CUARESMA 2006

 

«Jesús en Getsemaní»: Primera predicación de Cuaresma al Papa y a la Curia

Del padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap., predicador de la Casa Pontificia

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 17 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos íntegramente la primera predicación cuaresmal que en la mañana de este viernes, ante el Santo Padre y la Curia Romana, pronunció el padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap. en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano.

Recogiendo la invitación de la Primera Carta de Pedro, «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2, 21), el predicador de la Casa Pontificia ha iniciado, con esta meditación sobre la oración de Jesús en Getsemaní, una serie de reflexiones sobre algunos aspectos de la Pasión de Cristo –abordará la obediencia hasta la muerte, el dolor y el amor del Crucificado— «en espíritu de conmovida gratitud y voluntad de imitación».

 

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Primera predicación

«Preso de la angustia, oraba más intensamente» (Lc 22, 44)
Jesús en Getsemaní



1. Bautizados en su muerte

En las meditaciones de Adviento procuré sacar a la luz la necesidad que tenemos, en el momento actual, de redescubrir el kerygma, esto es, ese núcleo original del mensaje cristiano en presencia del cual florece normalmente el acto de fe. De este núcleo, la Pasión y muerte de Cristo representa su elemento fundamental.

Desde el punto de vista objetivo o de la fe, es la resurrección, no la muerte de Cristo, el elemento calificador: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto, escribe San Agustín; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todos lo creen. Pero lo verdaderamente grande es creer que él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» [1]. Pero desde el punto de vista subjetivo o de la vida, es la pasión, no la resurrección, el elemento para nosotros más importante: «De las tres cosas que constituyen el sacratísimo triduo – crucifixión, sepultura y resurrección del Señor -, nosotros, escribe también San Agustín, realizamos en la vida presente el significado de la crucifixión, mientras tenemos por fe y esperanza lo que significan la sepultura y la resurrección» [2].

Se ha escrito que los Evangelios son «relatos de la Pasión precedidos de una larga introducción» (M. Kahler). Pero lamentablemente ésta, que es la parte más importante de los Evangelios, es también la menos valorada en el curso del año litúrgico, pues se lee una sola vez al año, en Semana Santa, cuando por la duración de los ritos, es además imposible detenerse a explicarla y comentarla. En un tiempo la predicación sobre la Pasión ocupaba un lugar de honor en toda misión popular; hoy, que estas ocasiones han pasado a ser raras, muchos cristianos llegan al final de su vida sin haber subido jamás al Calvario...

Con nuestras reflexiones cuaresmales nos proponemos colmar, al menos en pequeña medida, esta laguna. Queremos estar un poco con Jesús en Getsemaní y en el Calvario para llegar preparados a la Pascua. Está escrito que en Jerusalén había una piscina milagrosa y el primero que se zambullía en ella, cuando sus aguas se agitaban, era sanado. Nosotros debemos arrojarnos ahora, en espíritu, en esta piscina, o en este océano, que es la pasión de Cristo.

En el bautismo hemos sido «bautizados en su muerte», «con él sepultados» (Rm 6, 3 s): aquello que sucedió una vez místicamente en el sacramento, debe realizarse existencialmente en la vida. Debemos darnos un baño saludable en la pasión para ser renovados por ella, revigorizados, transformados. «Me sepulté en la pasión de Cristo, escribe la Beata Angela de Foligno, y se me dio la esperanza de que en ella encontraría mi liberación» [3].

2. Getsemaní, un hecho histórico

Nuestro viaje a través de la Pasión empieza, como el de Jesús, desde Getsemaní. La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos es un hecho afirmado, en los Evangelios, sobre cuatro columnas, esto es, por los cuatro evangelistas. Juan, en efecto, también habla de ello, a su manera, cuando pone en boca de Jesús las palabras: «Ahora mi alma está turbada» (que recuerdan «mi alma está triste», de los sinópticos) y las palabras: «¡Padre, líbrame de esta hora!» (que recuerdan el «aparta de mí este cáliz», de los sinópticos) (Jn 12, 27 s.). También hay un eco de ello, como veremos, en la Carta a los Hebreos.

Es algo completamente extraordinario que un hecho tan poco «apologético» haya encontrado un puesto tan relevante en la tradición. Sólo un acontecimiento histórico, fuertemente afirmado, explica la relevancia dada a este momento de la vida de Jesús. Cada uno de los evangelistas dio al episodio una coloración diferente según su propia sensibilidad y las necesidades de la comunidad para la que escribía. Pero no añadieron nada verdaderamente «ajeno» al hecho; más bien cada uno sacó a la luz algunas de las infinitas implicaciones espirituales del hecho. No hicieron, como se dice hoy, eis-egesis, sino ex-egesis.

Las que, según la letra, son, en los Evangelios, afirmaciones contrastantes y excluyentes recíprocamente, no lo son según el Espíritu. Si está ausente una coherencia exterior y material, no falta en cambio una profunda concordia. Los Evangelios son cuatro ramas de un árbol, separadas en la copa, pero unidas en el tronco (la tradición común oral de la Iglesia) y, a través de él, en la raíz, que es el Jesús histórico. La incapacidad de muchos estudiosos de la Biblia de ver las cosas a esta luz depende, en mi opinión, de la ignorancia respecto a lo que sucede en los fenómenos espirituales y místicos. Son dos mundos regidos por leyes distintas. Es como si uno quisiera explorar los cuerpos celestes con los instrumentos de exploración submarina.

Un eminente exégeta católico, Raymond Brown, quien supo conjugar de forma ejemplar rigor científico y sensibilidad espiritual en el estudio de la Biblia, resume así el contenido del episodio inicial de la Pasión:

«Jesús que se separa de sus discípulos, la angustia de su alma al rogar que el cáliz se apartara de él, la amorosa respuesta del Padre que envía un ángel para sostenerle, la soledad del Maestro que tres veces encuentra a sus discípulos dormidos en lugar de orar con él, el valor expresado en la resolución final de ir al encuentro del traidor: tomada de los diversos evangelios esta combinación de dolor humano, apoyo divino y ofrecimiento solitario de sí ha contribuido mucho a hacer que los creyentes en Jesús le amen, convirtiéndose en objeto de arte de meditación» [4].

El núcleo originario en torno al cual se desarrolló toda la escena de Getsemaní parece haber sido el de la oración de Jesús. El recuerdo de una lucha de Jesús en la oración ante la inminencia de su Pasión hunde sus raíces en una tradición antiquísima, de la que dependen tanto Marcos como las otras fuentes [5], y es en este aspecto sobre el que deseamos reflexionar en la presente meditación.

Los gestos que él hace son los de una persona que se debate en una angustia mortal: «caía en tierra», se levanta para ir donde sus discípulos, vuelve a arrodillarse, después se alza de nuevo... suda como gotas de sangre (Lc 22, 44). De sus labios sale la súplica: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mi este cáliz» (Mc 14, 36). La «violencia» de la oración de Jesús en la inminencia de su muerte destaca sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que se dice que Cristo, «en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte» (Hb 5, 7).

Jesús está solo, ante la perspectiva de un dolor enorme que está a punto de caer sobre él. La «hora» esperada y temida del combate final con las fuerzas del mal, de la gran prueba (peirasmos), ha llegado. Pero la causa de su angustia es más profunda aún: él se siente cargado de todo el mal y las indignidades del mundo. Él no ha cometido este mal, pero es lo mismo, porque lo ha asumido libremente: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2, 24), esto es (según el sentido que esta palabra tiene en la Biblia), en su propia persona, alma, cuerpo y corazón a la vez. Jesús es el hombre «hecho pecado», dice San Pablo (2 Co 5, 21).

3. Dos formas distintas de luchar con Dios

Para quitar todo pretexto a la herejía arriana, algunos antiguos Padres explicaron el episodio de Getsemaní en clave pedagógica con la idea de la «concesión» (dispensatio): Jesús no experimentó verdaderamente angustia y pavor, sólo quiso enseñarnos cómo vencer con la oración nuestras resistencias humanas. En Getsemaní, escribe San Hilario de Poitiers, «Cristo no está triste por sí y no ruega por sí, sino por aquellos a quienes advierte de que oren con atención, para que no se cierna sobre ellos el cáliz de la pasión» [6].

Después de Calcedonia y, sobre todo, tras la superación de la herejía monotelita, ya no se siente la necesidad de recurrir a esta explicación. Jesús en Getsemaní no reza sólo para exhortarnos a nosotros a que lo hagamos. Ora porque, siendo verdadero hombre, «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado», experimenta nuestra misma lucha frente a lo que repugna a la naturaleza humana [7].

Pero aunque Getsemaní no se explique entonces sólo con la intención pedagógica, es cierto que tal preocupación estaba presente en la mente de los evangelistas que nos transmitieron el episodio, y es importante para nosotros recogerla. No se puede separar, en los Evangelios, la narración del hecho del llamamiento a la imitación. «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas», dice la Carta de Pedro (1 P 2, 21).

La palabra «agonía» dicha de Jesús en Getsemaní (Lc 22, 44) hay que entenderla en el sentido originario de lucha, más que en el actual de agonía. Llega el tiempo en que la oración se transforma en combate, fatiga, agonía. No hablo, en este momento, de la lucha contra las distracciones, o sea, de la lucha con nosotros mismos; hablo de la lucha con Dios. Esto ocurre cuando Dios te pide algo que tu naturaleza no está lista para darle y cuando la acción de Dios se hace incomprensible y desconcertante.

La Biblia presenta otro caso de lucha con Dios en la oración y es muy instructivo comparar entre sí los dos episodios. Se trata del combate de Jacob con Dios (Gn 32, 23-33). También el escenario es muy parecido. El combate de Jacob se desarrolla de noche, al otro lado de un vado –el de Yabboq--, e igualmente el de Jesús tiene lugar de noche, al otro lado del torrente Cedrón. Jacob aleja de sí a esclavos, esposas e hijos; para quedarse solo, Jesús se aparta también de los últimos tres discípulos para orar.

¿Pero por qué lucha Jacob con Dios? Aquí está la gran lección que debemos aprender. «No te suelto – dice – hasta que no me hayas bendecido», o sea, hasta que no hagas cuanto te pido. Y aún: «Dime tu nombre». Está convencido de que, usando el poder que da conocer el nombre de Dios, podrá prevalecer sobre su hermano Labán, quien le sigue. Dios le bendice, pero no le revela su nombre.

Jacob lucha por lo tanto para plegar a Dios a su voluntad; Jesús lucha para plegar su voluntad humana a Dios. Lucha porque «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14, 38). Surge espontáneamente preguntarse: ¿a quién nos parecemos nosotros, cuando oramos en situaciones de dificultad? Nos parecemos a Jacob, al hombre del Antiguo Testamento, cuando, en la oración, luchamos para inducir a Dios a que cambie de decisión, más que para cambiar nosotros mismos y aceptar su voluntad; para que nos quite esa cruz, más que para ser capaces de llevarla con él. Nos parecemos a Jesús si, aún entre los gemidos y la carne que suda sangre, buscamos abandonarnos a la voluntad del Padre. Los resultados de las dos oraciones son muy diferentes. A Jacob Dios no le da su nombre, pero a Jesús le dará el nombre que está sobre todo nombre (Flp 2, 11).

A veces, perseverando en este tipo de oración, sucede algo extraño que es bueno conocer para no perder una ocasión preciosa. Las partes se invierten: Dios se convierte en quien ruega y tú en aquel a quien se ruega. Te pones a rezar para pedir algo a Dios y, una vez en oración, te das cuenta poco a poco de que es él, Dios, quien tiende su mano hacia ti pidiéndote algo. Has ido a pedirle que te quite aquel aguijón de la carne, aquella cruz, aquella prueba, que te libre de esa función, de aquella situación, de la cercanía de aquella persona... Y he aquí que Dios te pide precisamente que aceptes esa cruz, esa situación, esa función, a esa persona.

Una poesía de Tagore ayuda a entender de qué se trata. Es un mendigo quien habla y relata su experiencia. Dice más o menos así: Había estado pidiendo de puerta en puerta por la calle de la ciudad, cuando desde lejos apareció una carroza de oro. Era la del hijo del Rey. Pensé: ésta es la ocasión de mi vida; y me senté abriendo bien el saco, esperando que se me diera limosna sin tener que pedirla siquiera; más aún, que las riquezas llovieran hasta el suelo a mi alrededor. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, al llegar junto a mí, la carroza se detuvo, el hijo del Rey descendió y extendiendo su mano me dijo: «¿Puedes darme alguna cosa?». ¡Qué gesto el de tu realeza, extender tu mano!... Confuso y dubitativo tomé del saco un grano de arroz, uno solo, el más pequeño, y se lo di. Pero qué tristeza cuando, por la tarde, rebuscando en mi saco, hallé un grano de oro, solo uno, el más pequeño. Lloré amargamente por no haber tenido el valor de dar todo [8].

El caso más sublime de esta inversión de las partes es precisamente la oración de Jesús en Getsemaní. Él ruega que el Padre le aparte el cáliz, y el Padre le pide que lo beba para la salvación del mundo. Jesús da no una, sino todas las gotas de su sangre, y el Padre le recompensa constituyéndole, también como hombre, Señor, de modo que «una sola gota de esa sangre basta para salvar el mundo entero» (una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere).

4. «Preso de la angustia, oraba más intensamente»

Estas palabras fueron escritas por el evangelista Lucas (22, 44) con una clara intención pastoral: mostrar a la Iglesia de su tiempo, sometida también ya a situaciones de lucha y de persecución, qué enseñó a hacer el Maestro en tales apuros.

La vida humana está sembrada de muchas pequeñas noches de Getsemaní. Las causas pueden ser numerosísimas y distintas: una amenaza que se perfila para nuestra salud, una incomprensión del ambiente, la indiferencia de quien tenemos cerca, el temor a las consecuencias de algún error cometido. Pero puede haber causas más profundas: la pérdida del sentido de Dios, la abrumadora conciencia del propio pecado e indignidad, la impresión de haber perdido la fe. En resumen, lo que los santos han llamado «la noche oscura del espíritu».

Jesús nos enseña qué es lo primero que hay que hacer en estos casos: recurrir a Dios con la oración. No hay que engañarse: es verdad que Jesús, en Getsemaní, busca también la compañía de sus amigos, pero ¿por qué la busca? No para que le digan palabras buenas, para distraerse o para que le consuelen. Pide que le acompañen en la oración, que recen con él: «¿Con que no habéis podido velar conmigo ni siquiera una hora? Velad y orad» (Mt 26, 40).

Es importante observar cómo empieza la oración de Jesús en Getsemaní, en la fuente más antigua, que es Marcos: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti» (Mc 14, 36). El filósofo Kierkegaard hace al respecto reflexiones iluminadoras. Dice: «La cuestión decisiva es que para Dios todo es posible». El hombre cae en la verdadera desesperación sólo cuando ya no tiene ante sí posibilidad alguna, ninguna tarea, cuando, como se dice, no hay nada que hacer. «Cuando uno desvanece, se manda en busca de agua de Colonia, gotas de Hoffmann; pero cuando uno desespera, hay que decir: “Hallad una posibilidad, ¡halladle una posibilidad!”. La posibilidad es el único remedio; dadle una posibilidad y el desesperado recobra las ganas, se reanima, porque si el hombre se queda sin posibilidad es como si le faltara el aire. A veces la inventiva de una fantasía humana puede bastar para hallar una posibilidad; pero al final, cuando se trata de creer, sólo sirve esto: que para Dios todo es posible» [9].

Esta posibilidad siempre al alcance de la mano para un creyente es la oración. «Orar es como respirar» [10]. ¿Y si ya se ha orado sin éxito? ¡Orar más! Orar prolixius, con mayor insistencia. Se podría objetar que, sin embargo, Jesús no fue escuchado, pero la Carta a los Hebreos dice exactamente lo contrario: «Fue escuchado por su piedad». Lucas expresa esta ayuda interior que Jesús recibió del Padre con el detalle del ángel: «Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba» (Lc 22, 43). Pero se trata de una prolepsis, de una anticipación. La verdadera gran escucha del Padre fue la resurrección.

Dios, observaba Agustín, escucha aún cuando... no escucha, esto es, cuando no obtenemos lo que estamos pidiendo. Su retraso en atender es ya una escucha, para podernos dar más de lo que le pedimos [11]. Si a pesar de todo seguimos orando es señal de que nos está dando su gracia. Si Jesús al final de la escena pronuncia su resuelto: «¡Levantaos! ¡Vamos!» (Mt 26, 46), es porque el Padre le ha dado más que «doce legiones de ángeles» para defenderle. «Le ha inspirado, dice Santo Tomás, la voluntad de sufrir por nosotros, infundiéndole el amor» [12].

La capacidad de orar es nuestro gran recurso. Muchos cristianos, incluso verdaderamente comprometidos, experimentan su impotencia ante las tentaciones y la imposibilidad de adaptarse a las altísimas exigencias de la moral evangélica y concluyen, a veces, que no pueden y que es imposible vivir integralmente la vida cristiana. En cierto sentido tienen razón. Es imposible, en efecto, por sí solos, evitar el pecado; se necesita la gracia; pero además la gracia – se nos enseña – es gratuita y no se la puede merecer. ¿Qué hacer entonces: desesperarse, rendirse? Dice el Concilio de Trento: «Dios, dándote la gracia, te manda hacer lo que puedes y pedir lo que no puedes» [13].

La diferencia entre la ley y la gracia consiste precisamente en esto: en la ley Dios dice al hombre: «¡Haz lo que te mando!»; en la gracia, el hombre dice a Dios: «¡Dame lo que me mandas!». La ley manda, la gracia demanda. Una vez descubierto este secreto, Agustín, que hasta entonces había luchado inútilmente para ser casto, cambió de método, y más que luchar con su cuerpo empezó a luchar con Dios. Dijo: «Oh Dios, tú me mandas que sea casto; pues bien, ¡dame lo que mandas y mándame lo que quieras!» [14]. ¡Y sabemos que obtuvo la castidad!

Jesús dio por adelantado a sus discípulos el medio y las palabras para unirse a él en la prueba, el Padre Nuestro. No hay estado de ánimo que no se refleje en el «Padre Nuestro» y que no encuentre en él la posibilidad de traducirse en oración: el gozo, la alabanza, la adoración, la acción de gracias, el arrepentimiento. Pero el «Padre Nuestro» es sobre todo la oración de la hora de la prueba. Hay una semejanza evidente entre la oración que Jesús dejó a sus discípulos y la que él mismo elevó al Padre en Getsemaní. Él nos dejó, en realidad, su oración.

La oración de Jesús empieza como el Padre Nuestro, con el grito: «¡Abbá, Padre!» (Mc 14, 36), o «Padre mío» (Mt 26, 39); prosigue, como el Padre Nuestro, pidiendo que se haga su voluntad; pide que pase de él este cáliz, como en el Padre Nuestro pedimos ser «librados del mal»; dice a sus discípulos que recen para no caer en tentación y nos hace concluir el Padre Nuestro con las palabras: «No nos dejes caer en la tentación».

¡Qué consuelo, en la hora de la prueba y de la oscuridad, saber que el Espíritu Santo sigue en nosotros la oración de Jesús en Getsemaní, que los «gemidos inenarrables» con que el Espíritu intercede por nosotros, en esos momentos, llegan al Padre mezclados con los «ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas» que el Hijo le elevó al sobrevenirle «su hora»! (Hb 5, 7).

5. En agonía hasta el fin del mundo

Debemos recoger una última enseñanza antes de despedirnos del Jesús de Getsemaní. San León Magno dice que «la pasión se prolonga hasta el fin de los siglos» [15]. Le hace eco el filósofo Pascal en la célebre meditación sobre la agonía de Jesús:

«Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. Durante este tiempo no hay que dormir.
Yo pensaba en ti en mi agonía: esas gotas de sangre las derramé por ti.
¿Quieres costarme siempre sangre de mi humanidad, sin que tu derrames una lágrima?
Yo soy más amigo tuyo que tal o cual, porque he hecho por ti más que ellos, y ellos no sufrirían jamás lo que he sufrido por ti, nunca morirían por ti en el momento de tu infidelidad y de tus crueldades, como he hecho yo y estoy dispuesto a hacer en mis elegidos y en el Santo Sacramento»
[16].

Todo esto no es un simple modo de hablar o una constricción psicológica; corresponde misteriosamente a la verdad. En el Espíritu, Jesús está también ahora en Getsemaní, en el pretorio, en la cruz. Y no sólo en su cuerpo místico – en quien sufre, es apresado o asesinado –, sino, de una forma que no podemos explicar, también en su persona. Esto es verdad no «a pesar de» su resurrección, sino precisamente «a causa» de la resurrección que ha hecho al Crucificado «viviente en los siglos». El Apocalipsis nos presenta al Cordero en el cielo «de pié», o sea resucitado y vivo, pero con los signos todavía visibles de su inmolación (Ap 5, 6).

El lugar privilegiado donde podemos encontrar a este Jesús «en agonía hasta el fin del mundo» es la Eucaristía. Jesús la instituyó inmediatamente antes de ir al Huerto de los Olivos para que sus discípulos pudieran, en toda época, hacerse «contemporáneos» de su Pasión. Si el Espíritu nos inspira el deseo de estar una hora al lado de Jesús en Getsemaní esta Cuaresma, la forma más sencilla de llevarlo a cabo es pasar, en la tarde del jueves, una hora ante el Santísimo Sacramento.

Esto no debe, evidentemente, hacernos olvidar el otro modo en que Cristo «está en agonía hasta el fin del mundo», esto es, en los miembros de su cuerpo místico. Es más, si queremos dar concreción a nuestros sentimientos hacia él, el camino obligado es precisamente hacer a alguno de ellos lo que no podemos hacer con él que está en la gloria.

La palabra Getsemaní se ha convertido en el símbolo de todo dolor moral. Jesús todavía no ha sufrido en su carne; su dolor es del todo interior, y sin embargo no suda sangre más que aquí, cuando es su corazón, no aún su carne, el que es aplastado. El mundo es muy sensible a los dolores corporales, se conmueve fácilmente por ellos; lo es mucho menos ante los dolores morales, de los que a veces hasta se burla tomándolos por hipersensibilidad, autosugestiones, caprichos.

Dios se toma muy en serio el dolor del corazón y así deberíamos hacer también nosotros. Pienso en quien ve roto el lazo más fuerte que tenía en la vida y se encuentra solo (más frecuentemente sola); en quien es traicionado en los afectos, está angustiado ante algo que amenaza su vida o la de un ser querido; en quien, injustamente o con razón (no hay mucha diferencia desde este punto de vista), se ve señalado, de un día para otro, en el escarnio público. ¡Cuántos Getsemaní escondidos en el mundo, tal vez bajo nuestro mismo techo, en la puerta de al lado, o en la mesa de trabajo de al lado! Es tarea nuestra identificar a alguien en esta Cuaresma y hacernos cercanos a quien se encuentra allí.

Que Jesús no tenga que decir entre estos, sus miembros: «Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno» (Sal 68, 21), sino que pueda, al contrario, hacernos sentir en el corazón la palabra que recompensa todo: «A mí me lo hicisteis».

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[1] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 120, 6: CCL 40, p. 1791.
[2] S. Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,2, p. 195).
[3] Il libro della B. Angela da Foligno, Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 148.
[4] R. E. Brown, The Death of the Messiah. From Gethsemane to the Grave. A Commentary on the Passion Narratives in the Four Gospels, I, Doubleday, New York, 1994, p. 216.
[5] Brown, p. 233.
[6] Cfr. S. Hilario de Poitiers, De Trinitate, X, 37.
[7] Cfr. S. Máximo, Confesor, In Mattheum 26,39 (PG 91, 68).
[8] Tagore, Gitanjali, 50 (trad. ital. Newton Compton, Roma 1985, p. 91).
[9] S. Kierkegaard, La malattia mortale, parte I, C, (Opere, a cargo de C. Fabro, pp. 639 ss.
[10] Ib. p. 640
[11] S. Agustín, Sobre la Primera Carta de Juan, 6, 6-8 (PL 35, 2023 s.).
[12] S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 47, a. 3.
[13] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, n. 1536.
[14] S. Agustín, Confesiones, X, 29.
[15] S. León Magno, Sermo 70, 5: PL 54, 383
[16] B. Pascal, Pensamientos, n. 553 Br.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


«Con lo que padeció aprendió la obediencia»: Segunda predicación de Cuaresma al Papa y a la Curia

Del padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap., predicador de la Casa Pontificia

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 31 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos íntegramente la segunda predicación cuaresmal que en la mañana de este viernes, ante el Santo Padre y la Curia Romana, pronunció el padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap. en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano.

Recogiendo la invitación de la Primera Carta de Pedro, «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2, 21), el predicador de la Casa Pontificia prosigue con esta meditación --sobre la obediencia de Jesús hasta la muerte-- sus reflexiones sobre algunos aspectos de la Pasión de Cristo «en espíritu de conmovida gratitud y voluntad de imitación».


 

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P. Raniero Cantalamessa


 

Segunda predicación de Cuaresma



 

«Con lo que padeció aprendió la obediencia»



1. ¿Sacrificio u obediencia?

No se puede abarcar el océano, pero se puede hacer algo mejor: dejarse abarcar por él sumergiéndose en un lugar cualquiera de su extensión. Es lo que sucede con la Pasión de Cristo. No se la puede abrazar totalmente con la mente, ni ver su fondo; pero podemos sumergirnos en ella partiendo de alguno de sus momentos. En esta meditación desearíamos entrar en ella por la puerta de la obediencia.

La obediencia de Cristo es el aspecto de la Pasión que más se pone en evidencia en la catequesis apostólica. «Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2,8); «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Romanos 5,19); «Con lo que padeció aprendió la obediencia, y llegado a la perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hebreos 5,8-9). La obediencia aparece como la clave de lectura de toda la historia de la Pasión, de donde ésta toma sentido y valor.

A quien se escandalizaba de que el Padre pudiera hallar complacencia en la muerte de cruz de su Hijo Jesús, San Bernardo respondía justamente: «No es la muerte lo que le complació, sino la voluntad del que moría espontáneamente»: «Non mors placuit sed voluntas sponte morientis» [1]. Así, no es tanto la muerte de Cristo por sí misma lo que nos ha salvado, sino su obediencia hasta la muerte.

Dios quiere la obediencia, no el sacrificio, dice la Escritura (1 Salmo 15, 22; Hebreos 10, 5-7). Es verdad que en el caso de Cristo Él quiso también el sacrificio, y lo quiso asimismo por nosotros, pero de las dos cosas una es el medio, la otra el fin. La obediencia Dios la quiere por sí misma, el sacrificio lo quiere sólo indirectamente, como la condición que por sí hace posible y auténtica la obediencia. En este sentido, la Carta a los Hebreos dice que Cristo «con lo que padeció aprendió la obediencia». La Pasión fue la prueba y la medida de su obediencia.

Intentemos conocer en qué consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a sus padres; de mayor se sometió a la ley mosaica; durante la Pasión se sometió a la sentencia del Sanedrín, de Pilatos... Pero el Nuevo Testamento no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa en la obediencia de Cristo al Padre. San Ireneo interpreta la obediencia de Jesús a la luz de los cantos del Siervo, como una interior, absoluta sumisión a Dios, llevada a cabo en una situación de extrema dificultad:

«Aquel pecado que había aparecido por obra del leño, fue abolido por obra de la obediencia sobre el leño, pues obedeciendo a Dios, el Hijo del hombre fue clavado en el leño, destruyendo la ciencia del mal e introduciendo y haciendo penetrar en el mundo la ciencia del bien. El mal es desobedecer a Dios, como obedecer a Dios es el bien... Así pues, en virtud de la obediencia que prestó hasta la muerte, colgado del leño, eliminó la antigua desobediencia ocurrida en el leño» [2] .

La obediencia de Jesús se ejerce, de forma particular, en las palabras que están escritas sobre Él y para Él «en la ley, en los profetas y en los salmos». Cuando quieren oponerse a su captura, Jesús dice: «Pero, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales así debe suceder?» (Mt 26, 54).

2. ¿Puede Dios obedecer?

¿Pero cómo se concilia la obediencia de Cristo con la fe en su divinidad? La obediencia es un acto de la persona, no de la naturaleza, y la persona de Cristo, según la fe ortodoxa, es la del Hijo mismo de Dios. ¿Puede Dios obedecerse a sí mismo? Tocamos aquí el núcleo más profundo del misterio cristológico. Procuremos contemplar en qué consiste este misterio.

En Getsemaní Jesús dice al Padre: «Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Marcos 14,36). Todo el problema consiste en saber quién es ese «yo» y quién ese «tú»; quién dice el fiat y a quién lo dice. A esta cuestión, en la antigüedad, se dieron dos respuestas bastante diferentes, según el tipo de cristología subyacente.

Para la escuela alejandrina, el «yo» que habla es la persona del Verbo que, en cuanto encarnado, dice su «sí» a la voluntad divina (el «tú») que Él mismo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo. Quien dice «sí» y aquel a quien dice «sí» constituyen la misma voluntad, pero considerada en dos tiempos o en dos estados diferentes: en el estado de Verbo encarnado y en el estado de Verbo eterno. El drama (si de tal se puede hablar) tiene lugar más en el seno de Dios que entre Dios y el hombre, y esto porque no se reconoce aún claramente la existencia también de una voluntad humana y libre en Cristo.

Más válida, en este punto, es la interpretación de la escuela antioquena. Para que pueda darse la obediencia, dicen los autores de esta escuela, se necesita que haya un sujeto que obedece y un sujeto a quien obedecer: ¡nadie se obedece a sí mismo! Como además la obediencia de Cristo es la antítesis de la desobediencia de Adán, a la fuerza debe tratarse de la obediencia de un hombre, el Nuevo Adán, capaz como tal de representar a la humanidad. He aquí, entonces, quiénes son aquel «yo» y aquel «tú»: ¡el «yo» es el hombre Jesús; el «tú» es Dios, a quien obedece!

Pero también esta interpretación tenía una laguna grave. Si el fiat de Jesús en Getsemaní es esencialmente el «sí» de un hombre, aunque esté indisolublemente unido al Hijo de Dios (el homo assumptus), ¿cómo puede tener un valor universal tal como para poder «constituir justos» a todos los hombres? Jesús parece más un modelo sublime de obediencia que una intrínseca «causa de salvación» para todos los que le obedecen (Hebreos 5, 9).

El desarrollo de la cristología colmó esta laguna, sobre todo gracias a la obra de San Máximo Confesor y del Concilio Constantinopolitano III. San Máximo afirma: el «yo» no es la humanidad que habla a la divinidad (antioquenos); tampoco es Dios que, en cuanto encarnado, se habla a sí mismo en cuanto eterno (alejandrinos). El «yo» es el Verbo encarnado que habla en nombre de la voluntad humana libre que ha asumido; el «tú» en cambio es la voluntad trinitaria que el Verbo tiene en común con el Padre.

¡En Jesús el Verbo obedece humanamente al Padre! Y sin embargo no se anula el concepto de obediencia, ni Dios, en este caso, se obedece a sí mismo, porque entre el sujeto y el fin de la obediencia está toda la anchura de una humanidad real y de una voluntad humana libre [3].

¡Dios obedeció humanamente! Se entiende entonces el poder universal de salvación contenido en el fiat de Jesús: es el acto humano de un Dios; es un acto divino-humano, teándrico. Ese fiat es verdaderamente, por utilizar la expresión de un salmo, «la roca de nuestra salvación» (Sal 95,1). Es por esta obediencia que «todos han sido constituidos justos».

3. La obediencia a Dios en la vida cristiana

Como siempre, intentemos extraer de ello alguna enseñanza práctica para nuestra vida, recordando la advertencia de la Primera Carta de Pedro: «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas». Reflexionar sobre la obediencia puede contribuir a crear el clima espiritual adecuado en la Iglesia cada vez que se está ante la eventualidad de cambios de personas y de funciones.

En cuanto se hace la prueba de buscar en el Nuevo Testamento en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, esto es, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de las demás formas de obediencia: a los padres, a los patrones, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 P 2,13), pero con mucha menor frecuencia y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza única y exclusivamente para indicar la obediencia a Dios o, de cualquier modo, a instancias que están de parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón, donde indica la obediencia al Apóstol.

San Pablo habla de obediencia a la fe (Rm 1,5; 16,26), de obediencia a la doctrina (Rm 6,17), de obediencia al Evangelio (Rm 10,16; 2 Ts 1,8), de obediencia a la verdad (Gal 5,7), de obediencia a Cristo (2 Co 10,5). Encontramos el mismo lenguaje también en otros sitios: los Hechos de los Apóstoles hablan de obediencia a la fe (Hch 6,7), la Primera Carta de Pedro habla de obediencia a Cristo (1 P 1,2) y de obediencia a la verdad (1 P 1,22).

¿Pero es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viviente voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cumplidamente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que existe todavía, después de todo ello, «libres» voluntades de Dios que hay que acoger y cumplir?

Sólo si se cree en un «Señorío» actual y puntual del Resucitado en la Iglesia, sólo si se está convencido en lo íntimo de que también hoy --como dice el Salmo-- «habla el Señor, Dios de los dioses, y no se calla» (Sal 50, 1), sólo entonces se esta capacitado para comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Consiste en prestar escucha a Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, haciendo de ellas canales de la viviente y actual voluntad de Dios para nosotros.

Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestos, sino unidos, así debemos mostrar que la obediencia espiritual a Dios no disuade de la obediencia a la autoridad visible e institucional; al contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres es criterio para juzgar si existe o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios.

La obediencia a Dios es como el «hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando desde arriba por el hilo que él mismo fabrica, el animalito construye su tela, perfecta y tendida a todo rincón. Sin embargo ese hilo de lo alto, que ha servido para tejer la tela, no se rompe una vez terminada la obra; es más, es lo que desde el centro sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se desprende uno de los hilos laterales, la araña se emplea en reparar velozmente su tela, pero si se rompe aquel hilo de lo alto, se aleja; sabe que ya no hay nada que hacer.

Algo parecido sucede respecto a la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa, en la Iglesia. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo se ha construido a partir de aquella; pero no puede ser olvidada ni siquiera después de que ha concluido la construcción. En caso contrario todo entra en crisis, hasta proclamar, como ha ocurrido en años no lejanos: «la obediencia ya no es una virtud».

¿Pero por qué es tan importante obedecer a Dios? ¿Por qué a Dios le importa tanto ser obedecido? ¡Ciertamente no por el gusto de mandar y de tener súbditos! Es importante porque obedeciendo hacemos la voluntad de Dios, queremos las mismas cosas que quiere Dios, y así realizamos nuestra vocación originaria, que es la de ser «a su imagen y semejanza». Estamos en la verdad, en la luz y como consecuencia en la paz, como el cuerpo que ha alcanzado su punto de quietud. Dante Alighieri encerró todo ello en un verso considerado por muchos el más bello de toda la Divina Comedia: «y en su querer se encuentra nuestra paz» [4].

4. Obediencia y autoridad

La obediencia a Dios es la obediencia que podemos realizar siempre. Obedecer a órdenes y autoridades visibles se da sólo en ocasiones, tres o cuatro veces en toda la vida (hablo, se entiende, de las de cierta seriedad); sin embargo obedecer a Dios es algo que se da muy a menudo. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque Él sabe que éste es el don más bello que puede dar, el que concedió a su Hijo predilecto, Jesús.

Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida en sus manos, como se toma el timón de una embarcación, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», en quien «rige», quien «gobierna» determinando, se puede decir, momento a momento, los gestos, las palabras de esa persona, su modo de utilizar el tiempo, todo.

Esta «dirección espiritual» se ejerce a través de las «buenas inspiraciones» y con mayor frecuencia aún en las palabras de Dios de la Biblia. Lees o escuchas pasajes de la Escritura y he aquí que una frase, una palabra, se ilumina; se hace, por decirlo así, radiactiva. Sientes que te interpela, que te indica qué hay que hacer. Aquí se decide si se obedece a Dios o no. El Siervo de Yahvé dice de sí en Isaías: «Mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como discípulo» (Isaías 50, 4). También nosotros, cada mañana, en la Liturgia de las Horas o de la Misa, deberíamos estar con el oído atento. En ella hay casi siempre una palabra que Dios nos dirige personalmente y el Espíritu no deja de actuar para que se la reconozca entre todas.

He mencionado que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que podemos hacer todos, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder mandar. No se trata sólo de una afirmación empírica; existe una profunda razón teológica en su base, si por obediencia entendemos la obediencia a Dios.

Cuando viene una orden de un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha orado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano, entonces la autoridad misma de Dios hace de contrafuerte de tal orden o decisión. Si surge protesta, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «Mira que hoy te he convertido en plaza fuerte, como una muralla de bronce [...]. Te harán la guerra, más no podrán contigo, pues contigo estoy yo» (Jeremías 1,18 s).

Un ilustre exegeta inglés da una interpretación iluminadora del episodio evangélico del centurión: «Yo --dice el centurión-- soy un hombre sometido a una autoridad, y tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace» (Lucas 7,8). Por el hecho de estar sometido, esto es, obediente, a sus superiores y en definitiva al emperador, el centurión puede dar órdenes que tienen detrás la autoridad del emperador en persona; es obedecido por sus soldados porque, a su vez, obedece y está sometido a su superior.

Así --considera-- ocurre con Jesús respecto a Dios. Dado que Él está en comunión con Dios y obedece a Dios, tiene detrás de sí la autoridad misma de Dios y por ello puede mandar a su siervo que sane, y sanará; puede mandar a la enfermedad que le abandone, y le abandonará [5].

Es la fuerza y la sencillez de este argumento lo que arranca la admiración de Jesús y le hace decir que no ha encontrado jamás tanta fe en Israel. Ha entendido que la autoridad de Jesús y sus milagros derivan de su perfecta obediencia al Padre, como Jesús mismo, por lo demás, explica en el Evangelio de Juan: «El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él» (Juan 8,29).

La obediencia a Dios añade a la potestad la autoridad, o sea, un poder real y eficaz, no sólo nominal o de cargo; por así decir, ontológico, no sólo jurídico. San Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a un colega suyo de episcopado: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios» [6].

Ello no significa atenuar la importancia de la institución o del cargo, o hacer depender la obediencia del súbdito sólo del grado de potestad espiritual o de autoridad del superior, lo que sería manifiestamente el fin de toda obediencia. Significa sólo que quien ejerce la autoridad, él, debe apoyarse lo menos posible, o sólo en ultima instancia, en el título o en el cargo que desempeña y lo más posible en la unión de su voluntad con la de Dios, o sea, en su obediencia; el súbdito en cambio no debe juzgar o pretender saber si la decisión del superior es o no conforme a la voluntad de Dios. Debe presumir que lo es, a menos que se trate de una orden manifiestamente contra la conciencia, como ocurre a veces en el ámbito político, bajo regímenes totalitarios.

Sucede como en el mandamiento del amor. El primer mandamiento es el «primero», porque la fuente y el móvil de todo es el amor de Dios; pero el criterio para juzgar es el segundo mandamiento: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Juan 4,20). Lo mismo se debe decir de la obediencia: si no obedeces a los representantes visibles de Dios en la tierra, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios que está en el cielo?

5. Presentar los asuntos a Dios

Esta vía de la obediencia a Dios no tiene, de por sí, nada de místico o extraordinario, sino que está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar los asuntos a Dios», según el consejo que un día dio a Moisés su suegro Jetró (Cf. Ex 18,19). Yo puedo decidir por mi mismo tomar una iniciativa, hacer o no un viaje, un trabajo, una visita, un gasto y después, una vez decidido, rogar a Dios por el éxito del asunto. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces actuaré de forma diferente: preguntaré primero a Dios, con el medio sencillísimo que es la oración, si es su voluntad que yo realice ese viaje, ese trabajo, aquella visita, aquel gasto, y después lo haré o no, pero ya será, en todo caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa de mi parte.

Normalmente está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz, ni tendré respuesta explícita alguna sobre qué hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Actuando así, de hecho, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir yo solo y he dado a Dios una posibilidad de intervenir, si quiere, en mi vida. Lo que ahora decida hacer, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios.

Como el servidor fiel no toma jamás una iniciativa ni atiende una orden de extraños sin decir: «Debo escuchar antes a mi patrón», igualmente el verdadero siervo de Dios no emprende nada sin decirse a sí mismo: «¡Debo orar un poco para saber qué quiere mi Señor yo que haga!». ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios penetra, de esta forma, cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rm 12, 1). Toda la vida se convierte en una obediencia a Dios y proclama silenciosamente su soberanía en la Iglesia y en el mundo.

Dios --decía San Gregorio Magno-- «a veces nos advierte con las palabras, a veces, en cambio, con los hechos», esto es, con los sucesos y las situaciones [7]. Existe una obediencia a Dios --a menudo entre las más exigentes-- que consiste sencillamente en obedecer a las situaciones. Cuando se ha visto que, a pesar de todos los esfuerzos y los ruegos, hay en nuestra vida situaciones difíciles, a veces hasta absurdas y --en nuestra opinión-- espiritualmente contraproducentes, que no cambian, es necesario dejar de «dar coces contra el aguijón» y empezar a ver en ellas silenciosa, pero resuelta voluntad de Dios en nosotros. La experiencia demuestra que sólo después de haber pronunciado un «sí» total y desde lo profundo del corazón a la voluntad de Dios, tales situaciones de sufrimiento pierden el poder angustiante que tienen sobre nosotros. Las vivimos con más paz.

Un caso de difícil obediencia a las situaciones es el que se impone a todos con la edad, o sea, la retirada de la actividad, el cese de la función, tener que pasar el testigo a otros dejando tal vez incompletos y en suspenso proyectos e iniciativas en marcha. Hay quien, bromeando, ha dicho que la función de superior es una cruz, pero que a veces lo más difícil de aceptar no es subir a ella, sino bajar, ¡ser privados de la cruz!

Ciertamente no se trata de ironizar sobre una situación delicada, ante la cual nadie sabe cómo reaccionará hasta que no llegue. Ésta es una de las obediencias que más se aproximan a la de Cristo en su Pasión. Jesús suspendió la enseñanza, truncó toda actividad, no se dejó retener por el pensamiento de qué pasaría con sus discípulos; no se preocupó de qué sería de su palabra, confiada, como lo estaba, únicamente a la pobre memoria de algunos pescadores. Ni siquiera se dejó retener por el pensamiento de que dejaba sola a una Madre. Ningún lamento, ningún intento de hacer cambiar la decisión al Padre: «Para que el mundo sepa que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos --dijo--, vamos» (Juan 14,31).

6. María, la obediente

Antes de terminar nuestras consideraciones sobre la obediencia, contemplemos un instante el icono viviente de la obediencia, a aquella que no sólo imitó la obediencia del Siervo, sino que la vivió con Él. San Ireneo escribe: «Paralelamente (se entiende, a Cristo nuevo Adán), se encuentra que también la Virgen María es obediente, cuando dice: ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’ (Lucas 1,38). Como Eva, desobedeciendo, se convirtió en causa de muerte para ella y para todo el género humano, así María, obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para ella y para todo el género humano» [8]. María se asoma a la reflexión teológica de la Iglesia (estamos, de hecho, en presencia del primer esbozo de Mariología) a través del título de obediente.

También María obedeció con seguridad a sus padres, a la ley, a José. Pero no es en estas obediencias en las que piensa San Ireneo, sino en su obediencia a la palabra de Dios. Su obediencia es la antítesis exacta a la desobediencia de Eva. Pero --otra vez-- ¿a quién desobedeció Eva para ser llamada la desobediente? Ciertamente no a sus padres, de los que carecía; tampoco al marido o a alguna ley escrita. ¡Desobedeció a la palabra de Dios! Como el «Fiat» de María se sitúa, en el Evangelio de Lucas, junto al «Fiat» de Jesús en Getsemaní (Cf. Lucas 22, 42), así, para San Ireneo, la obediencia de la nueva Eva se coloca junto a la obediencia del nuevo Adán.

Sin duda María habrá recitado o escuchado, durante su vida terrena, el versículo del Salmo en el que se dice a Dios: «Enséñame a cumplir tu voluntad» (Sal 142,10). Nosotros dirigimos a Ella la misma oración: «¡Enséñanos, María, a cumplir la voluntad de Dios como la cumpliste tú!».

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[1] S. Bernardo de Claraval, De errore Abelardi, 8, 21 (PL 182, 1070).
[2] S. Ireneo, Dimostrazione della predicazione apostolica, 34.
[3] S. Máximo Confesor, In Matth., 26, 39 (PG 91, 68).
[4] Dante Alighieri, Paradiso, 3,85.
[5] Cfr. C.H. Dodd, Il fondatore del cristianesimo, Leumann 1975, p. 59 s.
[6] S. Ignacio de Antioquía, Lettera a Policarpo, 4,1.
[7] S. Gregorio Magno, Omelie sui vangeli, 17,1 (PL 76, 1139).
[8] S. Ireneo, Adv. Haer. III, 22,4.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


«Las rocas se resquebrajaron»: tercera predicación de Cuaresma al Papa y a la Curia
Del padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap., predicador de la Casa Pontificia

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 7 abril 2006 (ZENIT.org).- Publicamos íntegramente la tercera y última predicación de Cuaresma que, en la mañana de este viernes, ante el Santo Padre y la Curia Romana, pronunció el padre Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap. en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano.

Recogiendo la invitación de la Primera Carta de Pedro, «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2, 21), el predicador de la Casa Pontificia concluyó con esta meditación sus reflexiones sobre algunos aspectos de la Pasión de Cristo «en espíritu de conmovida gratitud y voluntad de imitación».


 

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P. Raniero Cantalamessa
 

Tercera predicación de Cuaresma



 

«Las rocas se resquebrajaron»



1. La Pasión y el Sudario

La Pasión de Cristo es el tema más tratado en el arte occidental. Basta con pensar en las innumerables representaciones, en pintura y escultura, del Jesús de Getsemaní, del Ecce Homo, de la crucifixión, en los famosos descendimientos de la cruz llamados «piedades», y, en el mundo alemán, «Vesperbild». En nuestro mundo secularizado, el arte permanece como una de las pocas formas de evangelización que penetra también en ambientes cerrados a cualquier otro modo de anuncio. Conocí a una joven japonesa que se convirtió y recibió el bautismo estudiando Arte en Florencia.

Ninguna representación artística de la Pasión, en cambio, ha ejercido y aún lo hace una fascinación comparable a la del Sudario [Sábana Santa. Ndt]. No importa, desde nuestro punto de vista, saber si el Sudario es «auténtico» o no, si la imagen se ha formado natural o artificialmente, si es sólo un icono o también una reliquia. Lo cierto es que es la representación más solemne y más sublime de la muerte que ningún ojo humano haya contemplado jamás. Si un Dios puede morir, ésta es la manera menos inadecuada de representarnos su muerte.

Los párpados cerrados, los labios juntos, los rasgos del rostro serenos: más que en un muerto, todo hace pensar en un hombre inmerso en profunda y silenciosa meditación. Parece la traducción en imágenes de la antigua antífona del Sábado Santo: «Caro mea requiescet in spe», «mi carne descansa segura». También la antigua homilía sobre el Sábado Santo que se lee en el Oficio de lecturas adquiere una fuerza especial leída ante el Sudario: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme» [1].

La teología nos dice que en la muerte de Cristo su alma se separó del cuerpo como en todo hombre que muere, pero su divinidad permaneció unida tanto al alma como al cuerpo. El Sudario es la representación más perfecta de este misterio cristológico. Aquel cuerpo está separado del alma, pero no de la divinidad. Algo divino se mueve sobre el rostro martirizado, pero lleno de majestad, del Cristo del Sudario.

Para percibirlo es suficiente con comparar el Sudario con otras representaciones del Cristo muerto, realizadas por mano de artistas humanos, por ejemplo el Cristo muerto de Mantegna, y más aún el de Holbein el Joven, en el Museo de Basilea, que representa el cuerpo de Cristo con toda la rigidez de la muerte y la incipiente descomposición de los miembros. Ante esta imagen –decía Dostoievski, quien la había contemplado largamente en un viaje-- fácilmente se puede perder la fe [2]; ante el Sudario, al contrario, se puede encontrar la fe, o volver a hallarla si se había perdido.

El rostro de Cristo del Sudario es como un límite, una pared que separa dos mundos: el mundo de los hombres lleno de agitación, de violencia y de pecado, y el mundo de Dios inaccesible al mal. Es una orilla en la que rompen todas las olas. Como si, en Cristo, Dios dijera a las fuerzas del mal lo que en el Libro de Job dice al océano: «Llegarás hasta aquí, no más allá, aquí se romperá el orgullo de tus olas» (Jb 38,11).

Ante el Sudario podemos orar así: «Señor, haz de mi tu sudario. Cuando, descendido nuevamente de la cruz, vengas a mí en el sacramento de tu cuerpo y de tu sangre, que yo te envuelva con mi fe y mi amor como en un sudario, de forma que tus rasgos se impriman en mi alma y dejen también en ella una huella indeleble. Señor, ¡haz del áspero y tosco paño de mi humanidad tu sudario!».

2. La Pasión del alma del Salvador

En esta meditación, nos conducimos idealmente al Calvario. Los evangelistas encierran el acontecimiento más desconcertante de la historia del mundo en tres palabras: «y le crucificaron» (Marcos y Mateo), «allí le crucificaron» (Lucas), «para crucificarle» (Juan). Los lectores a quienes se dirigían bien sabían qué encerraban esas palabras; nosotros no; debemos deducirlo de otras fuentes. Pero también éstas son extrañamente reticentes; el suplicio de la cruz era considerado tan espantoso que debía mantenerse lejos, decía Cicerón, «no sólo de los ojos, sino también de los oídos de un ciudadano romano» [3]. No se debía hablar de ello entre gente de bien.

El condenado podía ser atado con cuerdas en las muñecas o sujetado con clavos a la cruz. La mención de las heridas en las manos y en los pies del Resucitado nos dice que para Jesús se adoptó la segunda forma, y se puede fácilmente imaginar el suplicio que esto comportaba.

Se han propuesto varias teorías acerca de la causa física inmediata de la muerte de Jesús: infarto, asfixia; la más reciente indica en la deshidratación y en la pérdida de sangre la explicación médica más admisible de la muerte de Cristo.

Pero mucho más profunda y dolorosa que la pasión del cuerpo fue la del alma de Cristo. Ésta tuvo varias causas. La primera es la soledad. Los Evangelios insisten mucho en el progresivo abandono de Jesús en su Pasión: por parte de la multitud, de los discípulos y finalmente del Padre mismo. «Me dejaréis solo» (Jn 16,32); «entonces los discípulos le abandonaron todos, y huyeron» (Mt 26,56; Mc 14,50).

La soledad de Cristo es impresionante sobre todo en el episodio de Getsemaní, cuando Él busca repetidamente y en vano a alguno que esté a su lado. Para expresar la angustia de este momento, Marcos y Mateo utilizan el verbo ademonein. En griego se sabe que la letra a- al comienzo de una palabra indica ausencia, privación; demonein tiene la misma raíz que demos, pueblo, y que democracia. La idea subyacente es, por lo tanto, la de un hombre aislado del consorcio humano, presa de una especie de terror solitario, como uno que se encuentra proyectado hacia un punto remoto del universo donde, si grita, su voz se pierde en un vacío sideral.

La soledad alcanza el culmen en la cruz, cuando Jesús, en su humanidad, se siente abandonado hasta del Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Éste no fue un grito de desconsuelo y de desesperación, como a veces se ha pensado. Si los evangelistas lo hubieran considerado tal, ciertamente no habrían hecho depender de él la confesión de fe del centurión romano: «¡Verdaderamente éste era Hijo de Dios!» (Mt 27,54; Mc 15,39). Sin embargo nada impide pensar que los evangelistas hayan interpretado el grito de Jesús, a la luz del salmo citado, como expresión de la extrema soledad y abandono que Jesús experimenta en este momento en su humanidad [4].

Aquello que el apóstol Pablo supone como la suprema renuncia y sufrimiento posible en el mundo, «ser anatema, separado de Cristo, por el bien de sus hermanos de raza, según la carne» (Cf. Rm 9,1 s.), Cristo en la cruz, de hecho, lo ha experimentado respecto a Dios. Él se ha convertido en el ateo, el sin Dios, para que los hombres pudieran regresar a Dios. Existe un ateísmo activo, culpable, que consiste en rechazar a Dios, y existe un ateísmo pasivo, de pena y de expiación, que consiste en ser rechazado o sentirse rechazado por Dios. Hay que preguntar a los místicos que han compartido en pequeña parte la noche oscura de Dios, la última entre ellos la Madre Teresa de Calcuta, para saber cuán dolorosa es esta forma de ateísmo...

Otro aspecto de la Pasión interior de Cristo es la humillación y el desprecio. «Despreciado, rechazado por los hombres... maltratado, él se humilló» (Is 53,3.7). Así lo había predicho Isaías y así sucedió. Desde el momento de la detención hasta bajo la cruz hay un crescendo de desprecio, insultos y escarnios en torno a la persona de Cristo. «Le vistieron de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron. Y se pusieron a saludarle: “¡Salve, Rey de los judíos!”. Y le golpeaban en la cabeza con la caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacaron fuera para crucificarle» (Mc 15,17-20). Bajo la cruz «los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse”» (Mt 27,41 s.). Jesús es el vencido. Todos los innumerables «vencidos» de la vida tienen a alguien que puede entenderles y ayudarles.

Pero la pasión del alma del Salvador tiene una causa aún más profunda que la soledad y la humillación. En Getsemaní ruega para que se aparte de Él el cáliz (Mc 14,36). La imagen del cáliz evoca casi siempre, en la Biblia, la idea de la ira de Dios contra el pecado (Is 51,22; Sal 75,9; Ap 14,10).

En el comienzo de la Carta, San Pablo estableció un hecho que tiene valor de principio universal: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad» (Rm 1,18). Donde hay pecado, ahí no puede no dirigirse el juicio de Dios contra aquél; si no, Dios llegaría a un compromiso con el pecado y caería la propia distinción entre el bien y el mal. La ira de Dios es la misma cosa que la santidad de Dios. Jesús en Getsemaní es la impiedad, toda la impiedad del mundo. Él, escribe el Apóstol, es el hombre «hecho pecado» (2 Co 5,21). Es contra Él que «se revela» la ira de Dios. La infinita atracción que existe desde la eternidad entre Padre e Hijo es atravesada ahora por una repulsión igualmente infinita entre la santidad de Dios y la malicia del pecado, y esto es «beber el cáliz».

3. «¿Soy acaso yo, Señor?»

Es momento de pasar de la contemplación de la Pasión a nuestra respuesta a ella. Aludí al principio al papel desempeñado por el arte respecto a la Pasión de Cristo. Junto a la pintura y la escultura, hay que recordar con gratitud también la música. Para muchas personas, dentro y fuera del Cristianismo, la Pasión según San Mateo de Bach es el único medio de conocimiento de la Pasión de Cristo. Un medio frente al cual es difícil permanecer del todo neutrales y distantes. En el relato de los hechos (recitativos), se alterna en ella la meditación (las arias), la oración (corales), el impulso del corazón; todo penetra en los sentidos y en el alma por la sugestión de una música que toca aquí una de sus cumbres más sublimes.

He querido volver a oír la Pasión según San Mateo de Bach en vista de estas meditaciones, y ha habido un momento que me ha conmovido profundamente. Al anuncio de la traición, todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Soy acaso yo, Señor?», «Herr, bin ich’s?». Pero antes de hacernos oír la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre el acontecimiento y su recuerdo, el compositor hace intervenir al devoto cristiano de hoy, quien grita su confesión: «Sí, soy yo, ¡yo el traidor!», «Ich bin’s, ich sollte büßen».

Esta interpretación es profundamente bíblica. El kerigma, o anuncio, de la Pasión está formado siempre por dos elementos: un hecho --«padeció», «murió»-- y la motivación del hecho --«por nosotros», «por nuestros pecados»--. Él fue entregado a la muerte –dice el Apóstol-- «por nuestros pecados» (Rm 4,25); murió «por los impíos», murió «por nosotros» (Rm 5, 6.8). Siempre es así.

La Pasión inevitablemente nos es ajena mientras no se entra en ella por esa puertecita estrecha del «por nosotros». Conoce verdaderamente la Pasión sólo quien reconoce que es también obra suya. Sin esto lo demás es divagación. Soy yo Judas que traiciona, Pedro que niega, la multitud que grita «¡A Barrabás, no a ése!». Cada vez que he preferido mi satisfacción, mi comodidad, mi honor, a Cristo, se ha realizado esto. El padre Primo Mazzolari, en un memorable discurso de Viernes Santo, no carecía de razón al hablar de «nuestro hermano Judas».

Si Cristo murió «por mí» y «por mis pecados», entonces quiere decir –poniendo simplemente la frase en su forma activa-- que yo he matado a Jesús de Nazaret, que mis pecados le han aplastado. Es lo que Pedro proclama con fuerza a los tres mil que le escuchan el día de Pentecostés: «¡Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret!», «¡Renegasteis del Santo y del Justo!» (Cf. Hch 2,23; 3,14)

Aquellos tres mil no habían estado presentes en el Calvario para martillear los clavos, ni ante Pilatos para pedir que fuera crucificado. Habrían podido protestar; en cambio aceptan la acusación y dicen a los apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» (Hch 2,37). El Espíritu Santo les había «convencido de pecado» dejándoles hacer un sencillo razonamiento: si el Mesías murió por los pecados de su pueblo y yo he cometido un pecado, yo he matado al Mesías.

Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo; tembló la tierra, las rocas se resquebrajaron, se abrieron los sepulcros y muchos santos que habían muerto resucitaron» (Mt 27,51 s.). De estos signos se da, comúnmente, una explicación apocalíptica (lenguaje simbólico para describir el evento escatológico), pero tienen también un significado parenético: indican lo que debe ocurrir en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. Escribe San León Magno: «Que tiemble la naturaleza humana ante el suplicio del Redentor, que se rompan las piedras de los corazones infieles y quienes estaban encerrados en los sepulcros de su mortalidad que salgan fuera, levantando la piedra que pesaba sobre ellos» [5].

Hemos llegado al punto en que debemos recoger el fruto de toda nuestra meditación de la Pasión. La Biblia ha explicado el sentido profundo de la palabra metanoia, conversión, como un cambio de corazón: «Crea en mí, oh Dios, un corazón nuevo», «Desgarrad vuestro corazón, no vuestros vestidos» (Jl 2,13). También la conversión de la multitud que escuchó el discurso de Pedro se expresa con la imagen del corazón: «Se sintieron traspasar el corazón» (Hch 2,37).

Toda conversión supone un movimiento, un paso de un estado a otro, de un punto de partida a un punto de llegada. El punto de partida, el estado del que se debe salir, es para la Escritura el de la dureza de corazón: «Yo les abandoné a la dureza de su corazón, para que caminaran según sus propios designios» (Sal 80,13), «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres» (Mt 19,8), «Apenado por la dureza de sus corazones» (Mc 3,5), «Les reprochó su incredulidad y su dureza de corazón» (Mc 16,14), «Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas acumulando cólera contra ti» (Rm 2,5).

En toda la Biblia, pero especialmente en el Nuevo Testamento, el corazón indica la sede de la vida interior, en contraste con la apariencia exterior: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16,7). El corazón es el yo profundo del hombre, su propia persona, en particular su inteligencia y voluntad. Es el centro de la vida religiosa, el punto en el que Dios se dirige al hombre y el hombre decide su respuesta a Dios.

Se comprende entonces qué representa para la Escritura la dureza de corazón: el rechazo a someterse a Dios, a amarle con todo el corazón, a obedecer su ley. El término sclerocardia, inventado por la Biblia, es significativo. El corazón duro es un corazón esclerotizado, endurecido, impermeable a toda forma de amor que no sea el amor de sí mismo. Las imágenes empleadas por la Escritura son las del «corazón de piedra» (Ez 36,26), «corazón incircunciso» (Jr 9,26), «dura cerviz» (Dt 31,27).

El término ad quem, o el punto de llegada de la conversión, está descrito, coherentemente, con las imágenes del corazón contrito, herido, lacerado, circunciso, del corazón de carne, del corazón nuevo: «El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51,19); «¿En quién me fijaré? En el humilde y contrito que tiembla a mi palabra» (Is 66,2); «Con alma contrita y espíritu humillado te seamos aceptos» (Dn 3,39).

4. «Yo estoy a la puerta y llamo»

Procuremos ahora comprender cómo se obra este cambio del corazón. Es necesario distinguir dos situaciones. Cuando se trata de la primera conversión, desde la incredulidad a la fe, o desde el pecado a la gracia, Cristo está fuera y llama a las paredes del corazón para entrar; cuando se trata de sucesivas conversiones, desde un estado de gracia a otro más elevado, de la tibieza al fervor, ocurre lo contrario: ¡Cristo está dentro y llama a las paredes del corazón para salir!

Me explico. En el bautismo hemos recibido al Espíritu Santo; Él permanece en nosotros como en su templo (1 Co 3,16), mientras no sea expulsado de ahí por el pecado mortal. Pero puede suceder que este Espíritu acabe por estar como aprisionado y tapiado por el corazón de piedra que se le forma alrededor. No tiene posibilidad de expandirse y empapar de sí las facultades, las acciones y los sentimientos de la persona. Cuando leemos la frase de Cristo en el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20), deberíamos entender que Él no llama desde fuera, sino desde el interior; no quiere entrar, sino salir.

El Apóstol dice que Cristo debe ser «formado» en nosotros (Ga 4,19), esto es, desarrollarse y recibir su forma plena; es este desarrollo el que impide el corazón de piedra. A veces se ven a los lados de las calles grandes árboles (en Roma generalmente son pinos) cuyas raíces, aprisionadas por el asfalto, luchan por extenderse, levantando a tramos el mismo cemento. Así debemos imaginar que es el reino de Dios dentro de nosotros: una semilla destinada a transformarse en un árbol majestuoso sobre el que se posan los pájaros del cielo, pero al que le cuesta trabajo desarrollarse por la resistencia de nuestro egoísmo.

Existen obviamente grados diferentes en esta situación. En la mayoría de las almas comprometidas en un camino espiritual, Cristo no está aprisionado en una coraza, sino, por así decirlo, en libertad vigilada. Es libre de moverse, pero dentro de límites bien precisos. Esto sucede cuando tácitamente se le da a entender qué puede pedirnos y qué no puede pedirnos. Oración sí, pero no como para comprometer el sueño, el descanso, la sana información...; obediencia sí, pero que no se abuse de nuestra disponibilidad; castidad sí, pero no hasta el punto de privarnos de algún espectáculo distendido, aunque lanzado... En resumen, el uso de medias tintas.

En la historia de la santidad, el ejemplo más famoso de la primera conversión, aquella del pecado a la gracia, es San Agustín; el ejemplo más instructivo de la segunda conversión, aquella de la tibieza al fervor, es Santa Teresa de Ávila. Puede que lo que ella dice de sí misma en su Vida sea exagerado y dictado por la delicadeza de su conciencia, pero puede servirnos para un útil examen de conciencia.

«Pues así comencé, de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades... Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios --tan enemigo uno de otro-- como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales».

El resultado de este estado era una profunda infelicidad, en la que tal vez podamos reconocer también la nuestra: «Pasé este mar tempestuoso casi veinte años, con estas caídas y con levantarme y mal –pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, que ningún caso casi hacía de pecados veniales, y los mortales, aunque los temía, no como había de ser, pues no me apartaba de los peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuanto estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban» [6].

Fue precisamente la contemplación de la Pasión lo que le dio a Teresa el impulso decisivo para cambiar. He aquí como describe la santa el momento de su «conversión»: «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle. Le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba. Creo cierto me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces» [7]. ¡Hoy sabemos hasta qué punto fue mejorando!

5. «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme...»

Está escrito que, aquel día, las gentes, «al ver lo sucedido, se volvieron golpeándose el pecho» (Lc 23,48). Así queremos hacer también nosotros, regresando a nuestro trabajo después de haber estado con Jesús en el Calvario. Una vez que hemos pasado a través de nuestro pequeño «terremoto» espiritual, vemos la cruz y la muerte de Cristo cambiar completamente de signo y, de capítulo de acusación y motivo de temor y de tristeza, transformarse en motivo de gozo y seguridad. El propter nos, por causa nuestra, se transforma en pro nobis, a nuestro favor. La cruz aparece ahora como el honor y la gloria, esto es, en el lenguaje paulino, como una jubilosa seguridad acompañada de conmovida gratitud, a la cual se eleva el hombre en la fe y que se expresa en la alabanza y en la acción de gracias.

Podemos abrirnos sin temor a esa dimensión gozosa y pneumática en la que la cruz no aparece ya como «necedad y escándalo», sino, al contrario, como «fuerza de Dios y sabiduría de Dios». Podemos hacer de ella nuestro motivo de inquebrantable seguridad, prueba suprema del amor de Dios por nosotros, tema inagotable de anuncio y, sin arrogancia alguna, sino con profunda humildad, decir con el Apóstol: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Ga 6,14).

En un momento en que desde varios lugares se hace presión para retirar el crucifijo de las aulas y de los lugares públicos, nosotros, los cristianos, lo debemos fijar más que nunca en las paredes de nuestro corazón. Hemos empezado esta meditación pidiendo a Jesús que haga de nuestra alma su sudario. A María le pedimos que nos ayude a realizar este programa con las palabras del Stabat Mater: «Sancta Mater, istud agas, / crucifixi fige plagas / cordi meo valide»: «Oh, Santa Madre, haz que las llagas del Crucificado en mi corazón se graben».

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[1] Antica omelia sul Sabato santo (PG 43, 439 s.)
[2] F. Dostoevskij, L’Idiota, Parte II, iv.
[3] Cf. Cicerón, Pro Rabirio 5, 16.
[4] Cf. R. Brown, The Death of the Messia, II, p. 1051
[5] S. León Magno, Sermo 66, 3 (PL 54, 366).
[6] S. Teresa de Ávila, Vida, cc. 7-8.
[7] Ib. 9, 1-3

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]