Contar nuestros días
El cristianismo tiene algo bien distinto que ofrecer sobre el problema de la
muerte
Autor: P. Raniero Cantalamessa, OFM Cap
Fuente: www.cantalamessa.org
La
conmemoración de los fieles difuntos es la ocasión para una reflexión
existencial sobre la muerte. En la Escritura leemos esta solemne declaración:
«No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los
vivientes... Dios creó al hombre para la inmortalidad; le hizo imagen de su
misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb
1, 13-15. 2, 23-24). Comprendemos de ahí por qué la muerte suscita en nosotros
tanta repulsión. El motivo es que ésta no nos es «natural»; así como la
experimentamos en el presente orden de las cosas, hay algo ajeno a nuestra
naturaleza, fruto de la «envidia del diablo». Por eso luchamos contra ella con
todas nuestras fuerzas. Este insuprimible rechazo nuestro hacia la muerte es
la mejor prueba de que no hemos sido hechos para ella y de que no puede tener
la última palabra. Precisamente sobre esto nos aseguran las palabras de la
primera lectura de la Misa: «Las almas de los justos están en las manos de
Dios y no les alcanzará tormento alguno».
El temor a la muerte es conflicto en lo más profundo de todo ser humano. Hay
quien ha querido reconducir toda actividad humana al instinto sexual y
explicar todo con él, también el arte y la religión. Pero más poderoso que el
instinto sexual es el del rechazo a la muerte, del que la propia sexualidad no
es sino una manifestación. Si se pudiera oír el grito silencioso que brota de
la humanidad entera, se oiría un bramido tremendo: «¡No quiero morir!».
¿Por qué, entonces, invitar a los hombres a pensar en la muerte, si ya está
tan presente? Es sencillo. Porque nosotros, los hombres, hemos elegido
suprimir el pensamiento de la muerte. Fingir que no existe, o que existe sólo
para los demás, no para nosotros. Hacemos proyectos, corremos, nos exasperamos
por nada, como si en cierto momento no tuviéramos que dejar todo y partir.
Pero el pensamiento de la muerte no se deja arrinconar o suprimir con estas
pequeñas tretas. Así que no queda más que reprimirlo o huir de su gravedad con
paliativos. Los hombres nunca han dejado de buscar remedios a la muerte. Uno
de estos se llama la prole: sobrevivir en los hijos. Otro es la fama. En
nuestros días se va difundiendo un pseudo-remedio: la doctrina de la
reencarnación. La
doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe cristiana, que en su
lugar profesa la resurrección de la muerte. «Está establecido que los hombres
mueran una sola vez, y luego el juicio» (Hb 9,27). La forma en que se propone
entre nosotros, en Occidente, la reencarnación es fruto, entre otras cosas, de
un gigantesco equívoco. En su origen la reencarnación no significa un
suplemento de vida, sino de sufrimiento; no es motivo de consuelo, sino de
terror. Con ella se viene a decir al hombre: «¡Ten cuidado, que si haces el
mal, tendrás que renacer para expiarlo!». Es como decir a un encarcelado, al
final de su detención, que su pena se ha prolongado y todo debe empezar de
nuevo.
El cristianismo tiene algo bien distinto que ofrecer sobre el problema de la
muerte. Anuncia que «uno ha muerto por todos», que la muerte ha sido vencida;
ya no es un abismo que engulle todo, sino un puente que lleva a la otra vida,
la de la eternidad. Y, con todo, reflexionar sobre la muerte hace bien también
a los creyentes. Ayuda sobre todo a vivir mejor. ¿Estás angustiado por
problemas, dificultades, conflictos? Ve hacia delante, contempla estas cosas
como te parecerán en el momento de la muerte y verás cómo se redimensionan. No
se cae en la resignación ni en la inactividad; al contrario, se hacen más
cosas y se hacen mejor, porque se está más sereno y más desprendido. Contando
nuestros días, dice un salmo, se llega «a la sabiduría del corazón» (Sal
89, 12).