Carta a Dios
Autor: José Martín Descalzo
GRACIAS. CON ESTA PALABRA PODRÍA
CONCLUIR ESTA CARTA, DIOS MÍO, AMOR MÍO. Porque eso es todo lo que tengo que
decirte: gracias, gracias. Si, desde la altura de mis
cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la
interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no
fulgiera tu misericordia sobre mí. No ha existido una hora en que no haya
experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas
de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me
rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú
sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque -aparte de que
yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en
mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres. De ellos
he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero de ti
nada he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño. Mi última
enfermedad es uno de ellos.
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la
belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber
que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas
recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos
hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un
hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Pero ¿en nombre de qué
podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en
definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades?
Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé
tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás
me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa
capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el
correr de las horas.
Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes
te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no
existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría
implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste.
Absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo
cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanos que tuve.
Todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí -¡qué
fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a
todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no
quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la
confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá
pondría, infallablemente, a la hora de comer. Algo que vendría con toda
seguridad. Y que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros
los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el
dolor era parte del juego. No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo
de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la
alegría.
A todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo- ni el dolor me
duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino
sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las
zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta
que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro
amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en
Dios». Y a mi eso me parece un poco excesivo y melodramático. Porque o no es
para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de
Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento. O tal vez
es que el verdadero dolor aún no ha llegado.
A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían
cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la
hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi
madre: la de morirme con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada
realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni
siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que
verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mi no me has
abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado
nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de
Getsemaní. Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos.
Incluso alguna vez --en mis sueños heroicos- he pensado que me habría gustado
tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mi mismo que
la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido
otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás. El pecado ha puesto su
guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que
ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la
llama negra del mal de tanta luz como tú mantenías a mi lado. En la miseria, he
seguido siendo tuyo. Y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas
más niñerías hacía yo.
Presumir ante ti de persecuciones y dificultades. Pero tú sabes que, aún en lo
humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada
incomprensión diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera
daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello
saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.
Me diste el asombro de mi vocación. Ser cura es imposible, tú lo sabes. Pero
también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de
enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a
decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo
soberano de poder ayudar a la gente -siempre más de lo que yo personalmente
sabría- y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro -¿sabes?- leyendo la
parábola del hijo pródigo. Aún -gracias a ti- no puedo decir sin conmoverme esa
parte del Credo que habla de tu pasión y de tu muerte.
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús. Si yo hubiera
sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido
por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado recordar a Jesús
para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos
nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este
planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de
pensar en el rostro de María?
He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido feliz ya aquí, sin esperar
la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero
tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos
de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro: el cielo lo tenemos ya desde
el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a
morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el
de que nos permitas amarte.
Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos
haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarte,
colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor!
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento
con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme.
Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como
premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu cielo y encima nos das la
impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su
propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del
amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte Padre es el cielo. Claro
que no me tienes que dar porque te quiera. Quererte ya es un don. No podrás
darme más.
He querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el
amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo
tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases
tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de
tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda
mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre. Y retirarme.
Del libro "Razones para el amor"; Biblioteca Básica del Creyente; Madrid,
España.
Tomado de www.interrogantes.net
José Luis Martín Descalzo falleció pocos días después.