Cómo el cristiano es Cristo


Antonio Orozco
 



 

 

Gentileza de Arvo.net, 30/03/2008

 

Cristo murió, pero no ha muerto: ha resucitado; un hecho históricamente tan documentado como o más que el que más. Si los historiadores profesionales contasen para cualquier evento acaecido en el siglo primero de nuestra era, con tanta documentación como hay de la muerte y de la vida de Cristo tras su muerte, no dudarían en reconocerlo a pies juntillas.

Los cuatro Evangelios nos dan noticia de lo que costó a los discípulos admitir el hecho de la resurrección. Su resistencia es para nosotros una buena razón para creer; muestra de su poca afición a montar espectáculos y a fabricar mitos. A aquellos hombres y mujeres que vieron y tocaron a Cristo resucitado les costó creer que no era un "fantasma" - producto de su imaginación, un ser irreal -, como nos podría costar a nosotros en el siglo XXI. La Historia comprueba que admitieron la divinidad de la doctrina de Jesús no fundados en la lógica de ciertas ideas o en ideales más o menos nobles, sino por la fuerza de los hechos, no solo vistos, sino palpados, cabe decir, comprobados empíricamente (cf. p.ej. Jn 20, 27).

A los tres días de la crucifixión no hay tiempo para mitos o fantasías, saben que Cristo vive. Después de conversar no una vez sino cuarenta días con el Resucitado [1] contemplan su Ascensión al Cielo (Hch 1, 9-10). Entones no sólo siguen creyendo que vive, están convencidos de que permanece con ellos de modo tan misterioso como real. No como el maestro permanece en los discípulos, no como Platón o Aristóteles «viven» en sus escritos y en la memoria de los estudiosos; no como el amado muerto pervive en el amante vivo; sino de una manera singular y absolutamente nueva, como una persona vive «en» otra persona viva. Es decir, como sólo una persona divina puede vivir «en» una persona creada: sin dañarla, ni alterarla sustancialmente, ni suplantarla en modo alguno, dejándola a la vez intacta, pero enriquecida indeciblemente por un principio vital superior no creado, sino creador; en concreto: la misma Vida originaria increada. «Yo soy la Vida», les había dicho Jesús; «el que cree en el Hijo, tiene vida eterna»; no «va a tener», o «tendrá», sino tiene (Jn 3, 13; cf Jn 5, 24; 6, 47; 6, 54). «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Una vida nueva

Los discípulos, a los pocos días de morir Jesús, comienzan a vivir una vida rigurosamente nueva en el mundo y en la historia: la vida de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre. Son conscientes de que Cristo vive de un modo superior al de su existencia histórica, porque su Divinidad ha llenado su naturaleza humana, la ha resucitado y la ha glorificado, de tal modo que en su humanidad brota una fuente inagotable de vida divina transmisible a sus hermanos los hombres redimidos. Vida divina capaz de vivificar a los muertos del cuerpo y a los muertos del espíritu. «De su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1, 16).

Vivificados con la vida de Cristo resucitado, los Apóstoles, sin dejar de ser ellos mismos, son transformados, encendidos con un fuego de amor que viene del espíritu de Cristo. Pablo de Tarso es uno de los grandes testigos de esa nueva vida que vive en todo fiel cristiano: «vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). No se trata de un caso extraordinario; les dice a los fieles romanos: «así también daos cuenta de que vosotros mismos estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6, 11). «Cristo está en vosotros» (Rom 8, 10.11; Ef 2, 5). «Cristo es vuestra vida» (Col 3, 4) .

La vida de Cristo en la persona del cristiano

¿Cuál es el alcance de este «en» -vosotros en Cristo, Cristo en vosotros- que Pablo escribe 164 veces en sus Cartas? El alcance permanece entre los velos del misterio, porque ese estar y ser Cristo en mí y yo en él, no es una realidad sensible, ni siquiera «natural» sino de naturaleza superior, «sobrenatural», pero - preciso es subrayarlo- tan real, o más si cabe, que todo lo natural, como más realidad posee la Vida divina que cualquier vida creada [2].

Cristo mismo nos ofrece una alegoría que nos aproxima al misterio: «Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos» (cf Juan 16, 4 ss). Por los sarmientos corre la misma sabia de la vid, que los vivifica y les da capacidad de dar frutos riquísimos. Ellos no son la vid y, a la vez, de algún modo lo son. El fiel cristiano no es idéntico a Cristo, pero en cierta real manera se identifica con Él, porque lo mejor de su vida está «escondida con Cristo en Dios», es vida «en Cristo», Cristo es realmente «su vida»; es el origen de la vida sobrenatural que diviniza el espíritu del cristiano y aún su cuerpo. «Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa … La vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: ‘Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él’. El cristiano debe -por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus, no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí.» [3]

Más que el enamorado de una criatura, el bautizado en Gracia de Dios, puede decir a Cristo: «vida mía», porque Él no sólo es el amor supremo, origen de todo amor puro; no sólo es «otra vida», de la que estoy «en-amorado», sino que ha venido a estar «en mí», para cumplir el deseo nunca cabalmente realizado del amor entre criaturas, de tal modo que somos «dos en uno». Permanecen su identidad y la mía, somos dos, pero a la vez somos una sola vida, la Suya.

Se cumple el deseo del amor divino, que encuentra su maravillosa realización en la unidad de Dios Trino: el Padre y el Hijo son dos personas y una sola esencia o naturaleza, un solo Dios. «yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20), dice el Señor. No es exactamente lo mismo, pero el punto de comparación que pone al hablar de cómo Él está «en el cristiano», es nada menos que su modo de estar «en» su Padre, es decir, la Unidad de la Trinidad.

Hay una inmanencia mutua, sin confusión, entre Cristo y los fieles. No sólo al modo en que lo conocido está en el cognoscente, ni como está la piedra en el fondo del lago. Es un modo misterioso por el que realmente el espíritu de Cristo se encuentra sin fronteras en el espíritu del cristiano

El Santo Padre decía durante la pasada Vigilia Pascual comentando Jn 13,36, «Me voy y vuelvo a vuestro lado», «justamente en su irse, él regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal. Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca. En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un determinado lugar y a un determinado tiempo. La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar a la vez en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad. Ciertamente, amando podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Queda, sin embargo, la barrera infranqueable del ser diversos. Jesús, en cambio, que a través del amor ha sido transformado totalmente, está libre de tales barreras y límites. Es capaz de atravesar no sólo las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf. Jn 20, 19). Puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú, la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. … Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la presencia del Resucitado, en el cual Él está presente ayer, hoy y siempre; en el cual abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió con Pablo, quien describe el proceso de su conversión y Bautismo con las palabras: "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Mediante la llegada del Resucitado, Pablo ha obtenido una identidad nueva. Su yo cerrado se ha abierto. Ahora vive en comunión con Jesucristo, en el gran yo de los creyentes que se han convertido – como él define – en "uno en Cristo" (Ga 3, 28).» [4]

«Yo vivo, pero no soy yo, antes es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Sorprendente afirmación, absurda resultaría en otra fuente y en cualquier otra religión. No se trata de una sustitución que equivaldría a la muerte. Sucede que mi intimidad existe porque Dios la ha creado y continúa dándome el ser. Por eso no hay para Él un cercado de subjetividad impenetrable. Cristo, por ser Dios, puede entrar en el cercado íntimo de una subjetividad ajena y actuarla por dentro, operando por las facultades de ella, de tal modo que no sólo no menoscaba la personalidad, sino que la refuerza. Tras la resurrección, como Logos encarnado, puede también hacer esa obra de «ingeniería» creadora y redentora que alcanza lo más hondo e inescrutable del yo humano. De no ser así la redención no sería estrictamente perfecta, la justificación o santificación no podría ser plena, Dios no habría llegado a la altura de su poder. No ha querido dejar las cosas a medias, ni siquiera solo muy bien; llega hasta el extremo de amor, de justicia y de misericordia.

Pienso –desde mi ignorancia- en la situación del estomatólogo cuando ha de desvitalizar una pieza. Ha de alcanzar y limpiar por dentro hasta el último fondo de la raíz. Por otro lado, en nuestro asunto, se ha de infundir no una prótesis sino vida de la propia vida, rigurosamente sana e incontaminada y esta es la vida misma de Cristo que se hace «vida mía».

El Infinito posee de modo virtual y eminente las perfecciones de todas las personalidades reales y posibles, conoce las sendas de todos los corazones y puede actuar en ellos, robustecer toda potencia y toda originalidad sin alterar sus fibras. Tal excelencia, que a Dios sólo incumbe, la poseía Cristo como Dios antes de la Resurrección, pero la mantenía inoperante en su humanidad, en espera del día en que la muerte y la resurrección le darían el reinado efectivo sobre los corazones. [4b]

Ahora, con el Bautismo, por obra del Espíritu Santo, Cristo viene a vivir en mí, se hace «vida mía». Con ello no suplanta mi personalidad, antes bien la robustece, no sólo en energía vital, sino también en el sentido de mi originalidad irrepetible. «Así – escribe Carlos Cardó- yo, poseído por Cristo, soy más que yo solo. Yo vivo real y poderosamente, como que soy yo y muy de veras; pero en este yo, sin menoscabarlo y sin entorpecerlo, está viviendo Cristo. He aquí la nueva espiritualidad de Cristo resucitado; comporta una sutileza infinitamente más fina y más fuerte que la que permitía a Jesús pasar a través de las puertas cerradas. En efecto: ¿qué puerta hay más cerrada que la intimidad del corazón, que la vitalidad intransferible? Cristo resucitado la penetra hasta la identidad de la persona, para venir a renovar el yo, que es naturalmente irrenovable. Perdidos estaríamos si no fuera por este poder; sin él la redención habría sido inútil y nuestra regeneración fuera imposible. Esto había prometido Jesús: « Quien me ama guardará mi palabra; y el Padre le ama e iremos a El y en Él permaneceremos» (Io 14, 23). La corrupción no estaba limitada a nuestra conducta externa; aunque dejando a salvo la naturaleza, alcanzaba el yo interior, la punta extrema del espíritu de la que mana la orientación de la vida, la intención calificadora de los actos, por la que está sellada toda la vida moral. Hasta aquí baja el Resucitado, como portador de las otras dos Personas divinas; para elevar en cierto modo al hombre hasta el límite mismo del orden hipostático.» [4b]

Al resucitar, también la naturaleza humana de Cristo se ha transformado, sin dejar de ser humana, se ha espiritualizado. Puede atravesar todas las puertas e introducir su psicología en nuestra psicología, su perspectiva de Logos hecho carne; en cierta medida, su sabiduría de perfecto Dios y su sabiduría de hombre perfecto, su humildad, su generosidad, su magnanimidad, su fortaleza, en fin, su amor ilimitado hasta a los propios verdugos… Todo Él se transfunde al pequeño yo…, aunque como es lógico en la medida en que mis disposiciones lo permiten. Gran responsabilidad la mía. Si no me resisto ni pongo obstáculos, si me abandono a los impulsos del Amor, entonces, mi ser personal, irrepetible, en Cristo va creciendo, creciendo sin saber a dónde puede llegar. Todo esto es compatible con mis miserias, con las que he de combatir sin cesar, motivo de conversión continua y también de acción de gracias por la inmensa paciencia, misericordia, generosidad y entrega sin limite del Crucificado Resucitado, «Príncipe de la Vida» (Hch 3,15).

Benedicto XVI insiste año tras año a los recién bautizados: «ésta es la realidad del Bautismo: Él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad, sí, una sola cosa con Él, y de este modo una sola cosa entre vosotros. En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar la verdad de esta palabra. Las personas bautizadas y creyentes no son nunca realmente ajenas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales o también acontecimientos históricos. Pero cuando nos encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestras vidas es el mismo. Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo: la lejanía ha sido superada, estamos unidos en el Señor (cf. Ef 2, 13).» [5]

Fe viva en el vivir de Cristo en mí

Se comprende que quedaran muy grabadas en la mente de Pablo las palabras de Jesús, camino de Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 24). Hay una identidad tal entre Cristo y el cristiano que todo lo que se hace a un cristiano se hace a Cristo, porque Cristo vive realmente en él: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis esto a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Una de las maravillas del vivir en Cristo es que cuanto mayor es la unión con Él, más vigorosas, íntegras y distintas aparecen las personalidades de los santos. En Cristo se alcanza tanto la más auténtica y real liberación como la personalidad más plena.

La incorporación a Cristo, lejos de ser pérdida es ganancia. Al extremo de que, como dice Tomás Aquino, «el Bautismo nos incorpora a la Pasión y Muerte de Cristo, de tal manera que la Pasión de Cristo, en la que cada persona bautizada tiene una parte, es para todos un remedio tan efectivo como si cada uno hubiese sufrido y muerto él mismo» (S. Th. III, 69, 2). Por eso Pablo puede decir que por el Bautismo hemos muerto-con Cristo, y hemos sido con-sepultados, con-resucitados con Cristo y co-sentados con El a la diestra del Padre (cf Rom 6, 3-14). El Apóstol ya se ve sentado con Cristo junto al Padre: «aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente en Cristo... y nos resucitó con El, y nos hizo sentar sobre los cielos en la Persona de Jesucristo» (Ef 2, 56). [6] Esta realidad gloriosa está «escondida», no se ve, lo hemos dicho, no es sensible, solo lo sabemos por la palabra de Dios: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él.» (Col 3, 3-4). ¿Cuándo sucederá? «Dice el que da testimonio de todo esto: ‘Sí, vengo pronto’» (Apc 22, 20). Vale la pena esperar un poco, poniendo la vida cotidiana en sintonía con el vivir de Cristo.

Como es fácil de comprender, la incorporación del cristiano a Cristo es y sólo puede ser libre, por lo mismo que Dios jamás anula la libertad ni nos da bien alguno que no queramos. Hay que querer creer amorosamente, para que mediante la fe viva, Cristo viva libremente en nosotros. Se trata de un cierta fusión de libertades llamada amor. Él, subrayando la libertad nuestra, se diría que suplica: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15, 4). Si la permanencia no fuera libre, vano sería forzar a ello.

Así, pues, Cristo vive no sólo en la Gloria y en la Eucaristía, sino también en el cristiano que libremente decide pasar por la Puerta que es Cristo mismo: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 7.9). En la puerta de entrada a la Iglesia se encontrará con Cristo presente en el sacramento del Bautismo y, después, en los demás sacramentos, remedio para cada necesidad; de modo eminente en el sacramento de la Eucaristía; también en la oración litúrgica, y en el sacrificio cotidiano que implica el crecimiento en las virtudes necesarias para el cumplimiento acabado de la sapientísima y amorosa voluntad del Padre celestial.

Todo es posible viviendo en Cristo, también la auténtica santidad de vida, a la que Él por cierto a todos llama. No debiéramos tenerlo por exceso, puesto que Él ha depositado en nuestro espíritu su espíritu, capaz de dar vista a los ciegos, movimiento a miembros paralíticos y resucitar muertos.

Cristo Jesús ha elevado nuestra naturaleza hasta una altura insospechada: «lo que es el hombre quiso ser Cristo, dice san Cipriano, para que el hombre pudiera llegar a ser lo que es Cristo» [7]. San Agustín, más audaz, dice: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios» (Sermo 13 de temp.). Los teólogos precisan «por participación», que es uno de los modos de traducir 2 Pedro 1, 4. Siendo esto así, no habríamos de dudar, como no dudaron Santiago y Juan, cuando Jesús les preguntó si se creían capaces de recorrer la misma senda que Él se disponía a pisar; ellos respondieron sin vacilación: ¡Podemos! (Mt 20, 22).

Hagamos nuestras, para concluir esta reflexión pascual, las palabras tan meditadas de San Josemaría en la Homilía de un Domingo de Resurrección: «He querido recordar, aunque fuera brevemente, algunos de los aspectos de ese vivir actual de Cristo -Iesus Christus heri et hodie; ipse et in saecula-, porque ahí está el fundamento de toda la vida cristiana. Si miramos a nuestro alrededor y consideramos el transcurso de la historia de la humanidad, observaremos progresos y avances. La ciencia ha dado al hombre una mayor conciencia de su poder. La técnica domina la naturaleza en mayor grado que en épocas pasadas, y permite que la humanidad sueñe con llegar a un más alto nivel de cultura, de vida material, de unidad. Algunos quizá se sientan movidos a matizar ese cuadro, recordando que los hombres padecen ahora injusticias y guerras, incluso peores que las del pasado. No les falta razón. Pero, por encima de esas consideraciones, yo prefiero recordar que, en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin. En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a El por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! [8].

Notas

 

[1] Hch 1, 3: «después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios».

[2] No nos referimos aquí a la presencia real y sustancial de Jesucristo en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, sino a otro modo de presencia, también real, de Cristo en el cristiano. Ciertamente ambos modos mantienen una real conexión. «El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos". En el santísimo sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero … Esta presencia se denomina «real», no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen «reales», sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente".», Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1374 (subrayado nuestro).

[3] San Josemaría Escrivá, Cristo presente en los cristianos, en Es Cristo que pasa, núm. 103.

[4] Benedicto XVI, Homilía de la Vigilia Pascual, Basílica Vaticana, 22-III-2008

[4b] Cfr. Carlos Cardó, Emmanuel, Rialp, Madrid 1989, pp. 341-342.

[5] Benedicto XVI, Homilía de la Vigilia Pascual, Basílica Vaticana, 22-III-2008. Tan es así, que Pablo saca una consecuencia muy lógica: «todos vosotros sois uno en Cristo» (Gal 3, 28). De modo que, «en Cristo», es decir, desde el punto de vista de la nueva vida -divina- que anima al cristiano, no hay discriminación posible: «ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Ib.). Incluso «vuestros cuerpos son miembros de Cristo» (1 Cor 6, 15). Por eso deben guardarse limpios, puros, santos. La Iglesia no es otra cosa que el cuerpo de Cristo (Col 1, 24), tan íntima es la unión y tan recio el amor que enlaza la Iglesia con su fundador Cristo. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros de los demás miembros» (1 Cor 12, 12). San Agustín se deleita explayando esta gozosa realidad (sobre todo en sus comentarios a los Salmos): «nosotros también somos El, porque somos sus miembros, porque somos su cuerpo, porque El es nuestra Cabeza, porque el Cristo total es Cabeza y Cuerpo» (Sermo 133). «Todos los hombres son un hombre en Cristo, y la unidad de los cristianos constituye un solo hombre» (In Ps 39). «Y este hombre es todos los hombres y todos son este hombre, pues todos son uno, puesto que Cristo es uno» (In Ps 127). «En este hombre único se resumió toda la Iglesia por el Verbo» (In Ps 3). Y así sucede en la Iglesia que: «Cristo predica a Cristo» (Sermo 354, 1). ¡Qué bueno y necesario es que en la Iglesia no lo olvide ni quien predica ni quien escucha! No hay superioridad entre el que predica y el que escucha, porque todos son Cristo.

[6] « Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2,1 2; 3,1).» Ib. n. 1003: « Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). "Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos "manifestaremos con él llenos de gloria" (Col 3,4).» 787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida; les reveló el Misterio del Reino; les dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos. Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre El y los que le sigan: "Permaneced en mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15,4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6,56). 788 Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos. Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos, les envió su Espíritu. Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: "Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo". 789 La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia "Cuerpo de Cristo" se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo. "Un solo cuerpo". 790 Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: "La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real". Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo y en el caso de la Eucaristía, por la cual, "compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros". 791 La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la construcción del Cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia". La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él". En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: "En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,27-28).» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1002)

[7] San Cipriano, De idol. van., c. II

[8] San Josemaría Escrivá, Cristo presente en los cristianos, Homilía pronunciada el 26-III-1967, Domingo de Resurrección, en Es Cristo que pasa, num. 102.