1910), Vladimir Soloviev (1853-1900) y Rozanov (1856-1919) fueron visitantes de Optina. Iván Kireevsky (1805-56) y Constantin Leontiev (1831-1891), dos notables pensadores rusos, hicieron de Optina su residencia permanente. Sin embargo, Optina, lo mismo que todos los monasterios rusos, no estaba reservado a los intelectuales y a la élite espiritual; estaba abierto a todos; los ancianos estaban dispuestos a discutir problemas intrincados de teología mística o problemas hogareños de los campesinos, a vender una vaca o a disponer un matrimonio. Toda la vida, con su labor cotidiana, preocupaciones financieras, relaciones personales, pasaba ante ellos y era vista entonces a la luz del último destino del ser humano, el de una criatura cuya tarea terrenal era aprender a amar a Dios y a su prójimo en gozosa libertad.
San Serafín, los ancianos de Optina y otros representantes de la auténtica ortodoxia rusa, se mantenían por encima de la administración eclesiástica de los procuradores del Sínodo. No discutían con los círculos oficiales, donde su libertad espiritual creaba sospechas, pero tampoco estaban dispuestos a apoyar el sistema anticanónico introducido por Pedro el Grande. Entre los obispos de ese período figuraban no sólo contemporizadores y burócratas, sino también eruditos y ascetas; sin embargo, pocos eran estadistas. La excepción fue Filareto (Drozdov), metropolitano de Moscú desde 1821-67. Hijo de un pobre cantor eclesiástico, se educó en un seminario donde aprendió buen latín, pero poca teología. Hizo votos monásticos y en 1809, a la edad de veintiún años, fue ordenado y enviado a San Petersburgo como uno de los mejores predicadores jóvenes. Allí se impregnó de ese espíritu de abierta mentalidad y tolerancia religiosa que emanaba del trono. Durante el resto de su vida, Filareto continuó siendo liberal, pero la parte principal de su carrera eclesiástica coincidió con el reinado reaccionario de Nicolás I (1825-55), que le impidió realizar toda su contribución a la Iglesia.
Filareto era un hombre frágil, de retraída disposición, pero con una mente tan brillante, que dominaba toda la escena rusa y nunca se prescindía de él al tomar una importante decisión sobre cualquier problema eclesiástico. Fue ordenado obispo en 1817 y cuatro años más tarde le trasladaron a Moscú. Este nombramiento le proporcionó un puesto permanente en el Sínodo, aunque mientras desempeñó el oficio de procurador el general Protasov (1836-55), no invitaron a Filareto a las sesiones del Sínodo. Pero incluso durante esa época le pidieron su opinión, que a menudo influyó crucialmente en las decisiones del Sínodo. Bajo el gobierno de Protasov, la Iglesia rusa tuvo que guardar silencio. Ese enérgico oficial de caballería fue nombrado por el riguroso Zar para que se cuidara de los asuntos eclesiásticos y mantuviera a los obispos dentro de la debida subordinación. El ideal de Protasov era la uniformidad y la obediencia. Trató de copiar la disciplina romana y uno de sus proyectos era declarar auténtico el texto eslavo de la Biblia, a imitación de la actitud romana hacia la Vulgata. Filareto era demasiado cauto para oponerse abiertamente al todopoderoso procurador, pero sus comentarios cuidadosamente formulados sobre ésta y otras propuestas similares fueron tan cortantes, que el general tuvo que renunciar a algunos de sus planes predilectos. Filareto era teólogo nato; su gran dedicación a la lectura le convertía en el principal teólogo de la Iglesia rusa, pero se abstuvo de escribir libros, y únicamente sus sermones impresos nos dan a conocer el vigor de su original pensamiento. Dejó también varios volúmenes de cartas, muchas de las cuales contienen sus juicios sobre problemas de la administración eclesiástica. Su sabiduría eleva sus opiniones al nivel de pronunciamientos autorizados que expresan el verdadero criterio de la Iglesia rusa.
Se oponía al chauvinismo confesional que prevalecía entonces en los círculos oficiales. Nunca dejó pasar una oportunidad de manifestar que no eran obligatorios los intentos que hacía Protasov por tratar como herejes a los cristianos occidentales, y que las declaraciones que formulaban los obispos y teólogos en este espíritu eran sólo sus opiniones particulares. Incluso llegó todavía más lejos declarando que, mientras la iglesia rusa se viera privada de los órganos canónicos de la administración, cualquier decisión doctrinal hecha en su nombre no tenía validez. Filareto sobrevivió a Protasov y a Nicolás I. Vivió lo bastante para ver las reformas liberales que inauguró Alejandro II (1855-81) y tuvo el honor y la satisfacción de ser autor del manifiesto de 1861, en el que el Zar liberaba de la esclavitud a los campesinos rusos. La Iglesia rusa está en deuda con Filareto, pues impidió que hombres ignorantes y pretenciosos formulasen en su nombre pronunciamientos que contradecían a su auténtica tradición.
La Iglesia rusa no careció nunca de hombres que considerasen la obra misionera como su vocación, pero el cisma del siglo XVII y el opresivo control estatal del Imperio de San Petersburgo fueron desfavorables para tal obra, que declinó durante algún tiempo. No obstante, el impulso de difundir el mensaje de la salvación era tan fuerte, que una notable expansión de actividades misioneras tuvo lugar en Rusia a mediados del siglo XIX. Se debía a un puñado de destacados hombres. El pionero fue Macario Glukharev (1792-1847), entusiasta, siempre dispuesto a la aventura, pero devoto admirador del cauteloso Filareto, que nunca dejó de apoyar a su incondicional discípulo. Influido por Filareto, Macario hizo votos monásticos y pasó algún tiempo en el monasterio de Glinsk, cuyo abad era Filareto (muerto en 1841), anciano santo y famoso. Macario, que se había documentado mucho acerca del misticismo oriental y occidental y era un excelente lingüista, tradujo al ruso las obras de San Agustín (muerto en 430), Santa Teresa de Avila (muerta en el 1582) y Pascal (1623-62). Tenía ideas tan ecuménicas que esperaba una Iglesia donde pudiesen estar bajo el mismo techo los altares ortodoxos, católicos romanos y protestantes. Cuando en 1819 conoció a dos cuáqueros, Stephen Grillet (1773-1855), anteriormente ateo y realista francés, y William Allen (1770-1843), distinguido profesor de Química, que hacían un viaje de turismo por Rusia, sintió una profunda afinidad espiritual con estos dos hombres devotos. Oró con ellos y discutió la cuestión de la educación religiosa. En 1830 Macario fue a los Montes Altai de la Siberia central y acometió la tarea de evangelizar a un pueblo cuya lengua, visión y cultura nunca se habían estudiado con anterioridad. Pronto dominó el dialecto telengut, el más utilizado entre las tribus nómadas. Tradujo la Biblia y extractos de los libros litúrgicos y celebró la liturgia en el idioma vernáculo. Macario vivía en las mismas condiciones primitivas que sus fieles, utilizando los limitados medios de que disponía para edificar escuelas y ayudar a los conversos a iniciar una nueva vida basada en la enseñanza cristiana. No deseaba bautizarles hasta que se convencía de que realmente habían aceptado el mensaje del Evangelio. Durante los catorce años que pasó en los agrestes Montes Altai sólo hizo seiscientos setenta y cinco conversos. Dejó unos seguros cimientos para una obra ulterior, y bajo sus devotos discípulos, el arcipreste Landishev y el abad Vladimir, veinticinco mil de los cuarenta y cinco mil habitantes de la región de los Altai se hicieron cristianos. La misión fundada por Macario continúa siendo una de las mejor organizadas y más venturosas de la Iglesia rusa.
Macario era un espíritu demasiado activo para olvidar la condición de su Madre Iglesia. Le apenaba su falta de libertad y particularmente le indignaba la supresión del texto ruso de la Biblia. El mismo había trabajado afanosamente en él y no comprendía cómo el privilegio de adorar a Dios en el idioma hablado podía ser concedido al pueblo de los Altai y negado a los rusos por las mismas autoridades. Escribió al Sínodo, pero su no solicitado consejo fue interpretado como señal de insubordinación. Ordenaron a Macario que hiciera penitencia comulgando diario durante seis semanas. El celoso sacerdote se sorprendió al enterarse de que los miembros del Sínodo consideraban como castigo la comunión frecuente. Era muy dilatado el abismo entre estos oficiales y el verdadero espíritu de la ortodoxia. Macario murió prematuramente en 1847, cuando proyectaba hacer un viaje a Palestina a través de Alemania, donde esperaba publicar sus traducciones bíblicas, prohibidas en su propio país. Otro misionero igualmente infatigable de este período fue el padre Juan Veniaminov (1797-1879). Durante sus primeros dieciséis años de obra misionera fue sacerdote (1824-40), y obispo errante durante veintiocho años, bajo el nombre de Inocencio. Era un hombre autoeducado, igualmente dotado en idiomas como en mecánica. Le hicieron sacerdote parroquial en Irkutsk, capital de la Siberia oriental, pero pronto pidió que le enviaran a Alaska, parte del Imperio Ruso hasta 1864. Fijó su residencia en Unalaska, centro administrativo del Archipiélago Aleutiano, una de las partes más inhóspitas del mundo, donde la escarcha, las nieblas y las tormentas hacían la vida dura y peligrosa. Llegó a dominar la lengua aleutiana, tarea que ningún extranjero había intentado con anterioridad a causa de sus muchos sonidos guturales. Compuso un alfabeto y una gramática, y en esta lengua escribió un notable libro — El Camino al Reino de los Cielos — , que más tarde fue traducido al ruso, adquiriendo una gran popularidad por su estilo simple y directo.
Veniaminov enseñó a los aleutianos no solamente una religión, sino varias artes útiles, y él mismo aprendió el arte de navegar en kayak — una canoa de piel de foca — , y viajó intrépidamente de una isla a otra, sin que le desmayaren las procelosas tormentas ni la oscuridad polar. Los diez años que pasó entre los aleutianos tuvieren como resultado la conversión en masa de estas gentes. Trasladado a Sitka, aprendió la lengua de los indios kolosh y les enseñó la doctrina de Cristo. Elevado a la dignidad episcopal en 1840, recibió a su cargo las islas Aleutianas y Kuriles, las penínsulas de Kamchatka y Alaska, y toda la provincia de Yakutsk. Estuvo constantemente en movimiento, utilizando canoas, barcos de vela, trineos tirados por renos y perros, y esquís como medios de transporte. Su conocimiento de las lenguas y dialectos locales era prodigioso, y los nativos, en general, confiaban en él y le amaban. Cuando en 1868 sucedió a Filareto como metropolitano de Moscú, dejó cuatro diócesis separadas y bien organizadas: Alaska y las islas Aleutianas; Vladivostok y Kamchatka; Amur y Blagovekchensk, y Yakutsk y Viluisk. Como metropolitano de Moscú, mantuvo un agudo interés por la obra misionera e inauguró la Sociedad Misionera Ortodoxa, que continuó sus actividades hasta la época de la revolución comunista. Durante la segunda parte del siglo XIX, más de veinticinco mil personas, principalmente nativos de Siberia, fueron convertidos por misioneros de esta asociación. La historia de las misiones rusas estaría incompleta sin mencionar a otros dos hombres que también trabajaron afanosamente por aquel en entonces. Uno era lego, Nicolás Ivanovich Ilminsky (1822-1891); el otro Nicolás (Kasatkin), primer obispo ortodoxo del Japón (1836-1912). Ilminsky, lo mismo que sus dos ilustres predecesores, era también un lingüista excepcional. Su especial interés era la obra misionera entre los mahometanos, que reorganizó completamente.
Se graduó en 1848 por la Academia Teológica de Kazán y fue nombrado profesor de Lenguas orientales. Además del hebreo, el griego y el latín, podía hablar árabe, persa, tártaro, cheremis, chuvash, mordvin, kirguiz, yakut y otras varias lenguas siberianas. Le sorprendía el fracaso de las misiones cristianas entre las tribus del Volga y las regiones urales, y la difusión del islamismo entre ellas. Después de mucho investigó — pasó dos años en El Cairo, en la Universidad musulmana, sin ser reconocido como extranjero — , sacó la conclusión de que el idioma literario de los tártaros y los kirgiz se hallaba tan imbuido de la teología mahometana y tan estrechamente asociado con el Corán, que mediante ese medio no se podía hacer entrega de ningún mensaje cristiano. Por lo tanto Ilminsky decidió utilizar la lengua hablada de estos pueblos, un vocabulario sin asociaciones islámicas. Abandonó la compleja escritura árabe, conocida únicamente de los hombres formados en escuelas islámicas, y creó una escritura fonética fácil de aprender para la gente común. Este cambio produjo notables resultados; se incrementaron los cristianos de las provincias orientales de Rusia, pues los servicios celebrados en su lengua hablada hacían que el mensaje cristiano les fuese inteligible. Una inmediata consecuencia de este cambio fue la ordenación de alumnos de las escuelas que se abrieron bajo la dirección de Ilminsky. Durante su vida, fueron ordenados cuarenta y cuatro tártaros, diez chuvash, nueve cheremis y dos votiaks. El cristianismo arraigó en la vida de estos hombres y se difundió tan rápidamente, que Meshera y Mordva fueron enteramente convertidas, la mayoría de los chuvash y cheremis ingresaron en la Iglesia, y sólo entre los tártaros quedaron en minoría los cristianos.
Sin embargo, el mayor éxito de las misiones rusas no se produjo dentro del Imperio, sino en el Japón. El apóstol de los japoneses fue Iván Kasatkin (1836-1912). En 1853, los rusos, con otras potencias europeas, pudieron establecer misiones diplomáticas en el Japón. Kasatkin, que hizo votos monásticos y cambió su nombre por el de Nicolás, fue enviado como capellán de la Embajada rusa en Tokio, en 1861. Se interesó por la religión y cultura japonesas, aprendió el idioma y empezó a celebrar en japonés en la capilla de la Embajada. Un creciente número de japoneses asistía a este nuevo servicio. El primer converso a la Iglesia ortodoxa fue Paul Savabe, sacerdote budista, bautizado en 1868. Allá por 1874, había cuatrocientos japoneses ortodoxos; en 1875, fueron ordenados sacerdotes Paul Savabe y John Sakai. En 1880, Kasatkin fue nombrado obispo y la Iglesia empezó a crecer rápidamente. La guerra ruso-japonesa (1904-05) fue una época de pruebas para la creciente comúnidad. El obispo Nicolás permaneció con sus fieles y se identificó con ellos. Murió en 1912, dejando una Iglesia de unas treinta mil almas, dividida en treinta parroquias, con unos cuarenta sacerdotes y diáconos y ciento cuarenta y seis catequistas. La Iglesia ortodoxa en el Japón, aislada después de la revolución comunista, sobrevivió y ha continuado su firme progreso hasta hoy.
Tales son las principales realidades de la obra misionera de la Iglesia ortodoxa en el siglo XIX. En realidad, no se puede hablar apenas de la labor proselitista y misionera excepto la de la Iglesia rusa, pues el resto de los ortodoxos estaban todavía bajo los mahometanos o simplemente saliendo de su largo cautiverio. Durante algún tiempo ha existido en Occidente la impresión de que los cristianos orientales no tienen espíritu misionero. Esto se debe a una ignorancia de los hechos. En un volumen dedicado a la memoria de Ilminsky en 1891, se relata el siguiente incidente. El celador del Museo Bíblico de Mulhausen escribió a las autoridades de la Iglesia rusa preguntando si sus miembros habían realizado traducciones de la Biblia. Quedó atónito cuando en respuesta recibió un cajón de libros conteniendo traducciones en más de sesenta lenguas. La Iglesia rusa en 1899 tenía veinte misiones dentro del Imperio y cinco misiones extranjeras en Alaska, Corea, China, Japón y Persia.
La Iglesia rusa, bajo Nicolás I, fue un extraño cuerpo regido por un oficial de caballería y unos obispos que, aunque socialmente inferiores, eran equiparados en rango con los oficiales militares y estatales y recibían distintivos similares. A pesar de hallarse bajo la presión burocrática, la Iglesia llevaba su propia vida independiente, y entre sus miembros no faltaban hombres y mujeres con excepcionales dotes de profecía y curación, santos, misioneros y místicos. Su principal defecto era la creciente enajenación de la minoría occidentalizada. Por ejemplo, Alejandro Pushkin (1799-1836), el más insigne poeta ruso del siglo XIX y un hombre que amaba y comprendía profundamente a su pueblo, era contemporáneo del santo ruso más glorioso de este período, San Serafín de Sarov (1759-1833), pero es probable que ninguno de los dos oyera hablar nunca del otro. Vivieron en mundos separados.
Un grupo de dotados intelectuales rusos, conocidos por la denominación de eslavófilos, que puede dar origen a equivocaciones, fueron los primeros que trataron de acabar con este nocivo estado de circunstancias. Pertenecían a la hacendada clase superior y tenían profundas raíces en el suelo ruso. Los más célebres entre ellos fueron los hermanos Iván (1806-56) y Piotr (1808-56) Kireevsky, los hermanos Constantino (1818-60) e Iván (1823-86) Aksakov, Nicolás Yazikov (1803-46), Alejandro Koshelev (1806-83), Yury Samarin (1819-76) y Alejo Khomiakov (1804-60). Habían sido educados, como el resto de su clase, en una atmósfera de cultura occidental, hablaban con fluidez idiomas europeo y habían viajado por Alemania, Francia e Italia. Pero diferían de los otros rusos occidentalizados en que retenían su vínculo con la Iglesia, cuyas tradiciones amaban y comprendían. Los eslavófilos eran dolorosamente conscientes de que la mayoría de su clase eran extraños en su propio país. Estaban convencidos de que Rusia tenía tanto que ofrecer a Europa como lo que podía recibir de ésta, con sólo que se reconociese la originalidad y el valor de la cultura ortodoxa. El gobierno sospechaba de los eslavófilos y les prohibía que difundieran sus ideas por medio de la Prensa. Se reunían en salas de tertulia de la antigua capital y pasaban horas en acalorados debates con sus oponentes, los occidentalizantes, hombres como Alejandro Herzen (1812-70) y Nicolás Ogarev (1813-77).
Uno de los eslavófilos, Yury Samarin, enumeró en una carta los temas de conversación en su círculo: “Solíamos discutir acerca de la relación entre la ortodoxia, el latinismo y el protestantismo. ¿Es la ortodoxia la forma intacta y primitiva del cristianismo, de la que han surgido otras expresiones superiores de religión? ¿O es la ortodoxia la plenitud inalterable de una verdad religiosa? ¿Cuál es la diferencia entre la cultura rusa y la europea? ¿Se debe empantanar cada vez más la cultura rusa por Occidente o deben penetrar cada vez más los rusos en la ortodoxia y descubrir los fundamentos de una nueva cultura universal?”
Estas animadas discusiones se centraban en cuestiones que los rusos habían debatido en los siglos XVI y XVII, cuando la creencia de que Moscú era la tercera Roma había originado el cisma dentro de su Iglesia. Otra vez aparecieron dos partidos. Los occidentalizantes negaban la originalidad de la cultura rusa. Se hallaban convencidos de que su país estaba atrasado y necesitaba aprender sabiduría y conocimiento técnico de Occidente. No creían que la Iglesia ortodoxa tuviese ningún mensaje. Por otra parte, los eslavófilos eran cristianos practicantes que estaban firmemente convencidos de que la Iglesia ortodoxa había conservado la plenitud original de la revelación cristiana. Roma, con su excesivo énfasis sobre la autoridad, y el protestantismo, con su excesivo acento sobre el individualismo, representaban típicamente para los eslavófilos los defectos de la civilización europea del siglo XIX, con su egoísmo, agresividad y convencimiento de su propia virtud. Los eslavófilos pensaban que el reconocimiento de un sentido de comunidad era esencial para un orden social y político más equilibrado. Eran desterrados por la mayoría de sus contemporáneos, y ridiculizados como excéntricos; pero su obra tuvo un valor permanente y condujo al renacimiento espiritual y cultural que tuvo lugar en Rusia en la víspera de la revolución comunista. La principal figura y la mente más original entre los eslavófilos fue Alejo Stepanovich Khomiakov.
Khomiakov recibió su primera instrucción de un maestro francés, sacerdote romano emigrante que le enseñó francés y latín. Más tarde añadió a estos idiomas el griego, el inglés, el alemán y el sánscrito. La madre de Khomiakov, mujer fuerte de carácter y profundamente devota de la Iglesia ortodoxa, le ayudó a reverenciar la fe de sus antepasados. Nunca desertó de la ortodoxia, su hogar espiritual. Khomiakov era hombre de muchas dotes, poeta de calidad, pintor e inventor de una máquina que ganó una medalla en una exposición londinense. Era también historiador de original intuición y compiló el primer diccionario ruso-sánscrito. Fue hacendado competente, médico por afición y, sobre todo, teólogo que abrió nuevos horizontes a la Iglesia rusa y liberó a su pensamiento de las enredosas controversias occidentales y de la imitación servil de pautas extranjeras. Externamente, su carrera estuvo exenta de acontecimientos notables. Como oficial de caballería de la Guardia imperial, tomó parte en la guerra ruso-turca de 1829, pero pronto se retiró a pasar el resto de su vida como un rico hacendado, dividiendo su tiempo entre Moscú y sus fincas. Fue feliz en su matrimonio y tuvo ocho hijos. Murió prematuramente del cólera, mientras trataba a sus campesinos de esta enfermedad mortal. Un hombre de su inteligencia, conocimientos y personalidad dinámica habría ocupado un importante puesto en la vida política o docente de cualquier país, menos en la Rusia de su época. Nicolás I desconfiaba de los hombres de iniciativa e imaginación, y sobre todo, temía esa libertad que para Khomiakov era indispensable. Khomiakov fue un gran patriota ruso, pero fue, por encima de todo, un auténtico cristiano, y, por lo tanto, la policía sospechaba que era revolucionario y librepensador. Ninguno de sus libros se pudo publicar en Rusia durante su vida. La historia, la filosofía, la política, todo atraía su atención; pero su principal contribución fue en la teología. Le era familiar la filosofía, y podía vestir las creencias tradicionales de la ortodoxia oriental con el idioma del pensamiento contemporáneo. Su manera de ver era tan inusitada, y la verdadera imagen de la ortodoxia se había visto desfigurada durante tanto tiempo por los burócratas eclesiásticos, que Khomiakov fue acusado de modernismo, y sólo después de su muerte le reconocieron como auténtico portavoz de su Iglesia. Su más sorprendente afirmación fue que tanto Roma como el protestantismo representaban la misma actitud individualista hacia la religión, mientras que el Oriente cristiano había conservado la original interpretación comunitaria del cristianismo primitivo. Su enseñanza era que las Iglesia occidentales, fijando la autoridad eclesiástica en el Papa o en la Biblia se habían separado igualmente de la antigua tradición, según la cual toda la comunidad era inspirada y guiada por el Espíritu Santo. Antes de la época de Khomiakov, los teólogos ortodoxos se habían visto fuertemente presionados por los controversistas occidentales y habían tratado de defenderse con argumentos occidentales. Khomiakov rompió con estas tácticas colocando a la Iglesia ortodoxa no entre Roma y Ginebra, sino por encima de ellas. Para Khomiakov la Iglesia no era una institución, sino un organismo viviente. Desechaba como errónea la búsqueda de una fuente externa de infalibilidad, a la que venía entregándose el Occidente cristiano desde su separación de la Iglesia ortodoxa. Escribió: “La infalibilidad reside únicamente en la hermandad ecuménica de la Iglesia, unida por un amor mutuo; la custodia de los dogmas y la pureza de los ritos están encomendados, no sólo a la jerarquía, sino a todos los miembros de la Iglesia que constituyen el cuerpo de Cristo.” Para Khomiakov, la comunión de amor era indispensable para el entendimiento de la verdad, para la equilibrada vida sacerdotal y para una acción social constructiva; pero el amor presuponía libertad. Siempre que se suprimía la libertad, se reducía la creatividad del ser humano y se paralizaba su vida intelectual y moral. Este énfasis sobre la libertad y la responsabilidad personal estaba relacionado con un acento igualmente fuerte sobre la importancia de la comunidad. “La soledad del hombre,” escribió Khomiakov, “es la causa de su impotencia; el que se separa de otros crea un desierto alrededor de sí mismo. Un individuo egocéntrico es impotente; es víctima de una discordia interior irreconciliable.”
Tales ideas eran inaceptables para los liberales rusos occidentalizados, que exigían una libertad ilimitada para el individuo, y para el Gobierno imperial, que insistía en que la obediencia y subordinación eran indispensables para un orden político estable.
Siete años después de la muerte de Khomiakov, las reformas liberales hicieron posible la aparición de sus obras teológicas en Rusia, y en el prefacio de la primera edición, Yury Samarin describió osadamente a su maestro como doctor de la Iglesia. Tenía razón. El título de doctor de la Iglesia pertenece a Khomiakov como jalón en la historia del cristianismo ruso, como hombre que restauró la tradición patrística dentro de la estructura del pensamiento del siglo XIX y consiguió que la ortodoxia fuese inteligible a los rusos educados.
En el siglo XIX, la ocupación mahometana de los Balcanes contaba quinientos años de antigüedad; sin embargo, los turcos continuaban siendo extraños en credo, raza y visión política; ni absorbidos por los conquistados ni capaces de convertir a éstos en parte del Islam. La chispa de libertad que la Iglesia ortodoxa había conservado viva en el pueblo subyugado se inflamó, por fin, en una llama devoradora. Una causa fue el firme avance de Rusia contra los turcos; otra fue la penetración de las ideas revolucionarias francesas en el mundo oriental. La conquista de Egipto por Napoleón y su adquisición de las islas Jónicas en 1797 estimularon al Oriente cristiano y le infundieron nuevo valor para escaparse de la esclavitud.
Los serbios fueron los primeros en sublevarse. En 1804 se levantaron bajo el liderazgo de Karageorge. Derrotados, se sublevaron de nuevo en 1815 bajo las banderas de Obrenovich, y después de una lucha larga cruel consiguieron su autonomía.
En 1830 los turcos reconocieron a Milosh Obrenovich como príncipe hereditario de Serbia. Los serbios obtuvieron el derecho de edificar iglesias y escuelas y de organizar su propia administración, aunque obligados todavía a rendir tributo al Sultán. Como garantía de su obediencia, las guarniciones turcas permanecían en puestos estratégicos. En 1831 el Patriarca de Constantinopla concedió la autonomía a la Iglesia serbia dentro del principado recientemente creado y la liberó así del control de los fanariotas. Milentije Pavlovich fue consagrado primer obispo de Belgrado y metropolitano de Serbia.
En 1879 la Iglesia serbia se hizo autocéfala, que significa no sólo autónoma, sino igual a las otras Iglesias en la tradición bizantina ortodoxa. Las primeras décadas de libertad estuvieron llenas de pruebas para la Iglesia serbia. Tenía un clero poco experto y educado, mientras que se hallaba entorpecida por la inestabilidad política, la rivalidad personal y las intrigas. No obstante, se inició la obra constructiva. Petar Jovanovich, metropolitano de Serbia (1833-58), fundó un seminario al estilo ruso y comenzó a enviar a Rusia a los jóvenes más prometedores para que completasen allí su formación. Uno de éstos, Mihajlo Jovanovich, se convirtió en el más famoso de los insignes arzobispos serbios del siglo XIX (1859-81 y 1889-98). Bajo su conducción, la Iglesia serbia, una vez que hubo adquirido su posición autocéfala, se enzarzó en un conflicto con el Estado. Estuvo desterrado durante ocho años. La causa de su conflicto fue la inclinación anticlerical de los jefes políticos de la Serbia liberada. Se habían educado preferentemente en Francia y Alemania e imitaban a Occidente sin crítica alguna. Aspiraban a fundar un estado secular y desconsideraban el profundo amor que tenían los serbios a la Iglesia ortodoxa, que les había salvado del colapso espiritual y moral bajo los turcos.
Este anticlericalismo y positivismo continuó estando de moda hasta el final de la monarquía serbia, entre la minoría occidentalizada. La confusión intelectual, la inestabilidad moral y la superficialidad eran características de esta clase, que mostraba poco entendimiento y aún menos apreciación de la tradición cultural y religiosa de la nación.
Una singular situación eclesiástica se desarrolló entre los montenegrinos ortodoxos. Eran racialmente afines a los serbios, pero su plaza fuerte de la montaña no había sido nunca subyugada completamente por los turcos y fueron los primeros en conseguir su independencia política. Su resistencia había adquirido un carácter religioso, de forma que los obispos se habían convertido en sus jefes nacionales. Danilo Petrovich (1697-1735) fue el primer obispo que estableció contacto con Rusia y que adquirió una posición análoga a la de un gobernante secular. La moral de los montenegrinos se fortaleció grandemente mediante esta alianza. El sucesor de Danilo fue su sobrino, Sava Petrovich (1735-82), que colaboró con su primo, otro obispo, Vasilje Petrovich. Este visitó Rusia en tres ocasiones y consiguió publicar La Historia de Montenegro en Moscú, en 1754, que despertó una gran simpatía por su pequeño país y obtuvo una considerable ayuda.
Esta dinastía de obispos gobernantes alcanzó su más gloriosa etapa bajo Petar I Petrovich Negosh (1782-1830) y su sucesor, Petar II Petrovich Negosh (1830-51). En 1799, el sultán Selim III (1783-1807) reconoció la independencia de Montenegro y simultáneamente su Iglesia adquirió una posición autónoma. Petar I fue canonizado por la Iglesia en atención a sus incesantes y abnegadas fatigas por su pueblo. Su sobrino, Petar II, era filósofo y poeta de originalidad y poder, hombre de amplia visión y capacitado administrador.
Su sucesor, Danilo Petrovich (1851-60), puso fin al gobierno de los príncipes-obispos. Contrajo matrimonio y se convirtió en el primer príncipe secular de su país.
La revolución serbia no atrajo la atención occidental, pero la sublevación griega de 1821 conmovió profundamente a Europa.
Comenzó a un mismo tiempo en varios lugares: el 6 de marzo, el príncipe Alejandro Hypsilantis, un fanariota, desplegó la bandera de libertad griega en Moldavia; el 25 de marzo, Germanos, metropolitano de Patras, exhortó a su pueblo para que se levantara contra sus opresores mahometanos, y los habitantes de varias islas griegas proclamaron simultáneamente su independencia.
Esta rebelión había sido preparada por sociedades secretas, la más importante de las cuales era Philiki Hetaireia (Asociación de Amigos). Contaba con unos doscientos mil miembros que difundían una educación dirigida hacia el patriotismo y un deseo de liberación política.
La noticia de las rebeliones griegas llegó a los jefes políticos de Occidente en el momento de la Conferencia de Laibach. En este período reaccionario, Alejandro I de Rusia estuvo en una torpe posición. Tradicionalmente, los rusos se consideraban como partidarios de los oprimidos cristianos balcánicos, pero la Santa Alianza, iniciada por Alejandro, incluía al Sultán turco, a quien estaba obligado a prestar apoyo contra los cristianos revolucionarios. El príncipe Hypsilantis fue fácilmente derrotado, pues había calculado muy mal la actitud de los moldavos. No tenían simpatía entre los fanariotas y, por lo tanto, no se sentían inclinados a ayudar a su pequeño ejército. Sin embargo, la rebelión de Morea fue entusiásticamente apoyada por toda la población, y, a pesar de la superioridad militar turca, como fin una victoria griega. Una ola de sentimiento pro-helénico indujo a los gobiernos de Rusia, Inglaterra y Francia a intervenir a favor de los griegos.
En la batalla de Navarino, en 1827, fue destruida la flota turco-egipcia, y, después de una derrota sufrida durante la guerra con Rusia (1828-29) el Sultán acordó conceder a Grecia su independencia. El primer rey elegido por las grandes potencias fue Otón de Baviera (1833-62), con el cual el gobierno del país cayó enteramente en manos de los alemanes, que ni entendían ni respetaban al pueblo que tenían que regir, Siguieron una política de estricto control sobre la Iglesia e instituyeron un sínodo al estilo ruso. Un antiguo problema era la regularización de las relaciones con el Patriarca de Constantinopla. En 1821, tan pronto como llegó a la capital la noticia de la rebelión, el patriarca Gregorio V (1797-98; 1806-08; 1818-21) fue asesinado por los turcos, junto con treinta mil griegos. Bajo tales condiciones, era difícil mantener relaciones con Constantinopla y en 1833 treinta y tres obispos de la Grecia liberada proclamaron el estado autocéfalo de su Iglesia. Sin embargo, el patriarca Constancio (1830-34) se negó a aprobar esta acción. El resultado fue una paralización que afectó adversamente al estado de la Iglesia griega. Mientras tanto, la burocracia alemana había empezado a sospechar de una Iglesia que expresaba los sentimientos antiextranjeros del pueblo en general. Se redujo a diez el número de obispos y pronto a cuatro, todos viejos y decrépitos. Las protestas condujeron al arresto de los más vigorosos clérigos y legos.
No obstante, mejoraron las condiciones en la segunda mitad del siglo XIX. La reconciliación entre Constantinopla y el Sínodo de la Iglesia griega se consiguió en 1852, cuando el estado autocéfalo de ésta fue aprobado por el patriarca ecuménico Anthimus IV (1840-41 y 1848-52). El número de diócesis se incrementó a veinticuatro, y un movimiento encaminado a elevar el nivel del saber y educación de los cristianos fue iniciado por el propio pueblo, que permaneció fiel a la Iglesia ortodoxa, a pesar de la apostasía de una minoría occidentalizada.
Las dificultades que padecieron los celosos de la ortodoxia quedan bien ilustradas mediante la historia del abad Eusebio Matthopoulos (1849-1929), fundador de la hermandad Zoé. Era un notable monje que ingresó en una comunidad religiosa a la edad de catorce años y le ordenaron diácono a los diecisiete. De joven cayó bajo la influencia de vigorosos defensores de la ortodoxia, como Ignacio Lampropoulos (muerto en 1869) y Apostolos Makrakis (muerto en 1905), que osadamente se oponían a los abusos y a la corrupción dentro de su Iglesia. El antiguo mal de la simonía que introdujeron los turcos se vio renovado después de la liberación por algunos políticos griegos y, en 1875, se produjo un escándalo público cuando se descubrió la culpabilidad de tres obispos que obtuvieron sus sedes sobornando a los ministros del Gabinete. Makrakis, Eusebio y sus amigos encabezaban la protesta contra esta violación de la moralidad pública y los cánones eclesiásticos, pero el Sínodo de la Iglesia griega, compuesto de personas similarmente comprometidos, procesó a los defensores de la ortodoxia y les condenó en 1879, acusados falsamente de herejía. Sin embargo, el nuevo Sínodo revisó esta sentencia, y degradó a los tres obispos, y los arbitrariamente inculpados fueron liberados de su reclusión en monasterios remotos. Eusebio reanudó su campaña evangélica de predicación y enseñanza por todo el país y adquirió gran popularidad. Pero Apostolos Makrakis, amargado por el episodio, se negó a reconocer la autoridad del Sínodo y formó su propia secta. Esta incurrió en un insano estado de crédula confianza en sus predicciones políticas, basadas en su interpretación del Libro de la Revelación. Makrakis estaba dotado de una mente original y vigorosa y poseía un extraordinario conocimiento teológico, pero la seguridad en sí mismo que le indujo a asumir el papel de profeta le separó de la Iglesia ortodoxa. Después de su muerte en 1905, se terminó su secta, pero sus escritos gozan de considerable popularidad y tiene muchos admiradores, especialmente entre los griegos de los Estados Unidos.
El padre Eusebio era tan erudito e intransigente como Makrakis, pero se vio libre de la autoafirmación. Se dio cuenta de que el progreso religioso griego dependía de los esfuerzos coordinados de muchos cristianos devotos, y con esta idea fundó una comunidad de estudiosos de las escrituras bíblicas. La Iglesia griega tiene una deuda de gratitud con él por una extraordinaria institución, la hermandad Zoe, inaugurada en 1909. Tuvo un notable éxito, aunque su total impacto se sintió únicamente después de la primera guerra mundial.
La victoria de Rusia sobre los turcos en 1828-29 consiguió el reconocimiento de autonomía para Valaquia y Moldavia, dos provincias principalmente habitadas por rumanos. Durante cinco años (1829-34), estuvieron bajo el iluminado gobierno del conde Kiselev, que organizó una milicia, mejoró las finanzas y puso en orden la administración. La prosperidad económica que siguió a sus reformas fomentó un movimiento liberal entre los intelectuales. Francia, su política, literatura y cultura, atraían a los jóvenes rumanos, y en 1848 una venturosa revolución consiguió una constitución liberal para Valaquia, gobernada en aquella época por el príncipe Guika.
Nicolás I, que actuaba como guardián autonombrado de todos los reaccionarios de Europa, se interpuso y utilizó tropas rusas para suprimir a los liberales. Su intervención provocó un conflicto con los turcos, que afirmaban poseer soberanía sobre los dos principados danubianos, y la tensión así creada entre Rusia y el Imperio Otomano fue uno de los factores contribuyentes a la guerra de Crimea (1853-55). Mientras duraron las hostilidades, los austríacos ocuparon los principados. En el Congreso de París (febrero-marzo 1856), Inglaterra insistió en que se restaurase el gobierno turco de Rumania, pero prevaleció la combinada oposición de Francia y Rusia. En 1858, en otra Conferencia de París, las grandes potencias acordaron autorizar que los principados estableciesen constituciones similares a condición de que permaneciesen separados. Este acuerdo artificial sufrió un colapso cuando Valaquia y Moldavia eligieron como gobernante al mismo hombre, el príncipe Alejandro Cusa (1859-66). Su fusión en un solo reino, llamado Rumania, fue aceptada por los turcos en 1862, e Inglaterra no tuvo más remedio que reconocerla también.
En 1866 Alejandro Cusa se vio obligado a abdicar y fue sustituido I por el príncipe Carlos de Hohenzollern-Sigmaringan (1866-1914), que en 1881 fue proclamado rey. En 1864 la Iglesia de Rumania declaró su independencia de Constantinopla. Una reforma agraria del mismo año la privó de muchas de sus posesiones, principalmente la propiedad de los monasterios griegos donados por los fanariotas, que tuvieron bajo su control a la Iglesia y al Estado en los principados hasta 1821. En 1885 el Patriarca ecuménico reconoció el estado autocéfalo de la Iglesia rumana, y se regularizó su posición canónica.
La condición de la Iglesia en Rumania durante el siglo XIX estuvo muy lejos de ser satisfactoria. Un gobierno anticlerical la trataba como un departamento del Estado, los obispos eran nombrados por los políticos, y el clero parroquial, reclutado entre los campesinos, era despreciado por las clases superiores occidentalizadas. Únicamente hacia finales de siglo empezó a ajustarse la Iglesia rumana. En 1890 se agregó una Facultad de Teología a la Universidad de Bucarest (fundada en 1869). Se mejoró la formación de los sacerdotes y se incrementó la producción de literatura cristiana. Lo mismo que los griegos, la mayoría de los rumanos permanecieron profundamente fieles a la Iglesia y los monasterios continuaron su bienhechora influencia, aunque la clase gobernante se había olvidado de la religión.
De las naciones ortodoxas balcánicas, los búlgaros fueron los últimos que adquirieron su independencia. Hallándose geográficamente más próximos a Constantinopla, sufrieron más que otros la doble opresión de turcos y fanariotas.
La primera señal de reviviscencia búlgara apareció en 1762, cuando el monje Paisy publicó su Historia del pueblo búlgaro. A mediados del siglo XIX se habían fundado escuelas que enseñaban la lengua búlgara y propagaban la idea de liberación. Los otros Estados balcánicos se habían liberado de los turcos antes de rechazar el control fanariota en la administración eclesiástica. En Bulgaria fue distinto el orden, de manera que cuando en 1870 el Sultán permitió que los búlgaros tuviesen una organización eclesiástica independiente, el patriarca, Anthimus VI (1845-48; 1853-55; 1871-73), les excomulgó (septiembre 1872). Este acto no fue aprobado por todas las Iglesias orientales, y el cisma entre Constantinopla y Bulgaria no separó a la Iglesia búlgara del resto de los ortodoxos. Anthimus, obispo de Vidin, se convirtió en su primer exarca (1872-88). Esta victoria eclesiástica animó a los búlgaros a pedir libertad política. En 1875-76 fue sofocada una rebelión por fuerzas irregulares turcas, con mucha crueldad y derramamiento de sangre. Rusia acudió al rescate y derrotó a los turcos. La creación de una Bulgaria fuerte y unida no era idea grata para Gran Bretaña. El Congreso de Berlín de 1878 dividió a Bulgaria en tres secciones: la mayor pasó al Sultán; el príncipe Alejandro de Battenberg (1879-86) fue elegido gobernante de la parte central de Bulgaria; y el resto se convirtió en un estado separado denominado Rumelia oriental, que en 1885, después de un referéndum, se unió al cuerpo principal. El ánimo con que se tomó esta decisión fue causa de la caída de Alejandro, y el príncipe Fernando de Sajonia-Coburgo (1887-1918) fue elegido en su lugar. El jefe político durante esa confusa época fue Stefan Stambulov (1887-94), hombre ambicioso y sin escrúpulos, con ideas radicales sobre la religión y abiertamente hostil a la Iglesia. Tuvo un fuerte adversario en Clemente, metropolitano de Tirnovo (muerto en 1901), que defendía firmemente la libertad y dignidad de la Iglesia búlgara. Bajo Fernando, el país entró en la esfera de la influencia alemana y la mayoría de los teólogos búlgaros iban a estudiar a Alemania y no a Rusia, como antes.
En todo país balcánico, la supervivencia nacional bajo los turco fue posible gracias a la Iglesia. La Iglesia ortodoxa llevó a estas naciones hasta el umbral de la independencia, pero su clero no pudo mantener su autoridad en el siguiente período de su evolución. La principal causa de fracaso fue su falta de preparación intelectual para su nuevo papel. La liberación del sofocante control turco abrió a las naciones balcánicas el excitante mundo de la civilización occidental, con sus ideas antagónicas, sus teorías sociales y políticas radicales y su ilimitada facilidad para la erudición y la discusión. Los jóvenes enviados a estudiar en Occidente absorbían con ansiedad y sin crítica alguna los rudimentos de una civilización superior y volvían a sus propios países con una firme creencia en la capacidad occidental de proporcionar soluciones prefabricadas a todos sus problemas. Se hallaban resueltos a reformar sus propios países de acuerdo con las doctrinas occidentales más recientes. Los jerarcas de la Iglesia ortodoxa no pudieron hacer frente a este desafío. Algunos eran hombres patrióticos y devotos, pero muy pocos habían recibido una formación occidental y su visión y modales parecían anticuados a los políticos educados en París o en Alemania. Incluso aquellos teólogos que habían estudiado en el extranjero y poseían grados universitarios (al principio, raras excepciones) eran de poco uso, pues consideraban a su propia Iglesia como atrasada y necesitada de reforma.
Rusia, que había experimentado la misma agitación un siglo antes, no podía ser de mucha ayuda, pues los que comprendían la situación, como los eslavófilos, se veían impotentes por la censura oficial y el antagonismo de las clases occidentalizadas, mientras que la mayoría de los intelectuales rusos copiaban todavía a Europa, y naturalmente los cristianos balcánicos decidieron ir a la fuente original también. Esta imitación general de Occidente se vio fomentada por los gobernantes protestantes alemanes de los Balcanes. Estos potentados no conocían la historia de sus súbditos y eran extraños a la Iglesia ortodoxa y a su genio.
Esta decisión entre la ascendencia ortodoxa y las nuevas ideas importadas fue perniciosa para el crecimiento de la cultura balcánica. En el siglo XIX carecía de originalidad y cohesión, pues se olvidaban y se ignoraban las pasadas realizaciones *. Únicamente después de la primera guerra mundial se dieron cuenta los intelectuales balcánicos de que poseían una tradición propia con muchas extraordinarias realizaciones.
* La arquitectura medieval serbia es una de las más hermosas del mundo ortodoxo, pero las catedrales e iglesias serbias, edificadas en el siglo XIX, después de la liberación, eran copias de segunda clase de un estilo austríaco decadente.
La trágica falta de entendimiento entre la Iglesia y los jefes occidentalizados de las naciones balcánicas se debía a su largo aislamiento del esto del cristianismo. Se habría podido esperar que aquellos ortodoxos que se incorporaron antes al Imperio austro-húngaro ayudasen a sus hermanos de religión, tanto cultural como teológicamente, a sacudirse el yugo turco. Eran los cárpatos-rusos, los ucranianos de Galitzia y Bukovina, los rumanos de Transilvania, los serbios de Bonat y Voivodina, y los dálmatas y bosnios. Sin embargo, estos dispersos ortodoxos no pudieron realizar esta tarea, pues ellos mismos se hallaban oprimidos en sus propios países. El gobierno vienés miraba con profunda sospecha la efervescencia nacionalista balcánica, y patrocinaba a los unificados para que contrarrestasen el peligro de reunión de sus propios súbditos ortodoxos con sus hermanos cristianos fuera de las fronteras de una doble monarquía. Cuando encontró una fuerte resistencia, el gobierno trató de provocar fricciones nacionales entre los ortodoxos. Por consiguiente, los cristianos orientales en Austria-Hungría se hallaban divididos en varias provincias eclesiásticas separadas, que recibían diferente tratamiento del Estado. Estas eran: la Iglesia serbia, bajo el metropolitano de Karlovci; la Iglesia rumana en Transilvania, bajo el metropolitano de Hermannstadt (o Sibiu); la Iglesia de Bukovina y Dalmacia, que incluía rumanos, ucranianos y serbios, gentes de distinta ascendencia nacional y lingüística; y la Iglesia de Bosnia y Herzegovina, dos provincias que se anexionó Austria en 1875. En total, dos millones y medio de ortodoxos se hallaban bajo los Habsburgos en la segunda mitad del siglo XIX. Desunidos, tratados como una minoría indeseable, entorpecidos en sus actividades culturales y religiosas, estos ortodoxos necesitaban en sí ayuda y aliento de los cristianos balcánicos que eran culturalmente menos avanzados, pero espiritualmente más vivos que sus hermanos cristianos bajo la dominación austro-húngara.
La Iglesia más oprimida del Imperio era la de Transilvania. Sus sacerdotes eran considerados como siervos; un ortodoxo no podía ser nombrado para ningún puesto gubernamental, y el único modo de librarse de la condición de paria era agregarse a los unitas o unificados. Sin embargo, muchos rumanos resistieron a todos los intentos de sumisión al Papa. En 1810 tuvieron el éxito de obtener su propio obispo, Vasilie Moga (1810-46).
Las condiciones anexas a su nombramiento eran curiosamente análogas a las que rigen las vidas de los cristianos bajo los turcos. Se les prohibía persuadir a los unificados ex-ortodoxos para que retornasen a su Iglesia o impedir que sus fieles se pasaran a Roma. Aunque toda una parroquia unita o unificada se pasara a la ortodoxia, su Iglesia y escuela permanecería siendo propiedad del sacerdote unificado, que retenía su estipendio. Al obispo le recordaban particularmente que representaba una religión que no era “aceptada” en Transilvania, aunque fuese credo de sus habitantes originales, y que no podía reclamar los mismos derechos que el clero católico romano y unificado. A pesar de todo, el obispo Moga reconstruyó su diócesis sobre una base segura y dio a su pueblo un nuevo aliento. Su sucesor, Andrey Shaguna (1848-73), fue un hombre todavía más insigne. Había recibido una buena educación, hablaba con fluidez el húngaro y el alemán, y eran tan grandes su amor y dedicación a su Iglesia y a su pueblo, que un número de unitas retornaron a la ortodoxia a pesar de todas sus desventajas, y después de siglo y medio de obediencia a Roma.
El estado ortodoxo en otras provincias del Imperio austríaco era más favorable. Gradualmente adquirieron el derecho de erigir iglesias con signos visibles de edificios dedicados al culto, tales como campanas, torres y cruces, y con fachada a la calle y no dentro de un patio trasero *. En 1875 se reformó el seminario para la formación de sacerdotes en Chernovci y se convirtió en Facultad de Teología. Hasta 1848 toda la instrucción fue en latín, pero más tarde se introdujeron el rumano y el ucraniano.
La más vigorosa de todas las comunidades ortodoxas era la serbia, que llegó a Austria a finales del siglo XVII como aliada de guerra contra los turcos, y que, por lo tanto, había retenido facilidades de culto e instrucción que eran negados a otros miembros de la Iglesia ortodoxa. Tenía su propio seminario en Karlovci, y esta pequeña ciudad, no lejos de las fronteras serbias, se convirtió en centro de su vida cultural y religiosa.
Hacia finales del siglo, los ortodoxos en Hungría y Austria adquirieron una apariencia de civilización occidental, pero se hallaban más apartados de su tradición original que sus compatriotas menos educado de los Balcanes, quienes lucharon con éxito por la libertad política de formar su propio destino.
* Los turcos impusieron la misma prohibición a los ortodoxos.
La derrota que sufrió el Imperio Ruso durante la guerra de Crimea (1853-55) desacreditó el orden militar y burocrático que Nicolás I había impuesto (1825-55) a la nación rusa durante treinta años. Terminó, por fin, su rigidez artificial, y su hijo y sucesor, Alejandro II (1855-81), inauguró reformas liberales, siendo la más importante la emancipación de los siervos en 1861. Este retardado cambio de la estructura social del Imperio Coincidió con la aparición de la intelligentsia, fenómeno sin paralelo en la vida de otras naciones. La intelligentsia rusa no era ni una clase social, ni una élite intelectual, ni un partido político. Contenía gentes de todas las clases, de diferentes niveles de educación, de ideas políticas opuestas, pero con ciertos convencimientos fundamentales, que se pueden resumir bajo tres denominaciones: que la injusticia que sufrían los campesinos era un pecado nacional y que la minoría privilegiada era moralmente responsable de él; que la autocracia era un mal que causaba retraso económico y desigualdad social y, por lo tanto, se le debía dar fin; y que las teorías políticas y filosóficas radicales de Occidente, si se aplicaban a Rusia, podían producir mejoras inmediatas en todas las esferas de la vida. Se aceptaban estos principios con un fervor religioso que venía de la ascendencia cristiana de la mayoría de la intelligentsia aunque el ateísmo y el materialismo eran considerados como señales de una visión progresiva. Estos entusiastas rusos del radicalismo y socialismo europeos identificaban a Europa con la irreligión.
Por lo común, los jefes más populares de la intelligentsia, tales como Nikolás Chernishevsky (1828-89) y Nikolás Dobrolubov (1836-61), eran hijos de sacerdotes y retenían un sentido de servicio a una sagrada causa cuando abrazaron el positivismo y el nihilismo y desecharon el cristianismo ortodoxo como anticuado. A sus ojos, el principal delito de la Iglesia era su actitud negativa hacia la violencia y su repugnancia a combatir contra la autocracia con armas revolucionarias. La intelligentsia deseaba apasionadamente elevar a los campesinos rusos, pero despreciaba la fe de su pueblo y, por lo tanto, continuaba siendo mal entendida por la población en general, que desconfiaba de ella. Los jefes del ala izquierda de la intelligentsia creían en el progreso automático; predecían que un orden social ideal surgiría de súbito del derramamiento de sangre y destrucción de la revolución. Así, pues, se concentraban en minar la estructura política del país sin reparar en las consecuencias prácticas de su colapso. Entre los pocos que preveían los sufrimientos que resultarían de la victoria del materialismo ateo en Rusia se hallaba uno de los más grandes pensadores y escritores rusos, Feodor Dostoievsky.
Dostoievsky era hijo de un médico, nacido en Moscú. De joven cayó bajo la influencia del socialismo francés. Fue arrestado y condenado a muerte en 1849 por participar en una sociedad clandestina donde se discutían ideas políticas radicales. Le conmutaron la sentencia, y Dostoievsky pasó cuatro años en una prisión siberiana. Estas terribles experiencias alteraron su modo de ver, y regresó a San Petersburgo en 1859 como cristiano convencido.
Había conocido el pecado de los hombres en sus formas más espantosas y repugnantes; había vivido en forzosa intimidad con endurecidos criminales y había observado la mentalidad de los torturadores y verdugos. Le absorbía el estudio del mal, pero aún le fascinaba más su experiencia de la realidad de la libertad humana en la elección entre el odio y el amor. Con la autoridad de un profeta predijo que la humanidad preparaba una rebelión contra Dios, a escala sin precedente, en nombre del progreso y la emancipación. Se daba cuenta de que la estúpida e ingenua intelligentsia iba de cabeza hacia el desastre del totalitarismo despótico. Escribió: “Los predicadores del materialismo y el ateísmo que proclaman la autosuficiencia del hombre preparan una indescriptible oscuridad y horror para la humanidad bajo el disfraz de la renovación y resurrección.”
En medio del sufrimiento de su destierro siberiano, Dostoievsky “conoció a Cristo, a quien,” como él dijo, “aprendí a conocer de niño, pero a quien había abandonado cuando me hice europeo liberal.” Preveía que los que rechazaban el cristianismo y la Iglesia lo hacían para demostrarse a sí mismos y a otros que los hombres eran dueños de su propio destino y que en el Universo no existía ningún poder moral superior al del ser humano. Estos “bienhechores” edificaban una gigantesca prisión de uniformidad obligatoria y no tenían piedad con los que se negaban a ser esclavos en el reino del totalitarismo futuro. Los seres humanos tenían miedo a la libertad, según Dostoievsky, y estaban ansiosos de cambiarla por la seguridad y prosperidad material. Pero ellos jamás podrían ser verdaderamente felices sin libertad y, por lo tanto, habiéndola perdido una vez, lucharían por su recuperación, aun a costa del sufrimiento y de la muerte.
En su obra más insigne, La leyenda del gran inquisidor, Dostoievsky pone frente a Cristo a un defensor del totalitarismo. El inquisidor acusa a Jesucristo de desconsiderar la fragilidad de la naturaleza humana, pues los seres humanos no pueden cumplir los abnegados requerimientos del cristianismo puro. El inquisidor se presenta como el verdadero amante de los hombres, que satisfaría sus necesidades materiales, que les quitaría el peso de la libertad y les daría prosperidad y felicidad.
Durante esta apasionada diatriba contra la enseñanza del Evangelio, Cristo guarda un silencio tan elocuente, que La leyenda es una de las mejores obras literarias del mundo, fuera del Nuevo Testamento, que da un retrato viviente de Jesucristo.
Dostoievsky no era teólogo en el sentido técnico de la palabra. Nunca utilizó la palabra “redención,” pero todos sus escritos se basan en una profunda experiencia de Cristo como Salvador de la humanidad. Para Dostoievsky, Cristo no fue un maestro de sabiduría ni un ejemplo de alta conducta moral; El era la verdad, la belleza y la bondad encarnadas en perfecta humanidad. Amando a Cristo, abrazando a Cristo, los hombres pecadores y divididos podrían recuperar la armonía y la integridad. En Cristo se aniquilaba el mal, pues a la luz de su semblante divino la fealdad de la existencia egocéntrica se exponía en su última iniquidad. Dostoievsky halló su concepto del cristianismo personificado en la Iglesia ortodoxa. Creía que los cristianos rusos tenían un mensaje para el resto del mundo y que su comunidad desempeñaría un papel central en el inevitable conflicto entre las fuerzas cristianas y anticristianas. Predecía que este choque se produciría a finales del siglo. La intelligentsia no hizo caso de las advertencias de Dostoievsky. Era admirado como novelista de grandes dotes, pero no se reparaba en las profundas intuiciones religiosas que subyacían en toda su ficción. Dimitry Merezhkovsky (1865-1941) fue el primero que introdujo a los lectores rusos en esta teología. Desde entonces se ha reconocido a Dostoievsky como el más destacado pensador cristiano de Rusia.
Entre los intelectuales del siglo XIX figuraba uno que participaba plenamente de los convencimientos de Dostoievsky y que les proporciona una sólida base filosófica. Era el más sobresaliente de los filósofos rusos: Vladimir Soloviev.
Soloviev, lo mismo que Dostoievsky, abandonó su fe cristiana por el positivismo y el materialismo, pero pronto se liberó de éstos. Estudió primero ciencias y luego filosofía. En su tesis, escrita en 1874 y titulada La crisis de la filosofía occidental, afirmaba la necesidad de una síntesis de fe y razón para el ulterior progreso del pensamiento creador. Aunque su teoría filosófica no estaba en armonía con el modo de ver que compartían sus examinadores, era tal su capacidad, que le ofrecieron un nombramiento académico y le enviaron al extranjero a completar sus estudios. Sin embargo, Soloviev no era sólo un erudito de grandes dotes; era también visionario y profeta. Durante su estancia en Londres, una experiencia mística en la sala de lectura del Museo Británico le impulsó a marchar a Egipto, y allí, en el desierto, tuvo la revelación crucial de su vida, un encuentro con Hagia Sophia, la Sabiduría Divina. A su regreso a Rusia, renunció a su carrera académica y durante el resto de su vida continuó siendo un filósofo libre y un errante maestro de sabiduría. Soloviev era poeta, reformador social, teólogo original, precursor del movimiento ecuménico; pero, lo mismo que Dostoievsky, era, por encima de todo, un profeta que preveía el próximo cataclismo de la historia de Rusia y Europa.
Soloviev era discípulo de los eslavófilos y amigo personal de Dostoievsky, pero fue más allá que éstos. No sólo criticaba al Occidente cristiano, como hicieron sus predecesores; se daba cuenta de la importancia de reconciliar a Oriente y Occidente, pues también era muy consciente de los defectos del cristianismo ortodoxo. Antes de su época, los rusos aceptaban a Occidente como maestro o se adherían obstinadamente a su propia tradición. Pocos contemplaban la posibilidad de restaurar la comunión entre Roma y Oriente, y si la contemplaban, pensaban en términos de rendición de una parte a los dictados de la otra. Soloviev consideraba que la Iglesia se componía de tres elementos distintos e igualmente necesarios, personificados por los apóstoles Juan, Pedro y Pablo. Identificaba el Evangelio de San Juan con el espíritu contemplativo del Oriente cristiano. Roma representaba la tradición de acción y caudillaje de Pedro. Relacionaba los intereses intelectuales y doctorales de los protestantes con San Pablo y su interpretación de mensaje evangélico. Soloviev era optimista, creyendo en la posibilidad de la reintegración cristiana. Predicaba la responsabilidad de los miembros de la Iglesia con respecto a las condiciones sociales y económicas de la humanidad y oraba y trabajaba por la victoria de la caridad en las relaciones entre judíos y cristianos. Aunque ortodoxo, estaba dispuesto a recibir la Santa Comunión en la Iglesia romana. Era una figura solitaria mal entendida en todas partes; pero su dedicación a la causa cristiana, el estímulo de sus brillantes escritos y sus intuiciones místicas eran tales, que incluso le estimaban los que se hallaban en desacuerdo con sus ideas. En 1900 publicó un libro que parecía repudiar sus anteriores conclusiones optimistas. En La historia del Anticristo profetizaba la reunión eclesiástica, pero no como resultado de deliberaciones adecuadamente efectuadas. Preveía la llegada de un dictador mundial que, bajo la máscara de benevolencia y protección, impondría su gobierno de hierro a todas las religiones. Sólo una minoría de los cristianos procedentes de las diversas confesiones se negaría a reconocer al dictador como el Gran Bienhechor de la humanidad, y se lanzaría contra ellos la persecución hasta que, bajo la presión de un extremado peligro, los fieles que quedasen de los seguidores del Mesías renunciasen a sus antiguos prejuicios y desavenencias y restaurasen su unidad. Este acto final de la historia eclesiástica coincidiría con el fin del mundo. Tal es el tema del extraño libro de Soloviev. Un espíritu de tensión se infiltra en sus páginas. Una visión de próxima catástrofe parece haberse impuesto al vidente, obligándole a contradecirse en sus anteriores opiniones. La imagen del Anticristo, el Gobernante Universal, se ve tan poderosamente dibujada, que parece un retrato realista y no mera ficción. Soloviev fue vehículo de esta revelación, pero ya no podía soportar su peso.
En el prefacio de su último libro, compuesto en la Pascua de Resurrección de 1900, Soloviev escribió: “Aun en esta forma enmendada, todavía percibo que hay muchos defectos en esta obra, pero la no distante imagen de la pálida muerte me aconseja calladamente que no demore su publicación.”
Soloviev resultó ser un buen profeta en su propio caso. Su vida terminó de súbito el 31 de julio, a la temprana edad de cuarenta y siete años. Los médicos no podían diagnosticar su caso; su vitalidad parecía agotarse y su organismo se negaba a seguir funcionando. Careció de hogar en toda su vida, y murió en la casa de unos amigos entre los que había encontrado refugio temporal. Su extraordinaria personalidad dejó una marca indeleble sobre la cultura rusa. Su enigmática figura concluye la historia de la Iglesia oriental en el siglo XIX.
El renacimiento religioso ruso. — Cuatro conversos del marxismo al cristianismo. — Intentos de reforma de la Iglesia rusa (1905-14). — El padre Juan de Kronstadt (1829-1908). — El Concilio Panruso (18 de agosto-9 de noviembre de 1917 y 20 de enero-7 de abril de 1918). — Reorganización de las Iglesias orientales después de la primera guerra mundial (1914-18). — La revivificación del cristianismo en los Balcanes. — Principales características del cristianismo oriental en los siglos XIX y XX. — La campaña atea de los comunistas. — La reacción de los ortodoxos. — La Iglesia rusa en el exilio y su encuentro con el Occidente cristiano. — Los emigrantes rusos y el Movimiento Ecuménico. — El actual estado de la Iglesia oriental.
El siglo XX produjo un marcado cambio en la atmósfera cultural y religiosa que particularmente se notaba en Rusia. El excesivo utilitarismo y el fatal materialismo de su intelligentsia, su exclusiva preocupación por los problemas sociales y económicos, su culto a los campesinos, se desvanecieron; y la poesía, el arte y la religión recuperaron el lugar de honor que se les negó en las últimas décadas del siglo XIX. Este renacimiento artístico y religioso se inició entre la élite intelectual de las dos capitales, San Petersburgo y Moscú, pero se difundió rápidamente, y, en la víspera de la primera guerra mundial, la generación más joven de la intelligentsia rusa se había apartado de la creencia de que el darwinismo resolvía el misterio de la creación y que el materialismo era la última palabra en el esclarecimiento de la cuestión. El positivismo ya no era aceptado como verdad dogmática y se le sustituía por una intensa búsqueda de otros puntos de vista filosóficos. Un deseo de comprender el lenguaje simbólico del cristianismo se puso de moda e introdujo en la Iglesia ortodoxa a algunos jefes de la intelligentsia; otros abrazaron el ocultismo o la teosofía o se contentaron con sus propias intuiciones místicas. Poetas como Alejandro Blok (1880-1921), Andrés Biely (1880-1935), Viacheslav Ivanov (1886-1949); escritores como Dimitry Merezhkovsky (1865-1941), Basilio Rozanov (1856-1919); compositores como Alejandro Scriabin (1871-1915); pintores como Miguel Vrubel (1856-1910), V. Vasnetsov (1848-1942), Miguel Nesterov (1862-1942), Nicolás Reirih (1874-1947) y Basilio Kandinsky (muerto en 1944), se preocuparon de los problemas religiosos, y su visión artística se hallaba en agudo contraste con las tendencias moralistas y didácticas de la vieja generado. El renovado interés por el cristianismo facilitó los encuentros personales entre la intelligentsia y los jefes de la Iglesia ortodoxa, los dos sectores de la sociedad rusa que habían perdido su recíproco contacto.
En 1901, por iniciativa de Merezhkovsky, su esposa, Zenaida Hippius (1869-1945), y V. M. Skvortsov (1859-1932), teólogo seglar y sagaz misionero, comenzaron en San Petersburgo periódicas y venturosas reuniones religiosas. El clero y los profesores de la Academia Teológica discutían con escritores y célebres intelectuales cuestiones como la misión de la Iglesia, sus dogmas y su ética. Era una experiencia enteramente nueva para ambas partes, pues la intelligentsia había considerado previamente que tales problemas estaban fuera del campo de sus intereses. En Moscú y Kiev se organizaron sociedades similares. El renacimiento espiritual y cultural debió mucho a Vladimir Soloviev, que así alcanzó una popularidad póstuma. Los poetas le consideraban como maestro, los filósofos estudiaban sus obras, los teólogos advertían la importancia de sus ideas.
Entre sus discípulos, los más notables fueron cuatro ex-marxistas que, a principios del siglo, abandonaron el materialismo y el ateísmo y se unieron a la Iglesia ortodoxa.
Eran Piotr Struve (1870-1944), Sergio Bulgakov (1871-1944), Nikolás Berdiaev (1874-1948) y Simeón Frank (1877-1950). Su conversión fue un acontecimiento de gran importancia en la evolución de la intelligentsia. En el siglo XIX habían existido severos críticos de la intelligentsia, pero la mayoría de ellos eran conservadores políticos y, por lo tanto, sus críticas se echaron a un lado.
Esta vez la campaña contra el materialismo fue iniciada por reconocidos y respetados miembros de la intelligentsia., por cuatro filósofos y economistas que habían adquirido reputación de ser capacitados exponentes del marxismo, la más reciente doctrina de Occidente, aceptad como panacea de todos los males sociales y económicos. La deserción de estos sobresalientes hombres influyó profundamente en la intelligentsia. Se alarmó la vieja guardia del radicalismo, pero los más jóvenes dispensaron una buena acogida a las estimulantes ideas de los escritos de estos filósofos, que en 1909, con varios amigos, publicaron los Vekhi (Hitos), colección de artículos que provocaron una apasionada controversia. En cinco meses aparecieron seis ediciones del libro. A los lectores les impresionó su profunda unidad, aunque los autores no vieron sus respectivos artículos antes de ser impresos. Su principal tema era la lógica contradicción entre el utopismo social, que confiadamente esperaba que se conseguirían, en el mundo entero, justicia económica, paz y prosperidad, y la creencia de que el universo era resultado de las ciegas fuerzas físicas y dependía biológicamente de la lucha por la supervivencia de los más aptos. Quienes colaboraron en los Vekhi insistían en que la esperanza de una organización moral de la sociedad radicaba en la creencia de que el cosmos tenía un autor y un destino inteligible a los hombres. El cristianismo era la fuerza más progresiva en la evolución de la humanidad, pues daba la seguridad de que el esfuerzo y la aspiración moral se hallaban en armonía con la voluntad del Creador, que había revelado su designio sobre el universo por medio de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. La colección de artículos exhortaba a la intelligentsia a que retornase a la religión, abandonase el terrorismo como legítima arma política y reconociese que el olvido del código cristiano sólo podía conducir al nuevo surgimiento de esa esclavitud, a la despótica situación de que Cristo había liberado a los hombres. Los Vekhi reiteraban la predicción de Dostoievsky sobre el igualitarismo ateo que daría origen a una tiranía en escala sin precedentes. El peso de estas advertencias se veía incrementado por el íntimo conocimiento que los autores poseían de Lenin y otros exponentes del marxismo, que habían sido sus asociados, y por su familiaridad con las teorías filosóficas y económicas, de acuerdo con las cuales se había de planear el orden social comunista. Los ex-marxistas habían llegado a sus conclusiones después de duras y largas luchas internas, en el curso de las cuales habían rechazado el ateísmo como falsa interpretación de la realidad, abrazando el cristianismo como la única solución satisfactoria del misterio de la vida.
Sin embargo, estos antiguos revolucionarios no renunciaron a su libertad intelectual. Al contrario, se unieron a la Iglesia intentando reanudar su campaña en pro de un mejor orden social y con la esperanza de ver liberada del control burocrático a la comunidad cristiana. Sus esperanzas eran justificadas. La Iglesia rusa comenzaba a alejarse de la inmovilidad que caracterizó su vida en el siglo XIX.
La derrota de Rusia en la guerra contra el Japón (1904-05) produjo una patente expresión del descontento hacia la eficiencia burocrática, Nicolás II (1894-1917) hizo concesiones a las demandas públicas de mayor libertad. Una de las leyes promulgadas en 1905 garantizaba la igualdad religiosa para todos los ciudadanos del Imperio y ofrecía el derecho de autogobierno a las asociaciones religiosas. Sólo la Iglesia rusa no participaba de los beneficios. El conde Witte (1849-1915), iniciador de estas reformas liberales, reconoció esta anomalía y entró en negociaciones con el metropolitano de San Petersburgo, Antonio (Vadkovsky) (1899-1912), con miras a conseguir una mayor libertad para los ortodoxos. El Metropolitano respondió calurosamente a la oferta y envió un memorándum al gobierno, sugiriendo reformas en la administración eclesiástica. Este documento, al ser publicado, rompió el largo silencio impuesto a los ortodoxos por el control estatal. La revivificación de la autonomía eclesiástica se pedía en todas partes del país. Incluso los obispos, cuidadosamente elegidos de entre el clero más obediente, manifestaron abiertamente un deseo de trascendentales reformas. El 23 de marzo de 1905, los miembros del Sínodo enviaron una petición al Emperador para la convocatoria de un concilio eclesiástico y la restauración del patriarcado. Nicolás II expresó su aprobación y, como paso preliminar, se constituyó una comisión para preparar el programa del concilio. Se envió un cuidadoso cuestionario a todos los obispos, pidiendo su opinión sobre las formas mejores para perfeccionar la vida eclesiástica. Sus respuestas y los apuntes del comité preconciliar se publicaron en 1906 y son valiosos materiales para ilustrar el estado de la Iglesia en la víspera de la disolución del Imperio. Una notable faceta de estos documentos es la unanimidad con que los jefes de la Iglesia rusa repudian el orden que había regido sus vidas durante doscientos años. Sólo dos de los sesenta y dos obispos diocesanos no abogaron por su abolición. El comité preconciliar no incluía a los defensores del Sínodo. La cuestión radicaba en qué organización debía sustituirlo. Los conservadores se pronunciaban en favor de la restauración del patriarcado; los liberales deseaban algo más democrático.
La noticia de la inmediata liberación de la Iglesia fue entusiásticamente recibida por todo el país, y los periódicos y revistas dedicaban mucho espacio a las discusiones de las posibles reformas. Sin embargo, no se realizaron estas brillantes esperanzas. El Imperio que fundó Pedro el Grande se negó a dar libertad a la Iglesia. Las mejoras de urgente necesidad se aplazaron indefinidamente con diversos pretextos, y en los últimos años de la agonía del Imperio la administración eclesiástica se vio aún más degradada, pues cayó bajo la influencia de Gregorio Rasputín * (1872-1916), campesino de los Urales que había adquirido fama de santidad en los círculos de la corte. Era una época en que muchos falsos maestros y profetas atraían admiradores, y la relajación moral se hallaba muy difundida; pero el mismo período conoció un fuerte resurgimiento del auténtico cristianismo, manifestado en la aparición de un número de destacados teólogos, como fray Pavel Florensky (1882-1949), Kareev (1866-1934), V. Nesmelov (1863-1920), el metropolitano Antonio (Khrapovitsky) (1863-1936) y de filósofos cristianos como el príncipe Sergio Trubetskoy (1862-1905), el príncipe Eugenio Trubotskoy (1863-1920), V. Ern (1879-1919) y N. Novgorodtsev (1863-1927). A medida que la Iglesia rusa se aproximaba al momento de sufrir su más severa prueba, se hacía abundante la gracia del Espíritu Santo. Entre los cristianos rusos ocupa un lugar especial el padre Juan de Kronstadt.
* Con frecuencia se describe erróneamente a Rasputín como monje. Estaba casado y tenía dos hijos.
Fray Juan Sergiev fue durante muchos años diácono de la catedral en la base naval rusa que guardaba los accesos a San Petersburgo. Adquirió fama de carácter nacional por sus extraordinarias dotes de curación y su poder de transformar los corazones de las personas. Podía curar a los enfermos incluso a distancia, cuando le llegaban peticiones de ayuda por carta o telegrama. A sus concurridos servicios asistían gentes de todas partes del país. Fray Juan restauró la comunión frecuente entre sus seguidores y utilizó la confesión pública de los pecados como medio de conversión. Era también un excelente organizador y creó muchas instituciones filantrópicas, que daban alojamiento y proporcionaban empleo a varios millares de personas en necesidad de asistencia (unos ocho mil en 1902). Su diario, titulado Mi Vida en Cristo, se ha convertido en uno de los más populares libros de devoción y se traduce a muchos idiomas.
Otro sacerdote de rara intuición espiritual era Alejo Mechev (muerto en 1923). Tenía un excepcional don para contribuir a que la gente se conociese a sí misma. En los años de la primera guerra mundial, y a principios de la revolución comunista, su intuición profética atrajo multitudes de almas a sus servicios. Nicolás Berdiaev le visitó antes de su expulsión de Rusia por los comunistas en 1922 y le confortó grandemente la seguridad de fray Alejo acerca de que su destierro era providencial y le ofrecería una oportunidad de difundir extensamente su mensaje cristiano. Fray Alejo no había salido nunca de Rusia, pero diagnóstico exactamente la condición espiritual de Europa entre las dos guerras.
En febrero de 1917 el Imperio sufrió un colapso en medio de la guerra mundial. El gobierno provisional liberal no pudo mantener su autoridad y la creciente anarquía paralizó pronto las operaciones militares y la administración civil. En esos meses de caos y privaciones la única fuerza constructiva era la Iglesia. Se reorganizó sobre una base canónica adecuada y las reformas más valiosas fueron conseguidas por el Concilio Panruso. La rápida convocatoria de este concilio fue obra del último procurador del Sínodo, profesor Antón Kartashev (1875-1960). Le nombraron en julio de 1917 y enseguida renunció al título que implicaba la subordinación de la Iglesia. Como ministro de religión, ofreció toda la ayuda posible a la Iglesia en la tarea de congregar a los obispos y otros representantes. El Concilio se reunió en Moscú el 15 de agosto de 1917. Incluía todo lo mejor de la Iglesia rusa entre el clero y los seglares. A pesar de la anarquía que precedió a la revolución comunista de octubre de 1917, que estableció la dictadura de Lenin, hostil a la Iglesia, el Concilio consiguió un número de trascendentales reformas; se restauró el Patriarcado y fue elegido Tikón (Beliavin) (1866-1925) (31 de mayo de 1917). Se restauró el autogobierno y se establecieron órganos centrales y diocesanos. El éxito del Concilio fue notable, pues sus miembros mostraban sabiduría y madurez en su juicio cuando el resto de la nación, especialmente sus jefes políticos, habían perdido todo sentido de la proporción. La vitalidad y fuerza de los ortodoxos rusos quedó demostrada por su capacidad de crear la adecuada constitución de la Iglesia bajo las más desfavorables condiciones de la guerra civil y después de dos siglos de subordinación al control burocrático del Imperio.
El Concilio fue también el triunfo de aquellos dirigentes de la intelligentsia que volvieron a la Iglesia antes de estallar la revolución, confiando en su fuerza constructiva. El más destacado de este grupo, el profesor Bulgakov, fue elegido para el Consejo Supremo de la Iglesia, instituido como órgano permanente de administración por el Concilio. Así la necesaria reconstrucción del gobierno eclesiástico se completó precisamente en el momento en que los comunistas empezaron su campaña contra todas las religiones.
La primera guerra mundial causó el colapso de cuatro Imperios: el ruso, el germano, el austríaco y el otomano. Su desaparición condujo a drásticos cambios en la vida y destino de todos los cristianos orientales. Tratemos primero de los ortodoxos del rito bizantino. El patriarcado de Constantinopla, que incluía ocho millones de cristianos antes de 1914, se redujo a unos ochenta mil griegos residentes en Constantinopla; los griegos que permanecían en Asia Menor fueron expulsados de sus antiguos hogares después de la victoria turca sobre los griegos en 1922. Los jefes de la República Turca sólo consintieron, bajo la presión extranjera, que el patriarca ecuménico mantuviese su residencia en el Fanar e impusieron muchas incómodas restricciones a sus movimientos. Los griegos de Rodas y otros de las islas vecinas, y los griegos de la Diáspora, especialmente muchos residentes en América, continuaron reconociéndole como cabeza espiritual. Estos griegos de fuera de Turquía agregaban unas 500 000 almas a sus fieles. El patriarca de Alejandría convirtió en súbdito del independiente Egipto; su jurisdicción se extendía sobre todos los griegos de África y comprendía unos 120 000 fieles. El patriarcado de Antioquía tenía su territorio dividido entre las dos repúblicas de Siria y el Líbano. Unos 280 000 árabes ortodoxos quedaban bajo su mandato, de los que 100 000 se hallaban dispersos por el mundo entero, conteniendo la mayoría las diócesis de América del Norte y del Sur. El patriarcado de Jerusalén sufrió mucho a causa del perturbador conflicto entre los árabes e Israel. La mayoría de sus 50 000 fieles eran árabes, pero el propio Patriarca y el clero principal eran todos griegos y esto originaba fricciones y disgustos.
La Iglesia autocéfala de Chipre (360 000) retuvo su posición lo mismo la más pequeña de las Iglesias ortodoxas, la del Monte Sinaí (300). La mayor, la de Rusia, restauró su patriarcado en 1917 y poco después desapareció de la escena en las relaciones internacionales, separada del resto del mundo por los comunistas.
El colapso de la monarquía rusa hizo que resurgiera el estado autocéfalo de la antigua Iglesia de Georgia (2 500 000), que había sido absorbida por la Iglesia rusa a principios del siglo XIX, después de la incorporación de Georgia al Imperio de San Petersburgo.
Cinco nuevas Iglesias autónomas cobraron existencia como resultado de la revolución comunista: las iglesias ortodoxas de Polonia (4 500 000), de Finlandia (70 000), de Lituania (55 000), de Letonia (160 000) y de Estonia (250 000). Algunas de ellas aceptaban la supervisión eclesiástica de Constantinopla, y otras permanecían nominalmente vinculadas a la Iglesia rusa. Inseguras en su obediencia quedaban la Iglesia del Japón (40 000) y la Iglesia ortodoxa rusa en Norteamérica (1 500 000).
La Iglesia de Grecia incrementó grandemente su número por el ingreso de refugiados de Asia Menor. En 1910 tenía dos millones; después de la primera guerra mundial, seis. Una vasta extensión territorial y numérica tuvo también lugar en las Iglesias de Serbia y Rumania. La Iglesia serbia se convirtió en patriarcado (en 1920) y absorbió a la Iglesia de Montenegro y a las diócesis serbias en Austria y Hungría. Su número ascendió e 2.300.000 (1910) a 7 000 000 (1925). El patriarcado rumano incluía a los ortodoxos de Valaquia, Moldavia, Besarabia, Bukovina y Transilvania. En 1910, la Iglesia rumana contaba 4.550.000 fieles; después de la guerra, 15 millones.
La Iglesia de Bulgaria se incrementó también, pero menos que las otras, pues los búlgaros fueron dos veces derrotados, en la guerra balcánica de 1912 y en la primera guerra mundial. En 1910 su Iglesia tenía 1 500 000 fieles; en 1924 sus miembros se habían incrementado a 5 millones.
La Iglesia albanesa adquirió estado autocéfalo en 1922 y sus miembros alcanzaban la cifra de unos 215.000.
También nació otra Iglesia: la cárpato-rusa de Checoslovaquia. Esta aislada rama de la Iglesia rusa había aceptado la unión con Roma en 1652. Varios intentos que algunos de estos unificados hicieron de retornar a la Iglesia ortodoxa fueron considerados por el gobierno como traición política. Cuando su país se incorporó a la República checa, unos 200.000 unificados se hicieron ortodoxos, mientras que unos 500 000 permanecieron sometidos a Roma.
No menos importantes cambios tuvieron lugar entre los ortodoxos orientales. La peor suerte recayó sobre los armenios. Durante la guerra, fueron completamente exterminados por los turcos en su propio país y sólo sobrevivieron los que por casualidad vivían en Constantinopla. La Iglesia en la Armenia soviética estaba al mismo tiempo expuesta a la opresión comunista. No obstante, esa vigorosa raza continuó adhiriéndose a su Iglesia nacional, cuyos miembros alcanzaban el número de 3 000 000 en 1930.
Los coptos de Egipto (900 000) y los monofisistas de Etiopía (8 000 000) continuaron en su aislamiento como antes, oponiéndose obstinadamente a cualquier desviación de las formas de vida eclesiástica que conservaban intactas desde la Edad Media. La Iglesia ortodoxa siria de Travancore, por el contrario, mostró señales de nueva vitalidad. El nivel docente de su clero mejoró mucho, se inició la obra misionera y sus representantes tomaron parte activa en la tarea ecuménica y entraron en contacto con los ortodoxos de la tradición bizantina, con quienes nunca habían tenido relaciones. Sin embargo, estas mejoras causaron un cisma en 1908 entre sus filas. La sección más conservadora permaneció bajo el control del patriarca jacobita sirio, residente en Homs, pero el partido más progresista, acaudillado por el catholicos Gevarguese, rechazó su tutelaje y afirmó su derecho de autogobierno. Cada rama tenía por aquel entonces unos 500 000 miembros. En 1959, se reconciliaron por fin ambas partes. Los jacobitas de Siria continuaron declinando en fuerza y número. De 400 000, quedaron reducidos a 80 000 después de la guerra. La Iglesia nestoriana o asiría aún padeció más lastimosamente. Después de la proclamación de la independencia del Iraq en 1920, los mahometanos dieron muerte a sus compatriotas cristianos. De 200 000 en 1910, sólo sobrevivieron unos 70 000 como fugitivos de su propio país. Su jefe espiritual, Mar Shimun, fue expulsado y encontró refugio temporal en Inglaterra, trasladándose después a los Estados Unidos de América. En términos generales se puede decir que aquellos cristianos orientales que permanecían bajo el control del Islam continuaron declinando, mientras que aquellos que consiguieron libertad mostraron una considerable vitalidad a pesar de los múltiples obstáculos y pruebas.
El principal problema con que se enfrentaron las grandemente dilatadas Iglesias balcánicas fue el de fusionar a los cristianos que durante siglos habían vivido bajo diversos sistemas políticos y económicos y desarrollando sus propias características. Algunos de estos cristianos acababan de salir de la opresión turca; otros habían tenido independencia durante un siglo; y aun otros habían estado incorporados durante períodos más o menos largos al Imperio austro-húngaro. La rivalidad, la sospecha, los malos entendimientos eran inevitables; los ortodoxos de Austria despreciaban a los otros como menos cultos; el clero procedente de Estados independientes reclamaba la prioridad en el gobierno eclesiástico, pues habían adquirido su libertad mediante una dura lucha, mientras que el resto se había liberado sin los sacrificios y peligros de la rebelión.
Estos choques en los círculos eclesiásticos se veían agravados por conflictos políticos en los Estados de reciente formación, que en algunos causaron la guerra civil, como en el caso de Yugoslavia bajo la ocupación alemana (1940-44). Pero, a pesar de todo, estas comunidades cristianas pudieron empezar a trabajar en serio por la educación moral y religiosa y la mejora de sus naciones. Sus esfuerzos de renovación espiritual tomaron diversas formas, pero todas aspiraban a conseguir una mayor y más responsable participación de los seglares en la vida de la Iglesia, a revivificar el espíritu misionero y a elevar el nivel de la acción pastoral entre el clero.
En Grecia la renovación se vio asociada con varios movimientos misioneros, incluyendo la hermandad Zoë, de teólogos y predicadores. En 1938 la sociedad tenía unos ochenta miembros, la mayoría teólogos seglares (sólo doce habían recibido las santas órdenes) que dedicaban todo su tiempo a predicar y a enseñar. La mayor parte tenía grados teológicos, todos eran célibes y compartían en común sus posesiones. Si deseaban casarse, podían seguir trabajando, pero ya no se les consideraba como miembros integrales. La hermandad organizó escuelas dominicales (298 escuelas con 30.500 alumnos), publicó obras religiosas populares, una revista titulada Zoë (76.000 ejemplares de tirada) y era responsable de la instrucción catequística. Toda la obra era voluntaria. No se aceptaban subsidios de los extraños. Los nuevos métodos introducidos por la Zoë despertaron sospechas al principio y sus actividades fueron varias veces examinadas por el Sínodo. Finalmente recibió plena aprobación en 1923. Su éxito fue tal, que han llegado a formarse otras sociedades similares bajo el control directo del Sínodo.
La hermandad Zoë es un ejemplo típico de un movimiento ortodoxo no oficial. Los miembros legos de la Iglesia oriental tienen un fuerte sentido de responsabilidad por la vida y el trabajo de su comunidad. Un movimiento análogo, iniciado en el medio rural, mejoró grandemente la vida de la Iglesia serbia. Empezó después de finalizar la primera guerra mundial entre los soldados que regresaban del cautiverio. En los campos de prisioneros de guerra habían aprendido a leer en común las Sagradas Escrituras y a discutir cuestiones religiosas. Continuaron haciéndolo en sus pueblos, introduciendo a otros en sus círculos de estudio. Este movimiento era espontáneo y al principio no tuvo ningún jefe reconocido (el clero no participaba en él), pero era ortodoxo en su enseñanza y espíritu. Adquirió significado nacional cuando atrajo la atención del obispo más notable de la Iglesia serbia, Nicolás Velimirovich de Ocrida (1880-1956), que aceptó la dirección del movimiento. Poderoso predicador y original pensador, podía hablar tanto a los eruditos como a los simples. Bajo su inspirador mandato, los Bogomolci — tal era su denominación — estimularon y renovaron la vida de la Iglesia serbia. Una de sus importantes contribuciones fue la convención anual, usualmente celebrada cerca de un famoso monasterio, que atraía gran número de peregrinos. Por consiguiente, volvió a nacer la vocación religiosa entre las mujeres. Esta vocación había muerto en los Balcanes bajo los turcos, pero en los años de la postguerra se formaron en Serbia numerosos conventos. Al principio, eran dirigidos por monjas rusas que llegaron como refugiadas a Yugoslavia, pero los serbios asumieron más tarde la responsabilidad de tales conventos; algunos han sobrevivido incluso bajo los comunistas.
La aparición del nacionalsocialismo en Alemania originó una crisis en la vida política del pueblo balcánico. Este simpatizaba con las democracias occidentales, pero se hallaba atrapado entre los comunistas y los fascistas. La segunda guerra mundial dejó a todos los países balcánicos, excepto Grecia, detrás del telón de acero. Los comunistas, después de conseguir el poder, continuaban a atacar la Iglesia y siguieron el ejemplo de la política de postguerra de Stalin. La ley prohibía la propaganda y el proselitismo religioso.
Durante los dos últimos siglos, la Iglesia rusa fue un factor dominante en la vida de los cristianos orientales. No era solamente un cuerpo mucho mayor, muy superior en número a todos los otros ortodoxos en conjunto, sino que era también el miembro reconocido de un poderoso Imperio, mientras que el resto vivía bajo un gobierno opresivo de no ortodoxos, o se hallaba dividido entre pequeños Estados.
El principal problema de los cristianos orientales en ese período era el impacto desintegrador de la civilización occidental, que conquistó la imaginación de las generaciones jóvenes. Su deseo de copiar a Europa les condujo a una actitud crítica e incluso hostil para con la Iglesia ortodoxa, rechazada como parte del viejo y anticuado orden. Los defensores de la ortodoxia entre la sección occidentalizada eran pocos al principio. Sin embargo, se incrementaron notablemente a finales de este período. Entonces Rusia ocupó de nuevo la posición clave; entre su pueblo se podía encontrar a los más fanáticos ateos y a los más convencidos defensores del cristianismo. La batalla entre el ateísmo y la religión que tuvo lugar en Rusia después del colapso del Imperio fue un acontecimiento que rebasó los límites del cristianismo oriental. La dictadura comunista empujó a los cristianos orientales al frente de un conflicto de ámbito mundial y así acabó con ese aislamiento de los ortodoxos que había influido en su vida y pensamiento durante el pasado milenio. El Oriente y Occidente cristiano se hicieron otra vez compañeros en la gran aventura de edificar un orden cristiano universal. La historia de la contienda entre los comunistas y los cristianos rusos constituye uno de los temas centrales en la historia religiosa del siglo XX.
El ataque comunista contra los cristianos, los liberales y los simpatizantes del socialismo, que tuvo lugar en 1917, sorprendió a la mayoría de la intelligentsia rusa. Sin embargo, Vladimir Ulianov-Lenin (1870-1924), la indiscutible cabeza del partido, actuó en exacta conformidad con las predicciones de los autores que escribieron los Vekhi. No sólo estaba convencido de que poseía el secreto de la felicidad humana; estaba igualmente seguro de que era el único que podía dar esa felicidad y prosperidad a la humanidad y que, por lo tanto, su deber revolucionario era silenciar primero y eliminar por completo después a los que tenían otras ideas acerca del último fin de la vida humana. Lenin se daba cuenta de que sus oponentes radicales eran los cristianos, que consideraban al mundo y a la humanidad desde un punto de vista enteramente distinto al del materialismo dialéctico. Sentía una profunda aversión personal hacia Dios y nunca desaprovechaba las oportunidades de burlarse de los creyentes. A sus ojos, era él, Lenin, no Jesucristo, el salvador de la humanidad.
La apasionada creencia de Lenin en la verdad absoluta de su doctrina había sido aceptada sin reserva alguna por los comunistas. La intransigente oposición del partido al cristianismo refleja fielmente los convencimientos de su fundador. Este resuelto odio se ha exacerbado todavía más por una serie de ideas que comparten los cristianos y los comunistas, pero que interpretan de diferentes modos. La noción del mal, por ejemplo, es aceptada por los comunistas, pero se identifica con la explotación económica. El pecado se entiende como apoyo al orden capitalista; la providencia, como la ley del progreso definida por el materialismo dialéctico. El salvador de la humanidad es el Partido, que sólo bajo la dirección de sus inspirados dirigentes puede conseguir para los hombres la dicha y la seguridad de una sociedad sin clases. La creencia en estas declaraciones dogmáticas excluye la posibilidad de una coexistencia pacífica entre el cristianismo y el comunismo, y la historia de la Iglesia bajo el régimen soviético revela los persistentes intentos del Gobierno para suprimir toda influencia cristiana. La táctica de los comunistas puede variar considerablemente y sus ataques frontales han ido a menudo seguidores de intervalos de apaciguamiento temporal, pero los jefes del Partido nunca han renunciado a su objeto final de convertir el materialismo dialéctico en la única visión aceptable para el pueblo que tienen bajo su control. En cuanto se refiere a Rusia, la campaña comunista contra la Iglesia alcanzó tres veces el más elevado grado de intensidad: fue en los años 1918-23, 1929-32 y 1937-39. En estas tres ocasiones, los comunistas pretendieron aniquilar por completo al cristianismo, pero cada vez fracasaron en su empeño y se vieron obligados a retirarse.
El primer ataque fue proyectado y ejecutado por el propio Lenin. Con su optimismo original, esperaba destruir a la Iglesia de un solo golpe y promulgó en rápida sucesión un número de drásticos decretos contra los cristianos. El 4 de diciembre de 1917 se confiscó toda la propiedad eclesiástica; el 11 de diciembre se cerraron todas las escuelas teológicas; el 18 de diciembre se hizo obligatorio el matrimonio civil. El 23 de enero de 1918 todas estas órdenes revolucionarias, apresuradamente promulgadas, se unieron en una legislación antirreligiosa que aspiraba a minar los cimientos materiales de las asociaciones religiosas y a privarles del poder de conservar el orden y la disciplina.
Como materialista, Lenin creía que el pueblo pertenecía a la Iglesia porque obtenía de ella algún beneficio material (el clero) o porque era ignorante y se hallaba obsesionado por supersticiones y temores (los seglares). Confiaba en que la verdad axiomática de su propia enseñanza derrotaría sin dificultad a Cristo y a su Evangelio, y permitió, por lo tanto enseñanza y propaganda religiosa y antirreligiosa. Fue una sorpresa para los comunistas darse cuenta de que la destrucción de la Iglesia era una tarea mucho más difícil de lo que habían creído. Había algunos cristianos, incluyendo sacerdotes, que públicamente abjuraban de su religión, y, animado por el gobierno, el populacho profanó algunas iglesias y asesinó a varios obispos y sacerdotes. Pero, en general, los decretos comunistas produjeron resultados muy opuestos a los que esperaba Lenin. Consolidaron la Iglesia, aliviándola de los miembros inestables, e incrementando así su vitalidad y poder. Los primeros años del régimen comunista fueron verdaderos testigos de una revivificación religiosa.
Esta inesperada resistencia obligó a los comunistas a utilizar métodos brutales. El patriarca Tikón fue encarcelado en 1922, mientras que el metropolitano Veniamin de Petrogrado (1917-22), que era especialmente popular entre los obreros industriales, fue ejecutado junto con algunos miembros de su clero. Estas medidas fueron acompañadas de un intento de dividir la Iglesia con el denominado “Movimiento de la Iglesia Viviente” (1922-26), patrocinado por el comunismo, el cual atrajo a varios obispos y sacerdotes ambiciosos que esperaban conseguir el control de la Iglesia con la ayuda del partido. Sin embargo, fracasó este arma cismática; la gran mayoría del clero y del pueblo permaneció fiel al Patriarca, y la “Iglesia Viviente” quedó en nada a pesar de la protección estatal.
El Patriarca murió el 25 de marzo de 1925. Su popularidad era enorme; cien mil personas tomaron parte en su funeral, que fue dirigido por sesenta obispos y centenares de clérigos. Fue la más sorprendente manifestación de devoción del pueblo ruso hacia la Iglesia. El Gobierno, alarmado por su vigorosa vitalidad, se negó a dar permiso para la elección del sucesor de Tikón, y sistemáticamente comenzó a arrestar y a deportar a campos de concentración a los sacerdotes y obispos en quienes se confiaba. Pero la muerte de Lenin en 1924, y la lucha que siguió por el control del partido, produjo una relajación temporal en la presión de la campaña antirreligiosa, y durante los dos años siguientes el pueblo y la Iglesia gozaron de una libertad relativa.
El segundo ataque frontal se lanzó en 1929. Esta vez fue dirigido por el nuevo dictador, Iosif Vissarionovich Djugashvili-Stalin (1879-1953) un exseminariasta ortodoxo que había arrojado su cruz a un tacho de basura al hacerse miembro activo del Partido Comunista. Los comunistas ya no calcularon mal la fuerza de los convencimientos cristianos. Se dieron cuenta de que los argumentos intelectuales no eran adecuados para combatir la creencia en Dios, y que, por lo tanto, la mejor posibilidad de eliminar la religión era la prohibición completa de la enseñanza cristiana. La ley que se publicó en abril de 1929 consideraba ofensa criminal predicar el Evangelio, argumentar contra el materialismo y el ateísmo, o hacer algún intento de introducir a alguien en la Iglesia. La única actividad que aún se les permitía a los creyentes era la congregación de ellos mismos para el culto. Cada grupo de fieles era considerado como una unidad aislada, que podía continuar su existencia a condición de que veinte personas firmasen un documento expresando su deseo de orar en público. Los que lo hacían se exponían a la policía secreta y solían ser arrestados poco a poco.
La ley de 1929 marcó un logro cristiano. El omnipotente Estado comunista, en completo dominio de todos sus medios de propaganda, educación e instrucción, se veía forzado a imponer un silencio obligatorio a los cristianos, que estaban ya privados de prensa, escuelas y literatura, y, sin embargo, permanecían sin ser derrotados en los debates y discusiones. Los años 1929-32, los años de la forzosa colectivización y deportación en masa de los campesinos, fueron testigos del cierre general de las iglesias y del destierro y encarcelamiento del clero parroquial. Pero el hambre y la dislocación general de la vida económica que ocasionó la colectivización obligó a los comunistas a hacer un alto en su campaña antirreligiosa. La Constitución de Stalin, de 1936, incluso concedía el derecho de ciudadanía a los ministros de la religión, derecho que previamente se les había negado.
El último y más fiero ataque contra la Iglesia se efectuó en 1937-39. Estos fueron los años más lúgubres de la historia del Estado comunista; millares de personas fueron exterminadas y desterradas al extremo norte y a Siberia; el ejército, el Partido y cuantos quedaban de la intelligentsia se vieron expuestos a constantes purgas; el espionaje y la denuncia alcanzaron proporciones inauditas. El temor y el desaliento casi paralizaron las manifestaciones de vida eclesiástica organizada. En la víspera de la segunda guerra mundial, muchos minuciosos observadores extranjeros tenían la impresión de que los comunistas habían conseguido intimidar y desmoralizar a los miembros de la Iglesia hasta el punto de que la religión había sido efectivamente destruida, especialmente entre los jóvenes, educados en escuelas que daban instrucción antirreligiosa obligatoria. La guerra desvaneció esta ilusión. En 1941-42 la mayor parte de la Rusia europea fue invadida por los alemanes, y tan pronto como se eliminó la presión comunista contra la religión, el pueblo volvió a abrir espontáneamente sus iglesias. Esto tuvo lugar en todo el país y sucedió a pesar de veinte años de implacables esfuerzos por exterminar la enseñanza evangélica. En todas partes, el pueblo, haciendo frente a las privaciones de la ocupación alemana, reparó los edificios, desenterró los vasos sagrados, recuperó los libros de culto escondidos, formó coros e indujo al clero a reanudar su oficio. Las cifras de la importante diócesis de Kiev hablan elocuentemente de la determinación de los ortodoxos de reanudar su vida eclesiástica en la primera oportunidad.
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1917 (Antes de los comunistas) |
1939 (Bajo Stalin) |
1942 (Un año después de la suspensión temporal del gobierno comunista) |
Iglesias |
1 710 |
2 (?) |
616 |
Monasterios |
23 |
--- |
8 |
Monjes y monjas |
5 193 |
--- |
387 |
Sacerdotes |
1 435 |
3 |
889 |
Diáconos |
227 |
1 |
21 |
Chantres |
1 400 |
2 |
387 |
La fe cristiana resultó tan fuerte, que Stalin se vio obligado a retirarse de su intransigente posición, y en 1943 permitió la elección de un patriarca. El metropolitano Sergio (Stragorodsky, 1861-1944) fue elegido los obispos supervivientes. A su muerte, Alejo (Simansky) fue nombrado sucesor. Pronto se hicieron nuevas concesiones. Se reanudó la educación del clero y se abrieron ocho seminarios y dos academias teológicas. Los libros teológicos que habían escapado de la destrucción retornaron a esas escuelas, y se reconocieron las comunidades religiosas (antes de la guerra, probablemente existieron en secreto). Se restauró un cierto número de iglesias para el culto religioso y apareció en Moscú un periódico eclesiástico mensual. Sin embargo, no fue derogada la ley de 1929, y la propaganda cristiana continuaba siendo todavía una ofensa criminal; pero ya no fue discutido el derecho de orar, que, aunque garantizado legalmente, se les había negado prácticamente a los cristianos entre 1937-39. La victoria que así consiguió la Iglesia rusa no fue ganada ni por la fuerza de su organización ni por un inspirado liderazgo, sino por la fidelidad de innumerables hombres, mujeres e incluso niños, que persistieron en su amor a Jesucristo.
Los comunistas calcularon mal la fuerza de la Iglesia y se han visto obligados a suspender sus directos ataques contra los creyentes. Ahora su última esperanza de victoria radica en la reeducación sistemática de las masas para persuadirles de la falsedad de la enseñanza cristiana. Los cristianos también se han visto obligados a aprender a causa de sus errores y a revisar su política. Al principio, muchos de sus jefes consideraban a los comunistas como aventureros criminales que por accidente habían establecido un poder temporal sobre la nación. El patriarca Tikón había publicado el 19 de enero de 1918 un edicto de excomunión dirigido contra los que profanaban iglesias, blasfemaban y asesinaban a los fieles. Esta excomunión no aterró a los que habían descartado toda creencia en Dios. Gradualmente ambas partes se dieron cuenta de que la lucha sería dura y prolongada.
En el curso de las varias etapas de la campaña antirreligiosa, cuatro distintas actitudes hacia el Gobierno soviético aparecieron entre los miembros de la Iglesia. En primer lugar, un intransigente repudio de los comunistas como enemigos de Cristo y su Iglesia y, por consiguiente, una resistencia a tener relaciones con el gobierno. En segundo lugar, el reconocimiento de que había un acuerdo sustancial entre las ideas comunistas y cristianas del orden social y, por lo tanto, una oferta de colaboración con el Partido. En tercer lugar, la insistencia de una separación claramente definida entre la Iglesia y el Estado, basada en la no interferencia en sus respectivos asuntos internos. En cuarto lugar, la aceptación del régimen comunista como forma legítima de gobierno y la sumisión a su control político, a condición de que se les permitiera conservar intactas la ortodoxia de su doctrina y culto.
El primero y el segundo punto de vista eran defendidos únicamente por minorías. Los cristianos intransigentes solían terminar sus vidas en campos de concentración, mientras que los colaboradores no podían conseguir el apoyo de los comunistas y, por tanto, eran igualmente rechazados por ambas partes.
La mayoría de los ortodoxos adoptaba uno de los dos últimos criterios. Tenían en común el convencimiento de que la Iglesia tenía que afrontar el hecho del orden comunista y de abstenerse de toda oposición política al Gobierno. Esta no era una política de oportunismo, sino el resultado de creer que todo Estado existe con la aprobación de Dios, que es el último dirigente del universo. El desacuerdo entre los dos partidos de la Iglesia se centraba en la cantidad y carácter de control estatal que podía ser legítimamente aceptado a cambio del reconocimiento legal de la Iglesia.
El metropolitano Sergio Stragorodsky fue uno de los principales defensores del cuarto punto de vista, y cuando los comunistas llegaron a la conclusión de que la existencia de la Iglesia había de ser reconocida, fue elegido patriarca. Su política de aceptación del control comunista sobre la Iglesia, excepto en las esferas de enseñanza y culto, fue seguida por sus colaboradores después de su muerte.
El Gobierno soviético creó un departamento especial del Estado para tratar de los asuntos religiosos. Son de su responsabilidad todas las materias relacionadas con la apertura de iglesias, con su reparación, con la tributación del clero y con la supervisión general de las actividades eclesiásticas. Los comunistas no intervienen de un modo abierto en la vida interna de la Iglesia, pero las Regulaciones Religiosas publicadas en 1945 estipulan que todo poseedor de un cargo eclesiástico, desde el patriarca hasta un sacerdote parroquial, se debe inscribir en un registro de las autoridades comunistas antes de poder ejercer su función. El Gobierno tiene derecho a rechazar una inscripción o a cancelarla después de haber sido concedida.
Esto significa que ni el patriarca ni ningún obispo diocesano pueden llevar a cabo un nombramiento sin haber averiguado de antemano que el candidato propuesto es grato a los comunistas. Los requisitos de preselección estaban acordes a determinadas condiciones que imponía el régimen vigente. Condiciones que necesariamente se centraban en la obediencia y sumisión a los principios básicos y praxis del Partido Comunista. También debían los representantes eclesiales garantizar la tranquilidad de la población no incitándola a revertir la situación imperante, logrando adhesión y comprensión a los cambios que se vivían en las diferentes estructuras sociales y políticas. Este es un compromiso por ambas partes; los jerarcas se hallan restringidos en su elección, pero los comunistas también se ven obligados a inscribir a cierto número de clérigos para que sea posible la continuación de la vida eclesiástica organizada.
El estado de las asociaciones religiosas en otros países bajo el control comunista se basa en los mismos principios, aunque suele ser más liberal que en la U. R. S. S.; y en algunos países, como Polonia, por ejemplo incluso se permite la instrucción cristiana de los niños, aunque sólo por personas debidamente inscritas y aprobadas por las autoridades comunistas.
La lucha entre el cristianismo y la doctrina de Lenin del materialismo dialéctico continua todavía. Los comunistas tenían la ventaja de un monopolio de la educación y podían excluir a los cristianos de todos los puestos principales, temían y desconfiaban de la libertad, y negaban a los cristianos el derecho de defender su religión mediante argumentos, y esto fue su principal debilidad.
La causa cristiana sufre a causa de las restricciones artificiales impuestas a las actividades de la Iglesia, de la falta de libertad intelectual y de la exclusión, respecto de su liderazgo, de personas considerados por los comunistas como demasiado independientes. Sin embargo, su fuerza estriba en la verdad de su enseñanza, y, en cuanto se refiere a la Iglesia rusa, en la experiencia eucarística de sus miembros, que les asegura el amor divino y la realidad de su unión con el Cristo resucitado y ascendido.
Los años 1918-22 fueron una época de guerra civil en Rusia. Después de la derrota militar de las fuerzas anticomunistas, tuvo lugar un gran éxodo; fueron desterradas más de un millón de personas. Estos fugitivos eran de diversas nacionalidades, credos y opiniones políticas, pero la mayoría de ellos pertenecían a la intelligentsia rusa. La dureza de la vida fuera de su propio país y la amargura de la derrota alteraron su modo ver. Muchos de ellos reconocieron la verdad de las advertencias de Vekhi, que habían predicho que el comunismo, por cuya victoria habían trabajado los rusos occidentalizados, no produciría igualdad y libertad, sino una dictadura cruel. La desilusión política ayudó a muchos a retornar a la Iglesia, que se convirtió en centro de los grupos de rusos exiliados, particularmente numerosos al principio en los Balcanes, Francia y Alemania.
La generación joven de la intelligentsia había comenzado este retorno al cristianismo aun antes de la Revolución, pero el proceso se vio acelerado por la emigración. Los miembros de la Iglesia rusa en el exilio se enfrentaron con muchas tareas difíciles: podían organizar la vida eclesiástica sin interferencia política, pero se veían entorpecidos por la inseguridad, la pobreza y la degradación social; también deseaban ayudar a sus oprimidos hermanos de religión en Rusia; y se veían obligados a definir su actitud frente a los cristianos occidentales, entre quienes tenían que vivir y trabajar. Diferentes soluciones de estos problemas dividían a los emigrantes rusos. Los más conservadores, acaudillados al principio por el metropolitano Antonio (Khrapovitsky, 1863-1936), y, después de su muerte, por el metropolitano Anastasio (Gribanovky, 1873-65), considerando a la Iglesia como aliada natural de la monarquía, pensaban que debían luchar por la restauración de Rusia. Convencidos de que sus ideas prevalecían también entre los cristianos de Rusia, asumieron el derecho de hablar en nombre de toda la Iglesia rusa. Recelaban de los cristianos occidentales, incluso eran hostiles con ellos, y les culpaban de no organizar una cruzada contra los comunistas ateos.
La mayoría de los rusos se oponían a estos extremistas. Durante un largo tiempo su jefe fue el sabio metropolitano Eulogio (Georgievsky, 1864-1946), nombrado por el patriarca Tikón en 1921 para presidir el Concilio Ruso en la Europa occidental. Esta sección central consideraba que pertenecer a la Iglesia no implicaba que un cristiano debiese adoptar particulares ideas políticas y lamentaba que un grupo pretendiese hablar en nombre de los cristianos de Rusia. Para protegerse de la interferencia soviética, este partido aceptó en 1931 la superioridad eclesiástica del Patriarca Ecuménico, que volvió a nombrar exarca al metropolitano Eulogio. Estos rusos deseaban establecer relaciones más cordiales con los cristianos occidentales y tomaron parte activa en el movimiento ecuménico.
El tercer grupo continuaba siendo fiel a la Iglesia en Rusia y, tan pronto como se restauró el Patriarcado de Moscú en 1943, reconoció su superioridad. Por lo tanto, su actitud hacia Occidente se veía parcialmente condicionada por la del jerarca de la Iglesia rusa.
Los choques y tensiones entre estos tres grupos perturbaron la vida de la Iglesia en el exilio, pero también daban testimonio de su vitalidad. Una prueba de ésta era la distinguida obra de varios teólogos y escritores que se han hecho célebres por su original y vigoroso pensamiento. Los más destacados entre ellos fueron los ex-marxistas que ya hemos mencionado, quienes, después de muchas aventuras, se congregaron de nuevo en Europa occidental. Tres de ellos, Bulgakov, Frank y Berdiaev, fueron expulsados de Rusia en 1922; Struve escapó a Occidente con los restos del Ejército Blanco. A estos nombres se deben añadir otros dirigentes cristianos: Lev Karsavim (1882-1952), Antón Kartashev (1875-1960), V. Zenkovsky (nacido en 1885), G. Florovsky (1893-1979), G. Fedotov (1886-1951), Constantino Mochulsky (1892-1948), B. Visheslavtsev (1877-1954), Vladimir Lossky (1903-1958), L. Zandes (nacido en 1893), y otros que contribuyeron a la vida espiritual e intelectual de la comunidad exiliada. Eran hombres de grandes dotes, que conocían igualmente la cultura rusa y la europea occidental y podían interpretarla para otros.
Fueron nulos los esfuerzos que los rusos exiliados hicieron por ayudar a sus hermanos de religión bajo los comunistas. El Telón de Acero les separaba por completo de su propio país y de su pueblo, y sólo en raras ocasiones se podía intentar un intercambio de noticias.
La organización de la vida eclesiástica independiente en la Europa occidental y en América fue más venturosa, aunque las tensiones políticas entorpecían el progreso. Los rusos exiliados hicieron su más valiosa contribución al Movimiento Ecuménico y a la teología, incluyendo la interpretación cristiana de los cambios sociales y económicos que produjeron los comunistas.
Es demasiado pronto para hacer un detallado comentario sobre el nuevo período en la historia de los cristianos orientales que empezó después de la segunda guerra mundial. Sin embargo, dos facetas aparecen con claridad suficiente para ser mencionadas. En primer lugar, ha terminado la íntima identificación de la Iglesia y el pueblo, que había sido una de las principales características del cristianismo oriental y la Iglesia empieza a darse cuenta de su separación. En segundo lugar, ha desaparecido el temor a Occidente que ha acogido al Oriente cristiano desde la caída de Bizancio. En los últimos años los ortodoxos se han visto expuestos a la extremada presión del materialismo y ateísmo occidentales, representados por el marxismo, y han sobrevivido. Esta victoria les ha dado una renovada confianza en la vitalidad de su fe.
La confianza en la libertad como mejor aliada de la verdad, que tan ardientemente predicaron los eslavófilos, es una nueva experiencia para la mayoría de los cristianos orientales y promete relaciones mucho más íntimas y amistosas con el Occidente cristiano, pues la cooperación fructífera entre los cristianos divididos depende de su repudio de cualquier forma de compulsión e intimidación y de la confianza en la guía del Espíritu Santo.
Así, pues, a pesar de las presentes penalidades y severas pruebas, los cristianos orientales miran con serena confianza su futuro, creyendo que la feliz noticia de reconciliación que contiene el Evangelio es la única que puede satisfacer las más profundas necesidades religiosas de la humanidad, y que ninguna otra enseñanza podrá sustituir nunca a la revelación cristiana en lo que atañe a la verdadera naturaleza de Dios y el hombre.
En conclusión, puede ser útil bosquejar brevemente el actual estado de los cristianos orientales. Pertenecen a dos federaciones de Iglesias autónomas. La mayoría sigue la tradición bizantina en fe y culto, pero la minoría rechaza aún el Concilio Calcedonio y forma las Iglesias orientales. Los ortodoxos bizantinos se subdividen en unas veinte Iglesias, algunas grandes e influyentes, otras pequeñas y pobres, pero gozando todas de igualdad de estado y libertad de autogobierno. No se puede tomar ninguna decisión en nombre de la Iglesia ortodoxa a menos que sea unánime la aprobación. No hay órgano efectivo que coordine sus acciones, pero su unidad es real y usualmente denotan unanimidad sobre todas las cuestiones importantes. Sus relaciones intereclesiásticas reflejar ese sentido de libertad y responsabilidad mutuas que es característica del Oriente cristiano.
Cinco de estas Iglesias han retenido los títulos y el territorio que poseían bajo el Imperio Bizantino. Estos son los Patriarcados de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, y la Iglesia de Chipre. El Patriarca Ecuménico de Constantinopla ocupa el lugar de honor entre los jefes de las Iglesias autocéfalas de la Federación Bizantina. Hoy sus fieles se limitan únicamente a Constantinopla, pues el gobierno turco no permite que los griegos vivan en ninguna parte fuera de esa ciudad. Sin embargo, el Patriarca ejerce también su jurisdicción sobre los griegos de la Diáspora, y los obispos griegos de Europa y América reconocen su autoridad. Esperan de él que se preocupe de los intereses generales de los ortodoxos y tome la iniciativa en las discusiones de interés más dilatado que las que se refieren a una Iglesia nacional.
El Patriarca de Alejandría es el segundo en antigüedad, y su congregación se compone principalmente de griegos que residen en Egipto o que están dispersos por África. En los últimos años, unos 20 000 negros de Uganda se han unido a la Iglesia ortodoxa bajo el Patriarcado de Alejandría.
El Patriarca de Antioquía, residente ahora en Damasco, la capital siria, ocupa el tercer lugar. Sus fieles son los árabes cristianos, originalmente domiciliados en Siria y el Líbano, pero ahora dispersos también por el mundo. Son particularmente numerosos en América del Norte y del Sur.
El Patriarca de Jerusalén tiene sólo 50 000 cristianos. La mayoría de ellos son árabes palestinos, pero es elegido del pequeño grupo de monjes griegos que forman la Hermandad de Custodios de los Santos Lugares. Ha existido un antiguo conflicto entre estos monjes griegos y los cristianos árabes, y cada elección suele ser una disputa que crea muchos sentimientos e incriminaciones mutuas.
Además de estos cuatro Patriarcados, la Iglesia de Chipre, que no se hallaba incluida en ninguno de ellos en la época bizantina, retiene todavía su estado autocéfalo. Existe también la comunidad monástica del Sinaí, en el desierto árabe, que tiene como jerarca un arzobispo y también afirma su autonomía.
Todas estas Iglesias, con su pasado bizantino, gozan de prestigio, pero ahora se ven oprimidas por condiciones adversas. Ha decaído el número de sus miembros, ha declinado su erudición, y la larga sumisión al Islam ha debilitado su vitalidad. Representan la antigua gloria del cristianismo bizantino, pero la verdadera fuerza de la Iglesia oriental existe hoy en cinco principales Iglesias nacionales, cuatro de las cuales están presididas por los patriarcas. Estas son las Iglesias de Rusia, Rumania, Grecia, Yugoslavia y Bulgaria.
Hay otras cuatro Iglesias ortodoxas que gozan de completa independencia, pero son más pequeñas que las grandes Iglesias nacionales. Estas son la Iglesia de Georgia, la Iglesia de Albania, la Iglesia ortodoxa de Polonia y la de Checoslovaquia. Hay, pues, catorce Iglesias autocéfalas en la Federación de los ortodoxos bizantinos. La mayoría de ellas dan a su jerarca mayor la denominación de “Patriarca”; otras prefieren títulos tales como “Catholicos,” “Metropolitano” o “Arzobispo.” Las prerrogativas de estos obispos presidentes varían en las diferentes Iglesias, pero en la mayoría de los casos actúan como monarcas constitucionales y se espera de ellos que consulten con otros obispos y con los representantes del clero y de los seglares antes de tomar alguna decisión.
Además de estas Iglesias, hay otros miembros de la Federación Ortodoxa que, a causa de su limitado número u origen relativamente reciente, dependen todavía de otras Iglesias, y aunque también gozan de cierta autonomía, aún no son enteramente autosuficientes en su administración. Tales son las Iglesias de Finlandia, Japón, China y Corea, y las otras Iglesias ortodoxas en América del Norte y del Sur, África del Sur, Australia y Europa occidental.
Como descripción de la organización interna de una Iglesia ortodoxa autocéfala, incluimos aquí la actual constitución de la Iglesia búlgara.
Esta Iglesia se divide en once diócesis, cada una presidida por un obispo con el título de metropolitano. Una diócesis se subdivide en unidades más pequeñas, denominadas vicariatos, compuestos de parroquias. La suprema autoridad legislativa de la Iglesia búlgara pertenece al Concilio Nacional, compuesto de todos los obispos y de los representantes elegidos del clero y los seglares. La administración eclesiástica corriente, en sus aspectos religiosos, está encomendada únicamente al Sínodo de obispos. El patriarca u obispo presidente es elegido por el Consejo Nacional de entre tres candidatos seleccionados por el Sínodo. Un candidato debe ser un obispo con cinco años por lo menos de experiencia previa en la administración de una diócesis y no menos de cincuenta años de edad. El candidato elegido debe obtener dos tercios de los votos. Se le elige para toda su vida y se convierte en presidente permanente del Sínodo.
Además del Sínodo, la Iglesia búlgara tiene otro supremo órgano administrativo, que se ocupa de los asuntos financieros y prácticos de la Iglesia, y se compone de dos clérigos y dos legos. Son elegidos por el Concilio Nacional para cuatro años. El patriarca preside la sesión de este supremo consejo eclesiástico. La administración diocesana está en manos de un metropolitano, que consulta con un concilio diocesano, el cual se compone de cuatro miembros, dos clérigos y dos legos. Un metropolitano es elegido por un colegio electoral especial, que se compone de un número igual de clérigos y seglares. El Sínodo confecciona la lista de candidatos y de ella se debe elegir a dos personas. El Sínodo tiene la elección final de una de éstas. Un metropolitano elegido retiene su título diócesis durante toda su vida.
El clero parroquial es elegido por sus feligreses. Los concilios parroquiales, compuestos de cuatro a seis miembros, ayudan al clero en su administración de la parroquia.
La constitución de la Iglesia búlgara revela los más importantes principios de organización eclesiástica de los cristianos orientales. Su estructura es jerárquica y al mismo tiempo democrática. Los obispos, el clero parroquial y los representantes de los seglares tienen responsabilidades y funciones específicas. Los dirigentes eclesiásticos lo son por elección, no por nombramiento. Es un cuerpo autónomo, pero en todas las cuestiones importantes, especialmente las relacionadas con la doctrina y el culto, la Iglesia búlgara actúa de acuerdo con otras Iglesias autocéfalas, ajustándose estrictamente a la tradición general de la ortodoxia oriental.
La constitución de otras Iglesias ortodoxas sigue la misma pauta, pero, bajo las diferentes condiciones políticas, tienen que modificar a menudo sus leyes eclesiásticas y adaptarse al temperamento de los gobiernos seculares.
La fuerza numérica aproximada de los cristianos orientales es hoy día como exponemos a continuación (datos 1950-1960):
a) Las catorce Iglesias autocéfalas de los ortodoxos bizantinos:
1. El Patriarcado Ecuménico de Constantinopla:
Griegos en Constantinopla........................................................................................................... 80.000
Griegos fuera de Turquía............................................................................................................. 500.000
2. El Patriarcado de Alejandría.......................................................................................................... 150.000
3. El Patriarcado de Antioquia.......................................................................................................... 280.000
4. El Patriarcado de Jerusalén.............................................................................................................. 50.000
5. El Patriarcado de Moscú, que incluye las Iglesias de Ucrania,
Rusia Blanca, Galitzia (ex-unificados), Lituania, Letonia, Estonia y Cárpato-Rusia......... 100.500.000
6. El Patriarcado de Yugoslavia..................................................................................................... 9.500.000
7. El Patriarcado de Rumania (incluyendo los ex-unificados de Transilvania)..................... 15.000.000
8. El Patriarcado de Bulgaria (desde 1946)................................................................................... 6.000.000
9. El Catolicado de Georgia............................................................................................................. 3.000.000
10. La Iglesia de Grecia.................................................................................................................... 8.500.000
11. La Iglesia de Chipre...................................................................................................................... 400.000
12. La Iglesia de Albania.................................................................................................................... 250.000
13. La Iglesia de Polonia.................................................................................................................... 350.000
14. La Iglesia de Checoslovaquia..................................................................................................... 150.000
A éstas se debe añadir la Iglesia del Sinaí....................................................................................... 300
b) Las cuatro Iglesias Autónomas:
1. La Iglesia de Finlandia..................................................................................................................... 75.000
2. La Iglesia de Japón........................................................................................................................... 40.000
3. La Iglesia de China........................................................................................................................... 20.000
4. La Iglesia de Hungría....................................................................................................................... 40.000
c) Las cinco Iglesias en vías de organización:
1. Las Iglesias en América del Norte y del Sur y en Alaska...................................................... 3.000.000
2. La Iglesia de Australia..................................................................................................................... 75.000
3. La Iglesia de los ucranianos en los Estados Unidos de América y Canadá.......................... 100.000
4. La Iglesia de Corea........................................................................................................................... 15.000
5. La Iglesia rusa del exilio bajo el metropolitano Anastasio....................................................... 250.000
En total, existen 151.000.000 de ortodoxos de rito bizantino. Además de éstos, hay 21.000.000 de ortodoxos orientales que comprenden 4.000 armenios, 2.000.000 de coptos, 14.000.000 de etíopes, 1.000.000 de indios ortodoxos y 80.000 jacobitas en Siria y el Líbano. Hay, además, unos 5.000.000 de unificados y unos 5.000.000 de antiguos creyentes en Rusia; en conjunto, unos 181.000.000 de cristianos forman el ala oriental del cristianismo contemporáneo.
El significado de la doctrina en el Oriente. — La autoridad de la Iglesia en el Oriente. — La Sagrada Escritura y la tradición eclesiástica. — La Comunión de los Santos. — La canonización de los Santos entre los ortodoxos bizantinos. — La Madre de Dios. — Oraciones por los difuntos. — La doctrina eucarística.
Cualquiera que sea su nacionalidad o cultura, todos los cristianos orientales se sienten miembros de una misma comunidad y no dudan de que es idéntica su experiencia religiosa. Un fuerte sentido de ininterrumpida continuidad les hace conscientes de una íntima afinidad con los santos, mártires y doctores de todas las épocas. A pesar de esto, se sienten separados del Occidente cristiano. Tanto el catolicismo romano como el protestantismo les parecen extraños y defectuosos. En el pasado, un concepto estático de la Iglesia animó a Oriente y a Occidente a interpretar las diferencias de enseñanza, culto y costumbres como males, y, por lo tanto, como desviaciones heréticas de la tradición apostólica.
En la actualidad existe una marcada revisión de esta actitud intransigente: los cristianos han reconocido que la Iglesia está sujeta a desarrollo y cambio dentro de un contexto de muchos elementos no teológicos, tales como la circunstancia nacional y las condiciones políticas, sociales y económicas. Una causa principal de la diferencia entre Oriente y Occidente estriba en que la ortodoxia bizantina se desarrolló en el ambiente de la lengua y cultura griegas, y que el sistema eclesiástico y doctrinal romano nació de la mentalidad latina. En su lucha por la uniformidad universal como garantía de la verdad, los cristianos no se dieron cuenta de que el mensaje del Evangelio sólo puede llegar a las gentes por medio de su propio idioma. Dios habla a todos los hombres, pero cada cual oye esa voz en su propia lengua. Toda lengua es un medio poderoso, que forma y es formado por la visión y personalidad de quienes la usan, y que lleva, en su vocabulario y gramática, la experiencia colectiva de innumerables generaciones, que se expresa en una concepción de la vida religiosa acorde a la sagrada tradición ortodoxa que se relaciona intrínsecamente con la idionsicracia y la cultura del pueblo donde la comunidad de fe actúa. Ciertas ideas expresadas claramente en un idioma no se pueden expresar absolutamente en otro. Algunas nociones cambian de significado cuando se lucen por palabras aparentemente equivalentes.
El latín, con su precisión lógica, su concisión, es ideal para formular y dogmatizar. En griego, con un vocabulario mucho más rico y una gramática más compleja, se pueden expresar más finos matices de significado, pero pueden confundir sus sutilezas. El griego es la lengua de los filósofos y dialécticos, de los hombres que disfrutan con las especulaciones intelectuales. Es esencial recordar que incluso palabras como católico ortodoxo adquirieron diferentes significados en el contexto del griego y el latín. La palabra católico, tal como se utiliza en Occidente, significa universal. Sugiere la idea de unidad e incluso uniformidad. La Iglesia católica es un cuerpo que obedece a una sola cabeza y se ajusta al mismo ritual e idioma. Catholon en griego tiene significados mucho más amplios: integridad, entereza, armonía de diversas partes; es opuesto a toda forma de desigualdad, sectarismo, exclusividad. La Iglesia católica entiende por ortodoxos a una comunidad que se distingue por unidad de libertad y crea de muchas razas y naciones la familia de los redimidos. El texto eslavo del Credo traduce la palabra católico por soborny, del verbo sobirat, congregar. La Iglesia católica es la Iglesia “congregada,” que ofrece a cada miembro oportunidades de expresión propia y acoge bien su especial contribución. La catolicidad ha sido siempre asociada en Oriente con el uso del idioma vernáculo en el culto; en Occidente, con el latín como lengua universal de la misma Iglesia.
Es significativo que los católicos romanos, en su liturgia, se refieran siempre a la Iglesia en singular. Los ortodoxos oran en sus letanías “por la paz y el buen estado de las Santas Iglesias de Dios,” utilizando el plural. Para ellos, la Iglesia católica se compone de muchas unidades autónomas, medidas en fe, pero independientes en su administración.
Análogamente, la palabra ortodoxo en Occidente se entiende como “correcto” o “de aprobación general,” y se aplica especialmente a la doctrina. En griego, doxa significa tanto enseñanza como culto. En eslavo, a ortodoxia se traduce por la palabra pravoslavie que significa “verdadera gloria.” Cuando un ruso, serbio o búlgaro se llama cristiano ortodoxo, quiere decir que pertenece a la comunidad que alaba y glorifica a Dios en el espíritu debido. La ortodoxia en Oriente representa un equilibrio enseñanza y culto, profecía y sacramento, fe y palabras.
Una diferencia igualmente significativa se ve asociada con el occidental sacramento, y el oriental mysterion. Sacramento tiene asociación legales: puede ser válido o inválido. El propio término mueve a quienes lo usan a dar claras definiciones lógicas del carácter de cada sacramento y de los beneficios derivados de participar en ellos. La correcta forma de administración ha adquirido cambien principal importancia.
La palabra mysterion (tainstvo en eslavo) subraya el elemento místico, ese aspecto del encuentro divino-humano que escapa al análisis racional y regenera el alma y el cuerpo sin descubrir el modus operandi. Incluso la palabra latina corpus (cuerpo) no es idéntica a la palabra griega soma, que sólo puede decirse de un organismo viviente. Corpus también puede aplicarse a objetos inanimados e instituciones. Cuando el Oriente asocia la palabra cuerpo con la Iglesia, piensa en términos de una comunidad viviente creada por la acción del Espíritu Santo. El Occidente añade la idea de la Iglesia como institución, ya legalmente establecida o voluntariamente promovida por los esfuerzos conjuntos de sus miembros. La diferencia en el uso de esta palabra clave ha tenido consecuencias políticas muy trascendentales. El Occidente siempre ha tendido a organizar la Iglesia siguiendo líneas políticas; la absoluta monarquía de Roma choca con la independencia republicana de muchas sectas protestantes. El Oriente considera a la Iglesia como comunidad eucarística, cuya estructura no tiene paralelo en ninguna asociación secular.
El estudio de estas divergencias lingüísticas y de su impacto sobre el desarrollo doctrinal está todavía en su etapa preliminar. Sin embargo, a los teólogos rusos en el exilio se debe una considerable contribución a él.
Occidente, partiendo del ser humano, considera la comunidad como resultado de un deseo colectivo de vivir y actuar juntos. Para el Oriente, la comunidad viene primero, y el ser humano es considerado como parte de todo. La materia y el espíritu se distinguen con claridad en Occidente y a veces son incluso opuestos entre sí. Para el Oriente, la materia es portadora de espíritu. La teología de ambas mitades del cristianismo se ha visto matizada por estos convencimientos fundamentales, y esto condujo en gran manera a la ruptura de su unidad inicial. Antes de analizar los ejemplos concretos de sus desacuerdos, es necesario señalar la unidad subyacente del Oriente y el Occidente cristianos.
Aceptan las mismas Escrituras como fuente autorizada de su enseñanza; todo el Oriente y la mayor parte de Occidente confiesan conjuntamente una fe en Jesucristo como Señor Encarnado y Salvador, y adoran a un solo Dios en tres personas, la Trinidad; la gran mayoría utiliza el Credo niceno como el mejor resumen de su creencia común *. Ambos consideran los sacramentos, especialmente el bautismo y la eucaristía, como partes indispensables del rito cristiano y enseñan que el ser humano sobrevive a su muerte física.
Esta unanimidad esencial alivia su falta de unidad con respecto a esas declaraciones teológicas en que se expresan el individualismo occidental el espíritu comunitario del Oriente. La primera divergencia que merece nuestra atención afecta al lugar de la doctrina en la vida de la comunidad.
Para los ortodoxos, la Iglesia es principalmente una comunidad de adoración. Su principal tarea es alabar al Creador y enseñar a sus miembros a glorificarle en el debido espíritu. La propia palabra Ortodoxia, tan amada por los cristianos orientales, realza esta función de la Iglesia. Este énfasis sobre el culto influye a su vez en la importancia que se da a los diferentes tipos de definiciones doctrinales. Pertenecen a tres clases: dogma, teologúmenos y opiniones teológicas.
Los cristianos orientales consideran que no es preciso definir dogmáticamente nada que no tenga alguna relación directa con el culto divino. La confesión de fe es para ellos parte de la doxología. Los dogmas salvaguardan la visión trinitaria de Dios y la verdad de la Encarnación, y están contenidos en el Credo y en las definiciones dogmáticas de los concilios ecuménicos. En esto hay una marcada diferencia entre Oriente y Occidente. Los sistemas doctrinales occidentales incluyen capítulos tales como la constitución de la Iglesia, la naturaleza del hombre, del pecado y de la gracia, y los caminos de la salvación. Para los cristianos orientales, todos estos problemas caen dentro de la esfera regida por los teologúmenos, por las declaraciones que hacen los venerados maestros de la Iglesia y que aceptan otros; sin embargo, no tienen la misma autoridad que el dogma. Pero tampoco los teologúmenos proporcionan a los ortodoxos las soluciones de todos los problemas doctrinales, muchos de los cuales están abiertos a la libre opinión teológica, donde a veces surge oposición directa entre los miembros eclesiásticos. Un ejemplo de esto es la muy debatida cuestión del estado de los cristianos occidentales y el carácter de los sacramentos administrados por las confesiones heterodoxas. Sobre estos puntos la Iglesia ortodoxa no ha llegado a una decisión unánime, mientras que la veneración de la Santa Theotokos, aunque no definida dogmáticamente, es aprobada por los teologúmenos universalmente aceptados en lo referente a su posición única en la economía de la salvación.
Es en la esfera de los teologúmenos y de la opinión teológica donde usualmente se dividen Oriente y Occidente. Entre otros problemas, también se hallan en desacuerdo con respecto a la sede de la autoridad eclesiástica, los méritos comparativos de la Escritura y la tradición, y con respecto al dogma latino de la transustanciación en la Eucaristía.
* Una de las diferencias esenciales la hallamos en el Credo en relación a la cláusula Filioque, añadida al texto original por Occidente en el siglo XVII.
En el Oriente la autoridad de la Iglesia se difunde entre sus miembros. En Occidente, tiene una fuente definida, el Papa, la Biblia, los artículos de religión. La diferencia entre estas dos ideas quedó bien expresada en un intercambio de cartas entre Pío IX (1841-1878) y los patriarcas orientales. En 1848, fue enviada a Roma una réplica a la encíclica papal, firmada por treinta y un obispos orientales, incluyendo a tres patriarcas. Declaraban: “El Papa se halla en un gran error al suponer que consideramos que la jerarquía eclesiástica es el guardián del dogma. El caso es completamente distinto. La invariable constancia y la infalible verdad del dogma cristiano no dependen de ninguna de las órdenes jerárquicas; es guardada por la totalidad del pueblo de Dios, que es el Cuerpo de Cristo.”
Esta respuesta trata de una de las principales controversias de la historia cristiana, la prerrogativa de la sede romana. El Papa, que había sido siempre el obispo mayor, se ha convertido para los cristianos latinos en juez definitivo de todas las cuestiones de doctrina y moral. El Occidente no católico ha rechazado por completo su autoridad y la ha transferido al inspirado texto de la Biblia o a la enseñanza oficial de las confesiones individuales. El Oriente nunca se ha percatado plenamente de las implicaciones de esta disputa esencialmente occidental, pues se ha ajustado a un concepto de autoridad en que no hay lugar para fuentes especiales de infalibilidad. El padre Sergio Bulgakov, expuso de este modo la enseñanza ortodoxa: “¿Posee algún miembro de la Iglesia infalibilidad por sí solo en su juicio del dogma? No, no la tiene; todo miembro de la Iglesia está sujeto al error, o más bien a la introducción de sus propias limitaciones personales en sus estudios dogmáticos.”
Bulgakov explica esta actitud diciendo que, para el Oriente cristiano, no son órganos de infalibilidad ni la jerarquía ni los concilios: “Únicamente la Iglesia en su identidad consigo misma puede testificar la verdad, Es la Iglesia la que coincide o no con el concilio. No hay, y no puede haber, formas externas establecidas de antemano para el testimonio de la Iglesia acerca de sí misma.”
Este tipo de autoridad corporativa no contradice a la estructura jerárquica de las Iglesias orientales. Los obispos y los sacerdotes tienen sus funciones sacerdotales claramente definidas y son también responsables de la administración eclesiástica cotidiana y del mantenimiento de una sana enseñanza cristiana. Los concilios y sínodos locales y generales se convocan periódicamente, pero ninguno puede afirmar que posee infalibilidad. Sus decisiones requieren el apoyo de toda la comunidad para que sean reconocidas como expresión de la Única Santa Iglesia Católica y Apostólica.
La confianza en la perpetua guía del Espíritu Santo es la causa de que los ortodoxos confíen en la tradición. Implica fidelidad al pasado, pues el Espíritu Santo ha enseñado la verdad a las pasadas generaciones de miembros eclesiásticos, que legaron su herencia a sus sucesores; pero también significa disposición a seguir adelante, a experimentar, a emprender nuevas vivencias. El profesor G. Florovsky define así la tradición: “La lealtad a la tradición significa no sólo concordia con el pasado, sino en cierto sentido liberación de él. La tradición no es sólo un principio protector, conservador; es principalmente el principio de desarrollo y regeneración... la tradición es la constante permanencia del Espíritu, y no sólo la memoria de las palabras. La tradición es un principio carismático, no histórico.”
La tradición santa no rivaliza con las Sagradas Escrituras, sino que ambas contienen la misma verdad, pues tienen el mismo autor, el Espíritu Santo, que inspiró a los escritores y recopiladores de los libros de la Biblia y abrió las mentes de los miembros de la Iglesia a un verdadero entendimiento de la Palabra de Dios.
Los cristianos orientales creen firmemente que la Iglesia siempre ha sido y siempre será protegida por el poder divino y que, mientras los cristianos permanezcan dentro de la comunidad eucarística, podrán distinguir la verdad del error. Este acento sobre el amor mutuo como condición indispensable de la comunión con el Espíritu Santo explica la actitud ortodoxa hacia los santos.
Todo cristiano es llamado a la perfección, y es capaz de revelar la imagen de Dios oculta en él. Sin embargo, sólo unos cuantos se transforman durante su vida terrena, mediante la cooperación voluntaria con la gracia divina, para poder ser reconocidos como santos por otros cristianos. Su caridad, sabiduría y dotes carismáticas son de inmensa utilidad para otros miembros de la Iglesia menos avanzados. Estos, los santos, son los portadores de la auténtica tradición, pues no son la erudición ni los honores eclesiásticos, sino la pureza de corazón y mente lo que hace que un cristiano sea capaz de oír la auténtica voz del Espíritu Santo.
Los cristianos orientales, tanto en sus oraciones públicas como privadas, ruegan a los santos que pidan por ellos y piden por los santos. Esta ininterrumpida comunión con los victoriosos representantes de las generaciones pasadas, que empieza por los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento e incluye a los apóstoles, los testigos de la Encarnación, los mártires, doctores y santos y santas de todas las naciones a través de los siglos, hace que los cristianos orientales se vean profundamente enraizados en la ortodoxia y les ofrece protección contra la herejía y el cisma. Prueban enseñanzas o prácticas nuevas considerando cómo armonizan con las vidas y la fe de los santos. Se rechaza todo lo que podría separar a los cristianos de la comunión con los santos, y se dispensa una favorable acogida a todo lo que puede enriquecerla.
Se suscita a veces la cuestión de si esta devoción a los santos podría desviar la atención del culto a Dios; si podría crear una opinión acerca de que los santos pueden ser de mayor ayuda que Dios.
Los ortodoxos no consideran a los santos como mediadores, sino como maestros y amigos que piden con ellos y les ayudan en su ascensión espiritual. Jesucristo, durante su ministerio terrenal, estuvo rodeado de discípulos que no impidieron que otros le conocieran, sino que, por el contrario, ayudaban a los recién llegados para que encontrasen al Maestro. De la misma manera, la comunión con los santos facilita la comunión con Dios, pues su carácter cristiano les acerca a la fuente divina de la vida y de la luz. Toda la humanidad se ve complicada en el proceso deificación, y los santos son los que, habiéndose acercado más a la última meta, pueden elevar al resto.
Los nombres de los que se regocijan en comunión con su Creador son conocidos únicamente de Dios. La Iglesia en la tierra recuerda pocos santos, principalmente a los que estimularon la imaginación de su contemporáneos y a quienes, por consiguiente, recuerdan con amor y gratitud sus hermanos cristianos. La canonización de un santo es el reconocimiento, por los responsables dirigentes eclesiásticos, de que tal recordado cristiano, en su vida y enseñanza, armoniza con otros santos, y puede ser invocado, por lo tanto, en oraciones públicas, y sus actos y opiniones utilizados por otros como ejemplo de imitación. En la Iglesia ortodoxa la canonización empieza localmente. Su primer requisito es el continuo y creciente amor y veneración a tal destacado cristiano por los miembros de su comunidad. Se llega a la siguiente etapa cuando la jerarquía de una Iglesia local comienza a examinar todos los documentos que dejó el santo o la santa, y si éstos resultan satisfactorios, entonces se realiza la última parte del acto y se anuncia la canonización y se informa a otras Iglesias autocéfalas. Este minucioso juicio de la Iglesia es esencial, pues a veces gente de excepcionales dotes espirituales, pero no necesariamente de sana vida moral y fe ortodoxa, atrae la admiración y puede llevar por mal camino a sus seguidores. El Espíritu Santo no sólo ilumina a los santos y a las santas, sino que también revela a otros miembros de la Iglesia quiénes son los elegidos sirvientes de su gracia.
Entre los santos se reserva un lugar único para la Madre de Dios, la Virgen María. El largo proceso de purificación e iluminación de la raza judía tan vivamente descrito en el Antiguo Testamento alcanzó si culminación en la Theotokos. En ella hallaron cumplimiento la fe y el heroísmo de muchas generaciones del pueblo elegido. Aceptó con humildad el reto de la Anunciación. Durante la vida de su Hijo, permaneció en último término, pero presidió la asamblea de los apóstoles el día Pentecostés, cuando el nuevo período de la historia de la humanidad comenzó con el advenimiento del Espíritu Santo. “El alma de la piedad ortodoxa es una calurosa veneración a la Theotokos,” escribe fray Bulgakov. Su nombre es constantemente invocado en las oraciones tanto litúrgicas como personales, pues se la ama, no sólo como Madre de Cristo, sino también como Madre de la humanidad, porque abraza en su caridad a toda la familia humana, de la que su Hijo es el único Redentor. Sus iconos se pueden ver en todas partes, los himnos y oraciones dirigidos a ella se utilizan universalmente, pero el Oriente cristiano se abstiene de dogmatizar en su favor, y en esto se descubre otra vez una diferencia entre la tradición latina y la bizantina, pues el Oriente cristiano no ha incluido entre sus dogmas los recientes dogmas marianos de Roma.
El Occidente cristiano se ha sentido inclinado a especular acerca del destino de los difuntos. Los católicos romanos han elaborado doctrinas que implican que los cristianos, después de la muerte, pasan por un intermediario estado de purificación antes de poder llegar a la presencia divina. Muchos protestantes han rechazado esta enseñanza y creen que, después de la muerte, espera a cada hombre la dicha o el tormento, y que no es posible ninguna alteración ulterior de su condición.
Los cristianos orientales no se han sentido nunca atraídos por estas definidas soluciones del misterio de la vida. Su convencimiento subyacente es que el fin de la existencia física cierra solamente una etapa en el ascenso humano hacia Dios, y que las semillas del bien y del mal sembradas en la tierra continúan produciendo fruto mucho después de la muerte del individuo. La cuenta final sólo se puede hacer al fin de la historia. Así, pues, ni siquiera los bienaventurados alcanzan toda su gloria mediatamente después de la muerte, y a los que no aprenden a amar libertad no se les priva de la posibilidad de mejorar de posición por medio de la compasión de sus amigos. Así, la Iglesia ortodoxa pide por dos los difuntos, tanto santos como pecadores, confiando en el poder del amor mutuo y del perdón. No quiere suscribir la doctrina romana del purgatorio como lugar de dolor y expiación, pues cree que un Dios misericordioso lava los pecados de los que sinceramente se arrepienten y se han reconciliado con la Iglesia.
El punto final de la diferencia doctrinal está relacionado con la Eucaristía. El Occidente romano ha definido la forma, la materia, el efecto y el ministerio ordinario de cada sacramento. Con respecto a la Eucaristía, ha elaborado la doctrina de la Transustanciación, que explica el cambio de los elementos eucarísticos con términos de la filosofía aristotélica, distinguiendo entre la sustancia de todo objeto material y su manifestación externa, tal como el color, el peso y el olor. La Iglesia romana enseña que en la Eucaristía la sustancia de pan y vino es sustituida por la sustancia del Cuerpo y Sangre de Cristo, pero que a nuestros sentidos su apariencia sigue intacta y los elementos eucarísticos continúan teniendo el aspecto y sabor de pan y vino.
La mayoría de los protestantes, en oposición a Roma, han formulado sus propias doctrinas eucarísticas, tales como la Consustanciación, según la cual el comulgante, al recibir pan y vino, participa simultáneamente del Cuerpo y Sangre de Cristo.
Los ortodoxos no comparten este deseo de precisión al estudiar el misterio de la Santa Comunión. Piden a Dios que cambie el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Salvador, pero no desean definir el carácter el momento exacto de este cambio.
La gran importancia dada a la Eucaristía, que se nota hoy en todas las confesiones, ha extendido la comprensión de su significado y propósito y ha mitigado la acritud de las controversias que se han mantenido el pasado con respecto al sacramento de la unidad y el amor. En la teología sacramental y en la práctica, Oriente y Occidente se encuentran hoy mucho más cerca uno del otro que en la época de su separación. Estas son algunas de las diferencias doctrinales entre los cristianos orientales y occidentales. Sus raíces nacen de lo profundo de su experiencia y psicología corporativas. El hombre occidental siempre ha confiado mas que el oriental en el poder de la razón humana para penetrar en el misterio de la vida y definir con precisión las relaciones entre el Creador y la creación. De aquí los esfuerzos de los teólogos occidentales por construir elaborados sistemas teológicos, aspirando a proporciona soluciones autorizadas a un número de cuestiones suscitadas por las mentes investigadoras. De aquí también la habitual distinción entre los teólogos documentados y los legos, de quienes se espera que acepten sin duda alguna las declaraciones de sus maestros.
Toda la teología de Occidente es más racional, más abstracta y más autoritaria que la de Oriente. El Oriente acentúa la transformación de todo el ser humano, su restauración según el prototipo original y la iluminación de mente y corazón que acompaña al renacimiento del ser humano en Cristo mediante la acción del Espíritu Santo. Esta transfiguración introduce a los seres humanos en una comunión nueva y más personal con el Dios Trino y Uno, pero, por íntima que sea su comunión, la esencia divina sigue siendo impenetrable a la mente humana, puesto que el énfasis sobre la teología apofática o negativa insiste en que sólo podemos decir que Dios está más allá de nuestras definiciones y especulaciones. Sin embargo, esto no excluye el deseo oriental de comprender la naturaleza del hombre, del mundo que le rodea y de los caminos que conducen a su deificación en Cristo; pero todas estas especulaciones no tienen razón para pretender una autoridad definitiva, y, por lo tanto, las Iglesias bizantinas siempre se han negado a identificar la ortodoxia con cualquier maestro, sistema de teología o institución, camino elegido por Roma, por cristianos orientales tales como los nestorianos y los jacobitas, y por los protestantes conservadores. Por consiguiente, la teología ortodoxa es experimental, enraizada en el culto eucarístico, unida orgánicamente a las oraciones y al ascetismo, y, por lo tanto, próxima al corazón y a la mente de todos los cristianos. En el Oriente no ha existido nunca una definida línea de demarcación entre los teólogos de profesión y los laicos. Los ortodoxos consideran que la verdadera distinción se basa entre aquellos miembros de la Iglesia que crecen en santidad y sabiduría, y aquellos que permanecen absortos en sí mismos y son, por lo tanto, incapaces de participar plenamente de la vida de gracia ofrecida a los fieles de la comunidad cristiana.
La Santa Comunión. — Los Sacramentos de los cristianos orientales. — El Bautismo. — La Confirmación. — La Confesión. — Los Santos Óleos. — La Ordenación. — El Matrimonio. — Otros ritos sacramentales. — Oficios de la Iglesia oriental. — Los libros litúrgicos que utilizan los cristianos orientales. — Algunas razones de la diferencia entre las actitudes de Oriente y Occidente hacia el culto cristiano.
El culto cristiano oriental difiere considerablemente del de Occidente cristiano. La arquitectura de las iglesias, su decoración interior, la forma de la liturgia, la posición del clero y la conducta de los laicos no son aspectos semejantes en Oriente y Occidente.
En Oriente, las iglesias suelen ser pequeñas, redondas o edificadas en forma de cruz griega. La faceta más distintiva es la Iconostasis, una sólida pantalla con tres puertas, dividiendo el extremo oriental del resto del edificio. Detrás de la puerta central o “real” está el altar, llamado “trono,” que es únicamente visible cuando la puerta está abierta. Durante el servicio, cuando las puertas están cerradas, el clero no es visible a la congregación. Los seglares participan en los servicios apoyando las oraciones que dicen los sacerdotes y diáconos, con respetuosos gestos, reverencias y uso frecuente de la señal de la cruz. A veces participan en los cantos, pero habitualmente los representa el coro. Los servicios son solemnes, vocales y llenos de color; se forman procesiones, y el clero entra y sale por las puertas de la pantalla, llevando magníficas vestiduras; se utiliza constantemente incienso; los niños, incluso los bebés en los brazos de su madre, se hallan en comunión con los adultos: el culto oriental carece de la precisión y la limitación de Occidente, pero manifiesta una poderosa impresión de la realidad de la presencia divina y estimula la unión mística entre Dios y la persona.
El ritual de las Iglesias orientales es producto de una larga y compleja evolución; sin embargo, se acerca mucho más que Occidente a los servicios de los antiguos cristianos, y por esta razón se puede describir como más primitivo. El culto ortodoxo tiene tres canales de expresión: el principal es el sacramento de la Santa Comunión (alternativamente descrita como Eucaristía, Misa, Liturgia Divina o Cena del Señor); el segundo es la administración de otros sacramentos, cuyo número propósito están definidos de manera distinta por los ortodoxos y los occidentales; y finalmente, varios tipos de oficios públicos, no sacramentales, que consisten en leer las Sagradas Escrituras y cantar himnos y salmos.
Los cristianos orientales suelen referirse a su liturgia de la comunión ante la palabra griega Eucaristía (acción de gracias). Este sacratísimo acto del culto cristiano conmemora la Ultima Cena que Jesucristo compartió con sus discípulos la noche en que fue traicionado por Judas. La cena que precedió a los culminantes acontecimientos de la pasión de Cristo no fue una cena ordinaria, sino un banquete ritualista en que los judíos recordaban la milagrosa liberación del cautiverio de Egipto. Por lo tanto, la Eucaristía relaciona su bendición del pan y el vino con las poderosas obras de Dios, que condujo a su pueblo a la tierra prometida. Todas las liturgias orientales se ajustan fielmente a este doble carácter de la liturgia eucarística, aunque difieren considerablemente en detalles. La mayoría de los eruditos distinguen cuatro tipos principales: I) el sirio occidental o jacobita; II) el sirio oriental o caldeo; III) el copto y etíope; IV) el bizantino y armenio. Cada uno de estos grupos incluye varios ritos. En total, los cristianos orientales utilizan todavía casi cien versiones del servicio de la comunión. Sin embargo, a pesar de esto, todas las eucarísticas orientales siguen la misma pauta básica, que difiere en varios puntos importantes del desarrollo paralelo que en Occidente culminó en la Misa romana. Por ejemplo, la eucaristía oriental se celebra en el altar, que está parcialmente oculto a la congregación por medio de puertas o de una cortina corrediza. Puede ser presidida por varios sacerdotes y requiere que un diácono actúe como vínculo entre la congregación y las ceremonias del altar. Los laicos desempeñan un papel fundamental en los servicios, que son siempre vocales. La liturgia empieza con la preparación del pan y el vino en una mesa especial, y estos elementos se trasladan al altar en el curso de una solemne procesión. Se invoca al Espíritu Santo sobre las santas ofrendas y sobre la congregación durante una oración llamada Epiclesis (invocación). Los laicos comulgan con ambas especies, usualmente mojando el pan en el vino del cáliz. Estos rasgos son comunes a todos los ritos orientales.
La parte central del servicio, llamada Anaphora (ofrenda, sacrificio), es también similar en todo el Oriente. Empieza por el Prefacio o prólogo, en el que se da gracias a Dios por la creación del hombre. Luego viene el Sanctus (angélica alabanza al Señor y Maestro del universo), que va seguida de la Anamnesis o conmemoración de las obras de Cristo, su cruz, su tumba, su resurrección y ascensión. La Anamnesis incluye las palabras “tomad, comed; éste es mi Cuerpo” y “bebed todos de esto,” pronunciadas por El en la última cena. La Anamnesis se completa con la Epiclesis, después de la cual viene la intercesión o gran oración por todos, vivos y difuntos, resumida en el “Padre nuestro.” La Anaphora termina con la elevación de la Hostia, la fracción de los elementos y la comunión. La oración de intercesión es la parte menos estabilizada del canon eucarístico oriental. En el rito alejandrino de San Marcos, viene antes del Sanctus; en la versión caldea, precede a la Epiclesis; en la tradición bizantina, sigue a la Epiclesis.
Los cuatro grupos principales de las liturgias orientales representan una u otra de las antiguas tradiciones locales. El rito sirio occidental o jacobita sigue la pauta de Antioquía, que adquirió su forma presente en el siglo IV. Ahora es únicamente empleado por los monofisistas o los cristianos orientales que todavía se niegan a aceptar el Concilio Calcedonio de 451. Su centro eclesiástico radica en la ciudad de Homs en Siria, pero su mayor número se encuentra en la provincia de Kerala del sur de la India. El rito jacobita es más primitivo que el bizantino. Su idioma litúrgico es el siríaco, y la liturgia lleva el nombre de Santiago Apóstol. La parte principal de la Eucaristía (la Anaphora), que sólo tiene dos diferentes versiones de oración en el ritual bizantino, posee casi setenta diferencias entre los jacobitas, todas asociadas con los nombres de apóstoles o santos famosos, aunque pocas fueron compuestas por aquellos a quienes son ahora atribuidas. Las más comunes entre estas versiones de la Anaphora son las atribuidas a San Juan Evangelista, los doce Apóstoles, San Marcos, San Cirilo, San Eustasio y San Clemente. El celebrante puede elegir cualquiera de las setenta versiones de la Anaphora, pero la de San Eustasio es una de las más breves y se emplea con mayor frecuencia. Una característica importante de este rito sirio es una lectura del Antiguo Testamento, así como la lección tomada del Nuevo Testamento, antigua costumbre que ha caído en desuso entre los otros cristianos orientales.
Los sirios orientales o caldeos constituyen ahora un pequeño residuo de la Iglesia del Imperio Persa. Tienen tres liturgias, pero la que más se practica es la Eucaristía de los Apóstoles, que se remonta a los orígenes de la comunidad cristiana en Persia. La liturgia de San Teodoro se canta los domingos desde Adviento hasta el Domingo de Ramos. La liturgia de Nestorio sólo se celebra cinco veces al año, en la festividad de la Epifanía, el día de San Juan Bautista, en la festividad de los Doctores de la Iglesia griega, el Jueves Santo, y el miércoles y jueves durante el ayuno de los ninivitas, en conmemoración del episodio descrito en libro de Joñas (III, 5, 10), y la observan únicamente los caldeos. Su idioma litúrgico es el siríaco oriental, aunque su lengua vernácula es el árabe.
Los coptos de Egipto tienen también tres ritos eucarísticos, celebrándose el más antiguo, el de San Clemente, sólo una vez al año, el viernes le la Semana de Pasión. Esta liturgia se deriva de una tradición alejandrina original, asociada con San Marcos Evangelista, fundador de la Iglesia en Egipto. Otros dos ritos, el de San Gregorio y San Basilio, se parecen al orden bizantino. El primero se utiliza en tres ocasiones únicamente, el día de Navidad, la Epifanía y Domingo de Pascua. El segundo cubre el resto del año. El idioma litúrgico es todavía el antiguo copto.
Los etíopes tienen diecisiete liturgias diferentes, todas derivadas del rito copto, pero representando una mayor variedad de versiones de la Anaphora que las utilizadas en Egipto. El idioma litúrgico de la Iglesia etíope es el ghiez. Continuó siendo el idioma hablado hasta el siglo XVI, pero desde entonces ha sido sustituido por el amharo, y ya no lo entienden los fieles.
La Iglesia bizantina tiene cuatro liturgias: la de San Juan Crisóstomo, que es el servicio habitual; la de San Basilio el Grande, celebrada sólo en diez ocasiones al año, en las vísperas de Navidad y la Epifanía, el día de San Basilio (1 de enero), cinco domingos de Cuaresma, y jueves y sábado de Semana Santa; la liturgia de San Gregorio de Roma (la presantifical) se celebra los miércoles y los viernes de Cuaresma; y, finalmente, la liturgia de Santiago Apóstol, empleada únicamente en raras ocasiones. Estas liturgias están traducidas a muchas lenguas, de acuerdo con las necesidades locales.
La Iglesia armenia es la única que tiene un solo rito entre las Iglesias orientales. Combina dos liturgias bizantinas (las de San Crisóstomo y Santiago) y se la conoce por el nombre de San Gregorio el Iluminador. Su idioma litúrgico es el armenio clásico, que difiere considerablemente de la lengua hablada. .
El cuerpo numéricamente mayor de los cristianos orientales hace las ofrendas eucarísticas según el rito asociado con San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla. Esta liturgia ha conseguido una cohesión y equilibrio que la mayoría de las versiones orientales de la Santa Comunión y es típica del culto ortodoxo. Conmemora de forma dramática la vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo. Se divide en tres partes: la Prothesis (o preparación del pan y el vino), la liturgia, los catecúmenos y la liturgia de los fieles. Durante la Prothesis, el sacerdote, asistido por un diácono y acólitos, corta el pan para la ofrenda eucarística y lo pone en la patena. Vierte vino en el cáliz y mezcla con el agua. Estas acciones van acompañadas de oraciones que las asocian con el sacrificio de Cristo en la cruz y su victoria final. Simbólicamente, la Prothesis, que tiene lugar detrás de la pantalla y no es vista por la congregación, representa los años ocultos de la vida encarnada que Jesucristo pasó en su casa, desconocido del mundo, antes de empezar su misión.
En la Iglesia rusa los miembros laicos traen al servicio listas de nombres: las personas por quienes desean que se digan oraciones especiales. Estas listas se dan al sacerdote, junto con pequeños panes redondos, y durante la Prothesis lee los nombres, tomando una porción de cada pan enviado y poniéndolas en la patena. En Grecia, el pan, el vino y el aceite de oliva son ofrecidos por la congregación de sus propios campos, viñedos y olivares.
La segunda parte de la liturgia, llamada liturgia de los catecúmenos, empieza con la solemne exclamación del celebrante: “Bendito sea el Reino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” La Eucaristía es una acción que proclama la llegada del reino de Dios, y al mismo tiempo realiza su presencia oculta. Los congregados que creen en la Encarnación son ya parte del reino mesiánico y son al mismo tiempo los agentes que desean extenderlo por el mundo. La liturgia de los catecúmenos conmemora el ministerio de enseñanza y curación de Cristo. Su principal tema es la proclamación de su mensaje. El Libro de los cuatro Evangelios se lleva en procesión y se presenta a la congregación, mientras que habitualmente se cantan o se recitan las Bienaventuranzas. Son la esencia del Nuevo Testamento y recuerdan a los oyentes que la comunión con Dios sólo se consigue mediante un cambio de corazón, y no mediante la observación de las reglas externas.
La lectura de las Sagradas Escrituras sigue a esta procesión, después de la cual se suele predicar un sermón y se dicen oraciones que se refieren a las necesidades espirituales y materiales de la congregación. El clero y el pueblo piden juntos por los enfermos, por los que sufren y por los difuntos. En los primeros siglos, los catecúmenos (los que deseaban unirse a la Iglesia, pero que aún no estaban bautizados) se marchaban en este momento del servicio, y sólo los miembros ungidos (esto es, los bautizados y confirmados) permanecían durante la última y más sagrada parte de la Eucaristía.
La liturgia de los fieles comienza con otra procesión, durante la cual el celebrante y sus asistentes trasladan al altar (al “trono”) el pan y el vino la mesa utilizada para la Prothesis. Mientras tanto, se canta el himno angelical: “Nosotros, que en un misterio representamos a los querubines, cantamos ahora a la vivificante Trinidad los himnos tres veces santos; apartad de nosotros todos los cuidados de esta vida.” Muchos cristianos asocian esta procesión con la última ida de Cristo a Jerusalén para ser crucificado.
El Credo niceno se recita después de esta procesión, seguido de un antiguo diálogo judío repetido por el sacerdote y el pueblo, que Cristo utilizó en la Ultima Cena con sus discípulos. El sacerdote dice: “Levantemos nuestros corazones,” y el pueblo responde: “Los levantamos al Señor.” El sacerdote dice entonces: “Demos gracias al Señor,” y la consagración replica: “Es digno y justo venerar así al Padre, al Hijo y Espíritu Santo, la Trinidad consustancial e indivisa.” Esta última respuesta relaciona al Antiguo Testamento con el Nuevo. Este diálogo va seguido de la oración principal de la Eucaristía (la Anaphora), en la que el sacerdote da gracias a Dios por todos los beneficios que ha concedido a la Creación, y gradualmente llega al más grande de todos éstos, la Encarnación de su Hijo. El sacerdote recuerda la Ultima Cena y repite el mandamiento de Cristo: “Tomad, comed; éste es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros para la remisión de los pecados; bebed todos de esto; ésta es mi Sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados.” La congregación confirma estos dos preceptos diciendo “Amén.” Estas palabras, denominadas de la Institución, finalizan con la invocación del Espíritu Santo. El clero y el pueblo piden conjuntamente que el Paráclito celestial descienda sobre la Iglesia congregada y bendiga y santifique las ofrendas de pan y vino ofrecidas por la congregación, y que las cambie en el Cuerpo bendito y la Sangre preciosa de Cristo. Esta oración (Epiclesis) es una de las más solemnes y distintivas facetas de todos los ritos orientales. Seguidamente, la congregación canta o recita el Padre nuestro, y entonces empieza la comunión. El clero participa primero del pan y del vino detrás de las cerradas puertas de la pantalla. Luego se abren éstas de par en par, y el cáliz, que contiene ambos elementos, se trae al pueblo con las palabras: “Con temor a Dios, con fe y amor, acercaos.” Este punto culminante de todo el servicio se identifica en las mentes de los cristianos orientales con la resurrección de Cristo.
Comulgan con la creencia de que comparten la vida resucitada de su Salvador.
La liturgia termina cuando entre la congregación, bendecida con el cáliz (para dar a entender la Ascensión de Cristo), se distribuye el resto del pan no consagrado (el Antidoron). Este último acto de la ofrenda eucarística une a todos los presentes en una familia, sean o no comulgantes .
Tales son los principales contornos de la liturgia de San Juan Crisóstomo. En su forma actual data del siglo XVIII, pero incorpora elementos más antiguos, que se remontan a los primeros siglos de la historia cristiana. Por lo tanto, la Eucaristía es un sagrado vínculo con las generaciones pasadas que han adorado a Dios en el mismo espíritu y seguido el mismo ritual desde tiempo inmemorial. También une a las diferentes naciones y pueblos que forman la comunidad ortodoxa de hoy. El servicio es el mismo en todas partes, pero el idioma, la música y las costumbres varían considerablemente. En una gran catedral, el servicio puede ser largo y elaborado. En una pequeña iglesia rural, puede reducirse al mínimo; pero nunca pierde sus características distintivas. Representa la misma mezcla de solemnidad y recogimiento, de misterio que inspira temor y de confianza infantil en el amor y perdón divinos.
Algunos cristianos ordenan su culto de tal modo, que consiste principalmente en suplicar el sacrificio de la cruz. Otros acentúan el elemento de la instrucción; pero, para los cristianos orientales, la Eucaristía es la puerta del cielo. Les lleva a un mundo más allá del espacio y el tiempo, con su paz, belleza y santidad, y les ofrece el sabor de la vida eterna en su existencia terrenal. Las siguientes citas pueden ayudar al lector a entrar en la atmósfera del culto eucarístico oriental.
“En el gran retablo de Van Eyck, de Gante, el Cordero Celestial se ve rodeado de su pueblo, reyes, obispos, caballeros, comerciantes, ermitaños y el resto; y para todos fluye la viva corriente de su Gracia celestial, En la liturgia ortodoxa, el cuadro es realidad. Al Cordero Celestial, central y entronizado, se le pide por todas las clases y condiciones de hombres que existen ahora en la tierra, por reyes y gobernantes, por los que viajan y sufren, y por la ciudad y la congregación allí presente; y se hace un memorial de los que veneran con nosotros más allá del velo, santos mencionados por sus nombres o en compañía de los difuntos cuya memoria celebramos.”
Esta descripción del culto oriental expresa la importancia que tiene el ambiente externo para el pleno impacto de su rito eucarístico. No obstante, su contenido interior no está condicionado por la arquitectura ni por los iconos; apela directamente a todos los fieles.
Nicolás Cabasilas, teólogo oriental del siglo XIV, dirigió la atención al carácter “humano” del alimento consumido en la Eucaristía. Jesucristo ordenó a sus discípulos que comieran pan y bebieran vino, y, al hacerlo, santificó todo el proceso de la civilización, pues estos dos productos requieren larga preparación y mucho trabajo. Son resultado de un cuidadoso estudio y observación de la naturaleza combinado con la inventiva técnica. En el culto cristiano, el ser humano no se presenta a su Creador con las manos vacías. No es bastante que alabe a su Creador; se le ordena que aparezca ante El con los frutos de la tierra transformados y elevados por su trabajo.
Hay religiones que desprecian la materia, y que llaman a sus seguidores para que se olviden en lo posible del universo físico, y para que lo pierdan de vista en la contemplación espiritual. El cristianismo enseña algo diferente. El ser humano es el responsable del resto de la Creación, y la Eucaristía es un constante recordatorio de su deber de transformar la naturaleza y de hacer de ella un mejor canal para las actividades del espíritu.
No es ningún accidente que una civilización científica, que trata no sólo de comprender la estructura del cosmos, sino de utilizar también este conocimiento para beneficio de la humanidad, haya nacido entre naciones adiestradas en el culto eucarístico. Fue en este singular servicio donde los seres humanos empezaron a considerar como amigo al universo físico en vez de temerlo y despreciarlo. Aprendieron también que es digno y sagrado todo tipo de trabajo, incluyendo el trabajo manual, que ha sido considerado como degradante tanto por la civilización clásica como por las religiones no cristianas del Oriente.
Sin embargo, hay otra lección contenida en la Eucaristía, la de la interdependencia de todos los seres humanos. En cada liturgia de comunión, el celebrante y los comulgantes no son los únicos que ocupan un lugar de honor, sino también los que han sembrado la semilla, recogido la cosecha, molido el grano, cocido y transportado el pan. Igualmente todos los que han cuidado las viñas y pisado las uvas, convirtiéndolas en vino; los que han trabajado en las minas y forjado el metal de que están hechos los vasos sagrados; los que imprimieron los libros e hicieron las vestiduras de los sacerdotes; los que pintaron los iconos, compusieron los himnos y les dieron música; y finalmente todos los que edificaron el templo de Dios y contribuyeron a su belleza y gloria.
Esta universalidad de la Eucaristía se ve acentuada por las invitaciones a comer y beber, dirigidas a todos los que creen en la Encarnación. Una comida puede ser una demostración de unidad y amistad, pero también puede utilizarse como medio de separación. Muchas religiones acentúan esto, prohibiendo a sus seguidores que compartan su comida con los que pertenecen a otras castas o al otro sexo. Hay grandes secciones de la humanidad donde los hombres y las mujeres no comen juntos, donde las distinciones sociales se manifiestan mediante segregación en las comidas. El cristianismo salva todas estas barreras. Se ofrece a todos la Eucaristía; la única condición impuesta es la fe del participarticipante. Su raza, clase y origen son dejados a un lado como cosas sin importancia, pues todas las personas llevan la imagen divina y, según la enseñanza cristiana, son Hijos de Dios. Es significativo que la aplicación práctica de esta creencia en la unidad esencial de todos los seres humanos, de la que dio ejemplo la aparición de la democracia, haya tenido lugar primero entre aquellas naciones que incorporaron la Eucaristía en su culto regular.
Tales son algunas de las consecuencias culturales y sociológicas de la liturgia de la comunión. Su mensaje religioso revela la esencia de la Nueva Alianza. Ofreciendo el pan del Cuerpo místico de Cristo y bendiciendo el sagrado vaso, los cristianos entran en la más íntima unidad orgánica con Dios y unos con otros. Saludan al autor del universo como amigo y colaborador que ofrece su compañía a los que creen en su Hijo Encarnado. Esta experiencia de perfecta comunión entre el creyente y el Logos Divino queda poderosamente expresada por San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los grandes escritores místicos de la Iglesia bizantina (muerto en 1033). “Me has concedido, oh Señor, que este templo corruptible, mi carne humana, se una a tu santa Carne, que mi sangre se mezcle con la tuya, y, por lo tanto, soy tu miembro transparente y translúcido. Soy transportado fuera de mí. Me veo tal cual he de ser. Temeroso y al mismo tiempo avergonzado de mí mismo, te venero y tiemblo ante Ti.”
Tal es el poder y el significado de la Santa Comunión, más la Eucaristía no tiene en sí ninguna cosa mágica. Los que se renuevan y se fortalecen con ella retienen su libertad, y muchos no saben beneficiarse de ella en absoluto. Su infidelidad y despreocupación les priva de la gracia que han recibido y les separa de su influencia regeneradora. No obstante, el impacto del culto eucarístico se puede descubrir en todas las esferas de la vida en los países cristianos. Las naciones educadas en su atmósfera han producido arte, ciencia, órdenes económicos y sociales que llevan la marca de su experiencia eucarística. El cristianismo se puede definir como religión de los que se unen unos con otros y con su Creador en la comida eucarística. Todos los otros sacramentos y servicios de la Iglesia están subordinados a este acto central del culto cristiano.
Los sacramentos son acciones litúrgicas corporativas mediante las cuales los cristianos invocan las bendiciones divinas sobre ciertos objetos materiales como el pan, el vino, el agua y el aceite, o sobre los que se casan o están destinados a algún servicio especial. Los cristianos orientales llaman a los sacramentos “misterios” y los interpretan como movimientos dobles entre Dios y el ser humano. La palabra “misterio” acentúa la parte divina que transforma y purifica.
La enseñanza y práctica de Oriente, aunque distinta de la de Occidente, no se opone a ella, sin embargo. El cristianismo occidental define y clasifica los sacramentos con mayor precisión y detalle que la Iglesia oriental. Los antiguos cristianos tenían por seguro que la Iglesia estaba dotada del poder y autoridad de otorgar la gracia sacramental a sus miembros, pero el número de los sacramentos quedaba sin definir. El proceso de diferenciación comenzó en Occidente. En el siglo XIII, los eruditos escolásticos seleccionaron siete sacramentos como ordenados por el propio Cristo. Se fijó la forma, la materia y el propósito de cada uno, y se elevaron estos siete por encima de las otras acciones sacramentales. El Oriente no participó en esto, y así no quiso aceptar cierta artificialidad de la clasificación escolástica, que pretendía hallar en las Sagradas Escrituras la “materia” y “forma” adecuadas para todos los siete sacramentos. Por ejemplo, la entrega del cáliz por el obispo al sacerdote era considerada como la “materia” de la ordenación, aunque era en realidad una costumbre posterior de Occidente, desconocida en la Iglesia primitiva. Pronto e produjo una reacción contra este excesivo formalismo.
En el siglo XIV, Wicleff (muerto en 1384) repudió la doctrina sacramental así formulada. Su protesta fue apoyada por Juan Hus (muerto en 1415) y por sus partidarios bohemios. Los reformadores del siglo XVI, Martín Lutero (muerto en 1546), Juan Calvino (muerto en 1564) y Ulrich Zuinglio (muerto en 1531), también se opusieron fuertemente a la enseñanza romana; elaboraron sus propios sistemas siguiendo las líneas que habían bosquejado los teólogos latinos, y llevaron la enseñanza escolástica a su conclusión lógica.
Sólo dos de los siete sacramentos, el bautismo y la santa comunión, fueron retenidos por los protestantes como necesarios para la salvación y como explícitamente ordenados por Jesucristo. Se expusieron de un modo nuevo su propósito y carácter, y mediante varios medios se revisó el modo de su administración. Esta nueva teoría y práctica se ha convertido desde entonces en la principal barrera que separa a las dos mitades del cristianismo occidental, y hasta ahora ha hecho que sea imposible la reconciliación.
Otros protestantes como los cuáqueros y el Ejército de Salvación, por ejemplo, fueron todavía más lejos en su denuncia contra la tradición romana, y revocaron todos los sacramentos, reduciendo el culto cristiano a la oración vocal o mental.
Al principio, el Oriente no tomó parte en esta clasificación y reducción del número de los “misterios.” Utilizaba los siete sacramentos aprobados por la Iglesia romana, pero también consideraba como sacramentos la bendición del agua en la festividad de la Epifanía, la toma de hábitos por un monje o monja, la consagración de una iglesia, la unción de un monarca y el reconocimiento como hermanos de los cristianos que desean unirse entre sí mediante este sagrado vínculo *. Los cristianos orientales continúan la práctica de la Iglesia primitiva, que consideraba como sacramentales muchas manifestaciones de su vida litúrgica.
En el siglo XVII, la teología ortodoxa se vio expuesta, sin embargo, a las repercusiones de la controversia sacramental de Occidente. Fue un período de declive escolástico entre los cristianos orientales. El yugo mahometano hacía que fuese imposible la formación del clero en sus propios países, y un número de seres humanos, educados en naciones católicas romanas y protestantes, adoptaban ideas comunes en Occidente. Se aceptó el término “siete sacramentos,” y algunas otras definiciones, copiadas del sistema romano, fueron absorbidas e incorporadas sin ninguna crítica en los manuales de Teología.
No obstante, el uso de la palabra mysterion protegió a los ortodoxos contra el deseo que tenían algunos de sus jerarcas de imitar a Occidente con mayor minuciosidad y racionalizar más el encuentro divino-humano. La práctica sacramental de Oriente ha permanecido, por tanto, más rica y menos formalizada que la de Occidente, y ha retenido muchas facetas que la relacionan con la vida y la fe de la Iglesia primitiva.
* El sacramento de Hermandad se utiliza únicamente en la Iglesia serbia.
Tanto en Oriente como en Occidente, la iniciación en la comunidad cristiana tiene lugar mediante el bautismo. La práctica ortodoxa es una triple inmersión, utilizando la fórmula tradicional: “El siervo de Dios (se menciona su nombre) es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Esto significa la muerte de un pecador y su resurrección y redención como nuevo cristiano. En el caso de un adulto, el bautismo va precedido de la recitación del Credo niceno y de la renuncia a todas las potencias del mal. En el bautismo de los niños, dos padrinos confiesan en su nombre la fe ortodoxa y aceptan en su lugar la oferta de nueva vida en la comunidad de la Iglesia.
Hay dos facetas en el rito oriental que lo distinguen del occidental. En Occidente, el celebrante dice: “Yo bautizo”; en el Oriente se emplea la fórmula: “El siervo de Dios es bautizado,” acentuando así el carácter corporativo de este acto de iniciación en que la Iglesia recibe al nuevo miembro dentro de su sagrado redil. El bautizante, en el Oriente, actúa en nombre de toda la corporación, y no en el de su propia autoridad sacerdotal. La segunda faceta distintiva del rito oriental es la creencia en su significado cósmico. Este convencimiento queda expresado en la oración de consagración del agua, que precede a la triple inmersión. Se invoca sobre ella la gracia del Espíritu Santo con las siguientes palabras: “Grande eres Tú, oh Señor, y maravillosas son tus obras, y no hay palabras que basten para cantar himnos a tus maravillas. Ante Ti tiemblan todos los poderes dotados de inteligencia. El sol canta contigo, la luna te glorifica, las estrellas se reúnen en tu presencia, la luz te obedece, las fuentes de agua se sujetan a Ti. Por tanto, oh Rey, ven ahora a santificar esta agua con la presencia del Espíritu Santo, y concédele la gracia redentora y la bendición del Jordán. Haz de ella la fuente de la incorrupción, el don de la santificación, la remisión de los pecados y el remedio de las enfermedades.”
Esta oración implica que todo bautismo no sólo añade otro miembro la Iglesia universal, sino que extiende también el dominio del patente Reino de la Santísima Trinidad. La santificación del agua como parte de la naturaleza es un paso en la redención gradual de toda vida sobre la tierra, proceso que, sin embargo, depende de la voluntad del hombre a cooperar con su Creador.
La interpretación corporativa y cósmica del bautismo se extiende por la manera de administrar la confirmación (o la santa unción), que en el Oriente sigue inmediatamente al bautismo. Aunque el sacerdote unge con óleo al nuevo cristiano, el sacramento es episcopal como en Occidente, pues el crisma o santo óleo ha tenido que ser consagrado por una asamblea de obispos presidida por el jerarca mayor de la Iglesia autocéfala. Tal consagración tiene lugar durante la Cuaresma, y es una ceremonia larga y solemne. Cada vez, el crisma recién preparado se añade al viejo, y así se conserva un ininterrumpido suministro del óleo sagrado. Siempre que el sacerdote unge con este crisma expresa la bendición del episcopado unido de todos los tiempos. Las palabras que pronuncia el sacerdote cuando unge las diferentes partes del cuerpo: “El sello de la gracia del Espíritu Santo,” son las mismas que utilizan los judíos en la circuncisión, y así unen al viejo con el nuevo Israel.
La confirmación se entiende de manera distinta en Oriente y Occidente. Para los ortodoxos, la unción no es la renovación de los votos bautismales, sino una ordenación laica, mediante la cual el cristiano recibe una gracia especial, en su condición de laico, para participar en la administración de todos los otros sacramentos. Estas son acciones corporativas, y tanto los ministros ordenados como los laicos ungidos son esenciales para su debida celebración.
La consagración del crisma por la cabeza de cada Iglesia nacional acentúa el carácter ecuménico de la confirmación. Es un sacramento de unidad cristiana, pues al ungir a todos los miembros eclesiásticos con el mismo crisma, entran en la comunidad del mismo cuerpo. La unción es el sacramento de Pentecostés. Aquel día, la Theotokos y los Apóstoles recibieron el don del Espíritu Santo, que puso a plena luz su personal singularidad. Análogamente, el santo crisma otorga a todos los miembros de la Iglesia el poder de realizar su propia contribución creadora a la vida de la comunidad en espíritu de perfecta libertad, y de desarrollar aquellas capacidades e intereses que le distinguen del resto de la humanidad. Marca la aceptación de la responsabilidad individual en la comunidad de la Iglesia.
La importante consecuencia de la práctica oriental es que los niños, desde su infancia, son aceptados como comulgantes bajo la responsabilidad paternal. La psicología moderna reconoce el profundo impacto que producen las buenas o las malas influencias sobre los primeros años de la vida, y el hecho de que los niños de padres ortodoxos participen, desde la infancia, de la Eucaristía, les inclina con mayor fuerza hacia la Iglesia que en otras confesiones.
La práctica ortodoxa de la confesión se basa en tres convencimientos: a) que los hombres son moralmente responsables de sus actos y que se puede formar su conciencia; b) que todos son responsables de sí mismos entre sí, pues sus pensamientos, intenciones y hechos están intrincadamente entrelazados con los de su prójimo; c) que la sincera reconciliación entre las personas consigue el perdón divino, que de manera efectiva y permanente elimina la mancha del pecado.
La forma oriental de la confesión es la expresión de toda una vida de experiencia de la Iglesia ortodoxa en sus relaciones con los pecadores arrepentidos. Su finalidad es restaurar en el penitente la confianza en el amor y perdón divinos, reconciliándole con la comunidad a que ha perjudicado con el mal que existe en él. Esta reconciliación se consigue ayudándole a ver sus malas acciones con una nueva luz, y asistiéndole en su resolución de alterar su conducta y reparar el daño ya efectuado.
No es fácil que el individuo estime la gravedad de su conducta. A menudo juzga ligeramente sus graves ofensas, y presenta excusas que le parecen totalmente satisfactorias, mientras que experimenta una vergüenza y culpa desproporcionadas por ofensas menores. La confesión aspira a ayudar a un cristiano a conseguir una evaluación más equilibrada de sus acciones.
La forma del sacramento difiere en la Iglesia ortodoxa del uso occidental, donde el sacerdote ocupa el lugar de juez y el penitente se arrodilla a su lado cuando confiesa sus pecados. En Oriente, el penitente se pone de pie ante un pequeño pupitre, sobre el cual están colocados el Libro de los Evangelios y la Cruz. El sacerdote no se sienta, sino que se pone de pie junto a él. Después de las oraciones preliminares, el confesor se dirige al penitente y le dice: “Hijo mío espiritual, mira que Cristo está aquí visiblemente y recibe tu confesión. Por lo tanto, no te avergüences ni tengas temor, y no ocultes nada... para que obtengas el perdón de muestro Señor Jesucristo. Mira, su santa Imagen está ante nosotros, y yo soy sólo un testigo que da testimonio ante El de todas las cosas que me has de decir.”
El sacerdote de la Iglesia ortodoxa no es un juez, sino un médico que ayuda al penitente a recobrar su salud espiritual. Articulando sus malos actos, el penitente consigue dos importantes resultados: objetiviza sus malas acciones y las separa así de su yo interior. Al mismo tiempo, recibe la medicina necesaria para su lucha contra las aflicciones en la forma de la gracia sacramental y del sabio consejo del sacerdote.
Esta última petición tiene un significado especial. Una sincera confesión no sólo libera a un penitente del peso de sus pecados, sino que también establece Hay poco formalismo en la confesión oriental, y la mayoría de los confesores tienen su propia manera de dirigirla. Algunos hacen preguntas para facilitar el descubrimiento que hace el penitente de sí mismo. Otros se abstienen de preguntar. Hay quienes animan al penitente diciéndole cómo otros han cometido las mismas faltas u otras incluso más graves, habiendo recuperado, no obstante, la integridad y salud moral; un experto confesor también puede hacer ver a un cristiano autosatisfecho o descuidado que las acciones que él considera sin importancia y excusables son graves ofensas que podrían debilitar su fuerza moral. Algunos sacerdotes limitan la confesión a oraciones en que solicitan el perdón divino y aseguran al penitente que el Dios todo misericordioso y todo amante está dispuesto a lavar la mancha del pecado de todos los que desean alterar su conducta y se han reconciliado con sus semejantes. La confesión concluye con la siguiente petición: “Señor y Dios nuestro, misericordioso, gracioso y pacientísimo..., perdona ahora, oh Señor, a este tu siervo (dícese su nombre); concédele la seguridad del arrepentimiento, el perdón y la remisión de sus pecados, y absuélvele de todas sus ofensas, voluntarias e involuntarias; reconcíliale y únele con tu Santa Iglesia, por Jesucristo Nuestro Señor.”
una comunión más íntima y más feliz entre él y los otros miembros de la Iglesia. La soledad y la desconfianza hacia otros es una de las inevitables consecuencias del pecado. El arrepentimiento restaura la unidad de la persona con Dios y su prójimo.
El último acto de la confesión es la absolución que pronuncia el sacerdote. La Iglesia rusa adoptó de Occidente su forma actual en el siglo XVII, y el confesor dice: “Que nuestro Señor y Dios Jesucristo, por la gracia y generosidad de su amor hacia la humanidad, te perdone (dícese el nombre del penitente) todas tus faltas. Y yo, un indigno sacerdote, por el poder que me ha otorgado El, te perdone y absuelva de todos tus pecados.”
El uso del pronombre “yo” es extraño a la tradición ortodoxa, y no lo emplean la Iglesia griega ni otras Iglesias orientales.
La frecuencia de la confesión se deja a la discreción de los individuos. Entre los rusos, la confesión se considera como parte integral de toda preparación para la comunión; en otras Iglesias orientales, se considera como indispensable sólo en el caso de una grave caída moral. En algunas Iglesias, únicamente los sacerdotes elegidos por los obispos para este propósito están autorizados para oír confesiones; en otras partes del cristianismo oriental, se espera de todo sacerdote que actúe como confesor.
En la Iglesia ortodoxa, la unción con los santos óleos se practica regularmente y es estimada en gran manera. Este sacramento se utiliza en casos de enfermedad corporal y mental, y para los que buscan renovación y purificación. En la mayoría de los casos, se invita al sacerdote a la casa de un enfermo y administra el sacramento allí, pero recientemente se ha extendido su aplicación, y en muchas parroquias rusas se ofrece este sacramento durante la Cuaresma a todos los miembros de la congregación que desean aprovecharse de sus poderes curativos. En otras Iglesias, los peregrinos que visitan los sagrados santuarios reciben esta bendición especial.
El servicio se compone de siete lecciones que tratan del ministerio curativo de Cristo. Cada una de estas lecturas va seguida de una unción. Varios sacerdotes suelen tomar parte en este servicio, preferiblemente siete. La idea subyacente del sacramento es la interdependencia de las naturalezas física y espiritual del hombre. Algunas enfermedades físicas afectan a la moralidad, y los pecados y las faltas pueden dejar señales en el cuerpo.
Mientras que el sacramento de la penitencia cura el lado mental de los seres humanos, los santos óleos producen el mismo efecto en sus cuerpos. La administración de este sacramento por varios sacerdotes acentúa que en este caso el poder curativo pertenece a la Iglesia y no a un individuo. Los cristianos orientales reconocen y estiman altamente el don de curación que poseen algunas personas excepcionales, pero con los santos óleos se llama a todos los sacerdotes para que ayuden a los cristianos que sufren y les alivien de sus enfermedades corporales, a la vez que de la debilidad moral derivada de ellas.
El espíritu corporativo del cristianismo oriental halla expresión, en la manera de consagrar a los obispos, sacerdotes y diáconos. Occidente viene estando dividido sobre este punto vital desde la Reforma. Algunas de las confesiones occidentales — los católicos romanos, los antiguos católicos y los anglicanos — insisten en que la ordenación del clero sólo puede realizarse legítimamente mediante los obispos de apostólica sucesión. Los protestantes repudian esto y acentúan la vocación interior hacia el ministerio. Consideran que la imposición de manos es meramente a. confirmación de esta vocación, que se puede realizar por los representantes autorizados de una confesión dada.
La práctica oriental difiere de ambas formas occidentales. Combina elementos que se acentúan por separado en la práctica de otras Iglesias. En el Oriente, al ordenando se le lleva primero a la congregación reunida para la celebración de la Santa Eucaristía. Los dos diáconos piden entonces a la asamblea que apruebe la ordenación, y la aprobación unánime, primero de los legos y después del clero, que dicen Axious (“Es digno de ser ordenado”), se toma como expresión de aprobación divina.
Entonces el candidato se Arrodilla ante el obispo, que pone las manos sobre su cabeza, y en nombre de toda la Iglesia aprueba la elección efectuada por la congregación local.
Los cristianos orientales creen que el Espíritu Santo habla por medio de la corporación de los miembros eclesiásticos que se hallan unidos entre sí. Toda iglesia local es una célula viviente del organismo universal y tiene poder para actuar en nombre de toda la comunidad, pero a condición de que sea de acuerdo con el resto. El papel del obispo en el Oriente es el de un testigo, que testifica que la congregación local ha tenido su vínculo de unidad con la Iglesia Católica. La sucesión apostólica es señal de que las sucesivas generaciones gozan de amor mutuo continúan en comunión con todos los que creen en la Encarnación.
El sacramento del matrimonio se conoce por el nombre de “coronación” en la Iglesia oriental. Es una solemne bendición del hombre y la mujer por medio de la Iglesia para que juntos lleven una nueva vida de unidad y concordia, semejante a la unión de Cristo con su Iglesia.
El servicio combina algunas facetas de la ordenación con las de la Eucaristía. Los novios son dirigidos solemnemente por el sacerdote hasta el centro de la iglesia, donde tiene lugar la coronación en representación simbólica de la unión entre Cristo Rey y su Elegida, la Santa Iglesia. El sacerdote les bendice tres veces, con las palabras: “Oh Señor, Dios nuestro, corónalos con la gloria y el honor.” Se les coloca unas coronas en la cabeza, y las llevan hasta el final del servicio. Después de la lectura de la epístola (Efesios V, 20-23), el Evangelio (Juan II, 1-12) y la recitación del Padre nuestro, los novios beben vino de la misma copa en señal de su nueva unidad. El sacerdote les toma entonces de la mano y les da tres vueltas alrededor del atril, mientras el coro entona los himnos que se cantan en el servicio de la ordenación. La similitud de los ritos de la ordenación y el matrimonio en el Oriente expresa la creencia de que el clero debe vivir en unidad y amor con la comunidad que tiene bajo su cargo.
La solemnidad de este servicio acentúa la santidad de la vida conyugal, y la conexión entre el misterio del amor humano y el amor de Dios por su creación. No obstante, las Iglesias orientales de la tradición bizantina permiten el divorcio e incluso las nuevas nupcias. Esta práctica no parece a los ortodoxos incompatible con su alta estimación del matrimonio. Creen que en el matrimonio dos personas entran en una relación orgánica tan íntima, que ni siquiera la disuelve la muerte. Se deduce de esto que, en su ideal, el matrimonio no se puede repetir nunca, pero no se puede imponer esta elevada norma a todos los cristianos, pues hay numerosas causas que pueden privar a los cónyuges del verdadero amor y unidad. A algunos, por ejemplo, les resulta difícil permanecer solteros después de la muerte del marido o la esposa; la vida conyugal de otros puede malograrse por causa de una prolongada ausencia, locura, encarcelamiento perpetuo o infidelidad. En todos estos casos, la Iglesia, como una madre amante, condesciente con la fragilidad de sus hijos y da su bendición a un segundo matrimonio. Sin embargo, este servicio difiere de la gloriosa coronación; contiene una nota claramente penitencial, pues los que contraen un segundo matrimonio han dejado de ser fieles a su primera intención. El sacerdote dice la siguiente oración: “Oh Señor Jesucristo..., limpia las iniquidades de tus siervos, porque, incapaces de soportar el calor y el peso del día y los ardientes deseos de la carne, contraen un segundo matrimonio, al que diste Tú legitimidad mediante tu vaso predilecto, el apóstol Pablo, diciendo: ‘ los humildes pecadores más nos vale casarnos en el Señor que abrasarnos’.”
El rito penitencial de las segundas nupcias se utiliza tanto para los viudos como para los divorciados. A fin de aclarar que el segundo matrimonio es tolerado, mas no aprobado, la Iglesia exige que tanto los sacerdotes como los diáconos se casen solamente una vez, y a los candidatos las Santas Ordenes no se les permite elegir por esposas a viudas o divorciadas. Si sienten la necesidad de casarse de nuevo — y a menudo es éste un problema real para el clero cuyas esposas mueren cuando sus hijos son todavía jóvenes — , no les condena la Iglesia, pero ya no se les permite ejercer sus funciones sacerdotales, aunque a menudo continúan trabajando para la Iglesia como lectores o maestros de coro.
Además de estos principales sacramentos, los libros ortodoxos de oraciones contienen más de cuarenta ritos y bendiciones sacramentales, que cubren todas las necesidades y tareas de la vida humana. La Iglesia invoca la gracia del Espíritu Santo sobre objetos sagrados y seculares, tales como iglesias, iconos, casas, campos, animales y plantas. Algunas de estas ceremonias, como la gran bendición del agua el día de la Epifanía (la festividad del Bautismo de Cristo en la Iglesia oriental), son sacramentales en el pleno sentido de la palabra; otras no son más que bendiciones impartidas por el sacerdote o por los legos.
Los ortodoxos creen que la Iglesia tiene poder para santificar y purificar toda vida, tanto la materia como el espíritu, y que en cualquier lugar y momento que opere mediante las acciones sacramentales de sus miembros, la materia recibe la gracia del Espíritu Santo y se convierte en vehículo de su influencia vivificante y salvadora.
Para la Iglesia ortodoxa, los sacramentos representan las elevadas señales de la comunión y colaboración de los hombres con el Creador. Además de estas acciones litúrgicas corporativas, su Iglesia ofrece también otras numerosas ocasiones de alabanza y oraciones.
Ocho de estos servicios se emplean regularmente y se ordenan durante el día y la noche a intervalos iguales. Para fines litúrgicos, el Oriente cristiano se ajusta al viejo sistema romano de contar el tiempo. La noche se divide en doce horas, desde la puesta del sol o las seis de la tarde. El día empieza a la salida del sol o las seis de la madrugada. La de oficios empieza con las vísperas cantadas a las seis de la tarde; siguen las completas a las nueve de la noche; el servicio de medianoche (nocturno), a las doce; la hora prima, a las seis de la mañana; maitines, a las siete; la hora tercia, a las nueve; la hora sexta, a las doce del día; la hora nona, a las tres de la tarde. Estos servicios se recitan por separado en las comunidades religiosas y proporcionan frecuentes oportunidades de culto. En las iglesias parroquiales, los oficios se agrupan en dos principales servicios, uno celebrado por la mañana, y el otro por la tarde. El material litúrgico de estos oficios es rico en su contenido y de varios orígenes. Los salmos del Antiguo Testamento se utilizan de manera general y proporcionan la base de todos los servicios. Las lecturas del Antiguo Testamento y del Nuevo también ocupan un importante lugar en el culto oriental, pero la mayor parte consta de himnos y oraciones métricas compuestas en diferentes períodos y en diferentes países del cristianismo oriental. La mayoría de estos poemas religiosos son bizantinos. Uno de los principales expertos occidentales sobre el culto oriental, el cardenal Pitra (1812-89), escribió: “En ninguna parte la poesía ha recibido de la Iglesia apreciación y fomento mayores que en las tierras griegas de Hornero. Aunque es evidente que este gran monumento de himnografía no pudo ser creado por un esfuerzo individual, es, sin embargo, difícil seguir las varias etapas de su desarrollo a través de los siglos. Uno se da cuenta de que han existido creaciones sucesivas, etapas superpuestas sobre insondables profundidades, y muchas generaciones de poetas, conocidos y desconocidos.”
Los más insignes himnógrafos ortodoxos fueron San Efraín el Sirio (muerto en 378) y su discípulo, Romanos el Méloda, que llegó de Siria a Constantinopla. Romanos popularizó el arte de la poesía religiosa en la capital, y fue seguido de un número de poetas bizantinos, Anatolio (muerto en 458), Sergio (muerto en 638) (ambos patriarcas de Constantinopla) y Jorge el Diácono (siglo VII). Los himnógrafos posteriores incluyen a Andrés de Creta (muerto en 720), autor de un magnífico poema penitencial recitado todos los años en Cuaresma. En el siglo VIII, Cosme, obispo de Maium (muerto en 743), y San Juan de Damasco (muerto en 749), enriquecieron el culto de la Iglesia oriental. En los siguientes siglos, se hicieron también valiosas adiciones por José el Himnógrafo (muerto en 983), el emperador León el Filósofo (886-912) y San Teodoro de Studion (muerto en 826), ardiente defensor de los iconos.
También contribuyeron varias mujeres a esta poesía religiosa. La más célebre fue una monja llamada Cassia (siglo IX), autora de uno de los más conmovedores himnos de la Iglesia ortodoxa, que describe el lavatorio de los pies de Cristo por una prostituta. Este himno se canta el martes y el miércoles en Semana Santa. Sin embargo, la mayor parte de esta elaborada poesía fue legada a la Iglesia ortodoxa por escritores anónimos. Sólo una proporción de esta rica himnografía se halla incorporada en los libros de servicios impresos y se utiliza regularmente. El resto existe en manuscritos y es únicamente accesible a los expertos.
El lenguaje de la poesía oriental es muy barroco y contiene una profusión de epítetos, en los que se desborda la imaginación oriental. Tiene muchos puntos en común con los brillantes colores de los mosaicos, pues exhibe la misma combinación de ricos detalles artísticos con sujeción al estricto código de la convención característica del arte bizantino.
Los servicios corrientes de la Iglesia ortodoxa concuerdan con un complejo sistema de ciclos. El primero son los siete días de la semana, cada uno con su propio tema, reflejado en las oraciones. El domingo es el día de la Resurrección; el lunes conmemora las huestes angélicas; el martes, a San Juan Bautista y a los Profetas; el miércoles y viernes, la Pasión de Cristo; el jueves, a los Apóstoles, a San Nicolás y a todos los santos; el sábado, a todos los difuntos, especialmente a los mártires.
El segundo ciclo se basa en los ocho modos musicales, cada uno de los cuales tiene su propia serie de himnos. Se introduce un nuevo modo en la noche del sábado y domina los oficios durante el resto de la semana. Este ciclo cubre un período de ocho semanas, después de las cuales se utiliza de nuevo el primer ciclo.
El tercer ciclo es el del año. Cada día conmemora a sus propios santos y los importantes acontecimientos de la historia cristiana; cuando se construye el servicio, se pueden elegir himnos de los varios temas que para el día figuran en los libros de culto. Estos ciclos proporcionan una variedad siempre cambiante, y rara vez repetida, de himnos y oraciones.
La tarea de componer el servicio diario requiere un conocimiento experto, y hay un libro especial, el Typicon, de reglas y consejos.
En el año hay dos períodos en que se cambia el ritmo del servicie Cuaresma y Pascua de Resurrección. Se altera la música, las instrucciones e incluso la estructura de cada oficio. Los servicios de Cuaresma son largos y penitenciales, acompañados de arrodillamiento y postración. La Pascua, celebrada con un gozoso sentido de victoria, contrasta agudamente con la austeridad de Cuaresma. Los ortodoxos no se arrodillan durante las seis semanas que siguen a la Pascua, y la música y los himnos reflejan la triunfante resurrección del Salvador.
La Iglesia rusa celebra los maitines de Pascua a medianoche, y la atmósfera especial de júbilo creada en esa ocasión no tiene paralelo en la experiencia de otros cristianos. Presenciar este servicio es darse cuenta de por qué la Iglesia ortodoxa es descrita a veces como la Iglesia de la Resurrección.
Otra característica del Oriente cristiano es la íntima conexión entre las oraciones de la Iglesia y la vida de la familia. Muchos servicios son cantados por un sacerdote y su asistente, bien en la Iglesia o en casa, a petición de sus feligreses. Algunos son acciones de gracias por la bendición de Dios; otros son peticiones de ayuda divina, oraciones por los enfermos, por una persona que inicia un viaje o comienza un trabajo nuevo, por los niños que van a la escuela y por los difuntos. Cubren todos los aspectos de la vida con sus alegrías y pesares. Frecuentemente, después de un servicio público en una iglesia parroquial, se canta un oficio ocasional y se forma una pequeña congregación para este propósito, mientras que la mayoría de los fieles se van a casa.
Los cristianos rusos profesan un particular amor a los santos patrones cuyos nombres adoptan en el bautismo. El día de la conmemoración de su santo, un ruso es felicitado por sus amigos, y a menudo invita al sacerdote a celebrar un servicio especial en esa ocasión.
La Biblia proporciona el principal material para todos los servicios de la Iglesia oriental. Además de la Biblia y del ya mencionado Typicon, los cristianos orientales utilizan los siguientes libros de oficios para su culto corporativo y particular:
El Horologion, que incluye las partes invariables de todos los servicios, y las oraciones asignadas para cada día de la semana. Este es un pequeño volumen que sirve como encofrado para la construcción del culto público.
El Octoekhos, que se compone de dos partes en las que se incorporan himnos de los ocho modos.
El Menaia, que se compone de doce grandes volúmenes que presentan los himnos necesarios para las conmemoraciones diarias.
El Triodion, el libro de los servicios de Cuaresma. El Pentikostarion, que cubre la estación de Pascua. Además existen otros dos volúmenes esenciales para la dirección del culto de Pascua:
El Litourgion, necesario para los sacerdotes y diáconos. Contiene las oraciones y las letanías que recitan durante la celebración de la Eucaristía, maitines y vísperas.
El Euchologion, utilizado también por el clero. Contiene las formas de administración de todos los otros sacramentos y también las oraciones necesarias para los servicios ocasionales.
Los manuales de oraciones diseñados para los legos. Contienen las devociones matinales y vespertinas, el oficio de preparación antes de la Santa Comunión, las oraciones de acción de gracias después de ella, los himnos acatistas dirigidos a Cristo, a su Madre y a los santos, y otras oraciones ocasionales.
Algunos de estos manuales tienen, además, una lista de lecciones bíblicas diarias y el calendario de los santos.
Las diferencias entre la arquitectura, servicios y sacramentos de Oriente y Occidente son teológicas, psicológicas y temperamentales. Como ya hemos dicho, el cristiano occidental pone a la persona por encima de la comunidad, mientras que el Oriente actúa instintivamente del modo opuesto. Occidente hace una grave separación entre la materia y el espíritu y tiende a oponerse a lo que el Oriente considera que está indisolublemente ligado, introduciendo la materia en los más sagrados actos de comunión con Dios.
El cristianismo es la religión de la Encarnación, de la unión entre el cielo y la tierra, el tiempo y la eternidad, Dios y el ser humano. Su principal afirmación es que lo divino y lo humano se pueden unificar sin perder su identidad. Esto se consigue, no porque Dios y el mundo sean la misma cosa, sino porque Dios es el Creador, el mundo es su creación y el Creador es el dueño absoluto de su propia obra. La ama, y desea la más íntima comunión con los seres a quienes dotó del poder de libre elección.
El Oriente y Occidente cristianos se hallan entre sí de completo acuerdo con respecto a estas cuestiones fundamentales. Enseñan que el ser humano, como corona de la creación, está llamado a actuar como vínculo entre Dios y el mundo, y, además, que es capaz de promover o retardar la concordia y cooperación entre la voluntad divina y la de las criaturas, Sin embargo, los cristianos orientales y occidentales empiezan a dividirse cuando intentan definir con mayor precisión el papel asignado a cada ser humano en este encuentro divino-humano.
Para los cristianos occidentales, el rayo de luz divina que toca la tierra ilumina, por encima de todo, el singular valor y la alta responsabilidad de cada hombre y mujer hechos a imagen de Dios. Para ellos, una persona renacida es la piedra angular del nuevo orden. La Iglesia cristiana es una comunión de individuos llamados a vivir juntos la vida cristiana. Esta corporación se distingue del resto del mundo; se opone a los reinos temporales y proclama el supremo poder del Espíritu Santo sobre la materia y la carne. La propia redención se concibe en Occidente como liberación del hombre respecto del cautiverio terrenal, y la historia eclesiástica es interpretada como una incesante lucha entre el reino de Dios y los reinos de este mundo. Todo momento de tiempo se debe redimir llenándose de significado para unirse al reino de los valores inmutables y convertirse así en parte de la eternidad.
En Oriente, el ser humano es considerado como parte de una comunidad. Los que viven en paz y amor entre sí se convierten en espejo de la Santísima Trinidad, en reflejo de la luz celestial. El ser humano se hace persona cuando se da cuenta de su interdependencia con los que con él son miembros del Cuerpo de Cristo.
La Iglesia es la gracia divina que opera entre los redimidos; los cristianos son los que han respondido libremente a la llamada de arriba; se separan del mundo únicamente en el sentido de que se unen para formar su sagrado corazón. Por medio de la Iglesia, Dios origina la regeneración no sólo de los seres humanos, sino de toda la naturaleza. El espíritu y la materia son dos manifestaciones de la misma realidad, y cuando se santifican y se convierten en templo de la gracia moradora, entonces se unen el pasado, el presente y el futuro, y el tiempo detiene su curso al mezclarse con el océano de vida y luz eternas.
Estas distinciones, por sutiles que parezcan, han influido profundamente en la presentación de la fe en Occidente y en Oriente, y, por consiguiente, han afectado al culto, a la cultura e incluso a las condiciones políticas entre estas naciones. Este hecho se puede ilustrar mediante ejemplos tomados del arte religioso, de las costumbres y de las tradiciones litúrgicas. Por ejemplo, las cúpulas en forma de llama de las iglesias rusas con sus brillantes colores proclaman el poder regenerador otorgado a la comunidad cristiana. Anuncian la próxima transfiguración del universo, y proclaman que incluso ahora se torna la tierra en paraíso siempre que se celebra la Eucaristía y se recibe la gracia divina por medio de la acción corporativa de los seres humanos.
La más austera arquitectura de las iglesias occidentales simboliza el conflicto entre dos reinos hostiles; aun afirmando que no pueden ser derrotadas las fuerzas cristianas, las almenas de las grises murallas recuerdan a los miembros del ejército de Cristo que la lucha es dura, el enemigo fuerte, y la victoria no se ha de obtener sin esfuerzo, sufrimiento y sacrificio. Este aspecto militante del cristianismo occidental se ve dulcificado, sin embargo, por otro mensaje, bellamente expresado en las altivas y serenas torres, que hablan del ansia del ser humano por dejar atrás esta tierra, con todos sus tumultos y tentaciones, por liberarse de todos los intereses materiales, por llegar a las celestes regiones de la santidad y la paz.
La decoración interior de las iglesias orientales y occidentales manifiesta también estas dos interpretaciones del cristianismo. Los templos ortodoxos representan el cielo y la tierra enlazados en gloriosa unión. El santuario, dividido del resto del edificio por medio de la iconostasio es el cielo con su santidad y misterio; siempre está allí, aunque inaccesible al ser humano pecador mientras permanezca en su aislamiento; por lo tanto, las puertas que conducen al santuario se hallan cerradas, menos durante el servicio. Sin embargo, están de par en par cuando los cristianos se congregan en obediencia al mandato de Cristo, y con fe, amor y temor empiezan a celebrar la Eucaristía. Entonces el cielo ilumina a la tierra, y Dios mira a su creación.
La iconostasis, con las figuras del Señor Encarnado, su Madre y los santos pintados en ella, expresa el convencimiento de que el ser humano divide y une el reino celestial y el terrenal. Estas puertas reales, con sus imágenes de la Anunciación y de los cuatro Evangelistas, declaran que sólo Cristo es la puerta que conduce a la comunión con la Santísima Trinidad.
El interior de las iglesias occidentales corresponde a la enseñanza de que el ser humano debe ser continuamente ayudado desde arriba para avanzar a lo largo del recto sendero. El altar y el pulpito proporcionan el sustento místico e intelectual distribuido por el pastor a su rebaño. Los bancos que ocupan la nave organizan y separan también a los miembros de la congregación, ayudándoles a concentrarse en su decisión personal, acentuando así la responsabilidad de cada soldado cristiano de la Iglesia militante. Esta actitud individualista hacia la religión se revela también en el modo de disponer los servicios occidentales, especialmente los protestantes. Por lo general, son dirigidos por un solo individuo, habitual-mente el ministro ordenado, en nombre de otros individuos, e idealmente se dirigen de forma que puedan ser fácilmente seguidos por todo el mundo. Están bien sincronizados, con un climax claramente marcado, la congregación participa plenamente en las oraciones y en los salmos e himnos que se cantan, y se da gran importancia a escuchar con toda atención la palabra de Dios y los sermones.
La libertad y espontaneidad de los cristianos orientales nace de su convencimiento de que todos son miembros de una gran familia compuesta de los vivos y los difuntos, y que el poder de la muerte sólo interrumpe parcialmente la comunión de sus miembros y no puede privarles de su unidad fundamental. Siempre que la Iglesia de Dios se congrega en un acto de culto, son los santos y los fieles difuntos los que dirigen las oraciones de la congregación, mientras que los cristianos en la tierra se unen intermitentemente a su gran compañía en su incesante alabanza. El fuerte sentido corporativo del Oriente cristiano hace que a los miembros de la Iglesia les sea fácil considerar su participación en el culto como participación en la vida de toda la congregación.
Llegan a la liturgia como invitados a un banquete, en el que los santos ocupan el lugar de honor. Esta actitud explica la presencia de tantos iconos. Mediante estos signos visibles, el cristiano desea recordar a sus invisibles anfitriones, y su primer acto cuando entra en la iglesia es saludarles ofreciendo una vela encendida, como símbolo de amor y recuerdo de sus antepasados. Tras este acto, a menudo se besa reverentemente el icono. Las costumbres corresponden a la antigua salutación griega del beso de paz, que todavía es intercambiado por los ortodoxos en el servicio de la noche de Pascua de Resurrección, y por el clero en todas las celebraciones de la Eucaristía.
En contraste con su hermano occidental, vivamente consciente de su deber de venerar a Dios, el ortodoxo acentúa el privilegio de unirse a la gloriosa compañía de los santos cuando va a la iglesia. Sabe que, con su estancia o de unos minutos o de unas horas, sólo realiza una inadecuada contribución al incesante culto de toda la Iglesia de Cristo. Todos los de la congregación son igualmente indignos de estar presentes, pero todos son igualmente bien recibidos por su amante Padre y por aquellos hermanos y hermanas mayores que ya entraron en la alegría de la vida eterna. Es este sentido de ser miembro de una familia el que engendra la informalidad de la conducta individual. El príncipe y el mendigo, el rico y el pobre, el ciudadano respetado y el paria, todos tienen su lugar en este banquete y ninguno pide un puesto de autoridad y honor, pues tal puesto pertenece sólo a los santos. El calor, el gozo y el espíritu de familia del culto oriental figuran entre sus grandes realizaciones, y se derivan de la actitud comunitaria hacia los servicios litúrgicos.
Siguiendo estas comparaciones, podemos decir que las diferentes actitudes hacia la materia y el espíritu explican las opuestas tendencias en la evolución de la enseñanza y la práctica sacramental de Oriente y Occidente. En Occidente, la tendencia ha sido minimizar el aspecto material en la administración de los sacramentos; en Oriente, ese elemento se ha dilatado todo lo que ha sido posible; en Occidente, por ejemplo, el bautismo mediante aspersión ha sustituido al solemne rito de la bendición del agua y a la triple inmersión, todavía practicada en Oriente. La denominación “bautista” es casi la única en insistir sobre la inmersión, pero no atribuye importancia al agua en sí, y considera la conversión interna cómo parte esencial del rito.
El mismo desarrollo tuvo lugar en el tratamiento del pan y el vino la Eucaristía. La doctrina romana de la Transustanciación, según la cuál sólo se retiene el signo visible de pan y vino, mientras que se alteran radicalmente sus sustancias, y, por decirlo así, las consume el fuego divino, reduce a un mínimo el aspecto material del sacramento. Por consiguiente, el pan se representa mediante una oblea fina, y a los legos se les da de comulgar con vino.
Entre algunos protestantes, el servicio de la comunión ha recibido una interpretación estrictamente espiritual como acto de unión entre Cristo y el alma del creyente. El pan y el vino se hallan relegados al filo del servicio, y ya no se los consagra ni se los venera como vehículos de la gracia divina, sino que meramente se los considera como recordatorios de la Última Cena. Su importancia está minimizada hasta tal punto, que el vino en muchas confesiones es sustituido por un jugo no fermentado. La creencia de que la más elevada forma de culto debe aspirar a ser “puramente espiritual” y a impedir toda asociación material, halla la más completa expresión en la comunidad de los cuáqueros, que prescinde de todos los elementos materiales en sus servicios.
En Oriente, el pan y el vino de la Eucaristía son considerados con temor y devoción. Se utiliza el perfecto pan de levadura, y a los comulgantes se les ofrece vino rojo, templado por la adición de agua caliente. Al final de cada servicio, se distribuye más pan — esta vez sin consagrar — todos los miembros de la congregación.
En muchas ocasiones, se santifican otros frutos y alimentos en templo y se comen allí. Las bendiciones sacramentales son impartidas por la Iglesia Oriental a otros objetos animados e inanimados. La Iglesia está dispuesta a tocar con su mano transformadora todo lo que es esencia para los hombres y está relacionado con su vida y trabajo diarios.
El deseo y capacidad de venerar, como el impulso de crear, es innato en todos los seres humanos. La historia de la humanidad ostenta una infinita variedad de formas, objetos y propósitos de culto, y todas estas expresiones, con todo lo diferentes que son, revelan una conciencia de que el ser humano no es ni el principio ni el fin de la evolución cósmica, sino un eslabón en una cadena, cuyos dos extremos escapan a su conocimiento.
Desde los albores de la historia, los seres humanos han venerado el poder que palpita en el universo, y se manifiesta en el calor y la luz que despide el sol, en la solidez de una piedra, en el constante desarrollo de un árbol, en la belleza y la fuerza de un animal, en la pericia de las manos del ser humano, o la rapidez de su cerebro. Los seres humanos han adorado esa inagotable energía, ese élan vital, y lo han identificado con el Creador del Universo, su dueño y señor.
Sin embargo, algunos maestros y reformadores religiosos se negaron a seguir el bien hollado sendero de otros credos. Han enseñado que el mundo de los sentidos es una ilusión transitoria proyectada por los propios humanos, que el reino del espíritu está diametralmente opuesto al mundo material y que el ser humano únicamente se encuentra a sí mismo liberando su ser de todas las preocupaciones terrenales. Estas dos diferentes visiones del papel del ser humano en el cosmos han continuado ejerciendo su influencia dentro de la comunidad cristiana y han influido en la evolución de su culto y le han prestado variedad.
La austera y blanqueada capilla de los puritanos, desprovista de adornos artísticos, y los templos barrocos decorativamente sobrecargados, representan interpretaciones extremas de la misma religión.
Los ortodoxos han construido sus servicios litúrgicos basándose en el artículo de su credo, que el Dios Trino y Uno es el Hacedor omnipotente del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles, y que los seres humanos se hallan íntimamente ligados con el resto de la creación. Por lo tanto, el culto oriental envuelve al ser humano entero, con toda su naturaleza, su cuerpo y su alma, su mente y sus sentimientos, su conducta moral, su creatividad artística, y los frutos de su trabajo.
El ser humano, con su voluntad y su razón, puede optar por adorar a Dios o adorarse a sí mismo, pero la materia no tiene semejante libertad; sigue la línea trazada por la voluntad humana. Sin embargo, la materia es portadora de gracia, y, una vez que se pone en contacto con el poder divino, se hace santa y sagrada para los seres humanos. Este es el convencimiento subyacente de los cristianos orientales que forma su práctica sacramental; puede parecer materialista y supersticioso a los que creen que el espíritu es el único canal de comunión entre Dios y el ser humano. Los cristianos orientales consideran como objetos santificados no sólo el pan y vino sacramentales de la Eucaristía, el agua del bautismo, el crisma y el óleo utilizados para la confirmación y la unción, sino también los vasos necesarios para estos sacramentos, el libro de los cuatro Evangelios, puesto en el trono (o altar) como símbolo de la presencia de Cristo, las vestiduras del sacerdote y la cruz con que bendice al pueblo. Los iconos son igualmente venerados, pues representan al Señor Encarnado, a su Santísima Madre y a los santos. Todo es santo en el templo santo, y toda cosa dedicada a Dios es distinguida por la gracia divina y transformada por ella.
El culto litúrgico es la fuente de inspiración para los cristianos orientales. Apela a todos los sentidos. Los ojos del venerador miran la belleza de las sagradas pinturas, sus oídos oyen las canciones, el incienso le rodea con sus vapores aromáticos, su paladar saborea los benditos frutos de la tierra, su cuerpo glorifica a su Creador mediante gestos simbólicos, su espíritu se eleva adorando a su Padre Celestial. El ser humano entero es apoyado y elevado por una atmósfera de culto creada por los esfuerzos conjuntos de la congregación, unida e inspirada por su fe y amor, y por la comunión con el Espíritu Santo.
No todos los cristianos orientales hacen pleno uso del culto ortodoxo, pero, no obstante, la mayoría se benefician de la gracia purificadora y regeneradora que ofrecen los sacramentos y servicios de su Iglesia.
La Iglesia y el niño. — La Iglesia y los seglares. — Los ritos de las postrimerías. — El adiestramiento avanzado en la vida espiritual. — La Iglesia ortodoxa y los problemas éticos y sociales.
La influencia de la Iglesia ha penetrado profundamente en la vida personal, social y nacional de los orientales. Les ha ayudado y guiado en sus trabajos, sus pesares y sus alegrías; pero la Iglesia no ha impuesto nunca su autoridad y es considerada, no como dueña, sino como madre amante y protectora. No se la identifica con el clero, sino con la comunidad de los redimidos. “El cristianismo es una nueva vida con Cristo y en Cristo, guiada por el Espíritu Santo.” Armoniza a los hombres con la mente de su Creador y les hace colaborar con El.
Todo este papel prevaleciente, más no dominante, de la ortodoxia oriental contrasta con la autoridad paternal de la Iglesia romana que domina los pensamientos de sus miembros dirigiendo sus acciones y asistiéndoles con detalladas instrucciones en todos los principales problemas morales e intelectuales de su vida. Los ortodoxos tienen una profunda conexión orgánica con su Iglesia, pero la ayuda e inspiración que les da la Iglesia se deriva principalmente de su participación en su culto, que transforma y purifica sus corazones y sus mentes.
En el Occidente romano, la Iglesia se presenta a menudo como una fuerza militante, llamada para poner al mundo bajo la obediencia a Cristo Rey. A los que se unen a sus filas se les promete la vida eterna. Sin embargo, el ser humano en su estado natural es incapaz de gozar de la beatífica visión que perdió en el jardín del Edén. Necesita una gracia sobrenatural, que Cristo colocó a disposición de la Iglesia por medio de su sacrificio en la cruz. Por tanto, sólo la Iglesia tiene poder para abrir las puertas del cielo, pues controla todos los medios de la salvación. El énfasis sobre la jurisdicción, sobre la disciplina y las prerrogativas especiales asignadas al clero es una característica del catolicismo romano que nace de estos convencimientos. Los protestantes difieren en el decaído estado de la naturaleza humana, pero difieren de Roma acentuando que la justificación por la fe es el único camino seguro para la salvación.
El Oriente considera el pecado solamente como una enfermedad temporal que perjudica al ser humano, pero que no aniquila su imagen semejante a Dios. El amor divino, manifestado por medio de la Encarnación, a hecho posible a los seres humanos restaurar sus relaciones filiales con el Padre y alcanzar la santidad y la pureza. La gracia de los sacramentos, la vida de ascético dominio de sí mismo, de caridad y acción pueden curar la discordia interna de los seres humanos, que entorpece su desarrollo espiritual, les llena de odio, destruye su armonía con el resto de la creación y les ocasiona sufrimiento, enfermedad y muerte física. La Iglesia tiene poder para tratar de estas distorsiones de la humanidad, pero los ortodoxos creen que sólo puede ayudar a los que, aceptando, por su libre albedrío, la verdad del Evangelio, se unen a su comunidad y reciben la gracia divina por medio de sus sacramentos. Ser cristiano significa para los ortodoxos mezclar la vida propia con la de toda la comunidad de creyentes y regenerarse así. Por una parte, la Iglesia es cósmica, más allá del control de sus números, gratuita ofrenda de arriba; por otra parte, su destino está en las manos de los pecadores, y sufre de su intolerancia, de su estrecha mentalidad y de su falta de comprensión. Es el órgano del Espíritu Santo, y su augusta voz se oye en medio de la congregación, pero en sus filas están incluidos los hombres dignos y los indignos, y a menudo los que parecen menos importantes se convierten en portadores del mensaje divino y en cumplidores de la tradición apostólica. Tal concepto de la Iglesia explica algunas aparentes contradicciones: el ritualismo le los ortodoxos no va acompañado del clericalismo. El moderantismo no significa pérdida de libertad. El cristianismo oriental no es una religión rígida y autoritaria, pues se manifiesta más en el culto y en los sacramentos que en los catecismos y en las declaraciones confesionales. Para comprender el papel de la Iglesia en el Oriente se debe observar la vida hogareña y la conducta diaria de sus miembros, pues es en estas esferas donde el cristianismo opera entre ellos.
Cada Iglesia nacional en el Oriente tiene sus propias costumbres, que a veces difieren considerablemente entre sí. En este capítulo se describen las costumbres rusas como ejemplo de ortodoxia contemporánea.
El primer contacto entre un ortodoxo y la Iglesia tiene lugar el día de su nacimiento. El sacerdote visita la casa de los padres, bendice al niño y recita ciertas oraciones. Al octavo día, vuelve a visitar a los padres e impone nombre al niño. Todo cristiano ruso recibe el nombre de un santo, que durante el resto de su vida permanece como su patrón y protector. Algunos padres dan a su hijo el nombre del santo en cuyo día nació; otros hacen su elección sobre otra base.
La oración que lee el sacerdote en esta ocasión contiene la siguiente petición: “Concede, oh Señor, que este tu siervo recién nacido (dícese su nombre), no renuncie nunca a tu Santo Nombre, que frecuente tu santa Iglesia, y se beneficie mediante tu sacramento vivificador, y habiendo vivido según tus mandamientos, reciba la dicha de los elegidos en tu eterno reino.”
El bautismo y la confirmación, administrados conjuntamente, introducen al niño a la plenitud de la vida sacramental. La participación regular en la Santa Comunión ofrece a los niños ortodoxos una posibilidad de desarrollo espiritual que puede ser de gran valor en su vida posterior. Los enaltecedores y purificadores recuerdos de la infancia y la experiencia juvenil en el sacramento conducen a menudo a un retorno a la Iglesia después de un período de apostasía.
La primera confesión, usualmente a la edad de siete años, proporciona una oportunidad para que los padres y el párroco instruyan al niño. Por entonces, suele saber de memoria oraciones tales como el “Padre nuestro” y el “O Rey Celestial.” Conoce el Credo niceno y tiene alguna idea de la responsabilidad moral. Después de su primera confesión, es un comulgante en su propio derecho y se espera de él que ayune y confiese sus pecados antes de recibir el santo sacramento. El carácter dramático y Simbólico del culto ortodoxo, las frecuentes procesiones, el uso del incienso y la diversidad de las actividades del clero y los seglares atraen la atención de los niños y hacen que sea para ellos más fácil la participación en los servicios, que ponen mayor énfasis en una actitud intelectual hacia la religión. Hay también costumbres domésticas asociadas con diferentes estaciones del año cristiano, distinguidas a menudo con alguna comida Especial. La Nochebuena y la Epifanía tienen sus propios platos simbólicos, como los tiene la semana anterior a la Cuaresma con sus fillós (lo mismo que en Occidente). La dieta de Cuaresma es únicamente a base de verduras; se excluye todo alimento animal, incluyendo la leche y los huevos. La Cuaresma, con esta completa transformación de comidas, acentúa el supremo significado de los acontecimientos que conmemora la Iglesia, que hoy continúan influyendo en la vida de la humanidad. La gran fiesta de la Resurrección de Cristo se refleja también de un modo dramático en las costumbres de un hogar cristiano. En la mesa pascual domina durante toda la semana la paskha y el kulich *, rodeado de huevo le colores, ** cosas que hasta la próxima Pascua no se vuelven a ver más. La rica variedad de costumbres y ritual que aún se halla en uso entre los cristianos orientales, la presencia de los iconos en sus hogares, ante los cuales dice la familia sus oraciones, son edificantes no sólo para los niños, sino también para los adultos, que se acuerdan de que pertenecen a la comunidad cristiana, unidos por su creencia en la Encarnación ***.
* Pirámide hecha de queso fresco y dulce y pastel de especias redondo.
** Los huevos de colores recuerdan a los cristianos un milagro asociado con María Magdalena, en cuyas manos un huevo se tornó rojo en prueba de la Resurrección.
*** El significado de los iconos se discute en el capítulo XI.
La más importante dádiva que la Iglesia ortodoxa ofrece a todos sus miembros es la Eucaristía. Mediante la participación en este misterio, un cristiano oriental se siente renovado, fortalecido y capacitado para participar en la redención. Es el principal servicio de la mañana, pero la frecuencia de la comunión varía considerablemente de una Iglesia nacional a otra e incluso de una parroquia a otra. En general, el hondo temor con que es considerado el acto de la comunión ha conducido a que no sea frecuente. En algunas Iglesias, tal como la serbia, se espera una abstención total de alimento animal durante una semana por lo menos antes de cada comunión, que se limita, por lo tanto, a ocasiones especiales. En otras Iglesias, el acento sobre la purificación hace que la confesión al sacerdote y la reconciliación general con el prójimo sean esenciales para el acto de la comunión. Sin embargo, hay una creciente tendencia, hacia una participación más frecuente del sacramento, pero la mayoría de los cristianos orientales lo reciben todavía sólo tres o cuatro veces al año, y algunos solamente una vez, antes de Pascua de Resurrección. La asistencia a la Eucaristía sin comulgar es, por lo tanto, la práctica usual de los cristianos orientales, que consideran que la participación en este misterio mediante la oración es elevadora y purificadora. Al final del servicio, cada miembro de la congregación recibe un trozo de pan bendito, pero no consagrado, y esto se acepta como participación en el gran servicio.
Próxima en importancia a la Eucaristía es la confesión, y ya se recurra a ella frecuentemente o sólo una vez al año, hace ver a todo miembro de la Iglesia su responsabilidad moral, no sólo por su conducta externa, sino también por su estado interior, sus pensamientos, deseos, aspiraciones. La confesión tiene un valor moralmente educativo y proporciona también liberación de las tensiones y ansiedades. La práctica de la confesión se basa en un convencimiento de que la desarmonía interior del ser humano, que en el lenguaje de la tradición cristiana se llama pecado, puede ser tratada efectivamente si el penitente se reconoce responsable de sus malos pensamientos y acciones, si admite que, cometiéndolos, no sólo se perjudica a sí mismo, sino que afecta adversamente a otros miembros de la comunidad, y si busca remedio en el perdón divino.
Los ortodoxos se ajustan a la enseñanza del Evangelio: “Si perdonáis a los hombres sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial.” De acuerdo con esta promesa, un ruso comienza su confesión pidiendo perdón a todos aquellos con quienes está íntimamente relacionado. Luego, miembro reconciliado de la comunidad, va a la iglesia, donde confiesa sus pecados en presencia de un sacerdote, que no es juez, sino testigo. La mayoría de los sacerdotes rusos adquieren experiencia en la confesión, lo cual les ayuda a hacer frente a las necesidades espirituales de sus fieles. Algunos revelan especiales dotes para la administración de este sacramento, y estos pastores oyen confesiones de un círculo mucho más amplio que su propia congregación. Todo miembro de la Iglesia tiene libertad para elegir su propio confesor.
Otros sacramentos y servicios de la Iglesia ortodoxa se agrupan alrededor de la Eucaristía. La habitual preparación es la canción vespertina de los maitines, que en la Iglesia rusa se combinan y se celebran el sábado por la noche y en la víspera de las festividades. El servicio se llama “vigilia de toda la noche,” y, si no se reduce, dura desde la puesta hasta la salida del sol, como todavía se practica en algunos monasterios. En una iglesia parroquial, sin embargo, se suele reducir a dos horas u hora y media. La vigilia es popular entre los rusos por la belleza de su música, sus conmovedoras ceremonias y la poesía de sus himnos y oraciones. Muchos de éstos son tomados de la Biblia, pero otros son obras de poetas bizantinos.
A los ortodoxos se les enseña también a orar todas las mañanas y tardes en casa, y una selección de oraciones recomendadas para este propósito se encuentra en manuales especiales. Estas fueron compuestas originalmente por maestros en el arte de la oración y ayudan a los menos avanzados. Los libros de oraciones para los laicos contienen también el de oficio de preparación para la Santa Comunión y la acción de gracias para después de ella. Estas oraciones constituyen un gran vínculo de unidad, pues han sido regularmente utilizadas por muchas generaciones. Algunas de estas oraciones domésticas tratan de necesidades especiales, como enfermedad, o bendición para un viaje o para iniciar una nueva responsabilidad o trabajo. En algunas familias, se unen sus miembros en estas oraciones. Especialmente antes de emprender un viaje, es costumbre un acto comunitario de culto. Después de permanecer un rato en silencio y recogimiento, se da la bendición a los viajeros.
Estas necesidades y problemas personales de los miembros de la Iglesia son también tema de numerosos servicios ocasionales, que se pueden celebrar en las iglesias o en las casas, a iniciativa de los laicos. En estos casos, el sacerdote es invitado a presidirlos y su presencia trae la bendición y la ayuda de toda la Iglesia para cada uno de sus miembros individuales. Estos servicios ocasionales son privados y públicos al mismo tiempo, porque cualquier otro cristiano puede unirse a ellos si lo desea. Muchos de estos servicios conmemoran a los difuntos, pues el recuerdo en oraciones de los que ya no están en la tierra se considera como la expresión más adecuada de amor hacia ellos.
Los ritos eclesiásticos de las postrimerías forman una impresionante parte del culto oriental. La Iglesia ortodoxa ni minimiza la tragedia de la muerte ni es vencida por su poder destructivo. Prepara a sus miembros para afrontarla con esperanza y fe, pero también con plena conciencia de su responsabilidad de lo que han hecho en la tierra. En la letanía, los cristianos orientales piden a Dios que les conceda “un fin cristiano a su vida, sin dolor, apacible y sin motivo de vergüenza, y una buena respuesta ante el espantoso tribunal de Cristo.” La última confesión, seguida de la Santa Comunión, se considera como la mejor preparación para una nueva existencia. Siempre que es posible, el sacerdote es invitado también a recitar oraciones especiales mientras expira un cristiano Normalmente, el cadáver del fallecido permanece en la casa durante dos o tres días. Durante ese tiempo, sus familiares y amigos leen el salterio, y se celebran cortos servicios, denominados Panihida. El servicio del sepelio contiene una reflexión profundamente conmovedora sobre la transitoria naturaleza de la vida terrena. Uno de sus cánticos dice: “Lloro y me lamento cuando miro la muerte, y cuando veo nuestra belleza, creada según la imagen de Dios, echada en la tumba, deformada, desfigurada r sin gloria. ¿Qué es este misterio que tenemos por suerte? ¿Por qué se nos entrega a la corrupción y se nos subyuga a la muerte?”
El servicio culmina con un adiós al difunto, durante el cual canta la congregación: “Venid, oh hermanos, besemos por última vez al difunto y demos gracias a Dios, pues nuestro amigo ha abandonado a sus parientes y descansa en la tumba, y ya no le preocupan las cosas de la vanidad y de nuestra afanosa carne. ¿Dónde estamos ahora sus parientes y amigos? Nos hemos separado de aquel para quien suplicamos el descanso eterno del Señor.”
A esta oración responde un coro en nombre del propio difunto: “Reposo sin voz y privado de aliento. No me lloréis al contemplarme, pues ayer hablé con vosotros, y repentinamente me sobrevino la espantosa hora de la muerte. Vengan a besarme todos los que me aman, pues nunca conversaré con vosotros de nuevo. Porque marcho hacia el Juez, ante quien comparecen juntos el rey y el siervo, el rico y el pobre; pues cada uno, según sus actos, es glorificado o avergonzado. Os ruego que pidáis todos a Cristo nuestro Dios por mí, para que por mis pecados no vaya al lugar de los tormentos, sino para que me sea concedida la luz de la vida.”
La oración final pide a Dios “que ponga el alma de su difunto siervo en el tabernáculo de los justos para darle descanso en el seno de Abraham y contarle con los virtuosos.”
El servicio del sepelio termina con el cántico de “Recuerdo eterno”; pues la Iglesia, en su amante petición por todos sus hijos, les recuerda en sus oraciones, confiando en que este lazo de amor es de verdadera ayuda para los que han entrado en otra vida.
Tales son los ritos y los sacramentos que la Iglesia ortodoxa pone a disposición de todos. Se les ofrece más a los que desean un ulterior adiestramiento en el arte de la vida cristiana.
Las comunidades monásticas han desempeñado y desempeñan todavía un gran papel en la vida de los cristianos orientales. Los oficios de la Iglesia ortodoxa tuvieron su origen en los monasterios, y allí se desarrolló también el método de confesión y de vigilancia espiritual. La mayoría de la literatura sobre la oración y el examen de conciencia que utilizan los seglares ortodoxos es obra de grandes ascetas orientales. Las comunidades religiosas en Oriente no pertenecen a varias órdenes. Todo monasterio es una unidad autónoma, y sigue sus propias reglas, todas las cuales, sin embargo, tienen mucho en común. La mayoría de los monjes orientales no han recibido órdenes santas, y frecuentemente las comunidades se mantienen por el trabajo manual de sus miembros. En los distritos agrícolas, los monjes y monjas cultivan sus tierras de la misma manera que los campesinos. No obstante, algunas comunidades tienen actividades más especializadas, tales como el cuidado de huérfanos, la pintura de iconos y la impresión de libros.
Los monasterios y los conventos mantienen abiertas sus puertas a todo el que necesita ayuda espiritual o material. La mayoría de ellos ofrecen libre hospitalidad por tres noches a todos los visitantes. Un cristiano que desea hacer una preparación más cuidadosa para su comunión, o vivir en retiro, puede utilizar un monasterio para este propósito. En muchos casos, hallará allí a un experto confesor, que prestará al penitente una completa atención. Tal período de concentración espiritual, ayuno y oración es especialmente popular entre los rusos y se llama govenie (término intraducibie). Muchos dedican una semana por lo menos todos los años a este propósito. Antes de la revolución comunista, varios monasterios de Rusia — por ejemplo, el Valaam de Solovski — dispensaban una favorable acogida a los internos temporales. Una persona que deseaba participar en la vida de oración de una comunidad religiosa y adiestrarse en la disciplina ascética podía unirse a estos monasterios durante dos o tres años y volver luego a su ocupación habitual, Muchos ortodoxos conocen la literatura ascética y siguen sus consejos e instrucciones. Gozan de una especial popularidad los cinco volúmenes del Dobrotolubie (“El amor a lo bello”), que contienen extractos de los escritos de los Padres de la Iglesia sobre el arte de la oración. Una breve oración llamada “Oración de Jesús,” se compone de una petición: “Oh Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, que soy un pecador,” repetida a frecuentes intervalos, se recomienda por los consejeros espirituales como base de la vida de oración.
Un importante lugar en la Iglesia oriental pertenece a Atos, el monte santo, que desde el siglo X se ha venido reservando exclusivamente para los monjes. Esta bella península de Grecia está dividida entre veinte monasterios, cada uno de los cuales es un cuerpo autónomo. Griegos, rusos, serbios, búlgaros y rumanos tienen allí sus propias casas. Muchas contienen grandes tesoros de arte cristiano e importantes manuscritos. Durante varios siglos, no se ha permitido a ninguna mujer penetrar en el Monte Atos, singular república monástica, y un vestigio del mundo bizantino que sobrevive en el siglo xx.
Además de los principales monasterios, el Monte Santo tiene muchos ascetas que viven en pequeñas comunidades o por sí solos. Algunos viven en lugares tan inaccesibles, que sólo se pueden alcanzar por medio de escalas de cuerda. Se les proporciona alimentos en un cesto, colgado sobre precipicios.
La Iglesia oriental se describe a menudo como de otro mundo y poco interesada por los aspectos materiales y sociales de la vida. Su visión se presenta como caracterizada por los monjes del Monte Atos, que se retiran del mundo con sus complejos problemas y hallan paz y contentamiento en una eterna contemplación. Semejante idea de la Iglesia oriental no tiene en cuenta el profundo sentido de interdependencia de todos los seres que es común de los ortodoxos, ni su conciencia de que la salvación del mundo tiene lugar dentro y no fuera de la comunidad.
La visión ética y social de los cristianos orientales es resultado de su experiencia eucarística. El servicio de comunión ortodoxo acentúa el carácter comunitario de esta comida sagrada. Su ritual subraya la reconciliación, el perdón mutuo, el reconocimiento de que todos somos responsables unos de otros. Antes de la recitación del Credo, el celebrante exhorta al pueblo: “Amémonos los unos a los otros para que unánimemente podamos confesar.” Estas palabras significan que la caridad es indispensable para una adecuada confesión de fe ortodoxa; por tanto, mientras se canta el Credo, los celebrantes se dan unos a otros el beso de paz y dicen: “Cristo está en medio de nosotros.” En las Iglesias orientales, entre los coptos, los armenios y los jacobitas, el beso de paz se intercambia también entre los seglares, pero entre los ortodoxos bizantinos se practica sólo una vez al año, en Pascua de Resurrección.
Este énfasis sobre la reconciliación y el perdón se expresa también en un himno que se canta durante los maitines de Pascua: “Este es el día de la Resurrección: Hermanos, abracémonos unos a otros, y perdonemos a los que nos odian, e iluminados así por la festividad, exclamemos: Cristo ha resucitado de entre los muertos, pisoteando a la muerte con la muerte y dando vida a los que estaban en las tumbas.”
Este constante recordatorio de que un cristiano es un ser humano que vive en paz y unidad con su prójimo crea solidaridad moral entre los ortodoxos y contribuye a abierta hospitalidad e inclinación a compartir los recursos materiales con los menesterosos, que son algunas de las características de los cristianos orientales. La caridad privada no excluye, sin embargo, otras expresiones mejor organizadas de preocupaciones aciales, y los hospitales, orfanatos, hogares para los pobres y los ancianos han sido siempre generosamente dotados por los ortodoxos. A veces estas instituciones se adhieren a comunidades religiosas; a veces, son independientes.
Las condiciones políticas, como el yugo turco, interfirieron a menudo las actividades sociales, educativas y filantrópicas de los ortodoxos, pero estos desfavorables factores no pudieron detenerlas por completo. Desde mediados del siglo XIX, varios miembros principales de la Iglesia rusa han prestado mucha atención a las responsabilidades sociales de los cristianos. Los grandes pioneros en este campo fueron los eslavófilos sus escritos contienen muchos importantes materiales sobre este tema. En el siglo xx, un número de destacados economistas y filósofos rusos realizó otras contribuciones sustanciales a este aspecto del pensamiento y acción cristianos. En la Grecia contemporánea, los mismos problemas despertaron también mucho interés y se han formado varias sociedades con miras a este efecto. Sin embargo, es esencial reconocer que hay una marcada distinción entre las actitudes de Oriente y Occidente hacia las cuestiones morales y sociales.
Para los ortodoxos, la Iglesia no es una fuerza militante dirigida por un clero que juzga al mundo desde fuera y le exhorta al arrepentimiento, sino que se concibe como levadura que gradualmente transforma la ida de la humanidad desde dentro cambiando los corazones y las mentes le sus miembros. La Iglesia en el Oriente se identifica con todos sus miembros, no sólo con su clero y sus teólogos; las comunidades nacionales y cristianas se consideran como íntimamente relacionadas unas con otras. Esta es la fuerza y la debilidad del cristianismo oriental. La Iglesia ortodoxa no es indiferente a las condiciones sociales o políticas, pero no se inclina a predicar sobre estos temas ni a hacer públicas manifestaciones; prefiere trabajar entre bastidores, pues sus miembros se hallan mejor equipados para ofrecer resistencia pasiva a la política no cristiana de sus gobernantes que para oponerse a ellos abiertamente. La misma incomprensión acompaña a la actitud occidental hacia el ascetismo oriental. Para los ortodoxos, la profesión monástica y el ascetismo en general no implica una repulsa de la responsabilidad cristiana por el estado del mundo secular, sino, por el contrario, un adiestramiento especial para una lucha más dura y más avanzada contra el mal.
El gran amor a la Eucaristía mueve a los ortodoxos a concentrar toda su atención en la belleza del culto a costa de otros aspectos de la vida eclesiástica, pero estos defectos-de los cristianos orientales, con todo lo graves que son a veces, no han podido nunca privarles de la adopción de una idea sobre la vida firme-mente basada en la enseñanza de los Evangelios. Los ortodoxos reconocen que su conducta personal y social debe ser inspirada por la creencia en la Encarnación, que revela a los seres humanos la bondad y la bienaventuranza, de la tierra y la capacidad de la materia para ser vehículo del poder divino. La profunda apreciación de la belleza y gloria de la creación conduce a la insistencia de que el culto cristiano debe incluir lo mejor que pueden producir los artistas. El arte desempeña un papel vital en la vida del Oriente ortodoxo.
El significado de los iconos y los frescos para los ortodoxos. — El tema de los iconos y frescos. — Los iconos de las festividades eclesiásticas. — Los iconos doctrinales. — El renacimiento contemporáneo del arte en el Oriente cristiano. — Etapas de la evolución del arte bizantino. — Las escuelas de los pintores de iconos rusos. — Las tradiciones artísticas de Oriente y Occidente.
Alabar y bendecir al Creador es el objeto sublime de la Iglesia a los ojos del Oriente cristiano. No sólo el aspecto espiritual del ser humano, sino también su armazón físico se halla complicado en este acto de adoración, pues toda la creación participa en la eterna liturgia. Este sentimiento de carácter corporativo y cósmico del cristianismo se expresa en el lugar de honor asignado al arte en Oriente.
Un católico romano se puede describir como un miembro disciplinado de una sociedad universal, un protestante como un ser humano que se ha entregado a la religión que contiene la Biblia. Un ortodoxo adora a Dios como artista, pues lleva al trono de su Señor y Maestro las obras de su imaginación creadora. Los colores y los dibujos de los iconos, el sonido de las canciones sacras, las cúpulas y arcos de los edificios dedicados a la celebración del misterio divino, son meramente un estímulo útil para el Oriente cristiano; forman una parte integral e indispensable del culto, pues al ser humano se le exhorta a humanizar el mundo material, y uno de los medios que tiene a su disposición es el poder transfigurador del arte.
Para una persona formada en la tradición occidental, el arte cristiano oriental parece remoto y enigmático. Su adecuada apreciación requiere una familiaridad con el modo de ver de los que han creado y admirado sus obras maestras. Este capítulo intenta dar una interpretación del significado del arte para el Oriente, especialmente de sus pinturas sacras, o iconos, que han sido objeto de amor y veneración especial entre los ortodoxos.
En la experiencia de los cristianos occidentales no hay nada exactamente análogo al lugar que ocupan los iconos en la vida del Oriente cristiano. Las pinturas sacras no son meramente adecuadas decoraciones para los centros de culto, ni son tampoco consideradas como medios de instrucción visual. Para los ortodoxos, revelan la última finalidad de la creación: ser templo del Espíritu Santo; y manifiestan la realidad de ese proceso de transfiguración del cosmos que empezó el día de Pentecostés que gradualmente se extiende a todos los aspectos de la vida terrenal. La casa, o de viaje, en las horas de peligro o en los momentos felices, un ortodoxo desea ver iconos, contemplar a través de estas ventanas el mundo que hay más allá del tiempo y el espacio, y asegurarse de que su peregrinación terrenal es únicamente el principio de otra vida diferente más completa.
Los iconos son oraciones contenidas en madera pintada; se hallan santificados por la bendición de la Iglesia y ayudan a su vez a los fieles en su aspiración al reino celestial realizando la presencia divina. Así, los iconos difieren de las pinturas religiosas mediante el tratamiento simbólico de sus temas, mediante su técnica especial de dibujo y colorido, y, sobre todo, mediante el cambio de su sustancia por el amor y el poder transformador de quienes los hicieron y de quienes los veneran.
Los iconos y los frescos se pueden dividir, según su tema, en tres grupos:
Los iconos de retratos son los más populares y difundidos. Al que los contempla recuerdan la persona representada, pero de un modo singular, pues contienen una llamada y un mensaje. Los precursores de estos iconos bizantinos son los retratos funerarios egipcios. Las personas conmemoradas en estas sorprendentes pinturas deseaban ser recordadas por los vivos cuando dejasen este mundo familiar por un mundo desconocido y se despidieran de la existencia. Deseaban retener su vínculo con los amigos y parientes y permanecer en su memoria y oraciones. Por consiguiente, al difunto se le representaba en la primavera de la vida, joven, hermoso, atractivo, con ojos grandes y muy abiertos, intentando así impresionar a las mentes de los vivos con su forma corporal para escapar (al menos parcialmente) del olvido total de la muerte.
Los primeros iconos y mosaicos cristianos siguieron la misma convención. Los santos a quienes representaban miraban también directamente a los ojos de sus contempladores y deseaban continuar operando en las vidas de sus hermanos cristianos. Como ejemplo de una ininterrumpida tradición, se puede mencionar aquí el icono ruso de Santa Paraskeva, pintado en Novgorod en el siglo xv. Casi mil seiscientos años lo separan de un retrato egipcio. Uno fue creado en el ardiente desierto africano, el otro en la pantanosa humedad del norte de Rusia. El clima, la raza, la religión, las condiciones sociales y económicas se hallan en agudo contraste, pero estas dos pinturas pertenecen a la misma escuela, pues ambas expresan el convencimiento subyacente de que los seres humanos han encontrado en el arte un arma efectiva en su lucha contra la aniquilación total. Este icono, junto con el mosaico bizantino de San Demetrio (siglo VI), a pesar de su afinidad con el retrato egipcio, revelan también una diferencia sustancial entre las representaciones cristiana y pagana de los difuntos, pues se introdujeron varias diferencias importantes. Por ejemplo, se alteró la forma de la cara. La exuberancia sensual se descartó haciendo la boca más pequeña, y la nariz más delgada y larga. Se acentuó la naturaleza espiritual del ser humano; también se cambió la expresión de los ojos. Ya no eran los ojos de una persona que mira con anhelo al mundo que ama y no desea dejar. Por el contrario, los ojos de los santos daban testimonio de la paz y el contentamiento del que ha llegado a la casa de su Padre. Los santos llamaban a los cristianos para que, siguiendo sus pasos, alcanzaran la misma tierra prometida. También deseaban ser recordados, pero con un propósito distinto en la mente. Los iconos recuerdan forzosamente a los ortodoxos la realidad del reino de Dios. Representan a santos victoriosos cuyos rostros y cuerpos cambiados revelan el aspecto de la personalidad humana capaz de compartir la vida divina. Contemplando tales cuadros, el cristiano experimenta una alta compenetración con los santos; le ayuda su ejemplo y le fortalece en su resolución de avanzar por su camino.
El lenguaje de los iconos de retratos siempre se halla restringido adrede, aunque también es elocuente y convencedor. Los que pueden deducir su simbolismo reciben ayuda e inspiración y un entendimiento más profundo la compleja naturaleza del ser humano. A veces, los iconos parecen estirados e impersonales a los ojos occidentales, los cuerpos de los santos recen extenuados y ascéticos, acentuando con exceso la superioridad lo espiritual sobre la naturaleza física. Sin embargo, no todos los iconos son adustos. Algunos expresan ternura, compasión y amor, virtudes que el ser humano comparte con el Creador. Los cristianos orientales no desprecian el cuerpo. Menos aún lo consideran como obstáculo para la comunión con lo divino, pero creen que necesita purificación y regeneración, y los iconos son una confirmación de esta creencia. Esta victoria sobre la carne expresa por medio de los ojos que reflejan la dicha eterna experimentada por los que han conseguido la armonía con su Creador.
La influencia religiosa y redentora de estas imágenes de Cristo y de los santos alcanza su climax en el marco de las decoraciones interiores de las iglesias ortodoxas.
Cecil Stewart describió el papel de las pinturas sacras en el siguiente pasaje: “Las pinturas parecen estar dispuestas de un modo que inspira a sensación de relación directa entre ellas y el que las observa... Cada personalidad se nos representa de cara, de forma que uno se halla, por decirlo así, dentro de la congregación de los santos. En realidad, el arte bizantino le sitúa a uno dentro del cuadro. Así se consigue una dinámica relación espacial a través del volumen de la iglesia. El contemplador se siente dentro del marco artístico, y visualmente se halla vinculado a la este celestial. Observa y es observado.”
Esta íntima interdependencia entre el venerador y los iconos explica preferencia de los cristianos orientales por los edificios circulares y la necesidad de una cúpula para completar la visión de la iglesia que subyace la liturgia ortodoxa. Esta liturgia se concibe como acción corporativa, y el propio edificio es una imagen del cosmos. La cúpula representa la bóveda celeste y contiene la imagen de Cristo Pantokrator, el dirigente y redentor del universo. Está rodeado de ángeles y arcángeles que le sirven y ejecutan sus órdenes. La parte restante del techo y paredes están decoradas con episodios que ilustran la redención del mundo y con pinturas de los santos que no sólo miran a los fieles, sino que también conversan entre sí y forman su propio círculo sagrado. En ábside oriental, el lugar más significativo después de la cúpula, se halla la Virgen María, el vínculo entre el Creador y la creación. La Madre de Dios es la madre de toda la humanidad, la amiga y la protectora de todos los miembros de la Iglesia. Toda la historia de la Encarnación se halla representada pictóricamente en las paredes de una iglesia ortodoxa. Empieza con los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento; se dispensa un lugar especial de honor a Joaquín y Ana, a Simeón y a Juan Bautista. Luego vienen los apóstoles y los evangelistas, los mártires, los doctores y maestros, y, finalmente, el resto de los santos, procedentes de todas las naciones y todas las épocas, desde cuando Abraham oyó y respondió a la llamada divina hasta nuestros días, cuando otros hombres y mujeres han aceptado el mensaje de los Evangelios y han dirigido sus vidas hacia la misma y última meta.
La basílica de San Apolinar el Joven, en Rávena, expresa también la realidad de la comunión de los santos, pero sus artistas emplearon otro método; cubrieron las largas paredes con mosaicos representando pictóricamente la procesión de los mártires, marchando todos a una hacia el altar, y el venerador transportado con los santos en el mismo espíritu de eterna adoración.
El acento místico y teológico también se halla presente en los iconos que ilustran las escenas bíblicas o las vidas de los santos. Estos pasajes pictóricos de los Evangelios acentúan la actitud hacia el Nuevo Testamento que tan poderosamente se expresa en el culto ortodoxo, o sea, que la vida del Señor Encarnado rompe la barrera del tiempo y tiene lugar en un presente eterno. Los himnos y oraciones de la Iglesia ortodoxa que conmemoran la natividad, el bautismo, la transfiguración, muerte y resurrección de Cristo suelen empezar con las palabras: “Hoy ha nacido Cristo,” o bien, “Hoy ha resucitado de entre los muertos.” Este presente no hace que la historia sea menos importante; por el contrario, la Iglesia ortodoxa puede utilizar la palabra “hoy” con tanta confianza, porque cree que todos los grandes y decisivos acontecimientos del Evangelio son hechos históricos, y que hubo un día en que cada acontecimiento tuvo | lugar; pero su significación es tal, que todavía operan sus efectos.
El otro aspecto del culto ortodoxo, la visión de la historia a la luz de sus implicaciones teológicas y místicas, también halla plena expresión en los iconos. Sus maestros no se satisfacen nunca con una mera descripción del hecho, sino que añaden comentarios teológicos. El icono de la Natividad ilustra todos estos puntos. Este icono se compone de Varias escenas relacionadas con la imaginación de los himnos navideños. Su simbolismo es el del Creador del universo que entra en la historia como niño recién nacido, y la pequeña figura indefensa en los pañales blancos representa la completa sumisión de Cristo a las condiciones físicas que rigen la raza humana. Sin embargo, continúa siendo Señor de la nación, recibiendo homenaje en la hora solemne de su aparición en la tierra. Los ángeles cantan alabanzas al niño Redentor; los Magos y los pastores le llevan regalos; el cielo le saluda con la estrella, la tierra le proporciona cobijo; los animales le contemplan con mudo asombro; y los humanos le ofrecemos a uno de nosotros, la Virgen María, el sagrado aculo personal entre el Creador y la creación. Las escenas inferiores subrayan el escándalo de la Encarnación y la incredulidad con que los seres humanos se enfrentan a su Salvador. La escena de la derecha representa el lavatorio del niño por la comadrona y su asistente. Nos dice que Cristo nació como cualquier otro niño. La escena de la izquierda representa a José, que, habiendo observado el lavatorio del niño, se siente de nuevo asaltado por las dudas relativas a la virginidad de su esposa. Le tienta el demonio, que le sugiere que si el niño fuese verdaderamente divino no habría nacido a la manera humana. La madre, María, está en el centro, desde su posición reclinada mira a José como si tratase de vencer sus dudas y tentaciones.
El icono de la Anunciación representa la humildad, obediencia y sentido de responsabilidad que muestra la Virgen María. Es un agente libre, pero de su respuesta depende el destino de la humanidad. Se halla senda en el trono del rey David, pues es una de sus hijas, aunque destinada para una gloria mucho mayor: la de ser Madre del Rey Eterno. Su perfecta humildad la protege contra la vanidad y el orgullo de los gobernantes terrenales. Acepta la Anunciación como llamada al sufrimiento y al servicio. Los edificios que forman el fondo de la escena son deliberadamente irrealistas, pues el pintor del icono no es un arqueólogo le trata de reproducir una casa palestina del siglo I. El velo que cuelga de la cabeza de la Virgen constituye la indicación convencional de que la escena es interior, y también aquí el icono utiliza su propio lenguaje simbólico que fácilmente se puede entender.
Los primeros pintores italianos que siguieron la tradición bizantina, evidentemente interpretaron mal este símbolo, y Duccio pintó un techo de manera realista y añadió el velo con la seguridad casi completa de que no se dio cuenta de su propósito original.
El icono del Enterramiento es notable por su ritmo. Otra vez se ve aquí al Creador del mundo como una víctima indefensa sometiéndose a fuerzas hostiles. Existe un sorprendente paralelo entre el cuerpo del niño Cristo y el del Salvador muerto por las manos de sus mismas criaturas; pero no todos los seres humanos fueron asesinos. Unos cuantos se lamentaban de su muerte, y las manos levantadas de María Magdalena vibran con el dolor y la aflicción de su corazón traspasado de amor, y no está sola en su duelo. Las colinas están tristemente ensombrecidas, y su extraña forma eleva la lamentación de esta mujer a un acompañamiento cósmico. Tampoco aquí fue captado el simbolismo del cuadro por los imitadores italianos. Es excelente una famosa pintura similar de Duccio, pero evidentemente su artista no relacionó el movimiento de las manos con los vibrantes contornos de las colinas.
El lenguaje del simbolismo, tan profusamente utilizado en los iconos que conmemoran las festividades de la Iglesia, alcanza su forma más elaborada en los iconos doctrinales.
Uno de sus ejemplos más hermosos es el de la Santísima Trinidad, de Rublev, pintado cerca del año 1411. Su tema es la visita de tres extraños a Abraham, en el curso de la cual anunciaron a él y a Sara el nacimiento de un hijo. La narración bíblica (Génesis XVIII, 1-16) es única, pues utiliza tanto el singular como el plural al hablar de los extranjeros. Son descritos como tres hombres, pero Abraham se dirige a ellos como “Mi Señor.” Esta peculiaridad del lenguaje animó a los comentaristas bíblicos a ver en este episodio la primera revelación de la naturaleza trinitaria del Creador, y los tres mensajeros se convirtieron en el símbolo visible del Dios Trino y Uno.
Rublev siguió esta antigua tradición; su icono es un supremo ejemplo de perfecta mezcla de teología y arte, pues se omiten los detalles innecesarios y las ideas teológicas se emplean de manera sumamente natural en la estructura del cuadro. Produce una impresión de profunda armonía y paz. Tres ángeles se sientan alrededor de la mesa, en una atmósfera que vibra con el abnegado amor de la Encarnación. Esta se indica mediante el cáliz que ocupa el centro del cuadro, con la mano derecha de cada ángel señalándolo. Los propios ángeles mantienen entre sí un mudo discurso. El ángel presidente se dirige a su compañero del lado derecho, que mira al ángel que está sentado frente a él *. La cabeza inclinada de éste indica la respuesta a la figura central. Su manto verde es el color tradicional del Espíritu Santo. Los tres ángeles son graciosos y espirituales. Son tiernos, pero no afeminados; devotos, pero no sentimentales. Cada uno está absorto en su propio pensamiento, pero comparten entre sí su preocupación. El tema de su meditación corporativa es la vida, muerte y resurrección de Cristo. La mesa de la Santa Comunión tiene forma de cáliz el cáliz mismo, con el Cordero de Dios sacrificado en él, que es el tema de su contemplación.
Diagrama de la Santísima Trinidad de Andrés Rublev, que muestra principal contorno de esta exposición pictórica de la doctrina trinitaria.
Rublev no sólo era artista creador; era también pensador y teólogo. Expresaba su creencia en el Dios trinitario, la fuente de toda vida, con símbolos adecuados que hábilmente incorporaba en su escena. La doctrina de Dios como tres en uno queda expuesta mediante un círculo que encierra un triángulo. Su Dios es un Dios vivo, y así el círculo no es estático, sino que se mueve de derecha a izquierda. La postura de la cabeza del ángel central y las formas de los otros dos mensajeros ponen este círculo en movimiento.
Según Rublev, la vida interior de la Santísima Trinidad tiene su foco en la Santa Comunión, por medio de la cual las tres personas comparten su vida y amor con la creación. El sacrificio eucarístico es inseparable de la Cruz y este símbolo de fe cristiana se incluye también en el cuadro mediante la ligera elevación de la cabeza del ángel central por encima de los otros dos. La tierra, la escena de la Encarnación, está representada por el cuadrado tradicional colocado al pie de la mesa, pues en el lenguaje de la Edad Media se consideraba que la tierra tenía cuatro esquinas. Descansa sobre las aguas verdes del océano, que cubren la parte inferior del triángulo. Por encima del ángel de la derecha, se eleva el templo de la Iglesia. El eterno Jerusalén celestial indica el fin de la historia, mientras que el árbol verde **, que simboliza el Jardín del Edén, habla de su principio. El Espíritu Santo, el dador de toda vida y el sostenedor del cosmos, está relacionado con el ángel.
Aquí sigue Rublev la pauta de la Biblia, que inicia su narración con el jardín y la concluye con la ciudad, y añade a ella la Cruz, que la coloca entre los dos puntos. Este elaborado simbolismo no recarga el cuadro; profundiza su mensaje y lo hace inteligible a los fieles.
La Santa Trinidad de Rublev es tan melodiosa y tan rítmica, que se puede comparar a una sinfonía. Su tema principal, el círculo, se repite en el nimbo de cada ángel y nuevamente en el círculo de sus cabellos; mientras que el segundo tema, el triángulo, no sólo es la base de toda la Composición, sino que también aparece en el espacio del suelo bajo la mesa y en la forma del cáliz.
No obstante, la originalidad y profundidad de la intuición de Rublev halla su más poderosa expresión en su sistema de colores. Cada ángel tiene su propia postura distinta y su propio colorido, pero no están separados entre sí, sino que están indisolublemente unidos por medio de la reciprocidad del azul, el púrpura y el verde. Las túnicas interiores de los ángeles de cada lado son azules, y también lo es el manto del ángel presidente. Pero su púrpura se refleja en la vestidura externa del ángel del lado derecho, y el ángel del Espíritu Santo, además del azul, tiene también su manto verde. Los colores se mezclan y revelan así la unidad y distinción de cada persona de la Santísima Trinidad. La transparencia etérea de los colores es única. El icono parece estar iluminado por dentro.
Robert Byron, uno de los primeros críticos occidentales del arte cristiano de Oriente, que vio el icono después de su restauración, escribió: “La vista era una revelación; ante mí se hallaba la mayor obra maestra que ha producido jamás un pintor eslavo, obra de invención sin precedente, que en arte no tiene paralelo con nada, que yo sepa. Esto no quiere decir que veía una pintura superior a las que había visto antes, sino simplemente que me hallaba ante una que difería, en grandeza, más de lo que había creído posible basándome en los aceptados cánones de la grandeza.” Añadió: “Los malvas rojizos, el pizarra pálido, el verde hoja..., rielan como colinas sobre un desierto en el atardecer.”
Es la obra maestra de la iconografía rusa. Rublev dedicó su icono a la memoria de San Sergio de Radonezh, fundador del monasterio de la Santísima Trinidad, y su amado maestro: fue tributo del más destacado artista de la Edad Media rusa al gran santo de su Iglesia.
El lenguaje de los símbolos y los colores se utilizó profusamente en Rusia, hasta que su cultura original decayó en el siglo XVIII. Antes de su encuentro con Occidente, los rusos eran más aficionados a expresar sus ideas en pinturas de iconos que escribiendo tratados teológicos. Estos iconos teológicos y místicos fueron su original contribución al arte religioso del Oriente cristiano, pues los griegos, aunque también acentuaron mucho la esencia espiritual e interior de los iconos de retratos y alcanzaron alta perfección en las interpretaciones doctrinales de los temas bíblicos e históricos, nunca desarrollaron los iconos especulativos, que atrajeron la atención especial de los cristianos rusos.
Uno de los populares temas de los iconos rusos fue la Sabiduría Divina (Hagia Sophia), que trataba de la relación entre el Creador y el cosmos. La Sabiduría Divina se menciona en varios libros del Antiguo Testamento, y también en el Nuevo Testamento (1Cor. 1:24-30). En fecha tan remota como la del siglo III, San Hipólito de Roma elaboró la conexión entre el Logos Encarnado y la Sabiduría Divina, y la dedicación de la catedral de Justiniano, en la capital del Imperio, a Hagia Sophia demostraba la importancia que adquirió en los tiempos bizantinos el concepto teológico.
Los rusos heredaron la misma tradición, y las catedrales de Kiev y Novgorod, edificadas en el siglo XI, se dedicaron también a la Divina Sabiduría. Al principio, los rusos siguieron a los bizantinos identificando la Divina Sabiduría con la segunda persona de la Santísima Trinidad. Pero más tarde se desarrolló una nueva interpretación, y los iconos pintados en los siglos XVI y XVII expresaban una actitud cósmica hacia la Divina Sabiduría. En estos iconos, Hagia Sophia se representa como un ángel sentado en el trono, indicando que el mundo fue creado con sabiduría. La Theotokos y San Juan Bautista, de pie a cada lado del ángel, proclaman en términos de humanidad, las realizaciones, del plan de creación que concibió la Santísima Trinidad antes de que empezara el mundo. Los complejos colores de éstos y otros iconos similares acentúan todavía más la reciprocidad entre la mente del Creador y la respuesta de la humanidad a su llamada hacia la perfección.
Los iconos rusos de los siglos XVI y XVII cubrían muchos temas teológicos y devocionales, tales como “La Paternidad de Dios,” “La Palabra de Dios,” “Dios descansó al séptimo día,” “Nuestro Padre” y “En esto se regocijan todas las criaturas.” Como ejemplo de estos iconos devocionales, el “Unigénito Hijo.” Ilustra un himno que data del siglo VI, probablemente compuesto por Severo, el patriarca anticalcedonio de Antioquía (muerto en 538), que se canta en todos los ritos de comunión de las iglesias que siguen la tradición bizantina ***.
El texto del himno es éste: “El unigénito Hijo y Verbo de Dios, que siendo inmortal quiso, no obstante, para salvación nuestra, encarnarse en su Santa Madre María y Virgen, y aun sin sufrir cambio se hizo hombre; sálvanos, oh Cristo nuestro Dios, que has soportado la Cruz y destruido la muerte con la muerte, que siendo uno con el Padre y el Espíritu Santo se te glorifica con ellos.”
Cada escena del icono representa un verso del himno. En el centro, la Theotokos se lamenta de la muerte de Cristo, a quien dio a luz. En la esquina inferior izquierda, la Cruz de Cristo ilustra las palabras: “que has soportado la Cruz.” En la esquina derecha, la muerte montada sobre un león expresa las palabras: “y destruido la muerte con la muerte.”
Aún más sorprendente en su imaginación es el icono del siglo XVI denominado “La visión de San Pedro, patriarca de Alejandría.” Ilustra el texto: “Vi a mi Señor Jesucristo como un joven de doce años. Estaba envuelto en una camisa blanca partida de arriba a abajo, y me dijo: “Arrio me rompió este vestido; no le recibas en comunión.””
La popularidad de estos iconos teológicos y devocionales demuestra que en Rusia, antes de su occidentalización, los iconos servían de libros, instruyendo a los miembros de la Iglesia y dándoles un entendimiento más firme de su historia y doctrina.
* Existen dos interpretaciones diferentes de las posiciones de los ángeles en la Santísima Trinidad de Rublev. V. Lazarev (Early Russian Icons, publicación de la UNESCO, pág. 27), identifica al ángel central con Jesucristo y al ángel de la derecha con Dios Padre. Semejante idea se apoya en el vestido del ángel central, que es el mismo que el de Cristo en otros iconos de Rublev. Además, los predecesores de Rublev consideraban al ángel central como al Redentor y a los otros dos como la Misericordia y la Justicia, y es discutible que Rublev siguiera sus pasos. Otros comentaristas del icono de Rublev identifican al ángel central con Dios Padre, que envía a su unigénito Hijo al mundo y recibe en su redil al Espíritu Santo. Esta tesis es mantenida por V. Zander, Les Implications Sociales de la Doctrine de la Trinité, París, 1936, pág. 6, y por Paul Evdokimov, L’Orthodoxie, París, 1959, págs. 235-36. Estos autores basan su argumento en la consistencia interior de su interpretación teológica y en la evidente centralidad y primacía del ángel presidente. Parece que Rublev, como otros grandes maestros, superó las convenciones de su tiempo y descubrió una forma artística mejor adaptada a su propósito que los símbolos que le proporcionaba la tradición.
** El árbol representa también el Roble de Hambre y el templo de la casa de Abraham.
*** Resulta paradójico que canten el himno los cristianos que repudian a su autor por no querer reconocer el Concilio de Calcedonia.
Tal es el mensaje de los iconos y su lugar en la vida espiritual de los ortodoxos. Siempre han desempeñado un importante papel religioso, pero su renovada apreciación artística es un desarrollo relativamente reciente, pues durante los siglos XVIII y XIX hubo un considerable declive en el arte oriental, y en muchos lugares los iconos fueron sustituidos por imitaciones de segunda clase de pinturas religiosas occidentales. Existían varias razones materiales, ateas y psicológicas para esta degeneración del arte sacro oriental. El factor material era importante; la mayoría de las obras maestras del arte cristiano oriental fueron, hasta hace poco, o de difícil acceso, o desfiguradas y alteradas. Muchas se hallaban también en posesión de los mahometanos, que cubrían los frescos y los mosaicos con yeso e incluso preferían borrarlos totalmente cuando surgía la oportunidad para tal barbarismo. Pero, aun cuando las antiguas pinturas sacras no fuesen injustificablemente destruidas por el Islam, el original colorido y dibujo de los famosos iconos y frescos solían estar oscurecidos.
Los iconos eran altamente reverenciados por los ortodoxos y, por tanto, los retocaban y restauraban frecuentemente. Después de cada restauración, se les volvía a barnizar y, a medida que se oscurecían, tendían a predominar los marrones y verdes mates, hasta perderse los gloriosos colores originales. Allá por el siglo XVIII, nadie se daba cuenta de que o las muchas capas de pintura oscura se hallaban ocultas las soberbias obras de los grandes iconógrafos medievales. Ni se podía ya reconocer obras maestras tales como la Santísima Trinidad de Rublev, y los críticos arte rusos del siglo XIX consideraban la admiración de sus antecesores por este icono como una prueba de su deplorable falta de apreciación artística. En 1904, se hizo el primer intento de limpiar la pintura de Rublev, pero su importancia quedó revelada sólo parcialmente. Una autoridad famosa como Nikodim Pavlovich Kondakov (1844-1925) se hallaba todavía bajo la impresión de que no era “ni siquiera la mejor copia del icono de Rublev.” Únicamente se apreció el pleno significado de esta pintura cuando, años después, se completó la restauración.
Durante las dos o tres últimas décadas, la técnica de restaurar los iconos a su estado original se ha mejorado grandemente, y el limpiado sistemático se realiza ahora en varios institutos especiales de Rusia y otros países.
También los frescos despiertan hoy día mucho interés y estudio. Muchos de ellos han sido desfigurados por adiciones posteriores, y las denominadas renovaciones del siglo XIX fueron usualmente emprendidas por aquellos que no tenían idea del verdadero carácter del arte bizantino. Torpemente destruyeron, o gravemente deterioraron, las grandes obras maestras, transformándolas en mediocres imitaciones de cuadros occidentales. Por fin, se ha eliminado ese deplorable trato.
Al mismo tiempo, la mejora de las comunicaciones ha hecho posible que los amantes del arte visiten los famosos lugares, como Hosios Lukas,, en Stiris, cerca de Delfos, o las iglesias edificadas en lo alto de fantásticos, acantilados, en Tracia, llamadas Meteora, o las iglesias en cuevas recientemente descubiertas en Capadocia. Incluso hace unos años, estos destacados monumentos del arte oriental eran inaccesibles, pero ahora están dentro de fácil alcance para los turistas ordinarios.
Estos descubrimientos materiales fueron acompañamientos externos de un cambio interior en las mentes de los amantes del arte. Mientras se creyó que una pintura realizaba su debida función reproduciendo con la mayor fidelidad posible el universo físico, sin intentar una interpretación o transfiguración, el arte bizantino estuvo condenado a ser un libro cerrado. Los impresionistas franceses repudiaron este bien establecido convencimiento, y fueron secundados por muchos innovadores aún más atrevidos. El resultado general de esta revolución fue una disposición a apreciar ideas nuevas, a reconocer la posibilidad de diferentes actitudes hacia el arte y a admitir el recurso del lenguaje de los símbolos. A la luz de este nuevo modo de ver, los iconos ortodoxos no parecen ya primitivos ni bárbaros. Únicamente después de haberse liberado el arte cristiano de una interpretación fija de la belleza, se hizo accesible el vasto y encantador mundo de los mosaicos bizantinos, de los frescos serbios y de los •iconos rusos. Las formas y coloridos orientales se pudieron apreciar por fin, y mediante este reconocimiento se hizo también más inteligible su mensaje teológico.
La lectura del lenguaje doctrinal de los iconos sigue siendo, sin embargo, el aspecto menos avanzado del descubrimiento gradual del arte Cristiano oriental. Aquí la dificultad es triple. En primer lugar, los pintores de iconos tomaban por sabido un conocimiento de ciertos símbolos especiales que en la actualidad no se reconocen ya comúnmente; pero este conocimiento nunca se podrán comprender plenamente las historia de los iconos.
En segundo lugar, los iconos forman una parte integral del culto ortodoxo y muchos de sus temas ilustran los himnos y oraciones ortodoxas. Un icono produce todo su impacto cuando se le contempla en este contexto.
Finalmente, los iconos están inspirados por la visión de un universo transfigurado y redimido, el corazón interior de la ortodoxia oriental. Su objeto no es ni abrigar ni dar satisfacción estética, sino proclamar la realidad de la reconciliación entre la creación y el Creador Trino y Uno, y fortalecer así a los adoradores en su resolución de trabajar y pedir por la realización del Reino Divino. Por lo tanto, es preciso conocer también la teología ortodoxa para comprender debidamente el arte cristiano oriental. Una importante contribución en esta esfera fue realizada por los dirigentes del renacimiento religioso ruso del siglo xx, y uno de sus pioneros, el príncipe Eugene Trubetskoy (1863-1920), publicó en 1916 un extraordinario libro titulado La filosofía en color que fue el primero en abrir a los rusos occidentalizados el hasta entonces inexplorado mundo de los iconos medievales. Su ejemplo fue seguido por L. Uspensky, P. Evdokimov y otros, cuyos escritos dieron a conocer a un círculo más dilatado de lectores la teología que inspira al arte religioso ruso.
Otro obstáculo que a menudo entorpece la apreciación del arte cristiano oriental es la falta de información acerca de las principales etapas de su evolución. A pesar de su moderación, su historia está lejos de ser un documento de uniformidad sin acontecimientos importantes. Aunque todavía existen fuertes desacuerdos entre los expertos sobre los puntos de detalle, últimamente se ha conseguido un considerable progreso en la clasificación de las principales escuelas de pinturas y mosaicos bizantinos.
El arte cristiano del Oriente tuvo orígenes separados en un número de grandes ciudades. Alejandría, Antioquía, Efeso, tuvieron cada una su propia tradición, influida por el arte pagano local. Gradualmente, sin embargo, Constantinopla se convirtió en el principal foco de actividad artística y la mayoría de los ejemplos que aún subsisten del arte cristiano oriental primitivo pertenecen a la escuela constantinopolitana, en el sentido de que sus creadores o vivieron o se adiestraron en la capital del Imperio. Mientras que Italia fue parte del Estado bizantino, su arte retuvo muchas características orientales, y Roma, Rávena y Venecia contienen magníficos ejemplos de mosaicos bizantinos. La tradición constantinopolitana tuvo una historia gloriosa, pero llena de altibajos. Tres veces alcanzó un alto grado de desarrollo, y hasta el final ostentó vitalidad, soberbia pericia artística y auténtica inspiración.
El primer florecimiento comenzó en el siglo IV y duró hasta el siglo VII, y se centró en el reinado de Justiniano (527-65), cuando se edificó el mayor monumento de la arquitectura bizantina, Santa Sofía de Constantinopla. La reina de las ciudades de Oriente ya no contiene mosaicos ni frescos procedentes de este período, pero Roma, Rávena, Salónica y el Sinaí han conservado ejemplos de este primitivo arte bizantino. La iglesia de San Jorge en Salónica tiene extraordinarios mosaicos; se hallan en estado fragmentario, pero bastan para demostrar que fueron de sobresaliente calidad y que pueden remontarse al reinado de Teodosio el Grande (379-95). El mayor número de los antiguos mosaicos cristianos se encuentra en Rávena, y, aunque son obras de artistas provinciales, pertenecen al estilo imperial de la capital. El mausoleo de Gala Placidia, que se remonta aproximadamente al año 446, es el más antiguo de los monumentos de Rávena. San Vital, San Apolinar el Joven y San Apolinar in Classe pertenecen a mediados del siglo VI. Los mosaicos de Cosme y Damián en Roma son próximos en tiempo y estilo a los de las iglesias de Rávena), y uno de los más impresionantes de todos es la Transfiguración de Cristo en el monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí (siglo VI).
Los mosaicos de las iglesias de Chiti y Lythrangomi, ambas en Chipre, datan también del período preiconoclasta. También era de este período la magnífica iglesia de la Asunción en Nicea, sañudamente destruida por los turcos en 1920. Uno de los últimos monumentos de este período es I la iglesia de San Demetrio en Salónica. Pertenece a los siglos VI y VII y contiene varios paneles votivos que representan al santo y a los donantes. Estos mosaicos combinan un excelente arte en el retrato •con la visión de un mundo celestial e invariable; las sagradas figuras parecen pertenecer simultáneamente a la esfera divina y a la terrenal.
El arte de ese primer período tiene varias facetas comunes. Las figuras son monumentales; los movimientos, reprimidos; la gloria divina ilumina la escena, y los santos, aunque retienen características individuales, son parte del inmutable mundo eterno. Los artistas que crearon estas obras maestras consideraban la tierra como incorporada al reino divino, y sus ángeles formaban un vínculo entre el tiempo y la eternidad. La presentación tradicional del Logos Encarnado aún no estaba fija, y a veces se representaba a Jesucristo como un joven imberbe. Más tarde, sin embargo, una figura más madura con barba y cabello largo muestra victoria de la escuela oriental sobre la romana, que había representado pictóricamente a Cristo como un joven atleta, más bien que como sabio oriental.
El primer período del arte bizantino terminó abruptamente por causa del movimiento iconoclasta (725-843). Por orden de los emperadores iconoclastas, se destruyeron sistemáticamente las pinturas sacras por toda la mitad oriental del Imperio. El Islam, en su avance, hizo lo mismo en las tierras que conquistaba. El daño ocasionado al arte cristiano fue irreparable. El fin de ese movimiento en 843 inició el segundo período de la expansión artística bizantina, que coincidió con la ascendencia de dinastía macedónica (867-1056) y cubrió la segunda parte del siglo IX y el X y el XI. El renacimiento artístico y religioso de esa época fue vigoroso e inspirado por un deseo de reparar la devastación de los iconoclastas. Los artistas intentaron la restauración, pero gradualmente se separaron de las ideas de la época anterior.
La nueva etapa se caracterizaba por una creciente introducción de movimiento en la composición de las escenas. El estilo seguía siendo monumental, pero ya no se mantenía la excesiva rigidez ni esa solemnidad impropia de la tierra. Esto se puede apreciar mejor en el éxtasis e los apóstoles contemplando la Ascensión de Cristo en la cúpula de Santa Sofía en Salónica (siglo IX). Los apóstoles parecen estar elevados en el aire y casi bailando. Los artistas del período macedónico utilizaban tapices orientales más adornados y, en general, el mundo eclesiástico se representaba siguiendo el mismo elaborado ceremonial que se desarrolló en la corte bizantina. El emperador era considerado como representante de Cristo en la tierra, y su palacio como réplica de la morada celestial. La majestad de un monarca terrenal era reflejo de la intangible gloria mística del Reino divino.
Varios mosaicos recientemente descubiertos en Santa Sofía (Constantinopla) ilustran bien este modo de ver que consideraba al Imperio a la Iglesia como afanándose conjuntamente por la gloria de la ortodoxia — los cuadros de León VI (886-912) postrándose a los pies de Cristo, y de Cristo sentado entre la emperatriz Zoé (1028-57) y su segundo marido, Constantino IX Monómaco (1042-55). Los mosaicos de Nea Moni en la isla de Quíos (1042), de las iglesias monásticas de Hosios Lukas, cerca de Delfos, y de Daphne, cerca de Atenas (1100), se derivan todos de la misma época. El Cristo Pantokrator mira desde la cúpula de Daphne, majestuoso y severo. Es el Autócrata, el Dueño y el Regidor del universo, y por debajo de El se halla el emperador, su proyección terrena, ungido por Dios para proteger y gobernar a la humanidad redimida.
En este período de gloria bizantina, su influencia artística se extendió fuera de las fronteras del Imperio. Los mosaicos de Santa Sofía en Kiev, los frescos de Santa Sofía en Ocrida, y más tarde los mosaicos en Sicilia — Cefalu, la Capella Palatina y Monte Reale — , fueron todos creados por artistas adiestrados en Constantinopla.
Esta época brillante de la historia política terminó trágicamente en el siglo XII, que vio un rápido declive del Imperio. Pero este colapso no fue seguido de una degeneración artística. Por el contrario, fue acompañado de una creadora reorientación de su arte, y algunas de las más grandes realizaciones de la escuela constantinopolitana datan del siglo XII. Cristo, su Madre y los santos perdieron su lejanía, y también perdieron algo de su majestad anterior. Se hicieron más humanos, más amantes, más comprensivos. Estas mayores y más cálidas emociones y muestras de ternura, así como de afligida compasión, se revelan en el icono de Nuestra Señora de Vladimir, pintado en Constantinopla y llevado a Rusia (cerca de 1150), que es una de las obras maestras de la escuela que floreció en la capital del Imperio.
Robert Byron, que lo vio en Moscú después de haber sido limpiado y restaurado, escribió: “Es una de las poquísimas pinturas en que una fórmula eclesiástica se ha convertido en vehículo... de una humanidad tan profunda y conmovedora como jamás ha sabido expresar el arte..., la emoción es bastante simple: una madre acaricia al niño cuya mejilla se aprieta contra la suya y cuyos pálidos y tiernos dedos acarician su cuello... En esos ojos graves y negros y en esa boca pequeña y triste viven los eternos pesares y gozos y todo el destino del ser humano. Semejante cuadro puede traer lágrimas a los ojos y paz al alma. No he conocido otro cuadro de tanta fuerza emotiva.”
La misma manifestación de patente humanismo se puede ver en una pequeña iglesia de Nerezi, cerca de Scoplje, en Macedonia, pintada por un desconocido artista griego en 1164.
El más grandioso cuadro que subsiste de este período de transición es el Deisis *, en la galería meridional de Santa Sofía de Constantinopla. Probablemente fue colocado allí a finales del siglo XII. Este mosaico se puede clasificar entre los mejores del mundo. Cristo está representado no como Juez severo, sino como Redentor; fuerte, pero compasivo; sabio y comprensivo al mismo tiempo. Los ojos de su Madre revelan la profundidad de su amor, mientras que San Juan Bautista expresa dolor y penitencia por los pecados de la humanidad.
El saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204 detuvo temporalmente el desarrollo del arte bizantino y su último gran período coincidió con la agonía del Imperio en los siglos XIV y XV. La iglesia de Kahrieh Djami, decorada en 1305, las iglesias de Mistras en el Peloponeso, la última plaza fuerte de la independencia griega, fueron las cumbres creadoras de esa era, y esta última etapa del arte bizantino precedió y se anticipó a muchas de las realizaciones del Renacimiento italiano del siglo XV.
El sufrimiento experimentado por los cristianos ortodoxos, el sentido de una próxima catástrofe final, hacían que el arte de esta época vibrase en toda la gama de sentimientos humanos. La alegría, el pesar, la esperanza y el temor se reflejan en los murales de las últimas iglesias edificadas en Bizancio. Sin embargo, no era un arte pesimista y derrotista, pues el fondo en que se proyectaban estas intensas emociones seguía siendo el mismo que en la época de la gloria bizantina: la fe en la Encarnación y la confianza en la última victoria del bien sobre el mal. En esta época en que el genio artístico de Bizancio alcanzaba su madurez, se reducía rápidamente la base material de su expansión. Ya no existían las grandes fundaciones imperiales; los mosaicos eran todavía excelentes, pero eran caros, y los frescos se empleaban cada vez más en lugar. Las iglesias se construían en escala más reducida, pero ganaban en la intimidad y cohesión de sus decoraciones. Después de la caída de Constantinopla en 1453, los artistas griegos continuaron trabajando bajo el yugo turco. Las escuelas macedónicas y cretenses subsistieron hasta el siglo XVII, pero se detuvo el impulso creador. No surgían maestros destacados, aunque un número de ellos conservaba la pericia de la establecida tradición. Las potencialidades ocultas del arte bizantino fueron demostradas por El Greco, Dominicos Theotocopoulos (1541-1614), natural de Creta y uno de los más grandes pintores de todos los tiempos. Aunque aprendió mucho de Italia, su técnica y espiritualidad contrastaban fuertemente con el modo de ver occidental, y dejó una brecha que fue cubierta mucho más tarde por los cesionistas franceses en el siglo XIX. Su singularidad demuestra cuan diferente habría sido la evolución occidental si los turcos no hubiesen destruido Bizancio con su tradición artística y cultural. Un capítulo especial de la historia del arte oriental se escribió Serbia. En el curso de los siglos XIII y XIV, los reyes y los nobles serbios edificaron y dotaron un número de monasterios, tales como Zica y Studenica, Milesevo, Pee y Sapocani (todos del siglo XIII), y Decani y Gracanica (siglo XIV). La mayoría de ellos fueron adornados con magníficos frescos, en los que el arte bizantino se mezclaba con influencias y motivos más occidentales. Pero el arte serbio, así como el arte de otros países balcánicos, después de su principio más prometedor, se paralizó bajo la opresiva dominación de los otomanos. El único país donde el desarrollo artístico pudo continuar fue Rusia, y fue allí donde la pintura de iconos se desarrolló y adquirió un distinto carácter propio.
* Deisis es Cristo representado entre su Madre y San Juan Bautista.
Era corriente distinguir cinco principales escuelas de pintura rusa. La escuela de Kiev o rusobizantina de los siglos XI y XII, la escuela de Novgorod (siglos XII-XIV), la antigua escuela de Moscú (siglo XV), la escuela de Stroganov (siglo XVI) y la reciente escuela de Moscú del siglo XVII.
No obstante, esta clasificación tradicional de los iconos rusos necesita una considerable revisión, pues su restauración más sistemática ha revelado una variedad mucho mayor de características regionales que la que hasta ahora se había sospechado, y ha demostrado también la arbitrariedad de ciertas divisiones previamente mantenidas. Muchos iconógrafos de Novgorod, por ejemplo, trabajaron en Moscú. Muchos artistas moscovitas fueron invitados a decorar iglesias en otras partes del país y, al tropezar y trabajar con los pintores locales, crearon nuevos diseños y sistemas de colores.
El adecuado estudio de la pintura rusa de iconos está únicamente en sus comienzos. Las vastas colecciones de iconos reunidos ahora en las galerías estatales rusas no han sido aún debidamente examinadas. Hasta que tal examen se lleve a cabo, la clasificación de los iconos rusos según las escuelas reconocidas actualmente no puede considerarse nada más que como un intento preliminar. Sin embargo, las principales etapas de la historia rusa han dejado sus señales en la evolución de esta gloriosísima realización artística de la Edad Media rusa, y puede ser de provecho la habitual división en períodos.
Pocos iconos del período pretártaro han sobrevivido al desastre de la invasión mogólica, pero denotan destacadas cualidades, como el Ángel de la Anunciación pintado en Novgorod en el siglo XII . Los antiguos iconos rusos se parecen mucho a los originales bizantinos y probablemente fueron obras de maestros griegos o de sus alumnos. A la etapa siguiente de la pintura de iconos rusa se llegó en Novgorod y Pskov, dos repúblicas municipales, las únicas que escaparon de la destrucción mogólica. El siglo XIV fue el período de su expansión política y también de su madurez artística. Los artistas de Novgorod preferían temas simples que no requerían mucho comentario y explicación. Su paleta se distinguía por colores puros y contrastes atrevidos. Su vigor y atractivo directo reflejan la mentalidad y el gusto de los ciudadanos de Novgorod, los osados aventureros comerciales que adquirieron grandes posesiones en el noroeste de Rusia. A finales del siglo xiv, el renacimiento artístico que comenzó bajo los paleólogos llegó a Rusia en la persona de un destacado maestro, Teófanes el Griego. Decoró varias iglesias en Novgorod con un estilo abiertamente expresionista y luego, alrededor de 1395, se trasladó a Moscú y relacionó así los dos principales centros del arte ruso. El siglo XV fue la edad de oro de la pintura de iconos rusa, la época de Andrey Rublev (1370-1430), el maestro Dionisio (1440-1508), Prokhorof Godorets y Daniel el Negro. El ritmo de la composición, la armonía y luminosidad del color, la profundidad de la intuición teológica y mística y el cálido humanismo, dan a estos iconos una sin par perfección. Manifiestan la creencia de sus autores en la lograda reconciliación entre Dios y su creación. El amor a la humanidad que sufre y la firme coniza en la compasión divina inspiran e iluminan estas grandes obras maestras del arte ruso. El siglo XV y la primera parte del XVI fueron el período del renacimiento nacional de Rusia, cuando los rusos recuperaron su libertad política y con optimismo empezaron a reconstruir su vida cultural y religiosa sobre el fundamento espiritual expuesto por San Sergio y sus numerosos discípulos.
La consolidación del poder político de Moscú a mediados del siglo XVI, la supresión de la autonomía local, la creciente presión de la autocracia, se reflejaban en el alterado carácter del estilo de los iconos. La escuela asociada con la familia Stroganov, los príncipes comerciantes que controlaban extensas tierras en los Urales, dominó a últimos del siglo XVI y a principios del XVII. Prokopy Chirin, Istom y Nikifor Savins fueron los artistas más famosos de ese período. Sus obras se distinguen por los intrincados detalles, por el excesivo énfasis en los motivos de decoración. Un amor hacia la miniatura, la preferencia por composiciones altamente sofisticadas, reemplazaban al equilibrado y directo atractivo del período clásico anterior.
La segunda mitad del siglo XVII, que correspondió con el final del aislamiento político de Rusia, originó la occidentalización de los iconos rusos. Simón Ushakov (1626-86), que imitaba a los maestros occidentales, era un artista capacitado, pero dejó de entender la esencia de los iconos cuando se inclinó por las pinturas religiosas de Occidente. A este quinto y último período de la evolución del arte visual ruso pertenece la prodigiosa expansión de los frescos en las ciudades comerciales del norte: Rostov, Kostroma, Vologda, Romanovo-Borisoglebsk. Sus ciudadanos competían entre sí edificando nuevas iglesias y decorándolas profusamente. Sólo Yaroslavl erigió veintiún iglesias en la segunda parte del siglo XVII.
Las reformas de Pedro el Grande (1699-1725) dieron el golpe de muerte al arte sacro ruso. El influjo de las ideas occidentales era abrumador, y se puso de moda la imitación de la pintura italiana, francesa y holandesa. Los pintores de iconos perdieron su prestigio artístico y quedaron degradados al nivel de artesanos. El renacimiento empezó únicamente en la víspera de la revolución comunista y los efectos de la renovada apreciación de la iconografía son sumamente notables entre los emigrantes rusos, que han producido varios destacados pintores de iconos.
Los iconos rusos no se desviaban del original bizantino, pero introducían su propia interpretación del arte sacro. Sus especiales facetas se hallan hábilmente descritas por Otto Demus: “En las pinturas de iconos rusas, el dogma bizantino se convierte en oraciones y la representación se convierte en leyenda. Historias claramente relatadas sin moral romántica, ascetismo sin martirio, santos sin demonios, luz sin sombra, visión sin ocultación mística; éstas son las nuevas facetas que surgen en formas cada vez más claras.”
Al concluir este capítulo sobre el arte cristiano oriental, se debe acentuar una importante distinción entre el arte de Oriente y el de Occidente. El Oriente cristiano no ha experimentado esos puntos giratorios y tendencias opuestas que caracterizan la evolución del arte en Occidente. En su historia no existe nada comparable con lo románico, gótico, renacentista o barroco. Asimismo, desde el principio, el arte cristiano oriental descubrió la cúpula, la perfecta incorporación de sus convencimientos teológicos. Las iglesias ortodoxas proclaman que el Universo es la creación de un Dios omnipotente que es el dueño indiscutible de todas las cosas visibles e invisibles, y al mismo tiempo el Salvador y Juez de la humanidad. Esta visión de la unidad y armonía del cosmos, y la centralidad del acto de la Redención, se realizó primero arquitectónicamente en la cúpula, del siglo XVI, de Hagia Sophia en Constantinopla. Desde entonces, sus innumerables variaciones se han reproducido por todo el Oriente y hoy sigue siendo el tipo más adecuado de edificación para el culto oriental. En los siglos XIII y XIV, dio origen a las exquisitas iglesias de Serbia; en los siglos XVI y XVII, se ramificó en la arquitectura original del norte de Rusia (láms. n y 12). Los mosaicos de los siglos V y VI y los iconos del siglo xx pertenecen a la misma tradición, que aún es viva y creadora. Las pinturas bizantinas son esencialmente cristianas; su tema principal sigue siendo constante; pero dentro de sus dilatados contornos el genio creador de un artista puede hallar un amplio campo para la originalidad. Esta observación es igualmente aplicable a la arquitectura, pero los frescos, los mosaicos y los iconos han conseguido un medio especialmente feliz entre la estabilidad del bien establecido código y la originalidad del artista individual. Este arte sacro de Oriente señala la historicidad de la religión cristiana, y acentúa también la eterna naturaleza omnímoda de su mensaje.
En el pasado, el arte bizantino parecía falto de vida, mientras la ilimitada libertad del artista era considerada como condición indispensable de la verdadera inspiración; más es posible ser creador y libre dentro de una tradición que afirma haber visto la verdadera luz, y que ofrece una firme guía a sus artistas con respecto a la última finalidad de la vida. Esta meta, tal cual es aceptada por el Oriente cristiano, cae fuera de los confines de la experiencia terrenal, siendo el objeto final la comunión con el Dios Trino y Uno, que es superior a todos los conceptos que el hombre tiene de la verdad, de la belleza y de lo bueno. Esta idea inspiradora de temor hace que el arte cristiano oriental sea progresivo y dinámico, pues la visión es infinita y las más grandes realizaciones no son nada comparadas con la gloria del Reino divino; sin embargo, incluso las obras menores pueden participar de la dignidad y autoridad de la verdad revelada si reciben su inspiración de la misma fuente de ortodoxia cristiana.
La historia del Oriente cristiano se desarrolla a través de un complejo y variado escenario: la Iglesia de los mártires luchando por la supervivencia; la Iglesia de los concilios ecuménicos absorta en disputas doctrinales y dividida por una lucha fratricida; la Iglesia actuando en rivalidad con Roma y atacada por los cruzados; la Iglesia oprimida por los turcos y acosada por los mogoles; la Iglesia, en su rama rusa, pretendiendo el liderazgo universal en el arte de la vida cristiana; y la Iglesia contemporánea repudiada por los ateos militantes. Tales son las diferentes etapas de la evolución del cristianismo oriental, y, sin embargo, revelan una notable unidad interna. El cristianismo oriental, durante dos mil años, ha seguido siendo una comunidad distinta. Es una respuesta a la persona y enseñanza de Cristo procedente de los que se sienten a gusto en la tradición filosófica y artística helenista. Ciertas intuiciones y convencimientos fundamentales dividen a los ortodoxos de las interpretaciones occidentales del cristianismo, tales como el acento sobre los aspectos corporativos y cósmicos de la redención, el vivo sentido de comunión con los difuntos, la repulsa de la actitud legalista y racional hacia la religión. Estas diferencias han separado a Roma y Constantinopla. Una firme creencia por cada lado en su propia superioridad hacía imposible la cooperación, y Oriente y Occidente intentaron edificar sus sistemas eclesiásticos sin consultarse entre sí.
La parcial y predispuesta actitud resultante hacia la religión afectó seriamente a ambas partes, y muchos de los más flagrantes defectos de la vida eclesiástica de Oriente y Occidente tienen sus orígenes en la fatal separación que existe entre ellos.
Las limitaciones del cristianismo confesional se han hecho en nuestro tiempo más patentes que nunca, pues la aparición de una civilización científica universal ha eliminado muchas viejas barreras y ha acercado mucho más entre sí a las naciones y las culturas. La paradoja de la presente situación es que, aunque la creencia en la Encarnación fue la fuerza principal en la aparición de nuestro presente orden social y económico, los trascendentales cambios que ha producido la misma civilización tecnológica hayan contribuido al declive del cristianismo. La experiencia eucarística dio origen a la ciencia moderna, pues transformó profundamente la actitud de los seres humanos hacia la materia. La Iglesia en sus sacramentos enseñó que el mundo físico es bueno y verdadero y que la persona humana ha sido designado por el Creador para ser su dueño responsable. La comida eucarística, que introduce a los participantes en el íntimo círculo de los amigos de Cristo, da a los cristianos confianza en su capacidad de comprender la mente del Logos Encarnado y de participar en sus planes para la redención y transfiguración del universo. El cristianismo liberó a sus seguidores del fatalismo de las religiones paganas y les salvó del temor a lo desconocido, que habían abrigado los seres humanos desde los albores de la historia. El proceso de la educación cristiana de la humanidad ha estado lejos de ser simple. Al principio, la nueva religión fue únicamente aceptada por un puñado de discípulos; después de la conversión del mundo grecorromano, el cristianismo se vio grandemente estimulado por las notables realizaciones de la civilización clásica, pero también seriamente entorpecido por la finalidad y la autoseguridad de su filosófico modo de ver, que íntimamente se asoció con la Iglesia para formar su sistema doctrinal y organización eclesiástica. El profundo pesimismo del helenismo contribuyó a que la Iglesia bizantina no se percatase de las consecuencias materiales de la Encarnación ni descubriera la actitud científica hacia la vida. Por lo tanto, esta tarea recayó sobre las naciones que aparecieron en la escena de la historia cristiana a finales del primer milenio. Eran bárbaros, y se tardó mucho tiempo en enseñarles los rudimentos del cristianismo. La cultura medieval fue artísticamente vigorosa y original, pero intelectualmente parcial, y su interpretación del significado de la Encarnación no tuvo en cuenta muchas características esenciales de la idea cristiana de los seres humanos y el mundo.
Tanto el Renacimiento como el Humanismo del siglo XVI, dilataron los horizontes cristianos, pero también confundieron la escena mediante una absorción sin crítica alguna de mucho paganismo clásico. La Reforma estimuló y al mismo tiempo debilitó a los cristianos de Occidente y provocó el crecimiento del racionalismo y el secularismo, que tomaron por seguras muchas cuestiones cristianas sin reconocer que su optimista creencia en el progreso y en el perfeccionamiento de la naturaleza humana radicaba sobre los hechos de la Encarnación.
La civilización científica de hoy es hija de un matrimonio mixto: uno de sus padres es la creencia cristiana de que el ser humano está llamado por Dios a tomar parte activa en la administración de la tierra; el otro, una obstinada afirmación de que es dueño de sí propio sin responder a nadie; de sus acciones. Los espectaculares descubrimientos científicos han creado tanta confianza y orgullo propios en estas realizaciones, que la causa original de su inspiración — la mayordomía del ser humano — se ha perdido de vista, y ya no se aprecia la existencia de un lazo de unión entre el deseo de la persona por comprender el funcionamiento del universo y su reconocimiento de filialidad a su autor.
El ser humano encontró libertad, optimismo y conocimiento superior en la comunidad de la Iglesia, pero estas dotes le enseñaron el medio de dominar tiránicamente a sus semejantes, de explotar despiadadamente a los animales, las plantas y todos los recursos de la tierra en escala que no era imaginable en el pasado.
La Iglesia previo la posibilidad de este abuso de poder, pues siempre ha sabido que el ser humano está dividido por los opuestos deseos de servir y amar a su prójimo y de convertirse en centro del universo. La civilización moderna presenta dos cruciales problemas de la historia con una nueva urgencia; la creación de un orden político que pudiera salvaguardar la libertad del individuo convirtiéndole al mismo tiempo en miembro disciplinado y responsable de una sociedad universal, y la sabia y generosa distribución de las ofrendas de la tierra para beneficio de todos. De la correcta solución de estos dos problemas depende el inmediato futuro de la humanidad. Ambos surgieron en su forma actual dentro de la comunidad de las naciones cristianas y sólo pueden ser tratados debidamente en el contexto de la creencia cristiana en la unidad de la familia humana y su relación filial con el Creador del universo. Los Evangelios enseñan que la hermandad del ser humano se basa en la aceptación de la paternidad de Dios; que la persona se puede convertir en su propio dueño únicamente cuando reconozca la existencia de su Juez celestial, que puede sentirse verdaderamente a sus anchas en la tierra cuando se dé cuenta de que su existencia personal no se limita a la vida en tiempo y espacio. Los seres humanos están llamados a transformar el mundo, a convertirlo en el templo del Espíritu Santo. Las actividades de todos los seres humanos contribuyen a esta transfiguración. Comiendo y bebiendo, espiritualizan la materia; tejiendo, edificando, creando obras de arte, inventando máquinas que extiendan la acción de sus cuerpos, dilatan sus sentidos e incrementan su dominio del universo físico; los seres humanos cambian la faz de la tierra y la humanizan.
* Llamado también de Stoglav: Sto significa un centenar, y glav significa capítulo. Los estatutos del Concilio fueron divididos en un centenar de capítulos, de donde viene el nombre de Stoglav, dado tanto al documento como al Concilio que lo promulgó. (N. del T.).