HOMILÍA DEL PADRE RANIERO CANTALAMESSA O.F.M.CAP.
PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA
Basílica de San Pedro
Viernes Santo, 29 de marzo de 2013
"Todos han pecado y están privados de la gloria de
Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la
redención cumplida en Cristo Jesús. El fue puesto por Dios como instrumento de
propiciación por su propia sangre [...] para mostrar su justicia en el tiempo
presente, siendo justo y justificador a los que creen en Jesús (Rom. 3, 23-26).
Hemos llegado a la cumbre del Año de la fe y a su momento decisivo. ¡Esta es la
fe que salva, "la fe que vence al mundo" (1 Jn. 5,5)! La fe –apropiación por la
cual hacemos nuestra la salvación obrada por medio de Cristo, y nos revestimos
con el manto de su justicia. Por un lado está la mano extendida de Dios que
ofrece su gracia al hombre; por otro lado, la mano del hombre que se estira para
acogerla mediante la fe. La "nueva y eterna alianza" está sellada con un apretón
de manos entre Dios y el hombre.
Tenemos la capacidad de asumir, en este día, la decisión más importante de la
vida, aq uella que abre las puertas de la eternidad: ¡creer! ¡Creer que "Jesús
murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación" (Rom. 4,
25)! En una homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunció estas palabras
excepcionalmente modernas y existenciales: "Para todos los hombres, el principio
de la vida es aquello, a partir de lo cual Cristo se sacrificó por él. Pero
Cristo se sacrifica por él cuando él reconoce la gracia y se vuelve consciente
de la vida adquirida por aquella inmolación" (Homilía pascual del año 387, en
SCh 36, p. 59 s.).
¡Qué extraordinario! Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y en
presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si se quiere, el principio de
una nueva existencia. El obispo Hilario de Poitiers, que se convirtió al
cristianismo en edad adulta, mirando hacia atrás en su vida pasada, dijo: "Antes
de conocerte, yo no existía".
Lo que se requiere es que no nos escondamos como Adán después de la culpa, qu e
reconozcamos que tenemos necesidad de ser justificados; que no nos
auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e hizo una breve
oración: "Oh Dios, ten piedad de mí, pecador". Y Jesús dice que aquel hombre fue
a su casa "justificado", es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva,
creo que cantando alegremente en su corazón (Lc. 18,14). ¿Qué había hecho de
extraordinario? Nada, se había puesto del lado de la verdad delante de Dios, y
es lo único que Dios necesita para actuar.
* * *
Al igual que quien escala una pared de montaña,
después de superar un paso peligroso se detiene un momento para recuperar el
aliento y admirar el nuevo panorama que se abre ante él, así lo hace también el
apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de
haber proclamado la justificación por la fe: "Justificados, entonces, por la fe,
estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos
alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta de
las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la
constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y
la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom. 5, 1-15).
Hoy en día se vienen haciendo, desde los satélites artif iciales, fotografías
infrarrojas de regiones enteras de la tierra y de todo el planeta. ¡Qué
diferente se ve el paisaje visto desde arriba, a la luz de los rayos, en
comparación con lo que vemos con la luz natual y permaneciendo dentro! Recuerdo
una de las primeras fotos de satélite difundidas en el mundo; reproducía toda la
península del Sinaí. Los colores eran muy diferentes, con los relieves y
depresiones más evidentes.
Es un símbolo. Incluso la vida humana, vista desde los rayos infrarrojos de la
fe, desde las alturas del Calvario, es diferente de lo que se ve "a simple
vista. "Todo --dijo el sabio del Antiguo Testamento-- le pasa también al justo y
al impío ... He visto algo más bajo el sol: en lugar del derecho, la maldad; y
en lugar de la justicia, la iniquidad" (Ecl. 3, 16, 9, 2). De hecho, en todos
los tiempos se ha visto a la maldad triunfante y a la inocencia humillada. Pero
para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, he aquí, nota
Bossuet, que a veces se ve lo contrario, es decir la inocencia en el trono y la
iniquidad en el patíbulo. ¿Pero qué concluía el Qohelet? "Así que pensé: Dios
juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa" (Ecl.
3, 17). Encontró el punto de vista que pone el alma en paz.
Aquello que el Qohelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que
este juicio ya se ha dado: "Ahora dice Jesús --caminando hacia su pasión--, ha
llegado el juicio de este mundo, ahora será echado fuera el príncipe de este
mundo, y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia
mí "(Jn. 12, 31-32).
En Cristo muerto y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. El
progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve
desarrollarse ante sí nuevos e inesperados horizontes fruto de sus
descubrimientos. Aún así, puede decirse que ya ha llegado el final de los
tiempos, porque en Cristo, subido a la diestra del Padre, la hu manidad ha
llegado a su meta final. Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva. A
pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre
la tierra, en él se ha abierto ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos
con nuestros ojos puede sugerirnos otra cosa, pero el mal y la muerte son
realmente derrotados para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que
Jesús es el Señor del mundo. El mal ha sido realmente vencido por la redención
que Él trae. El mundo nuevo ya ha comenzado.
Una cosa sobretodo aparece diferente, vista a través de los ojos de la fe: ¡la
muerte! Cristo ha entrado en la muerte como se entra en una oscura prisión; pero
salió por la pared opuesta. No ha regresado de donde había venido, como Lázaro
que vuelve a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que
nadie podrá cerrar jamás, y a través de la cual todos pueden seguirlo. La muerte
ya no es un muro contra el que se estrella toda esperanza hu mana; se ha
convertido en un puente hacia la eternidad. Un "puente de los suspiros", tal vez
porque a nadie le gusta morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo lo
traga. "El amor es fuerte como la muerte", dice el Cantar de los Cantares (8,6).
¡En Cristo ha sido más fuerte que la muerte!
En su "Historia eclesiástica del pueblo inglés", Beda el Venerable narra cómo la
fe cristiana hizo su ingreso en el norte de Inglaterra. Cuando los misioneros
llegados de Roma arrivaron en el Northumberland, el rey del lugar convocó a un
consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, a difundir el
nuevo mensaje. Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra.
Era invierno y afuera había nieve y ventisca, pero la habitación estaba
iluminada y cálida. En cierto momento, un pájaro salió de un agujero de la
pared, sobrevoló asustado un rato por la sala, y luego desapareció por un
agujero en la pared opuesta.
Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: "O rey, nuestra vida en este
mundo es como ese pájaro. No sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo
gozamos de la luz y del calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en
la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos hombres son capaces de
revelarnos algo del misterio de nuestras vidas, debemos escucharlos".
La fe cristiana podría retornar a nuestro continente y en el mundo secularizado
por la misma razón por la que hizo su entrada: como la única que tiene una
respuesta segura que dar a los grandes interrogantes de la vida y de la muerte.
* * *
La cruz separa a los creyentes de los no creyentes,
porque para unos es un escándalo y una locura, y para otros es el poder de Dios
y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co. 1, 23-24); pero en un sentido más profundo,
esta une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. "Jesús tenía que morir
[...] no solo por la nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que
estaban dispersos" (Jn 11, 51 s.). Los nuevos cielos y la tierra nueva
pertenecen de derecho a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.
La urgencia que deriva de todo esto es evangelizar: "El amor de Cristo nos
apremia, al pensar que uno murió por todos" (2 Cor. 5,14). ¡Nos impulsa a la
evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que "ya no hay condenación
para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que
da la Vida, me libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte" (Rom
8, 1-2).
Hay una historia de Franz Kafka que es u n fuerte símbolo religioso y adquiere
un significado nuevo, casi profético, escuchado el Viernes Santo. Se llama "Un
mensaje imperial". Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama junto a sí
un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que
se lo hace repetir, a su vez, al oído. Luego despide con un gesto al mensajero
que se mete en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la
historia, marcada por el tono onírico y casi de pesadilla típico de este
escritor:
"Extendiendo primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la
multitud como ninguno. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son
infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En cambio, qué
vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras
del palacio interno, de los cuales no saldrá nunca. Y si lo terminara, no
significaría nada: todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras.
Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los
patios; y después de los patios el segundo palacio circundante. Y cuando
finalmente atravesara la última puerta --aunque esto nunca, nunca podría
suceder--, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del mundo,
donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse
paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras
tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas tal mensaje, cuando cae la
noche".
Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: "Vayan por todo
el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura" (Mc. 16, 15). Todavía hay
muchos hombres que están de pie junto a la ventana y sueñan, sin saberlo, con un
mensaje como el suyo. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el
costado de Cristo en la cruz "para que se cumpliese la Escritura que dice:
«Mirarán al que traspasaron»" (Jn. 19, 37). En el Apocalipsis añade: "He aquí
que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, aún aquellos que le traspasaron;
y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación" (Ap. 1,7).
Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento
de la conversión, sino del juicio. En su lugar describe la realidad de la
evangelización de los pueblos. En ella se verifica una misteriosa, pero real
venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de
desesperación, sino de arrepentimiento y de consuelo. Es este el significado de
la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de Cristo,
es decir de Zacarías 12, 10: "Y derramaré sobre la casa de David y sobre los
moradores de Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí,
al que ellos traspasaron".
La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de
Cristo, de aquel lado abierto, de aquella sangre y de aquel agua. El amor de
Cristo , como aquel trinitario, que es la manifestación histórica, es "diffusivum
sui", tiende a expandirse y alcanzar a todas las criaturas "especialmente a las
más necesitadas de su misericordia". La evangelización cristiana no es
conquista, no es propaganda; es el don de Dios para el mundo en su Hijo Jesús.
Es dar al Jefe la alegría de sentir la vida fluir desde su corazón hacia su
cuerpo, hasta vivificar a sus miembros más alejados.
Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia nunca se parezca a aquel
castillo complicado y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de él
tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los
impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, como
aquellas que separan a las distintas iglesias cristianas entre sí, la excesiva
burocracia, los residuos de los ceremoniales, leyes y controversias del pasado,
aunque se han convertido ya en escombros.
En Apocalipsis, Jesús dice que Él e stá a la puerta y llama (Ap 3,20). A veces,
como señaló nuestro Papa Francisco, no llama para entrar, toca desde dentro para
salir. Salir a las "periferias existenciales del pecado, del sufrimiento, de la
injusticia, de la ignorancia y indiferencia religiosa, y de todas las formas de
miseria".
Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para
adaptarse a las necesidades del momento, se les llenas de divisiones, escaleras,
de habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en que te das cuenta de
que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino
que son un obstáculo, y entonces debemos tener el coraje de derribarlos y volver
el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus orígenes. Fue la misión que
recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián:
"Ve, Francisco, y repara mi Iglesia".
"¿Quién está a la altura de este encargo?", se preguntaba aterrorizado el Apóst
ol frente a la tarea sobrehumana de ser en el mundo "el perfume de Cristo", y he
aquí su respuesta que vale también hoy: "No porque podamos atribuirnos algo que
venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios, quien nos
ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside
en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida
(2 Cor. 2, 16; 3, 5-6).
Que el Espíritu Santo, en este momento en que se abre para la Iglesia un tiempo
nuevo, lleno de promesa y de esperanza, reavive en los hombres que están en la
ventana la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de hacérselo
llegar, incluso a costa de la vida.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.