Autor: . | Fuente: Stat Veritas
Carta de un Padre que Perdió a su Hijo
Publicamos este testimonio de un padre católico, a raíz de la muerte de su hijo. Es el fruto de una fe profundamente vivida por él y por toda su familia.
Ante un mundo ateo, descreído y sin esperanza, que hace alardes de una
presunta seguridad en sí mismo pero que, ante hechos como éste, el de
enfrentar la muerte de un ser querido, no ve más que un callejón oscuro y sin
salida, imagen de su desesperación.
Es un testimonio diametralmente opuesto de quiénes hoy promueven la cultura de
la muerte.
"LA GRACIA DE PABLITO"
En los cursos de la universidad, es común que los alumnos me planteen sus
cuestionamientos acerca de la cantidad de hijos que uno tiene. Sus reacciones
van desde la mirada escéptica hasta la admiración cuando se enteran del número
de hijos que integran mi familia. ¡Ocho! exclaman con una expresión mezcla de
incredulidad y asombro. Siempre se plantea esto, especialmente cuando se da
ese diálogo personal, tan necesario en las materias formativas de la
Universidad, para entrar en un clima de confianza imprescindible. Son temas
muy “calientes”, “existenciales”, “comprometidos” que requieren respuestas de
idéntico tenor. Y una de esas respuestas que hace ya años he esbozado respecto
al tema de los hijos empezó siendo una “ocurrencia”, es decir, algo que se me
ocurrió de repente y que ahora no sería temerario atribuir a algo superior. La
inspiración del Espíritu Santo no es ningún mito para la fe católica. En las
miles de horas de clase que he dictado varias veces me he encontrado diciendo
cosas que jamás las había pensado y que siempre me pregunto de dónde salieron.
Una de esas “ocurrencias” la planteaba más o menos así: “Dice el lugar común
que „se traen hijos al mundo‟. Pues bien, eso en realidad no es tan así. El
mundo es algo pasajero, transitorio, no es el lugar definitivo de nuestros
hijos (tampoco el nuestro). En realidad traemos hijos para la eternidad.
Tenemos hijos con destino de eternidad, no con destino mundano. Esto no es lo
definitivo. No están destinados a la muerte. Lo definitivo es lo eterno, el
mundo de lo sobrenatural, lo que no es de este mundo (ni tampoco
extraterrestre o extraplanetario)
Lo extraño de todo esto es que tenía una rara sensación al decirlo, nunca lo
expresé, nunca dije nada, pero esa sensación me acompañaba al terminar de
decir estas cosas en las clases. Y esa sensación me decía en lo más profundo
que “Alguien” me iba a cobrar esa extraña e infirmable póliza. Alguien me iba
a pedir vivir la terrible posibilidad de lo que decía. Vivir lo que decía…
Vivir-lo-que-
Pues bien, unos ya lo saben pero aquellos que no me conocen quizás ya hayan
adivinado que ese Alguien se cobró la póliza, que lo que yo escribí o dije un
día en las clases de la universidad ya no son palabras en el viento, no son
“flatus vocis” como diría un rabioso nominalista, ya no se trata de tinta o
toner impreso en un papel. Se trata de un hecho. Ya no soy el moderado del que
habla Messori que discurre acerca de “teoremas teológicos” sobre el dolor. YA
NO PUEDO SERLO. En esa extraña letanía repetía: “Yo traigo hijos para la
eternidad”. Pues eso, queridos amigos, es para mí ya un hecho, un hecho
tremendo, algo cuya premonición pareciera haber estado enquistada en las
oscuridades (¿o luminosidades?
No es natural que un padre entierre a su hijo. No, no es natural. Pero los
cristianos sabemos que no todo se termina en lo natural. Sabemos que hay una
dimensión sobrenatural que lo cambia todo. Esto es así. Lo sobrenatural lo
cambia todo, todo, absolutamente todo. Lo humano ya no es “solo” humano. Nada
es igual visto con los ojos de lo eterno.
Y en medio de todo este dolor uno se va dando cuenta de que esto es un regalo
inmenso, sí, es cierto, un regalo que duele como si te arrancaran un pedazo de
corazón, (en realidad, esa es la sensación “física” que uno siente, que te
arrancan un pedazo de tu corazón, esto lo he hablado con otras personas que
han perdido a sus hijos) pero –a la luz de Cristo– es un DON, una GRACIA. La
gracia no te ahorra ningún dolor, es lacerante, pero como también lo fue el
dolor redentor de Cristo y el dolor corredentor de la Virgen.
Y todo esto ha sido una lluvia de gracias sobre todos nosotros. Cristo no vino
a eliminar el dolor (por lo menos en esta etapa peregrinante)
Y para aquél que piense que todo esto que digo es una especie de “chicana”
psicológica para zafar puedo contarles que todos los días que recuerdo a mi
hijo siento que se me clava un dardo en el corazón. Para los que tengan la
tentación de apelar a explicaciones sobre “delirios místicos” y cosas por el
estilo, simplemente sepan que tengo muy presente todo lo que viví en esas
horas terribles. Como cuando iba por los pasillos del hospital municipal de
Necochea diciéndoles a las dos personas que tenía a mi lado (y que estaban ahí
porque creían que me iba a caer a pedazos): “Voy caminando hacia el momento
más terrible de mi vida”. Sí, lo dije con una conciencia tan clara que aún hoy
me sorprende: “Voy caminando hacia el momento más terrible de mi vida”, de
toda mi vida. Lo que vi allí no podré sacármelo nunca más de mi cabeza. Dicen
que la memoria es selectiva. Yo no creo demasiado en eso. ¡Maldita memoria! A
veces desearía que ciertas imágenes, ciertos datos se me perdieran para
siempre. Pero Dios sabe por qué los recuerdo. Lo que vi ahí estará en mi
memoria para siempre y cada vez que lo traiga, cada vez que lo recuerde, cada
vez, me dolerá casi como la primera vez, partiéndome el corazón como la
primera vez. ¡Y cómo me duele, casi más que haberlo visto así, el no haberlo
besado, el no haberle dado la bendición, como hice casi todos los días de su
vida! ¡Cómo me duele, Dios mío! No fui lo suficientemente fuerte como para
saber qué tenía que hacer. Sí, es cierto, le pasé la mano por su cabeza
mientras le decía “¡Pablito, Dios mío, Pablito”! Pero “me olvidé” de besarlo y
bendecirlo. Siempre me acuerdo dolorosamente de ese momento de debilidad. Pero
sé que a Pablito eso no le importó. Seguramente, como dijo Agnes, “Pablito ya
sabe…”, “Pablito ya entiende…”.
¿Qué clase de religión es la católica? ¿Acaso una religión que nos sirve
simplemente para enterrar bien a nuestros muertos? ¿En qué creemos realmente
cuando enterramos a alguien amado? ¿Acaso nuestra fe es una muleta que al
mejor estilo de los toxicómanos utilizamos para soportar lo insoportable de
esta vida? ¿Y cuando el tiempo va curando heridas, vamos dejando esa fe de
lado a la manera que un inválido que se restablece va dejando las muletas? Si
las palabras de Cristo a la hermana de Lázaro no son reales pues entonces todo
el cristianismo no es más que la mentira más grande de la historia (Nietzsche).
Y, entonces, mi hijo está más muerto que nunca. Pero Cristo le dijo a Marta:
“Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera, vivirá. Y
todo viviente y creyente en Mí, no morirá jamás. ¿Lo crees tú?” (Jn XI,
25-26). ¿Lo crees tú, cristiano? ¿Lo crees tú que entierras a tus muertos?
¿Rezas por tus muertos?
¿Puedes ofrecer por ellos para que ellos puedan purificarse más rápidamente en
aquello que los católicos llamamos purgatorio? ¿O tus muertos ya están bien
muertos para siempre? ¿Lo creo yo, cristiano? Y entonces aparece el
cristianismo como ese orden milagroso sobrenatural que nos permite respirar el
aire puro fuera de la “cárcel” de la naturaleza, fuera de ese mundo pagano que
cree que todo se termina ya aquí, o que en el mejor de los casos nos hace
creer que nos disolvemos en el polvo cósmico panteísta. Cristo no es un
fundador de religión más. No es simplemente “el predicador de Dios”. Es Dios
mismo conduciendo a los hombres a la realidad más profunda. A diferencia de
cualquier otra “construcción religiosa” (y por lo tanto, mera invención
humana) el cristianismo tiene un carácter específicamente sobrenatural,
gracioso y anormal. No es la normalidad del hombre en busca de lo divino como
pasa en todas las religiones falsas inventadas por el hombre. En el
cristianismo es lo divino lo que se mete en la historia humana de manera
definitiva y total, para hacernos partícipes de lo divino. “Dios que se hace
hombre para que el hombre se haga Dios”.
Cristo nos está simplemente diciendo “ESPEREN”, “NO PIERDAN LA ESPERANZA
PORQUE YO SOY LA ESPERANZA Y PORQUE UDS. VAN A VOLVER A VERLOS, A ELLOS, A LOS
QUE LLORAN”. “ESTO NO ES LO DEFINITIVO”, “EL DOLOR NO TIENE LA ULTIMA
PALABRA”. “LO HE TRANSFORMADO DE TAL MANERA QUE VUESTRO DOLOR ES ESA ESCALERA
PARA LA FELICIDAD”
Y también escucho que él me dice al oído, despacito: “Os di un muchacho que,
en su breve tiempo terreno, siempre demostró tener más signos de vivir para el
Cielo que para la Tierra. A quien le quito le devuelvo; no importa si en la
Tierra o en la eternidad, pero Yo restituyo todo. Y os devolveré cada
criatura, todas las que os tomé para llevarlas a lugar seguro y porque
necesitaba de esa criatura en lo alto; del mismo modo que necesito de todos
vosotros en la Tierra para que llevéis el amor, para que seáis la sal, la luz,
para que seáis la salvación de un alma, por lo menos. En las oscuras horas del
dolor mirad más allá y seréis consolados. Trazad un puente desde la Tierra al
Cielo. Mirad al Cielo y pensad en cuándo lo alcanzaréis, cuándo volveréis a
ver a vuestros amados, que parecen perdidos. “PARECEN” perdidos. Pero no es
así. Están vivos en Mí, vivos, invisibles, amorosos, presentes en vosotros. Os
sonríen y os aman con un amor perfecto: os esperan y os estrecharán con el
corazón”. (La Palabra continúa en el Signo de los tiempos –palabras de Nuestro
Señor a un alma escondida–, diciembre de 1977).
Cuando empezaron a llegar todos aquellos que nos quieren, y nos quieren bien,
en esos días inolvidables del velorio en el campo, en nuestra casa en el Tigre
y finalmente en el cementerio, en ese “lugar de dormición”, (eufemismo que no
tiene nada que ver con la negación de la muerte de la sociedad moderna sino
con la esperanza de que nuestros muertos no están definitivamente muertos),
todos nos acompañaron con su presencia, algunos con sus palabras; otros,
imposibilitados de decir algo, lo hicieron simplemente con sus miradas que lo
decían todo. Muy pocas frases “de circunstancia”, pocas, muy pocas… La gente
se portó diez puntos… pude ver muchos cristianos, gente con fe católica. Y
decir: “Gracias, Dios mío, por este dolor inmenso, enorme, desgarrante.
Gracias porque este dolor me permitió descubrir el amor en muchos rostros” ¡Ni
qué decir el de aquella que me ha acompañado siempre hace ya casi veinte años!
¡Pude sentir toda su fuerza de madre dolorosa!
Y entre aquellos “lugares comunes” que a uno le dicen en esos momentos,
(pocos, muy pocos, como dije) hubo uno ante el cual mi interior se rebelaba.
Uno ante el cual sentía un indescriptible malestar. Algo no estaba bien. “¡Qué
desgracia!” “¡Qué desgracia, Pablo!”, me decían. ¡Pobre! En realidad quien me
lo decía, lo hacía de todo corazón y con la mejor de las intenciones, pero yo
no podía evitar sentir un sordo rechazo en mi alma.
Para mí las palabras tienen su “peso”. Y si a la palabra “desgracia” la
buscamos en el diccionario nos daremos cuenta de que en realidad no existen
las desgracias, los que existen son los des-graciados. Si el tsunami del
Indico hubiera ocurrido hace millones de años, ¿qué habría pasado? Pues,
simplemente,…nada. Ningún muerto, ningún drama, ninguna tragedia, ningún
“milagro”… Bueno, en realidad, sí, algo habría pasado: la isla de Sumatra se
habría corrido treinta centímetros de su lugar. Y eso ¿a quién le importa?
Pero, es que es lógico, la isla no es “alguien”, es algo.
Por lo tanto, toda desgracia le sucede a alguien. Alguien es desgraciado, no
algo. Incluso en el campo tenemos un verbo para esto. Decimos que alguien “se
desgració”. Siempre en carácter reflexivo. Sobre alguien cae la desgracia. Y
cuando me decían “¡qué desgracia!”, había algo dentro mío que decía: “¡No, no
es así! ¿De qué me está hablando? ¿De qué soy un desgraciado?
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tiempo, sino un eterno presente. Y a mí me venía una y otra vez aquello de lo
natural y lo sobrenatural y cómo lo sobrenatural lo cambia todo. Y para Dios
cada uno tiene su tiempo. Para Dios cada uno tiene un propósito. El dogma
católico de la providencia de Dios es fundamental para entender esto. Pablito
ya había cumplido acá todo lo que tenía que hacer. Dejemos que los incrédulos
y ateos dibujen en sus rostros sonrisas irónicas y cínicas. Dejemos que nos
tachen de “místicos”. No importa. De esos ya dijo Nuestro Señor: “No se
dejarán persuadir, ni aún cuando alguno resucite de entre los muertos” (Lc 16,
31). Por lo tanto, ¿de qué desgracia estamos hablando? Y yo estaba pensando en
la única des-gracia que nos debe importar, aquella que no depende de criterios
meramente humanos, sino de aquella que habla de la ausencia de lo divino
sobrenatural en nosotros. La única y verdadera desgracia importante es la que
expulsa a Dios de nuestra alma. “Porque el que se salva sabe y el que no, no
sabe nada”. Y todo el tiempo también me venía lo de Fray Pedro de los Reyes:
Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo que morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme
Triste cosa será, pero posible.
¡Posible! ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¡Posible! ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?
¡Loco debo de ser, pues no soy santo!
En ese sentido, la respuesta a la pregunta era relativamente fácil. ¿Era
Pablito un desgraciado?
Dejemos de lado la cantidad de cosas que me contaron en esos días sobre
Pablito (muchas de ellas ni las sabía). Cosas especiales de un chico especial.
Solo recordemos dos que nos pueden servir para contestar a la pregunta.
Aquella de unos meses antes del accidente, cuando Pablito le dice a Agnes:
“¿Sabés una cosa? No dejé de comulgar ningún domingo desde que hice la Primera
Comunión”. Y esa otra, cuando estábamos en la mesa de casa, comiendo, y
alguien preguntó qué era un pecado mortal. Y Dolores, además de la definición
de rigor, dio algunos ejemplos. Pablito se quedó pensativo unos segundos, y
después largó aquello de: “¡Pero, mamá, entonces eso es muy difícil que se
dé!”. Y uno que se queda mirándolo medio turulato y pensando: “Quince años y
esa inocencia. ¡Ojalá yo la hubiera tenido y conservado a esa edad!”. Y
volvemos a ver esas sonrisas irónicas diciéndonos: “¡Claro! Eso pasa cuando no
conocen de la vida y viven en una campana de cristal”. Pero Pablito sabía
perfectamente de qué estaba hablando. Conviviendo con sus compañeros del
Nacional de Vicente López, Pablito no necesitaba precisamente lecciones de
“realidad”. Y ya que hablamos del Vicente López, no dejó de llamar la atención
el silencio impresionante que hizo todo el patio con 800 alumnos el primer día
de clase, cuando anunciaron públicamente su muerte. Un silencio que ni
siquiera San Martín o Belgrano con todos sus oropeles o los esfuerzos de los
celadores pudieron lograr en las fechas patrias. Ese fue otro de los
“milagros” de Pablito.
Así que lo de Pablito está claro. Pero, enseguida viene la otra: ¿y nosotros?
¿Acaso nuestra familia no es desgraciada? No pienso meterme en la conciencia
de cada uno. No corresponde. Cada uno sabe en qué anda. Pero sí sé algunas
cosas. Sí sé lo que son unos verdaderos desgraciados y sí sé lo que son los
verdaderos agraciados. Y no dudo en poner a mí y a mi familia entre estos
últimos. ¿Cómo podemos sentirnos desgraciados si tenemos la Fe verdadera?
¿Cómo podemos ser desgraciados si tenemos una Patria como ésta? ¿Cómo podremos
decir que la desgracia ha caído sobre esta casa, si podemos vivir en nuestra
familia un dolor tan grande como éste y verlo como una gracia transformante,
como un don? Ni qué decir de la manera en que Dios, de manera misteriosa, nos
ha hecho llegar algunos “regalitos” que nos han conmovido hasta las lágrimas.
¿Cómo podemos decir que somos desgraciados si tenemos una familia como ésta en
la que se nos ha enseñado la potencia del amor gratuito? No solo no somos
desgraciados, sino que somos AGRACIADOS, y porque somos agraciados debemos ser
profundamente AGRADECIDOS.
P.M.
Fuente: Catholic.net