Andrés Torres Queiruga

 

 

 

CONFESAR HOY A JESÚS

COMO EL CRISTO

 

 

 

INDICE

 

0. Significado y estructura de la reflexión

0.1 El significado

0.2 La estructura

1. El nuevo paradigma cultural

2. Los nuevos datos acerca de Jesús

2.1 El sentido profundo del proceso

2.2 La búsqueda de la realidad humana de Jesús

2.3 La "deconstrucción" de la cristología tradicional

2.4 La radicalización actual

3. De nuevo la pregunta: "¿Quién soy yo?"

3.l No resistirse a la pregunta

3.2 No mezclar los paradigmas

4. Confesar a Jesús como el Cristo

4.1 Repetir el camino de los Apóstoles

4.2 La universalidad de Jesús

5. El misterio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios

5.1 Transición: recuperar hoy la verdad primigenia

5.2 Desde el concepto (no onto-teológico) de creación

5.3 Desde la nueva concepción de la historia y de la persona

5.4 Pro nobis: "por nuestra salvación"

 

 

 

0. Significado y estructura de la reflexión

0.1 El significado

El índice temporal en el título —confesar hoy — no es una casualidad ni un adorno secundario: apunta a un dato fundamental. Después de dos mil años de historia las mismas palabras no siempre tienen idénticas evocaciones, y los mismos conceptos pueden sugerir significados muy distintos. En todo caso, resulta obvio que confesar hoy a Jesús como el Cristo, aun sin perder la firmeza de la convicción y manteniendo toda la fuerza en la conformación de nuestras vidas, reviste dificultades intelectuales muy peculiares.

Para darse cuenta, basta con pensar en la dura dificultad e incluso en el profundo embarazo que sentimos cuando alguien nos pregunta directamente que significa eso de que "Jesús es Dios" o de que "Dios se hizo hombre". Cualquier catequista lo ha experimentado ante la ingenua pregunta de un niño; lo mismo le sucede a cualquier teólogo ante las objeciones del estudiante, del creyente preocupado; por no hablar de los casos en que la pregunta se hace con todas las armas de una filosofía crítica. Verdaderamente, no siempre resulta sencillo afrontar con limpia honestidad estos problemas, que, sin embargo, afectan a las raíces mismas de nuestra fe.

Así se comprende que muchas veces, de manera espontánea, se produzca el rechazo frontal de la misma dificultad. Bien porque la pregunta crítica se interprete como negación de la fe, tal como sucedió siempre desde los presocráticos y el mismo Sócrates, acusados de "ateos" porque intentaban liberar a los dioses de las burdas representaciones de la mitología. Bien porque se pretenda confesar la fe, negando voluntarísticamente la importancia de las dificultades. En cualquiera de las dos formas, tal rechazo puede dar la impresión de firmeza en la fe o de ortodoxia sin fisuras. En el fondo, suele ocultar el miedo ante la verdad o, lo que es peor, denota una indiferencia radical ante ella: quien cree demasiado fácilmente en todo, tal vez no crea profundamente en nada.

Cuando las dificultades son reales, el único camino verdadero es el de afrontarlas. Y cuando una fe es viva, la única manera de confesarla honestamente consiste en conjurar el peligro de su fosilización, actualizándola en cada tiempo y cultura. A propósito de nuestro problema se expresó Karl Rahner de una manera enérgica: "Solamente podemos conservar la verdad de la fe haciendo teología sobre Jesucristo y haciéndola siempre de nuevo". Tal es lo que de forma verdaderamente ejemplar viene realizando en los últimos tiempos el pensamiento cristiano, que generó una auténtica "era cristológica", con la publicación de una serie de cristologías que no tienen parangón en toda la historia del cristianismo.

Lo que aquí pretendo consiste precisamente en tratar de aprovechar la lección de ese movimiento, en su última etapa, perfilando la estructura fundamental del problema e intentando poner en claro algunas de las principales líneas de fuerza para una nueva comprensión. Creo que estamos ya en condiciones para empezar esa labor, pues a estas alturas disponemos de suficiente distancia como para entrever el perfil de la nueva figura que se anuncia, contamos con nuevos instrumentos conceptuales e incluso existe algún modelo —como la nueva compresión de la Escritura— que puede ayudar en su construcción. Aún más, pienso que este tipo de consideración resulta cada vez más indispensable, porque la misma riqueza de las investigaciones puede ahogar en el detalle y hacer perder de vista la dinámica del conjunto.

0.2 La estructura

Bien mirada, en su estructura más elemental, la cristología se mueve entre dos polos: por un lado, el impacto de un hombre concreto, Jesús de Nazaret, en apariencia como todos, que comía y bebía, que gozaba y trabajaba, que tuvo amigos y enemigos, que nació y murió; y, por otro, la interpretación de ese hombre como el Cristo, la fe en él como Hijo de Dios.

Esta estructura es la misma en el primer momento y en cada nueva época de la historia. Pero cambia necesariamente el modo de concretarse con el paso del tiempo, porque la interpretación depende siempre del contexto en que se hace, conforme a los conceptos y a los símbolos, a los problemas y a las esperanzas, a las relaciones de intercambio y de poder que están a disposición en cada etapa cultural: las palabras y la vida de Jesús reciben forzosamente una lectura distinta en una sociedad feudal y en un ambiente democrático; y el significado de su persona no puede ser el mismo en una cultura mítica y sacral que en una época técnica y secularizada. Más aún, el mismo dato de base, es decir, las noticias acerca del hombre Jesús, cambia profundamente en el proceso de la interpretación: no es lo mismo tomar al pie de la letra los Evangelios que leerlos con el instrumental de los métodos histórico-críticos o, como aquí subrayaremos, con el de la sociología y la antropología cultural.

Teniendo en cuenta esto, la marcha del discurso se ofrece por sí misma. Deberemos (1) examinar las características del nuevo paradigma que, iniciado con la Modernidad, define la cultura de nuestro tiempo y constituye el contexto de toda la cristología actual. A continuación (2) será preciso estudiar el significado de la nueva percepción del Jesús histórico, determinada por la lectura crítica de las fuentes y por el conocimiento más exacto de su contexto socio-cultural. Apoyados en los resultados anteriores será el momento de (3) reconocer con precisión y consecuencia el nuevo estado de la cuestión. Y dentro de él (4) responder de nuevo a la pregunta fundamental por el misterio de Jesús, para finalmente (5) analizar las nuevas posibilidades que se abren a la construcción de una cristología que esté a la altura de nuestro tiempo; es decir, intentar una aproximación a lo que pueden ser las líneas fundamentales de una confesión actual de Jesús como el Cristo.

 

1. El nuevo paradigma cultural

Sería tópico insistir una vez más en la radicalidad y profundidad del cambio cultural que, iniciado en el Renacimiento, florece en la Ilustración y abre la edad moderna. Comparable al tránsito del Paleolítico al Neolítico, supuso una reestructuración tan profunda de la sociedad y de la cultura occidental, que todo lo anterior queda definido como pasado y suspendido por principio en su validez. No en vano Kant definirá este tiempo como la "época de la crítica", en la que todo —desde la ciencia a la filosofía, desde la religión a la política— ha de demostrar su verdad posible ante el tribunal de la razón en su nueva etapa histórica, so pena de perder irremediablemente su legitimidad. Cambio tan profundo que, en realidad, nos mantiene todavía hoy dentro de su radio; de modo que hablar de "post-modernidad" solo aparece justificado cuando tomamos esta denominación no como el fin de la modernidad sino, más modestamente, como un episodio dentro de ella (aunque con toda seguridad muy importante, puesto que la relativiza mediante una crítica inmanente de sus excesivas pretensiones).

La cristología no escapa a esta regla, sino que la confirma de un modo particularmente intenso y elocuente. A poco que se observen los problemas verdaderamente graves que en ella nos preocupan actualmente, aparece que responden a las grandes preguntas de esa época inaugural, con sus profundas rupturas y sus agudos tanteos. Más que detenerse en consideraciones generales, interesa por tanto delimitar en lo posible aquellas características que tienen una especial incidencia en la consideración cristológica.

 

1.1 La primera está relacionada con el mito. Bultmann la puso de relieve con su programa de la "desmitificación", y ya no podemos ignorarla. En efecto, prescindiendo ahora de posibles matices sistemáticos, no cabe duda que la preocupación fundamental daba en un clavo decisivo. La visión del mundo había cambiado radicalmente, abandonando, lenta pero inexorablemente, las representaciones míticas de su funcionamiento: a partir de ahora, se tiene conciencia de que las leyes naturales determinan el curso de la naturaleza, sin dejar lugar posible a las continuas intervenciones sobrenaturales que se suponía interferían en su curso; y la historia se ve cada vez más como un producto de las interacciones de la libertad humana, sin intervenciones sobrenaturales que hagan cambiar su curso.

Difícilmente podemos "realizar" ya hoy el cambio inmenso que eso significó. Incluso para Santo Tomás de Aquino eran —lo mismo que para Aristóteles— inteligencias "angélicas" las que movían los astros, como eran ángeles o demonios —igual que en el Nuevo Testamento— los que intervenían continuamente en los procesos de la salud y la enfermedad. En general, el mundo, dividido en "tres pisos", era escenario de influjos extramundanos que bajaban de lo alto para hacer el bien o subían de las profundidades para hacer mal (todavía en la letra de muchas de nuestras oraciones, si se examinan bien, se trasluce esta mentalidad intervencionista).

En concreto, este esquema fue el que dominó durante siglos la cristología: Cristo "vino" del cielo, "descendió" a los infiernos y volvió a "subir" al cielo. Nadie lo toma al pie de la letra de una forma expresa, pero como esquema —incluso tomando esta palabra en un sentido fuerte, próximo al esquematismo kantiano— sigue dominando para muchos la idea de la encarnación: el Verbo llega desde fuera del mundo y de la humanidad, y se hace carne humana. Karl Rahner repitió sin cansarse que muchas veces esto implica la visión de un dios que se viste de humanidad como si se pusiese una librea.

Visión que parece evidenciar la grandeza divina, pero que es claramente "mitológica" y, en definitiva, herética. Mitológica porque coloca a Dios y al hombre como realidades paralelas, casi como cantidades que pueden sumarse,, sin respetar por tanto la trascendencia divina. Herética, porque "eleva" tanto la humanidad de Jesús que, paradójicamente, tiende a vaciarla de toda densidad e iniciativa propia: es el "cripto-monofisismo" tantas veces denunciado por el autor, que se nota, por ejemplo, en la resistencia a reconocer ignorancia de ningún tipo en Jesús y a negar, en general, toda limitación en él (y allí donde no se puede negar, a interpretarla como irreal y simple "acomodación").

 

1.2 La acusación de onto-teología hecha por Heidegger al pensamiento tradicional, es decir, de concebir la trascendencia bajo las pautas de una realidad mundana y objetiva (sólo que más grande), agudizó la conciencia de este peligro mitológico. Puede ser injusta en muchos casos e incluso exagerada en su radicalización, pero ya no puede ser ignorada. En realidad, representa la expresión filosóficamente depurada e intensificada de un rasgo perteneciente a la conciencia moderna como tal. Para darse cuenta de lo que eso significa, mejor que hacer muchas disquisiciones, ayudará observar la reacción espontánea de nuestra sensibilidad ante una cita de san Justino en el siglo II, que representa la realidad anterior:

Cuando decimos también que el Verbo, que es el primer retoño de Dios, nació sin comercio carnal, es decir, Jesucristo, nuestro maestro, y que éste fue crucificado y murió y, después de resucitado, subió al cielo, nada nuevo presentamos, si se atiende a los que vosotros llamáis hijos de Zeus. Porque vosotros sabéis bien la cantidad de hijos que los escritores por vosotros estimados atribuyen a Zeus (...).

En cuanto al Hijo de Dios, que se llama Jesús, aun cuando fuera hombre al modo común, merecería, por su sabiduría, llamarse Hijo de Dios, pues todos los escritores llaman al Dios supremo ‘padre de hombres y de dioses’ (...). Nosotros predicamos que nació de una virgen; pero esto puede seros para vosotros común con Perseo. En fin, que sanara a cojos y paralíticos y enfermos de nacimiento, y resucitara muertos, también en esto parecerá que decimos cosas semejantes a lo que se cuenta haber ahecho Asclepio".

Evidentemente, es más que probable que san Justino, con su típico carácter dialogante, se acomode a los que le escuchan. Pero la trascendencia del hecho consiste en que pudiese hablar de ese modo: algo que hoy resultaría imposible para cualquier creyente medianamente crítico, por la sencilla razón de que el contexto no lo permite y de que, leídas con la mentalidad actual, esas expresiones resultan irremediablemente mitológicas.

 

1.3 Queda aún un tercer aspecto: el giro lingüístico. Se refiere a la necesidad que la conciencia actual tiene de atender a la corrección del lenguaje y a sus posibles "enfermedades", principalmente en los ámbitos no sometidos a la verificación empírica inmediata. Algo que afecta de un modo especial a lo religioso. La acusación de la filosofía analítica radical no se dirige ya a que los enunciados religiosos no sean verdaderos, sino, más básicamente, a que carecen de sentido, es decir, que, bajo apariencias gramaticales correctas, en realidad no dicen nada. Por su naturaleza misma la cristología, si no procede con un rigor exquisito, se presta con enorme facilidad a este tipo de acusaciones.

Piénsese, por ejemplo, en la expresión ya aludida: "Dios se hizo hombre". Al menor descuido, por desgracia demasiado frecuente, se interpreta sobre la pauta x se convierte en y : donde antes había oxígeno e hidrógeno, ahora hay agua. De esa manera, "Dios se hizo hombre" cobra el significado espontáneo de "donde antes había un Dios, hay ahora un hombre". Ya se ve que esto no es ni puede ser así, pero así funciona en muchas expresiones y así se entiende demasiadas veces. De hecho, justo cuando empezaba a aplicarse el espíritu crítico en estos temas, nada menos que todo un Spinoza afirma:

Cuando algunas iglesias añaden que Dios tomó una forma humana, yo he advertido expresamente que no sé lo que quieren decir; e incluso, a decir verdad, afirmar eso no me parece menos absurdo que decir que el círculo tomó la forma de un cuadrado.

También aquí Rahner ha hablado con claridad y valentía. En este tipo de afirmaciones el tiempo verbal "es" no debe tomarse en el sentido normal de cuando decimos "Pedro es un hombre", pues en este caso "es" no implica identificación real, sino

"una unidad singular de realidades diferentes que guardan entre sí una distancia infinita, una unidad que no se da en ninguna parte y que es misteriosa en lo más profundo. Pues Jesús en y según su humanidad, que nosotros vemos cuando decimos ‘Jesús’, no es Dios, y Dios en y según su divinidad no ‘es’ hombre en el sentido de una identificación real. El adiairetos (sin separación) calcedónico, que [en ese modo de pensar] este "es" quiere expresar (DS 302; + l48), dice lo que pretende de tal manera que no deja oír su voz al asynchytos (sin mezcla) de la misma fórmula, y así la afirmación amenaza con ser entendida en forma ‘monofisita’, es decir, como una fórmula que identifica absolutamente al sujeto y al predicado.

Por eso, continúa, no basta con la fidelidad verbal, como si con afirmar "Jesús es Dios" ya estuviese todo solucionado. Tal fórmula puede valer acaso para el "devoto tradicional", capaz de asimilar las "tergiversaciones" ahí implicadas, pero a a los demás puede impedirles el paso a la fe, porque

los hombres de hoy tienden en gran parte a entender estas tergiversaciones como constitutivos de la fe ortodoxa, la cual, en consecuencia, es rechazada como mitología, cosa que bajo este presupuesto no es sino legítima. Debería concederse y tenerse en cuenta pastoralmente que no todo el que se escandaliza de la frase ‘Jesús es Dios’ tiene que ser por eso heterodoxo.

Estos motivos están, como es lógico, relacionados entre sí, reforzándose mutuamente. Y al mismo tiempo están a su vez incluidos en el complejo entramado de toda la mutación cultural. Para ser más completos, habría que hablar, por ejemplo, del nuevo énfasis en la experiencia, de la fuerza de la "sospecha" en todo proceso interpretativo, de la importancia de lo político, de la planetización de la conciencia y del encuentro de las religiones... Pero lo dicho anteriormente basta para hacer intuir la radicalidad del cambio y la necesidad de una nueva comprensión.

 

2. Los nuevos datos acerca de Jesús

2.1 El sentido profundo del proceso

Como queda dicho, no es sólo el contexto de interpretación lo que ha variado, sino que ha cambiado también el mismo dato a interpretar. Piénsese que hasta ayer mismo los evangelios eran tomados al pié de la letra: todo lo que en ellos Jesús aparece diciendo o haciendo se daba, sin lugar a la menor duda, por realmente dicho y acontecido. De modo que, en realidad, quedaba enmascarado un hecho fundamental, a saber, que esos relatos no son protocolos descriptivos de hechos reales, sino interpretaciones ya muy elaboradas. Y elaboradas, justamente, en el contexto que hizo crisis en la ilustración.

Aun más, tratándose de textos de proclamación, largamente repetidos y casi nunca estudiados con atención crítica, los diferentes datos acababan por constituir una amalgama en la que se borraban las diferencias. De ese modo no sólo quedaba anulada la alerta crítica que por su mismo pluralismo unos ejercen sobre otros, sino que se produjo una nivelación de mayor trascendencia: todos los textos eran leídos a la luz del patrón que acabó imponiéndose, el de la cristología joánica.

Esta, como se sabe, es una "cristología alta", elaborada alrededor del año 100, tras un largo y complejo proceso reflexivo: más que los datos primigenios o la impresión real de los primeros discípulos, ofrece sus conclusiones teológicas, en una visión ya muy mediatizada e impregnada totalmente por su contexto judeo-helenístico. Dicho gráficamente, si a un apóstol o al mismo Jesús en su vida mortal, alguien pudiese anticiparles esta visión joánica, es seguro que no entenderían nada y que, con toda probabilidad, quedarían profundamente escandalizados en su fe en Dios.

Por otra parte, ésta ha sido la cristología que acabó por imponerse a través de los concilios que a partir de Éfeso modelaron los dogmas que definieron para el futuro la explicación conceptual del misterio de Cristo. Ya se comprende que no estoy insinuando, ni mucho menos, que el resultado sea falso, pues en aquel contexto fue, con toda seguridad, la única manera de preservar el sentido auténtico de la experiencia cristiana (para verlo basta con estudiar mínimamente la compleja y delicadísima historia del proceso, siempre reajustado en su significación con nuevos matices y contramatices), y, en definitiva, de ese resultado vive todavía nuestra fe.

Pero, sí, hemos de darnos cuenta de que, siendo real y verdadera, esa interpretación es tan sólo una de las posibles. En el mismo Nuevo Testamento había otras muy distintas, que, estando más cercanas al inmenso respeto por el monoteísmo bíblico, se prestaban menos a proclividades mitológicas. Porque lo cierto es que, recibida en el contexto actual, la formulación tradicional tiende, como hemos visto en el apartado anterior, a incurrir muy seriamente en ese peligro.

De hecho, con el tiempo esa visión ha ido formalizándose más, hasta acabar ocupando el lugar de los datos originales: no se hacía cristología sobre el impacto real de Jesús en la conciencia humana, como sucediera en la comunidad primitiva, sino que se tomaba como base eso que era ya una interpretación. Una interpretación enormemente mediatizada por una sensibilidad, unos símbolos y unas categorías que pertenecían a un pasado que entraba ahora en crisis radical.

Se comprende así el sentido profundo e incluso el carácter inevitable del proceso que se inicia en la ilustración y que sigue vivo todavía, con inusitado vigor, en nuestros días. Se trata de una vuelta a los datos originales, del denodado esfuerzo por atravesar las distintas interpretaciones para acercarse cada vez más a la figura real que está en el origen del movimiento cristiano. Desde ella será entonces posible reconstruir una interpretación dentro del horizonte actual, de modo que resulte verdaderamente significativa para la comprensión y para la vida de los hombres y mujeres de hoy.

Ayer supuso, desde luego, una aventura enorme que A. Schweitzer y después de él P, Tillich no dudaron en calificar como la más importante en la historia religiosa de la humanidad. Hoy los problemas de tipo histórico, hermenéutico y dogmático que así se presentan son enormes. Pero no entraremos en ellos. Ahora nos vamos a centrar en la marcha de ese proceso de revisión, para examinar más tarde, ya en concreto, las cuestiones más urgentes.

 

2.2 La búsqueda de la realidad humana de Jesús

Puede parecernos asombroso, pero la necesidad de conocer "quien fué en realidad el fundador del cristianismo" surgió por primera vez a finales del siglo XVIII. La razón está clara y ya la conocemos: se daba por supuesto que la vida de Jesús había sido, al pie de la letra, tal y como la cuentan los evangelios. Las diferencias y contradicciones, el carácter figurado e incluso inverosímil de muchas narraciones pasaban desapercibidos, envuelto todo en la aceptación de una figura conocida y archirrepetida.

 

2.2.1 Tal situación sólo podía mantenerse mientras la convicción cristiana fue una evidencia general e incuestionada. En cuanto cambió el ambiente general y los escritos bíblicos empezaron a ser examinados con ojos críticos, la figura tradicional comenzó a deshacerse, revelándose como una construcción interpretativa que resultaba ya insostenible. El choque resultó tan fuerte y violento que, de entrada, se pensó incluso en el engaño y en la suplantación fraudulenta: fue la reacción de Samuel Reimarus, en el famoso escrito que no se atrevió a publicar en vida y que sólo más tarde daría a la luz Lessing. Luego siguió una legión de estudios críticos, con la búsqueda demorada, erudita, infatigable y plural de los datos con fiabilidad histórica: la que se llamó "investigación sobre la vida de Jesús".

El resultado de conjunto es bien conocido: la vida de Jesús aparece envuelta en una interpretación tan densa, radical y abarcante, que resulta imposible por principio reconstruir una biografía en el sentido actual de ese concepto. Tal el diagnóstico, hasta hoy no desmentido, de A. Schweitzer, ya en 1906. De todos modos, ese fracaso no paralizó la búsqueda: simplemente, cambió su orientación. Las ilusiones de una biografía murieron para siempre; pero eso mismo hacía aún más evidente la densidad enorme de la mediación cultural que se interpone entre nosotros y la figura real del Nazareno. En consecuencia, urgía también con mayor fuerza la necesidad de traspasar la mediación en dirección a un contacto más íntimo con la realidad original.

Descartada la reconstrucción total, el interés a partir de entonces se concentró en lograr al menos aquellos datos básicos que se transparentan aún a través de las múltiples interpretaciones. Teniéndolos en cuenta y aclarando el contexto desde el que fueron elaborados, cabe intentar una compresión del proceso que llevó desde el impacto concreto del Jesús histórico hasta su confesión ulterior como el Cristo de Dios. En lo cual no se trata de una mera curiosidad piadosa o de una simple reconstrucción historicista, sino de un interés teológico primordial. Porque la distancia que se observa entre los datos originales y la confesión de la fe permite "controlar" de algún modo la estructura y legitimidad de la interpretación, tratando de distinguir en ella lo que es tránsito necesario o continuidad intrínseca y lo que resulta tan sólo de los condicionamientos culturales del momento. Distinción decisiva, porque ella abre la labor fundamental de la cristología: continuar la tradición en su valor permanente, pero refundiéndola en el marco de la propia cultura, de forma que la experiencia original pueda hacerse comprensible y efectiva para nosotros hoy.

 

2.2.2 Las posibilidades de conseguir los datos reales reciben una evaluación muy distinta según los diversos autores: puede ir desde el escepticismo radical de R. Bultmann hasta la actitud mucho más confiada de J. Jeremias, para hablar de dos grandes de la exégesis seria y responsable. En general se impone una actitud intermedia, que, acudiendo a métodos distintos y cada vez más refinados, logra asegurar, no una figura completa, pero si aquellos rasgos fundamentales que permiten calibrar el talante íntimo, la aportación religiosa y el sentido específico del Fundador del Cristianismo. Fué la gran aportación de la New Quest, la "nueva búsqueda" del Jesús histórico, iniciada por los propios discípulos del Bultmann, a partir de la conferencia inaugural de E. Käsemann.

Aquí, dejando aparte otras cuestiones, voy a concentrarme en uno de los vectores más decisivos para la renovación de la cristología. Me refiero a aquella línea de investigación que, con creciente radicalidad, va dejando al descubierto la auténtica humanidad de Jesús. Una humanidad nunca negada, pero que nos llegó demasiado cubierta por imágenes tradicionales y conceptos dogmáticos que tendían a diluirla, convirtiéndola casi en una especie de vestido aparente de la divinidad (recuérdese la preocupación de K. Rahner por el "monofisismo" como la gran criptoheregía de nuestro tiempo). El cambio resultó impresionante.

Primero fue el problema de la ciencia de Jesús: la extrema inverosimilitud de la concepción tradicional que lo hacía no sólo dueño de la visión beatífica, sino sabedor de todos los posibles saberes tantos científicos como vitales y religiosos, apareció en toda su fuerza. Se pasó luego a la cuestión de la conciencia de la propia identidad, y también en ella apareció —vistos los datos que muestran a Jesús buscando su misión, tentado de diversas maneras, interrogando a Dios hasta el último momento...— que no podía tratarse de una claridad explícita y sin fisuras, sino de una vivencia implícita, encarnada en la conducta, presentida en la misión y experimentada en la oración. No cabe incluso descartar la posibilidad de equivocación, no sólo en los asuntos ordinarios—lo cual es normal— sino también en la interpretación intelectual de algún aspecto de la propia misión (tal acaso en el tema de la inminencia de la parusía). Y, desde luego, aparece cada vez más la importancia de la fe de Jesús como signo último de su humanidad.

Más adelante se pasó a una percepción del carácter históricamente situado de su humanidad, de la inevitable adherencia a una circunstancia concreta, con sus posibilidades, pero también con sus límites: un Jesús judío, aún más, peculiarmente galileo, imposible de comprender sin el contexto del Antiguo Testamento, alimentado e instruido por su piedad, discípulo del Bautista.

Lo cual, a su vez, conducía a tomar en serio el mismo enraizamiento biológico, con su carga genética heredada de millones de años de evolución, con sus condicionamientos fisiológicos, psicológicos, conductuales.... Un Jesús, por tanto, que no podía —ni tenía por qué— ser el mejor en todo: en primer lugar, porque sólo podía tener unas características determinadas, en el sentido, por ejemplo, de que si era diestro no podía tener las cualidades del zurdo y siendo hombre carecía necesariamente de las cualidades de la mujer; en segundo lugar, porque a él le correspondía realizarse lo mejor posible en sus circunstancias, sin tener que superar lo que otros fueron o realizaron en las suyas: muchos sufrieron y sufren más que él, y hay aspectos en los que Gandhi o Budha lo pudieron superar.

Expresadas así, de forma concentrada, estas afirmaciones pueden causar cierta extrañeza. En realidad, indican algo evidente: el carácter real y verdadero de la humanidad de Jesús. Algo que pudo quedar encubierto por la recepción abstracta —y no pocas veces rutinaria— de una imagen dogmática, pero que resulta absolutamente normal para una consideración realista actual, igual que lo fue para los contemporáneos de entonces. Lo que tenían delante era un hombre de aspecto normal, , no vulgar ciertamente y de fuerte impacto; pero por eso mismo la dificultad para ellos no era reconocer su humanidad, sino más bien comprenderla en su ser y en su significado profundo.

De hecho, leído el Nuevo Testamento con un mínimo de alerta crítica, esa es también la impresión fundamental que se desprende de sus páginas, pese a tantas expresiones en contra. Y a veces es el mismo texto el que sorprende con afirmaciones tan fuertes y realistas como las conocidas de Hebreos: "probado en todo como nosotros, excepto en el pecado" (4,15) "Él, en los días de su vida mortal, a fuertes gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas a quien lo podía salvar de la muerte (...), aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer" (4,7-8).

 

2.3 La "deconstrucción" de la cristología tradicional

Como puede verse, se trata de una auténtica y muy radical "deconstrucción" de la figura tradicional de Jesús, bajándola del etéreo pedestal donde la había colocado una concepción cada vez más conceptual y alejada de la experiencia, para anclarla en la tierra donde había nacido y en la historia donde se había formado.

Tarea ardua e incluso peligrosa, pues era preciso disolver una sedimentación secular que estaba muy íntimamente inviscerada tanto en el pensamiento como en la sensibilidad y en la imaginación de los creyentes y que por lo mismo afectaba al meollo de la experiencia cristiana, haciendo de algún modo cuerpo con las expresiones centrales de la piedad y de la vida eclesial. Hubo duras resistencias (que incluso llegaron a formar un grupo organizado dentro del Vaticano II) y acaso prosigue incluso por parte de muchos una cierta ocultación de los resultados para que no llegue al gran cuerpo de los fieles. Pero se trata de un proceso imparable. Y hemos de darnos cuenta de que no sólo todavía no se ha detenido, sino que más bien empieza ahora a mostrarse con todas sus consecuencias.

Todo parece indicar, en efecto, que se está llegando a la culminación de un proceso. Por un lado, está ya en activo, incluso en el campo católico, una generación de nuevos exégetas formados en la lectura crítica de la Biblia y que, por lo mismo, no precisan perder energías en "deconstruir" las fuertes capas de fundamentalismo heredado, sino que trabajan con toda decisión desde el comienzo en la nueva perspectiva Por otro lado, en íntima conexión con esto, está el hecho del reconocimiento, cada vez más obvio, del carácter "científico" —en el sentido de metodológicamente "no confesional" respecto de su alcance positivo— de los estudios bíblicos; lo cual significa que, a este nivel, los datos se aceptan o se rechazan por la fuerza de su evidencia histórica, no por los presupuestos o consecuencias dogmáticas que puedan implicar. (Y seguramente no es casual que este estilo se haga sentir con fuerza especial en los exegetas americanos, conocedores de la tradición continental pero, al mismo tiempo, menos condicionados por ella). Finalmente, la nueva conciencia creada por la convergencia de los datos hasta aquí analizados, hace que por fin se dejen sentir sus efectos, llevando a tomar completamente en serio la humanidad de Jesús y a integrarla con decisión en su contexto, tanto en el religioso como en el sociocultural. Tres aspectos convergentes que se refuerzan mútuamente y marcan actualmente la dirección más definitoria de la cristología.

Indiquemos algunos factores especialmente influyentes.

1) Durante demasiado tiempo dominó la tendencia de dar por supuesta la existencia de un foso profundo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Jesús y su doctrina aparecían así como un novum histórico en fuerte discontinuidad con todo su ambiente. Se le veía como una figura aislada, acaso vinculada únicamente con el Bautista, por otra parte tan diferente. Así parecía asegurarse su originalidad; e incluso se acentuaba con gusto todo lo que pudiese sugerir oposición al judaísmo: de ahí la importancia atribuida al "criterio de diferencia" cuando se trataba de llegar a las "mismísimas palabras o hechos" de Jesús.

La situación cambió radicalmente. La literatura intertestamentaria fué apareciendo con toda su riqueza, mostrando su profunda afinidad en ideas y preocupaciones con los evangelios, que de este modo quedan así contextualizados en el interinflujo de un entramado vivo y unitario "que constituye el medio de vida de Jesús, en el que se formaron su mentalidad, su teología y su espiritualidad". En la primera parte del siglo la "historia de las formas" comienza ya a trabajar en esta dirección.

2) Pero, como era de esperar, fue sobre todo la exégesis judía la que se concentró aquí, poniendo de relieve, con conocimiento de causa y con insistencia muchas veces apasionada, el profundo judaísmo de Jesús y todo lo que su doctrina debe a la tradición de su pueblo. Puede haber, sin duda, exageraciones e incluso se da en no pocas ocasiones una clara tendencia a nivelar totalmente su originalidad. Frente a ella siempre será válida la pregunta de J. Klausner: si Jesús estaba totalmente dentro del judaísmo, cómo es posible que diese origen a un movimiento que se separó del judaísmo (y habría que añadir: y a un enfrentamiento que lo condujo a la muerte). En su último libro Geza Vermes acentúa casi hasta el límite esta tendencia niveladora: pero, aún así, no cabe desconocer que en principio tiene toda la razón cuando afirma:

el mensaje de Jesús y sus reverberaciones en el suelo judío pueden ser percibidas dinámicamente como una etapa del siglo primero después de Cristo en un largo proceso de desarrollo, en el que la Biblia, los Apócrifos, los Pseudoepigráficos, los Manuscritos del Mar Muerto, Filón, el Nuevo Testamento, Josefo, la Mishnah, la Tosefta, el Targum, el Midrash, el Talmud, la liturgia y el misticismo judío primitivo se complementan mutuamente, se corrigen, iluminan y explican unos a otros".

Desde luego, en esta perspectiva, Jesús deja de ser un caso raro para aparecer como un personaje que, con toda su originalidad, encaja muy bien dentro de aquel contexto de maestros populares, taumaturgos religiosos, exorcistas, profetas, hombres de Dios... que marcan la Palestina de su tiempo. En ella, por ejemplo, había actuado poco antes de él el taumaturgo Honi cuya relación con Dios fue comparada a la de un hijo con su padre; y en su tiempo, algo más joven, Hanina ben Dosa fue descrito en el momento de su bautismo como "mi hijo" por una voz bajada del cielo.

3) En la misma dirección apunta el enorme impacto de los escritos de Qumram. No, por cierto, en el sentido de las divulgaciones alarmistas, que incluso pueden llegar a hacer de Jesús un miembro de la secta o, por lo menos, a ver en los evangelios una copia de su doctrina. Para eso los estudios serios muestran de sobra que las diferencias son fundamentales, sobre todo en la dirección del universalismo no sectario, del rechazo de toda reducción ritualista de lo religioso y de la visión de Dios como amor igualitario y sin discriminaciones. Pero sí, en cuanto dejan al descubierto con singular viveza la enorme riqueza de textos, el ambiente de religiosidad viva, expectación escatológica y busca de nuevos caminos, así como la existencia e importancia de figuras singulares que remueven el ambiente cristalizando a su alrededor los sentimientos, inquietudes y aspiraciones religiosas.

4) Lo que eso significa se comprende perfectamente si pensamos en Juan Bautista, una figura singular, pero que, sin lugar a dudas, constituye sólo un ejemplo de lo que era un fenómeno más general. Él ofrece tal vez el paralelo más elocuente de lo que para muchos tuvieron que ser en aquel entonces el impacto, la actividad y el significado de Jesús de Nazaret. De hecho, dio origen a un movimiento religioso no sólo anterior y paralelo —recuérdese la presencia e incluso la rivalidad de los "discípulos del Bautista"— sino que pervivió todavía en los primeros tiempos del cristianismo. Y no podemos olvidar que, antes de iniciar su actividad pública, el mismo Jesús aparece como discípulo suyo, acaso durante más tiempo y con mayor intensidad de lo nuestros textos nos dejan ver.

 

2.4 La radicalización actual

Estos resultados reciben refuerzo y confirmación por un nuevo paso en el estudio de la Escritura: aquel que se hace desde la sociología o, quizás aún con más precisión, desde la antropología social y cultural. Un estudio que busca la máxima concreción posible, al no limitarse a los aspectos sobresalientes e individuales, sino atendiendo también a los comportamientos comunes, a las tendencias sociales, a las fuerzas que mueven la vida comunitaria. El aspecto religioso aparece así sumergido en su medio real, en interacción con las fuerzas vivas individuales y los movimientos sociales.

Nótese que no se trata tanto de que apareciesen en estos últimos años nuevos datos totalmente desconocidos en la etapa anterior, sino de que los ya conocidos se sitúan bajo una nueva luz (aunque cabe señalar una tendencia a conceder más atención a algunos escritos no canónicos de influjo gnóstico, como los evangelios de Pedro y Tomás, buscando en ellos materiales no recogidos o incluso rechazados por los canónicos). Lo que reviste una importancia decisiva por dos razones principales. La primera, porque en un mundo no secularizado, como el del Nuevo Testamento, donde lo religioso y lo profano están indisolublemente unidos, lo social tiene de ordinario un significado inmediatamente religioso y lo religioso no se entiende sin su referencia social. La segunda porque esa aproximación es muchas veces el único camino para poder comprender hoy de verdad lo que dicen los textos.

Se trataba, en efecto, de sociedades de "alta contextualización", es decir, de sociedades más cerradas, donde los resultados ordinarios resultaban evidentes, porque todo remitía a todo en un espacio en el que todas las connotaciones estaban patentes. Pero, precisamente por eso, cambiando radicalmente el contexto, esas connotaciones tienden a quedar ocultas para el lector actual carente de aquellas claves o, lo que es peor, a quedar deformadas al ser interpretadas desde claves diferentes. Decir "familia", por ejemplo, cobra un significado muy distinto en el contexto actual de la familia nuclear y en el antiguo de la familia patriarcal, verdadera empresa familiar que incluía hijos y servidores en una relación vitalicia de obediencia y sumisión. Sin tener en cuento todo esto, no podría comprenderse que "la exhortación de Jesús a abandonar la casa es una auténtica subversión del orden social establecido".

Lo cierto es que hoy advertimos con mayor claridad que el descuido o desconocimiento de este punto dejó oculta una parte muy importante del significado de los textos neotestamentarios y, por tanto, también de la persona misma de Jesús de Nazaret. Sin tener suficientemente en cuenta un aspecto decisivo del contexto socio-cultural, no se podían interpretar correctamente connotaciones muy importantes de su conducta, de sus gestos y de sus palabras, como tampoco de las reacciones que suscitaron en sus contemporáneos.

Porque ahora aparece con toda la fuerza que no se trataba de un medio "religioso" en un sentido espiritualista, es decir, meramente crítico, sacral e incluso "piadoso"; sino en el de una expectación religiosa que incluía, desde la confianza en la intervención de Dios, todo el realismo de una liberación nacional y, sobre todo, el de una redención social de las capas desfavorecidas y explotadas hasta el hambre y la desposesión total.

Por eso el anuncio de "un nuevo reinado de Dios" no se centraba precisamente en la renovación del culto o del templo —aunque posiblemente no la excluía—, sino que implicaba una subversión radical de todas las relaciones religiosas y sociales. Subversión de la que tal vez el mejor modelo sigan siendo los sueños, muy concretos, que siempre anidan en el corazón de los grupos sociales más desfavorecidos, expoliados o marginados. (Las bienaventuranzas, leídas bajo esta luz apuntan muy bien en esa dirección; lo mismo sucede con la intuición básica de la teología de la liberación, no tanto por un esfuerzo erudito como por la semejanza de su contexto).

Pues bien, en aquel medio, como ya queda visto, Jesús no aparece aislado sino más bien como un caso entre muchos de individuos que, en nombre de Dios, anunciaban salvación. Todos ellos tendían a situarse fuera del círculo oficial del templo y de los dirigentes religiosos, cada uno a su estilo: como taumaturgos u "hombres de Dios" (theioi andres), maestros populares, profetas, bandidos, mesías o revolucionarios más o menos milenaristas, que lo esperaban todo de Dios o intentaban forzarlo mediante la acción... Rasgos de Jesús que ya habían llamado la atención de los estudiosos, como su andar "en malas compañías", es decir, junto con pobres, marginados y desheredados, su radicalismo itinerante e incluso su expectación escatológica, reciben ahora una interpretación más fuerte, concreta y realista.

Realismo que se refuerza cuando el contexto de amplía incluso a toda la cuenca mediterránea, en un ambiente trabajado por la crisis de los grandes imperios y por el ansia de una nueva paz universal. También en ese ámbito aparecen taumaturgos y maestros itinerantes que buscaban salvación al margen del orden establecido. Se trataba de figuras —estoicos y sobre todo cínicos— no tan desemejantes a la del Nazareno, tanto en el porte externo, con su manto, su alforja y su cayado, como en la actitud interna que encontraba la libertad en la pobreza y en la conciencia de su misión divina.

Véase por ejemplo, el retrato que Epicteto hace del cínico auténtico: "ha de ser azotado como un asno; y, azotado, querer a los que lo azotan como padre de todos, como hermano, (...) ¿qué es para el cínico el César o un procónsul? ¿O cualquier otro, excepto el que le ha enviado y a quien sirve, Zeus?; porque el cínico de verdad "ha de saber que ha sido enviado como mensajero de Zeus a los hombres, para hacerles ver que están engañados sobre los bienes y los males", pues "cuanto piensa lo piensa como amigo de los dioses, como servidor suyo, como quien participa del poder de Zeus".

El paralelismo es impresionante, y no es nada improbable que la impresión se vaya reforzando a medida que se perfilen con más precisión los datos existentes y vayan apareciendo otros nuevos. A veces pueden ser desconcertantes, porque se rompen viejos clichés, tal vez muy íntimos. Pero también sucede que se confirma la intuición de que así nos estamos acercando un poco más a cómo vieron a Jesús sus contemporáneos y, hasta cierto punto, a cómo se veía él a sí mismo.

Y, de hecho, aún que ni los datos ni las conclusiones son siempre seguros, sorprende en seguida el sentido de frescura y realidad que cobran determinados gestos y palabras. Como por ejemplo las comidas de Jesús. Siempre, porque los mismos evangelios lo reflejan de mil modos, se tuvo un sentimiento de su importancia y significado. Pero hoy comprendemos mucho mejor su trascendencia como símbolo subjetivo de toda una actitud vital y como anuncio objetivo del tipo de salvación que anunciaba. Como lo comprendieron muy bien sus adversarios, hasta el punto de que nos damos cuenta que no es una boutade afirmar que "Jesús fue crucificado por la forma en que comía".

Esa forma, en efecto, era símbolo del "igualitarismo radical" que el Nazareno predicaba y practicaba, oponiéndose así tanto a la religión como a la cultura oficial y, en general, a toda la sociedad bien pensante. Lo hizo con una elevación en la propuesta "teológica" y con una consecuencia en los modos de vida —en aspectos, más radical aún que los de los cínicos, pues él ni siquiera admitía la alforja y el cayado—, que se convirtió por fuerza en una figura profundamente anticultural y radicalmente subversiva. Entonces acabó por resultar intolerable, hasta ser eliminado físicamente por los poderes imperantes.

Y todo indica que de alguna manera empezó ya a ser difícilmente asimilable para los mismos cristianos de la segunda o tercera generación, según los progresivos indicios de edulcoración de su figura en los escritos canónicos: compárese la redacción de las bienaventuranzas en Lucas y Mateo o, más en conjunto, el proceso de la figura global desde Marcos hasta Juan. ¿Y no habrá algo de esto en Pablo, que ya no lo conoció en vida y que, aunque reconoce que Cristo tomó "forma de esclavo" (Fil 2,7), se desinteresa de su vida concreta —del "Cristo según la carne" (2 Cor 5,16)—, para concentrarse en la teología de su muerte y resurrección?

Lo notamos también en nosotros mismos, cuando los datos nos sitúan con cierta crudeza ante aspectos de la que debió de ser su figura real. Así habrá que esperar ciertamente a que la crítica vaya decantando la exactitud de la pintura que, partiendo de esta nueva perspectiva, elabora un James D. Crossan —a quien pertenece la aludida expresión de "igualitarismo radical"—. Pero algo nos dice, por lo menos a mi, que hay mucho de verdad en ese Jesús emparentado con las figuras de la protesta más radical: itinerante, contracultural, taumaturgo, inasimilable a los modos normales de vida, con un aspecto que hoy nos evocaría ante todo al de un mendigo, actuando entre los estratos ínfimos de la población, acogiendo sus esperanzas y animándolas desde la confianza en Dios y en su reinado que postula desde abajo una igualdad sin fisuras ni privilegios....

Puede que algunos detalles deban ser modificados o precisados con el avance de la investigación. En conjunto, parece que más bien serán reforzados. De hecho, una obra tan moderada y enraizada en la investigación clásica como la de Martin Hengel muestra que, más que la innovación radical, lo que esta nueva visión se produce es sencillamente el paso hacia adelante típico de una nueva etapa: una generación posterior empieza a leer con más libertad y consecuencia los mismos datos que en conjunto ya estaban ahí, gracias precisamente a las investigaciones anteriores.

Todo lo cual abre, como es lógico, nuevas perspectivas sobre los textos, que a veces pueden obligar a una lectura muy radical, en el sentido de poner al descubierto, mucho más aún de lo que lo hiciera la historia de las formas, su denso carácter teológico. Lo cual, repitámoslo, no significa que esos textos sean falsos, sino simplemente que responden más de lo que se pensaba a una interpretación dentro de un contexto determinado y no tanto a los hechos que entendemos como "reales" en nuestro contexto. Los milagros, el tipo de vida, las relaciones dentro de la comunidad, el hecho palpable de la pasión y la experiencia misteriosa de la resurrección siguen ahí, pero se convierten de nuevo en preguntas que nos interrogan acerca de su significado profundo.

En definitiva, abren de nuevo ante nosotros la gran pregunta por el significado y el misterio de Jesús de Nazaret. Pero al mismo tiempo abren también nuevas posibilidades para la construcción de una cristología actual. Porque ahora percibimos con más claridad que ese significado y ese misterio se sitúan justamente en el espacio preciso que media entre los hechos de base y su interpretación en aquel contexto. La consecuencia aparece clara: de lo que ahora se trata es de rescatar aquel mismo significado de modo que resulte comprensible y eficaz en el contexto vivo de nuestro tiempo.

 

3. De nuevo la pregunta: "¿Quién soy yo?"

En cierto modo volvemos, pues, al principio. Delante de nosotros se presenta de nuevo la figura de Jesús. Igual que entonces, aparece como radicalmente humano, como "uno de tantos" (Fil 2,7), sumergido en el estilo de vida, en los problemas y en las aspiraciones, en las angustias y en las esperanzas de su tiempo. E igual que entonces, sigue intrigándonos por su diferencia: igual pero distinto, radical pero no violento, revolucionario pero amoroso y no vengativo, no sacral pero en intimidad abisal con Dios. De su tiempo como tantos líderes de entonces, pero cambiando el mundo para siempre; muerto, pero experimentado como vivo; derrotado por la historia, pero proclamado como Hijo de Dios, con una fuerza y convicciones nunca antes igualadas...

Verdaderamente, su pregunta resuena de nuevo para nuestro tiempo y para cada uno de nosotros:" ¿Quién dice la gente que soy yo?" (Mc 8,29 par).

 

3.l No resistirse a la pregunta

Ante todo tenemos que acoger la pregunta tal y como nos llega y no como acaso nos gustaría que llegase, habituados como estamos a un Jesús "elevado", fuera de los caminos normales de la gente, figura solitaria en un paisaje sin nadie semejante, libre de las comunes servidumbres humanas. Renunciamos ya a que fuese poderoso y también sabio, pero por lo menos lo esperaríamos fino y bien vestido, dulce y fácilmente asimilable a nuestras maneras de gente media, más o menos acomodada. Es posible que se produzca una resistencia sorda a tomar de verdad en serio a un Jesús que externamente aparece como un caso entre otros muy parecidos, en un tiempo propicio a figuras como la suya, seguramente mucho más agreste y marginal de lo que nuestra imaginación está dispuesta a tolerar. Un Jesús que probablemente non pondría tan incómodos que no lo resistiríamos.

Como sucedió a propósito de su ciencia y de su conciencia, resistirse a los nuevos datos parece más "piadoso" y que defiende mejor su grandeza. Pero, en realidad, lo que esa actitud suele defender son más bien nuestros miedos, y, más que la piedad, esa resistencia delata nuestro intento perenne de imponerle a Dios nuestros criterios. Son los mismos criterios con los que nunca lo haríamos nacer desconocido, vivir pobre o morir en la cruz. Los mismos también con los que se ha organizado una larga resistencia de siglos —que aún perdura— a admitir los nuevos datos que obligaban a ver la Escritura como un libro humano, muy distinto del solemne e intangible "dictado divino", que no podía tener la mínima ignorancia en ningún campo ni la mínima divergencia y contradicción entre sus autores.

Este ejemplo no es casual, pues obedece a un paralelismo estricto, hasta el punto de que muchos Padres llamaron a la Escritura otro "cuerpo" de Cristo, otra "encarnación" del Logos. Por eso resulta enormemente instructivo; más aún, en muchos aspectos constituye un modelo de lo que debe ser una auténtica reflexión cristológica.

Porque no han sido los que se agarraron a una defensa a ultranza de la concepción tradicional de la Escritura quienes han logrado mostrar su grandeza y su carácter verdaderamente revelado. De hecho, nada hay que desprestigie más su valor que los empeños fundamentalistas, los cuales, pretextando defender su dignidad "intocable", la empantanaron en los conflictos con Galileo y con Darwin, en la intolerancia con las demás religiones y en actitudes literalistas e ingenuas que aún hoy minan continuamente la credibilidad de la fe. En cambio, el tratamiento crítico, que de entrada llegó a desconcertar y producir pavor —hasta llegar a vaciar muchos seminarios— llevó a una comprensión profunda de la Escritura, tanto más religiosa cuanto más realísticamente humana. Comprensión que nos permite acercarnos a ella con una finura, un respeto y una capacidad de sintonía que no tiene paralelo en la anterior historia del cristianismo. ¿Quién cambiaría hoy, por ejemplo, su visión actual por la literalista, acrítica y en el fondo tremendamente empobrecida de todo un santo Tomás de Aquino?

Por fortuna, también en la cristología lleva ya tiempo afirmándose esta convicción de fondo. De hecho, en la sensibilidad actual se va perfilando una imagen de Jesús mucho más íntima y humana, sin grandezas abstractas, pero inmensamente más rica y vital, que fascina no por su distancia sino por su proximidad. Y más tarde veremos como justo aquí se nos abre hoy uno de los más efectivos accesos a su divinidad.

Sucede tan sólo que esta convicción, una vez acogida en principio y aplicada a algunos aspectos, necesita tiempo para ir extendiendo su consecuencia a toda la humanidad de Jesús. Hay que contar con resistencias inconscientes cada vez que resulta afectada una nueva dimensión; de modo que el riesgo consiste en quedarse a medio camino, sin lograr una imagen verdaderamente integral y coherente. De hecho, la experiencia muestra que en estos temas el trabajo espontáneo del tiempo y el ejercicio consciente de la paciencia histórica resultan indispensables: de entrada, se imponen siempre la resistencia y el escándalo; pero, poco a poco, se va produciendo la asimilación: al final acaba viéndose como obvio y natural lo que al principio parecía un escándalo inasimilable. ¿Quién toma hoy a la letra las narraciones del Génesis, que aún ayer causaban polémicas furiosas? ¿Quién piensa hoy que Jesús conocía la astronomía moderna o que nunca tuvo dudas o vacilaciones?

De ahí la importancia de clarificar la nueva situación, explicitando los presupuestos y sacando con cuidado pero con firmeza las consecuencias, al tiempo que respeta los ritmos subjetivos de cada persona. Claridad sin fanatismos y exposición sin imposición son tal vez las únicas actitudes válidas para estas épocas de tránsito, que afectan a los fundamentos. Punto este que enlaza muy bien con el apartado siguiente.

 

3.2 No mezclar los paradigmas

Uno de los riesgos más obvios de toda época de cambio radica justamente en su situación intermediaria: ya no sirve lo anterior, pero aún no se dispone con claridad de lo siguiente. Lo nuevo está presente como posibilidad, pero debe ser elaborado con categorías aún no del todo disponibles. Cuando se trata de cambios globales y profundos, de cambios de paradigma, como es el caso con la entrada de la modernidad, la situación se hace más aguda. Un paradigma no cambia de la noche a la mañana, ni avanza por igual en todos sus componentes. De manera inevitable, en muchas ocasiones conviven elementos nuevos con otros viejos que permanecen por hábito, inercia o falta de elaboración suficiente. Entonces se producen confusiones que pueden llevar a resultados que desconciertan o a conclusiones que quedan a medio camino.

El desconcierto se hace evidente cuando alguien se niega a aceptar el nuevo paradigma, porque entonces juzga las nuevas propuestas desde los presupuestos anteriores. Estas resultan así, por fuerza, o incomprensibles o como una amenaza y negación de la verdad (confundiendo la verdad en sí con el modo de comprenderla en el paradigma anterior). Tal es el caso de los que siguen concibiendo la inspiración bíblica como un dictado divino: lógicamente, tienen que asustarse y protestar sinceramente cuando escuchan, por ejemplo, que los relatos de la infancia no se pueden tomar al pie de la letra y que los Magos no existieron.

El desconcierto no es tanto, pero puede ser igualmente influyente, cuando el paradigma se acepta, pero algunos resultados siguen siendo juzgados, de manera acaso inconsciente, desde los presupuestos anteriores. Así cabe admitir que históricamente no puede hablarse de más hechos "milagrosos" en los evangelios que los referentes a curaciones y expulsiones de "demonios", y, sin embargo, asustarse ante la afirmación de que la resurrección de Lázaro no remite a un acontecimiento real sino a un significado simbólico.

Para nuestro problema concreto la aplicación resulta evidente. Aunque pocos, sigue habiendo creyentes y teólogos que no aceptan el nuevo paradigma abierto con la modernidad, anclados acaso en el mundo escolástico. Si realmente esa instalación intelectual les resulta habitable y pueden vivir en ella significativamente la fe, están —algo en lo que siempre insistió K. Rahner— en su derecho a conformarse con la concepción tradicional. El paso en falso pueden darlo cuando consideran que ése es el único modo legítimo de comprender la fe y desde él juzgan y condenan a los demás.

De todos modos, resulta más frecuente una situación intermedia, bien admitiendo determinadas consecuencias, pero dejándolas a medio camino, bien aceptando el paradigma y aplicándolo a unas cuestiones, pero sin aplicarlo luego, consciente o inconscientemente, a otras. Piénsese, por ejemplo, en el caso de los que reconociendo que Jesús no tenía una ciencia de todos los saberes humanos, siguen juzgando obligado creer que tenía conciencia expresa de su divinidad en el sentido ontológico fuerte; o en el de aquellos que admiten que la resurrección no puede ser un acontecimiento empíricamente verificable, pero que afirman que iría contra la fe admitir la posibilidad de que el sepulcro no estuviese vacío.

En cualquier caso, lo que de verdad importa es hacerse conscientes de la necesidad de tomar en serio el nuevo paradigma, para evitar confusiones a la hora de enfocar los problemas y, sobre todo, para aprovechar toda su fuerza esclarecedora. No se trata de un mero afán de pureza metodológica, sino de una estricta necesidad del pensamiento. Porque resulta claro que, si, como aquí estamos suponiendo, los nuevos cuestionamientos de la cristología son debidos a la entrada de un nuevo paradigma global, sólo desde él será posible encontrarles una respuesta adecuada. Y conviene darse cuenta de que esto constituye, en definitiva, un signo de esperanza, porque, como antes los hijos, las crisis vienen también con su pan debajo del brazo. Lo cual, como se comprende, viene a ser una forma más espontánea de expresar la famosa convicción de Hölderlin: "pues donde aparece el peligro, allí brota también la salvación".

Prescindiendo de teorías y soluciones concretas, un mínimo sentido de la historia muestra que sólo una cristología que se elabore con todos los recursos del nuevo paradigma permitirá, por un lado, responder a las preguntas por él suscitadas y, por el otro, ofrecer una visión comprensible y asimilable para los hombres y mujeres de hoy. Y cabe sospechar que, dado el tiempo transcurrido y contando con los ya numerosos intentos que se han ido elaborando, estamos hoy en condiciones de empezar a recoger los frutos, intentando construir visiones de conjunto que no se pierdan en detalles. De hecho, la explosión de nuevas y renovadas cristologías acontecida hace unos veinte años (a partir, sobre todo de W. Pannenberg) suponía la culminación de los esfuerzos pioneros a partir de los comienzos del siglo XIX; y tengo la impresión de que, después de cierto silencio, el nuevo estilo de los intentos a los que aquí nos referimos especialmente tienen mucho de una cierta madurez sintetizadora. Tal vez el hacer temático este cambio, mostrando que modifica la misma conceptualidad interna de la cristología, sea el mayor mérito del reciente libro de P. Hünermann.

Intentar acercarnos a las líneas fundamentales de lo que puede ser esta nueva etapa, va a ser la preocupación del resto de este ensayo. Empezaré por lo que sería la tarea de una cristología fundamental, es decir, aquella que se ocupa de mostrar cómo en la vida terrena de Jesús se deja transparentar el misterio único de su filiación divina. En otras palabras, se trata de ver cómo se pasó entonces y se pasa hoy del Jesús terreno al Cristo de la fe; en definitiva, de por qué confesamos a Jesús como el Cristo, como Jesu-Cristo. Sobre eso la sección final se ocupará de la cristología sistemática, es decir, de intentar aclarar un poco el significado de esa confesión.

4. Confesar a Jesús como el Cristo

El proceso hasta aquí analizado, al hacer patente una progresiva radicalización en la percepción del carácter verdadera e innegablemente humano de Jesús, ha hecho aguda la pregunta por su divinidad. De entrada, parece que resulta más difícil confesar como divino a alguien a quien se ve inmerso en las concretas limitaciones humanas, semejante a otros que se presentaban con parecidas pretensiones, marcado en el cuerpo, en la conducta y en el pensamiento por los rasgos típicos de su tiempo. Pero gran parte de la dificultad nace de que se sigue contemplando la pregunta con ojos marcados por uno de los rasgos máis típicos del antiguo paradigma: aquel por el que lo divino tendía a verse separado y contrapuesto a lo humano, de modo que cuanto más distinto y distante de los demás hombres y mujeres apareciese Jesús, tanto más fácil parecía confesar su divinidad.

 

4.1 Repetir el camino de los Apóstoles

La dificultad no desaparece, pero cambia de signo cuando se toma en serio el nuevo paradigma. En él lo divino, justamente porque trascendente y cualitativamente distinto, no es raro ni extraño —sólo que mas alto y más grande— en concurrencia de rivalidad con lo humano, sino aquello que, sustentándolo desde su última raíz, lo hace ser él mismo. De modo que cuanto más presente se hace Dios en el hombre, más afirmado siente éste su ser; y cuanto más se entregan a Dios el hombre o la mujer, con más hondura y plenitud se reciben a sí mismos, más humanos son. El ejemplo del nuevo modo de comprender la revelación en la escritura —palabra inspirada justamente en cuanto profundiza y promociona la palabra humana en toda su concretez— ya nos aproximaba a esta perspectiva.

Y la cristología actual fue viéndolo cada vez con más fuerza y claridad. Rahner, con su principio de la cristología como antropología llegada plenamente a sí misma, lo evidenció de manera irreversible. Por eso pudo decir que la humanidad de Jesús "es la más dotada de ser propio, la más libre, no a pesar de ser asumida, sino porque es la asumida. la que está puesta como la propia manifestación de Dios". Algo que L. Boff ha traducido de manera muy significativa: "humano así como Jesús sólo puede serlo Dios mismo".

De este modo el ahondamiento crítico en la concretez radicalmente humana de Jesús, sin perder su punto de interrogación, conduce también a profundizar en su misterio. Personalmente, incluso me atrevería a insinuar que la aguda extrañeza que puede suscitar hoy en la nueva visión de Jesús como un rebelde marginal, inasimilable socialmente para su tiempo y —si lo tomamos en serio— también para el nuestro, constituye un signo de especial elocuencia.

Porque ese Dios que ama y humaniza, que toma en serio a cada persona, con un respeto exquisito por la dignidad de todos, no puede ser cómplice de nuestra hipocresía social, que vive en la desigualdad, tolera diferencias sangrantes y procura olvidar el grito de la injusticia. Entonces no puede extrañar que si alguien lo hace presente en el mundo con esa radicalidad última que no admita trampas, acomodos o componendas, ese alguien tiene que resultar incómodo e intolerable para nuestro orden social: la eliminación física fue entonces el signo de la interrupción radical que el Nazareno introduce en el sistema de nuestros convencionalismos. Pero por eso mismo, constituye también el interrogante inapagable sobre su diferencia. (¿No es ésta la misma intuición que late en "La leyenda del Gran Inquisidor" de Dostoievski?).

Cuando somos capaces de pensar esto, el alineamiento de Jesús con los más pequeños, su incondicional situarse al lado de los pobres, de los marginados y explotados, su rebeldía contra todo tipo de injusticia, se nos convierte quizás en la manifestación más fuerte de su trascendencia. De hecho, esta es la raíz profunda de donde nacen el impacto siempre vivo de las bienaventuranzas y la perenne fascinación de su figura masacrada en defensa de los humildes; y este fenómeno constituye la prueba de que la humanidad siempre ha percibido, aunque sea oscuramente, que en esa entrega radical hasta la cruz, se anunciaba un misterio. Y por eso la teología de la liberación, la gesta de hombres como Lutero King y Monseñor Romero, o los gestos humildes de las misioneras y misioneros que de repente aparecen en las pantallas cuidando con amor a los masacrados del mundo, constituyen en nuestros días el mejor acceso a una verdadera y auténtica "cristología fundamental".

Ni siquiera resulta artificioso traer aquí un símbolo que me impresiona desde hace tiempo: el de Jesús como "proletario absoluto". Símbolo que posee una profunda repercusión cultural porque alude, como es fácil ver, a la intuición marxista del proletariado como única clase de carácter verdaderamente universal. Marx lo hace en un contexto que más que a una clase en estricto sentido sociológico se refiere a la base sufriente de la humanidad: la de los "sufrimientos universales", la de los privados de todo derecho, la de los que no tienen otro título que el humano, la de aquellos a los que se niega el mismo ser humano. Enlaza seguramente, dándose cuenta o no, con la tradición del Siervo Sufriente (Is 42, l-9; 49, 1-9a; 5o, 4-11; 52, 13-53, 12) y, a través de ella, con la figura de Jesús a quien la comunidad cristiana vio desde el primer momento como el prototipo del Siervo, por la pobreza radical, por su total entrega, por su identificarse hasta la muerte con los humillados y ofendidos.

Por otra parte, esta radicalización moderna de lo humano nos retrotrae, casi paradójicamente, a la experiencia primera de los discípulos y contemporáneos. Digamos que nos sitúa al lado de los apóstoles para recorrer con ellos el camino que los llevó de ver y convivir con un Jesús simple y sencillamente humano a confesarlo como el Cristo de Dios. Está fuera de toda duda que para ellos la evidencia primera y elemental fue la de una humanidad normal, y sólo poco a poco fueron descubriendo en ella y a través de ella que allí se anunciaba algo más. Así ese "algo más" no aparecía como un suplemento separado o extraterrestre, sino brotando de sus gestos y palabras, enraizado en ellos, de modo que el significado de la confesión cristológica los incluía como significante irrenunciable, sin el que no se entendería nada.

Por fortuna, esa viene a ser en cierto modo la situación en la que, gracias a la crítica, nos encontramos hoy. Por eso, junto a la dificultad de tener que reconquistar de nuevo la evidencia de la fe en Cristo, tenemos la ocasión de irla palpando paso a paso en la estructuración de su significado. Éste ya no es construido desde fuera, por deducción a partir de conceptos dogmáticos preestablecidos: aunque éstos deban ser tenidos en cuenta como límites negativos e incluso como orientación positiva, su comprensión tiene que partir "desde abajo", sobre la pauta de las indicaciones que nos llegan de aquella concretísima humanidad.

En este sentido resulta instructiva la evolución de la cristología fundamental en su esfuerzo por mostrar la divinidad de Jesús. La teoría clásica — De Jesu Legato Divino— tenía un carácter marcadamente extrinsecista. Se apoyaba, por un lado, en las palabras de Jesús; pero no en las palabras "normales", sino en aquellas que, naciendo de su sabiduría divina, lo autodesignaban como Mesías e Hijo de Dios. Por otro, esas palabras eran confirmadas mediante los "milagros" y las "profecías" (éstas, en definitiva, reducidas también a "milagros morales"), que eran acciones tan por encima de lo normal, que sólo podían venir de Dios, y así desde fuera confirmaban lo que había dicho Jesús. La crítica ha demostrado que ese sistema era insostenible, pues durante su vida Jesús no se designó a si mismo con esos "títulos" y el tipo de milagros que hizo, aparte de ser entonces más corrientes, no servirían hoy para "demostrar" su origen sobre-natural.

De ahí que se diese el paso a lo que se ha llamado cristología implícita. Esta ya no busca su apoyo en lo externo y milagroso, sino que intenta "leer" en las palabras y actitudes de Jesús aquellos signos o indicios que delatan una conciencia única y específica. De ellos partió la primera comunidad para reconocerlo como el Cristo: tales su "pretensión de poder absoluto", su experiencia de Dios como Abbá, su (posible) autodesignación como Hijo del Hombre, su colocarse por encima de Moisés... Y aún hoy se da un pequeño paso ulterior al preferir hablar de la "autoridad de misión" (Sendungstautorität), en lugar de "autoconciencia" o de "autoconciencia mesiánica" de Jesús, porque los textos evangélicos "no están interesados en la conciencia sino en el ser" de Jesús.

(Nótese, con todo, que las denominaciones empleadas ordinariamente por la teología en este punto son muy poco adecuadas para expresar la actitud de Jesús, que fue siempre de una radical renuncia a todo poder. Por eso, aún después de haberle confesado ya como Cristo y como "Rey", los textos del Nuevo Testamento insisten de diversas maneras en que su Reino "no es de este mundo").

Estas variaciones teóricas pueden parecer secundarias a simple vista e incluso sutiles, pero encierran un gran significado. Porque al centrarse en el humanidad de Jesús y tratar de leer en ella su significado profundo, apoyan a este en el continuum de la experiencia común, de manera que hacen accesible en principio su examen para todos. El misterio de Jesucristo deja de ser algo aparte, extrahumano (todo lo grande que se quiera, pero ajeno), para ser algo nuestro, que nos afecta y puede interesarnos, ante el que podemos tomar una postura responsable, ya sea en la aceptación, en la duda o en el rechazo.

De hecho, J. Moingt observó con agudeza que la nueva situación crítica abrió el camino a la filosofía y supuso la definitiva universalización de la cristología: "Jesús no es arrebatado a la custodia de la iglesia más que para hacerse bien común de toda la humanidad". De ese modo aparece toda su fuerza liberadora, "que viene a liberar a los hombres del dominio del poder religioso o político". Lo que, a su vez, supone una importante llamada a la reflexión teológica actual: "La cristología de los filósofos provoca a la teología a una conversión de la mirada, a preocuparse más de la humanidad de Cristo y de su historicidad, abandonadas por ella durante tantos siglos".

Esta observación permite confirmar cómo, en efecto, la asunción consecuente del nuevo paradigma, lejos de representar una amenaza, abre posibilidades inéditas tanto para la inteligibilidad interna de la cristología como para su comprensibilidad actual. En concreto, para el problema fundamental de la universalidad.

 

4.2 La universalidad de Jesús

La radicalidad y las posibilidades del nuevo enfoque se aprecian todavía más en este último aspecto. Porque al remitir al origen real, Jesús aparece para nosotros, igual que para los apóstoles, en su representación originaria: no como el predicado sino como el predicador, no como el revelado sino como el revelador. Sólo al final, cuando su revelación resulta ser tan plena que se muestra como definitiva e irreversible, surgirá la pregunta por último sentido de su misterio, por su identidad personal. Intentemos aclararlo.

Si el cristianismo aspira a tener validez universal, no le queda otro camino que el de mostrar que en él — es decir, en el destino total de Jesús— se revela el auténtico y definitivo ser del hombre en cuanto definido por su relación con Dios (y, por tanto, también la realidad de Dios en cuanto volcada sobre el hombre). En definitiva, sólo podrá presentarse con pretensiones de universalidad, si cualquier hombre o mujer pueden reconocer que en Jesús sus preguntas últimas y sus esperanzas definitivas encuentran una respuesta válida e insuperable.

Pero desde el paradigma anterior esto resultaba, en rigor, imposible, porque allí el misterio de Jesús era interpretado desde lo "otro" de la humanidad, desde su entrada en ella "desde fuera" por la encarnación. El sentido del misterio en sí mismo quedaba más allá de todo tipo de verificación directa desde nuestra experiencia humana. Era por tanto algo en lo que había que "creer", en el sentido abstracto de la palabra, es decir, porque sí, porque Él lo dijo. Mas so no valía ya para una cultura que a partir de la ilustración se mostraba celosa de su autonomía, refractaria a todo autoritarismo y queriendo salir de la "inmadurez culpable de la razón" (Kant): fue justamente esa imposibilidad la que hizo entrar la concepción tradicional en una crisis irreversible. Mucho menos puede valer hoy cuando el diálogo con las demás religiones ha cobrado una importancia capital. Porque nacidas las otras religiones en culturas distintas a la occidental, si el cristianismo no se presenta ante ellas como brotando desde las entrañas mismas del ser humano, se les aparecerá necesariamente como un cuerpo extraño, que, en definitiva, trataría de superponerse —o imponerse— desde fuera.

Únicamente tomando en serio el nuevo paradigma, se abre la posibilidad de una discusión con la cultura y un diálogo libre y no impositivo con las religiones. Porque en él la confesión de Jesús como el Cristo queda en condiciones de ser "verificada" en su legitimidad y validez, puesto que ahora su oferta no se presenta como algo extraño a la humanidad sino como nacida dentro de ella. Además el objeto de esa confesión no se reduce a la pura intimidad de Jesús, sino que se ofrece en la objetividad de su revelación, que, igual que para sus contemporáneos, resulta examinable en sí misma y por tanto de alguna manera "verificable" como una propuesta en contacto con nuestra experiencia: presentándose ante ésta como nueva, gratuita e indeducible, intenta, sin embargo, llevarla al fondo más auténtico de si misma.

Ha sido sobre todo K. Rahner quien, con su propuesta de una "cristología trascendental", subrayó con fuerza este aspecto. Ya desde su ensayo sobre la cristología en un mundo en evolución insistió en la necesaria pertenencia de Jesús a nuestra realidad biológica e histórica. La insistencia en lo trascendental acentúa todavía más el carácter intrínseco, hacer ver a Cristo como el cumplimiento de la esperanza más profunda de nuestro ser en cuanto llamado a alcanzar su plenitud por la comunicación infinita de Dios. Porque entonces Cristo no es acogido extrínsecamente, sino porque en Él y en su oferta de salvación reconocemos lo que de alguna manera, realísima y ontológica, buscábamos y presentíamos: tal es el sentido de su famoso principio de que "la cristología es la antropología que ha llegado plenamente a sí misma".

No interesa aquí entrar en detalles o precisiones, sino simplemente señalar cómo, tomando en serio los nuevos recursos, resulta no sólo posible afrontar las cuestiones abiertas por la modernidad, sino también que la respuesta puede salir enormemente enriquecida. Y tendríamos que señalar además que la de Rahner no es una propuesta aislada, sino que enlaza con toda una línea del pensamiento moderno, que reconoce en Jesús la realización histórica de la idea Christi, es decir, de la idea a priori de una unión suprema entre Dios y el hombre; idea que, como la viene estudiando con profunda agudeza y tenacidad lúcida X. Tilliette, está presente de manera muy íntima en todo un vector de la filosofía, desde Cusa a Blondel.

Personalmente traté de mostrar que la concepción de la revelación como una mayéutica histórica permite profundizar en estas intuiciones (incluso evitando acaso cierto riesgo de apriorismo). Jesús, al ir reconociendo en sí mismo y en su historia el sentido auténtico de la presencia salvadora de Dios, está descubriéndolo también para nosotros, pues esa presencia es la misma que trabaja igualmente la intimidad y la historia de todos los hombres y mujeres. En otras palabras, no revela algo extraño o externo, sino que hace de "partera", ayudándonos a dar a luz lo que estaba tratando de nacer en nosotros, a caer en la cuenta de lo que Dios con la gracia y la fuerza de su Espíritu intentaba decirnos desde siempre. Por eso Jesús no lo inventa todo, sino que se inserta en un largo proceso que lo prepara y lo hace posible a él mismo.

De ese modo lo que hace es llevarlo a su culminación y plenitud. Y justamente en el carácter insuperable de esa culminación se abre la pregunta por su misterio. Ese fue, en realidad, el proceso: impresionados por la fuerza de su experiencia —"pues enseñaba como quien tiene autoridad, no como los letrados" (Mc l,22) —, por la radicalidad de su entrega— "pasó haciendo el bien" (Hech 10,38) hasta entregar la vida —, por su abisal intimidad con Dios— reflejada en la confianza sin límites y en la vivencia del Abbá— los discípulos "creyeron" en él, intuyeron poco a poco que en su persona se hacía presente Dios de una manera única y definitiva. El fracaso aparente de la muerte no rompió esta fe, como tantas veces se enfatiza en exceso para destacar la importancia de la resurrección. Mas bien, como muestra la experiencia histórica de todo mártir y de todo líder que muere por su ideal, lo terrible de la injusticia de la cruz confirmó la fidelidad, creando un espacio donde se afirmó la fe en la resurrección como comprensión última del misterio ya intuido en la vida terrena.

La pregunta sigue igualmente viva y "verificable" para nosotros hoy, porque, lo mismo que entonces, su revelación nos confronta con el misterio último de nuestro ser y del ser de Cristo. Por eso, aceptar la revelación cristiana significa en última instancia, hoy como en los primeros años treinta, reconocerse en su propuesta. Y dialogar con otras religiones no consiste en imponerles algo por vía autoritaria, sino en ofrecerles una visión religiosa de la realidad humana, que pueden juzgar en su exactitud y comparar con la propia visión, al tiempo que también ellas, al proponer las suyas, apelan al cristianismo para que las tome en consideración.

La propuesta de Jesús no puede separarse de su misterio. Porque en la revelación no se trata de un proceso teórico, sino de un descubrirse el hombre en su ultimidad, en cuanto está determinado por Dios. De modo que el descubrimiento va ligado al ser: sólo desde la unión efectiva con Dios podemos descubrir su presencia: y el grado del descubrimiento, aunque en interinflujo dinámico, va de par con el grado de la unión. Si en Jesús se ha alcanzado una plenitud definitiva e insuperable, sólo puede suceder porque en él la unión con Dios es también tan profunda y tan íntima que no cabe superación posible. Por eso, admitir su revelación como definitiva equivale a confesar el misterio de su persona.

Pero esta consideración nos conduce ya a la última parte: cómo "comprender" hoy el misterio de Cristo de modo que resulte verdaderamente significativo dentro de nuestro marco cultural.

 

5. El misterio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios

Ya se comprende que llegamos ahora a la cima de todo nuestro esfuerzo, al punto donde la pregunta se hace decisiva y la respuesta puede determinar el sentido definitivo de la propia existencia. Cuando en la vida, en la muerte y resurrección de Jesús se entrevé su misterio insondable, ¿qué significa confesarlo como el Cristo de Dios? ¿qué quisieron decir los discípulos y qué queremos decir nosotros hoy?

 

5.1 Transición: recuperar hoy la verdad primigenia

La pregunta es la misma para entonces y para hoy, puesto que remite al único misterio de Jesús el Cristo. Pero es también distinta, porque está hecha y respondida desde dos contextos separados por un cambio profundo en el tiempo. Bajo las mismas palabras pueden ocultarse conceptos o vivencias muy distintos; y también por lo mismo, puede ser necesario usar palabras muy distintas para expresar conceptos y vivencias idénticos en el fondo. No se trata, pues, de asegurar ante todo la fidelidad a las fórmulas, sino de asegurar la continuidad en lo más hondo, la identidad histórica de una misma experiencia de fe. Ni la fidelidad puede cortar la libertad en la palabra y en el pensamiento, ni la novedad en la compresión puede significar minusvaloración o rechazo de la verdad tal y como se expresó en el pasado.

El lector de dará cuenta de que no se trata de sutilezas hermenéuticas, sino del cuidado elemental de encontrar ante el pasado esa difícil actitud, que constituye la vivencia auténtica de la tradición: libertad para pensar y hablar en nuestro tiempo expresando así nuestra verdad, modestia para reconocer que esa es la misma verdad que antes que nosotros expresaron en su tiempo aquellos que nos la entregaron en la historia. El mismo Hegel, ese gran actualizador y nada menos que a propósito de la Trinidad, hace notar que sería absurdo creer que nosotros inventamos ahora la verdad: no puede ser sin más falso aquello que a lo largo de tantos siglos los grandes espíritus tuvieron por cierto: "Si hay un sentido en esta Trinidad, entonces tenemos que comprenderlo. Malo sería que no hubiese ningún sentido en algo que durante dos milenios fue la representación más santa de los cristianos".

Por todo lo dicho, la observación vale plenamente de la cristología. Se trata de reconocer la verdad de lo que recibimos, sin supeditarnos a la forma en que la recibimos. De ahí la importancia de que intentemos — aun a sabiendas de que nunca lo lograremos de todo, pues toda recepción implica ya interpretación — comprender lo que entonces se quería decir, para, en un segundo paso, decirlo hoy a nuestro modo.

(De paso quiero enunciar un tema de suma importancia: el idealismo alemán constituye en muchos aspectos la toma de conciencia plena de que la cultura entraba en una etapa radicalmente nueva; también —en esto no se equivocaba el fino olfato de Nietzsche— la cultura religiosa; y en ella la cristología. Como momento auroral, no todo podía ser acertado, y muchos aspectos han de ser criticados. Pero estoy convencido de que la teología tiene ahí un fondo riquísimo, que durante mucho tiempo se despreció totalmente y que hoy sigue minusvalorado, aunque, por suerte, empiezan a notarse indicios de su explotación).

Empezando por los textos originales, el dato primordial de nuestra confesión consiste en la afirmación de la unidad de Jesús con Dios desde el reconocimiento de una diferencia irreductible. Nunca se insistirá lo suficiente en esta tensión que con tan enérgica claridad aparece en aquella afirmación del mismo Jesús: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno fuera de Dios" (Mc 10,18); Lc 18,19). Naturalmente la tensión se acentúa justamente porque en Jesús, más que en ningún otro, se percibe una identidad especial: la percepción de ésta y el deseo de expresarla y anunciarla obligan a mantener con cuidado la diferencia. Algo que no resulta sencillo.

Impresiona observar cómo ya el redactor del evangelio de Mateo se siente en la obligación de rebajar y atenuar la fuerza de esa diferencia, modificando el texto original: "¿Por qué me preguntas acerca del bueno? Solamente Uno es el Bueno" (M 19,17). Hemos de mantenerla, sin embargo. Y ser, además conscientes de que ella permanecía en el fondo de las afirmaciones de la teología primitiva, mucho más de lo que, vistas desde hoy, pueden aparentar las palabras. Porque en aquel ambiente expresiones que nosotros tendemos a interpretar con un fuerte sentido de identidad ontológica con Dios, indican sólo una unión especial, un modo más íntimo y elevado de pertenecer a la esfera de lo divino. Recuérdense las palabras de san Justino, citadas al comienzo de este trabajo, comparando esta "identidad" con la que se daba entre las figuras de la teología griega.

Existen además numerosas indicaciones de la misma mentalidad tanto dentro de la cultura bíblica como fuera de ella: "Hijo de Dios era una expresión ampliamente usada en el mundo antiguo", indica J.D.G. Dunn. Respecto de la cultura helenística el mismo autor, remitiendo a numerosos estudios recientes, señala en apretada síntesis: héroes legendarios de la mitología griega; reyes orientales, especialmente egipcios, y en tiempos de Jesús "fue ampliamente usado refiriéndose a Augusto"; filósofos famosos como Platón y Pitágoras. En el judaísmo veterotestamentario enumera: ángeles o seres celestiales, Israel o los israelitas, el rey; en el intertestamentario añade: el cosmos y el Logos, israelitas individuales, carismáticos, como Honi y Hanina ben Dosa; y en Qumram, el Mesías.

También se habla de "hombres divinos" y, aún más, se puede llamar "dios" a personas particulares, como héroes, emperadores o reyes y filósofos. Para nosotros tiene más importancia ver que " parece que en una o dos ocasiones se llama ‘dioses’ al rey o a los jueces en Israel, incluso dentro del mismo Antiguo Testamento (Sal 45,6; 82,6; cf. Éx 21,6; 22,8; Is, 9,6s)". Más sorprendente aún es ver que, a pesar del estricto monoteísmo, en el siglo I después de Cristo se habla de personajes del pasado "en términos que se aproximan a la divinidad", en concreto, de Enoc y sobre todo de Moisés.

Las consecuencias tienen una importancia capital: "El lenguaje de filiación divina y divinidad era de amplio y variado uso en el mundo antiguo y les sería muy familiar a los contemporáneos de Jesús, de Pablo y de Juan en un amplio rango de aplicaciones". Los términos "hijo de Dios", "divino" y "dios" tenían un "campo similar de referencia", y, aunque siglos de cristianismo nos han hecho más cautos a la hora de usar tales términos, "tenemos que tratar de contar con el hecho de que los contemporáneos de los primeros cristianos no estaban tan inhibidos. En el siglo primero después de Cristo ‘hijo de Dios’ y ‘dios’ eran usados mucho más ampliamente en referencia a individuos particulares de cuanto es hoy el caso". De modo que "no deberíamos dar por supuesto que todos los que oían a los primeros cristianos hablar de Jesús como "hijo de Dios" iban a oír y entender la misma cosa".

Existe todavía otro capítulo que marca profundamente este contexto: el de los diversos intermediarios divinos, que se usaban para salvar la distancia entre la trascendencia divina y el mundo humano: Ángel, Nombre y Rostro de Yavé, Gloria, Ley, Espíritu, Palabra, Sabiduría... Sin entrar en esa compleja teología, puede resultar ilustrativo detenerse un poco en la Sabiduría. Los textos que a ella se refieren nos son más familiares y percibimos mejor su afinidad con muchos de los referidos a Jesús, sobre todo en el Cuarto Evangelio (es decir, en la cristología que más profundamente ha marcado la imaginería tradicional). Sería bueno leer con detención una sinopsis detallada, pero para percibir la significación para nuestra búsqueda pueden bastar algunas indicaciones:

No se le llama Logos (que es masculino), pero la Sabiduría sale de la boca del Altísimo (Eclo 24,3); fue creada..."en el principio...antes que el mundo fuese hecho" (Prov 8,22-23; cf. Jn 1,1; 17,5); viene de Dios pero queda con (meta) Él (Eclo 1,1; en Jn 1,1 el Verbo estaba con (pros) Dios; según Sab 7,22 ella es "unigénita" (monogenés), igual que Jesús en Jn 1,18; 3,16-l8; 1 Jn 4,9. La Sabiduría estaba presente en la creación (Sab 9,9; Prov 8,27-30), como artífice de todo" (Sab 7,22; cf. Jn 1,3), y pudo decir: "Quien me encuentra, encuentra la vida" (Prov 8,35; cf. Bar 4,1 semejante a Jesús en Jn 1,4; 10,10). En Sab 9,10 Salomón pide que la Sabiduría baje del cielo, y en Sab 9,17 pregunta "¿Quién conocerá tu consejo si tú no le concedes la Sabiduría, enviando tu Espíritu desde lo Alto?" (cf. Jn 3,13). En Eclo 24 8ss se dice que la Sabiduría plantó su tienda en Jacob (Israel) (cf. Jn 1,14: "plantó su tienda entre nosotros"); y el apócrifo 1 Enoc 42,2: "La sabiduría vino a construir su morada entre los hombres y no encontró lugar", igual que Baruc 3,12 le dice a Israel: "Despreciaste la fuente de la sabiduría" (cf. Jn 1,11: [el Logos] vino a los suyos y los suyos no lo recibieron")...

La lista podría continuar en una nube de alusiones. Baste con citar la conclusión de Brown:

"El lenguaje de la Sabiduría personificada aparece en los Sinópticos en varias ocasiones: pero no hay nada que se parezca al número masivo de ecos en Juan; y poca duda puede caber de que este trasfondo suministró una gran parte del vocabulario y de la imaginería para presentación joánica de Jesús como un ser preexistente que vino a este mundo desde un reino distinto, celestial, donde había estado con el Padre.

Aún que todas estas alusiones resulten, por desgracia, demasiado drásticas, cabe sacar la consecuencia fundamental: lo que ante todo y sobre todo la teología primera, leída en su contexto, está intentando expresar es la intimidad única de la unión de Jesús con Dios, y su rol también único en hacer viva y activa la presencia salvadora de Dios entre nosotros. El vocabulario del tiempo permitía —e incluso empujaba a— expresarlo en conceptos e imágenes de un ser celestial procedente de la esfera divina. Este lenguaje tenía una tendencia natural a objetivarse, más fácil en aquellos que —a diferencia de los discípulos directos— tenían ya una distancia vital, intelectual y de medio cultural respecto al Jesús terreno, como fueron Pablo y "Juan" (sin duda, los dos grandes promotores de la evolución cristológica).

En Pablo todo está todavía hirviendo y sin unificar: en él hay por un lado, elementos de una cristología "baja" del tipo que más tarde —con un vocabulario y unas preocupaciones distintas— se llamará "adopcionista" (cf. Rm 1,1-6: hijo de David por nacimiento, hijo de Dios por la resurrección) y, por otro, expresiones de una cristología "alta" (Cf. Fil 2,5-11: estaba "en la forma de Dios" pero tomó "la forma de esclavo"). Un buen conocedor, E.P. Sanders, concluye muy bien: "aunque estos pasajes no constituyen un punto de vista harmónico, considerarlos nos permite ver desde otro ángulo la convicción fundamental de Pablo: que en Cristo Dios ha actuado para salvar la humanidad".

Juan resulta ya más contundente. "El autor de Jn 1,1-6 fue el primero en dar aquel paso que ningún autor helenístico-judío había dado antes que él, el primero en identificar la palabra de Dios como una persona particular, y hasta donde llega nuestra evidencia el Cuarto Evangelista fue el primer escritor cristiano en concebir claramente la pre-existencia personal del Logos-Hijo y presentar esto como una parte fundamental de su mensaje". El riesgo era enorme, teniendo en cuenta la fe monoteísta de la que partía y que él mantenía ("el Padre es más que yo": Jn 14,28); pero también lo fue la valentía, asumiendo el lenguaje y los conceptos de su tiempo para expresar en ellos el misterio de Cristo. A nosotros no nos es fácil medir con toda precisión lo que en aquel contexto significaban exactamente sus palabras. Pero, sí, creo que Dunn acierta en formular con claridad su lección:

"Lo que fue más deliberado fue el osado empleo del lenguaje disponible, para desafiar y convertir a los familiarizados con los modos corrientes de hablar acerca de Dios, concentrándolo de manera exclusiva en Jesucristo. Le concedemos el máximo honor cuando seguimos su ejemplo y moldeamos el lenguaje y las conceptualizaciones hoy en transición, convirtiéndolas en un evangelio que transmita el significado divino, revelador y salvador de Cristo para nuestro tiempo de manera tan efectiva como él hizo para el suyo.

Es justamente la lección que aquí estamos intentando aprender. También ahora hace falta valentía, asumiendo los nuevos recursos, para, como dijera J.L. Segundo, "crear nuevos evangelios", que hagan accesible la buena nueva de Jesús el Cristo para nuestros contemporáneos. La aventura es delicada, pero aparece más necesaria cuanto más se comprende la trascendencia del cambio cultural. Sólo puede asustar demasiado, cuando los nuevos enfoques se contemplan desde una mentalidad anterior que se niega a evolucionar. Después de todo lo dicho, cabe esperar con todo derecho que, situándonos con plena consecuencia en el nuevo horizonte de comprensión, contamos con bastantes recursos para afrontar el trabajo. Más aún, todo indica que el proceso está en marcha y que los frutos pueden ser espléndidos.

En lo que sigue y de manera telegráfica, se intentará indicar algunos de los caminos por donde hoy discurre o puede discurrir la nueva cristología.

 

5.2 Desde el concepto (no onto-teológico) de creación

En el imaginario convencional la "encarnación" aparece como el acto de "irrupción" de un ser que desde fuera entra en nuestro mundo para salvarlo. De ese modo el carácter divino de Cristo sólo puede comprenderse desde su separación y diferencia con nosotros, y se acomoda bien en el esquema "mítico" de bajadas y subidas de seres celestes. Esquema que encaja perfectamente en la imagen de un Dios que nos creó pero que permanece allá en el cielo mientras nosotros estamos aquí en la tierra. Reforzada por dos notas de aquel ambiente cultural, el helenístico: 1) una materia eterna independiente, cuando no enemiga, de la divinidad, que no era objeto de creación sino de simple ordenación; y 2) una creciente insistencia en el carácter hipertrascendente de la divinidad, que postulaba seres intermediarios para sus relaciones con el mundo y con la humanidad.

La perspectiva cambia de modo radical cuando se toma en serio la idea de creación, sobre todo purificada por la dura crítica a la que la somete la sospecha onto-teológica. Porque entonces entre Dios y la criatura aparece la máxima diferencia en la máxima continuidad. Dios ya no está fuera y lejos, sino dentro y desde la raíz, sosteniendo a la creatura mediante el acto continuo de su creación.

Inmediatamente se intuye la consecuencia: si Jesús "viene" de Dios, no llega ya de fuera sino desde la fuente común que nos está constituyendo y manteniendo a todos; y cuanto más grande sea la intimidad desde donde "viene", más participa de esa misma fuente que nos está haciendo ser, y por tanto más se intensifica también su comunidad con nosotros. Así la diferencia no lo aleja, sino que, al contrario, lo acerca y lo une más: es diferencia en la continuidad, diferencia por "intensificación" sobre el fondo común.

El carácter divino de Jesús no sólo no queda de ningún modo disminuido, sino que se abre a una intensificación infinita. Pues lo que es y el quien es Jesús, dado que echa sus raíces en la Divinidad, se hace tan profundo como el mismo Dios. Es Dios mismo en su ser y en su libertad eternos el que se manifiesta en Jesús, tanto en el sentido "económico" de la manifestación histórica — pues Jesús es tal como Dios quiere y determina que sea— , como en el sentido "inmanente" del mismo ser divino—pues Jesús es así, porque desde la eternidad Dios se quiere y se determina a sí mismo como Padre de Jesús—. El carácter único de éste aparece así como idéntico con su mismo ser.

Desde esta perspectiva se abre también la posibilidad de comprender de una manera distinta el significado de la "pre-existencia", sin necesidad de recurrir a representaciones míticas y sin que se pierda su eficacia salvadora. Aunque en este tema ya no vamos a entrar ahora.

Lo mismo sucede con la humanidad de Jesús. El principio ya anunciado de la no concurrencia sino, al contrario, de la potenciación positiva entre la presencia activa de Dios y el ser de la criatura, se manifiesta aquí con toda claridad: cuanto más íntima y profundamente está enraizado en Dios el ser de Jesús, más limpia, profunda y decisivamente humano resulta. Por eso no es, ni en su vida real lo parece jamás, un autómata o una simple máscara de la Divinidad, sino que crece en una biografía y una historia, acogiendo la presencia del Padre con una libertad que le es propia e intransferible; hasta el punto de que —aunque la vive como gracia, regalo y don— sin esa acogida libre no sería "Hijo de Dios". Es lo que en los evangelios aparece como la presencia la presencia del Espíritu.

Karl Rahner, como en tantas cosas, también percibió con fuerza la renovación que se anunciaba por aquí. Insiste en que, so pena de caer en concepciones míticas, es preciso concebir la creación y la encarnación como dos momentos en la única actuación y comunicación de Dios al mundo y a la historia, como dos fases en el único proceso salvador.

De ese modo, la encarnación como intensificación máxima se comprende en la doble valencia que la singulariza: a) "como el principio necesario y permanente de la divinización del mundo en conjunto" o, si se quiere, como "un momento y condición internos del agraciamiento general de la criatura espiritual"; y al mismo tiempo, b) como algo destinado a todos, de modo que "gracia en todos nosotros y unión hipostática en el único Jesucristo no pueden sino pensarse juntas", hasta el punto de que "los privilegios impartidos internamente a la realidad humana de Jesús en virtud de la unión hipostática son privilegios destinados también en una igualdad esencial a los demás sujetos espirituales mediante la gracia".

 

5.3 Desde la nueva concepción de la historia y de la persona

Estas ideas alcanzan su mayor expansión cuando se aplican a elaborar la inteligibilidad interna del misterio cristológico. La conceptualidad heredada de la cultura helenística —hipóstasis o persona, fysis o naturaleza, relaciones...— produce hoy dificultades casi insuperables de comprensión, y conduce a inevitables malentendidos. La conmemoración de los 1.500 años del Concilio de Calcedonia, como indica el mismo subtítulo de la obra conmemorativa —"historia y actualidad"— fue el punto de partida: sólo era posible conservar la verdad de la historia trayéndola a nuestra actualidad.

En ese sentido, la renovación radical de dos nuevos conceptos que marcaban sendos vectores fundamentales de la nueva experiencia cultural, tuvieron y tienen un papel decisivo: el de historia y el de persona. El idealismo, y muy en concreto Hegel, están en el fondo; y cabe afirmar que todas las cristologías verdaderamente renovadas parten de aquí. Se nota sobre todo en una comprensión enormemente más flexible y dinámica tanto del misterio Dios como del dogma de Cristo.

 

5.3.1 La realidad de Jesús, ya reconquistada en su concreción viviente, empezó a ser comprendida en su dinamismo personal mediante el nuevo concepto de "persona". El anterior concepto metafísico —hipóstasis (literalmente, "que está debajo") y prósopon ("máscara" de teatro), leído desde la sensibilidad actual, llevaba a pensar en un Jesús sin realidad verdaderamente humana: su humanidad quedaba reducida a mera apariencia, como simple rol representativo del Verbo eterno que, por debajo, la sustenta. De modo que mantener la fidelidad a la letra conducía paradójicamente a una visión herética.

El nuevo concepto que parte de Hegel —la persona como relación viva, como un existir en reciprocidad "por el don de sí a otro"— permite un enfoque distinto: en la entrega total de Jesús el Padre se realiza su pleno recibirse desde Él y, por tanto, la máxima potenciación de su realidad humana. De modo que lo que antes se expresaba diciendo que en Jesús había una sola "persona" (para indicar su total asunción por Dios en el "Verbo"), debe decirse ahora afirmando su suprema "personalidad", en cuanto totalmente abierta, entregada y transparente a Dios. Se trata de una identificación con el Padre no por mera pasividad, sino por máxima actividad, por ejercicio supremo de la libertad. Dicho de otro modo, podemos afirmar que Jesús es "tan persona" (en el sentido actual), que en todo cuanto dice y hace es Dios quien habla y actúa.

El proceder así, no significa un mero cambio terminológico. Implica toda una actitud vital y toda una instalación cultural y religiosa, pues sólo de este modo nos resulta hoy Jesús verdaderamente comprensible y, sobre todo, imitable y apropiable a nuestra propia existencia. Esto es lo que justifica la intensa radicalidad de un P. Schoonenberg en reformular radicalmente en este punto el dogma calcedonense, que para evitar la existencia de "dos personas" en Cristo, excluía de Jesús como hombre el "ser persona" (pues eso le corresponde al Verbo). El teólogo holandés no niega el dogma, pero cree interpretarlo bien, afirmando la personalidad real de Jesús en cuanto hombre. Piensa, en efecto, que únicamente así se salva dentro de nuestro horizonte conceptual lo que de verdad quiere decir el Concilio. Y, ciertamente, éste no pretendía que Jesús aparezca como un hombre disminuido e incompleto, y que aparezca así justamente por aquello que eleva su ser al máximo: su relación con Dios.

Hoy cabe aún profundizar más esta concepción acogiendo, como hace de modo excelente J. Moingt, los aportes de las ciencias humanas y de la filosofía de la intersubjetividad. Subraya así mucho mejor el carácter dinámico de la persona de Jesús, que se construye en el ejercicio de la libertad a lo largo de su vida hasta la consumación "por el trabajo de la muerte". De modo que su ser Cristo e Hijo de Dios se identifica en Él con el trabajo de ser hombre o, mejor, como repite remitiéndose a Pannenberg, "de ser este hombre". Así toda su biografía, toda su historia humana — "construida en dirección a Dios, en relación a aquel a quien llamaba su Padre, en proyección filial en dirección a él"—constituye la actualización y realización de su ser divino.

 

5.3.2 Con lo que se anuncia también, en conexión indisoluble, la importancia de la historicidad, que, a su modo, penetra hasta la intimidad del mismo ser divino.

El concepto tradicional de Dios, heredado de la escolástica, fué apareciendo como marcado hasta límites intolerables por el inmovilismo griego. Ya N. de Cusa empezó el nuevo camino, pero fue sobre todo el idealismo el que, definitivamente, ha abierto también aquí nuevos horizontes; y tanto la filosofía como la teología del proceso han introducido con fuerza esta urgencia en la cultura actual. La ambigüedad de un Dios que fuese indigente al principio para ser pleno solamente al final debe ser superada. Pero la recuperación de su carácter vivo, de su implicación real en la historia de los hombres y del mundo es una evidencia que ya no se debe dar vuelta atrás.

Desde la nueva acentuación de la historia de Jesús esto se hizo más claro, y las nuevas cristologías logran evidenciarlo con vigor, desde diversos ángulos. Recogiendo la idea de Platón y Aristóteles de que Dios "no es envidioso", ya Hegel insistió en que el manifestarse pertenece a la constitución de Dios. Y, bien mirado, eso no es más que otro modo de expresar la intuición cristiana de que "Dios es agape", es decir, amor que se da realmente en la creación. De modo que Dios no es sin la manifestación de su amor, la cual constituye así su historia con nosotros, afectándolo en la íntima constitución de su ser.

Hasta el punto de que podemos, y debemos, afirmar que hay un devenir en Dios, aunque sea de un modo eminente, único, distinto del de la criatura. Porque en ésta el devenir nace de la indigencia, para poder ser lo que todavía no es o para dejar de ser lo que ahora es; mientras que en Dios nace de su riqueza, "que saca de sí todo aquello en lo que deviene y lo conserva en sí para siempre", que tiene en sí mismo la fuente de posibilidades infinitas, de modo que "lo que le es posible ser no supone en él una falta, su posibilidad no agota nunca su posible, su existencia no tropieza en ningún punto con los límites del ser". Aparece así con todo vigor, al lado de la idea tradicional de un homo capax Dei —el hombre como capaz, en la apertura infinita de su espíritu, de acoger a Dios— la idea de un Deus capax hominis, de un Dios capaz de entregarse al hombre en la plenitud de la salvación y la encarnación.

Ya se comprende que, por un lado, en su expresión tan viva, a estas ideas se llegó gracias al impacto de la experiencia cristiana; y que, por otro, en justa circularidad hermenéutica, son ellas las que nos hacen comprender mejor el misterio de Jesús. En efecto, nos hacen comprender aún con más fuerza que lo que vemos en el destino del Nazareno revela el ser mismo de Dios. En otras palabras, el hecho de que Dios se revele en la historia de Jesús de un modo único, está indicando su modo de ser, de quererse y realizarse en su eternidad (la cual no es un más allá en el tiempo, sino la plenitud de lo que el tiempo sugiere como su aspiración última y su plenitud imposible).

El ser-Padre de Jesús pertenece así al ser eterno de Dios e indica la riqueza de la vida divina. El lo que luego intentamos traducir hablando de "personas" en el misterio de la Trinidad. Ahí nuestro pensamiento, como ya dijera san Agustín, "habla para no permanecer callado"; pero al menos comprendemos que lo que nuestro hablar signifique tiene una base real en la historia concreta de Jesús y —si no queremos perdernos en especulaciones vanas— debe ser siempre comprendido formando una unidad indisoluble con ella.

 

5.4 Pro nobis: "por nuestra salvación"

Dios volcado sobre nosotros, Jesús surgiendo de dentro de nosotros: todo un símbolo del nuevo paradigma en el que ha de moverse el pensamiento teológico actual. La salvación adquiere entonces, por sí misma, un carácter intrínseco y no superpuesto, potenciador de nuestro ser y de nuestra libertad, no añadido desde fuera.

No puede extrañar que en el inicio del nuevo tiempo Kant se levantase contra una idea de salvación que, tal como aparecía desde la antigua conceptualidad, resultaba efectivamente alienante: si la salvación se efectuaba por alguien que, fuera de nosotros, sustituía nuestra libertad, lo que sucedía era, en realidad, inmoral. No cabe negar que ese era el esquema imaginativo: en un lado estaba Dios ofendido por el pecado: en el otro, la humanidad pecadora: y en el medio Cristo, que obrando por su cuenta ante Dios, lograba que Dios nos perdonase... Algo que, por otro lado, contradecía el profundo movimiento de la Escritura, que pone la iniciativa siempre en Dios, y a Cristo con nosotros haciendo posible nuestra salvación: "Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo (2 Cor 5,1).

Una mentalidad jurídica, apoyada en la secuencia pecado-castigo-perdón-salvación, sumada a las ideas tradicionales de sacrificio y sustitución, crearon en esta cuestión fundamental una mentalidad extrinsecista y a veces incluso cruel. Piénsese en las ideas heredadas de san Anselmo —en él humanizadas por el concepto medieval del honor, no sólo de Dios sino también del hombre—, endurecidas más tarde hasta hablar de un castigo de "Jesús por el Padre", en "venganza justa", puesto que estaba "cargado con los pecados del mundo"... ideas que el propio impulso renovador de la Reforma no eliminó sino que reforzó y que llegan a grandes teólogos actuales (Barth, Moltmann, von Balthasar).

Cabe, como es lógico, mantener las palabras y las categorías antiguas intentando transformar su significado inmediato. Pero tal vez sea mejor un trasvase más radical del sentido, reconociéndolo en su intención, pero expresándolo con categorías forjadas dentro del nuevo paradigma y aprovechando todas sus posibilidades. El esquema fundamental ya está dado: Cristo diferente en la continuidad con nosotros. Lo que sucede en él sucede también para nosotros y en nosotros mediante la libre apropiación por nuestra parte. Jesús revela nuestro ser en cuanto habitado y promovido por el amor salvador de Dios, por su Espíritu en nosotros, que nos hace capaces de superar el egoísmo, de luchar contra el pecado en una lucha llena de fracasos, pero sostenida por el perdón y la gracia, y animada ya por una esperanza segura.

Naturalmente, la revelación ha de ser tomada aquí en toda su radical densidad: no un mero "ejemplo" externo —ésta fue la reducción de los ilustrados, aunque no tanto como nos parece desde hoy— , sino realización efectiva. Constituye la "mayéutica" viva de nuestro ser auténtico, puesto que saca a la luz, en la realidad histórica de una tradición y de su culminación insuperable en el destino concreto de Jesucristo, la posibilitación efectiva por parte de Dios de una existencia salvada. Introduce a la humanidad en una nueva situación, que es idénticamente un nuevo estado de conciencia y una nueva capacidad real de acoger a Dios, que, presente desde siempre, estaba intentando mostrársenos y dársenos en su plenitud de Padre.

Jesús en cada uno de los "misterios de su vida", muestra la figura de esa nueva existencia y abre también para nosotros la posibilidad de vivir como él. De ahí la importancia de cada una de las dimensiones de su vida y el relieve que en ella alcanza la culminación de su entrega en la muerte como totalización: gracias a Él sabemos como vivir y como morir en cuanto salvados, y sabemos además que lo podemos igual que Él.

La experiencia de la resurrección constituyó justamente la seguridad última de que esto es así, frente y a pesar de todo fracaso histórico. Además libera a la salvación de quedar relegada a mero recuerdo abstracto de un acontecimiento pasado. Plenificado y universalizado en Dios a través de la muerte, Cristo sigue presente de un modo nuevo, activo en el Espíritu, Espíritu él mismo, Dios-para-nosotros.

Esas dimensiones de la vida de Jesús no pueden ser interpretadas de un modo intimista. Lo dicho al principio acerca de su radical contextualización sociológica lo impide de raíz. En este sentido, la insistencia de la teología de la liberación representa un elemento constitutivo de toda cristología. Como también la representa, en íntima solidaridad con ella, todo el esfuerzo para recuperar la dimensión anamnética de la razón teológica: en un mundo de víctimas pocas cosas resultan tan entrañables y humanísimamente urgentes como la de hacer patente que, en el Jesús crucificado, Dios se reveló para siempre como el que—com-padeciendo, apoyando y urgiendo la ayuda como su mandamiento único— está al lado de los aplastados y masacrados por los poderes idénticamente inhumanos y antidivinos de la historia.

Ya se comprende que estas indicaciones sumarísimas, que podrían aludir también a otras dimensiones como la interreligiosa, la feminista y la ecológica, quieren tan sólo indicar una dirección y un trabajo. Trabajo no de un día ni de un individuo, sino de la comunidad entera de los creyentes en la paciencia y en el trabajo de la historia. Todo parece indicar que hemos entrado en una nueva etapa: asumirla con toda consecuencia, en la fidelidad al pasado y en el coraje del futuro, es el desafío que nos presenta, porque es igualmente la gracia que nos ofrece.