El cristianismo de Borges

Héctor Zagal Arreguín

El autor de El Aleph está empapado de cultura cristiana, y su postura se va perfilando por el continuo roce con ella; especialmente con el catolicismo. En esta ocasión mi propósito es mostrar la lejana cercanía —no se qué otra expresión usar— de Jorge Luis Borges respecto al cristianismo. El tema de la inmortalidad, la existencia de Dios, el Dios trinitario y otros temas son discutidos en este ensayo.

 

Introducción

Borges es un autor particularmente atractivo para quienes tenemos una formación metafísica y cristiana. Las abundantes citas de autores antiguos, su familiaridad con la patrística y, sobre todo, sus desplantes filosóficos, ejercen una poderosa atracción sobre quienes hemos sido educados en contacto con san Agustín y Aristóteles. Borges se nos presenta como un reto, un campo de investigación lo suficientemente enigmático para escapar de la monótona investigación "escolar" y, al mismo tiempo, lo suficientemente cercano como para no implicar un alejamiento excesivo de nuestros supuestos dominios.

Borges me recuerda a los ilustrados franceses: no pocas veces su importancia está en franca dependencia de su diálogo con el cristianismo. Sin un "infame" a quien aplastar, Voltaire pierde la mitad de su encanto, su pluma puede volverse sosa. Algo similar ocurre con Borges. El autor de El Aleph está empapado de cultura cristiana, y su postura se va perfilando por el continuo roce con ella; especialmente con el catolicismo. En esta ocasión mi propósito es mostrar la lejana cercanía —no se qué otra expresión usar— de Borges respecto al cristianismo.

El temor al más allá

Borges no anda por las ramas; muy pronto pone las cartas sobre la mesa. La pregunta verdaderamente importante de la vida filosófica (y de cualquier género de vida) es saber qué será de nosotros después de la muerte, en caso de que la muerte no sea en verdad la última palabra. Borges toma el toro por los cuernos dedicando una parte importante de su obra a tantear diversas respuestas a esta pregunta. La mortalidad o la inmortalidad a ella opuesta son una obsesión que surca casi todas sus páginas.

El punto de partida de Borges es extraño. Mientras que la mayoría de los "modernos" inician con una duda, o al menos la sospecha negativa sobre la existencia de un más allá, en Borges sucede lo opuesto. El aparato intelectual del cristianismo moderno (me refiero a muchas tendencias, católicas y protestantes, del XVII a nuestros días) intenta demostrar racionalmente que sí existe un más allá, que sí hay indicios o pruebas de que el alma es inmortal. Tal cristianismo asume la carga de la prueba. Borges hace precisamente lo contrario. Lo plausible es la inmortalidad y toda su obra es un intrincado mecanismo orientado a desmontarla, aunque irremediablemente tiende a creer en ella.

La inmortalidad del alma es el punto de partida de Borges, El materialismo se encuentra lejos de su arranque. Si no fuera así, si Borges partiera de que somos animales más o menos evolucionado cuya única certeza es la muerte, más allá de la cual no hay sino una tumba llena de gusanos que comen algo que "no soy yo", la mitad de su obra sería palabrería inútil. La mayoría de los hombres tememos a la muerte con un movimiento intelectual y sentimental instintivo: Borges no. El teme a la inmortalidad. El temor a la muerte sólo aparece de manera tardía. Mientras que a la mayoría de los hombres la inmortalidad nos parece un dato difuminado, una creencia amparada en la fe religiosa que intentamos detentar racionalmente a costa de horas de estudio y cavilosos esfuerzos, en Borges el planteamiento es inverso, la inmortalidad es lo evidente. La disolución del yo en la tierra es lo menos plausible. Tal actitud sólo se explica por el contexto cristiano en que Borges se maneja. Él parte del cristianismo y su obra puede entenderse como un continuo intento de escapar de la religión de la cruz. El primer paso de esta fuga es desvanecer la amenazadora inmortalidad.

Su posición acerca de la inmortalidad merece muchos matices. Cuando se sincera, Borges reconoce que no es la inmortalidad sin más lo que realmente teme. Es su propia inmortalidad la que le produce vértigo. Borges teme ser para toda la eternidad él mismo porque sería muy aburrido. No quisiera que su finitud, su monótona y tediosa finitud, se extendiera indefinidamente. [1] La condición finita es aburrida: lo finito fastidia y cansa. Es demasiado aburrido ser Borges para toda la eternidad. No le faltan motivos; vista desde cierta perspectiva la inmortalidad puede convertirse en el más terrible de los castigos.

Curiosamente, en este punto Borges no acaba de hacer justicia al cristianismo, al menos al cristianismo romano. Para los católicos la inmortalidad no es un premio per se. La maldición del infierno es ni más ni menos una forma de la eternidad. El alma de un condenado es imperecedera, sus castigos, eternos. El infierno es el lugar de llamas, de odio continuo, donde no hay ninguna esperanza, un espacio donde "el llanto y rechinar de dientes" no tendrá fin. La inmortalidad pura y llana no es ni un premio ni un castigo. Por eso, los católicos romanos también temen de alguna manera a la inmortalidad. Un alma incorruptible es un arma de doble filo.

Por otra parte, Borges acierta al reconocer que la inmortalidad feliz requiere —vaya paradoja— de una cierta forma de "abnegación", de negación del propio yo. Borges reconoce abiertamente que sería muy aburrido ser el mismo para toda la eternidad. La frase puede ser entendida como un recurso retórico, como una salida ingeniosa Admite también una lectura más seria: un reconocimiento de que la propia finitud jamás garantizará la propia felicidad, ni siquiera distendida infinitamente en el tiempo. No basta vivir eternamente para ser feliz. ¿Qué más hace falta para ser feliz? La respuesta Borgeana es paradójica: dejar de ser uno mismo.

Borges se aproxima nuevamente al catolicismo. El cielo cristiano implica un vaciamiento del propio yo, vacío que debe ser llenado por Dios. No seremos felices porque seamos nosotros mismos (Borges no será feliz afirmando radical y taxativamente su identidad como Borges); seremos felices porque de alguna manera seremos divinizados: estaremos inmersos en Dios. Nuestro propio yo es desplazado por la divinidad en el cielo.

Paulo de Tarso escribió, parafraseando palabras de un poeta griego, "en Dios existimos, nos movemos y somos". El panteísmo acecha. Mucha tinta gastaron los padres de la Iglesia para dotar a este versículo de un sentido teísta y evitar una lectura neoplatónica. El cristianismo teológico vive de continuo amagado por el panteísmo. La esencia de la vida de los bienaventurados en el cielo es la íntima relación con la Divinidad. La tentación diabólica "seréis como dioses", con que la serpiente seduce a Eva en el relato bíblico es hecha realidad por la redención cristiana. Es una paradoja verdaderamente desconcertante. Los cristianos "son como dioses", pues son familiares íntimos de Dios. Entre la filiación divina de los cristianos y la propuesta diabólica existe una zanja profundísima, pero muy angosta, y por tanto, fácil de saltar. Que muchos cristianos carezcan de inclinaciones panteístas se debe a su ignorancia de teología y no a su ortodoxia.

Borges parece muy cercano al cristianismo cuando se percata de que la única inmortalidad satisfactoria es aquella en la que el propio yo se ha desvanecido; pero este desvanecimiento (¿aniquilamiento?) le parece sumamente problemático. Motivos tiene: no es sencillo conciliar la negación del propio yo en favor del crecimiento de Dios en el alma. Los teólogos cristianos requieren de la luz sobrenatural de la fe para resolver la cuestión.

Dios y Borges

Nietzsche escribió que nunca fue lo suficientemente tonto como para creer en Dios. Su ateísmo es punto de partida y no de llegada. En Borges ocurre lo inverso: el ateísmo simple y llano nunca se presenta como una alternativa absolutamente válida. Oscila entre el agnosticismo, un teísmo más o menos nostálgico y desalentado, y un panteísmo que es mucho más que un dato anecdótico de su experiencia espiritual. El escritor argentino pierde la fe cristiana por razones estrictamente teológicas y no por motivos frívolos.

Borges no puede aceptar un Dios trino. Así lo afirma taxativamente. Su refinado y meticuloso rechazo del dogma trinitario es digno de un heresiarca antiguo. [2] La discusión parecería anticuada en algunos ambientes neoilustrados. No es extraño que Borges haya resultado un autor profundamente conservador para el gusto de liberales ilustrados y materialistas. Venir a perder la fe en el cristianismo por las procesiones trinitarias es un motivo comprensible en un teólogo cristiano, pero enormemente banal para un moderno, ordinariamente enfrascado en otro tipo de discusiones.

Así pues, Borges abandona el cristianismo —por así decirlo—por motivos profundamente teológicos. [3] Sus motivos son des concertantes para quienes no están al tanto de las discusiones del tratado De Deo Trino. No obstante, las largas reflexiones de Borges sobre las herejías ejercen un atractivo sobre los hijos de la ilustración. Empero, esas páginas no son un alarde de culturalismo esotérico: en ellas se discute de manera oblicua el destino del alma de Jorge Luis Borges.

El rechazo a la Trinidad, atestiguado por La historia de la eternidad, [4] está basado en una discusión sobre las procesiones trinitarias, muy a pesar del aparente desenfado con que Borges se refiere a las hipóstasis. No es éste el lugar para exponer la doctrina agustiniana de las procesiones; soslayo la argumentación. Lo llamativo es que Borges, sin ser cristiano, se aboque a una discusión que incluso a más de algún intelectual católico resultaría especializada. Únicamente destacaré algunos detalles del razonamiento borgeano al concebir la temporalidad.

El punto medular de la cuestión trinitaria y uno de los fundamentos del ateísmo borgeano es la tendencia a concebir la Trinidad en términos temporales. Borges se refiere a la Trinidad en términos de un colegio perfecto, un colegio de tres personas en absoluto acuerdo, pero al fin y al cabo, colegialidad. Borges incrusta la Trinidad en la temporalidad: la divinidad se mundaniza y diluye. Al hacerlo abandona de raíz el cristianismo y la posibilidad de una inmortalidad feliz. ¿Qué otra religión puede ofrecerle un paraíso atemporal, perpetuo presente, donde la memoria (que capta el fluir del tiempo) sea superflua? Con toda razón Borges se aterra ante la posibilidad de una inmortalidad —una intemporalidad— sin Dios. Ahora está solo con su alma y tendrá que deshacerse de ella.

Esta negación de la Trinidad entendida en términos temporales, lo aleja no sólo del cristianismo, sino incluso del teísmo. Su rechazo de Dios es semejante a su rechazo de la Trinidad. No considera que Dios pueda liberarse de la temporalidad. En Borges no hay espacio para Dios: un dios temporal es un dios que no es dios.

Presenciamos la lucha de Borges contra su atavismo. Se ha librado con relativa facilidad de Dios (que sólo acechará de cuando en cuando en forma de panteísmo), pero no logra desembarazarse con igual facilidad de la inmortalidad. En este marco cabe discutir el sentido de Everness.[5] Borges no se entrega mansamente a la muerte, se resiste a la aniquilación del yo a costa de adoptar rasgos panteístas. Adviértase cómo el origen de la desesperación es la memoria conservada misteriosamente en la mente de Dios o en el Arcano del universo:

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

Dios, que salva el metal, salva la escoria

Y cifra en su profética memoria

Las lunas que serán y las que han sido.

Ya todo está. Los miles de reflejos

Que entre los dos crepúsculos del día

Tu rostro fue dejando en los espejos

Y los que irá dejando todavía.

Y todo es una parte del diverso

Cristal de esa memoria, el universo;

No tienen fin sus arduos corredores

Y las puertas se cierran a tu paso;

Sólo del otro lado del ocaso

Verás los Arquetipos y Esplendores.

El ansia (y horror) de muerte e inmortalidad adquiere en Ewigkeit [7] tonalidades patéticas; todo perece, la memoria sobrevive.

Torne en mi boca el verso castellano

A decir lo que siempre está diciendo

Desde el latín de Séneca: el horrendo

Dictamen de que todo es del gusano.

Torne a cantar la pálida ceniza,

Los fastos de la muerte y la victoria

De esa reina retórica que pisa

Los estandartes de la vanagloria.

No así. Lo que mi barro ha bendecido

No lo voy a negar como un cobarde.

Sé que una cosa no hay. Es el olvido;

Sé que en la eternidad perdura y arde

Lo mucho y lo precioso que he perdido:

Esa fragua, esa luna y esa tarde.

La lucha de Borges contra Dios ha sido excesivamente espiritual, no crítica a la usanza de catecismo estalinista sino rebelión al estilo de heresiarca antiguo. Ha puesto en juego demasiadas vivencias espirituales, demasiados argumentos teológicos para combatir a Dios; él mismo se ha cerrado la posibilidad de refugiarse en un cómodo materialismo. Borges no es Epicuro; el escritor argentino no llega a desentenderse de los dioses como sí lo consigue el filósofo del jardín. Tal parecería que Borges ha tenido experiencias estéticas (¿místicas?) de tal envergadura en su lucha contra el cristianismo que a pesar de haber matado a Dios, no logra exterminar la inmortalidad. Se genera una lucha contra ella en su forma de perdurabilidad en la memoria.

(...)

Lo esencial de la vida fenecida

—la trémula esperanza,

el milagro implacable del dolor y el asombro del goce—

siempre perdurará.

Ciegamente reclama duración el alma arbitraria

cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,

cuando tú mismo eres el espejo y la réplica

de quienes no alcanzaron tu tiempo

y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra. [7]

El tiempo presente y la aniquilación del mundo

En su lucha por escapar de la inmortalidad, de la memoria y de la temporalidad, Borges vuelve a echar mano de armas cristianas, o si se prefiere, de armas platónico-cristianas.

El autor de El Aleph gusta de afirmar que la filosofía es ficción. [8] Todo en el mundo es metáfora, una idea, una palabra pronunciada por otro.

 

¿Fluye en el cielo el Rhin? ¿Hay una forma

universal del Rhin, un arquetipo,

que invulnerable a ese otro Rhin, el tiempo,

dura y perdura en un eterno Ahora

y es raíz de aquel Rhin, que en Alemania

sigue su curso mientras dicto el verso?

Asilo conjeturaron los platónicos;

así no lo aprobó Guillermo de Occam.

Dijo que Rhin (cuya etimología

es riñan o correr) no es otra cosa

que un arbitrario apodo que los hombres

dan a la fuga secular del agua ;

desde los hielos a la arena última.

Bien puede ser. Que lo decidan otros.

¿Seré apenas, repito, aquella serie

de blancos días y de negras noches

que amaron, que cantaron, que leyeron

y padecieron miedo y esperanza

o también habrá otro, el yo secreto

cuya ilusoria imagen, hoy borrada

he interrogado en el ansioso espejo?

Quizá del otro lado de la muerte

sabré si he sido una palabra o alguien. [9]

Reitero que dichas afirmaciones admiten pluralidad de lecturas. Por ejemplo una puramente retórica, según la cual se trataría de una salida ingeniosa, como ya señalábamos antes. Yo opto, sin embargo, por una lectura más seria, que encuentra en Borges rastros de platonismo.

Platón afirmó en el Teeteto que el mundo es metáfora, mimesis, imitación de lo real. Lo verdadero, lo "realmente real" —encantadora reduplicación en lengua griega— son las ideas. El mundo visible es un espejismo. Nuestro entorno es un pálido e imperfecto reflejo de la auténtica realidad: apostamos equivocadamente por la materia, pues lo auténtico es el cielo empíreo. La realidad es intangible; somos presas de la ilusión. La suerte del alma es dramática: cabalga entre estos dos mundos. En estricto sentido pertenece al otro —al de las ideas— pero su condición es la de un reo. La materia la aherroja con la cárcel del cuerpo, pero también con los grilletes de las falsas opiniones y el cepo de los engaños. El mundo material aprisiona con cadenas de realidad alucinada.

El cristianismo entiende perfectamente a Platón. Para el cristiano, la criatura es precisamente eso, un ser cuya esencia es el no ser, o mejor dicho, cuya esencia es el ser recibido. Sólo Dios es por sí mismo; la naturaleza no es por derecho propio (y el hombre junto con ella, por lo que el cristianismo es más radical que Platón). Todo su ser depende del anclaje en Dios. La condición criatural es indigente, la existencia misma es prestada. [10] Si Dios dejase de pensar un instante en las criaturas, el mundo se aniquilaría. Por eso, el cristiano lucha continuamente para no otorgar al mundo un estatuto propio en detrimento de Dios. La creación es terriblemente engañosa. La grandeza del mundo consiste sólo en remitirnos a Dios. Cierto aristotelismo cristiano ha insistido excesivamente en la consistencia del mundo haciendo popular entre no pocos católicos la equivocada idea de que el mundo es algo sólido, una realidad cuya esencia no es el desvanecerse. No es casualidad que Aristóteles haya sido visto con tanta prevención por los agustinianos del medievo, ni tampoco es casualidad que la poesía mística haya utilizado metáforas verdaderamente fuertes para negar el mundo. El cristianismo se percató del riesgo que entrañaba la doctrina aristotélica, doctrina devota de la realidad última del mundo. Frente a esta absolutización del mundo, los teólogos medievales (incluido el mismo Tomás de Aquino) se dieron a la tarea de minimizar el aristotelismo, desbastando la consistencia de las substancias aristotélicas a fuerza de incorporarles un ser participado.

En honor a la verdad, es san Agustín quien desmantela el mundo apelando precisamente a su condición temporal. En los conocidos capítulos de Las confesiones, pasajes recurrentes en la obra de Borges, Agustín de Hipona reduce el tiempo y los sucesos prácticamente a la nada. El pasado no es, el futuro todavía no existe y el presente es un continuo deshacerse, de suerte que "el ahora" ya es pasado: no se ha terminado de enunciar cuando ya ha dejado de ser. San Agustín desarticula la soberbia ontológica del mundo. Si el mundo es fluir, si es tiempo, entonces no es algo, sino puro dejar de ser (un capítulo más de la discusión entre Heráclito y Parménides):

Pero aquellos dos tiempos que he nombrado, pasado y futuro, ¿de qué modo son o existen, si el pasado ya no es, y el futuro no existe todavía? Y en cuanto al tiempo presente, es cierto que si siempre fuera presente y no se mudara ni se fuera a ser pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad. Luego si el tiempo presente, para que sea tiempo, es preciso que deje de ser presente y se convierta en pasado ¿cómo decimos que el presente existe y tiene ser, supuesto que su ser estriba en que dejará de ser, pues no podemos decir con verdad que el presente es tiempo, sino en cuanto camina a dejar de ser? [11]

El poema "Todos los ayeres, un sueño" [12] puede leerse cómo exquisito comentario del pasaje agustiniano.

(…)

Una mitología ensangrentada

que ahora es el ayer. La sabia historia

de las aulas no es menos ilusoria

que esa mitología de la nada.

El pasado es arcilla que el presente

labra a su antojo. Interminablemente.

En el cristianismo, el tiempo es la manera de ser del mundo. La condición de la criatura es esencialmente temporal, no así Dios. El tiempo es la manera que las criaturas tienen de verse a sí mismas pero no es el modo en que Dios las ve. Él no contempla a las criaturas temporalmente. El presente indivisible es la manera como Dios conoce el mundo y por tanto —en buena teología— es el único punto de vista radical. La eternidad de Dios no es una distensión temporal ("una sucesión temporal infinita", como diría Wittgenstein); es la posesión simultánea de pasado, presente y futuro al mismo tiempo.14 El punto de vista de Dios es un eterno aleph: ahí está todo, simultáneo, sin confusión. En consecuencia, lo verdaderamente real, lo relevante, no es nuestra consideración temporal del mundo, sino la visión de Dios en presente.

El mundo cristiano puede entenderse como una especie de obra de teatro, donde los hombres representamos ante Dios un papel. Somos actores escenificando un drama o una comedia; suponemos que la división en actos es absolutamente real; creemos que estamos improvisando y pocas veces entendemos la trama, incluso pensamos a veces que no hay tal, como los actores de Ionesco. Pero el Espectador Supremo ve la pieza como un todo. Él conoce todos los actos, todas las escenas, cada uno de los parlamentos. Para Dios el desenlace está en el primer (y único) acto.

Borges intuye esto a través de una experiencia estética, el llamado "presentismo": sólo existe el instante presente.

El hoy fugaz es tenue y es eterno;

Otro Cielo no esperes, ni otro Infierno. [14]

El tiempo se homogeniza. [15] Si únicamente existe el instante no hay distensión, no hay ayer ni mañana, sino ahora. El nunc campea. Estamos cerca del Aleph. El presentismo cristiano y el presentismo de Borges no son tan distantes como parece. Escribe san Agustín es cierto que en cualquier parte que tengan ser, estén o existan, las cosas que de cualquier modo son, están o existen, no están allí ni existen sino presentes. [16]

Borges afirma por su parte:

El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo. [17]

La diferencia entre Borges y el cristianismo radica en que para este último sí existe una vista suprema que contempla hoy el mundo. Existe un espectador que al mismo tiempo mantiene a los actores en escena, sostiene la tramoya y escribe el guión. El mundo es una ficción con sentido, no teatro absurdo, con la salvedad de que este Empresario-Autor-Productor se da el lujo de hacer creer a los actores que todo ocurre por partes. En cambio, Borges no encuentra un espectador garante de la representación. Se ha percatado de la función, y no existen espectadores eximidos de la temporalidad. La obra es instantánea al igual que en Macbeth, "una historia que cuenta un triste idiota, y no vuelve a oírsele jamás".

 

El presentismo de Borges adquiere tintes panteístas. Es un intento por hallar un espectador metafísico. El presentismo exige un yo, pero tal "yo" termina siendo un engendro kantiano, una especie de entidad etérea que posibilita toda representación temporal. Borges unifica en un presente homogéneo la ficción del fluir. Desafortunadamente esta unificación, bien lo sabe, sólo puede darse gracias aun suprasujeto, que tampoco se distingue por completo del mismo fluir

Somos el tiempo. Somos la famosa

parábola de Heráclito el Oscuro.

Somos el agua, no el diamante duro,

la que se pierde, no la que reposa.

Somos el río y somos aquel griego

que se mira en el río. Su reflejo

cambia en el agua del cambiante espejo,

en el cristal que cambia como el fuego.

Somos el vano río prefijado,

rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.

Todo nos dijo adiós, todo se aleja.

La memoria no acuña su moneda.

Y sin embargo hay algo que se queda

y sin embargo hay algo que se queja. [18]

Borges está a punto de dar el paso al panteísmo, y en el último momento se retrae. Se impone la propia experiencia, la vida cotidiana y vulgar, la mundanidad coloquial donde Borges no es un yo absoluto. Borges es un Borges cuya esencia es el perpetuo cambio, un individuo en camino a la aniquilación. La voz le falla; titubea. Ser pura temporalidad le asusta, como a todos nosotros; ser ese presente irrompible le rebasa, como a todos nosotros. También Borges tiene miedo; el sentido común parece imponerse:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. [19]

A punto de obtener todas las consecuencias del presentismo, flaquea Si somos un flujo perecedero, toda la reflexión cavilosa, todo el misticismo con que ha coqueteado no son sino vanos intentos de evadir la muerte. Borges se hinca ante la profunda desesperanza del perpetuo fluir, aunque no da el siguiente paso: del escepticismo pasa a la apatía, no a la frivolidad. Falto de esperanza, se aleja de la religión de la cruz a pesar de haber caminado en compañía de los teólogos, pero la desilusión también lo aleja del hedonismo.

En resumidas cuentas, Borges llega al punto de partida de tantos materialistas. La diferencia es que él ha recorrido un penoso camino de dificultades, luchando siempre contra el cristianismo y cavilando en sus márgenes.

Borges discute filosóficamente, no me cabe duda, aunque algunos lo tilden de erudito fútil. No obstante, la presteza con que desecha una serie de posiciones teológicas es sospechosa. Quienes hemos recibido una educación teológica y metafísica quisiéramos un Borges más sistemático, y no por eso menos brillante. Pienso que hay una desproporción entre la crudeza de sus conclusiones y la parquedad de sus argumentos.

Seguramente somos injustos con él. Borges no pretende ser un filósofo sistemático, ni siquiera un filósofo. Es un escritor, un autor en el sentido amplio (no por ello baladí) del término. Sus libros no son tratados modernos, son tratados en el sentido antiguo del término. Literatura sapiencial, si se quiere. Filosofía, si esto también se acepta.

Tampoco en este alejamiento de la razón silogística escapa Borges del cristianismo. Los místicos se dieron cuenta de que la argumentación ontológica es impotente para resolver taxativamente los problemas metafísicos. Recurrieron entonces a otro tipo de experiencias y modos de expresión, una de ellas la poesía, salpicada toda con unas gotas de sana desconfianza en la razón. Ahí están san Juan de la Cruz y santa Teresa.

Hay un principio de escepticismo —hijo del reconocimiento de los límites de la inteligencia humana— en Borges y en el cristianismo. [20] La diferencia es que en Borges la desconfianza en el discurso ontológico adviene muy pronto y lo arroja en las manos de una poética sin Dios. En el cristianismo, la desconfianza es un movimiento tardío, y el abandono en manos de la poética es amparado por Dios. La fe cristiana trastoca la poética en mística. Pero sin Dios, los versos místicos resultan rimas amargas e insustaciales, juegos anodinos, ripios crueles que ensombrecen la vida. El sueño y la muerte son un añorado consuelo:

No nos maravillemos. Después de la agonía,

el hado o el azar (que son la misma cosa)

depara a cada cual esa suerte curiosa

de ser ecos o formas que mueren cada día.

Que mueren hasta un día final en que el olvido,

que es la meta común, nos olvide del todo.

Antes que nos alcance juguemos con el lodo

de ser durante un tiempo, de ser y haber sido.

Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una

de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte

y la siesta son otras. También es nuestra suerte

convalecer en un jardín o mirar la luna. [21]

Agustín resuelve el problema de la eternidad y el tiempo a través de la memoria. La memoria del yo permanece; la conciencia del tiempo no es temporal. Ella da consistencia al continuo fluir. Borges es más audaz y pretende escapar tanto del tiempo como de la memoria. Al intentarlo se queda solo. Ni siquiera durmiendo se aniquila el yo. Ni siquiera soñando se anula el tiempo.

La maldición del círculo y la eternidad

Históricamente hablando, el recurso a la fe fue el detonador para escapar a la circularidad del tiempo. Sin la Biblia judía y cristiana, sin la referencia al alfa y el omega, carentes de un punto de llegada metahistórico, ausente la promesa de un cielo nuevo y una tierra nueva, negada la existencia de Yahvé, Señor del eterno presente, es difícil fugarse de la cárcel circular. La naturaleza es cíclica: el círculo amenaza a los paganos y a los ateos. El eterno retomo es la espada de Damocles de los no cristianos. Sólo un paraíso donde se vive en eterno presente puede superar la maldición del círculo. El paraíso es un lugar donde de alguna manera se anula la memoria, porque ésta implica temporalidad. Imbricado en el paraíso se encuentra el perdón divino que anula el pasado. La misericordia de Dios esfuma el pretérito. Dios perdona y olvida. El cielo es en este sentido, un estado sin memoria, sin temporalidad. Se goza a Dios en presente. Esta dimensión del perdón divino es conocida por Borges; [22] pero apenas vislumbrada, la rechaza.

Probablemente el pensamiento occidental todavía estaría enfrascado en un mundo circular platónico-aristotélico si no fuese por la Biblia. Sin san Agustín y el De Civitate Dei (que arde en la hoguera inicial de "Los Teólogos"), la filosofía occidental todavía estaría enmarañada en los laberintos de la circularidad. San Agustín y las tradiciones judías y cristianas posibilitan los mesianismos sobrenaturales (como la fe de Abraham) o secularizados (como el marxismo). Borges reconoce que la cruz anula el círculo, pero al negar a Dios debilita el valor del argumento agustiniano. Así lo advierte en la Historia de la Eternidad.

Me atrevo a sugerir que Borges no presta la debida atención a las doctrinas escolásticas de la eternidad. Las conoce y rehuye una discusión frontal con ellas [23]. Su "presentismo" está emparentado con la doctrina escolástica de la eternidad como presente absoluto, sin embargo no muestra especial aprecio por la teología cristiana. No tildo a Borges de rechazar de manera superficial este enfoque; sus motivos no son nimios. Establecida la eternidad-presente de Dios, es menester conectarla con la temporalidad histórica de los humanos. El Dios de los cristianos interviene en la historia y tal intervención no puede —no debe— rebasar la eternidad de Dios. Este es el reto de la teología católica. Borges se percata de las dificultades y no aborda el barco. Se queda —o al menos lo intenta— con un presentismo, con la anulación del tiempo, con la atemporalidad sin Dios. No está dispuesto a aceptar los misterios del cristianismo. Sin Trinidad, sin un Dios-hombre redentor, el panorama es desolador, y Borges descarga su conciencia en letras terriblemente desesperanzadas:

Sabe que no es un dios y que es un hombre

que muere con el día. No le importa.

Le importa el duro hierro de los clavos.

No es un romano. No es un griego. Gime.

(...)

El alma busca el fin, apresurada.

Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.

Anda una mosca por la carne quieta.

¿De qué puede servirme que aquel hombre

haya sufrido, si yo sufro ahora? [24]

Borges se queda con el puro presente desprovisto de referencias sagradas. El presente puro, implacable, desprovisto de sacralidad, se yergue brutalmente ante Borges. Apartado de la providencia y maldito por la memoria, que lo acompaña siempre, incluso en los sueños, Borges es un paria de la temporalidad. La realidad, tan dolorosa como vulgar, se impone brutalmente. Borges no puede olvidarla ni evadirla.

Notas

[1] "Borges: Bueno, yo a condición de que me dejen olvidar mi nombre y mi pasado, sí, la acepto [la inmortalidad]. Pero seguir pensando en Borges, no; estoy harto ya. Creo que es lo que todo el mundo piensa, ademas. La inmortalidad personal me parece un error; ahora la inmortalidad, a condición de olvidar esta vida, me parece aceptable." Borges el memorioso, conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo, F.C.E., México, 1997 (la ed. 1982), p. 36.

[2] Borges declaró en público ser "incapaz de creer en un dios personal, porque no puedo creer en un dios que al mismo tiempo es tres personas." Volodia Teitelboim, Los dos Borges: vida, sueños, enigmas, Hermes, México, 1996, p. 308.

[3] Uno de los motivos de la atracción de Borges por el budismo radica precisamente en la economía dogmática de éste. "Las otras religiones exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió", aunque líneas antes advierte: "El budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto de fe. Asi como la patria es un acto de fe". "El budismo", en Siete noches, OC. vol. III, EMECE, México, 1989, p. 243. Cf. OC, vol. I, p. 359.

[4] Cfr. OC, vol. I, p. 359.

[5] El otro, el mismo, OC, vol. II, p. 305.

[6] El otro, el mismo, OC, vol. II, p. 306.

[7] "Inscripción en cualquier sepulcro", Fervor en Buenos Aires, OC, vol. I, p. 39

[8] "Carrizo. Elija ahora un novelista, Borges.

"Borges. Joseph Conrad. No ha habido ninguna vacilación. No puede haber vacilación.

Carrizo. Hace quince años me dijo Platón".

"Borges. Bueno, estaba más ingenioso que hoy (Ríen). Claro que es un novelista, claro. Porque la filosofía es todo ficción, realmente." Borges el memorioso, conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo, ed. cit. pp. 81-82.

[9] "Correr o ser", La cifra, OC, vol. III, p. 324.

[10] Al escribir estos párrafos he tenido a la vista el libro de Javier Pérez Guerrero, La creación como asimilación a Dios, EUNSA, Pamplona, 1996.

[11] Las confesiones, XI, 14, 17.

[12] Los conjurados, OC, vol. III, 493.

[13] A título de ejemplo, cito unas líneas de Textos cautivos. Muestran ellas el buen conocimiento que Borges tiene de dicha doctrina: "Los teólogos definieron la eternidad como la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes pasados y venideros, y la juzgaron uno de los atributos de Dios" ("J.W. Dunne y la eternidad", OC, vol. IV, p.399).

[14] "El instante", El otro, el mismo, OC, vol. II, p. 295.

[15] "Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible —tal vez, inevitable— ir más lejos. Para Berkeley, el tiempo es 'la sucesión de ideas que fluyen uniformemente y de las que todos los seres participan' (Principies of Human Knowledge, 98); para Hume, 'una sucesión de momentos indivisibles' (Treatise of Human Nature, 1,2,3). Sin embargo, negadas la materia y el espíritu, que son continuidades, negado también el espacio, no sé con qué derecho retendremos esa continuidad que es el tiempo. Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de cada instante presente." "Nueva refutación del tiempo", Otras inquisiciones, OC vol. II, p. 146.

[16] Confesiones, XI, 18,23.

[17] Historia de la eternidad, OC, vol. I, p. 367. Que se trata de una experiencia estética se sigue claramente de las páginas anteriores (365 ss). Otro texto interesante de "El tiempo" en Borges oral, OC, vol. IV, p. 204: "¡Qué raro pensar que de los tres tiempos en que hemos dividido el tiempo —el pasado, el presente, el futuro—, el más difícil, el más inasible, sea el presente! El presente es tan inasible como el punto. Porque si lo imaginamos sin extensión, no existe; tenemos que imaginar que el presente aparente vendría a ser un poco el pasado y un poco el porvenir."

[18] "Son los ríos", Los conjurados, OC, vol. III, p. 463

[19] "Nueva refutación del tiempo", Otras inquisiciones, OC, vol. II, p. 149

[20] "Todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal." "Nueva refutación del tiempo", Otras inquisiciones, OC, vol. II, p. 142.

[21] Sherlock Holmes", Los conjurados, OC, vol. III, p. 475.

[22] Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra. / (...) /Nos ha dejado espléndidas metáforas /y una doctrina del perdón que puede /anular el pasado. (Esa sentencia / la escribió un irlandés en una cárcel.). "Cristo en la Cruz ", Los conjurados, OC, vol. III, p. 457.

[23] "Los manuales de teología no se demoran con dedicación especial en la eternidad. Se reducen a prevenir que es la intuición contemporánea y total de todas las fracciones del tiempo, y a fatigar las Escrituras hebreas en pos de fraudulentas confirmaciones (...)". Historia de la eternidad, OC, vol. I, p. 361. Me llama la atención el poco caso que Borges hace de un texto evangélico verdaderamente enigmático, donde Jesús afirma su eternidad: "Antes de que Abraham fuese, yo soy ". Versículo que no requiere ser forzado para mostrar que el Verbo "no era" antes de Abraham, es decir, el Verbo es eterno, entendida la eternidad como ausencia de distensión temporal imperfecta. El Verbo es Dios y por tanto existe con el ser propio de Yahvé: "Yo soy el que soy " (Ex. III, 14). Texto que Borges piensa que la teología cristiana no interpreta adecuadamente. No obstante, el mismo Borges cita un versículo del Apocalipsis (X,6): "y juro por Aquél que vivirá para siempre, que ha creado el cielo y las cosas que en él están, y la mar y las cosas que en él están, que el tiempo dejará de ser", sin explotarlo adecuadamente y —lo que me parece una injusticia— sin reconocer que algunos teólogos sí lo exploraron en profundidad.

[24] "Cristo en la cruz", Los conjurados, OC, vol. III, p. 457.

 

 

 

Fuente: Héctor Zagal (comp.), Ocho Ensayos sobre Borges, Publicaciones Cruz O. S.A., 1999

Remitido por Sergio Rubio Maldonado