Víctor Manuel Fernández

 

Cauces institucionales para una espiritualidad femenina

Más allá de El Código Da Vinci y otros estímulos

El éxito editorial de obras como El Código Da Vinci insinúan, entre tantos temas, la difícil relación heredada entre cristianismo y mujer. Intentando separar la paja del trigo, la presente nota indaga sobre ello.

Desde hace un tiempo vemos que suelen aparecer películas que cuestionan la "historia oficial" acerca de Jesús y su comunidad. Por consiguiente, al mismo tiempo entienden que la Iglesia, tal como existe y funciona hoy, no responde al proyecto original de Jesús.

Después de Jesús de Nazaret de F. Zefirelli (1977), las películas sobre Jesús reproducen datos de los evangelios llamados "apócrifos", considerando de un modo ingenuo y acrítico que esos datos son más fidedignos que los contenidos en los cuatro evangelios "canónicos". Esto pone en duda la legitimidad de la autoridad de la Iglesia, que estaría fundada sobre mentiras y ocultamientos. Pueden servir de ejemplo dos películas estrenadas en los últimos tiempos.

Recordemos las alusiones a Jesús de la primera parte de La loca historia del mundo de Mel Brooks (1977), y La vida de Brian (1979), sobre un guión de Graham Chapman y John Cleese. Otras presentan características similares porque ofrecen versiones de la vida de Jesús al margen del texto bíblico, como Yo te saludo María de Jean-Luc Godard (1985), y La última tentación de Cristo (1988) de Scorsese.

Sólo como ejemplo más reciente, podemos mencionar Estigma (1999), sobre un guión de Tom Lazarus y Rick Ramage. Allí, las autoridades del Vaticano ocultan el hallazgo y la traducción del evangelio apócrifo de Tomás que, según el guión de la película, estaría escrito en arameo y contendría las auténticas palabras de Jesús, y traería como consecuencia la desaparición de la Iglesia institucional. Otro caso es El cuerpo (2001), basada sobre un libro de Richard Ben Sapir. Allí se presenta una arqueóloga judía que estudia un sepulcro que parece contener los restos de Jesucristo. La jerarquía eclesiástica intenta descalificar u ocultar el hallazgo, porque si toma estado público, se destruye la fe en la resurrección de Jesús y se cuestiona la autoridad de la Iglesia.

Creo que alguna inquietud legítima de nuestros contemporáneos se refleja en la acogida que tienen estas obras. En esta misma línea, y en continuidad con otras novelas, últimamente ha llamado la atención el boom editorial de la obra El Código Da Vinci.

El Código Da Vinci

Este libro es nada más que una novela policial. El problema es que combina hechos reales con teorías e interpretaciones sin fundamento. Eso hace que la persona que la lee, sin darse cuenta, tienda a pensar que lo que cuenta la novela es verdad, y olvide que es una ficción. Por eso, no basta aclarar que sólo se trata de una novela, ya que muchas personas al leerla se quedan con sospechas sobre la Iglesia y el Evangelio.

En el fondo da a entender que lo que cuentan los evangelios es mentira, que ha sido manipulado por el Vaticano hace muchos años, y que la verdadera historia ha quedado oculta; pero la conoce una sociedad secreta y ha quedado registrada en algunos textos que la Iglesia rechazó. Esa verdadera historia sería que Jesús y María Magdalena tuvieron un hijo, que es el Santo Grial, y que los primeros cristianos no adoraban a Jesús sino a una divinidad femenina: la diosa sacerdotisa María Magdalena. Dice también que el emperador romano Constantino en el año 325 prohibió el culto a la diosa e introdujo el culto a Jesucristo, destruyó ochenta evangelios y corrigió a los cuatro que quedaron.

Muchos críticos literarios han dicho que es una obra de poco valor. Varios historiadores han desenmascarado claramente que se hace eco de teorías sin fundamentación científica. Sin embargo, multitudes siguen creyendo que es un libro genial y que lo que cuenta es cierto.

Hoy muchos chantas aparecen en televisión diciendo que tal cosa está "científicamente demostrada". Lo dicen también algunos defensores de esta novela. Es una frase permanentemente manoseada para engañar a la gente. Pero los científicos no pueden aparecer inmediatamente a desmentir lo que dicen los chantas.

Sin embargo, luego veremos que hay algo en esta novela que no es un puro invento, y que al menos merece ser repensado y estudiado.

Es verdad que con Constantino se fragua una alianza de la Iglesia con el poder imperial que muchos han pintado de color de rosa. Sin embargo, sabemos que también tuvo nefastas consecuencias. Pero no es cierto que el culto a Jesús como Dios haya sido impuesto por Constantino en el 325, porque ya a principios del siglo II un pagano llamado Plinio el joven le escribió al emperador Trajano diciendo que los cristianos le cantaban a Jesucristo como un dios (Carta 10, 96). Esa carta se conserva y los estudios científicos (no católicos) la datan alrededor del año 113. El escritor Orígenes que vivió a principios del siglo III, un siglo antes de Constantino, le llamaba a Jesús hombre-Dios.

Por otra parte, si leemos el evangelio de Juan, allí dice que los judíos querían matar a Jesús porque "se hacía a sí mismo igual al Padre" (Jn 5, 18; 10, 33), y el apóstol Tomás le dice "Señor mío y Dios mío" (ho Theós mou: Jn 20, 28). Alguno dirá que fue el emperador Constantino en el siglo cuarto quien hizo agregar esos párrafos. Eso es imposible, porque tenemos copias del Evangelio entero de Juan del año 200, además de trozos anteriores: el Papiro 52 es del año 125, poco después de la redacción del Evangelio. Los análisis de carbono 14 y otras pruebas demuestran la antigüedad de esas copias, muy anteriores a Constantino. Lo único cierto es que Constantino reunió a todos los obispos para confirmar esa doctrina. Muchos de esos obispos ya habían sido torturados (otros habían muerto mártires) antes de Constantino por sostener esa fe.

En esta línea, hay que aclarar que los cuatro evangelios eran ya bien conocidos en el siglo II. De esa época se conservan, por ejemplo, escritos de san Ireneo que dice que los evangelios "no pueden ser ni menos ni más de cuatro" (Adv. Haer. 11, 8). Después aparecieron otros muchos evangelios que la Iglesia no aceptaba. Se llaman apócrifos, y no han desaparecido, ya que muchos de ellos se conocen y se estudian libremente hoy en día. Esos evangelios apócrifos en realidad responden a algunas necesidades. En primer, lugar, completar lo que no cuentan los cuatro evangelios, porque la gente tenía curiosidad de conocer más de la infancia de Jesús, por ejemplo. Entonces algunos inventaban historias que se difundían por todas partes. Pero esas historias no hacen más que complicar la figura de Jesús y de María, por lo cual la Iglesia los rechazó. En ellos aparece Jesús creando pájaros con un soplo, o matando con una orden a un niño que se le interpuso en el camino, y María aparece como tan concentrada en la oración que le molestaba saludar a la gente. Mejor es quedarse con la imagen de Jesús que dan los cuatro evangelios: uno del montón, que se pasó treinta años en Nazaret trabajando como carpintero, hasta el punto que cuando salió a predicar la gente lo despreciaba porque era uno de ellos (Mc 6, 3). Un Jesús que era un reto para la sociedad porque vivía pobremente (Mt 8, 20), rechazaba el comercio de los sacerdotes de su tiempo (Mc 11, 15-18) y trataba de tumbas blanqueadas y de raza de víboras a las autoridades religiosas (Mt 23, 27.33). Un Jesús que comía y tomaba vino con los pecadores y era tratado de comilón y borracho (Mt 11, 19), y andaba por ahí rodeado de mujeres (Mc 15, 40-41). Si la Iglesia hubiese querido modificar los evangelios habría disimulado también esos aspectos incómodos de Jesús. Podría haber inventado un Jesús que viviera en un palacio como el del Vaticano y no uno que no tenía donde reclinar la cabeza y que le pedía a los discípulos que vivieran pobres. Además, Jesús aparece más bien débil en los evangelios: angustiado, llorando, escapando o escondiéndose, ignorando algunas cosas como el día del juicio final, etcétera. Más débil que muchos supuestos mesías que hubo, como Simón Bar Kojeba que logró expulsar a los romanos y acuñar monedas.

La Iglesia también podría haber tratado de disimular los defectos de los Apóstoles, que considera los primeros obispos, y que en los evangelios aparecen como ignorantes, cobardes, incrédulos, deseosos de poder. También podría haber corregido las contradicciones que hay entre los cuatro evangelios, que no se destacan por las precisiones históricas. De hecho, un tal Taciano propuso fundir los cuatro evangelios en uno eliminando esas contradicciones, pero la Iglesia se opuso y mantuvo los cuatro sin tocarlos. Los descubrimientos arqueológicos que se van haciendo, tanto por católicos como por judíos o ateos, no contradicen sino que confirman muchos detalles de las narraciones de los evangelios.

Se pueden achacar muchos defectos y pecados a la Iglesia a lo largo de 2000 años, pero en esto reconozcamos que ha sido honesta.

También surgieron evangelios apócrifos porque algunas personas muy católicas se quejaban de que no todo lo que enseñaba la Iglesia estaba en los cuatro evangelios; entonces se escribían evangelios falsos que defendían la doctrina oficial. Sin embargo, la Iglesia rechazó todos esos evangelios, aunque le hubiera convenido promover algunos de ellos. Eso demuestra el gran respeto y cuidado que había con el texto de los cuatro evangelios, que se consideraban inspirados por Dios y por lo tanto intocables.

Hay un tercer grupo de evangelios apócrifos, que eran inventados por quienes defendían otras enseñanzas. Pero normalmente esos grupos también utilizaban alguno de los cuatro evangelios para defender su doctrina, rechazando los otros.

De cualquier manera, la Iglesia no prohibe que se los lea y cualquiera los puede comprar o leer en Internet.

La idea de que la Iglesia ha ocultado algunos textos que muestran la verdadera historia tampoco tiene fundamentos. Los textos de Qmran y los manuscritos de Nag Hammadi no son ningún secreto guardado por el Vaticano. Tampoco están en posesión del Vaticano, sino en bibliotecas judías, egipcias (musulmanes) e inglesas (anglicanos). En la película Estigma, por ejemplo, se dice que el Vaticano esconde el evangelio apócrifo de Tomás. En realidad, ese texto no está escrito en arameo sino en copto. Es un evangelio del siglo II o III, posterior a los cuatro evangelios de la Biblia, originado en una secta gnóstica, que fue encontrado en Egipto en 1945. Actualmente se encuentra en el Museo Copto de El Cairo, y desde el momento de su hallazgo ha sido traducido a muchas lenguas.

Tomando detalles aislados de esos y otros muchos textos posteriores, otros pretendidos científicos han dicho que Jesús era un mago, o un hechicero, o que había comprado poderes especiales en ritos homosexuales, y muchas otras cosas que se contradicen unas a otras.

Hoy en todas las Iglesias cristianas, hay muchos católicos y no católicos que estudian con seriedad la Biblia y los textos antiguos. Lo hacen con toda libertad y publican los resultados de investigaciones seguras, pero como no son llamativas, no se publican en grandes editoriales ni tienen tanta publicidad. No vale la pena entretenerse con esos pseudo científicos que se hacen famosos a costa de la verdad.

Hay que recordar también que los mismos cuatro evangelios que tenemos los católicos son los que tienen los cristianos que no aceptan la autoridad del Vaticano, como los luteranos, evangélicos, ortodoxos, calvinistas, etcétera. Por consiguiente, El Código Da Vinci es ofensivo también para ellos.

Sin embargo, ¿qué verdad parece señalar esta novela?

La mujer

La novela insiste con el supuesto de que María Magdalena es presentada como prostituta en los evangelios. Esa idea en realidad tiene su origen en un error, porque se la confunde con María de Betania, una amiga de Jesús (Jn 12, 3) y con una pecadora arrepentida de la cual no se dice el nombre (Lc 7, 37-38). De María Magdalena lo que sabemos es que era una discípula de Jesús que fue la principal testigo de la Resurrección y la anunció a los Apóstoles. Por eso en la Antigüedad se creía que poseía secretos de Jesús. De todos modos, si hubiera sido prostituta no habría constituido un problema, porque en la misma genealogía de Jesús hay dos prostitutas: Tamar y Rajab (Mt 1, 3. 5), y la Iglesia no se preocupó por ocultarlo.

Que la Iglesia es machista y que deba dar más lugar a las mujeres en sus estructuras es cierto. Pero si hablamos de la Antigüedad, no hay que olvidar que en aquella época no era la Iglesia la única machista, sino toda la cultura de aquel momento. No es que la Iglesia del siglo IV agregó esos textos machistas, sino que la situación era verdaderamente así en el siglo I.

Por otra parte, algunos apócrifos llevan a pensar que dentro del grupo de los discípulos más directos de Jesús podía haber mujeres, pero no de modo público, y eso, aunque no se pueda demostrar, es posible. Lo que es más difícil de demostrar es que el grupo de los doce Apóstoles haya estado conformado en su mayoría por mujeres, cosa que dice algún apócrifo (Sabiduría de Jesucristo 90,
1-5 – II, 194; Libro del gran Discurso iniciático, 7, 99 [54], 7-10). Por tratarse de textos tardíos, esos apócrifos más bien expresan el deseo de algunos grupos mixtos posteriores a la época de Jesús. De ahí a decir gratuitamente que el cristianismo se caracterizaba por adorar a una diosa prostituta estamos a mucha distancia. El Evangelio apócrifo de Felipe, del siglo II, dice que María Magdalena era "compañera" de Jesús, pero se trata precisamente de un texto (al igual que el "Evangelio de Tomás") que rechaza las relaciones carnales o naturales y espiritualiza todo. Estos apócrifos contienen un desprecio de la maternidad, de las relaciones familiares y de la diferencia de los sexos. El Evangelio de Tomás dice, por ejemplo: "Miren, yo impulsaré a María para hacerla varón, a fin de que llegue a ser también un espíritu viviente semejante a ustedes los varones; porque cualquier mujer que se haga varón entrará en el Reino de los cielos" (sent. 114, parte II). En otro apócrifo llamado "Diálogo del Salvador", dice: "Aniquilad las obras de la femineidad, no porque haya otra manera de engendrar, sino para que cese la generación".

Es cierto que son textos que otorgan más espacio a las mujeres, pero espiritualizan todo de tal manera que las relaciones sexuales son miradas con negatividad y aparecen anuladas. Hay en estos apócrifos una mentalidad desencarnada que no está en contra de la virginidad, sino que más bien la defiende, porque invitan a escapar de todo lo mundano. No podemos pensar que todo lo que estos escritos atribuyan a Jesús sea real, pero aunque los tomemos en serio, son textos que de ningún modo podrían usarse para decir que María Magdalena era amante de Jesús.

Si es verdad que algunos apócrifos exaltan a María Magdalena por encima de las demás mujeres y del mismo Pedro, en otros apócrifos la que ocupa el primer lugar es Salomé. Por consiguiente, tampoco entre ellos hay un acuerdo al respecto.

Una verdad: el lugar de las mujeres

Pero estos apócrifos sí pueden servir para mostrar la existencia en los primeros siglos de otra propuesta de vida eclesial (F. García Bazán). Podemos decir que en los primeros siglos existía un anhelo contracultural de mayor igualdad entre varones y mujeres en las comunidades cristianas. Es posible que ese anhelo haya estado presente ya entre los primeros cristianos y en el mismo Jesús, y que algunos apócrifos sean continuadores de esa búsqueda que nunca pudo apagarse del todo.

De ello podemos recoger un estímulo para evitar ciertas discriminaciones que persisten y otorgar a la mujer el lugar que le corresponde en la Iglesia. Para ello no es necesario proponer el sacerdocio femenino, cuestión que podría desviarnos del verdadero problema: el poder.

Basta plantearse la necesidad de otorgar a las mujeres mayor poder de decisión y un lugar decisivo en tareas que no dependen necesariamente del orden sagrado. De hecho, el mismo Juan Pablo II ha dicho que el sacerdocio ministerial reservado a los varones no implica un menosprecio de la mujer porque cuando hablamos del sacerdocio "nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad" (Chistifideles laici 51). Evidentemente, si seguimos presentando el sacerdocio como una dignidad superior, eso lleva necesariamente a hablar de una superioridad del varón, cosa imposible de sostener desde una sana antropología. Para evitar ese error, Juan Pablo II también destacó que aún cuando la función sacerdotal se considere "jerárquica", no debe entenderse tanto por la necesidad de alguien que esté por encima de los demás, sino que "está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo" (Mulieris dignitatem 27). La "capitalidad" no debería ser entendida en la línea de la autoridad, sino simplemente, como la "gracia capital", en la línea de la mediación instrumental de la gracia.

Pero si eso es real, esta convicción debería trasladarse a la praxis y a las estructuras eclesiales, dejando de restringir el acceso de las mujeres a los lugares donde se toman decisiones y donde se ejercitan carismas como la predicación, el consejo o la dirección, que no tienen por qué ser exclusivamente masculinos. Hay una falsa valoración del aporte femenino que intenta recluirlo a lo íntimo y privado, porque ello permite mantener la supremacía masculina en lo público y en los ámbitos de poder. La clave está hoy en brindar cauces públicos e institucionales al aporte femenino, de manera que pueda transformar las estructuras con su estilo propio.

El mismo Juan Pablo II intentó sacar las consecuencias de esta convicción cuando habló de la necesidad de "pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica", para lo cual pide "tempestividad y determinación", de manera que participen también "en la elaboración de las decisiones" (Chistifideles laici 51). Pero evidentemente la ejecución práctica de las orientaciones que el Papa sostiene supone mediaciones. Y cuando las mediaciones fallan o no tienen disposición para el cambio, nos quedamos sólo con bellas frases de documentos papales.

Siempre un proceso de inculturación debe ser revisado, porque hay elementos de una cultura que están llamados a una superación. Advirtamos, por ejemplo, que, así como pasó después con el Islam y algunas Iglesias cristianas que se inculturaron en regiones de Oriente, el Cristianismo, en sus orígenes, recibió de las culturas una visión muy limitada de la mujer. En estos casos, la discriminación de la mujer no procede de la religión misma sino de las culturas donde se insertó. Pero hoy las religiones podrían hacer un adecuado discernimiento para reconocer mejor aquello que es inseparable de la fe y aquello que procede de una cultura que está llamada a crecer. En este discernimiento, "la lucha no se sitúa entre el Evangelio y las culturas, sino entre el Evangelio y los poderes que, en cada cultura, deshumanizan y quitan la vida a la persona humana" (J. Aram, L’Église face aux grands défis, Antélias, Líbano, 2001, p. 131).

Casi dos mil años después, podríamos ser capaces de dejarnos interpelar por algunas voces contraculturales que, ya en la Antigüedad, invitaban a trascender los límites de su cultura, como las que aparecen en algunos "apócrifos" del siglo II y III. Escuchar esas voces se vuelve indispensable especialmente hoy, cuando muchos necesitan recibir un anuncio del Evangelio que responda mejor a los anhelos de justicia, fraternidad e igualdad que anidan en los corazones abiertos.

Espiritualidad femenina

Cuando todo se globaliza, hoy la Iglesia corre el riesgo de encerrarse en un solo modo de entender y vivir la espiritualidad, y entonces puede dañar su riqueza universal.

La exigencia de mantener su catolicidad en un mundo globalizado, hace imperioso fomentar un estilo inclusivo que exige no abandonar ni excluir a nadie. Esto supone cuidar delicadamente el modo de presentar las propias convicciones, de manera que la propuesta siempre se parezca a un banquete que se ofrece con ternura, y a una permanente novedad que cautiva, más que a una imposición autoritaria y autosuficiente. Se trata del rostro femenino de la espiritualidad que pueden imprimirle las mujeres. Estas actitudes espirituales no dejan de ser oblativas y, en ocasiones, una suerte de autonegación que hace posible un diálogo receptivo y deja brillar la realidad divina (P. Tilich).

La necesaria encarnación de la espiritualidad en muchas modalidades personales e irrepetibles, nos exige tener en cuenta la mayor de las distinciones que se da en el seno de lo humano: varón-mujer. Es una diferencia no sólo biológica, anatómica, genital, sino también cultural y simbólica, anímica y psíquica. Según el "enfoque modular-transformacional" (H. Bleichmar), el psiquismo de cada mujer, si bien está ciertamente influenciado por sus peculiaridades biológicas, es "una estructura modular articulada que funciona transformacionalmente, en la que las diversas dimensiones que lo conforman –deseos, estados emocionales y angustias, el sistema defensivo– se van construyendo en el interjuego entre lo interno y la intersubjetividad". El fuerte peso de las relaciones intersubjetivas a lo largo de la historia de una persona, hoy claramente incorporado en la noción de "género" o de "orden simbólico", lleva a otorgar al género una prioridad por sobre el sexo (H. Bleichmar). Pero, si no queremos alimentar un nuevo dualismo, hemos de decir que una adecuada perspectiva del género debe incorporar de alguna manera las diferencias biológicas y genéticas.

Si la perspectiva del feminismo no es una disciplina más, sino "el resultado de la transformación que se está produciendo tanto en la teología como en las demás ciencias" (M. Ekholt), lo mismo vale para la espiritualidad.

En general puede afirmarse que hay un talante femenino que se distingue por algunas características bastante definidas: un estilo más inclusivo en el pensamiento y en las actitudes, unas convicciones morales más centradas en la misericordia, una mayor sensibilidad ante los débiles y sufrientes. Se trata de características marcadamente espirituales y necesarias en cualquier espiritualidad evangélica integral. La convicción de que existe una peculiaridad en el ser mujer ha motivado acercamientos desde la psicología a las experiencias espirituales de algunas mujeres, advirtiendo en estas vivencias místicas cierta especificidad femenina (Navarro, Ros García, Radford-Ruether). Esto, evidentemente, se refleja en la especificidad de la vida consagrada femenina (B. Giordani).

Pero, atendiendo a las mismas razones que invitan a hablar de "género" y no sólo de "sexo", también es indispensable advertir que, si en un primer momento se acentuó la peculiaridad de lo femenino "para constituir un punto de partida femenino en contraposición a una perspectiva masculina, ahora adquieren importancia las diferencias entre las mismas mujeres" (E. Green). Por eso hay que hablar, en plural, de "espiritualidades feministas". Al respecto, I. Gebara destaca con realismo, al preguntarse qué espiritualidad orienta las vidas de las mujeres de los barrios periféricos, "la dificultad de dar una respuesta única a estas cuestiones. No existe un grupo homogéneo, sino grupos, subgrupos e individualidades". Subraya "las espiritualidades diversas" de las mujeres de su región, en Brasil, y menciona la religiosidad popular de las mujeres pobres, la búsqueda de sentido de las mujeres organizadas en movimientos sociales y las espiritualidades de las religiosas comprometidas en los medios populares. En este mismo sentido, también es importante destacar que estudios realizados sobre el modo de vivir la sexualidad en el varón y la mujer, si bien aportan algunas conclusiones generales, también indican que hay una inmensa variedad y que muchas veces la diferenciación de roles no es muy neta. Es más, en el orgasmo mismo, las diferencias entre lo femenino y lo masculino no son claras (W. Reich). Esto mismo dificulta hablar de una "espiritualidad específicamente femenina". ¿Podría decirse que los escritos de Juan de la Cruz son más masculinos que los de Teresa de Ávila? No es fácil demostrarlo. La distinción entre receptividad femenina y actividad masculina, por ejemplo, ya no puede sostenerse. De hecho, en el terreno de la relación con Dios, podemos afirmar que en toda experiencia mística Dios toca un centro donde el ser humano, sea varón o mujer, no puede ser sino fundamentalmente receptivo.

Prefiero sostener sencillamente que, en la construcción de ofertas espirituales, ha de asumirse que las principales consumidoras, agentes y transmisoras de espiritualidad son de hecho las mujeres –madres, docentes, catequistas, amigas. Por lo tanto, es clave reconocerlas como sujetos privilegiados de desarrollo y creatividad espiritual.

De hecho, las que hoy conocemos como grandes mujeres cristianas –Macrina, Hildegarda, Brígida, Catalina, Teresa, Teresita, etc.– han sido destacadas generadoras de espiritualidad, y a partir de este aporte hoy también podemos reconocerlas como teólogas y como figuras dotadas de un poder de influencia y autoridad en la vida eclesial.

En este orden, hoy se está destacando que, desde un punto de vista, hay una cierta superioridad de la mujer sobre el varón, reconocida por el mismo Juan Pablo II al decir que "la fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la consciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre", lo cual la convierte "en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía de su espíritu" (Mulieris dignitatem 30). J. Boudrillard sostenía que de hecho el varón creó sus instituciones y su poder para contrarrestar los poderes originales superiores de la mujer, particularmente su fecundidad, su fuerza de intuición y de seducción, su perseverancia, etcétera. Cabe recordar aquí que variadas investigaciones en curso, en neurociencias y genética, parecen confirmar una "superioridad" de la mujer en fortaleza, resistencia, intuición, etcétera.

Por eso el feminismo desestructura a los varones, y nos obliga a replantearnos nuestra propia identidad, una autoconsciencia que creíamos demasiado clara, segura e incuestionable, pero pensada equivocadamente desde la superioridad y el poder. Es necesario que esa desestructuración se produzca hasta el fondo. Por eso, en algún sentido entiendo que el par varón-mujer deba ser pensado en su conjunto, no para subordinar uno al otro sino todo lo contrario, para descubrir el valor y el aporte irreductible de cada uno. Pero para no entender mal esta "iluminación mutua", y contrarrestar un pensamiento tradicional que atribuye al hombre un poder peculiar, cargado de un fuerte imaginario colectivo, creo que también es necesario elaborar un pensamiento (y un imaginario) sobre el "poder" propio de la femineidad. Quizás se trate sólo de un procedimiento provisorio, en orden a demitificar y debilitar la imagen del varón fuerte, ya que esa imagen sigue condicionando a la sociedad a la hora de distribuir las funciones, cargos y atribuciones, y de esta manera mantiene el dominio despótico de los varones sobre las mujeres que durante siglos se ha ido arraigando y solidificando.

Esto no nos invita a pretender suplantar una supremacía por otra, sino a reconocer los falsos mitos del "sexo fuerte". También nos motiva a aceptar que en el orden de la espiritualidad son las mujeres quienes han aportado y siguen generando peculiar fuerza, vida y dinamismo. Por consiguiente, a los varones nos toca evitar entorpecer esta inagotable dinámica espiritual que las mujeres llevan adelante y otorgarles en la Iglesia las vías institucionales que les son debidas, de modo que puedan explayar en lo público su riqueza especifica.

Algo de todo esto está presente, como un signo de los tiempos, en la sensibilidad actual. Eso explica, quizás, el resonante éxito de una novela de poca calidad como El Código Da Vinci.