Autor: P. Fernando Pascual
Fuente: Catholicnet
Creo en la misericordia divina
Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano.
Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas
verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos
presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más
importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también
una especie de frase oculta, compuesta por cinco palabras: “Creo en la
misericordia divina”. No se trata aquí de añadir una nueva frase a un Credo
que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la centralidad
del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el
universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del
hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y rezar, trabajar y
tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que
penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12).
Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos:
guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos de niños y esclavitud,
infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los
obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor,
que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el
mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el
fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón
manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es
más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación
universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de
esperanza. Repitió una y otra vez que la misericordia era más fuerte que el
pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese
devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las
misericordias.
Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de
arrojarlo lejos. “Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de
grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del
ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías” (Sal 103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con
aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un
mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma
sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el
camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos
dejó el Papa Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica “Dives in
misericordia” (Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que
existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino: “Precisamente porque
existe el pecado en el mundo, al que ´Dios amó tanto... que le dio su Hijo
unigénito´, Dios, que ´es amor´, no puede revelarse de otro modo si no es como
misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor
que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es
su patria temporal” (Dives in misericordia n. 13).
Además, Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia que
fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una devoción que está completamente
orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios
revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre
el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento
sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y
contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que
desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos
recuerda su amor: “Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías por
amor de mí y no recordar tus pecados” (Is 43,25). Creo en el Dios que dijo en
la cruz “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), y que
celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa
(Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de
los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin
cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor
(Sal 106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros
el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn 3,1).
A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que
sea siempre alabado y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza
con su amor nuestro pecado. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a
una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos
para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la
salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento” (1Pe 1,3-5).