La crisis cultural y la vida de los sacerdotes (I)
Cómo nos afecta la situación cultural
Los desafíos de la crisis cultural actual afectan también personalmente a los sacerdotes, inmersos en nuestra cultura. En este primer artículo el autor se detendrá a considerar los puntos débiles de la vida de los sacerdotes de hoy en nuestro país, y en un próximo artículo propondrá algunas pistas de acción para la formación permanente.
Veremos la situación de los sacerdotes en general en torno a cuatro grandes ejes: 1) Las tareas apostólicas; 2) La relación con Dios y la identidad sacerdotal; 3) La comunión con los demás en la parroquia y el presbiterio; 4) Las exigencias morales.
1. Las tareas apostólicas
El apostolado sentido como un peligro y un veneno
Una de las grandes preocupaciones de los curas (junto a los afectos) es el modo de vivir la actividad. Más de una vez aparece un cierto cargo de consciencia porque la actividad evangelizadora ya no es vivida con fervor y ganas. Los cansancios, los fracasos, la rutina, el temor al desgaste y a ser absorbidos, y otras dificultades ligadas a la actividad, muchas veces terminan quitando el gozo de evangelizar.
Detrás de esta problemática, está la fragmentación del mundo moderno entre la privacidad y la entrega a una misión. Por eso en la práctica, no siempre en el modo explícito de pensar, hay una dicotomía entre la actividad pastoral y los espacios personales, espirituales, íntimos. Quizás se buscan recursos espirituales para sentirse bien, para estar mejor, para resolver los problemas psicosomáticos, para descansar un poco, pero la actividad apostólica es sentida con preocupación como algo desgastante, hasta peligroso. De ahí que aparezca la tendencia a reducirla a un mínimo o a dedicarse a determinado sector de la pastoral para el cual uno se siente más seguro, más cómodo, donde es menos cuestionado o interpelado.
Un modo de trabajar que nos quema por dentro
Ciertas exigencias pastorales, que son permanentes, se viven a la defensiva, como cuando alguien dice: "padre, ¿confiesa?", o "padre, usted y yo tenemos que tener una larga conversación", o "padre, llaman urgente por un enfermo grave", o "padre, no se olvide lo que tenemos pendiente", o "padre, aquí lo necesitamos".
Pero al existir una permanente tensión defensiva, la actividad cansa más de lo razonable, y ya no se vive como respuesta al amor de Dios que convoca a la misión, sino como un peligro para la propia realización. Más que la tarea en sí misma, lo que desgasta y agota es la resistencia interna –ante personas, tareas o imprevistos– que quema a la persona. El problema es que la resistencia de los curas jóvenes y su contracción al trabajo durante un tiempo prolongado son ciertamente más bajas que en algunas profesiones muy exigentes. Pensemos por ejemplo en un médico que atiende muchas horas en un consultorio a personas que le exigen eficiencia y consuelo, luego tiene que visitar a los internados, además de ocuparse de su casa y de su familia.
¡Por fin libre!
Suele haber un cuidado excesivo de la privacidad: "Yo tengo mis espacios personales, privados, donde puedo respirar tranquilo, sin que me exijan cosas, me cuestionen o me absorban". Pero a veces esos espacios privados pasan a ser los más importantes. Evidentemente, la variedad de la tarea pastoral lo interpela a uno permanentemente, le exige revisar sus esquemas, le obliga a adaptarse a otras situaciones y necesidades, y por lo tanto aparece como una permanente amenaza para la propia privacidad, donde uno elige libremente. Por eso, para muchos curas, el momento en que acaba la actividad apostólica y pueden salir a la calle, irse, o simplemente refugiarse en su casa, en Internet o en la TV, se produce un gran alivio: "aquí soy yo, aquí decido nada más que yo, aquí hago lo que quiero". Entonces, la entrega apostólica, la misión, deja de ser "lo que yo quiero" y pasa a ser una función pasajera, que se trata de realizar bien, pero en un tiempo limitado y controlado por uno. Sin embargo, hoy los momentos de privacidad están lejos de brindar la satisfacción y la realización personal soñada. Hay un problema con el tiempo y el propio control de ese tiempo, que, al convertirse en obsesión, no permite vivir bien el momento presente. A ese momento se lo imagina como algo absoluto, que debería brindar una plenitud ilimitada. Por eso, uno siente que nunca está gozando lo suficiente, brota la ansiedad por conseguir lo que no tiene, y en definitiva se carga con la culpa de no ser feliz. No se trata entonces de la sana capacidad de vivir el presente, adaptándose a él con realismo y sencillez, sino de exigirle al momento lo que no puede dar. En esa situación, tener que volver a sacrificarse en una actividad apostólica, que en el fondo no es deseada, provoca una nueva angustia.
Del superclérigo al fugitivo
Algunos mencionan que los curas son hiperactivos y que eso es un obstáculo para una vida sosegada y una búsqueda auténtica de Dios. Estoy de acuerdo sólo en parte. ¿Por qué? Si bien hay un sector de sacerdotes que de hecho lo son, por temperamento o por cuestiones no resueltas que derivan en una búsqueda obsesiva de éxitos pastorales, lo cierto es que muchos pasan de la hiperactividad a la desilusión o al cansancio abúlico (acedia), y entonces reducen su tarea al mínimo o a lo que les brinda satisfacciones inmediatas, descuidando otras tareas. Esto sucede cada vez más tempranamente.
Como mecanismo de defensa, aparecen diversas formas de escapar de la parroquia: los viajes, algunas peregrinaciones, supuestas tareas u opciones supraparroquiales, encuentros; buscar refugio en una familia o en un grupo acogedor como el seno materno, a veces hasta irse a estudiar. Pero irse.
Se advierte que el problema no es siempre el exceso de actividades sino las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad de la acción misma, sin una adecuada preparación, sin un orden y una selección prudente de acuerdo a la jerarquía objetiva de las tareas, sin libertad interior. Por eso las tareas cansan más de lo razonable, ya que no se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho, y en definitiva no aceptado. Ese cansancio enfermizo no requiere sólo pequeños espacios de reposo y esparcimiento, sino cada vez mayores tiempos de autonomía.
2. La relación con Dios y la identidad sacerdotal
¡No me hablen de esas cosas!
Junto con la separación entre privacidad y actividad, hay otra escisión excesiva entre lo sagrado y lo mundano. Se puede pasar de una predicación donde Dios es todo, a buscar un grupo de amigos donde jamás se lo mencione y donde el mismo sacerdote prefiere que el tema religioso no aparezca.
¿Quién soy?
Por esta esquizofrenia pueden coexistir dos cosas: Un rechazo del mundo, un lamento ante el fenómeno de la secularización y los ataques a la Iglesia, un espíritu religioso que se siente amenazado, etcétera. Pero por otra parte, una tendencia casi inconsciente a amoldarse al mundo, a tener todo lo que los demás tienen, a vestir a la moda, a viajar donde nadie lo identifique como sacerdote, a no perderse nada de lo que la modernidad ofrece, en una especie de obsesión por ser como todos. Esta obsesión, que es un modo de aplazar la propia conversión, también es altamente desgastante, porque se trata de escapar de aquello que precisamente me otorga una identidad que le da sentido a la actividad, y sin la cual las tareas se vuelven forzadas.
Aquí aparece la dicotomía más peligrosa, porque afecta al ser personal: es la separación entre identidad personal y misión religiosa. La misión que Dios confía no termina de marcar a fondo la identidad personal. Entonces, yo soy por una parte sacerdote, hombre de Dios y de lo sagrado, y hombre para los demás, y por otra parte soy yo mismo, este ser humano concreto con sus necesidades, nostalgias y sueños. No se fusionan ambas cosas en la unidad personal. Por eso puede suceder que a la hora de plantearse una eventual deserción, el sacerdote destaque sólo que su actividad es reemplazable, sin plantearse lo que eso significa para el sentido personal de su vida.
La formación religiosa que damos hoy ayuda a descubrir las exigencias sociales del Evangelio, pero todavía no ayuda tanto a percibir la unidad de las exigencias de la misión, por una parte, y la amistad personal con Dios o el sentido último de la propia existencia, por otra parte. Es esta unidad real y afectiva la que falla.
Ojo que yo no soy sólo cura
En esta línea, en algunos curas aparece el deseo de estudiar alguna otra carrera (psicología, sociología, periodismo, literatura) para mostrarle a la sociedad que ellos no se reducen sólo a cosas ligadas a la religión y que también son competentes en otras cosas. Subyace un fuerte complejo de inferioridad, que se deja contagiar por el escepticismo de ciertos sectores, y muy presente en los medios de comunicación. Si no estudia otra carrera, quizás encauce de otro modo esta obsesión por demostrar que él es capaz de algo más que el ministerio: tratando de sobresalir en el deporte, tocando algún instrumento, y hasta bailando. Esta obsesión lleva muchas veces a dedicarle más tiempo a estas cosas que al ministerio sacerdotal.
Otros, cediendo a la moda de las prácticas orientales, se dedican a estudiar, ejercitar y explicar ciertos consejos propios del budismo o de otras religiones, olvidando que el cristianismo tiene una inmensa riqueza para ofrecer, de la cual ellos son depositarios.
El padre Rafael Tello, poco tiempo antes de morir, me hizo notar otra manifestación de esta misma obsesión: hay curas que se dedican fundamentalmente a la asistencia social, pero no tanto por un genuino amor a los pobres, sino porque advierten que los sectores ilustrados más secularizados valoran que el cura se dedique a esa tarea, sin plantear cuestiones religiosas ni transmitir un mensaje trascendente.
Son diversos mecanismos que, detrás de la apariencia de un diálogo con el mundo, implican un miedo y una renuncia a ser identificados como personas consagradas.
Más subjetivismo que interioridad
Hay, al mismo tiempo, un permanente autoanálisis, una creciente introspección, que no implica tanto revisar la propia respuesta a Dios en la oración, sino escrutar quién soy, si soy feliz o no lo soy, si me dan afecto o no, etcétera. Más que de una profunda interioridad, se trata de un marcado subjetivismo egocéntrico. El sueño de responder al amor de Dios con toda la vida se somete a la necesidad imperiosa de disfrutar la vida mientras sea posible. El lado positivo es que los curas jóvenes son más abiertos y espontáneos para hablar de sus angustias y dificultades internas.
Nostalgia sin consecuencias
En general hay en los sacerdotes una nostalgia espiritual, un deseo de un encuentro con Dios más profundo y más íntimo y una capacidad de disfrutar ciertas propuestas espirituales más existenciales. No obstante, esto pocas veces se traduce en un compromiso concreto y estable con la oración personal. Esta búsqueda a veces se confunde con los espacios de privacidad, que de hecho se usan más para la televisión o para Internet que para el trato personal con Dios.
3. La comunión con los otros
Estas consideraciones complementan lo dicho sobre la actividad pastoral, desde la perspectiva de las relaciones humanas:
¿Con quiénes me junto?
El posmoderno es un ser centrado en sus necesidades inmediatas y frecuentemente insatisfecho con sus relaciones humanas. El cura también tiende a desarrollar ese estilo de vida individualista que le lleva a escapar de la comunión con los que sufren. El contacto con los pobres y los sufrientes podría permitirle al cura no exacerbar sus propias insatisfacciones y le ayudaría a relativizar sus necesidades de confort, descanso, esparcimiento y reconocimiento. El problema es que los desafíos del mundo de la pobreza, la exclusión y el sufrimiento parecen superar a los sacerdotes de tal manera, que como no pueden resolver todos los problemas de los demás, finalmente cauterizan sus consciencias, escapan, y optan por un mínimo indispensable, o reducen su relación por los pobres a lo discursivo, cuando no terminan culpando alegremente a los pobres de sus propios males.
También el contacto con las familias le permite al sacerdote recuperar el realismo, conectándose con los problemas reales de la gente. De este modo puede descubrir que sus renuncias e insatisfacciones a veces palidecen al lado de las preocupaciones y cansancios de un padre y esposo. Pero la opción por las familias a veces se reduce a un círculo pequeño y cerrado de hogares, con gente linda y agradable donde el cura se siente cómodo.
Que no me "jodan"
Hay además una tendencia no teórica sino práctica a nuevas formas de clericalismo: los Consejos pastorales son más formales que reales porque no se fomenta que sean un espacio de participación creativa en las decisiones. Generalmente se evita que estén integrados por personas que puedan contradecir al cura o complicarle la existencia. Los Consejos parroquiales de asuntos económicos –y sus balances– muchas veces son dibujados. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que el cura necesite resultados rápidos y fáciles y que no se tolere lo que signifique alguna contradicción, una revisión de sus propuestas, o un replanteo de lo que él ha decidido. Esto no favorece un verdadero trabajo en equipo.
Por otra parte es cierto que hoy también es un desafío mantener una vida parroquial rica y variada, que pueda estimular y desafiar al mismo cura, porque es más difícil encontrar personas con tiempo y disponibilidad para comprometerse de modo estable en alguna tarea parroquial. Cuesta hasta conseguir catequistas suficientes y muchas veces hay que acudir a adolescentes.
El malsano individualismo pastoral
Pero tampoco basta una parroquia viva, rica en ministerios y funciones laicales variadas, sin una pastoral diocesana orgánica e integradora, porque la parroquia puede convertirse en un coto privado, que brinda seguridades y caricias para el ego y alimenta el ensimismamiento y el cuidado enfermizo de la propia autonomía. Hay un individualismo personal, pero también un individualismo "pastoral", traducido en los curas mayores y también en los jóvenes en diversas formas de "caciquismo" que prescinde de los pares. En algunos casos, la falta de un contacto frecuente con los otros curas no le permite a los sacerdotes alimentar su sentido eclesial y trascender los límites de sus logros parroquiales y sus proyectos personales, o quizás de su pereza. Esto implica un aislamiento malsano, en el cual es posible que el cura pierda perspectivas y se deje llevar más fácilmente por las malas inclinaciones.
No se ha asumido todavía una cuestión fuertemente acentuada en Pastores Dabo Vobis 17, donde se nos recuerda que el propio ministerio tiene una "radical forma comunitaria" y es una "tarea colectiva". Entonces ya no puede ser entendido como en otras épocas. Esto implica aceptar que la propia identidad está profundamente marcada por esta forma comunitaria que hace que yo no pueda pensar ni vivir adecuadamente mi sacerdocio sin el presbiterio. Por eso, este desafío de la comunión debería llegar a interpelar el modo de relacionarse del sacerdote concretamente con el obispo, con el vicario, con los vecinos y con el presbiterio en general. Entiéndanse aquí relaciones personales y también pastorales, porque puede existir una capacidad de relacionarse con afabilidad y un gusto por sostener largas conversaciones, y al mismo tiempo una incapacidad para insertarse en un proyecto verdaderamente comunitario. Puede suceder, por ejemplo, que tres sacerdotes convivan respetuosa y amablemente en una parroquia, y que tengan también conversaciones íntimas, pero cada uno con su propio proyecto pastoral, debido a una suerte de "negociación" tácita que le permite a cada uno hacer su vida sin interferencias.
Sin embargo, hay un punto de partida, porque de hecho una de las grandes preocupaciones de muchos sacerdotes, constatada en diversas encuestas, tiene que ver con las relaciones: Todo lo que tiene que ver con la fraternidad, la amistad, los afectos, la comunión y sus dificultades, y la angustia de la soledad. En esta misma línea suele aparecer el deseo de mayor comunión diocesana, y de una cercanía con el obispo.
4. Las exigencias morales
Buenos diagnósticos, menos creatividad
Sabemos que estamos en un cambio de época que exige a los sacerdotes diálogo con la cultura, una escucha de las inquietudes legítimas que hay también detrás de los errores, y una sensibilidad y astucia pastoral para evangelizar las nuevas tendencias culturales, atreviéndose a intentar nuevos caminos. Generalmente los curas hacen un buen diagnóstico de los peligros de la cultura actual, pero no avanzan demasiado en el diálogo con esa cultura y en nuevas propuestas evangelizadoras. Porque sabemos más lo que se ha muerto, lo que acabó, pero no percibimos tan claramente las posibilidades nuevas que se nos ofrecen y la novedad que podría reemplazar lo que se vino abajo. Es cierto que el Evangelio es siempre novedoso y que tiene una respuesta para todas las épocas, pero también es cierto que requiere encarnarse de diversas formas de acuerdo a las necesidades propias de cada momento.
Individualismo quejoso
Además, como no se cree ni se confía mucho en nada, ya no hay utopías sociales apasionantes por las cuales la persona daría la vida, porque el posmoderno no quiere tener muchos problemas ni quiere poner en riesgo sus seguridades, sus ingresos, sus comodidades, sus espacios personales. Por eso, esta mentalidad, en la práctica, más que acciones produce quejas, lamentos y críticas ácidas a las instituciones. Tiene una ventaja: que ya no se confía tanto en caudillos mesiánicos que traigan una solución mágica y que hay algo más de consciencia de que sólo podremos lograr algo entre todos; pero falta la decisión y la constancia para empeñarse.
Poca vigilancia
Al mismo tiempo, quizás sin advertirlo, los curas pueden dejarse contagiar en la práctica por lo peor de la cultura posmoderna. También el sacerdote tiene necesidad de revisar cuáles son los valores que lo movilizan y discernir si no se está contagiando, en la práctica, de los criterios y opciones del mundo decadente. La mayor consciencia de la propia fragilidad no siempre se corresponde con una adecuada vigilancia.
No se metan con mi vida
Entiendo que en esta amplia crisis de valores, cabe remarcar los valores comunitarios, sociales y cívicos. Precisamente, dentro de los grandes riesgos de la posmodernidad suele destacarse la acentuación de lo individual, a partir de una mala concepción de la libertad, heredera de la modernidad. El individuo es el que define lo que está bien y lo que está mal de acuerdo a lo que él considera que lo realiza como persona, sin que pesen en esta consideración criterios externos a su perspectiva. "A la hora de definir qué es lo que me hace feliz, soy yo el que decide, y no debo permitir que otros pretendan hacerlo por mí". La expresión es en sí misma aceptable, pero esconde el rechazo a dejarse interpelar por los otros.
¿Y de qué querés que hablen esos viejos?
Los documentos de la Iglesia interesan cada vez menos a la mayoría del clero, y se tiende a prescindir de ellos, porque se los considera abstractos, rígidos, parciales o alejados de la realidad. Por otra parte, los mismos curas parcializan la doctrina y la moral; es decir, hablan sobre algunos puntos que responden a sus intereses personales, sin dejarse interpelar por otras cuestiones que no caen tan bien a la propia sensibilidad o a los propios esquemas mentales. En esta misma línea, se percibe que se ha perdido una visión de conjunto. En el pluralismo exacerbado todo se fragmenta: el sentido de la vida, las convicciones, la visión de la realidad, la evangelización.
En un sector del clero, se alimenta una preferencia por todo lo que sea transgresor, diferente, cuestionador de lo establecido. Esto evidentemente se acentúa en nuestro país, donde las instituciones en general han quedado cuestionadas. Las autoridades están permanentemente bajo sospecha, y sólo en la medida en que dejen vivir o solucionen ciertos problemas, se las tolera como un mal inevitable, incluyendo a las autoridades en la Iglesia.
¿Será así la cosa?
El problema es que los curas muchas veces no saben bien qué certezas quieren alimentar y por qué quieren entregar su vida, y eso no alimenta el fervor de comunicar convicciones sólidas.
Esto se vuelve más complejo si se tiene en cuenta que hoy han caído las certezas colectivas que antes movilizaban una actividad evangelizadora entregada y entusiasta. Hoy los curas jóvenes no están del todo convencidos de que muchas de las cosas que hacen realmente sean necesarias, ni de que todo lo que enseñan sea tan cierto. Si en otra época el ideal de salvar un alma podía motivar cualquier esfuerzo e incluso el martirio, hoy parece que la propia tarea no es tan necesaria o indispensable, por lo cual se hace más fuerte la tentación de ceder al relativismo mundano y al mismo tiempo entregarse confusamente a las múltiples ofertas del mundo.
¡Otra vez ese tema!
Hay una serie de cuestiones particularmente delicadas sobre el matrimonio, la sexualidad, el control de la natalidad, etc., que tienen que ver con propuestas morales fuertemente acentuadas hoy por el Magisterio y donde el discernimiento no siempre es sencillo. Esto provoca generalmente en los sacerdotes una tensión que fácilmente puede caer en un relativismo práctico. Los desestabiliza muchísimo ser contradichos o que los demás no acepten rápidamente lo que enseñan y cuestionen lo que ellos dicen. Así como los problemas de los pobres los exceden y finalmente terminan escapando, el discernimiento acerca de estos temas los abruma, y en la práctica terminan optando por dos caminos igualmente fáciles. Uno es asimilar los criterios cómodos y el progresismo irracional, y entonces renuncian a plantear a la gente las exigencias morales. El otro camino, también facilista, es resolver todo con una rigidez absoluta sin consideraciones prudenciales de ningún tipo. Este es el camino elegido por sectores que responden a otra tendencia posmoderna: la acentuación de los fundamentalismos. Se trata de grupos sacerdotales que se refugian en formas o estilos conservadores que se identifican con la voluntad divina inmutable, sin diálogo con el mundo; que dividen a la humanidad y a la Iglesia en ángeles y demonios. Son grupos que pueden llamar la atención, porque en poco tiempo logran captar un número importante de personas y de vocaciones, pero en pocos años llegan a una meseta, ya que proponen un estilo de vida difícil de sostener para la mayoría. Pero en realidad sus fieles incondicionales insertos en estructuras católicas no llegan ni de lejos al 1% de la población. Con su estilo agresivo, cierran las puertas a la inmensa mayoría, más crítica, porque provocan en el resto una cerrazón mayor hacia las propuestas de la Iglesia. Ellos, por su parte, acusarán a sus opositores de ciegos y secularistas. Así se produce un círculo vicioso difícil de romper.
Pero es comprensible que se produzcan tanto reacciones relativistas como fundamentalistas. Porque es cierto que estas cuestiones morales, tan poco respetadas en el mundo de hoy, sólo pueden ser planteadas adecuadamente en determinado contexto y con una serie de presupuestos, ya que de otro modo no son inmediatamente comprensibles. Dado que frecuentemente son ridiculizados por los medios, quizás sean los temas que más humillación produzcan en muchos sacerdotes. Por eso se han vuelto un importante desafío que exige profundizar mejor en las razones cristianas y humanistas de las propuestas morales de la Iglesia.
"Haceme gozar"
Las confusiones se dan también en el orden de la afectividad. Hay una gran ingenuidad que a veces tiende a reducir las causas de los problemas a los condicionamientos psicológicos que exculpan, y olvida que siempre es necesaria una cuidadosa prudencia, la previsión y ciertas renuncias cotidianas, no menos que lo que se pide a una persona casada, muchas veces sometida a la tentación de la infidelidad. Son frecuentes las actitudes permisivas y el consumo de estímulos, que a su vez llevan a cierta ambigüedad en el intercambio con otros. Es ingenuo, porque olvida que una gratificación lleva a necesitar más. Cualquier sexólogo lo dice claramente cuando da consejos a las parejas que sufren una disminución de la libido: una satisfacción lograda alimenta el deseo de más. Produce un alivio momentáneo, una descarga pasajera, pero por debajo el deseo queda estimulado. Y la repetición arraiga el deseo y la necesidad de satisfacerlo. Por lo tanto, mientras más estímulos más deseo, y consiguientemente, ante la dificultad para satisfacerlo, más insatisfacción y más tristeza. Esto se agrava porque hoy es frecuente que las mujeres se presten a relaciones ocasionales y desinhibidas, sin exigirle al cura el abandono del ministerio.
Pero no hay que olvidar que algo análogo sucede cuando el ideal del servicio se convierte en apetencia de poder o en una necesidad narcisista de reconocimiento.
Un mundo de sensaciones
Los curas, más allá de su forma de pensar, también son afectados por una característica de estos tiempos: en la verdad íntima de lo que moviliza realmente a cada uno, y más allá de lo que de hecho predican, lo sensible se vive como más importante que el razonamiento, que la decisión o el esfuerzo, que la educación de la voluntad y de las pasiones. Y no podemos negar que para quien tiene como principal propósito real la satisfacción de sus deseos inmediatos, es muy difícil sacrificarse por otros o no ceder a la tentación de la corrupción –en sus variadas formas– para poder cubrir sus necesidades. El placer, la distensión y la necesidad de reconocimiento, parecen tener prioridad absoluta –no en el razonamiento sino en los hechos– por sobre el esfuerzo, la entrega y el discernimiento sobre lo que conviene hacer. Aunque es verdad que en muchos casos no faltan ese esfuerzo y esa entrega, frecuentemente se viven con una tensión negativa. Esto a la larga no es fuente de mayor satisfacción, porque mutila a la persona privándola de los gozos más nobles.
Todas estas tendencias de la vida sacerdotal, íntimamente ligadas a las tendencias culturales imperantes, de algún modo están presentes en todos nosotros. El primer paso es reconocerlo, porque pretender disfrazarlo u ocultarlo no hace más que dejar vía libre en nuestra intimidad para que se desarrollen sin control. En un próximo artículo veremos algunas líneas de acción que nos permitan ayudarnos unos a otros en nuestras diócesis y decanatos, de manera que estas inclinaciones no nos impidan vivir un ministerio sano, feliz y generoso.
La crisis cultural y la vida de los sacerdotes II
Cómo ayudarnos con una formación permanente en las diócesis, decanatos y comunidades.
En la presente nota, el autor aborda algunas pistas para pensar cómo trabajar en las diócesis y decanatos (o en las comunidades religiosas) y a dónde apuntar en la búsqueda de soluciones comunitarias, en orden a alimentar un ministerio sacerdotal más vivo, fervoroso, sereno y feliz.
Alentar la pastoral ordinaria
Caminos para vivir mejor el presente
En primer lugar se trata de ayudar a encontrar a Dios en lo cotidiano, en la tarea ordinaria, y de gustarla. Esto puede hacerse en las reuniones de decanato o en los grupos sacerdotales, motivándonos a través de lecturas, comentarios, debates, subsidios y otros medios, que permitan desarrollar mejor las siguientes convicciones:
a) El profundo valor a la entrega de cada día. Ayudar a ver que si bien la propia tarea no resuelve todos los problemas, dedicarse sinceramente a ayudar a algunos pocos a vivir con más dignidad en una problemática determinada ya justifica la entrega de la propia vida. Así se puede contrarrestar el escepticismo actual, que nos dice que todo es lo mismo, que no se puede cambiar nada, y por lo tanto que no vale la pena sacrificarse.
b) Conviene acentuar de diversas maneras que tenemos un tesoro que ofrecer y no caben sentimientos de inferioridad. Para ello hace falta crear el hábito de estimularnos unos a otros permanentemente en orden a recordar esto, y no regodearnos tanto en críticas infecundas a la Iglesia o al mundo.
c) Al mismo tiempo, desarrollar un sentido de misterio ante los fracasos y la ansiedad. Dios no falla cuando sus elegidos son dóciles y se entregan con confianza, y produce sus frutos más allá de lo constatable.
Hablar sobre el modo de vivir las tareas
Conversar a veces en las reuniones acerca de las dificultades en las tareas, los cansancios, las tensiones, ayudarnos entre nosotros a discernir mejor las tareas necesarias, y seleccionarlas adecuadamente para poder centrarnos en lo esencial (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 31) y vivir más humanamente y más profundamente el ministerio.
Capacitación
Esta es una cuestión clave. Se trata de capacitar mejor, sea en el decanato o en el presbiterio en general, para las cuatro tareas básicas de esa pastoral ordinaria sacerdotal: la predicación, la dirección y consejo espiritual, la Liturgia, la conducción y organización de la parroquia. Para ello sería necesario también que los seminarios y los equipos de formación permanente se esmeraran más directamente en esta empresa. Haría falta, por un lado, dar mejor orientación práctica a las materias del seminario: pastorales, morales, espiritualidad, derecho (pero también orientar pastoralmente las más especulativas); pero por otra parte, se vuelve indispensable dedicar más espacio a esto en la formación permanente, a través de talleres, cursos, jornadas. También en las reuniones, leyendo y comentando algún material práctico. Últimamente se han publicado muchos subsidios acerca de estas tareas, que podrían aprovecharse, sin necesidad de buscar especialistas.
¿Por qué es algo clave? Porque sin capacitación hay mucha inseguridad, sentimiento de culpa, y se termina escapando de las tareas y sufriendo mucho el apostolado. Y eso es una bomba de tiempo.
Además de la capacitación práctica, hay que capacitarse para aprender a enfrentar las nuevas dificultades psicológicas ante determinadas tareas: se generaliza una falta de resistencia ante las contrariedades o el sentirse muy afectados por no poder dar soluciones, o una resistencia interior ante los imprevistos o los reclamos de tiempo de la gente.
En esta misma línea, además de organizar mejor la formación permanente en cada diócesis, aprovechar las valiosas ofertas del Secretariado para la formación permanente de la Conferencia episcopal argentina: los talleres para párrocos y el curso de formación permanente ofrecen una formación práctica.
Preparar un laicado más estimulante
También hay que tener en cuenta que hay un valioso estímulo y un sano control para el sacerdote en una vida comunitaria rica en carismas y ministerios, con laicos que tengan cierta autoridad, crecimiento y creatividad pastoral, y un lugar como para opinar y dialogar con el cura. Así se pueden evitar esos círculos reducidos que, cuando dejan de apoyarlo, dejan al cura a la deriva. La mayor amplitud pastoral es siempre mucho más sana y brinda mayor contención, riqueza y estímulo pastoral, que evita que el cura se estanque o se cierre en sus esquemas personales. Por otra parte, fomentando la variedad y riqueza de carismas y ministerios, el cura puede dedicarse más a lo que es específico de su ministerio, prepararlo mejor y vivirlo mejor. Esto requiere desarrollar el hábito –y dedicar parte de su tiempo a ello– de fomentar y alentar la diversidad de servicios laicales, esperando con paciencia que vayan adquiriendo experiencia y mayor competencia. Así se prepara una vida sacerdotal más bella y mejor vivida.
Desde los decanatos se pueden hacer tres cosas muy importantes al respecto:
a) Revisar cada tanto en el decanato el trabajo de las parroquias con los laicos.
b) En esta misma línea, estimular a los párrocos a que manden laicos a las instancias diocesanas y nacionales de formación de laicos, cursos, jornadas, etcétera.
c) Organizar por decanatos algunas ofertas para la formación teológica, espiritual y pastoral de los laicos.
Buscar una pastoral diocesana más orgánica
Un proyecto que congregue y entusiasme
También es importante destacar el valor de los lazos de comunión pastoral. Pero no sólo por su importancia pastoral práctica. Para quien vive en el mundo, la concupiscencia (que tiende a volverse búsqueda enfermiza de sí) sólo se domina en comunidad. Hoy la privacidad se ha vuelto muy riesgosa: en la soledad vivida como aislamiento se corre el riego de perder el sentido de lo bueno y de alimentar las inclinaciones más inconvenientes y egoístas y los criterios personales más subjetivistas.
Por consiguiente, se vuelve indispensable una pastoral orgánica diocesana, que ayudaría también a un mayor sentido de pertenencia a la Iglesia particular. Parece clave que cada diócesis tenga un proyecto atractivo y convincente, que congregue, entusiasme, apasione como búsqueda común, que estimule las ganas de trabajar juntos por algo que vale la pena, y que implique instancias comunitarias de discernimiento, aplicación, búsqueda, evaluación y celebración. Esto supera a los decanatos, pero les compete su aplicación práctica, sin la cual los planes se enfrían o quedan en la nada. Una forma de boicotear los planes diocesanos es ignorarlos en los decanatos.
Sinceridad y realismo
A veces los planes diocesanos o los proyectos decanales no entusiasman mucho, no parecen un verdadero sueño comunitario. Si el plan no convence, hay que cambiarlo, o hay que cambiar el modo de aplicarlo, no tolerarlo. Con los planes nos pasa a veces que los criticamos, pero a la hora de hacerlos no ponemos el alma. La consecuencia es que no nos movilizan, y eso es una forma fácil de escapar del ejercicio comunitario del ministerio y seguir optando por un ministerio individualista. Hace falta, entonces, encarar con sinceridad y realismo la situación de los curas antes el proyecto diocesano o las líneas pastorales propuestas, en orden a reconocer de dónde partimos y encarar una revisión comunitaria.
La necesaria ascesis de la pastoral orgánica
Aquí hay que estar atentos a un mecanismo muy común: si al preparar o evaluar un plan diocesano cada uno piensa en su pequeña quinta, es imposible hacer un proyecto común: Si yo me dedico a la catequesis o me siento capacitado para eso, voy a pretender un plan centrado en la catequesis, porque si no, no me entusiasma. Si yo me dedico a la formación espiritual, voy a querer un plan donde eso sea el centro, si no, no cuenten conmigo. Si es así, deja de ser un proyecto comunitario. Tiene que ser un proyecto donde cada uno ponga sinceramente sus convicciones más profundas, pero dejándolas transformar por los otros, y acepte dialogar hasta que surja una síntesis común, algo que pueda motivar, atraer, convencer y movilizar a todos.
Alimentar el espíritu comunitario
Pero esto supone necesariamente desarrollar un espíritu comunitario. ¿Cómo? Incorporando este tema en retiros del decanato, o en momentos de oración dentro de las reuniones.
Aquí es indispensable estimular un trabajo personal en la oración y en el empeño cotidiano para adquirir y sostener una pasión comunitaria, el sueño de trabajar y luchar con los otros. Si eso no es algo que me movilice internamente, que se haya vuelto una pasión interna, lo comunitario será siempre un peso que hay que tolerar. Es decir, si cada uno no cultiva permanentemente una espiritualidad de comunión, un profundo espíritu comunitario, un plan excelente no creará una sólida pastoral orgánica que verdaderamente integre a los curas.
Estas instancias de oración y reflexión, a través de subsidios, meditaciones y propuestas variadas, tendrían que ayudar a reconocer que la espiritualidad de comunión implica renunciar al sueño de una comunión con personas agradables, que respondan a mi modo de ser y de sentir y que no me contradigan. Eso suele ser un consumismo más, marcadamente inmaduro. Los grupos de amigos tendrán su espacio, pero ese no es todavía un sueño comunitario por el cual dar la vida. La comunión se sueña, se busca, se cultiva y se amasa con estos que Dios me puso cerca, distintos, desafiantes, poco interesantes. Con ellos y por ellos yo doy la vida en un sueño comunitario, lucho cada día para vencer el mal con el bien, abro el corazón y la mente para dejarme interpelar y doy lo mejor de mí. Siempre aparecerán las tentaciones del resentimiento, del espíritu de mártir, de la competencia entre nosotros, del aislamiento rencoroso. Esas son las verdaderas tentaciones "dia-bólicas" que nos destruyen. Mejor dialogar, enfrentar, hacer pensar, y dejarme interpelar, pulir, cambiar, como exhortaba San Pablo: "Vence el mal con el bien". "No te canses de ser bueno". Siempre es un buen camino relativizar los propios rencores, buscarle excusas al otro, vivir los contrasentidos como una unión fecunda con Cristo en la pasión, etcétera. Se trata de aplicar a nuestra propia vida eso que aconsejamos a los otros, eso que nosotros predicamos, eso mismo que le decimos a las familias para que no se desintegren. Eso es lo que también nosotros estamos llamados a desarrollar con honestidad en esta época que nos toca vivir. Y esto es Evangelio puro ("vayan de dos en dos…, donde dos o tres se reúnen en mi nombre…, que todos sean uno…").
Para que la pastoral orgánica no sea sólo un compromiso forzado, sino un empeño feliz y efectivo, es indispensable fomentar y cultivar esta "espiritualidad de comunión", replanteando la espiritualidad desde sus raíces y acercándola mejor a la santificación comunitaria propia del sacerdote diocesano. Es desarrollar una mística que impulse desde adentro hacia la comunión diocesana, que alimente una pasión por el trabajo en común, como la que pudieron infundir los grandes santos a sus comunidades. Se trata del dinamismo del Espíritu que no se queda en la íntima relación con Dios, sino que impregna el modo de relacionarse con los demás. Juan Pablo II dice que una espiritualidad de comunión es "capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad" (Novo Millennio Ineunte, 43). También "es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente las cargas de los otros (ver Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias" (Novo Millennio Ineunte, 43).
Tanto las inquietudes afectivas como las preocupaciones pastorales de los curas, podrían hallar una respuesta si se viviera bien una pastoral orgánica, que cree un gran sentido de amistad, de equipo pastoral, de sueño comunitario, de pasión compartida que nos haga gustar lo que es caminar y trabajar codo a codo, juntos, verdaderamente solidarios. Sería una forma de ser cura y de trabajar que haga que ya no nos sintamos solos, porque sabemos que los demás siempre le darán prioridad a darme una mano, más que a sus logros individuales; porque sabré que si yo fracaso, hay otro que tiene mi mismo sueño, y a él le va bien; porque sé que si yo por el momento estoy caído, hay otro que está de pie luchando por el mismo proyecto, y me espera.
Además, a la larga, esto siempre es más eficaz que los logros individuales inmediatos y llamativos. Dejaremos huellas en este mundo, y en nuestra tierra, si logramos dar la vida por este gran amor: caminar juntos, como hombres de Dios para los demás, con un sueño compartido. Porque la vida de una persona, o es la historia de un gran amor, o es la historia de miles de intentos por sobrevivir sin ese gran amor. Y la vida de una comunidad fecunda, en definitiva, es la historia de un gran amor compartido. Así se refleja pastoralmente el misterio de comunión de la Trinidad.
Acompañamiento espiritual integral
"Ad maiorem Dei gloriam"
Siempre es necesario alimentar la búsqueda de la gloria de Dios, como sentido último de la vida, para que el cura pueda asumirse como hombre de Dios para los demás y aceptar profundamente esta identidad. Esto implica motivar al amor a Dios por sobre todas las cosas, que aun en la posmodernidad sigue siendo el primer mandamiento. El rechazo de los espiritualismos puede haber llevado a un humanismo poco religioso, también en los curas.
En esta línea es indispensable evitar una confusión frecuente: no es un poquito de cada cosa, sino toda el alma en la búsqueda de Dios y toda el alma en el compromiso comunitario y social. Es la entrega a Dios en la entrega a los demás. Viviendo esta síntesis, las dos cosas se potencian la una a la otra.
Esto supone elaborar un camino espiritual pedagógico que sostenga y desarrolle el gusto por las cosas de Dios, de manera que el sacerdocio marque completamente la propia identidad. Es volver a proponer constantemente la santidad como ideal de vida, evitando con sumo cuidado nuevos dualismos.
Una espiritualidad conectada con la misión
Pero en este punto hay que ser realistas y reconocer que las crisis y la desgana no se resuelven sólo con un retiro donde uno se encuentre con Dios. Un camino pedagógico debería ayudar a unir más la privacidad y la actividad (identificación con la misión, asumirse como hombre de Dios para los demás). Para ello habría que procurar siempre que los espacios de espiritualidad partan de la misión y se ordenen a ella, desarrollando una mística de la acción y de la disponibilidad. Esto no se logra con meros imperativos, sino con permanentes motivaciones, estímulos, reflexión y consejo cercano.
Aportes prácticos
¿Qué puede hacer un decano al respecto? Creo que podría aportar tres cosas:
a) En primer lugar, asegurarse de que en el modo de plantear algunas cuestiones en el decanato se superen estos dualismos.
b) Conversar con los sacerdotes que dirigen o acompañan espiritualmente a los curas del decanato, en orden a proponerles este camino más integrador, y aportarles subsidios útiles al respecto.
c) También podría plantarse esta espiritualidad más integradora a nivel diocesano, en algunos encuentros con los sacerdotes que dirigen o confiesan curas. Quizá formando un equipo de directores espirituales. Así se evitaría reducir la dirección espiritual a un espacio de descarga, de consuelo, o de confesiones rápidas, sin la propuesta y el seguimiento de un camino espiritual.
El seguimiento de la calidad humana y espiritual de las tareas
Aquí estamos ante otra cuestión clave. Tanto desde el fuero interno como de diversas maneras desde la labor decanal, y en diálogo con los equipos de formación inicial y permanente, habría que procurar que en el seminario y en la formación permanente haya un continuo seguimiento de la "calidad" humana y espiritual de la actividad pastoral, y que cada uno se habitúe a realizar esta evaluación periódica; es decir, un seguimiento del modo como son vividas las distintas tareas y la actividad en general. Esto no es secundario, y exige una atención permanente. Es clave para prevenir las crisis ocasionadas por el cansancio, la desilusión o el desencanto pastoral. La santificación en el ejercicio del ministerio, que supone un ministerio con calidad espiritual y humana, no es menos exigente que la vida monástica; y requiere un camino largo y paciente, tan complejo y difícil como aprender a orar.
Así se podrá ayudar a reconocer a tiempo y a revertir las patologías de la actividad que comienzan a presentarse en su tarea pastoral: sus ansiedades, sus obsesiones, su impaciencia; los mecanismos del idealismo, la búsqueda enfermiza de esparcimiento, las fobias sociales, los controles excesivos, etcétera. Al detectarlas, se puede revisar con él las motivaciones reales y profundas de su actividad y así poder modificarlas a tiempo. Posiblemente, en algunos casos, se requiera la ayuda de una buena terapia.
Formación para el celibato
En lo que se refiere al celibato, en el país hay varios equipos que unen muy bien psicología y espiritualidad. Además, a través de los encuentros nacionales de sacerdotes y de los cursos que ofrece el Secretariado de formación permanente, se ofrece un buen aporte en esta línea. Podrían aprovechar estas instancias tanto los curas como los directores espirituales.
Un itinerario gradual
Aquí se inserta también el gran criterio espiritual y pastoral de un itinerario formativo gradual. Porque las constataciones sobre las deficiencias humanas y espirituales de los sacerdotes no resuelven el problema sin un camino pedagógico que encuentre las motivaciones y puntos de partida adecuados, y sin un proceso gradual.
¿Cómo podemos ayudarnos unos a otros los curas en esta línea?
Estimular al bien aportando motivaciones
Con respecto a la necesidad de motivaciones, podemos ayudar al obispo cada vez que se le solicite algo a un cura: un cambio de vida, una nueva tarea, etcétera. ¿De qué manera? Aportándole razones, fundamentos y motivaciones a favor de aquello que se le pide. Hoy, pedir algo sin mostrar de un modo claro y atractivo el bien que se puede alcanzar con eso, es prácticamente inútil. Esto implica ayudarnos mutuamente a alimentar las motivaciones que inclinan a dedicarse con ganas a determinadas tareas, o que simplemente mueven al bien, a la generosidad, a la vida compartida, y al mismo tiempo ayudar a reconocer y despreciar los estímulos que alimentan el individualismo, la queja y el egoísmo. Muchas veces la amistad mal entendida lleva a fomentar las reacciones resentidas y a cultivar el aislamiento o el espíritu de mártir.
Ayudar a determinar los pequeños pasos para el cambio
Pero todo cambio implica también un camino gradual donde se destaca la importancia de los pequeños pasos. No es todo o nada, sino algo y de a poco. La ansiedad actual impide valorar esto y lleva a bajar los brazos. Por eso, ante la necesidad de un cambio es indispensable que cada cura descubra por sí mismo, o que los demás le ayuden a descubrirlos, los pequeños pasos a dar para lograr un objetivo que es posible. Aquí entra la formación permanente como una opción personal, internalizada por cada cura, que debe ser motivada y alentada de diversas formas. Si no, por más que haya ofertas de formación permanente, no van a producir demasiados frutos.
Establecer etapas en la formación permanente
Este criterio, que propone un itinerario "gradual" invita a considerar las dificultades y posibilidades particulares que se hacen presentes en las diversas etapas de la vida sacerdotal. Para ello es conveniente elaborar en cada diócesis algún proyecto de formación permanente que incluya objetivos y consideraciones diversas para el clero más joven, intermedio, de mediana edad, maduro y mayor. Esto no es tarea de los decanos, pero debería ser una preocupación que exista. O que exista un equipo de formación permanente que lo haga y lo siga, o asumir esta función y hacerlo entre los decanos.
El padre que orienta
A pesar del desgaste de la autoridad, que lleva a rechazar todo lo que parezca imposición, hay sin embargo una necesidad de la figura paterna que otorgue seguridad y que indique un rumbo claro. Por eso suele ser valorada una palabra del obispo pidiendo algo serio, importante, evangélico. No una palabra que se desgaste acentuando cosas secundarias y muy discutibles, o que dice una semana una cosa y otra semana algo diferente. Cuando a todo lo que se propone se le da la misma fuerza (que hay que tener monaguillos o que hay que predicar bien, que hay que tener el patio limpio o que hay que optar por los pobres y sufrientes) la exhortación no produce efecto y la palabra episcopal se desgasta. Los curas parecen necesitar que el obispo marque líneas que recuerden dónde está lo esencial, lo que nunca debe ser descuidado: el trabajo en equipo, la formación de laicos, la santidad comunitaria, la cercanía a los pobres, etcétera. Y necesitan que lo haga con fuerza, convicción y mística, pidiéndolo no sólo en general, sino en su diálogo personal con ellos.
También necesitan una palabra de aliento o de gratitud de parte del obispo o de algún delegado, o de un cura mayor, que les recuerde que lo que están haciendo vale la pena. Reciben un bombardeo permanente de mensajes que les dicen, en el nivel de la sensualidad y las emociones, que lo que hacen no es pertinente, y que hay otras cosas mucho más importantes. Las tentaciones de desaliento y la búsqueda de otras gratificaciones hoy están siempre al acecho. Por eso es indispensable una palabra paterna que ayude a valorar sus esfuerzos y su perseverancia. Pero lo mismo vale para la relación de los curas con los laicos, ya que a veces ellos no hacen con los demás lo que le reclaman al obispo para con ellos.
En esta línea de la orientación y del aliento, los decanos podrían acompañar al obispo y desarrollar una función importante, pero no acentuando ellos alguna línea pastoral paralela, sino proponiendo las líneas pastorales de la diócesis.
Para cosas más prácticas y existenciales que no puedo exponer aquí, relacionadas con estos temas, me atrevo a sugerir mis libros: "Actividad, espiritualidad y descanso" y " Teología espiritual encarnada".